Ramirez, Sergio-Margarita, esta linda la mar

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Sergio Ramírez
Margarita , está linda la mar
Editorial Alfaguara, Madrid, 1998.
Pasemos a la mesa. Rafa Parrales empujaba solícitamente la silla de
ruedas de doña Casimira. Al lado de cada plato los invitados encontraron una copia en papel carbón del menú, mecanografiado en las oficinas municipales. El almuerzo, servido en el jardín bajo el viejo domo
tejido de alambre en el que se enredaban las madreselvas, discurría
entre los chistes de subido color que contaba, uno tras otro, con voz de
gran soberanía, el incansable Rafa Parrales. La Primera Dama lo había
requerido a su lado para no perderse ninguno, obligando al doctor
Baltasar Cisne a cambiar el asiento donde ya se había ubicado con la
debida antelación. Reía y reía, desbocada, las manos en la cabeza, la
cabeza hundida en el pecho, y luego hacía gestos de que ya no, no
más. Detrás de los lentes que opacaban en un vaho su mirada, volviendo desmesuradamente grandes sus ojos, su anciana madre sonreía
muy reposada en la silla de ruedas, pero no parecía entender. Siempre
sonreía a todo.
En cambio, la sonrisa del doctor Baltasar Cisne al tener que abandonar
su puesto, había sido, de verdad, una sonrisa de despecho, y ya no se
le apartaría hasta el final del almuerzo. Mientras pasaban los platos, se
dedicaba a urdir venganzas imposibles contra el cochonete que se
solazaba en servir de bufón, impidiéndole la vecindad con la Primera
Dama para convencerla de asistir el próximo mes a la develización de
la estatua de Rubén Darío, en cuyo pedestal se grabarían, según consejo (¿adivínenme de quién?) de Rigoberto, aquellos versos de su abanico:
¡Ay, Salvadora, Salvadorita,
no mates nunca tu ruiseñor!
¿Que podía esperarse de ese corrompido? Un hijo de casa de la familia
Debayle, un criado traído de una finca de los viejos dominios de
Nuestra Señora de los Campos, que ahora presumía de periodista, y se
daba ínfulas de poder. Hasta órdenes de libertad libraba, que el Coronel Maravilla atendía por miedo a la Primera Dama; daba recomendaciones para empleos públicos, y tenía organizado un club de niños
lustradores para afamarse de magnánimo, como si fuera el santo Mardoqueo.
Miraba el doctor Baltasar Cisne a su plato vacío, porque no se habían
acordado de servirle, reprimiendo sus más oscuros pensamientos: una
Primera Dama que se comportaba, de hecho y de palabra, como una
mercadera; si Rubén la hubiera conocido ahora, jamás le hubiera escrito nada en su abanico. Y a ratos, se permitía mirar, acobardado, a su
esposa, La Rosa Niña, que sonreía por compromiso ante las vulgaridades, enrollando con mano nerviosa sus bucles de oro.
Pero es tiempo ya de recordar, Capitán, que bajo este mismo domo de
alambre entreverado de madreselvas, y ahora carcomido en su tingla-
do, hace tiempo hubo otro almuerzo. Y si las aspas de los abanicos
que giran remorosas en el techo del Teatro González, al otro lado de la
plaza, no son capaces de aliviar el calor que desespera a los convencionales como si acabaran de bañarlos en almidón recién hervido, ni la
sofocación de quien aún continúa leyendo su plataforma electoral,
metido, para colmo de sus males, dentro del chaleco antibalas, que a
esta hora le parece tejido de espinas, dejen que vuelva yo a utilizarlas,
para hacer volar ante ustedes las hojas del calendario.
Pongan atención. Es el 8 de abril de 1908. Bajo el domo sostenido por
columnatas dóricas de madera de cedro, los fustes y capiteles pintados
con jaspes marmóreos, el sabio Debayle ofrece el banquete de despedida a Rubén, pronto a regresar a Europa. Al centro del palio de madreselvas, sobre las cabezas de los comensales, un enjambre de rosas
forma una lira de siete cuerdas, y de la lira pende una altanera águila
de papier mâché con las alas abiertas, en el pico un medallón dorado
que copia la reconocida efigie de Rubén pensativo, una mano apoyada
en el mentón.
