Análisis de las Prácticas Sociales Genocidas Cátedra: Feierstein Alumna: Carolina Montera DNI: 30.211.573 Correo electrónico: [email protected] Período de cursada: 1º cuatrimestre de 2006 ¿DERECHO A LA VERDAD O VERDAD DEL DERECHO? El juicio a las Juntas Militares y la realización simbólica del genocidio en Argentina 2 Índice Resumen..................................................................................................................................................................................4 Introducción...........................................................................................................................................................................5 La construcción de la memoria colectiva: luchas, escenarios y olvidos en la (re)presentación del pasado reciente....................................................................................................................................................................7 ¿Cómo se llegó a enjuiciar a las Juntas Militares? .....................................................................................................9 La justicia en marcha .......................................................................................................................................................19 Las declaraciones de los testigos.......................................................................................................20 La acusación de la fiscalía .................................................................................................................23 Los alegatos de las defensas..............................................................................................................27 El veredicto de la justicia..................................................................................................................33 A modo de síntesis.............................................................................................................................38 El derecho como productor de verdad .......................................................................................................................40 Anexo .....................................................................................................................................................................................42 Bibliografía ...........................................................................................................................................................................43 3 Resumen Las prácticas sociales genocidas constituyen una tecnología de poder, a través de la cual se destruyen, construyen y reorganizan las relaciones sociales. Este objetivo no culmina con la desaparición material de un grupo humano. Su realización se efectúa en el plano ideológico, en los modos de (re)presentar y narrar la experiencia de aniquilamiento. En este sentido, resulta necesario reflexionar sobre esas formas de evocación del pasado para poner en evidencia las estructuras simbólicas que dificultan el desarrollo de lazos cooperativos y autónomos, aún tiempo después de finalizado el régimen de exterminio. En el caso de nuestro país, la interpretación y explicación del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, estuvo fuertemente ligada al paradigma jurídico; especialmente al juicio a las Juntas Militares. En este sentido, el presente trabajo propone examinar la relación entre dicho juicio y los modos de realización simbólica de la última dictadura militar, a través del análisis de los discursos pronunciados en la sala de audiencias por la fiscalía, abogados defensores y magistrados. Como resultado, se espera mostrar que este proceso judicial no fue ajeno a la construcción social de nuestra memoria colectiva, una memoria que supo olvidar el entramado de complicidades que permitió el horror. 4 “Si hay que creer en la memoria social tal como ha sido expuesta y reconvertida hacia atrás, en el fin de la dictadura, sus apoyos habrían sido tan mínimos que no es posible entender cómo pudo instalarse y mantenerse como lo hizo, con relativa facilidad” (Vezzetti, 2003: 48) Introducción El pasaje de una sociedad caracterizada por vínculos solidarios hacia otra, donde predomina la heteronomía y el individualismo es un proceso complejo que requiere la confluencia de diversas etapas simbólico-materiales. Para describir este proceso resulta insuficiente utilizar el concepto de genocidio, tal como aparece en la Convención para la Sanción y Prevención del Delito de Genocidio de las Naciones Unidas. Más bien, debemos hablar de práctica social genocida, es decir, de una “…tecnología de poder cuyo objetivo radica en la destrucción de las relaciones sociales de autonomía y cooperación y de la identidad de una sociedad, por medio del aniquilamiento de una fracción relevante (sea por su número o por los efectos de sus prácticas) de dicha sociedad, y del uso del terror producto del aniquilamiento para el establecimiento de nuevas relaciones sociales y modelos identitarios” (Feierstein en AA. VV., 2008). Desde esta perspectiva, el exterminio físico de un grupo humano constituye un elemento central pero limitado para explicar la reorganización de relaciones sociales. A entender de Feierstein (2007), las prácticas genocidas comprenden seis momentos, cuyo desarrollo no se presenta de forma sucesiva o lineal, sino como una estructuración conceptual que superpone acciones de diverso orden. El primer momento se caracteriza por la construcción de una otredad negativa. Aquí, el poder procesa la diversidad económica, social o cultural en términos de peligrosidad y así conforma dos campos antagónicos: nosotros y ellos. Simbólicamente, estos sujetos no sólo portan atributos distintos a los nuestros, sino que su misma existencia pone en riesgo nuestro bienestar, de modo que su exterminio nos permite vivir, nos asegura una vida más sana y más pura (Foucault, 1996b). Esta exclusión no se ejerce únicamente en el plano ideológico. A través de acciones físicas y legales se intenta apartarlos del mundo normalizado, limitar sus prácticas, pautas los espacios por los que transitan y, fundamentalmente, quebrar sus lazos con el conjunto de la sociedad. Este pasaje del plano simbólico al material se conoce como hostigamiento y, aislamiento de la fracción negativizada. Sobreviene luego su debilitamiento sistemático, esto es, el deterioro físico y psíquico de las condiciones de vida. Esta etapa tiene como objetivo distinguir entre aquellos 5 sujetos que deben ser aniquilados y aquellos que pueden serlo en pos de las circunstancias políticas, sociales y económicas reinantes. Como resultado, algunas víctimas terminan asumiendo los valores de los perpetradores, mientras que otras son nuevamente sometidas a un proceso de alterización, hostigamiento, aislamiento y debilitamiento. Cuando las condiciones están dadas, se procede a su aniquilamiento material. Cabe destacar que los efectos de éste no se circunscriben a los cuerpos asesinados. De hecho, a través del exterminio, el poder hace sentirse sobre todos los sujetos, mostrándoles las consecuencias que tiene el desarrollo autónomo de la personalidad. Contrariamente a lo que suele pensarse, las prácticas genocidas no culminan con el aniquilamiento material de una fracción del cuerpo social. Su realización se efectúa en el plano ideológico, en los modos de (re)presentar y narrar la experiencia traumática que clausuran las relaciones sociales que encarnaban los sujetos asesinados. Como veremos, esta clausura se logra mediante tres mecanismos centrales: la negación de la identidad de las víctimas, la transferencia de la culpa y, el horror y paralización de la sociedad. En este sentido, resulta necesario reflexionar sobre las formas de evocación del pasado de las sociedades pos-genocidas para poner en