El “Papa bueno”, varón de unidad y paz

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Ante la canonización de Juan XXIII (1881 – 1963): El “Papa bueno”, varón de unidad y paz
POR PAUL CARD. POUPARD
Humanitas 74
bienaventurado Papa Juan XXIII mismo,
Es precisamente el
hombre de unidad y de paz, quien nos regocija con las
confidencias de su Diario1, iniciado a los catorce años de
edad y mantenido permanentemente hasta 1962, algunos
meses antes de su fallecimiento, cuando tenía ochenta y
un años. Al entregar esos viejos cuadernos ajados y esos
fascículos deteriorados a su fiel secretario, monseñor Loris
Capovilla, el buen Papa Juan le confiaba:
Mi alma está en esas páginas. Yo era un buen muchacho inocente,
un poco tímido. Quería a toda costa amar a Dios y no
pensaba sino en convertirme en un sacerdote al servicio de las
almas sencillas que requieren cuidados pacientes y diligentes.
Sesenta años antes, escribía:
Si tuviera que ser como San Francisco de Sales, mi santo tan
amado, eso nada significaría para mí, ni siquiera ser elegido
Papa. Un gran amor intenso por Jesucristo y su Iglesia, una
tranquilidad de ánimo inalterable, una dulzura incomparable
con el prójimo: eso es todo.
Y esta conmovedora confidencia al final de su servicio
pontificio:
Oh, Jesús, aquí estoy ante tu presencia, viejo como soy ahora,
al final de mi servicio y de mi vida. Mantenme estrechamente
unido a tu corazón, en un solo latido con el mío.
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Recuerdo todo esto con gratitud. Era yo entonces un
joven colaborador suyo en la Secretaría de Estado, en esos
años 60 en que, contra todo lo previsto, lanzó a la Iglesia en
esa aventura espiritual del Concilio Vaticano II, que abrió
la ruta del futuro y trazó audazmente nuestro camino para
el tercer milenio. En cuanto a él, la gente humilde de Roma
lo adoptó definitivamente desde el día de su muerte con
estas palabras sencillas que traducen un profundo afecto
humano y sobrenatural: “Papa Giovanni: papa buono,
papa santo”: “El Papa Juan: el Papa bueno, el Papa santo”.
Unas líneas sobre su vida
Nacido el 25 de noviembre de 1881 en Sotto-il Monte,
cerca de Bérgamo, siendo el tercer hijo de una familia de
campesinos numerosa y pobre, Angelo Giuseppe Roncalli
ingresa al seminario menor en 1893, y en 1900 va a terminar
sus estudios de teología a Roma, donde es ordenado
sacerdote el 10 de agosto de 1904. Su obispo,
monseñor Radini Tedeschi, lo nombra secretario
suyo, capellán de los jóvenes, director
espiritual y profesor de historia, apologética y
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patrología en el seminario de Bérgamo. Después
de la guerra, durante la cual se prodiga
generosamente como sargento enfermero y capellán,
funda una casa de estudios y se ocupa
de la acción católica y de las obras misioneras,
trabajando al mismo tiempo en la edición
monumental de las Visitas pastorales de San
Carlos Borromeo a Bérgamo. Entra así en contacto con el
prefecto de la Biblioteca Ambrosiana de Milán, futuro Pío
XI, y con toda la corriente del Concilio de Trento, percibiendo
la fecundidad del mismo para la Iglesia.
En 1921, la Congregación de las Misiones lo llama
al Vaticano para reorganizar las obras de cooperación
misionera, especialmente la Propagación de la fe de
Pauline Jaricot, que establece en Italia. Consagrado
obispo el 19 de marzo de 1925, representará a Roma, en
Sofía, en calidad de Visitador apostólico en Bulgaria.
Es el primer contacto oficial entre las dos ciudades al cabo
de un milenio. Luego, entre 1934 y 1944, durante diez años,
es Delegado apostólico en Turquía y en Grecia, hasta el
momento en que se dirige a París, donde es nombrado
Nuncio Apostólico el 22 de diciembre de 1944. El 14 de
enero de 1945 presenta sus credenciales al general De
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Gaulle formulando los votos del cuerpo diplomático. Llega
a ser Cardenal el 12 de enero de 1953 al cabo de ocho
años de nunciatura apostólica marcados por numerosos
contactos, no solo con los medios de la Iglesia, sino con
todos. Literalmente, surca Francia, como da testimonio su
diario. Siendo Patriarca de Venecia, es elegido Papa el 28
de octubre de 1958 y coronado en la Basílica de San Pedro,
en Roma, el 4 de noviembre. El Concilio que anunció el
25 de enero de 1959 comienza el 11 de octubre de 1962.
Muere el 3 de junio de 1963 al cabo de un pontificado de
algo menos de cinco años.
Su vida nada tiene de extraordinario hasta su elección
como Papa. En 1948, cuando tenía sesenta y siete años, la
consideraba incluso terminada. Sus cuadernos íntimos
dan testimonio en el curso de los años de un desapego
cada vez más grande, con una disponibilidad total para el
Señor en conformidad con su lema: Obediencia y paz. Así
encuentra la paz, la libertad y la serenidad de una vida de
entrega. Ese es el secreto de la extraordinaria irradiación
espiritual del buen Papa Juan, un hombre de Dios entre
los hombres.
Ilustra su vida esta confidencia de su diario, el Diario
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del alma:
Ahí reside el misterio de mi vida. No busquéis otra explicación.
Siempre he repetido la frase de San Gregorio Nacianceno: “Tu
voluntad, Señor, es nuestra paz”.
