Introducción

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I NTRODUCCI ÓN A LA HI STORI A CONTEMP ORÁNEA La Historia ha sido definida como “ciencia del perpetuo cambio de las sociedades humanas, de su perpetuo y necesario reajuste a nuevas condiciones de existencia material, política, moral, religiosa, intelectual” (L. Febvre), o la “ciencia de los hombres en el tiempo” (M. Bloch). Por lo tanto, los dos rasgos fundamentales de la historio­ grafía son el estudio del hombre en sociedad y su contextualización espacial y temporal. Así pues, hay que descartar esa vieja idea de que la historiogra­ fía se ocupa del hombre en el pasado. Trata, más bien, de los hom­ bres que viven en sociedad en cualquier marco temporal, incluido el más reciente. No es contradictorio, pues, hablar de historia contem­ poránea o historia actual porque el concepto “historia” no es sinónimo de pasado y menos aún de pasado remoto, quedando, eso sí, ligado al estudio bajo una perspectiva temporal de la vida en sociedad de hombres y mujeres. Además, conviene afrontar la ciencia histórica como problema, es decir, con una actitud dialéctica del sujeto con el objeto de estudio a partir de constantes interrogantes que los hechos y sus interpretaciones nos deben despejar. El historiador no puede ser sólo un notario del pasado sino más bien su cancerbero y su in­ térprete. Debemos cumplir una función más activa y ser capaces de aplicar nuestros conocimientos más allá de la pura erudición. Esta di­ fícil misión implica reconocer ante los demás, pero también ante no­ sotros mismos, nuestra mentalidad, nuestra ideología, nuestra visión de las cosas. Debemos trabajar con objetividad sabiendo que la neu­ tralidad no existe ni debe existir. Por último, por ahora, debemos también tener presentes las diferentes maneras, todas ellas válidas, de enfocar la historia: desde arriba o desde abajo, política o social, económica o cultural. Todas estas perspectivas pueden enriquecer y aportar. Tratándose del estudio de la historia como asignatura inten­ taremos aprovecharnos de todas ellas a modo de una, tal vez, utópi­ ca historia total. Esto nos recuerda también que la historia es de hombres y de mujeres, de blancos y de negros, de ricos y de pobres, de europeos y de americanos. La necesidad de elegir entre las múlti­ ples posibilidades hará que nos dejemos llevar por pequeñas y reco­ nocibles debilidades entre las que ya podemos avanzar un cierto an­ drocentrismo cultural y un evidente desviacionismo eurocéntrico. 1. Características y periodización de la historia contemporánea Por encima de cualquier convencionalismo, la comprensión de la compleja evolución de las formaciones sociales, las estructuras eco­ nómicas, las formas políticas o las expresiones culturales, sujetas a una relación dialéctica entre los cambios y las permanencias, requie­ ren su fragmentación en el tiempo y el espacio, atribuyendo a cada una de estas épocas históricas una serie de características definitorias para poder ser diferenciadas entre sí.
1 En una tradición que arranca del Renacimiento y se desarrolla en el s. XVII, se han ido perfilando tres fases sucesivas del devenir histórico: la antigüedad clásica, el período oscuro del medioevo y el renacer de aquélla cultura clásica. Así surge una división tripartita (antigua, medieval y moderna) que se completa con la eclosión de las nuevas ideas y su plasmación revolucionaria en el siglo XVIII con una nueva época, denominada contemporánea, que se contrapone al An­ tiguo Régimen que se pretende derribar, y cuyo concepto tardará en incorporarse, como veremos, al vocabulario histórico. De todos modos esta división cuatripartita, fundamentada des­ de el punto de vista académico, no debe ser usada para crear com­ partimentos estancos, en donde los especialistas se permitan darse la espalda, pues no hay que perder de vista que el verdadero sentido de la Historia es su carácter unitario. La periodización como diría Carr, es “una herramienta mental, válida en la medida en que nos ilumina”, pero no debe evitar la adecuada comprensión de los fenómenos his­ tóricos. Evidentemente, los vínculos entre unas épocas y otras son tan próximos que suele resultar complicado efectuar claras divisiones temporales, y más aún en una especialidad como la historia contem­ poránea, cuya datación cronológica ofrece dificultades y varía en fun­ ción de las tradiciones nacionales. Así para la historiografía francesa, copiada después en nuestro país, el tiempo histórico se reparte entre cuatro grandes conjuntos: historia antigua, medieval, moderna y con­ temporánea, que comienza normalmente con el doble proceso de la revolución industrial inglesa y la revolución francesa de 1789. Sin embargo, el mundo anglosajón utiliza el apelativo contemporáneo pa­ ra una realidad más cercana, prácticamente de la última generación, la llamada current history que la New Cambridge Modern History ex­ tendían con el final de la Segunda Guerra Mundial, reduciendo la his­ toria contemporánea a muy pocos años del pasado más reciente y que en los nuevos planes de estudio aparece bajo el epígrafe de his­ toria del mundo actual o historia del tiempo presente. Y, por otro la­ do, las distintas periodizaciones tienen en cuenta exclusivamente el mundo occidental, dejando de lado al resto de la historia del mundo. Por tanto, la historia contemporánea se mueve entre dataciones tem­ porales poco precisas, no sólo en sus límites inferiores (1789, 1815, 1870 o 1945) sino también el superior, pues en carece de un final da­ table con seguridad al abarcar hasta nuestros días. Más allá de las dataciones historiográficas, sujetas a diversas convenciones, nos aparecen algunas evidencias respecto al mundo contemporáneo. En primer lugar, se produce una interdependencia mundial. Aunque tenía precedentes en la Edad Moderna (relaciones con América y Asia), ahora aparecen nuevos elementos que modifican las relaciones internacionales anteriores, como la fundación de EE.UU., las conmociones provocadas en Europa por la Revolución francesa, las guerras y la dominación napoleónica, así como el domi­
2 nio de los mares y del gran comercio internacional consolidado en manos inglesas y reforzado por la industrialización contemporánea. Por otro lado, el modelo industrial inglés se convierte en un la­ boratorio que otros países observan entre el temor y la esperanza, creciendo la confianza en las innovaciones tecnológicas (era de pro­ greso). A su vez, la nueva economía capitalista e industrial impulsará la cuestión social. Junto a los factores anteriores, se discuten y experimentan nuevos modelos políticos y constitucionales, donde las nuevas ideas (nación, soberanía nacional y popular) son componentes del nuevo marco ideológico­político. Todos estos factores suponen cambios evidentes que, para su mejor comprensión, conviene subdividir en una serie de etapas. Tradicionalmente, se ha observado una primera gran fase que comprendería las grandes transformaciones producidas en el siglo que media entre 1770 y 1870, que ha recibido distintas denominacio­ nes como alta edad contemporánea, triunfo de la burguesía o forma­ ción de los estados nacionales. A partir de aquí correspondería una segunda fase que abarcaría desde 1870 a la actualidad y que, en con­ traposición a aquélla, ha recibido, entre otras muchas denominacio­ nes, la de baja edad contemporánea. De todos modos, dicha clasifica­ ción resulta inapropiada u obsoleta, pues responde más a las necesi­ dades de establecer paralelismos con las divisiones de otras edades históricas (como la Edad Media, que también diferencia una alta y una baja, como es sabido) y que no tiene en cuenta, una vez finaliza­ dos los siglos XIX y XX, la diferente duración en ambos del tiempo histórico respecto al tiempo cronológico. Cabría entonces diferenciar mejor el largo siglo XIX –que, con raíces en las últimas décadas del XVIII perduraría hasta el final de la I Guerra Mundial— y el siglo XX corto. A continuación entramos a su análisis. 2. El largo siglo XI X Las transformaciones desarrolladas a lo largo del siglo XIX em­ piezan a alumbrarse en el último tercio del XVIII y no encontrarán su culminación hasta las dos primeras décadas del XX. El siglo y medio (medido en términos de tiempo cronológico) debe subdividirse en tres fases para poder comprender las líneas fundamentales de una evolu­ ción cargada de matices, de cambios y de permanencias. Nos pueden venir bien al respecto las eras de la célebre trilogía del británico Hobsbawm: de la revolución, del capitalismo y del imperio. a) La primera es protagonizada por la era de la revolución (1750­ 1848), pues no en vano el mundo contemporáneo occidental tiene un origen revolucionario con dos apoyos principales, la revolución indus­ trial y la burguesa o liberal, que van socavando los cimientos de un Antiguo Régimen que se hallaba en crisis. Evidentemente, la revolu­ ción industrial implica no sólo transformaciones económicas, sino también sociales, ideológicas y políticas. Y la revolución burguesa tie­