evidencia aquellas estructuras simbólicas que obturan la comprensión de la experiencia y, por ende, impiden prevenir su reiteración. En el caso de nuestro país, la interpretación del genocidio, bien autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, estuvo fuertemente vinculada al paradigma jurídico y la escena de la ley; principalmente, al juicio a las Juntas Militares. En efecto, durante la transición democrática, uno de los núcleos propiamente formadores de la memoria colectiva fue el enjuiciamiento a las ex comandantes (Vezzetti, 2003). Allí, no sólo quedó condensado el derrocamiento simbólico del pasado de violencia política, sino también las significaciones de la nueva etapa que comenzaba. En otras palabras, el juicio constituyó el mayor símbolo de la transición, el «mito fundador» de la naciente democracia. Por ello, a lo largo de las páginas que siguen, intentaré analizar qué implicaciones tuvo en los modos de realización simbólica de la dictadura. Cabe destacar que muchos de los sentidos allí construidos, legitimados y difundidos han ido cambiado a la luz de nuevos acontecimientos políticos y legales como, por ejemplo, las leyes de Obediencia debida y Punto final, los indultos, la apertura de causas por la sustracción de menores o los más recientes «juicios de la verdad». Sin embargo, el juicio a las Juntas Militares sigue constituyendo un polo de referencia ineludible y cualquier visión posterior sobre el pasado ha de tenerlo necesariamente como interlocutor. Las memorias que se construyeron y reconstruyeron luego del juicio debieron hacerlo en apoyo, oposición o contradicción con la verdad demostrada allí.” (Feld, 2002). 6 El análisis que aquí presento no agota, por supuesto, la riqueza de estas cuestiones. Con todo, espero que resulte suficiente para mostrar que el juicio a las Juntas Militares no resultó ajeno a la construcción de nuestra memoria social, una memoria que ha olvidado los apoyos y complicidades que posibilitaron el horror. La construcción de la memoria colectiva: luchas, escenarios y olvidos en la (re)presentación del pasado reciente Los modos de narrar y (re)presentar las experiencias de aniquilamiento implican un práctica social concreta, un «trabajo de la memoria» como gustan llamar algunos autores (Vezzetti, 2001a; 2003). Lo que hoy aparece bajo la forma de recuerdo no es más que el punto de llegada de una sucesión de opciones que han ido prefigurando una versión particular de los hechos. No podría ser de otro modo, puesto que la rememoración de todos los acontecimientos y emociones vividas constituye una tarea insostenible. Como afirma Nietzsche: “…es posible vivir casi sin recuerdos, y de vivir felices, como lo demuestran los animales, pero es imposible vivir sin olvidar.” (en Feld, 2002: XI). De hecho, la hipermnesia es un estado insoportable. Basta recordar la historia del memorioso Ireneo Funes para reconocer cuán necesario se torna el olvido. Si admitimos que la memoria siempre es selectiva, cabe preguntarse por qué algunos rasgos son conservados y otros marginados. Contrariamente a lo que pudiera pensarse, la selección y elaboración del pasado no es azarosa, sino que depende estrechamente de las necesidades de los grupos sociales y sus expectativas hacia el futuro. “El pasado ya pasó, es algo de-terminado, no puede ser cambiado. El futuro, por el contrario, es abierto, incierto, indeterminado. Lo que puede cambiar es el sentido de ese pasado, sujeto a reinterpretaciones ancladas en la intencionalidad y en las expectativas hacia ese futuro.” (Jelin, 2002: 39). En el caso de nuestro país, la (re)presentación de ese oprobioso pasado de violencia política estuvo visiblemente orientada hacia las perspectivas que la vida democrática abría, de modo que durante la transición las disputas y conflictos no estuvieron ausentes de la escena nacional. Estas disputas no se redujeron a la simple oposición entre memoria y olvido, sino que más bien primó la lucha entre diversas memorias que buscaban legitimarse como verídicas. Vemos, así, que no existe una única memoria. En realidad, hay tantas como grupos sociales, los cuales entran en conflicto por imponer su propia visión. (Halbwachs, 2004a). En efecto, cada grupo recuerda únicamente algunos acontecimientos, aquellos que considera necesarios para dotar de sentido al pasado y que tal vez otros olvidan por 7 completo. Asimismo, cada grupo intenta trasmitir, e incluso imponer, su propia narrativa para que sea aceptada por la sociedad en su conjunto. Por eso, es interesante estudiar los procesos de conformación de la memoria colectiva: qué actores participan, cuál es su vinculación con el pasado, con quiénes confrontan o dialogan. (Jelin, 2002) Los cambios de régimen político constituyen un escenario privilegiado para observar estos procesos de confrontación y disputa entre actores con experiencias y expectativas políticas diferentes. Estos actores no sólo sostienen una visión particular del pasado, sino también un programa concreto −aunque muchas veces implícito− de tratamiento del mismo (Jelin, 2002). Por ejemplo, durante la transición democrática, el juicio a las Juntas Militares fue interpretado por algunos como un suceso inédito de justicia retroactiva y preventiva, por otros como una buena intención ética pero insuficiente para compensar las vejaciones tanto tiempo soportadas, en tanto no faltó quienes lo consideraron ilegítimo y una forma de revancha contra las FF.AA. Ahora bien, la construcción de la memoria no sólo requiere de actores sino también de soportes materiales específicos. Los «marcos sociales» de Halbwachs (2004b) o los «lugares de la memoria» de Nora (1996-1998) muestran esta dimensión del fenómeno. A través de dichos conceptos, ambos autores ponen en evidencia que la memoria se basa en imágenes ancladas en el tiempo y en el espacio, que toda evocación está marcada por un momento y un sitio precisos. En este sentido, observan que ciertos lugares tienen la propiedad de suspender el tiempo, impedir el olvido e inmortalizar el pasado aunque, claro está, los sentidos allí conservados puedan modificarse con el transcurso de los años y aparecer otros en virtud de nuevas relaciones sociales. Similarmente, Feld sostiene que cualquier evocación precisa de escenarios, donde una presentación y un discurso sobre el pasado sean posibles. El análisis de estos «escenarios de la memoria» implica tener en cuenta, al menos, tres dimensiones: “…una dimensión narrativa (el contar una historia), en la que importa quién cuenta el relato, cómo y para quién; una dimensión espectacular (una puesta en escena), en la que importan los lenguajes y los elementos usados en la escenificación; y una dimensión veritativa (la producción de una verdad), en la que importa qué tipo de verdad sobre el pasado se construye y en lucha con qué otras verdades.” (2002: 5). En mi opinión, también existe una dimensión ritual, donde interesa considerar los efectos que se producen sobre la sociedad en su conjunto. Sabemos que los ritos tienen por función mantener vivas las creencias colectivas y, con ello, fortalecer los lazos de pertenencia y cohesión de los grupos sociales (Durkheim, 1989). En este sentido, el juicio a las Juntas Militares, en tanto símbolo de la refundación de la democracia, no sólo sirvió para afianzar el 8 recientemente recuperado estado de derecho, sino también para (re)ligar a los sujetos en términos de ciudadanos. Empero, no me interesará analizar tanto esta dimensión como los aspectos narrativos y veritativos que tuvo el juicio a las Juntas Militares1. Para ello, recorreré los argumentos centrales de la fiscalía, las defensas y los jueces a fin de mostrar las diversas historias que ellos contaron. En otras palabras, intentaré analizar el proceso judicial como un «escenario de la memoria», donde diversos actores enunciaron relatos antagónicos sobre