Poder y gloria - InvestigacionesHistoricaseuroAsiaticas

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Poder y gloria: lecturas sobre religión y mito mayas
Prof. Julio López Saco
Universidad Central de Venezuela
Centro de Investigaciones Filosóficas y Humanísticas, UCAB
Analogías mítico-religiosas en Mesoamérica
A pesar de la disparidad cultural que existió en la región que denominamos
Mesoamérica, que contó con la presencia de diferentes culturas en lugares y tiempos
propios, además de desarrollos particulares, podemos sintetizar ciertos aspectos que
consideramos comunes a toda la región (Rovira Morgado, R., 2008: 46). Uno de los
más sugerentes, si bien polémico, es la afirmación que algunos especialistas (M.
Graulich, A. López Austin), han hecho en relación a la existencia de un sustrato común
a toda la mitología mesoamericana (Graulich, M., 1990: 19; López Austin, A., & López
Luján, L., 1999: 45-48). Han defendido la constatación de una unidad profunda que
puede evidenciarse, entre otras cosas, en la iconografía y en arcaicos modelos míticos
análogos.
La presencia de un dualismo o polaridad recurrentes aparece también a un nivel
simbólico y entre las deidades de los panteones. En la mayoría de los mismos se
concebía
la
deidad
suprema
como
una
figura
doble,
dividible
en
dos
(Ometéotl=Ometecuhtli y Omecihuatl aztecas, por ejemplo), en tanto que muchos
elementos contrapuestos, como la pareja conformada por el jaguar y el águila, o los
números 9 y 13 correspondientes a los niveles del Cielo e Inframundo mayas, aludían a
una dinamicidad creativa y a una presunta unidad primigenia, muy parecida a la que
encontramos en la cosmología de la antigüedad china o entre las filosofías monistas en
India. En el preclásico maya algunos astros, como el sol y el sol jaguar del submundo,
así como Venus, éste con sus aspectos masculino y femenino, reflejaban la cosmovisión
dual, según la cual el día y la noche eran sucesivos y se representaban en la forma de
deidades complementarias, pero emblemáticas de una única realidad. El sistema de
pensamiento dualista se atribuye a una disposición natural indígena y, quizá, a la
dicotomía cultural que pudo surgir de la antigua superposición de poblaciones.
Es, quizá, la sucesiva aparición de eras, edades o soles, uno de los temas que más
relevancia simbólica ha generado, así como uno de los motivos identificativos de mayor
calado en la mitología mesoamericana. Cada uno de estos períodos es destruido por
cataclismos diversos, mientras el último lo será por un terremoto. Los hombres son
devastados y transformados en animales, peces tras el diluvio, monos después del
huracán, mariposas y perros tras un incontenible fuego arrasador. Cada etapa-sol está
dominado por una deidad (Chalchiuhticlue, Quetzalcóatl, Xiuhtecuhtli y Xochiquétzal,
dioses asociados a los elementos, agua, viento, fuego, tierra). La creación y destrucción
de mundos y humanidades pudiera ser un modo de entender la historia del planeta, la
explicación de las dinámicas transformaciones geológicas que configuraron el paisaje y
la fauna, como inundaciones, erupciones volcánicas, terremotos y demás fenómenos
telúricos. Estas edades o ciclos cósmicos son, en tal sentido, más que una repetición
circular sin fin, una suerte de espiral que implica un cierto progreso cualitativo y
tecnológico.
Proliferaron así mismo, otros conceptos básicos, compartidos por toda el área, como el
caso de la integración de tiempo y espacio, la específica consideración de las cuatro
estaciones o el calendario ritual de 260 días, de carácter lunar. El tiempo es concebido
como el eterno dinamismo del espacio que confiere a todo cualidades múltiples. En
esencia era, con claridad en el mundo maya, el cambio cósmico que se producía al
moverse el sol, una entidad de carácter sacro.
