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VIERNES 11
EL TREN
21’30 h.
(1964)
Entrada libre (hasta completar aforo)
EE.UU.-Francia
130 min.
Título Orig.- The train. Director.- John Frankenheimer. Argumento.- Inspirado en la novela “Le
Front de l’Art” de Rose Valland. Guión.- Franklin Coen, Frank Davis, Walter Bernstein y Albert
Husson. Fotografía.- Jean Tournier y Walter Wottitz (B/N). Montaje.- David Bretherton y Gabriel
Rongier. Música.- Maurice Jarre. Productor.- Jules Bricken y Bernard Farrell. Producción.- United
Artists-Ariane-Dear Films. Intérpretes.- Burt Lancaster (Labiche), Paul Scofield (coronel Von
Waldheim), Jeanne Moreau (Christine), Michel Simon (Papá Boule), Suzanne Flon (sra. Villard),
Charles Millot (Pequet), Albert Rémy (Didont), Paul Bonifás (Spinet), Howard Vernon (capitán
Dietrich), Wolfgang Preiss (comandante Herren), Jacques Marin (jefe de estación). v.o.s.e.
1 candidatura a los Oscars:
Guión original
Música de sala:
Grand Prix (1966) de John Frankenheimer
Banda sonora original de Maurice Jarre
Una vez concluido el rodaje de Siete días de mayo, Frankenheimer recibió el encargo de
sustituir a Arthur Penn en un film llamado EL TREN. Las discrepancias existentes entre Penn y el
actor-productor Burt Lancaster, propició la incorporación del realizador neoyorkino al rodaje en
tierras francesas. Curiosamente, estos hechos parecen establecer distinciones entre un amplio sector de
la crítica europea respecto a uno y otro cineasta. Así pues, Penn siempre ha sido considerado como un
realizador comprometido y un auténtico outsider, en buena medida, a causa de este tipo de
circunstancias.
Con notable agudeza, Antonio Castro argumentaba al respecto: “Que semejante hecho se haya
convertido en tan significativo dentro de la trayectoria de Penn, resulta revelador de las valoraciones
europeas en torno a los directores norteamericanos y denota tal falta de coherencia, que con un
elemental ejemplo dejará al descubierto la inconsistencia de una deducción parecida. Unos cuatro
años antes, había sucedió un hecho similar. Anthony Mann dirigía Espartaco con Kirk Douglas como
productor e intérprete. Las discusiones y diferencias de puntos de vista entre realizador y productorprotagonista, llevaron a Kirk Douglas a echar a Mann, y llamar en su lugar a Stanley Kubrick, con
quien ya había trabajado, así como Burt Lancaster con John Frankenheimer. Por no sé que
misteriosas razones, ésto no determinó que Anthony Mann fuera valorado desde entonces como un
director excelente y Kubrick como un mediocre y acomodado Don Nadie”.
Frankenheimer aceptó rodar en Europa, al lado de su actor predilecto, en una situación que le
resultaba desagradable y que marcó al realizador, en la medida que por esta causa rechazó proyectos
atractivos a favor de otros compañeros. Este es el caso de Danzad, danzad malditos, una adaptación
de la famosa novela de Horace McCoy, que realizó Sydney Pollack, antiguo actor televisivo, dirigido
en ocasiones, por el propio Frankenheimer.
EL TREN es un título que encaja perfectamente en la definición de lo que es el cine bélico
como género, o sea, aquél que toma la realidad de la guerra y de los hombres enzarzados en el combate
y los erige en protagonistas centrales de la ficción cinematográfica. Asimismo, la película es una obra
muy característica de Frankenheimer ya que, tal y como hemos visto, encaja perfectamente en su
tendencia habitual a elegir relatos que giran en torno a personajes enfrentados por un mismo objetivo
desde distintos puntos de vista.
Nos hallamos en 1944, durante los últimos días de la ocupación alemana de Francia. Un oficial
alemán, el coronel Von Waldheim (Paul Scofield), decide por iniciativa propia llevar a Alemania en un
tren de mercancías un valiosísimo cargamento de pinturas de artistas impresionistas y contemporáneos.
Por otro lado, Labiche (Burt Lancaster), operario de ferrocarriles y, secretamente, miembro activo de
la Resistencia, recibe la orden de detener la salida del tren a la espera de la inminente llegada de las
tropas aliadas.
El núcleo dramático de EL TREN es, por tanto, muy sencillo: el traslado de las obras de arte es
una excusa para justificar el odio de dos enemigos que, en el fondo, únicamente buscan destruir al
adversario y, de paso, reafirmarse en sus respectivas convicciones, en este caso la superioridad de la
raza aria y la defensa acérrima de un patrimonio cultural descrito como “el orgullo de Francia”. Un
hecho real que pasó inadvertido en su tiempo, pero que hoy día suscita enconadas y fervientes disputas
dialécticas: la preservación de arte ante la propia condición humana.