nuestro pasado reciente. Relatos que, al realzar algunos hechos y obturar otros, dotaron a la historia de un sentido específico. Relatos con pretensión de verdad. Relatos que proponían un explícito programa de tratamiento del pasado. ¿Cómo se llegó a enjuiciar a las Juntas Militares? Narrar los sucesivos acontecimientos que desembocaron en el juicio a las Juntas Militares implica, cuanto menos, establecer un punto de partida. La dificultad reside en que éste no se presenta de forma evidente o unívoca, sino profundamente ligado al narrador de los acontecimientos. Por ello, el inicio de este relato –como cualquier otropone en evidencia la necesaria arbitrariedad de toda reseña histórica. La crónica que aquí se cuenta comienza el 28 de abril de 1983, cuando las Juntas Militares dieron a conocer el “Acta Institucional” y el llamado “Documento Final sobre la guerra contra la subversión y el terrorismo”. A través de la primera, declararon que todas las operaciones contra las organizaciones guerrilleras llevadas a cabo por las fuerzas de seguridad, policiales y penitenciarias debían ser consideradas como actos de servicio. Asimismo, en el “Documento Final” establecieron su posición respecto a las violaciones de derechos humanos y el programa político y legal que debía adoptarse frente a las mismas, tal como queda en evidencia en algunos de sus párrafos más destacados: Esta síntesis histórica de un doloroso pasado todavía cercano quiere ser un mensaje de fe y reconocimiento a la lucha por la libertad, por la justicia y por el derecho a la vida. Ha llegado el momento de que encaremos el futuro; será necesario mitigar las heridas que toda guerra produce, afrontar con espíritu cristiano la etapa que se inicia y mirar hacia el mañana con sincera humildad. (p.1) En este marco, casi apocalíptico, se cometieron errores que, como sucede en todo conflicto bélico, pudieron traspasar, a veces, los límites del respeto de los derechos humanos fundamentales, y que quedan sujetos al juicio de Dios en cada conciencia y a la comprensión de los hombres. (p.9) 1 Para un análisis de la dimensión espectacular, véase el trabajo de Kaufman (1991) 9 En consecuencia, debe quedar definitivamente claro que quienes figuran en nóminas de desaparecidos y que no se encuentran exiliados o en la clandestinidad, a los efectos jurídicos y administrativos se consideran muertos, aún cuando no pueda precisarse hasta el momento la causa y oportunidad del eventual deceso, ni la ubicación de sus sepulturas. (p.13) Al igual que las primeras visiones de los perpetradores, tal como aparecen en las obras de Vilas o Camps, la Junta Militar afirma haber librado una guerra antisubversiva con el objeto de (re)instaurar los valores cristianos y occidentales en nuestro país. Pero, a diferencia de aquéllas, la ilegalidad y crueldad de la lucha ya no se destacan como elementos necesarios para la derrota del enemigo, sino que aparecen como «excesos» o «errores» propios del enfrentamiento bélico (Feierstein, 2007). Frente a esto, no sólo se reafirma la invalorable tarea realizada por las FF.AA. en aras de la paz y la justicia nacional, sino que además se propone dejar en manos de Dios y de la historia la valoración de dichos actos. Meses más tarde, esta misma postura será ratificada con la promulgación de la ley Nº 22.924, conocida como “Ley de Autoamnistía”, a través de la cual se garantizaba la absolución de todos los hechos penales cometidos desde el 25 de mayo de 1973 hasta el 17 de junio de 1982, “…realizados en ocasión o con motivo del desarrollo de acciones dirigidas a prevenir, conjurar o poner fin a las referidas actividades terroristas o subversivas, cualquiera hubiera sido su naturaleza o el bien jurídico lesionado”. Asimismo, la impunidad de los actos quedaba asegurada por el decreto Nº 2726/83, en el que se ordenaba la incineración de todo documento oficial referido a la represión militar. Tanto el “Documento Final” como la “Ley de Autoamnistía” constituyen un ejemplo palmario de lo que decíamos líneas arriba, esto es, que la interpretación del pasado no es independiente de las perspectivas hacia el futuro. Así, pues, ante la inminente transición democrática y posible apertura de causas judiciales por violación de los derechos humanos, las FF.AA. se vieron en la necesidad de justificar su accionar represivo, de suerte que éste fue presentado como una consecuencia inevitable del «acto de servicio» realizado y, por lo tanto, quedaba fuera de sanción alguna. Cabe destacar que esta visión no sólo fue sostenida por los militares, sino también por amplios sectores de la sociedad civil. A modo de ejemplo, valga la siguiente carta, publicada por La Prensa el 25 de abril de 1984: 10 La acción contra la guerrilla Señor Director: Manifiesto mi profundo rechazo a las declaraciones formuladas por la titular de las “Madres de Plaza de Mayo”, aparecidas en “La Prensa” del 16 del corriente, y en las cuales, al referirse al ex presidente Jorge R. Videla, lo señaló como “asesino” y manifestó que “las Fuerzas Armadas no pueden reclamar el honor de la victoria en la lucha antisubversiva”. Como joven estoy profundamente orgulloso con la acción de nuestras instituciones armadas, que terminaron con el tremendo flagelo subversivo que asolaba todos los rincones del país. Tampoco puedo olvidar que la inmensa mayoría de los argentinos reclamaba el concurso de las Fuerzas Armadas a fin de terminar con los elementos subversivos, sin oponer reparos a los medios conducentes a ello, y que saludó alborozada a nuestros jefes, oficiales y soldados cuando concluyeron tan patriótica misión. La Nación toda, por medio de su brazo armado, ha ganado la batalla de las armas. No dejemos que unos pocos ganen la batalla ideológica. Guillermo McLoughlin Breard Anchorena 1278, Buenos Aires Algunos partidos políticos de extrema derecha, entre los cuales se destaca la Unión de Centro Democrático (UCeDe), también apoyaron la autoamnistía; mientras que muchos otros, aún cuando la rechazaron, consideraron irrevocable el peso de la letra. Ítalo Luder fue un ejemplo notorio de esta postura. Basándose en el principio de la ley más benigna, afirmaba que la sanción de la ley 22.924 tornaba imposible el enjuiciamiento de las FF.AA. De este modo, una eventual victoria del peronismo no sólo echaba por tierra las expectativas de justicia retroactiva, sino que además demostraba que la impunidad estaba al alcance de todo aquel que lograra sustituir exitosamente a las autoridades democráticas2. Por el contrario, desde el inicio de su campaña electoral, Raúl Alfonsín sostuvo la necesidad de establecer una ruptura con el pasado de a-juridicidad característico de la escena nacional3, lo cual era una demanda ampliamente sostenida por los organismos de 2 En este sentido, Acuña y Smulovitz razonan que: “…en tanto el proceso judicial puede establecer que los costos en que incurrirán aquellos que deserten del juego democrático serán mayores que los de permanecer en el mismo, el juzgamiento puede llegar a constituirse en un mecanismo de disuasión de futuras estrategias autoritarias y, consecuentemente, en un importante factor de reproducción de estabilidad democrática.” (1995: 23) 3 Cabe destacar que en respuesta al “Documento Final”, Alfonsín emitió una publicación titulada “No es la palabra final”, donde afirmaba que: “…a) Los actos ilícitos cometidos durante la represión deberán ser juzgados por la Justicia y no solamente por la historia; esa Justicia será la civil, común a todos los argentinos y no se admitirán fueros personales contrarios a la Constitución. b) Será la Justicia, y no los interesados, la que decidirá qué conductas pueden considerarse razonablemente actos de servicio. Según principios jurídicos básicos, es inadmisible que delitos contra la vida o la integridad física de ciudadanos que no opongan resistencia, puedan ser