También el particular concepto del alter ego animal gozó en el ambiente cultural
mesoamericano de gran predicamento. La concepción del ser humano en Mesoamérica,
compuesto por un cuerpo y uno o varios espíritus, solía acompañarse del concepto de
alter ego animal, una suerte de correspondencia con el ámbito natural que implicaba una
visión conjunta del cosmos. El mismo día que nacía un niño, también lo hacía un animal
silvestre, su contrapartida zoomorfa. Ambos, humano y animal, compartían el alma y su
destino, de forma que al fallecer uno moría el otro. En tal sentido, el espíritu era
compartido por ambos. Los wayob mayas, una peculiar categoría de deidades, se
consideraban, en este mismo orden de cosas, como animales espirituales de compañía,
una co-esencia o alter ego de los hombres, un aspecto del alma humana que consigue
aparecerse a los seres vivos a través de los sueños (Houston, S.D. & Stuart, D., 1989:
292-293). El nagualismo, esta capacidad humana de recubrirse con aspecto animal,
implica tanto la encarnación animal de un ser humano, como a un hombre que tiene la
capacidad o el poder de tomar cuerpo en un determinado animal. En las
representaciones iconográficas pueden aparecer juntos el hombre y su doble animal en
una figura híbrida zoomorfa, un rostro humano surgiendo de las fauces abiertas de
ciertos animales, así como un ser humano con máscaras o pieles de animales (Duverger,
Ch., 2000: 64-65). Incluso, si bien en casos mucho más esporádicos, puede aparecer una
cabeza de animal asociada con un cuerpo de ser humano.
Una práctica arcaica común en el área mesoamericana fue, también, el culto a los
antepasados, que surgió a partir de la conmemoración de ciertas personas en
determinados grupos de parentesco. Desde antiguo, esta veneración fue asociada con la
creciente politización de las sociedades, hecho que fue empleado para separar con
nitidez las realezas del resto de las comunidades. Los reyes muertos eran primero
metamorfoseados en héroes y posteriormente convertidos en dioses. De este modo, los
gobernantes, ya desde los tiempos olmecas, supieron manipular a su favor tendencias
chamanísticas para asegurar su poder cortesano y territorial.
Si bien los sistemas religiosos mesoamericanos presentaron un conjunto de creencias
pan mesoamericano, no podemos dejar de señalar que nunca hubo, que sepamos, un
funcionamiento conjunto.
Las fuentes de los mitos
Una parte esencial de nuestro conocimiento acerca de los mitos americanos antiguos, en
particular de los mayas, se lo debemos a las obras de época colonial, caso del Popol
Vuh o Libro del Consejo, los libros de Chilam Balam, el Título de Totonicapán y los
Anales de los Cakchiqueles o Memorial de Sololá.
El Popol Vuh combina la historia del Universo con la de un grupo humano concreto
(quiché) y su ascenso al poder. Incluye, por tanto, la narración de una cosmogonía y el
relato mítico de los orígenes de un linaje. De este modo se buscaba privilegiar las elites
indígenas en el contexto colonial hispano, aunando sutilmente dos tradiciones, la maya
y la tolteca. En los libros (unos 30), del Chilam Balam o sacerdotes-jaguar, encontramos
textos de índole profética y también míticos, escritos en un lenguaje simbólico de
carácter esencialmente esotérico y secreto (de la Garza, M. & Nájera Coronado, M.,
2002: 31). En ellos se integra el cristianismo en la concepción espacio-temporal
calendárica maya, aceptando la revelación suprema que surgía de la misión
evangelizadora cristiana. Esto constituyó un cristianismo maya focalizado en torno a la
cruz, concebida como continuadora y sucesora de los antiguos árboles cósmicos. Tras
esta proyección religiosa se escondía, además, una política: el rechazo de la dominación
colonial y la creación de nuevos reinos mayas independientes que seguirían y valorarían
la cruz cristiana. Esta elaboración, surgida en el siglo XVI, se concretó en el XIX,
cuando una rebelión maya, llamada la Guerra de las Castas provocó el surgimiento de
una cruz parlante (figura sacra que combina la cruz y su simbolismo de redención, con
los arcaicos árboles cósmicos, vinculados con el poder político) en Yucatán, a partir de
la cual se crearon señoríos autónomos que sobrevivieron hasta entrado el siglo XX. La
cruz dictó al sacerdote Juan de la Cruz (una encarnación de Cristo) proclamas que
anunciaban su venida al mundo para liberar a los mayas de la opresión de los blancos.