UN HOMBRE PLENAMENTE HOMBRE Y
VISIBLEMENTE HOMBRE DE DIOS
Un hombre de unidad
Hombre de Dios entre los hombres, plenamente hombre
y hombre de Dios, durante toda su vida Juan XXIII fue
un hombre de unidad. Siendo secretario de su obispo en
Bérgamo, ahí encuentra el ideal vivido de ser un pastor
para todos en esos momentos difíciles:
El obispo es la fuente en la plaza del pueblo, la fuente de agua
viva que corre por todo el mundo, de día y de noche, en invierno
y en verano, tanto para los niños pequeños como para los
hombres de edad madura. Ahí se dirige uno a apagar la sed, a
lavarse, a purificarse, a sacar fuerzas, y sólo al verla correr se
encuentra serenidad y paz.
Es una imagen del agua viva que corre en la Biblia como
un río no interrumpido que atraviesa toda la Historia
Sagrada, desde el Génesis hasta el Apocalipsis.
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Hombres de todas las categoría
Siendo soldado durante la guerra, establece el vínculo
entre sus camaradas con su buen humor, siempre a disposición
de todos. Como representante de la Santa Sede en
Europa Oriental, en medio de poblaciones divididas por
la fe, siempre busca lo que une, en vez de destacar como
tantos otros lo que separa, todo eso con una “cándida
sinceridad”, según la expresión de su sucesor Pablo VI en
el Ángelus del 28 de octubre de 1973.2
Hombre de unidad, lo será al inaugurar el Concilio
Ecuménico y al invitar al mismo a nuestros hermanos
separados, los cristianos anglicanos, protestantes y ortodoxos.
Hombre de unidad, lo fue al recibir a hombres de toda
obediencia. Uno de sus encuentros más conmovedores fue
sin duda aquel en el cual acogió a un grupo de israelitas
diciéndoles con los brazos muy abiertos: “Soy José, vuestro
hermano”. Palabra bíblica, de profundas resonancias.
Humildad
Era la tarde de su elección. La multitud abigarrada
aplaudía ruidosamente al abrirse la Loggia que domina la
Plaza de San Pedro para la primera bendición tradicional
Urbi et Orbi, es decir, de la ciudad y el mundo. El nuevo
Papa, a quien simplemente le pusieron la más ancha de
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las tres sotanas blancas preparadas por personas que no
habían previsto la elección del cardenal Roncalli, acababa
de decir con un humor lleno de gravedad: “Eccomi qua”,
“¡Aquí estoy ahora acicalado, listo para ser entregado!”
Posteriormente, contó cómo vivió la escena:
Imagínense que en la Plaza de San Pedro, cuando tuve que dar
mi bendición “Urbi et Orbi”, los proyectores de la televisión y
del cine eran tan potentes que no logré distinguir la enorme
muchedumbre que al parecer se extendía hasta el Tíber. Bendije
el universo, pero al retirarme del balcón de San Pedro pensaba
en todos los proyectores que en lo sucesivo a cada minuto
apuntarían hacia mí. Y me dije: “Si no permaneces en la escuela
del Maestro dulce y humilde, dejarás absolutamente de ver la
realidad del mundo, serás ciego”.3
Algunos estábamos con él en diciembre de 1960, al día
siguiente de la visita oficial que le hizo el Doctor Fischer,
Arzobispo de Canterbury, primado de la Iglesia Anglicana.
Con una fina sonrisa, nos dijo:
Voy a hacerles una pequeña confidencia: ayer recibí al Doctor
Fischer. Es una persona importante, el jefe de la Iglesia Anglicana…
Y como eso se había decidido un mes antes me decía a
mí mismo cada cierto tiempo: “Bueno, Giovanni (era su nombre
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de Papa y así se llamaba a sí mismo), bueno, Giovanni, no es
poca cosa, dentro de tres semanas, dentro de quince días, dentro
de tres días, etc. vas a recibir al Doctor Fischer, te das cuenta,
no es poca cosa. ¿Qué vas a decir y qué vas a hacer, eh? Si tu
papá y tu mamá te vieran, ¿qué dirían? Por mucho que seas el
Papa, no puedes en todo caso cambiar el Credo para dar gusto
a quienes no son católicos…”. “Y luego… —un momento de
silencio y Juan XXIII prosigue, meditativo y alegre—, y luego
se abrió la puerta y el monseñor me anunció: “Santo Padre, es
el Doctor Fischer”. Entonces qué hice, qué podía hacer: le abrí
los brazos y nos abrazamos, porque antes que estar separados,
somos en primer lugar hermanos en Jesucristo, y eso es más
fuerte que todo lo demás.
Y terminó su “pequeña confidencia”, como él decía, con
estas palabras, que tal vez para mí constituyen el encuentro
más evidente que he tenido con la humildad viva:
Amigos míos, como veis, sólo soy un hombre pobre. No soy ni
un gran teólogo ni un gran filósofo ni un gran historiador ni
un gran erudito ni un gran político; pero quizás el buen Dios
necesitaba un hombre pobre para hacer eso, y habría sido algo
muy difícil para un gran teólogo, un gran… etc.; pero ahora que
está hecho, otro más grande podrá venir y continuar porque
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yo sencillamente habré comenzado.
Y se detuvo súbitamente, dejando caer las manos sobre
los muslos con un gesto familiar, diciendo: “Ecco, basta,
coraggio figlioli, andiamo…”, lo cual significa algo así como:
“He terminado, basta, ánimo, hijitos, sigamos…”.
Bondad sonriente, gentileza, don de simpatía, sabiduría
de campesino viejo, serenidad de hombre de Dios: todo se
ha dicho sobre este conjunto de cualidades, hasta hacerse
olvidar que los dones humanos de Roncalli, el hombre,
estuvieron, mediante la prolongada paciencia de toda
su vida, al servicio del Evangelio de Jesucristo y de la
misión de la Iglesia. Esto supone una energía, una tenacidad,
una perseverancia que me gusta proponer como
ejemplo a aquellos jóvenes que podrían considerar inútil
el esfuerzo y ver fácilmente en Juan XXIII el resultado de
un temperamento feliz.