considerados actos propios de la actividad de las Fuerzas Armadas. c) Será la Justicia, y no los 11 derechos humanos y la sociedad civil en su conjunto. En este sentido, pues, el juicio a las Juntas Militares y la denuncia de un supuesto pacto militar-sindical, que colocaba a su rival político como la continuación de formas de acción ilegales y violentas, fueron elementos centrales en los discursos del candidato radical. Indudablemente, diferenciarse del pasado y presentarse como la mayor garantía de la restauración del imperio de la ley constituyó su principal operación política (Landi y González Bombal, 1995). Operación, por lo demás, que lo llevó a la victoria electoral en diciembre de 1983. Si la derrota del peronismo no había sido tarea sencilla, restablecer el estado de derecho mostraba ser aún más dificultoso. El gobierno radical era conciente de la ardua y delicada función que tenía por delante, al menos, así lo confiesa Carlos Nino, uno de los juristas más destacados del período: “Mientras celebrábamos los resultados de la elección en la casa de Caputo, estábamos preocupados sobre lo que el futuro traería. Todos sabíamos que ningún gobierno democrático había finalizado su mandato desde el gobierno de Alvear en 1928. Nuestro trabajo acababa de comenzar.” (2006: 119) Con el propósito de cumplir con las promesas electorales de justicia y, a la vez, incorporar las FF.AA. a la vida constitucional, Alfonsín había diseñado una estrategia basada en dos elementos esenciales: la autodepuración de los militares y el enjuiciamiento conforme con los distintos grados de responsabilidad. De acuerdo con esta tesis, existían “…tres categorías de autores: los que planearon la represión y emitieron las órdenes correspondientes; quienes actuaron más allá de las órdenes, movidos por crueldad, perversión, o codicia; y quienes cumplieron estrictamente con las órdenes. Alfonsín creía que mientras las dos primeras categorías merecían el castigo, los que pertenecían al tercer grupo debían tener la oportunidad de reinsertarse en el proceso democrático.” (Nino, 2006: 114-115)4. Como veremos, las luchas y presiones políticas surgidas en torno al juicio a las Juntas Militares condujeron los hechos por senderos diferentes de los planeados originariamente. Una de las primeras medidas adoptados por el presidente fue la sanción de los decretos 157/83 y 158/83, ambos de gran importancia en el marco de la transición democrática. El primero ordenaba la persecución penal de los máximos jefes guerrilleros por los delitos de homicidio, asociación ilícita, instigación pública a cometer delitos, apología del crimen y otros atentados contra el orden público realizados a partir del 25 interesados, la que decida quienes tienen derecho a invocar la obediencia debida, el error o la coacción como forma de justificación o excusa.” 4 Es de resaltar el análisis que Crenzel efectúa al respecto: “…esta tesis no contemplaba la manifiesta crueldad e ilegalidad de los crímenes perpetrados, la relativa autonomía operativa en su ejecución y la existencia de casos, si bien minoritarios, que desmentían que el disenso con las órdenes supusiera represalias.” (2008: 57) 12 de mayo de 19735; en tanto que el segundo dictaminaba el juicio sumario ante el Consejo Supremo de las FF.AA. a los integrantes de la tres primeras Juntas Militares −el Teniente General Jorge Videla, Brigadier General Orlando Agosti, Almirante Emilio Massera, Teniente General Roberto Viola, Brigadier General Omar Graffigna, Almirante Armando Lambruschini, Teniente General Leopoldo Galtieri, Brigadier General Basilio Lami Dozo y Almirante Jorge Anaya− acusados de homicidio, privación ilegal de la libertad y aplicación de tormentos a los detenidos. El dictamen de ambos decretos materializaba jurídicamente la llamada «teoría de los dos demonios», la cual explicaba el autoritarismo vivido en Argentina como el producto de las acciones violentas e ilegales llevadas adelante tanto por la guerrilla de izquierda, como por los militares que usurparon el poder en 1976. De esta forma, el gobierno pretendía demostrar a la opinión pública y, fundamentalmente, a las autoridades castrenses que su estrategia no era «antimilitar» sino más bien un sincero intento por restablecer el orden jurídico violentado durante tantos años. Para dar cumplimiento a este objetivo primero era necesario sortear algunos obstáculos en materia legal, a saber, la ley 22.924 y el Código de Justicia Militar vigente. Mientras que la autoamnistía se derogó por unanimidad el 29 de diciembre de 1983, la reforma del Código Militar fue materia de controversias y largas discusiones en la Cámara de Diputados y Senadores. Finalmente, por medio de la ley 23.049, se estableció que el Consejo Supremo de las FF.AA. fuera la jurisdicción inicial para la prosecución penal de los militares y que los tribunales civiles se hicieran cargo del proceso ante una indebida demora o negligencia por parte del tribunal castrense o, pudieran apelar una vez conocida la sentencia. Asimismo, se aprobaron algunos otros cambios que alteraron sustancialmente la estrategia de justicia limitada propuesta por Alfonsín. “En particular, en el debate parlamentario, se introdujo una modificación que impidió el uso indiscriminado del concepto de “obediencia debida” tal como aparecía en el proyecto original del Ejecutivo. El artículo 11, finalmente aprobado, interpretativo del concepto de “obediencia debida” estableció que “se podrá presumir, salvo evidencia en contrario, que se obró con error insalvable sobre la legitimidad de la orden recibida, excepto cuando consistiera en la comisión de hechos atroces o aberrantes.” La inclusión de este artículo además de impedir al gobierno limitar, desde el inicio, el número de posibles imputados, introdujo un factor de incertidumbre en su relación con las FF.AA. en tanto los alcances de la ley iban a ser definidos de forma contingente en los diversos procesos judiciales.” (Acuña y Smulovitz, 1995: 53) 5 Los líderes guerrilleros afectados por el decreto eran: Mario Eduardo Firmenich, Fernando Vaca Narvaja, Ricardo Armando Obregón Cano, Rodolfo Gabriel Galimberti, Roberto Cirilo Perdía, Héctor Pedro Pardo y Enrique Heraldo Gorriarán Merlo. 13 A partir de ese momento, pues, el éxito o fracaso de la justicia retroactiva estaba en manos de las propias autoridades castrenses. El 29 de diciembre de 1983, el Consejo Supremo notificó a los nueve acusados que estaban bajo proceso y los llamó a prestar declaraciones6. Coherentes con su postura, esgrimieron argumentos basados en la teoría de la «guerra antisubversiva». Así, por ejemplo, Videla declaró su inocencia respecto de los cargos penales y reafirmó que las acciones realizadas debían ser calificadas como actos de servicio y no justiciables, varios realzaron la importancia de la derrota del enemigo comunista para la consolidación de la democracia y otros catalogaron al proceso judicial como una forma de revancha contra las FF.AA. Pese a las presiones políticas de sectores favorables a los militares, durante los siguientes meses, se continuó con el proceso penal, generándose incluso algunos resultados, como el rechazo de las apelaciones que cuestionaban la constitucionalidad de las modificaciones hechas al Código Militar y la prisión preventiva de Videla y Agosti. Sin embargo, en septiembre de 1984, luego de que la Cámara Federal de Apelaciones ya hubiera otorgado dos extensiones en los plazos estipulados, el Consejo Supremo emitió un informe, donde afirmaba que: Con referencia a las responsabilidades de los comandantes en jefe por los delitos que pudieron cometerse en el cumplimiento de órdenes del servicio (Art. 514 del CJ.M.) se hace constar que, según resulta de los estudios realizados hasta el presente, los decretos, directivas, órdenes de operaciones, etc., que concretaron el accionar militar contra la