En este caso, por consiguiente, el mito de la crucifixión fue apropiado y reactualizado
para fundar una utopía política. En tal sentido, los pueblos mayenses asociaron a Cristo
con el sol y a la Virgen con la luna, los santos patronos se convirtieron en símbolos de
identidad comunitaria indígena, y el diablo, dueño de riquezas, se transformó en señor
del inframundo (considerado imprescindible para que el Cosmos funcione porque
domina la prosperidad y la fertilidad), haciéndose equivalente a los clásicos señores de
Xibalbá.
De modo análogo ocurre con el Título de Totonicapán, que combina la historia cristiana
de la creación con la tolteca de la migración. De este conglomerado podemos reseñar
que los temas míticos mayas que vemos en la iconografía del clásico provienen de sus
tradiciones, la de Izapa, costa sur de Chiapas y Guatemala, y la olmeca, en la costa del
istmo de Tehuantepec. Lo específicamente maya, más allá de las influencias cristianas,
es la preocupación por el tiempo, así como comprender y dominar los ciclos,
inevitables, de creación y destrucción. Finalmente, los Anales de los Cakchiqueles
conforman una obra que, a pesar de haber sido escrita por cristianos conversos, presenta
diversos relatos míticos entrelazados entre sí y entremezclados con el transcurrir
histórico del occidente guatemalteco.
También los códices mayas, cronológicamente pertenecientes al posclásico, y
denominados Dresde, París o Peresiano, y Madrid o Trocortesiano (excluimos el Códice
Grolier porque es dudosa su autenticidad), presentan una enorme cantidad de
representaciones de seres antropomorfos y zoomorfos identificables con deidades o, al
menos, con seres de algún modo identificados con el ámbito sacro, mítico y ritual. En el
Códice Dresde, por ejemplo, podemos apreciar lo que pudo ser un mito cosmogónico,
en el marco del cual la diosa O y el dragón celestial Itzamná, ocasionan un diluvio de
magnitudes cósmicas.
Las fuentes etnográficas (W. Holland, C. Guiteras, E. Vogt, entre otros), son muy útiles
porque describen el sistema religioso antiguo. También son de extrema relevancia
aquellas arqueológicas e iconográficas, en particular las vasijas pintadas, las estelas y
dinteles, las pinturas murales y, naturalmente, los estucos y códices (Laughton, T.,
1999: 18-26). En los soportes cerámicos del período clásico encontramos
informaciones, si bien indirectas, de una abundante literatura mítico-religiosa. Algunos
mitos eran bien representados en las vasijas, como el de la creación, los referidos a las
andanzas de los héroes gemelos, el mito del sacrificio del niño-jaguar o el de la muerte
y renacimiento de Naal, dios del maíz (Quenon y Le Fort, en Kerr, J.J. & Kerr, B.,
1997: 884-902). En algunas estelas (C de Quiriguá, por ejemplo), encontramos también
narraciones sobre la creación maya; esto es, un relato asociado a un texto monumental
con implicaciones políticas, lo cual es un claro indicativo del consciente paralelismo
entre las acciones de los gobernantes y aquellas de las divinidades.
Alcances de la religión maya
Entre los pueblos mesoamericanos, la religiosidad y los mitos se asociaban con la idea
preeminente del mantenimiento del orden cósmico, con la fertilidad y con aspectos de la
sociedad. La religión se edificó sobre fundamentos de una literatura sacra que apenas ha
sobrevivido, y de forma velada. Las poblaciones mayas estaban íntimamente
relacionadas con una compleja estructura de creencias justificadoras del mundo. En base
a la religiosidad se organizaron los calendarios (el ritual y el natura) se justificaba el
poder ordenador del soberano y se planeaba la producción agrícola. La religión acabó
conformando un patrón de identidad, en virtud de que permeaba la vida individual y
social. En tal sentido, la arquitectura religiosa, tan abundante desde el clásico, se
concibió como un espacio donde se reproducían dramáticamente los mitos,
conformándose, por tanto, como microcosmos (De la Garza, M. & Nájera Coronado,
M., 2002: 15 y 17).