Un hombre de Dios
Para convencerse de lo anterior, es suficiente releer
sus notas de retiro y su Diario del alma, en el cual, desde
su adolescencia y hasta su muerte, no dejó de marcar
sus resoluciones y anotar sus reflexiones. Ahí reside su
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secreto. Ahí revela mediante sus confidencias, hechas
con sinceridad, su propia personalidad en su auténtica
profundidad espiritual.
Escuchémoslo:
Cuando la raíz es sana, el árbol crece vigorosamente, incluso
entre las piedras (30 de enero de 1939).
Nunca me he desprendido de la obediencia, fuente de paz
interior y de buenos resultados (14 de noviembre de 1938).
eventos de los cuales debieran surgir tantos bienes, y siendo
luego espectador de la fragilidad de las esperanzas humanas
(31 de enero de 1931).
Durante los primeros días de este servicio pontificio no me
daba cuenta de todo lo que significa ser Obispo de Roma y por
ende también pastor de la Iglesia universal. Luego, semana
tras semana, se hizo plenamente la luz. Y me sentí como en
mi casa, como si no hubiera hecho ninguna otra cosa durante
toda mi vida (1963).
Haber entrado a mi octogésimo año y también haber salido
del mismo ya no perturba mi espíritu. No deseo ni más ni
menos de lo que el Señor sigue dándome (1961).
Experimento la satisfacción que me da el hecho de ser fiel
a mis prácticas devocionales: el breviario, la recitación del
rosario con meditación, la unión permanente con Dios y las
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cosas espirituales (1961).
Mi tranquilidad personal, que tanto impresiona en el mundo,
reside enteramente en esto: mantenerme en la obediencia,
como lo he hecho siempre, y no desear —ni rezar para esto—
vivir más tiempo, ni siquiera un día más allá del momento
en que el ángel de la muerte venga a llamarme y llevarme al
Paraíso, como espero (1961).
Sufro con dolor y con amor. He podido seguir mi muerte paso
a paso. Ahora me encamino suavemente hacia el fin. No es el
momento de llorar. Con la muerte comienza una nueva vida,
la glorificación en Cristo. Estoy listo para partir, totalmente
listo. Seguiremos amándonos en el Cielo (1º de junio de 1963).
Un pastor
Algunos días antes de morir, confía a monseñor Martin:
Todos los días son buenos para vivir y también todos son
buenos para morir. En cuanto a mí, las maletas están listas,
pero también estoy dispuesto a seguir trabajando.
Y a su secretario monseñor Capovilla, que llora y me
lo cuenta al día siguiente en la mañana, todavía muy
emocionado y perturbado:
¿Por qué lloras, don Loris? En el Salmo del Breviario decimos:
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“Estoy contento porque me han dicho ‘Vamos a la casa
del Señor’” (“in domum Domini ibimus” en el texto latino
familiar para él). Para mí ha llegado el momento, regocijémonos,
y tú no te inquietes por nada después de mi muerte.
Yo lo pensaré…
Así era el hombre que muchos juzgaron superficialmente
como un hombre bien corpulento, de gestos claros y
buen ánimo, en suma un temperamento feliz, un prelado
optimista y sonriente, es decir, un gran diplomático, el
campesino del Danubio de la diplomacia pontificia. El
30 de abril de 1961, decía a los peregrinos de su diócesis:
Un hijo bien nacido no se separa de su madre sin conservar
en su rostro, en sus rasgos y en sus palabras algo de la tierra
de origen que lo moldeó.
Su mamá de la tierra, ciertamente, pero también su madre
del Cielo, la Iglesia que amó como hijo: la Iglesia, Mater
et Magistra, según el título de su gran Encíclica; la Iglesia,
madre y educadora de los hombres; esa Iglesia heredada
de Pío XII y transmitida a Pablo VI, como la flor abierta
de una primavera inesperada, en un clima de Pentecostés.
De esa Iglesia, Juan XXIII fue el pastor, el buen pastor,
como lo declaró al día siguiente de su elección. Muy pronto
fue reconocido como tal, inicialmente por los romanos,
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luego por todos los cristianos y finalmente por el mundo
entero. Si bien sus antecesores permanecían dentro del
Vaticano, él se dedicó a salir muy a menudo, despertando
siempre gran simpatía a su paso. Los romanos decían
familiarmente refiriéndose a él: “Giovanni fuori le mura”, y
los estadounidenses, pensando en el whisky, lo llamaban
Johnnie Walker. Para todos, sigue siendo “el buen Papa
Juan”, que no pasa el tiempo llorando sobre la desgracia
de los tiempos, dirigiéndose en cambio al corazón de los
hombres para llamarlos a trabajar y a transformarlo.
Recuerdo cómo una tarde en la televisión italiana —la
RAI— se trataba de elegir al hombre más adecuado para
ser enviado al planeta Marte en calidad de representante
de la Tierra. Alguien propuso a Juan XXIII, pero el jurado
ya había elegido al Doctor Schweitzer… Hubo un
momento incómodo. Un experto rompió el
silencio: “Nuestro Papa Juan es tan bueno que
deseamos conservarlo siempre con nosotros en
la tierra. ¡No, no queremos enviarlo al planeta
Marte!”. Como ocurre en muy pocas ocasiones,
el auditorio de la RAI prorrumpió en aplausos
tan prolongados como cálidos.
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Y sin embargo, como decía el chofer de
taxi: “Era demasiado bueno, no podía durar”,
y el servidor de pizza de la Piazza Navona:
“Uno come quello, non lo fanno più”: “Uno así
no lo vuelven a hacer”. Era ya la canonización
popular espontánea, antes de la beatificación
pronunciada por Juan Pablo II.
