UTILIDAD Y AVENIMIENTO DE LAS ACADEMIAS EN LA SOCIEDAD DEL SIGLO XXI. RESPUESTAS. Hoy se da una feliz circunstancia en el seno de las dos Academias que, sin tener su sede en la capital de la provincia -hecho que comúnmente sucede en la mayoría de estas Instituciones- mantienen este hermoso y singular acto de hermanamiento: La Real Academia de San Dionisio, de Ciencias, Artes y Letras, de Jerez de la Frontera, y La Real Academia de San Romualdo, de Ciencias, Letras y Artes, de San Fernando. Dos Academias de dos ciudades que, a su vez y desde siempre, han mantenido cordialísimas relaciones de amistad, cercanía de afectos y mutua admiración. Aunque, acaso, no dé esa impresión, lo cierto es que ambas ciudades han guardado cierta similitud en los tejidos sociales que han mantenido su supervivencia y sus indiscutibles carismas. Si bien, Jerez despegó económicamente merced a la heterogénea, rica y apasionante industria del vino y todo lo que de ella se deriva, La Isla de San Fernando lo hizo de la, también heterogénea y, en otros tiempos, boyante industria naval, llegada de la mano de la Armada Española, generadora del sobresaliente impulso que experimentó la ciudad. Lo cierto es que estas dos industrias, aunque sus actividades fueran absolutamente distintas, dieron origen, en ambos casos y presidida por la mezcolanza, a una sociedad distinguida, burguesa, artesanal o trabajadora, según los casos, las ocupaciones y los estamentos, como ocurre en todas aquellas actividades empresariales que se ven necesitadas de multitud de elementos complementarios que han de ser fabricados o servidos por, a su vez, otras industrias o comercios auxiliares que, igualmente, generan actividad y, por lo tanto, riqueza. Una sociedad que, tanto en Jerez como en San Fernando, encontraba sus capas sociales perfectamente delimitadas. En el primero de los casos, Jerez, por un lado, por las fortunas, las familias acomodadas, la aportación de capital extranjero y, por otro, por la ingente cantidad de actividades empresariales y artesanales a las que, de forma genérica, ya he hecho mención hace un momento. Y, en el segundo, San Fernando, por los empleos militares, los escalafones y los profesionales muy altamente cualificados que ejercían en las factorías y dependencias isleñas. Una sociedad asentada, de una u otra forma, en las llamadas en La Isla “catorce cosechas”, en clara alusión a la certeza de otras tantas pagas aseguradas en nómina a lo largo de todo el año. Nada, o muy poco, tenían que ver estos planteamientos sociales con los de otras localidades de la Bahía o, incluso, de la provincia de Cádiz. Todos sabemos de que estoy hablando. Terminada la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial, todo estaba por hacer o por rehacer, y San Fernando, a pesar de los exiguos recursos de post guerra, comenzó a vivir una de sus etapas más ricas y gloriosas. Por miles se contaban los trabajadores de la entonces Empresa Nacional Bazán, del Consejo Regulador, de la Fábrica de Artillería de San Carlos…, a lo que había que añadir todo un rosario de industrias auxiliares y de comercios que vivían al abrigo de cuantas necesidades, que eran muchas, originaba toda aquella incesante actividad. San Fernando dio trabajo, mucho trabajo, a habitantes de otras localidades de la provincia, de El Puerto, de Chiclana, de la Janda -entre ellos al padre de nuestro artista más universal, Camarón, que era de Conil y se estableció desde joven en San Fernando- y, también, a muchos jerezanos que optaron por desempeñar sus profesiones en la antigua Isla de León. Entre estos últimos estuvo mi padre, jerezano, como toda mi familia paterna, y al que recuerdo con grandísimo cariño y añoranza, pues murió cuando yo tenía sólo 18 años. A su memoria y en su tierra, dedico hoy esta intervención. La comunicación Jerez-San Fernando, San Fernando-Jerez siempre fue entrañable, fluida, se dieron cientos de matrimonios entre isleñas y jerezanos. Podemos decir, que La Isla siempre miró hacia Jerez con cariño, admiración y asombro, por su belleza, su señorío, sus artistas, su tronío y su fino paladar a la hora de exteriorizar sus actividades, sus fiestas y sus iniciativas culturales. Hubo un tren regular, “el corto de Jerez”, que unía Cádiz con esta tierra. Aquí moría. Era un tren muy modesto, que para cubrir tan escaso trayecto tardaba dos horas y que, una vez llegaba a El Portal, era necesario colocarle otra locomotora tras el furgón de cola, con el fin de que ayudara al doméstico convoy a subir la empinada cuesta, antesala de la hermosura que es la singular estación de Jerez. Tren de