La religión, en términos generales, se desarrolla como un mecanismo para conseguir,
así, la integración de la sociedad, que tendía hacia la dispersión de las comunidades y
hacia el individualismo. La religión fue un arma usada para sancionar las desigualdades
sociales, introducidas por la elite jerárquica de corte aristocrático (Baudez, C.-F., 2004:
66-67). El fundamento de esta idea es la asimilación del gobernante con una deidad
concreta, el llamado Dios K, divinidad trascendente de la alta aristocracia. Este Dios K
suele aparecer con el cetro maniquí que portan los monarcas mayas en las estelas
clásicas, y viene a ser Bolon Dzacab, deidad de los linajes reales, que se asocia a
Itzamná y Chac. Los dirigentes de los grandes centros ceremoniales usaron esta mítica
asociación para alinearse con el Universo y equiparar el orden cósmico con su poder
político ejercido en la tierra.
Un fin primordial de la religión maya fue la glorificación de los antepasados de los
linajes gobernantes, un hecho que se manifestaba en suntuosos entierros y en el
complejo templo-pirámide, que simboliza la montaña sagrada, el cosmos donde moran
esos ancestros reales. Una vez muertos, los gobernantes se identificaban con los dioses
y eran objeto de culto. El sistema religioso, en fin, expresado a través del arte,
legitimaba la existencia de una sociedad estratificada y portadora de desigualdades
sociales, sujeta con fuertes riendas a un gobierno divino, jerarquizado y centralizado.
La ciudad pudo ser concebida, con seguridad en el clásico, como una gran necrópolis,
planificada como el lugar de los antepasados y de la divinidad. Estos centros cívicoceremoniales, que propiamente llamamos ciudades, coordinaban todo. Incluían diversas
dependencias y estructuras, esto es, juegos de pelota, templos, calzadas, estelas,
fortificaciones y otras construcciones (Rivera Dorado, M., 2006: 98-100). Su
disposición consistía en grupos de conjuntos en torno a una o varias plazas centrales,
cuya función era administrativa y religiosa, política y de servicios, más que
esencialmente residencial. En estos centros se mantenían las relaciones de parentesco y
los lazos matrimoniales. El ambiente construido se entendía como una metáfora del
orden, frente al entorno natural, fuente de caos y peligro. Los templos se concebían
como montañas sacras, casas de las deidades y de los antepasados así como residencias
de las almas de los reyes, un hecho que es indicativo de la profunda asociación de la
religión y su ritualidad con elementos de carácter dinástico y político
La factualidad de la religiosidad maya es relativamente bien conocida. Existieron
diversos ritos diferentes. Aquellos de purificación, efectuados por grupos de sacerdotes
u oficiantes, a base de ayunos, continencia sexual, ingestión de drogas y aislamiento,
tenían la finalidad de obtener el estado propicio para comunicarse con las divinidades
que dirigen el Cosmos. Los rituales considerados de auto-sacrificio, incluían incisiones
en la nariz, orejas, lengua, pene o brazo. Los ritos de sangre se identificaban con los
sacrificios humanos, una práctica más común, en cualquier caso, en el postclásico. El
encargado del sacrificio (Nacom) descuartizaba, si era un guerrero o un personaje
relevante, al ofrendado, y sus partes eran deglutidas por los nobles y algunos
espectadores del ritual. Además, hubo ritos lúdico-festivos, a base de la ingestión de
sustancias psicotrópicas y alucinógenos. Existieron, así mismo, otras ceremonias
especiales, en concreto las relacionadas con la celebración de finales temporales, como
las dedicadas al año nuevo. En tal sentido, el ordenamiento calendárico y su
significación ritual fue siempre de especial relevancia para la elite maya, así como la
mexica.