Un hombre de Iglesia
Juan XXIII reunió el Concilio Vaticano II. Lo
anima un triple espíritu: la renovación de la
Iglesia, la unión de los cristianos, la apertura
al mundo. A estas intenciones ofreció su vida
y su larga agonía, seguida por todos, pequeños
y grandes, con el oído pegado al transistor. [...]
“Soffro con dolore, ma con amore”: “Sufro con dolor,
pero con amor”, decía abriendo los brazos.
Y cuando lo interrogaban en el momento de la
apertura del Concilio, respondía: “La parte mía
será el sufrimiento”.4
Fue sufrimiento, oración y una acción cotidiana
muy eficaz, sin hazañas espectaculares,
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pero mediante toques sucesivos, casi inadvertidos
al comienzo. Recuerdo, cuando llegué al
Vaticano, al comienzo del pontificado de Juan
XXIII, cómo se dibujaba poco a poco una nueva
imagen del Papa: no un diplomático ni un político,
sino un hombre de corazón y un hombre
de Dios, que se granjea muy rápidamente una
confianza y un afecto popular extraordinario.
¿Por qué? Porque a través de un contacto humano, de hombre
a hombre, brotaba una llama de amor tal que cada uno
se sentía incluido y amado en la mejor parte de sí mismo.
Además su muerte fue sentida por todos, cristianos y no
creyentes, como un duelo personal: la muerte de un padre.
En Moscú, el Patriarca Alexis invitaba a los ortodoxos a
la oración. [...] En París, el Rabino de la sinagoga sefardí
introducía una invocación con esta intención en el oficio
del Sabbat, mientras en Roma, desde su cárcel de Regina
Coeli, los detenidos cablegrafiaban al Papa: “Con un inmenso
amor, estamos cerca de usted”.
Como dijo Jean Guitton5: “El Papa Juan logró desensombrecer
la muerte del mismo modo como logró simplificar
la vida”. El editorial del diario Le Monde del 5 de junio de
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1963 celebraba al apóstol del diálogo. R. Escarpit afirmaba:
“Las luces pueden apagarse, pero no el recuerdo de las
mismas”, y H. Fesquet: “Juan XXIII reconcilió a la Iglesia
con su siglo”. Cuando pensamos que el pequeño campesino
lombardo solo tenía catorce años cuando tomó la
sotana y desde ese día sus hermanos y hermanas dejaron
de tutearlo, nos decimos que decididamente el viejo Papa
octogenario tenía un secreto para estar en buen pie con el
mundo moderno, con el cual no compartía ni las ideas ni
el estilo de vida. [...] Este secreto lo confió él mismo a Indro
Montanelli, el tan conocido periodista italiano:
Desde mi ingreso al sacerdocio me puse a disposición de la
Santa Iglesia. La seguí sin ansiedad ni ambición. Todo está
ahí y únicamente ahí. Está de más ir más lejos.6
El jardinero de Dios
Ese es el secreto de Juan XXIII y de su irradiación durante
el pontificado más breve del siglo XX antes del paso
furtivo de Juan Pablo I. Y millones de fieles no dejan de
agruparse en su tumba en las criptas vaticanas. Él mismo
fue el jardinero de Dios, el tío abuelo que nos acoge en su
finca, sólido como una encina, con los brazos abiertos al
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mundo. Física, mental, moral y espiritualmente, era un
hombre vigoroso, desbordante de vitalidad humana y
sobrenatural. En nuestra época, encarnó para el mundo
entero el mensaje del Evangelio. Y como hoy se dice de
buen grado, lo hizo de manera creíble, hablando el lenguaje
de todo el mundo con su voz de hombre, su cabeza bien
plantada y los ojos de alguien que no miente. No era un
intelectual que hace malabarismos con las palabras y las
ideas, sino un hombre de la tierra que sabe lo que cuesta
no respetar las leyes de la naturaleza y de la vida, que
conoce el precio del pan y también el de una vaca lechera.
Un día se priva para enviar 150.000 liras a su hermano, que
no tiene dinero para volver a comprar una vaca perdida.
Podría haber sido pastor, campesino, viñatero o panadero
de pueblo; pero como dijo su hermano Zaverio:
“Siendo muy joven, siempre estaba rezando, de manera
que necesariamente debía surgir un sacerdote”. Por ese
motivo, espontáneamente, todo el mundo, y sobre todo los
pobres, lo adoptaron como uno de los suyos, como alguien
que los comprende, que no los adula, que les dice incluso
sus cuatro verdades, pero con el tono de quien sabe muy
bien que la vida no siempre es cómoda y uno no hace a
menudo lo que quisiera hacer.
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Se adjudica gran cantidad de historias al Papa Juan.
Muchas son verdaderas, como aquella del comienzo de
su pontificado, en que durante la noche se agita incesantemente
en su cama preguntándose cómo resolver los
grandes problemas que le presentan:
“Después de todo, sólo soy el Papa; para empezar le corresponde
al Espíritu Santo dirigir su Iglesia…”. Y agrega: “¡De inmediato
me volví a dormir!”.
Hombre de fe profunda y de gran esperanza, Juan XXIII
declaraba:
Hay quienes dicen que todo está mal. “Niente affatto”: no es en
absoluto verdad. Observad a toda la gente valerosa, a los papás
y mamás que se sacrifican por su familia, a los niños felices y
sanos, a los jóvenes que entran con valentía en la vida. En vez
de hablar mal de los malos, ayudemos a los buenos a llegar a
ser mejores y a los malos a convertirse.
Así era su método, fiel a San Ignacio de Antioquía,
al cual le gustaba citar: “Es preferible ser cristiano sin
decirlo que decirlo y no serlo”. Su parentesco espiritual
es estrecho con Teresita de Lisieux, a la cual su hermana
quería hacerle decir unas palabras edificantes sobre su
lecho de sufrimiento, de acuerdo con la costumbre de
los conventos de esa época; pero ella protestaba: “No, no
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sería verdad. Me horroriza lo fingido”. Así era Juan XXIII.