subversión terrorista son en cuanto a contenido y forma inobjetables y, consecuentemente, solo podría responsabilizárselos indirectamente por la falta de control suficiente, oportuno y eficaz, para impedir, frustrar o condenar los ilícitos que pudieran haberse cometido durante las acciones operacionales o de seguridad que sus órdenes motivaron. Sin embargo, para que en tal carácter puedan considerarse sus responsabilidades -al margen de las responsabilidades mediatas que se le imputan- también es necesario probar primero la comisión de los ilícitos denunciados, pues de lo contrario no resultará posible establecer la falta de contralor que los motivos ni la relación de causalidad, requisitos indispensables para pronunciarse sobre aquellas. En conclusión el tribunal quiere poner de manifiesto que no se considerará en condiciones de sentenciar en esta causa dentro del plazo previsto, porque interpreta que sin el panorama completo, descubierto a la luz de los hechos probados, le resultará imposible formar una opinión afirmada en la verdad, ni dimensionar debidamente las responsabilidades de quienes obraron o pudieron haber obrado por motivaciones que enmarcaron en la lucha contra la delincuencia subversiva y terrorista que asoló a nuestra patria y, hacerlo además, sin perder de vista el concepto de "la disciplina", bien jurídico que configura la base inconmovible de las instituciones militares y, justifica en última instancia, la existencia de los tribunales militares. 6 “Hubo otros que también fueron llamados a juicio con los miembros de la Junta. El decreto 280 del 19 de enero 1984 ordenó que el General Camps, un abierto defensor de la represión, fuera sometido a proceso y puesto inmediatamente bajo arresto. De la misma forma el jefe de la ESMA, el almirante Chamorro, fue acusado el 21 de febrero de 1984 junto con los miembros de las Juntas.” (Nino, 2006: 129) 14 Concretamente, este documento significó la negativa de las FF.AA. de llevar adelante la estrategia de autodepuración impulsaba por el Poder Ejecutivo. En respuesta, la Cámara Federal solicitó el envío de las 15.000 fojas del expediente y tomó a su cargo el proceso judicial, conforme lo establecido en la ley 23.049. “Esta decisión marcó el fracaso de un elemento clave en la estrategia de Alfonsín: utilizar el tribunal militar como un filtro para asignar responsabilidades por violaciones de derechos humanos.” (Nino, 2006: 132). El gobierno no fue el único actor que vio frustrarse sus objetivos. Por su parte, las FF.AA. fueron incapaces de impedir el tratamiento judicial de los delitos cometidos durante la dictadura y la eventual condena de personal militar o policial; mientras que los organismos de derechos humanos tampoco lograron el tratamiento judicial esperado, ya que la jurisdicción en primera instancia fue militar y los niveles de responsabilidad establecidos sólo afectaron a un grupo reducido de oficiales7. “En este contexto, en donde los objetivos de máxima del gobierno, del movimiento de DD.HH, y de las FF.AA, ya se habían visto frustrados, se produce el ingreso del poder judicial como un actor autónomo en la disputa. Su entrada implicó un cambio de ámbito y de las reglas para la resolución del conflicto y derivó en un cambio en la dinámica de las disputas. A partir de ese momento, y por unos meses, la lógica jurídica primó por sobre la lógica política que hasta entonces había gobernado la lucha.” (Acuña y Smulovitz, 1995: 56-57) ***** Antes de pasar a considerar los sucesos acaecidos en la cámara de audiencias, es preciso mencionar un elemento central en la estrategia alfonsinista de justicia retroactiva: la creación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP)8. El 15 de diciembre de 1983, por medio del decreto presidencial 187, se constituyó la CONADEP con el objetivo de esclarecer las desapariciones de personas en el país. Integrada por personalidades de la sociedad civil y representantes del Poder Legislativo nacional, tuvo como funciones recibir denuncias o pruebas sobre la desaparición de personas; remitirlas a la Justicia en caso de estar relacionadas con la presunta comisión 7 Dado los límites del presente trabajo, resulta difícil poder mencionar las múltiples causas que impidieron el logro de los objetivos de cada uno de los actores. En este sentido, se reconocen de dos ausencias significativas: el contexto de extrema debilidad y descrédito político en el que las FF.AA. se retiraron, producto de la derrota de Malvinas y la crisis económica del país; y la importancia que el movimiento de derechos humanos tuvo para la vuelta de la democracia (véase Landi y González Bombal, 1995; González Bombal, 1995). 8 Aquí se presentan algunas de las características más sobresalientes del trabajo que desempeñó la CONADEP. Para un análisis pormenorizado, véase Crenzel (2008) 15 de delitos; averiguar el destino o paradero de las personas desaparecidas; determinar la ubicación de niños sustraídos; y denunciar cualquier intento de ocultamiento o destrucción de elementos probatorios. La Comisión podía exigir testimonios, datos y documentos a cualquier funcionario público o miembro de las FF.AA. y de seguridad, como también el acceso inmediato a los establecimientos estatales. Al cabo de 180 días, debía elaborar un informe donde detallara pormenorizadamente los resultados obtenidos en su investigación. Por constituir un organismo extra-parlamentario, la CONADEP no podía emitir juicio sobre los hechos y circunstancias que eran competencia exclusiva del Poder Judicial. Desde la óptica presidencial, ésta era su principal virtud. En efecto, “El Presidente rechazó las propuestas de crear una comisión bicameral del Congreso generada por grupos de derechos humanos y el peronismo. Creía que una comisión ligada al Congreso daría la poca saludable oportunidad a los legisladores de competir por la autoría de la sanción más dura a las Fuerzas Armadas, creando una situación extremadamente tensa.” (Nino, 2006: 125). Pese a ello, la CONADEP no fue bien recibida en las filas castrenses. Las autoridades de las FF.AA. manifestaron públicamente su disconformidad, en tanto que los servicios de inteligencia siguieron de cerca las acciones de la Comisión por considerarla parte de la delincuencia subversiva. Asimismo, Familiares y Amigos Muertos por la Subversión (FAMUS) reclamó al gobierno que también investigara los delitos cometidos por las organizaciones armadas de izquierda. El movimiento de derechos humanos tampoco estuvo satisfecho. Algunas asociaciones, como Madres de Plaza de Mayo, rechazaron su creación arguyendo que la comisión extraparlamentaria carecía de mecanismos coercitivos para forzar a los militares a declarar. Otras, sin recusarla completamente, se mostraron escépticas ante la eficacia que pudiera tener. Al poco tiempo, no obstante, la mayoría de los organismos decidió prestar su colaboración al entregar información, brindar apoyo técnico, facilitar sedes y/o enviar militantes para ocupar diversos cargos. De este modo, “…sostuvieron una posición dual, colaboraron activamente con la Comisión pero, públicamente, siguieron reclamando la comisión bicameral con los mismos argumentos que esgrimieron al oponerse a la CONADEP. Sólo Madres de Plaza de Mayo llamó a no concurrir a declarar, a no ratificar las denuncias realizadas y criticó a los organismos que entregaron sus acervos de denuncias a la Comisión.” (Crenzel, 2008: 64-65) Pese a estas oposiciones y renuencias iniciales, la CONADEP comenzó sus tareas el 29 de diciembre de 1983, designando a Ernesto Sabato como presidente y estableciendo 16 cinco secretarías que llevarían adelante los trabajos específicos9. Por aquellos días, estaba extendida la creencia de que los desaparecidos se encontraban con vida. Por ello, la Comisión comenzó buscando en cárceles, hospitales e institutos de menores la existencia de detenidos