Entre las cortinas de encaje de las puertas de la calle, se asoman al
festín los curiosos. La orquesta de cuerdas, instalada en la sala, ejecuta
el vals Amores de Abraham del compositor leproso José de la Cruz
Mena, bajo la batuta del maestro Saturnino Ramos, y los arpegios
llegan confusos al jardín. En su sitio de honor, Rubén está sobrio y se
muestra, como pocas veces, lleno de entusiasmo. La huella del golpe
reciente tiñe de ciclamen el pómulo y su ojo encapotado brilla como
una brasa rojiza.
Están ya a los postres y las damas insisten en pasarle sus abanicos
para que les escriba dedicatorias en verso. Galante, atiende todas las
peticiones mientras habla de los inventos del siglo, de la Feria Universal de París que cubrió en 1900 como corresponsal de La Nación de
Buenos Aires: el pabellón de Alemania imperial donde se mostró la
máquina lustrabotas patentada en Berlín por el ingeniero Von Schultze-Kraft; el retrete automático que lava las posaderas con cepillos
mecánicos activados por un pedal, ingeniosidad inglesa del sabio victoriano Sir Harold Pinter; y el muñeco parlante que canta arias de
Rigoletto, aporte de un científico nativo, y aprieta en mueca de sorna
los labios, buscando a Eulalia con la mirada juguetona.
Invenciones de la edad veloz, frente a aquellas otras fabricadas para
mitigar la desolación en las comarcas del olvido...recuerda su primer
viaje a Chile en junio de 1886, el puerto de Chimbote en la costa árida
del Perú donde nunca llueve, las casas de la ribera adornadas con
bambalinas y telones que simulaban arboledas y boscajes, una bizarra
escenografía teatral vista desde la borda de aquel vapor Barda de la
compañía alemana Kosmos que salió de Nicaragua bajo los fuegos de
una erupción del Momotombo, negro el cielo a pleno día y los alcatraces atemorizados por el portento buscando refugio en los camarotes de
los pasajeros...la edad veloz...la representación de La Traviata que vio
en el Metropolitan de Nueva York, con el gran tenor Gino Tlagiaperra, escenarios cambiantes montados sobre tornos eléctricos, un palacio en fiesta sustituido de súbito por una calle en carnaval...
¡Lo que puede el aparato de invención yanki, messieurs, mesdames! Y
lo que puede arrancar a la intrepidez el espíritu comercial de esos
mamots modernos, que transforma la aventura en un reclame...sepan
que durante la travesía en La Provence, de Cherbourg a Nueva York,
vino mi valet a despertarme una madrugada a mi camarote, para invitarme a presenciar el rescate de un náufrago; acudí a la cubierta, don-
de se agrupaban ya muchos otros pasajeros. Ningún náufrago...en una
frágil chalupa, un hombre barbado y curtido de sol se agarraba al mástil, y a grandes voces dejaba conocer que cubría la ruta de Colón bajo
el patrocinio de los fabricantes del jabón de tocador Sapolio...y aún
cantó, desde su barquichuelo, un estribillo en loa al tal jabón Sapolio.
El Coronel Andrews se llamaba. Había servido en la armada yanki
durante la guerra de Cuba…
De pronto, dejando de lado el abanico en el que empezaba a escribir,
busca otra vez a Eulalia y apunta con su pluma fuente de jaspes tornasolados hacia los pétalos de la rosa de trapo que cierra su escote.
Los escotes, ma chéri, aún para soireés, han entrado allá en el olvido,
tan vertiginoso es el capricho de la moda parisina. Y mucho me temo
que sus dictados son fatales.