En el mundo maya el tiempo confería forma al espacio. Ambos se resolvían en una
unidad inseparable. Los dioses ejercerán sus influencias en esta unidad, que es el
espacio-tiempo humano. La ciclicidad calendárica suponía que los mayas creían que los
períodos temporales con un mismo término (winal o año; tun o veinte años, y katún o
período de doscientos cincuenta), poseían un destino semejante, repetible, como el
observado en la naturaleza.
El calendario solar, denominado haab para los mayas y Xihuitl para los aztecas, era un
calendario de festividades y reglas del ceremonial que comprendía 18 meses de 20 días,
con cinco días más desfavorables o uayeb (365). El calendario servía para contar los
años, marcados por los aztecas de 1 a 13, combinados con 20 signos de los días (de
Cocodrilo a Flor). No se repetía fecha hasta que transcurriesen 52 años (resultado de la
multiplicación de 13 por 4). Encajado con este calendario estaba el lunar, esencialmente
sacro (Tzolkin maya y Tonalpohualli azteca). Tenía 260 días, divididos en 20 semanas
de 13 días. Cada semana era regida por un dios o dioses, y cada día también por una
deidad o deidades. El denominado Calendario Redondo era la imbricación de ambos.
Además de medir el tiempo cíclico, los mayas seguían la Cuenta Larga, con la fijaban
una fecha desde el punto de partida mítico, considerado el inicio fundacional de los
tiempos: 3113 a.n.E.
Peculiaridades de las divinidades
Los dioses aparecen en el período clásico en estelas, altares y en vasijas cerámicas
usadas en festividades. En las escenas pintadas los dioses se manifiestan en contextos
míticos narrativos, mezclados con textos jeroglíficos. Para otros autores, no obstante
(Baudez, C.-F., 2006: 33), los dioses mayas surgen tardíamente, hacia el cambio de
milenio en Yucatán, momento en que sus imágenes se observan esculpidas en los
templos, modeladas en incensarios, grabadas, pintadas en muros y vasijas cerámicas, y
dibujadas en los códices. Hasta ese momento, ninguna construcción arquitectónica
estaría dedicada a seres sobrenaturales. En tal sentido, el mundo mítico de los mayas del
posclásico presentaría únicamente unas pocas figuras reconocidas en la región (deidad
del agua, del cielo y del comercio), así como una serie de deidades en espacios más
limitados.
Si bien los dioses mayas son habitualmente antropomorfos, muchos representan fuerzas
de la fertilidad vegetal y suelen poseer atributos zoomórficos concretos, en especial de
serpiente y jaguar. De este modo, es un rasgo común entre ellos su carácter híbrido, la
mezcla propositiva de divinidades distintas (Taube, K.A., 1992: 25). Además de sus
rasgos particulares individuales, existen características compartidas, como las marcas
divinas, esto es, cartuchos redondos en las extremidades y torsos, quizá espejos
circulares o hachas de piedra ovaladas. Las divinidades compartían, ciertamente,
determinados aspectos del desarrollo cíclico del hombre, puesto que nacían en un
momento
concreto,
podían
sufrir,
necesitaban
alimentarse
y hasta podían,
eventualmente, morir. Tal comportamiento cíclico era homólogo al de la vida de la
naturaleza, al de los cuerpos celestes y a los propios seres humanos. El hecho de que los
gobernantes quisieran encarnarse en la deidad del maíz, Hun Nal Ye, sugería la
necesidad de prosperidad y reflejaba, metafóricamente, el ciclo vital del rey, análogo al
de la planta.
Las deidades plasmadas en los códices mayas (Dresde, Madrid y París), presentan una
serie de atributos propiamente divinos. En primer término, tiene cuerpo antropomórfico
con cabeza no humana, monstruosa o grotesca, de rasgos simbólicos tomados
directamente del reino animal y vegetal; en segundo lugar, poseen un nombre jeroglífico
específico y aparecen accionando ritualmente (recibiendo ofrendas de copal o de
productos alimenticios, o bien practicando auto sacrificios); y en tercer término, se les
atribuye una influencia sobre el curso de los acontecimientos del mundo.