ilegales. Nadie apareció. Fue entonces cuando Graciela Fernández Meijide advirtió sobre la necesidad de diseñar una estrategia de investigación que, sin dejar de contener información sobre casos particulares, les permitiera probar el sistema de desaparición implementado durante la dictadura. Así, la Comisión promovió una serie de medidas que resultaron determinantes para el éxito de su labor. En primer lugar, solicitó al Poder Ejecutivo que impidiera la salida del país a personas presuntamente involucradas en desapariciones y sustracciones de niños. Luego, puso a disposición de los organismos de derechos humanos toda la información que fuera de su interés. Por medio de avisos en radio y televisión, convocó a la ciudadanía a brindar testimonios. Creó delegaciones en Mar del Plata, Bahía Blanca, Córdoba y Santa Fe. Organizó viajes al interior del país donde recibió unas 1.400 denuncias. Viajó al exterior para tomar declaraciones a los sobrevivientes exiliados, analizar pruebas y establecer sedes en las embajadas. Junto con las Abuelas de Plaza de Mayo, creó un banco de datos para ayudar a identificar a los niños sustraídos. Asimismo, examinó registros policiales y penitenciarios, recibió testimonios de miembros de las FF.AA., e inspeccionó más de 300 centros clandestinos de detención. Como consecuencia de estas iniciativas, creció la confianza de la opinión pública en la CONADEP y aumentó extraordinariamente el número de denuncias recibidas. Al cabo de los 180 días era evidente que aún había mucho trabajo por delante, por eso, el presidente Alfonsín decidió extender 3 meses el plazo inicial. Durante ese período, una de las principales tareas que la Comisión hubo de afrontar fue la organización y presentación de la información recolectada. Luego de largos debates, se decidió ordenarla en «paquetes» de denuncias. Así, las acusaciones, testimonios y datos obtenidos fueron agrupados según los campos clandestinos de detención. El resultado de esta ardua y trabajosa tarea fue el informe Nunca Más. Este informe es considerado por muchos como el registro más acabado sobre las violaciones a los derechos humanos en Argentina. Probablemente no se equivocan. Allí, se registran 8.961 personas en situación de desaparición, cifra que se reconoce incompleta; 340 centros clandestinos de detención; más de 1.300 oficiales de las FF.AA. y 9 Las secretarías se organizaron del siguiente modo: “…Graciela Fernández Meijide fue la secretaria a cargo de recibir las denuncias; Daniel Salvador, el secretario a cargo de la documentación y el procesamiento de los datos; Raúl Aragón, el secretario a cargo del procedimiento; Alberto Mansur, el secretario a cargo de asuntos legales, y Leopoldo Silgueira secretario a cargo de los asuntos administrativos.” (Nino, 2006: 132) 17 de seguridad involucrados en la represión y un conjunto incalculable de personas que prestaron directa o indirectamente sus apoyos. A través del informe, la CONADEP no sólo buscaba poner en evidencia la dimensión cuantitativa que la represión había adquirido, sino también elaborar un relato verosímil, objetivo e inteligible sobre ese pasado. Por ello, decidió basar la exposición en la trascripción de testimonios directos, seleccionados por el carácter representativo y probatorio de las vejaciones sufridas. Así, los sobrevivientes y familiares de desaparecidos ocuparon un lugar privilegiado, representando el 75% de los testimonios incluidos (Crenzel, 2008). Asimismo, la veracidad de lo narrado se logró mediante la inclusión de fotografías y planos de los centros clandestinos inspeccionados, la mención de los profesionales e instituciones que colaboraron con la investigación y la publicación de datos provenientes de las propias fuentes militares. En contraposición con esta abundante y profusa descripción del sistema represivo implementado, el informe fue escueto respecto al proyecto político de la dictadura, sólo mencionó la Doctrina de la Seguridad Nacional y evitó analizar las consecuencias sociales que produjo. (Funes, 2001) Por varios motivos, el trabajo de la Comisión resultó invalorable para la transición democrática. En primer lugar, representó −y aún representa− uno de los soportes más importantes de la memoria sobre nuestro pasado reciente. De hecho, fue el proyecto más consistente por interpretar los acontecimientos ocurridos durante la dictadura militar. En este sentido, explicó el genocidio de acuerdo con la «teoría de los dos demonios» y propuso una lectura del sistema de desaparición basada en los principios políticos y morales de Occidente, de suerte que las víctimas fueron presentadas como sujetos de derecho borrándose así sus identidades sociales y políticas: “El Nunca Más produjo un verdadero acontecimiento reordenador de las significaciones de ese pasado e impuso una marca que ha quedado como un polo de referencia para los trabajos de la memoria social. (…) Era algo más que una narración de los crímenes y una recopilación de testimonios: era una prueba en el sentido de una intervención que se orientaba a someter esos acontecimientos a la acción de la ley. Eso contribuyó decididamente a otorgarle el peso institucional y simbólico de un corte con el pasado.” (Vezzetti, 2002: 11) “…el Nunca Más conformó un nuevo régimen de memoria sobre la violencia política y las desapariciones en la Argentina, que integró ciertos principios generales de la democracia política, los postulados del gobierno de Alfonsín para juzgar la violencia política y la narrativa humanitaria forjada durante la dictadura para denuncia sus crímenes.” (Crenzel, 2008: 24) En segundo lugar, el Nunca Más resultó un elemento clave para los objetivos presidenciales, pues, permitió satisfacer las demandas de los organismos de derechos humanos sin exceder el plan de justicia retroactiva propuesto por Alfonsín. “Contrariamente a los problemas en el Congreso y en el Consejo Supremo, la estrategia 18 del gobierno con la CONADEP resultó absolutamente exitosa. Los esfuerzos de la CONADEP ayudaron a dar cuenta de los desaparecidos, colectaron invalorable evidencia para los juicios, crearon un refugio en el aparato del Estado para las víctimas y sus familiares y mejoraron las relaciones con grupos de derechos humanos.” (Nino, 2006:135) Por último, la importancia del Nunca Más también quedó en evidencia durante el juicio, ya que aportó el cuerpo probatorio fundamental, vertebró la estrategia de acusación de la fiscalía, constituyó uno de los principales motivos de debate para las defensas y, fundamentalmente, propuso un tipo de verdad sobre el pasado que los tribunales legitimaron con la autoridad de la ley. Veamos a continuación, pues, cómo sucedió este proceso. La justicia en marcha10 Como se dijo, el ingreso del Poder Judicial como actor autónomo modificó el ámbito, la dinámica y las reglas de la disputa en torno al juicio a los ex comandantes. A partir de ese momento, los diversos actores debieron comportarse según la lógica jurídica. Ésta se caracteriza por limitar los márgenes de acción y negociación a un código preestablecido y por procesar la información en términos de pruebas (Acuña y Smulovitz, 1995). Por ello, los relatos que ingresan al campo judicial necesariamente sufren una metamorfosis: son despojados de sus connotaciones políticas y expresiones coloquiales para ser traducidos al sistema clasificatorio legal. De este modo, la comprensión de los hechos queda circunscripta a los juristas, en tanto la sociedad civil sólo posee algunas referencias globales sobre lo lícito y lo ilícito. Asimismo, la lógica jurídica conlleva mecanismos de individuación, transformación y resignificación de las identidades sociales y políticas (Kaufman, 1991). Sabemos que a la sala de audiencias asistieron numerosos actores que representaban, a grandes rasgos, al conjunto de la sociedad: delegados sindicales, líderes partidarios, miembros