3 ne un gran calado social, ideológico y, cómo no, también económico. En conclusión, son dos modelos de transformación de amplio espectro con consecuencias económicas (capitalismo industrial), sociales (so­ ciedad clasista), ideológicas (pensamiento liberal) y políticas (prime­ ros triunfos de la división de poderes y la soberanía nacional en Esta­ dos Unidos y Francia). Aunque la trascendencia de la revolución fran­ cesa sobrepasa la norteamericana, no cabe duda de la influencia de ésta, más temprana, en aquélla, como tampoco puede negarse el pa­ pel del expansionismo napoleónico en la propagación de sus postula­ dos en Europa, si bien en la propia manera de implantarla –mediante la ocupación militar y el predominio franceses— llevará en su germen las resistencias que le pondrán fin. Las fuerzas del Antiguo Régimen, dañadas pero fortalecidas por la derrota napoleónica, intentarán recuperar parte del terreno perdido desde 1815. Desde entonces y, hasta 1848, se asiste al conflicto en­ tre la reacción (la Restauración, defendida por las anteriores clases dirigentes), y las oleadas revolucionarias (impulsadas por la ascen­ sión de las nuevas fuerzas surgidas de la industrialización y apoyadas en el liberalismo y nacionalismo para imponer su dominación). El triunfo aparente de la reacción no supuso el retorno absoluto al pasa­ do, pues no se podía hacer tabla rasa de las conquistas revoluciona­ rias, y el mapa trazado en Viena no intentó ser una copia del anterior a 1789; pese a su longevidad –apenas sufrió modificaciones de deta­ lle en las siguientes tres décadas— y a su apuesta por el principio de equilibrio no consiguió la estabilidad europea pretendida por los sobe­ ranos y fue una afrenta para los deseos nacionales de muchos pue­ blos, origen de las oleadas revolucionarias en torno a 1820, 1830 y 1848. En la lucha entre la reacción y el liberalismo acabó triunfando éste último, apoyándose en el desarrollo del capitalismo y la industria moderna. Y los primeros éxitos importantes de la industrialización en Europa darán inicio a un segundo antagonismo social, en este caso entre la burguesía y el proletariado. Mientras tanto, en América se asistía a la independencia de la mayoría de las colonias iberoamerica­ nas y el nacimiento de las nuevas repúblicas. b) El alejamiento del peligro revolucionario y la buena situación eco­ nómica propiciarán las reformas políticas y los cambios territoriales. La era del capitalismo (1848­75), fase ésta más corta desde el punto de vista cronológico pero cargada de importantes novedades, supon­ drá la expansión por el continente europeo de la industrialización y una nueva polarización social entre burguesía y proletariado, cuyo desarrollo es paralelo al avance del sistema representativo liberal y al apogeo del nacionalismo, teniendo como resultado más evidente la Europa remodelada (siguiendo en este caso la terminología de Gren­ ville). Fuera de Europa, frente a la consolidación y transformación económica de los Estados Unidos, el resto del continente americano sufrirá un evidente proceso de inestabilidad política. c) La tercera fase, la era del imperialismo (denominación que se suele acompañar también de las expresiones gran capitalismo y democra­
4 cia) abarca desde 1875 hasta la I Guerra Mundial. Desde una pers­ pectiva política, destaca una Europa transformada (en expresión to­ mada de Stone), que vivía un prolongado período de estabilidad polí­ tica durante el cual se consolidaron la democracia liberal y el parla­ mentarismo. En América, los Estados Unidos se convirtieron en una de las grandes potencias, mientras persistía en Iberoamérica la ines­ tabilidad política y la dependencia económica. Mientras tanto, los asuntos internacionales se complicaron al entrar en lucha seis gran­ des potencias y configurarse dos bloques enfrentados que confluye­ ron en la I Guerra Mundial. Por consiguiente, pese a la apariencia de “paz” hasta 1914, en realidad, los países con suficiente base indus­ trial se prepararon para la guerra mientras se generaban tensiones y conflictos durante décadas, localizados primero fuera de Europa y luego en los Balcanes. Mucho tenía que ver en este asunto la expan­ sión de la civilización europea por el globo, conforme se consolidaba el imperialismo. De alguna manera, la I Guerra Mundial, es la primera “guerra industrial”. Imperialismo y guerra mundial no pueden quedar al mar­ gen del triunfo del gran capitalismo, vinculado a la segunda fase de la revolución industrial. La industrialización se extendió con distinta in­ tensidad por Europa, Estados Unidos y Japón, lo que se tradujo en la integración económica de todo el mundo en el sistema capitalista dominado por las grandes potencias industriales. Paralelamente, el predominio burgués era puesto en cuestión por la expansión del mo­ vimiento obrero, organizado política y sindicalmente, que tenía su mayor referente en la II Internacional. 