asientos de madera, -“es peligroso asomarse al exterior”- canastos de caña, hueveras de alambre, uniformes de marinero, -“prohibido escupir”- talegas de lona, algún animal de corral enclaustrado… Eran muchas las parejas isleñas que realizaban su viaje de novios a Jerez, aunque ahora cueste trabajo creerlo. Hacerlo a Sevilla eran ya palabras mayores, y Madrid estaba reservado a contadísimos privilegiados. Les cuento -más bien les recuerdo a ustedes todo esto- para situarles en la estrecha relación que, de un modo u otro, siempre hubo entre San Fernando y Jerez, aún hoy existente y que yo -isleño con denominación de origen del barrio de la Pastora- personalmente mantengo, con orgullo y vanagloria, como pueden dar fe de ello todos los que bien me conocen. Es más, una buena parte de los personajes de mis novelas están inspirados en el Jerez de pasadas décadas, en sus gentes, en sus calles y lugares, en sus formas de actuar ante la vida… Sin duda, nacer y habitar este entorno geográfico es una prerrogativa que nos ha concedido Dios. La influencia de esta afortunada circunstancia es muy palpable en los creadores: los poetas, los narradores…, el contraste visual, sensitivo, entre los verdores de la campiña jerezana, el labrantío de la albariza, las líneas ondulantes de su paisaje bucólico y, por otro lado, el blanco espumoso y reventón del mar, con la línea continua perfectamente trazada de su horizonte, predisponen un único estado de ánimo proclive a la más fina imaginación creativa. El estudio de la conducta social de jerezanos e isleños, es decir, de la antropología cultural de ambas ciudades, necesitaría una conferencia monográfica, pero este no es el caso. Sí lo es que digamos que ambas sociedades transcurrieron de forma paralela porque, jamás sus destinos se encontraron en lo que a actividades laborales e industriales se refiere, pero sí resultó muy semejante el modelo, podríamos decir el troquel, donde toman forma los rasgos de las conductas sociales de ambas localidades andaluzas. Una vez situados en el tejido de estas dos sociedades, tan diferentes en su esencia y, a su vez, tan semejantes en los establecimientos de sistemas sociales, hemos de convenir que nos hallamos ante dos ciudadanías señoras, generalmente acomodadas o, por lo menos, aceptablemente estructuradas económicamente en aquellos tiempos a los que estamos haciendo referencia. Estas características, podemos afirmar que singulares dentro del contexto de la Bahía e incluso de la provincia de Cádiz, van a permitir una sobresaliente diferenciación de Jerez y de San Fernando con respecto a otras localidades del entorno e incluso de otras provincias limítrofes. Surgirán en ambas diferentes movimientos asociativos, inquietudes artísticas, creaciones y círculos literarios, gusto por el teatro, por el género lírico, por el flamenco, por las exaltaciones y recitales poéticos, por cultivar los valores que les eran propios, desde los urbanísticos y monumentales hasta los más arraigados en atávicas tradiciones… En Jerez, no faltaban para ello entusiastas mecenazgos, generosos patrocinadores, que se enorgullecían de cultivar las iniciativas de sus creadores; en La Isla, resultó decisivo el concurso de los marinos ilustrados, de los muchos universitarios isleños, del Observatorio de Marina con su afán y ejemplo investigador, y de la capacidad para las artes -desde la literatura hasta la pintura- que siempre fue santo y seña de los isleños. Es en esos años -mediados del siglo XX- cuando, en este ambiente y condiciones descritas, se gesta la creación de la Academia de San Dionisio, en Jerez, retomando otras instituciones de tiempos pretéritos, y la de la Academia de San Romualdo, en San Fernando, partiendo de nueva creación y en cuyo seno se integran originariamente, en gran medida, marinos y escritores. Ambas, con el paso del tiempo llegarían a ser Reales Academias. Origen y breve trayectoria No nos vamos a remontar a los tiempos de Platón, cuando el autor de “La República” enseñaba en el jardín de Akademos su filosofía y método de la dialéctica “a través de una pedagogía liberal y viva”, que este último aspecto sí nos interesa comenzar a subrayar y por eso lo recordamos ahora. Dando un gran salto en el tiempo tendríamos que situarnos entre los años 768 y 814 para toparnos con una de las más grandes figuras de la Edad Media, protector de las letras y creador de numerosas escuelas: Carlomagno. En su reinado surge la escuela palatina, libre de pensamiento y de hecho, con la que guardan cierta semejanza las academias de hoy día. Pero lo cierto es que las Academias, conforme