de los organismos de derechos humanos, represores, grupos afines a las FF.AA., funcionarios públicos e integrantes de la sociedad civil, entre otros. Sin embargo, ninguno de ellos participó según su identidad o ideología porque su intervención debió ajustarse a las reglas del derecho. En este sentido, las víctimas participaron como testigos, los perpetradores como acusados, algunos agentes estatales como querellantes y, otros como 10 El lector no encontrará aquí un análisis jurídico de los fundamentos argüidos por los litigantes, defensores y magistrados. Para una discusión sobre los mismos, recomiendo consultar la obra de Nino (2006) 19 jueces. Mientras que una infinidad de personas sólo pudo intervenir en calidad de espectador. Siguiendo a Kaufman (1991), estos actores pueden clasificarse en estables y ocasionales. Los primeros están presentes a lo largo del proceso judicial: la fiscalía, los acusados, los abogados defensores y los magistrados. Por el contrario, los actores ocasionales tienen una participación esporádica y cambian en cada sesión. Tal es el caso de los testigos, el público general, los invitados especiales y los periodistas acreditados. La autora analiza cómo estos actores se posicionan de modos diversos en relación a indicadores de la puesta en escena, como ser la ubicación y circulación dentro de la sala. Por ejemplo, los actores estables ingresan y se retiran del recinto en forma conjunta, mientras que los ocasionales lo hacen individualmente. Más importante resultan las diferencias en sus capacidades discursivas. Los actores ocasionales no poseen «voz propia» ni elaboran discursos autónomamente. Sus relatos se articulan a partir de las intervenciones de otros sujetos, ya sean demandantes, defensores o magistrados. En contraposición, los actores estables poseen una visión sobre los acontecimientos que desarrollan a lo largo de todo el proceso judicial. Esta diferencia resulta central, especialmente, si recordamos que el juicio a las Juntas Militares constituyó la arena donde distintas visiones sobre el pasado entraron en lucha y confrontación, a fin de constituirse como verdaderas. En este sentido, entonces, la fiscalía, los acusados y los jueces tuvieron la oportunidad de exponer y argumentar su interpretación sobre los hechos litigados. Oportunidad que la propia lógica jurídica negó a los testigos. Las declaraciones de los testigos11 Entre el 22 de abril y el 14 de agosto de 1985 se realizó la audiencia pública. A lo largo de 900 horas, declararon 833 personas para probar que en Argentina se había ejecutado un plan sistemático y clandestino de exterminio. Al igual que el informe de la CONADEP, la mayoría de los testigos eran víctimas del terrorismo de Estado, sea porque habían estado detenidos en un centro clandestino o tenían familiares desaparecidos. Sin embargo, allí también se escucharon otras voces: miembros de la conducción de la central obrera, representantes eclesiásticos y algunos ex presidentes (Crenzel, 2008; Ciancaglini y Granovsky, 1995). 11 Los límites de este trabajo imposibilitan analizar la enormidad de material producido durante la audiencia pública. Por ello, sólo se analizan algunas características de esta etapa, quellas que tuvieron mayor relevancia para la realización simbólica del genocidio. 20 Para buena parte de la ciudadanía, esos meses resultaron estremecedores e impactantes. No sólo porque muchos se emocionaron al ver a los represores otrora todopoderosos someterse al peso de la ley, sino también porque las atrocidades que revelaron los testimonios sacudieron hondamente a la opinión pública: “Los ciudadanos iban a estremecerse con los testimonios que allí se escucharían e iban a vivir una suerte de macabra “remake” del hallazgo de las fosas comunes y de la publicidad que el periodismo sensacionalista había dado a ciertos testimonios de víctimas de la represión.” (Camarasa et al., 1985: 88) “La conciencia moral de la sociedad parecía haber sido profundamente afectada por estos juicios. Aun a pesar de que el juicio no fue transmitido directamente por televisión, los meses de testimonio respecto de las atrocidades hicieron un impacto perceptible en la mente de la gente.” (Nino, 2006: 144) Asimismo, muchos consideraron que la sola presencia de sobrevivientes y familiares de desaparecidos frente al tribunal constituía un hecho de trascendencia histórica. En efecto, era una evidencia notoria del cambio de actitud del Estado, el cual pasaba de negar simbólica y/o materialmente a las víctimas a escuchar sus historias e intentar reparar el daño ocasionado por las FF.AA. Sin embargo, estas historias tenían límites precisos: producir la prueba jurídica. En este sentido, los testimonios debían respetar y ajustarse al lenguaje legal. Las opiniones e interpretaciones subjetivas debían omitirse y los acontecimientos narrados tenían que ser susceptibles de comprobación. De tal manera, los relatos estuvieron confinados casi exclusivamente al plano sensorial. Este pasaje del género testimonial al legal, esfumó las subjetividades de los actores. Tampoco se admitieron referencias a identidades colectivas porque en el vocabulario jurídico sólo caben narrativas individuales. Al respecto, Kaufman afirma que: “Como resultado de la «juridización» de otros lenguajes se torna imposible recrear nociones referidas a identidades político-sociales. (…) De este modo, las identidades políticas colectivas incluidas en las historias narradas ante el tribunal van perdiendo consistencia; para ser capturables por el lenguaje jurídico deben transformarse en relatos “individuales” (Yo vi, yo oí, yo sentí). Su sostén es el individuo que percibe, no su pertenencia ideológica o su interpretación de los hechos relatados, pues para el Derecho, el “yo pensé” como acto interpretativo de la conducta propia o ajena es absolutamente irrelevante; sólo debe exponerse aquello que cae bajo la percepción directa, a modo de descripción” (1991: 6). Los jueces fueron los encargados de hacer respetar estos fundamentos legales y así asegurar que los testimonios conservaran las formas adecuadas. En más de una oportunidad, debieron controlar la manifestación de fuertes emociones, como también la 21 emergencia de ciertos temas. Opiniones personales, lecturas políticas y preguntas acerca de las identidades partidarias de los testigos fueron una y otra vez refrenadas. En este punto, era evidente que la estrategia de las defensas resultaba antagónica con la propia lógica jurídica. Como veremos, éstas buscaron fundamentar los delitos juzgados en la doctrina de la «guerra antisubversiva». Así, “…una de sus tácticas más repetidas intentaba demostrar que los testigos habían pertenecido a organizaciones insurgentes (…). La repetición en acto de ese escenario de la llamada “guerra sucia” era tal que algunos de los testigos, sobrevivientes de los campos de concentración, declaraban que las preguntas de los abogados defensores de los jefes militares eran casi las mismas que las que les dirigían en las sesiones de tortura.” (Vezzetti, 2003: 136-137) Contrariamente, la fiscalía evitó indagar sobre la participación política pasada de los testigos o sus familiares desaparecidos. Sus indagaciones, en cambio, se centraron en aquellos datos que pudieran probar la participación criminal de los imputados: lugares, fechas, nombres, mecanismos represivos, etc. En este sentido, muchos debieron relatar minuciosamente las vejaciones sufridas para mostrar la regularidad y sistematicidad en la privación de la libertad, tortura y exterminio. Por todo esto, sostengo que el tratamiento judicial del pasado produjo, por un lado, la negación de la identidad de las víctimas y, por otro, cierto horror y paralización de la sociedad ante los hechos relatados. En efecto, dijimos que durante el proceso legal sólo importa aquello que puede ser probado por medio de evidencias objetivas e irrebatibles. Desde esta lógica, entonces, la descripción exhaustiva de maltratos y la exposición pública de laceraciones y marcas corporales constituyen elementos centrales por su calidad probatoria. Asimismo, las reglas del derecho permanecen ajenas a las historias colectivas y sólo reconocen aquellas basadas en percepciones sensitivas. El lenguaje legal es incapaz de hablar sobre la autonomía o solidaridad que caracterizaban las prácticas de las víctimas. Estos aspectos quedan fuera de sus intereses o sistemas clasificatorios. De este modo, las identidades de las victimas necesariamente son ocluidas y, con ello, la comprensión del proceso genocida. 