Eulalia se lleva instintivamente las manos al pecho, como si hubiera
quedado desnuda por la sentencia. Se oyen risas discretas. Ahora
habla de los corsés:
¡Esos instrumentos de tortura! Herminia Cadolle, la madre de las modistas modernas, dijo un día: “¡hasta aquí hemos llegado!” Y ¡oh emperadora de la novedad! cortó el corsé de un solo tajo, hasta la mitad,
para que el diafragma quedara libre. Los informes médicos se mostraban pletóricos de casos de mujeres que por usar corsé de ballenas y
cordajes presentaban lesiones en las costillas, o el tórax aplastado. ¡La
radiografía, ese otro invento que enseña en vida la osamenta desnuda
de la muerte, no miente!
Las damas, metidas en sus rigurosos corsés, sienten que la respiración
les falta aún más. El sabio Debayle premia con un grave asentimiento
de cabeza la propiedad de la descripción clínica que hace Rubén.
Y a una pregunta, mientras torna a escribir, inicia una amplia disertación sobre la moda. Pondera la sensualidad del satín suave, la voluptuosidad de la muselina y el crespón glacé en rosa viejo, la gracia de
los recubrimientos de muselina gris bordada de perlas de acero, los
alardes de la pasamanería en los guardapolvos que dejan una estela de
florilegios en el pavimento de los salones; las anchas tocas blancas
que parecen volar con sus grandes lazos de mariposa en terciopelo
moiré; rememora los talles delicados, ceñidos por cordones de oro. Y
para los paseos vespertinos en el parque de Luxembourg, las camisas
judías, bordadas en lo bajo, en el cuello y en las mangas; las chaquetillas a lo Fígaro, las blusas rusas de estameña cruda...como Garibaldi,
dice, que aquí mismo, a su paso por León, ¿lo sabían? impuso en su
día, entre el bello sexo, la moda de su propia blusa suelta, sin solapa,
la garibaldina, ¡tal puede el charme masculino!
Toma otro abanico, y pasa a los sombreros. Pálidos botones de oro
que florecen en un follaje blanco, sombreros Charlotte cubiertos de
campanillas, decorados de cerezas azules y plata, como no se las conociera nunca, albelíes oscuros mezclados con rosas verdosas, ¡algo
insensato, pero charmant, al fin! Panes de azúcar, cestos de flores,
manojos de espigas, elegancia de los aigrettes, salidos de una verdadera tierra de Canaán, con sus granos de muselina de seda y sus largas
barbas, aigrettes negras de Numidia; el serre-tête, que aunque empieza
a ser vulgar, aún tiene adeptas. Pide la libreta de recetas que el sabio
guarda siempre en el bolsillo del saco, y dibuja el bonete de algodón
que no deja ver un sólo cabello, excepto la franja de la frente, aunque
se necesita ser muy joven para lucirlo con gracia; y dibuja también
una sombrilla, sombrilla de terciopelo negro y tela de jovy que se llevan abiertas al hombro, con displicencia retadora, o cerradas, como un
estoque, para apoyar el grácil paso por los senderos de los parques
ducales...
Y aquel resonante debate en las paginas de Le Figaro, entre Mme.
Marcele Lender y Mlle. Claire Mistinguer, dos gigantas de las casas
de moda: la una, fiel a lo clásico, a los pliegues helénicos, a los peplos
sin mácula; la otra, adepta a la fantasía y al capricho moderno, toda la
vocinglería de las casas de moda de la Rue de la Paix concentradas en
aquella discusión de excelsa frivolidad...y se muestra, al fin, como
árbitro de vanidades, partidario de lo seyante, de lo que sienta bien a
las líneas del cuerpo femenino, lo que desnuda con decencia las sinuosidades y deja adivinar lo prohibido bajo la jerga, la cachemira, el
linón blanco...y afirma, contundente, que entre tanta fantasía, una mujer de buen gusto se revela porque sabe desdeñar las extravagancias y
elige la verdadera fashion, la excentricidad picante e ingeniosa que
realza los prestigios de la belleza.