Todo era verdad en él, es decir, imprevisto y espontáneo,
brotando de una fuente sin apremios, lo que ha podido
llamarse en su caso la santa ingenuità, la santa ingenuidad,
candor de la inocencia, que no era ignorancia, sino
voluntad de no ver el mal.
Hombre de paz
Cuando el 7 de marzo de 1963 recibió a Adjoubei y a
su esposa, hija de Kruschev, en ese momento amo de la
Unión Soviética, esta iniciativa fue sumamente criticada.
Se explayó al respecto con el cardenal Marty al mediodía
del 9 de mayo de 19637:
Mire —me dijo—, sé que hay quienes se sorprendieron con esa
visita e incluso algunos se afligieron. ¿Por qué? Debo recibir a
todos los que llaman a mi puerta. Los vi… y hablamos de los
niños, siempre hay que conversar sobre los niños… Veía llorar
a la señora Adjoubei. Le di un rosario, sugiriendo que tal vez
no sabía para qué servía y que no estaba obligada a decirlo, por
supuesto, pero al mirarlo simplemente recordaría que en otros
tiempos vivía una Mamá que era perfecta.8
¿Un hombre llama a su puerta? ¿Cómo dejarla cerrada?
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Ante la canonización de Juan XXIII (1881 – 1963): El “Papa bueno”, varón de unidad y paz
Hay que abrir, con riesgo de exponerse. ¿Hizo Cristo
acaso otra cosa? “Cuidado, esa gente es de izquierda”, se
le reprochó.
¿Y qué quieren que haga? No es culpa mía. ¡Tengo que tomarlos
en lo que están y tratar de hablarles!
Esto explica su famosa distinción, en su gran encíclica
Pacem in terris sobre la paz entre todas las naciones, basada
en la verdad, la justicia, la caridad y la libertad, dirigida
el Jueves Santo, 11 de abril de 1963, no solo al clero y a los
fieles de todo el universo, de acuerdo con lo acostumbrado,
sino también “a todos los hombres de buena voluntad”:
Importa distinguir siempre entre el error y el hombre que lo
profesa, aunque se trate de personas que desconocen por entero
la verdad o la conocen sólo a medias en el orden religioso o en
el orden de la moral práctica. Porque el hombre que yerra no
queda por ello despojado de su condición de hombre, ni automáticamente
pierde jamás su dignidad de persona, dignidad
que debe ser tenida siempre en cuenta. Además, en la naturaleza
humana nunca desaparece la capacidad de superar el error y de
buscar el camino de la verdad. Por otra parte, nunca le faltan al
hombre las ayudas de la divina Providencia en esta materia. Por
lo cual bien puede suceder que quien hoy carece de la luz de la
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Ante la canonización de Juan XXIII (1881 – 1963): El “Papa bueno”, varón de unidad y paz
fe o profesa doctrinas equivocadas, pueda mañana, iluminado
por la luz divina, abrazar la verdad. En efecto, si los católicos,
por motivos puramente externos, establecen relaciones con
quienes o no creen en Cristo o creen en Él de forma equivocada,
porque viven en el error, pueden ofrecerles una ocasión o un
estímulo para alcanzar la verdad.9
Esa intuición liberadora —y al cabo de exactamente cincuenta
años estamos celebrando el aniversario— permite,
en el momento de la crisis de Cuba, establecer el vínculo
entre Kruschev y Kennedy; mostrar mediante los hechos
que si bien los sistemas ideológicos son por su naturaleza
intolerantes, los hombres nunca se enemistan totalmente a
causa de los mismos y siempre conservan intacta esa mejor
parte de ellos que les permite entenderse para evitar lo
peor. Para Juan XXIII, no se trataba de acomodar la Iglesia
a los gustos del momento, sino de restituir al mundo el
gusto por el Evangelio.
Los romanos decían que era furbo, lo cual significa sutil,
de una habilidad matizada con gentil picardía, y eso era
en boca de ellos un gran elogio. Es preciso haber visto el
Domingo de Ramos, en 1963, algunas semanas antes de
su muerte, a Juan XXIII abrirse paso con gran dificultad
a través de la multitud de los grandes suburbios obreros
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Ante la canonización de Juan XXIII (1881 – 1963): El “Papa bueno”, varón de unidad y paz
hacia la parroquia de San Tarciso, cerca de la Vía Apia, y
las palmas lanzadas a su paso, para comprender el clamor
del Evangelio: “Quiero ver a Jesús”. Entusiasmo, gritos,
aplausos, bendiciones a diestra y siniestra, una pequeña
señal de afecto a la mamá, sonrisas a los niños y algunas
palabras frente al micrófono, que tanto hacen estallar
de risa a esa enorme multitud como, por el contrario, de
pronto la impresionan llegando a dejarla muda:
Pronto es la Pascua. Os hago una promesa, y es seguir
también de viejo viviendo como Papa vuestro… No olvidéis,
hijos míos, hay que rezar, debéis ser fieles al buen Dios en
vuestras oraciones… Y ahora os corresponde a vosotros
atender a nuestro ruego: dejadnos pasar, es hora de que
volvamos a trabajar al Vaticano.10
Un padre
Eso es lo que pudo llamarse “el fenómeno Juan XXIII”
o el “misterio Roncalli”, y era simplemente una respuesta
a la búsqueda de una humanidad insatisfecha, siempre
aspirando a la felicidad: un hombre bueno y sencillo, rodeado
como un padre del afecto de todos sus hijos; pero
su familia era Roma, y sus hijos el mundo entero. Se dice
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Ante la canonización de Juan XXIII (1881 – 1963): El “Papa bueno”, varón de unidad y paz
“Santo Padre” al hablar del Papa. Juan XXIII nos hace ver
claramente el misterio fecundo de la paternidad espiritual
del sacerdote con todos los hombres.11
Nos recuerda su encíclica Mater et Magistra del 15 de mayo
de 1961 que cada niño hambriento en una calle de Bombay,
cada trabajador envejeciendo en Leningrado, cada campesino
cortando cañas de azúcar en un país de Latinoamérica o cada
mujer que vive enclaustrada en una morería del norte de África
tiene tanta importancia como todos los ricos de la tierra, y
todos son individualmente sagrados y respetables. La Iglesia
jamás ha olvidado a nadie, y cuando está obligada a elegir se
inclina por los pobres.12
Con inclinación a la expresión verbal —desde el 30 de
noviembre de 1895 decide ser “menos charlatán” en los
recreos—, siendo nuncio en París cincuenta y dos años
después, en 1947, escribe:
Cuidado, cuidado, saber callar, saber hablar con medida.