Los dioses son energías sacras personificadas, con formas humanas y también asociados
con elementos del ámbito animal y vegetal, que afectan el mundo socio-cultural y
natural. Su antropomorfización implica su capacidad de pensar, reflexionar y de tener
voluntad, así como la posesión y disfrute de otras cualidades humanas, como la
sabiduría o la fortaleza. Pero, al tiempo, muestran debilidades del mismo tenor: son
falibles, se ven sometidos a las pasiones más vehementes y muestran carencias y
diversas limitaciones fisiológicas (hambre o sed, por ejemplo). Sin embargo, también
son etéreos, aunque ocasionalmente, se pueden mostrar al ser humano en forma
epifánica, encarnados en fenómenos naturales o en animales y plantas. Su vínculo con el
hombre propicia que su energía y naturaleza sutil influya el destino humano. En todo
caso, por tanto, son polivalentes, en virtud de que en cada uno las fuerzas o
potencialidades divinas se combinan de maneras diversas en tiempos distantes.
Las deidades mayas se caracterizan así mismo, por su permanencia y su cambio a la
vez: algunas de ellas no sufren modificaciones sustanciales ni en la forma ni en el
significado con el paso del tiempo, en tanto que otras se multiplican en deidades
interrelacionadas. No dejan de ser, no obstante, dioses autónomos, pero están
emparentados. Quizá tengamos aquí un buen ejemplo de la característica dualidad
mesoamericana arriba mencionada.
En buena medida las divinidades mayas pueden ser reducidas a aspectos de un mismo y
único poder. Así, los casi ciento sesenta y seis dioses mencionados en el Ritual de los
Bacabs se reducirían, en esencia, a uno. Esta suerte de particular monoteísmo, o
henoteísmo, según el que Itzamná o Hunab ku en el Popol Vuh aglutinan casi todo el
poder, no dejó de ser, no obstante, en su manifestación y exteriorización, una religión
politeísta. Cada dios posee un rasgo dual en lo referente al sexo, edad, función y color.
Aparecen relacionados con glifos específicos, sobre todo, nominales, temporales,
espaciales y atributivos. En general, el grupo de dioses mayas es variado y confuso, y su
complicación puede derivar de su manipulación por parte de la elite aristocrática (Coe,
M.D., 2005: 210-215). Muchos campesinos y artesanos no debieron conocer ni venerar
tantos dioses. Al margen de los grandes núcleos urbanos se debió seguir usando una
religión más animista, dirigida por curanderos, que interpretarían mejor las ansiedades
de la población, relacionadas con la naturaleza, y cuyo interés se centraba en la propia
subsistencia o en la muerte.
Una parte significativa de la multiplicidad teogónica maya resulta de los múltiples
aspectos de unos pocos dioses. Así ocurre con las deidades relacionadas con los colores
y las direcciones, cuatro individualidades en una, o con aquellas divinidades que poseen
una contrapartida del sexo opuesto, reflejo personificado de la polaridad
mesoamericana. También ocurre con los aspectos: jóvenes o ancianos, humanos y
animales. Finalmente, no debemos olvidar que cada dios astronómico tenía su avatar en
el inframundo. La deidad suprema parece haber sido Itzamná, inventor de la escritura y
patrón de las ciencias. Su esposa fue Chak Chel, antigua diosa de los tejidos, la
medicina y los nacimientos, pero también divinidad lunar. El dios sol Kinich Ajaw
parece haber sido un aspecto de Itzamná, mientras que Ix Ch’up, joven deidad lunar,
habría sido una variante más juvenil de la mencionada Chak Chel. En las esquinas del
mundo reside y actúa el benéfico y cuatripartito Chaak, dios de la lluvia benefactora y
fertilizadora, cuyos orígenes se remontan, con toda probabilidad, a la época de la
presencia olmeca.
Referencias bibliográficas
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CEMCA/UNAM, México, D.F.
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Houston, S.D. & Stuart, D., (1989), “The Way Glyph: Evidence for “Co-esences”
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Rivera Dorado, M. (2006), El pensamiento religioso de los antiguos mayas. Edic.
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Rovira Morgado, R. (2008), Mesoamérica: Concepto y realidad de un espacio cultural.
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