al modelo más cercano al que conocemos en la actualidad, no surgen hasta el siglo XIV en Italia -durante el siglo XVI en ese país la vanguardia filosófica y literaria eran las academias-, el XVII en Francia y el XVIII en España. Felipe V funda la primera de ellas: La Academia de la Lengua, que pasa a llamarse automáticamente Española por ser la más antigua. También en el reinado de Felipe V sería creada, entre otras, la de la Historia y, bajo el amparo de la corona y a lo largo del tiempo, irían siendo creadas distintas academias, dándose el caso de que la Constitución de 1876 contemplaba en su artículo 20 la concesión a estas academias del derecho a elegir cada una de ellas un Senador, como las Universidades y Sociedades Económicas. Se han dado casos curiosos, como el de la denominada Academia de los Nocturnos, fundada en Valencia por el noble erudito Bernardo Catalán en 1591 y en la que eran tratados asuntos relacionados con la poesía. Tendría una trayectoria incierta y en 1616 resurge con el nombre de Los montañeses del Parnaso, perdiéndose ahí su pista. Las ciencias y las tecnologías modernas o bien las inquietudes religiosas dieron origen en el siglo pasado a la creación de academias de determinadas características, como la Academia Internacional de Astronáutica, creada en París en 1960. O la Academia Mariana Internacional, fundada en 1946 por el franciscano Carlos Balic; el papa Juan XXIII le otorgó el título de Academia Pontificia y tiene por objeto promover los estudios científicos relacionados con la Virgen. Señalemos, también, que a partir del siglo XVIII se fueron creando Reales Academias y Academias con un ámbito territorial limitado, provincial o regional. Siempre con el espíritu de independencia y libertad que desde sus inicios las caracterizaron, tal como hemos ido señalando e intencionadamente reiterando. Y esas vinieron a ser las referencias empleadas a la hora de crear nuestras dos academias. La Real de San Dionisio y la Real de San Romualdo. Y otras en toda España. Y en ese espejo, donde es reflejada la libertad y la independencia -condiciones indispensables para todo intelectual- son cultivadas la investigación, el arte, la literatura, el conocimiento en suma, y su expansión. En ese espejo, decía, se miran las academias en su actual trayectoria, sendero del que jamás se deben apartar. Sendero que -les va en ello su existencia- jamás deben abandonar bajo ningún concepto político, bajo ninguna presión social, bajo ningún chantaje o tentación económica, bajo ninguna tentativa de control merced al trueque de un mezquino mercadeo o bajo el pretendido y enmascarado dominio de otras instituciones, muy prestigiosas todas ellas, pero que deben de dedicarse a las labores que ya tienen bien encomendadas y que en ningún aspecto guardan o deben guardar relación con las que, en libertad e independencia, en libertad e independencia, insisto, les son propias a las Academias. Y así, hemos llegado vivas -las academias- al siglo XXI. A la sociedad del siglo XXI. Que nada tiene que ver con aquella otra sociedad donde estaban auspiciadas por reyes o reinas, o con aquella otra en la que surgían bajo la inercia del movimiento cultural europeo del siglo XVIII caracterizado por una gran confianza en la razón y la difusión del saber, es decir, por la Ilustración; o por aquella otra sociedad de posguerra de mediados del siglo XX. Es más, ha alcanzado tal grado de evolución todo cuantos nos rodea, que, incluso, determinados criterios y convicciones valederas hace muy pocos años, ya no tienen vigencia o, todo lo más, sólo sirven de sostén anímico a nostálgicos y soñadores. Tanto personal como corporativamente, no resulta fácil evitar estar a merced de esta marea que nos ha tocado vivir y que es azotada por los vientos del escándalo, de una crisis cuyo origen no responde a causas coyunturales sino estructurales; donde asistimos a un agitado ejercicio de destrucción que, como siempre, va mucho más rápida que la línea constructiva; una sociedad cada vez más fragmentada y montaraz que tiende a desembocar en una extraña amalgama de muy difícil definición, y de la que, como primera providencia, todo el mundo parece desconfiar: Aún no hace dos años que un grupo de ciento veinte teólogos, párrocos y sacerdotes de Madrid denunciaban la involución de la jerarquía eclesiástica y “su silencio clamoroso” ante la crisis económica. La Asociación Cultural Karl Rahner denuncia que “se salva a los bancos, pero no a las personas”. Predomina no solo la usura económica sino, también, la usura del poder. Al ciudadano le envenena tener