Percibo en mi conciencia un contraste que a veces llega a ser
escrúpulo entre los elogios que a mí también me gusta hacer a
estos valientes y queridos católicos de Francia y la obligación,
que me parece propia de mi ministerio, de no ocultar, por
mera formalidad o por temor a desagradar, la constatación
de las deficiencias y de la situación real de la hija mayor de la
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Iglesia en cuanto a la práctica religiosa, el malestar generado
por la situación escolar no resuelta, la insuficiencia del clero y
la propagación del laicismo y el comunismo. Mi deber preciso
en este aspecto se reduce a una cuestión de forma y medida.
El nuncio ya no es digno de ser considerado el oído y el ojo de
la Santa Sede si se limita a elogiar y magnificar incluso lo que
es doloroso y grave.
Verdad y caridad
Gran benevolencia con las personas, pero preocupación
exigente por la verdad. Como le gustaba repetir: “Omnia
videre, multa dissimulare, pauca corrigere”: “Ver todo, dejar
pasar mucho, corregir poco a poco”, según el proverbio
que solía citar: “gutta cavat lapidem”: “la gota termina cavando
la piedra”. Desconfiaba de las cosas extraordinarias.
Así, un día decía a unas religiosas que le hablaban de
visión y revelación:
Pero tenemos el Evangelio, hermanas, y ahí está todo. No
hemos terminado de meditarlo para ponerlo en práctica. Tal
vez es más difícil, pero es preferible en comparación con esas
personas que se creen místicas y confunden el nivel más alto
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de su pensamiento con la bóveda del Cielo…
De ese modo aunaba la prudencia de la serpiente con
la sencillez de la paloma. Decía con una gran sonrisa a
una visitante que quería a toda costa hacerle bendecir
una cruzada, palabra que no le gustaba mucho:
¡Señora, con mucho gusto bendigo todo lo bueno que usted hace!
Era su manera discreta y firme de aleccionar con amor.
Con un capellán militar que se presenta ante él con uniforme
de gala, se pone en guardia diciendo:
Sargento Roncalli a sus órdenes.
Dice a una superiora general, que declara ser Superiora
General de una Congregación del Espíritu Santo:
Yo, en realidad, sólo soy servidor de Jesucristo, la segunda
persona de la Santísima Trinidad.
Confía con familiaridad a los periodistas que recibe al
día siguiente de su coronación:
Estoy muy cansado y creo que ustedes también. Esta noche
no dormí y estuve hojeando los diarios, un poco por curiosidad,
para ver lo que decían de mí. ¡Pero qué imaginación
y cuántos inventos! Es una pena haber trabajado tanto para
escribir todo eso.
Nadie se enojó, pero todos comprendieron la lección.
Nuestro Santo Padre el Papa Juan XXIII fue realmente
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nuestro, desde la vendedora de flores hasta el profesor
de la Sorbona, desde el ascensorista hasta el jefe de
Estado musulmán que lo llamaba “el Papa de los diálogos”.
Se le reza como a un santo que dio ejemplo de
bondad, dulzura, misericordia y búsqueda apasionada
de la unidad y la paz, viviendo en medio de nosotros el
ideal de las bienaventuranzas. Para todos fue un padre,
con una predilección especial por los niños. En la noche
de la apertura del Concilio, los romanos desfilan en la
Plaza de San Pedro con un cirio encendido en la mano,
la flaccolata, y todo el mundo espera que el Papa hable.
Juan XXIII abre su ventana y con voz fuerte y trémula
de emoción declara:
Vamos, hijos, es tarde, regresad a vuestro hogar, es hora de acostar
a los niños; les haréis un cariño, será el cariño del Papa Juan.
Juan, como está dicho al comienzo del Evangelio y como
lo recordó el cardenal Suenens a los Padres del Concilio en
la segunda sesión: “Hubo un hombre enviado por Dios:
se llamaba Juan. Este vino para un testimonio, para dar
testimonio de la luz, para que todos creyeran por él”.
Fue para todos el sol familiar que alumbra y da calor
a la tierra y cuya mera presencia ilumina el claroscuro
cotidiano.
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El Papa del Concilio
Su decisión más inesperada —convocar el Concilio— se
percibió muy pronto como una necesidad evidente, si bien
él mismo no sabía muy bien cómo eso iba a darse.
En materia de Concilio —decía sonriendo— somos todos novicios.
El Espíritu Santo estará ahí cuando todos los obispos se
hayan reunido. Ahí veremos.
Para él, el Concilio era en primer lugar un encuentro
en la oración con Dios, con María, como los apóstoles
en el cenáculo, en la víspera de Pentecostés. Siendo un
encuentro con el Espíritu Santo, el Concilio era también
un encuentro de los obispos entre ellos y de todos los
obispos con el Obispo de Roma, y además un encuentro
con los hermanos separados invitados como observadores,
que llegaron de todas partes, incluso de Moscú; era
un encuentro por último con el mundo entero mediante
los proyectores de la prensa, la radio y la televisión dirigidos
de todos los rincones del mundo a la Basílica de
San Pedro.