Lo que confiere al film su interés reside, una vez más, en la habilidad de Frankenheimer para
integrar el discurso interior que se plantea (el enfrentamiento entre dos maneras de entender el
nacionalismo) con el discurso exterior (los esfuerzos del alemán con tal de llevarse el tren con las
pinturas y los del saboteador francés en su afán de retrasarlo al máximo). También resulta destacable
que el contraste que se establece entre Labiche y Von Waldheim no pretenda subrayar las obvias
diferencias ideológicas y nacionales entre ambos sino, por el contrario, sugerir en la medida de lo
posible hasta qué punto ambos hombres tienen aspectos en común. En el dibujo de esta relación de
opuestos que se complementan, Frankenheimer vuelve a emplear su habitual planificación basada en
planos construidos de manera simétrica y destinados a presentar equivalencias entre los personajes. Por
ejemplo, en el cruce de miradas entre Labiche y Von Waldheim mientras que, al fondo del plano, se
procede a la ejecución del viejo maquinista encarnado por Michel Simon; o en aquel otro plano en el
que vemos a la izquierda del encuadre a Labiche, tumbado en el suelo mientras prepara un explosivo
para volar el raíl, y a la derecha del mismo plano, acercándose, el tren que a duras penas Van
Waldheim ha conseguido poner en marcha tras numerosos retrasos y sabotajes. En este contexto, no es
de extrañar que en las escenas finales Frankenheimer presente a Labiche, junto al ferrocarril que por
fin ha logrado detener de manera irreversible, mediante un travelling que muestra sus piernas mientras
camina detrás de los vagones: el francés ya ha dejado de ser alguien con rostro, un verdadero ser
humano, y no anda tan lejos, en lo que a determinación se refiere, del obstinado coronel alemán.
Frankenheimer utilizó una narración próxima a los parámetros de un western: Solo ante el
peligro (1952). Uno de los hombres que más ha influido en el estilo narrativo de Frankenheimer ha
sido el vienés Fred Zinnemann, y así lo testifica EL TREN, sobre todo en la parte final, donde se
establece una simultaneidad en el tiempo entre Labiche que obstaculiza el avance del tren, y la
persecución y obstinación del coronel Van Waldheim. En esta confrontación de personalidades,
Frankenheimer deja la huella de Orson Welles en las barrocas inclinaciones de cámara, cuando el
coronel Van Waldheim centra su odio en Labiche. Básicamente, Frankenheimer hace uso de estas
inclinaciones de cámara cuando hay una tensión interior en los personajes (plano medio del coronel
exigiendo la parada de un convoy alemán/primer plano del coronel consciente del descarrilamiento del
tren).
Aunque la película de Frankenheimer tiene una clara deuda estética con otro estupendo film
bélico de temática similar como es La bataille du rail (1945), de René Clément, ello no es óbice para
señalar que la fotografía blanquinegra de Jean Tournier y Walter Wottitz beneficia sobremanera el
resultado final de EL TREN. Además, el tratamiento sombrío de sus imágenes es coherente con el
dibujo, no menos austero, de sus dos rígidos y antipáticos protagonistas, hasta el punto que buena parte
del contenido sentimental del relato se descarga en los personajes secundarios: el anciano maquinista,
la dueña del motel encarnada por Jeanne Moreau, incluso el sensato ayudante de Von Waldheim
(Wolfgang Preiss). Las secuencias de acción –todas excelentes- tampoco parecen pensadas solamente
para añadir espectacularidad al relato sino que, más bien, acentúan, tal y como están rodadas, la
frialdad y el absurdo de un combate que todos libran pero en el que, a pocos días del final de la guerra,
ya nadie cree: véase, por ejemplo, el sabotaje del mecanismo de cambio de vías, provocado por
Labiche con la ayuda de la pipa olvidada, por descuido, por un capitán alemán (Howard Vernon),
dando tiempo así a la llegada de la aviación aliada; o la paradójica situación que se produce cuando la
locomotora conducida por Labiche y sus colegas es atacada por un avión británico (en un momento,
por cierto, espléndidamente planificado, que tiene su ingeniosa resolución en el interior de un túnel
salvador).
Las imágenes finales son absolutamente memorables. Tras la escena en la que Labiche asesina,
sin contemplaciones, a Von Waldheim -no sin antes oír del oficial alemán frases tan demoledoras como
estas: “la belleza pertenece a hombres que saben apreciarla. Los cuadros volverán a mí o a hombres
como yo”-, Frankenheimer cierra la secuencia con un montaje paralelo –casi un montaje de atracciones
a lo Eisenstein- que va mostrando, indistintamente, las cajas con los nombres de las obras de arte que
contienen escritas en las tapas, y los cadáveres de los civiles que, colocados por los alemanes sobre la
locomotora para servir de parapeto, han caído acribillados. El último plano es un plano general que
asemeja a un cuadro: un tren descarrilado en medio de un valle, una carretera comarcal al margen
izquierdo y un hombre que permanece al lado de un montículo de hombres asesinados y de un montón
de cuadros esparcidos cerca de la vía del tren.
Texto:
Christian Aguilera, La generación de la televisión: la conciencia liberal del cine americano,
Ed.2001, 2000.
Tomás Fernández Valentí, “John Frankenheimer: un francotirador en Hollywood”,
rev. Dirigido, noviembre 2000.
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