conocimiento a través de los medios de comunicación, del sin fin de privilegios económicos e injustas prebendas que disfrutan o van a disfrutar determinados sujetos del mundo de las finanzas o de la política mientras a Cáritas o a los comedores sociales cada vez les cuadran menos las cuentas. Otros, que se podían contar por miles hace ahora un mes, clamaban por un cambio en el sistema, aunque no un cambio que rompa con todo, pero de eso a una pre-revolución sólo hay un paso. Así hemos desembocado en esta sociedad cada vez más descerebrada que hemos creado o permitido que sea creada, en la que nadie parece estar contento, llegándose hasta extremos tan disparatados que, en plenísima situación de pobreza y de crisis, se le toleran y se les ríen las gracias a confesos estafadores del dinero de todos los españoles, cuando van paseándose por las cadenas de televisión poniendo la mano y continuando así su trayectoria en la filibustería social; que diferencia con la justicia de determinados países en los que, con independencia del alto cargo que se ocupe, las penas se imponen de forma implacable ofreciendo, de esa forma, una confiada garantía a los ciudadanos. El techo del llamado “Estado del bienestar” cada vez se encuentra más apuntalado. No es arbitrario afirmar con rotundidad que si no fuera por la impagable labor social que están realizando las entidades de la Iglesia católica al Gobierno de España se le presentarían de frente muy serios problemas para sacar adelante a millones de familias hundidas en la penuria reinante. Cada vez es más estrecho el resquicio que nos queda para ver la luz. Como todos sabemos, en España el nivel cultural es bajo y va a peor. Ante algunos argumentos y pretendidas razones que llegan hasta nuestros oídos, acaso, da la impresión de que existen sorprendentes dominadores de los palíndromos y que dan lectura, al mismo mensaje, de izquierda a derecha o de derecha a izquierda, según la conveniencia puntual del momento. Para todo amante de la libertad y muy especialmente para las Academias, la cultura y su revelación -ahora más que nuncaes nuestra grave responsabilidad, porque la cultura enseña a un pueblo como debe actuar. El presidente de la Fundación Ortega y Gasset, Antonio Garriges afirma: “Lo que un pueblo descubre a través de la cultura no es solamente lo que tiene que saber, sino también lo que tiene que hacer”. Bien sabe Dios que este breve análisis social está exento por mi parte de cualquier atisbo de sentimiento contemplado desde el punto de vista pacato o desde una irreprimible intención de ponerlo todo en cuarentena, sino desde razonamientos tan simples como la moral, la justicia y la lógica. Tal vez, en este empeño, no haya podido evitar mi antigua condición periodística y de director de medios de comunicación, actividad que otorga una perspectiva notablemente diáfana de todo aquello que puntualmente te rodea y que tanto te aproxima a lo voluble que es la condición humana, sobre todo cuando impera el conformismo y la docilidad. Ante esta mala salud social que nos ha tocado vivir, podemos optar por el pensamiento alentador que Julián Marías hacía público en ABC en mayo de 1996: “Tengo avidez de todo lo que permite esperar con alguna confianza lo que podemos hacer y ser, en medio de dificultades que sólo deberían ser un estímulo y no un motivo de desaliento”. O, en sentido opuesto, recordar el pensamiento del escritor, académico, catedrático y sociólogo Francisco Ayala, quien refiriéndose a si la sociología ha podido jugar algún papel de prevención, asegura que “la sociología empezó con muchas expectativas y quedó frustrada. Se pensó que buscaría soluciones y las encontraría en bien del conocimiento, pero se ha reducido a estadísticas, sin base intelectual”. Estoy convencido de que, desde su libertad e independencia política, desde su aconfesionalidad la mayoría de ellas, a las academias les ha llegado el momento de pasar abiertamente a la opinión. No sólo a la instrucción, a la divulgación, sino a la opinión generalizada. Porque si ésta se nos solicita cuando se trata de preservar los valores monumentales, o la pureza histórica, o el equilibrio científico o el asesoramiento en todo aquello que pudiera alterar el patrimonio español, cuánto más cuando de lo que se trata es de evitar que nuestra cultura, nuestra civilización cristiana -otro asunto es la fe-, nuestra civilización occidental, comience a tambalearse. Y siempre desde la voluntad de hacer acopio y luego difundir todo lo valioso, positivo y esperanzador que venga a fomentar la convivencia y la concordia y, si es posible, hacerla