Para Juan XXIII, el Concilio debía ser también una contribución
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a la paz entre los hombres y entre los pueblos,
entre las religiones y las clases sociales, entre las culturas y
los sistemas de pensamiento. Este mismo hombre decía un
día junto a la recopilación de sus escritos y sus discursos
reunidos en volúmenes en su biblioteca: “¿Sabéis lo que
siento ante estos volúmenes?” Vacila un momento y luego
dice con toda sencillez: “Me siento sincero”.
Así acogió a los protestantes y a los ortodoxos en el
Concilio:
Procurad leer en mi corazón. Ahí tal vez encontraréis mucho
más que en mis palabras… He tenido numerosos encuentros
con cristianos de diversas denominaciones… No hemos parlamentado,
sino hablado; no hemos discutido, sino que nos
hemos amado.
Tenía sentido de las imágenes:
El Concilio —decía— al unir el gesto con la palabra, es la
ventana abierta, o también es quitar el polvo y barrer la casa,
ponerle flores y abrir la puerta diciendo a todos: “Venid y ved,
aquí está la casa del Buen Dios”.
Católico
Así era Juan XXIII, hombre de unidad y de paz, un sacerdote
de Jesucristo, vigorosa y sólidamente enraizado
en la tradición, viviendo alegremente cada día como un
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don de Dios, y abierto por la esperanza a un mundo más
fraternal y a una Iglesia más cercana a los hombres por
ser más transparente para Dios.
Juan XXIII era todo lo contrario de un hombre
del sistema, de derecha o de izquierda,
y nadie puede atribuírselo por cuanto fue
sumamente católico en el sentido amplio del
término. Escuchémoslo hablar en la fiesta de
Navidad, en la Basílica de San Pedro:
Nuestro corazón se llena de ternura al dirigiros
nuestros votos paternales. Quisiéramos poder detenernos
en la mesa de los pobres, en los talleres,
en los lugares de estudio y de ciencia, junto al lecho
de los enfermos y los ancianos, en todos los lugares
donde hay hombres orando y sufriendo, trabajando
para ellos y para los demás… Sí, desearíamos poner
la mano sobre la cabeza de los pequeños, mirar a
los ojos a los jóvenes, animar a los papás y mamás
a realizar su tarea cotidiana. Quisiéramos repetir a
todos las palabras del ángel: “Os anuncio una gran alegría: os
ha nacido hoy un salvador”.
Con esas palabras tan sencillas, Juan, sucesor de Pedro,
repetía al mundo la gran nueva feliz siempre joven: el
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Señor nos ama y somos llamados a amarlo, a amarnos.
Y esa voz de la Iglesia a menudo sofocada por el ruido
del mundo repercutió en nuestros oídos. Juan atravesó el
muro del sonido. Su palabra despertó un eco y los hombres
reconocieron su voz como un llamado dirigido a lo
mejor de ellos mismos por alguien que los amaba como
hermano. Y precisamente por eso todos lloraron por él
como hijos por su propia madre.
UN GRAN CORAZÓN ABIERTO AL MUNDO
Al día siguiente de su muerte, la televisión francesa
me pidió un testimonio para “Cinq colonnes à la une”, el
7 de junio de 1963. Monseñor Dell’Acqua, suplente de la
Secretaría de Estado —fallecido posteriormente siendo
Cardenal Vicario General de Roma—, me autorizó para
utilizar las cartas recibidas durante la enfermedad del
Papa. Lo siguiente es lo esencial.
Su Santidad, dos judíos de Francia rezan por usted.
Nunca fui tan feliz por tener un Papa que comprende la pobreza.
Tenemos mucho más necesidad de un buen padre que de teólogos
sabios a quienes no comprendemos mucho.
Querido buen Papa, es usted la bondad misma. Y la bondad, la
verdadera, atrae y uno mismo desea ser bueno cuando está con un ser
que es bueno. Que Dios lo proteja, lo sane, es mi deseo más entrañable.
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Sobre todo, le ruego, permita que lo sanen bien. Por primera vez en
mi vida le escribo a un Papa, pero es porque usted es un buen Papa
y nosotros lo queremos.
Santísimo Padre, soy una niñita de Francia, muy afligida porque
usted está enfermo. Rezo todas las mañanas por usted, para que el
Buen Dios lo conserve todavía en la tierra porque a usted lo necesitamos
mucho. Seguiré ciertamente rezando por usted al Buen Dios,
y le envío todo mi afecto de niñita respetuosa.
Ciudad del Vaticano, Señores, no soy una creyente, nunca voy a
misa; sin embargo, el Papa Juan XXIII se ha ganado mi simpatía con
su encíclica en favor de la paz. Le deseo de todo corazón un pronto
restablecimiento y le presento mis respetos.
Mi esposa es observante y mis hijos también. Yo no he rezado
desde que me casé en 1926; pero hoy día, créame, digo una oración
por usted, por su restablecimiento, porque lo admiro. Espero que
Dios me comprenda.
Aun cuando no creo en Dios, le envío mis deseos de buena salud
y ruego todas las noches para que Él lo mantenga todavía cerca de
nosotros. Usted es tan bueno, Su Santidad. Espero que al recibir
esta carta se encuentre un poco mejor. Le ruego disculparme, Su
Santidad, pero no puedo evitar llorar ni enviarle por este medio un
gran beso. Mireille.
Santísimo Padre, me conmoví mucho al leer en el diario del Lejano
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Oriente que estaba enfermo. He rezado por usted todos los días.
Me gustaría que viva hasta que yo sea grande para poder ir a verlo.