3. El corto siglo XX El mundo contemporáneo de la primera posguerra presenta una mayor aceleración que la centuria precedente, sobre todo al hilo de determinadas transformaciones tecnológicas, de aplicación y exten­ sión cotidiana masivas. Por otro lado, la I Guerra Mundial y la crisis del 29 marcarán el derrumbe de los cimientos levantados durante el siglo XIX. Lo difícil será edificar sobre las ruinas anteriores. Dos in­ tentos, separados por la II Guerra Mundial, marcarán las dos fases principales en que se suele dividir este siglo corto de apenas ocho dé­ cadas de duración: el período de entreguerras (desde la revolución rusa hasta la caída del nazismo), que supone el final de la hegemonía europea en medio de una era de las catástrofes (parafraseando a Hobsbawm), y el denominado mundo actual (desde la última posgue­ rra hasta nuestros días), período en que se entremezclan la política interna y la internacional más estrechamente que nunca. a) El período de entreguerras (1914­1945) asiste al final de la hege­ monía europea, el alumbramiento de un sistema alternativo al capita­ lista (a raíz del triunfo en 1917 de la revolución bolchevique) y a un nuevo equilibrio de fuerzas a escala internacional, en un contexto plagado de tensiones y cambios profundos en las instituciones políti­ cas, la vida económica, la sociedad y la mentalidad de los pueblos.
5 En el ámbito político, conviven los sistemas democráticos (en retroceso) con los dictatoriales. Aunque el desmoronamiento de los imperios centrales y el progreso de las instituciones liberales en 1919 parecía augurar el triunfo de la democracia, sin embargo, ésta irá cediendo terreno a las dictaduras en las dos décadas siguientes, consolidándose los totalitarismos de corte fascista y comunista como nuevas realidades del XX. El declive del sistema parlamentario liberal se acompañará, desde el punto de vista de las relaciones internacionales, de la deca­ dencia de Europa como centro del poder mundial. Una Europa, por otra parte que, tras el fin de la I Guerra Mundial, asistirá al derrum­ bamiento del imperio alemán, la dislocación de Austria­Hungría y la parálisis de Rusia. A partir de entonces, Europa se dividió en tres sis­ temas de estados (dictadura del proletariado, dictadura fascista y democracia parlamentaria), que van a acabar alimentando descon­ fianzas, tensiones y conflictos que desembocarán en la II Guerra Mundial. El paralelismo entre la situación política y económica de Europa se evidenció en estos años: el estancamiento económico de posgue­ rra se correspondía con la Europa de Versalles; la economía optimista de mediados de la década del veinte iba de la mano de la Europa de Locarno; y con la gran depresión la situación internacional se compli­ ca y culmina con los virajes hacia la guerra. Pero más allá de los cambios coyunturales, en el ámbito socioeconómico se pudo apreciar un fuerte contraste entre la aceleración del progreso técnico respecto a la desaceleración de la economía; en consecuencia, sobre todo a raíz de la Gran Depresión, disminuyeron los flujos migratorios y el comercio mundial, lo que se reflejó en la interrupción de la mundiali­ zación de la economía. b) Desde 1945 hasta la actualidad se habla del mundo actual o tiem­ po presente. El mayor cambio en las relaciones internacionales de es­ ta segunda mitad del siglo XX es el abandono de la primacía interna­ cional de Europa, paralelamente a la elevación de los Estados Unidos y la Unión Soviética al rango de superpotencias, al frente, respecti­ vamente, de los bloques democrático­capitalista occidental, por un lado, y comunista oriental, por otro. En el primero de ellos, el con­ senso de posguerra facilitará la estabilidad de las estructuras econó­ micas y políticas a partir de la asunción de un modelo capitalista co­ rregido por un intervencionismo estatal que pone en marcha el Esta­ do del bienestar (welfare state) y la consolidación de la democracia representativa, tras admitir las reglas del juego democrático la mayo­ ría de las fuerzas políticas. La sociedad de masas, el Estado del bien­ estar, la democracia representativa y el crecimiento económico occi­ dentales competirán con la socialización de la propiedad y el monopo­ lio del partido comunista propios de los estados comunistas. Por dis­ tintas razones, en los años setenta el modelo de consenso occidental entró en crisis, mientras el comunista, inmune a las crisis ideológica y económica de su rival, parecía llevar la delantera en ese enfrenta­