Y los desfiles de modas al aire libre, la última de las novedades de
París: se suprime el lujoso salón y el gabinete galante, la trastienda
confusa y los talleres embrollados. Y por senderos de fina grava, entre
los parterres británicos que tienen una rigidez militar, o en deliciosos
rincones con cierta sans façon francesa, entre arabescos de césped y
altos relieves de flores olorosas, a veces bajo la sombra discreta de los
árboles o en la radiante luminosidad del sol otoñal, las modelos vagan
como extrañas apariciones heráldicas. Aquí se improvisa un grupo que
puede ser motivo para un lienzo; allá se extravía una blanca silueta
entre los ramajes esmaltados, inclinándose para acariciar una rosa
fecunda, aspirar el perfume de los nardos o contemplar la aristocracia
de un lirio; más allá, en la penumbra de una glorieta, se esfuma una
figura como un argumento poético...y mientras tanto, escondidos en el
follaje, los mirlos orquestales y los gorriones bohemios cantan un
eterno himno a la eterna belleza...
"Nuestro siglo, eminentemente positivista, nos ha convertido en gente
práctica...y no teniendo más azul en nuestras aspiraciones, en nuestras
ideas y nuestras vidas, la mujer lo pone en sus trapos, porque no podemos vivir sin un jirón de cielo, por pequeño que sea" concluye, sonriendo a todas, y devuelve su recetario al sabio.
Todas, entusiastas y admiradas, aplauden. Pero Eulalia, hosca, mantiene sus manos extendidas sobre el mantel, más oscuro que nunca el
nudo de sus cejas.
"¡A ver, abanicos, mas abanicos!" reclama Rubén, encantado de sí
mismo. ¿Saben que mis negocios de amor los he abonado con dedicatorias en abanicos como estos? ¿Y en espejos?
Los cuellos se alzan entre murmullos. Y él cruza los brazos e inclina
pesadamente la cabeza en homenaje a la delicia de sus recuerdos.
¡La sin par Monna Delza! ¡Hasta su coqueto chalet del Bois-deBoulogne, su santuario pagano, me llevaron en noches inmortales mis
versos! Precisamente, la noche del estreno de La vierge folle de Henri
Bataille, en El Odèon, donde ella cosechó palmas e incontables canastos de flores, que llenaban no solo su camerino, sino todo el pasillo,
fue también mi estreno...¡que pugna de pretendientes por la presea, el
vellocino de oro! Resulté yo victorioso, y ella salió del teatro de mi
brazo. Rodamos raudos en su automóvil de cuarenta horse power, ella
al volante, entre alburas de armiño, y a nuestros pies, una piel de tigre
de bengala por alfombra...imaginen, ¡la musa moderna atropellada por
el automóvil! ¡Talía, Erato, Euterpe, que huyen en la onda amarga del
asfalto, perseguidas por la amenaza de los neumáticos Michelin bajo
el bullicioso resplandor de las luces eléctricas de la Avenue Foch...! Y
en su chalecito del Bois, su alcoba... intimidades de seda, paños de
altar de tiempos de Luis XIII que sirven de cobertor a su lecho lúbrico,
sábanas que parecen robes de fées, pájaros de ultramar en jaulas góticas, profusión de hortensias en vasos de china, perrillos extravagantes
jugueteando entre nuestros pies descalzos...
Lejos, en la cocina, ha caído una bandeja llena de platos y copas, pero
no hay una sola cabeza que se vuelva. Y, otra vez, Rubén está persiguiendo la mirada de Eulalia.
Perfumes de mirra en los braseros...la cabellera de Monna Delza suelta, cabellera vaga y atormentada como las noches de París. ¡Monna
Delza! ¡L’enfant gâté!, ¡la deliciosa gamine codiciada por los magnates judíos, que yo he tenido entre mis brazos de indio chorotega...!
¡Voluptuosidad de la hora discreta! ¡roce, mordisco, beso, síntesis de
la eternidad!...¡quién lo diría, mon frère Louis! Al marcharme, con las
luces del alba, ella quedó desnuda en el lecho. Yo, cuidando de no
despertarla, le dejé escrito en el espejo de su boudoir, con rouge de
labio, un poema...¿su título? Mene, Tequel, Fares...las palabras misteriosas del banquete de Belsasar.
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