Quiero tener un nombre de santa. Soy budista, de manera que no
conozco mucho los nombres de santos para poder elegir. Usted puede
elegirme un nombre de santa que le guste. Le agradezco mucho. Su
hija que ruega a Dios para que su enfermedad disminuya.
De un musulmán del norte de África: Si usted ya no está presente,
que aquellos que lo rodean sean iluminados por el Espíritu Santo de
Dios para que su sucesor, designado por ellos, continúe en el camino
luminoso seguido por usted. Amén.
El milagro de la bondad
Estos testimonios son elocuentes. Si tuviera que responder
en pocas palabras al porqué de esta irradiación tan
viva todavía de Juan XXIII, diría con su Secretario: “Porque
fue un Papa con el corazón abierto a Dios, al mundo y a
los hombres. Su originalidad es el milagro de la bondad,
fuente de esperanza”.
Juan XXIII fue un hombre de esperanza, como destacó
Juan Pablo II, su sucesor:
La nota dominante de esta acción suya en la Iglesia fue su
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optimismo… Llamado a las responsabilidades del gobierno
supremo de la Iglesia cuando sólo faltaban tres años, o poco
más, para cumplir los 80 de vida, fue un joven, de mente y de
corazón, como por un prodigio de naturaleza. Sabía mirar al
futuro con esperanza inquebrantable; esperaba para la Iglesia
y para el mundo la floración de una era nueva (…) un nuevo
Pentecostés; una nueva Pascua, esto es, un gran despertar, una
reanudación de camino más animoso.13
Como escribía François Mauriac al día siguiente de su
muerte, “Juan XXIII habrá sido el Papa de la esperanza,
aquel mediante el cual la aceleración de la historia se
convirtió en aceleración de la gracia”.14
“Obediencia y paz”, ese fue su lema.
Estas palabras sencillas —escribía él mismo en el Diario
del alma desde 1925, cuando tenía cuarenta y cuatro años—
son un poco mi historia y mi vida.
Su bondad fue sin duda alguna fruto de la gracia de Dios,
que maduró en el curso de toda una vida sacerdotal vivida
en la obediencia a la Iglesia y al mismo tiempo con fe en la
bondad y la misericordia de Dios, cercano a todos los hombres
que lo buscan. A través del Papa Juan el amor de Dios
habló al mundo, y el mundo se conmovió profundamente.
El Padre Leiber, durante muchos años colaborador del
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Papa Pío XII, reveló que este gran Papa le hizo esta confidencia
al comienzo de la enfermedad que le ocasionaría
la muerte: la sensación de que con su muerte terminaría
una época de la historia de la Iglesia.15
de abril de 1981:
(El Papa Juan fue) un hombre de maravillosa sencillez y de humildad
evangélica, que en el curso de poco menos de cinco años
de su ministerio pastoral en la Cátedra de Pedro dio comienzo
casi a una nueva época de la Iglesia. Anciano ya de ochenta
años, manifestó la juventud de la Esposa de Cristo, juventud
que no conoce ocaso. Un hombre enamorado de la tradición dio
comienzo a una nueva vida en la Iglesia y en la cristiandad.16
Este legado del buen Papa Juan XXIII, hombre de unidad
y de paz,17 es confiado a nosotros. Y a nosotros corresponde
hacer fructificar su testimonio. Es el camino universal
de la santidad abierto para todos, desafiando la historia.
Sigámoslo con la alegría del amor compartido. La memoria
es la esperanza del futuro. Y la esperanza es la fe en
el amor. “El porvenir de la humanidad está en manos de
quienes sepan dar a las generaciones venideras razones
para vivir y razones para esperar”.18 El porvenir está en
nuestras manos y nosotros estamos en manos de Dios.
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Bibliografía:
1 JUAN XXIII, Journal de l’âme,
Cerf, 1964.
2 Osservatore Romano, 29-30 de
octubre de 1973.
3 Ver R. P. CARRÉ, L’humilité de Jean
XXIII, en Foi vivante, No. 9, p. 173,
octubre-diciembre de 1961.
4 Ver Paul POUPARD, Le Concile
Vatican II, col. “Que sais-je?”, PUF,
19972, “L’initiative du pape Jean
XXIII”, p. 3-5 y 115-117.
5 Le Figaro, 8 de junio de 1963.
6 Citado por J. D’HOSPITAL, Le Pape
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du Concile, en Le Monde, 5 de
junio de 1963.
7 Prefacio de “Juan XXIII” de Michel
DE KERDREUX, Beauchesne,
1970, p. 7.
8 Ver la conferencia de monseñor
Loris CAPOVILLA en el seminario
de Bérgamo, en agosto de 1963,
según las notas de un auditor, en
La settimana del Clero, No. 20, 3
de junio de 1973.
9 JUAN XXIII, Pacem in terris,Nº 158.
10 Ver DANIEL-ROPS, Trois images
du Saint-Père, La Croix, 17 de
abril de 1963.
11 Ver J. GRITTI, Jean XXIII dans
l’opinion publique, Centurion, 1967.
13 JUAN Pablo II, Audiencia general,
25 de noviembre de 1981.
14 François MAURIAC, en Figaro
Littéraire, París, 8 de junio de
1963, p. 20.
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15 Cardenal KÖNIG, Conmemoración
de Juan XXIII veinte años después
de su muerte, el 8 de octubre
de 1983, Sala del Sínodo de los
Obispos en el Vaticano.
16 JUAN PABLO II, Homilía en Bérgamo,
26 de abril de 1981, en
Documentation Catholique, t.
LXXVIII, pp. 467-470.
17 Ver Cardenal Paul POUPARD,
Un pape pour quoi faire? IIème
partie, ch. II: “Jean XXIII, Pape de
transition”, París, Ed. Mazarine,
1980, pp. 203-230.
18 Gaudium et spes, No. 31.
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