germinar. Nosotros tenemos el poder de la palabra. El inmenso poder de la palabra. De ahí los, de momento, disimulados intentos de controlarla. Pero, las academias no deben, no pueden, vivir de espaldas a la preocupante realidad social que las rodea. Lo digo desde el más pleno de los convencimientos. Es más, abundando en lo dispuesto en 2010 por el Ministerio de Educación en lo que respecta a la regulación del Instituto de España y que es expresado en estos términos: “En la época actual, tanto o más que en los siglos pasados, esos valores de excelencia e independencia justifican que las Reales Academias, que se hallan bajo el Alto Patronazgo de Su Majestad el Rey, tal como establece el articulo 62.j de la Constitución, sigan siendo centros de pensamiento, de cultura y de investigación avanzada, libre y sosegada, que aporten luz sobre los complejos problemas de nuestro tiempo”. ¡Cuánta luz hace falta aportar a los complejos problemas de nuestro tiempo! Desde San Romualdo, cada vez con mayor frecuencia, orientamos nuestros actos contemplando que tras la exposición se establezca un coloquio, un turno de preguntas a los señores conferenciantes donde, naturalmente, tiene cabida la controversia, a veces planteada a viva voz, otras, nos consta, de forma meditada o como fuente de inevitables interrogantes reservados tácitamente. Es, señoras y señores, el tiempo de la información, de la divulgación -como siempre- pero, también, el de recuperar el importantísimo de la opinión. No somos, no debemos ser, instituciones herméticas. Las academias constituyen el emblema cultural de aquella ciudad donde radican. Y cada vez han de estar más cercanas, más intercaladas en el tejido social, no son tiempos de encastillamientos. Ahora, eso sí, sin perder la esencia de sus raíces, su rigor, su distinción, e incluso su reglamentado y protocolario ceremonial, porque en ningún caso están reñidos y porque en estos momentos de tosquedad y envilecimiento se erigen en forma muy válida y orientadora de cómo, en determinados momentos, han de hacerse las cosas. No quiero terminar sin hacer mención a los medios de comunicación -algunos, hoy día, tan desprestigiados- y a la grave responsabilidad que tienen adquirida en estos tiempos. Aún está en nuestro recuerdo, cómo no, el extraordinario y fundamental papel que todos ellos desempeñaron en nuestra transición democrática. Entonces acertaron de pleno, dieron en el centro de la diana, y con total justicia así se lo ha reconocido ya la Historia. Han pasado ya más de tres décadas y todo ha cambiado. Tal vez, nos encontremos ante el momento en el que, como cauce de manifestación de una opinión pública libre dentro del pluralismo de un Estado democrático y social de Derecho, se vean abocados a realizar un profundo análisis sobre qué actitudes de compromiso, garantía y principios éticos y deontológico deben ser repasados y refrendados de cara a lo que, responsablemente, ha de ser ofrecido a la sociedad en estos tiempos. Entrar en los intereses del empresariado de los medios de comunicación o de las consignas políticas -de la banca en definitiva- sería llevar esta licencia de divagación a campos extensísimos. Decía divagación -que no me he podido reprimir- porque, en realidad lo que quería subrayar era que las academias hemos de estar presentes en los medios escritos y audiovisuales cuanto más mejor y, de ningún modo, descuidar esa importantísima parcela. Sin mención en los medios, teóricamente, no existimos. Comentarios: - Nuestro caso. telespectadores. Previas. Televisiones. Miles de Nuevas tecnologías. Página. Lanzo una idea de cara al futuro en el que las academias pueden tener su propio medio de comunicación con la periodicidad que sea estimada y en el que escribirían los académicos. Lo que estamos llevando a cabo esta noche es el camino: la unión. Este acto de hermanamiento entre nuestras academias constituye todo un ejemplo. Termino ya expresando mi gratitud a la Real Academia de San Dionisio de Ciencias, Artes y Letras, de Jerez de la Frontera, a su Presidente Excmo. Sr. D. Joaquín Ortiz Tardío y a todos los académicos por este solemne y entrañable acto de hermanamiento con nuestra Academia de San Romualdo, así como por concederme el altísimo honor de recibirme como académico correspondiente en el seno de esta Real Institución Académica. Se cumple así, con creces y sobresaliente generosidad aquello que desearon nuestros distinguidos y excelentes antecesores, llevado a cabo por estas ilustrísimas señoras e ilustrísimos señores que hoy nos abren las señeras puertas de su casa. Muchas gracias. He dicho.