6 miento directo y no bélico, denominado guerra fría que desde 1947 enfrentaba a los dos bloques. Sin embargo, el colapso económico y político y la imposibilidad de poner en práctica reformas capaces de solucionar los problemas manteniendo el sistema provocarán la caída del comunismo en Europa Central y Oriental en el tránsito de las dé­ cadas de los ochenta a los noventa. En consecuencia, la situación internacional de los noventa dejó de ser bipolar para emerger un nuevo orden mundial en el que la al­ ternativa de una dirección colegiada en los asuntos internacionales quedó descartada al asumir los Estados Unidos el papel de gendarme internacional, con las manos libres para intervenir –en ocasiones con la complicidad de la ONU y, desde luego, con el apoyo de la OTAN— en las zonas más conflictivas (Oriente Medio y los Balcanes). Mientras tanto, se había puesto en marcha, en un proceso lento pero imparable desde la década de los cincuenta, el proceso de cons­ trucción europea, empezando por la integración sectorial y apostando por la “pequeña Europa” que, tras su crecimiento y consolidación, es­ tá abierta en la actualidad a algunos países ex comunistas y camina – con tremendas dificultades— hacia un horizonte futuro de Estados Unidos de Europa. La construcción europea se acompañó de la renuncia –aunque no faltaron algunos intentos de resistencia y violencia en ocasiones— a su imperio colonial. Y es el fenómeno de la descolonización lo que resulta más trascendental en este período para autores como Barra­ clough, que lo caracterizan como el “síntoma más inequívoco del ad­ venimiento de una nueva era”. Como consecuencia nace el concepto Tercer Mundo (sinónimo de economías subdesarrolladas, dependencia económica, pobreza crónica y ausencia de libertades formales), y que, una vez desaparecido el sistema bipolar, tiende a cambiarse por el de países periféricos o del Sur (según la nueva dialéctica centro­ periferia, norte­sur). Es una muestra evidente de las desigualdades existentes en un planeta que, pese a todo, la transformación de las comunicaciones, la revolución informática y la primacía de la cultura de la imagen han transformado en una aldea global. Precisamente este adjetivo nos recuerda un contencioso clave en los inicios del siglo XXI, el binomio globalización/antiglobalizción, cuyo contenido, más allá de manifestaciones violentas de algunos sectores, no siempre responde al concepto definido; dicho de otra manera, la reducción de la globalización a lo económico contamina una palabra –en una traducción literal del inglés que en nuestro idio­ ma debiera haberse cambiado por mundialización— que debiera in­ cluir también, cuando menos, los ámbitos educativo, sanitario y de disfrute de derechos sociales. Pero el nuevo milenio que acabamos de comenzar plantea otros nuevos retos, como la preocupación ecologista, que denuncia los de­ sastres sobre la naturaleza que ha generado el desarrollo vivido en la contemporaneidad –cuyo epílogo ha sido el desastre reciente del Prestige— o los problemas derivados del fundamentalismo islámico,
7 que parecen estar provocando la articulación de un discurso de rear­ me desde Occidente –acrecentado por los recientes sucesos del 11 de septiembre, observados en directo por cientos de millones de espec­ tadores en todo el mundo— para hacer frente a lo que se percibe co­ mo el enemigo común. No menos importantes son los interrogantes que se abren en el terreno científico y ético acerca de las consecuen­ cias de la clonación y la manipulación genética o la definitiva erradi­ cación de pandemias como el SIDA, en el que la industria farmacéuti­ ca está efectuando progresos enormes pero cuyos tratamientos no pueden llegar a los países más pobres como otra más de las tremen­ das desigualdades a que están sometidos. Y llegamos así a 2005, habiendo recorrido aproximadamente doscientos cincuenta años de un proceso, encuadrado en lo que aún seguimos conociendo como edad contemporánea, de profundos cam­ bios y en el que la complejidad y multiplicidad de los procesos que han tenido lugar mientras tanto son fundamentales para comprender el presente y, llegado el caso, tener las bases para transformarlo.
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