22 La acusación de la fiscalía12 A cargo del fiscal Julio César Strassera y su adjunto, Luis Moreno Ocampo, las acusaciones se extendieron durante seis días hábiles: entre el 11 y 18 de septiembre de 1985. Fue la primera vez, desde el inicio del juicio, que los ex comandantes estuvieron presentes en la sala de audiencias. Durantes esos días, la fiscalía debía resumir las evidencias presentadas, probar los delitos imputados a cada uno de los procesados −ver Anexo− y exponer las razones jurídicas que fundaban los pedidos de condena13. De este modo, quedaría demostrado que las tres primeras Juntas Militares habían tenido responsabilidad, conjunta y mediata, en la implementación de un aparato represivo a través del cual se había robado, privado ilegítimamente de la libertad, torturado y asesinado a centenares de personas. Para ello, la fiscalía basó su estrategia en el sentido del relato del Nunca Más. (Crenzel, 2008) En primer lugar, desestimó la idea de que en Argentina se había desarrollado una guerra sucia o no convencional, argumentando la inexistencia de bajas en las filas castrenses, ausencia de documentos donde se mencione el enfrentamiento bélico y recordando algunos de los atropellos cometidos contra ciudadanos indefensos. En vez de una guerra, Strassera afirmó que se había ejecutado un plan criminal y, en todo caso, si se sostenía la existencia de un conflicto armado entonces los acusados debían ser juzgados como criminales de guerra, pues, habían violado las reglas humanitarias para el trato y protección de civiles y combatientes establecidas en los convenios de Ginebra de 1949. Particularmente deleznable resulta el argumento de la "guerra sucia", esgrimido hasta el cansancio como causa de justificación. Se nos dice así que esto fue una guerra –a la que para cohonestar los inhumanos procedimientos utilizados en su desarrollo se califica como no convencional- y que en todas las guerras se producen episodios crueles, que aunque no queridos son su consecuencia necesaria. En primer lugar, creo necesario dejar claramente establecido que aquí no hubo tal guerra. Tengo muy buenas razones en abono de esta afirmación, y daré sólo unas pocas. Ninguno de los documentos liminares del proceso habla de guerra, y ello resulta por demás significativo… Pero además, ¿qué clase de guerra es ésta en la que no aparecen documentadas las distintas operaciones? Que carece de partes de batalla de lista de bajas propias y enemigas; de nominas de heridos; que no hay prisioneros como consecuencia de ningún combate, y en la que se ignoran las unidades que tomaron parte… 12 Las declaraciones aquí citadas fueron consultadas en Camarasa et al. (1985) y en la página Web “Proyecto Desaparecidos” (http://www.desaparecidos.org/). Al igual que con los sub-apartados siguientes, no desconozco los sesgos que estas fuentes de información puedan introducir al análisis. Sin embargo, la ausencia de fuentes alternativas me ha obligado a tomar el riesgo de asumirlos, ejerciendo una vigilancia epistemológica (Bourdieu, Camboredon y Passeron, 2008) 13 Debido a la enorme cantidad de delitos sobre los que existían constancias, la fiscalía decidió tomar los casos paradigmáticos según un mecanismo utilizado por el Consejo Europeo de Derechos Humanos. Entonces, de los diez mil que había registrado, presentó 709. 23 Abandonando toda ironía y todo eufemismo, señor presidente, aquí no existió decididamente enfrentamiento alguno, y ni siquiera el intento de simularlo: se trató, lisa y llanamente, de una fría y deliberada masacre (…) Es por eso, señores jueces, que con la referencia a excesos, los comandantes quieren atribuir a sus subordinados la responsabilidad que les corresponde. Fiel a la teoría de los dos demonios, la fiscalía explicó esta fría y deliberada masacre como resultado del enfrentamiento entre dos fuerzas, una proveniente de izquierda y otra de derecha. Postuló que la violencia instaurada por la guerrilla armada desató una feroz represión estatal destinada a combatirla. Represión infinitamente mayor en tanto detentó el monopolio de la coerción física, pero igualmente inmoral en tanto no respetó orden jurídico alguno. Así, desde esta perspectiva, “…resuena el «todos los extremos son malos», «se tocan», etc. En esta ecuanimidad neutral y serena subyace una presuposición: el bando subversivo debía ser derrotado, como todo demonio; el problema era cómo.” (Drucaroff, 2002). En verdad, la fiscalía no cuestionó el objetivo de la dictadura -esto es, acabar con la subversión- sino la metodología empleada. ¿Qué respuesta le dio el Estado a la guerrilla subversiva? Para calificarla, señores jueces, me bastan tres palabras: feroz, clandestina y cobarde. Porque si bien resulta inexcusable admitir la necesidad y la legitimidad de la represión de aquellas organizaciones que hacen de la violencia su herramienta de lucha política, a fin de defender lo valores de la democracia, del mismo modo ha de admitirse que cuando esa represión se traduce en la adopción de los mismos métodos criminales de aquellas organizaciones, renunciando a la eticidad, nos encontramos en presencia de otro terrorismo; el del Estado, que reproduce en sí mismo los males que dice combatir. Los guerrilleros secuestraban, torturaban y mataban. ¿Y qué hizo el Estado para combatirlos? Secuestrar, torturar y matar en una escala infinitamente mayor y, lo que es más grave, al margen del orden jurídico instalado por él mismo, cuyo marco pretendía mostrarnos como excedido por los sediciosos. La fiscalía tampoco cuestionó el apoyo que representantes políticos, corporaciones económicas, jefes sindicales, clérigos y amplios sectores de la sociedad civil prestaron al régimen militar. Por el contrario, buscó que el juicio girase exclusivamente en torno a la dicotomía dictadura/democracia y así quedaran eclipsadas las relaciones sociales que posibilitaron el horror (Crenzel, 2008). En este sentido, Strassera presentó a la sociedad entera como ajena al conflicto social y político de los años `70, inocente de los ataques cometidos por guerrilleros y oficiales de las FF.AA., extraña pero victima pasiva de tanta violencia. Y si mediante las patotas, los acusados pusieron una capucha a cada una de las victimas de los secuestros, mediante la campaña de acción psicológica le colocaron una gran capucha a toda la sociedad… Como acabamos de demostrar, el Gobierno anterior no ordenó la represión ilegal y la sociedad nunca pudo aprobar lo realizado porque nunca se le explicó lo que realmente se hizo. La sociedad argentina siempre fue engañada. Hasta el día de hoy 24 la intentan engañar negando los hechos que ocurrieron. Si la sociedad no sabía, mal puede otorgar la aprobación a lo realizado… Afirmar que la sociedad era engañada por propagandas ideológicas e ignoraba lo que pasaba en aquellos años, supone desconocer los distintos grados de participación y apoyo que la dictadura recibió por parte de la ciudadanía. De hecho, cualquier mirada holística sobre los procesos genocidas –es decir, una mirada que olvide la multiplicidad de grupos con experiencias e intereses diversos que componen el cuerpo social- es incapaz de comprender el surgimiento, instauración y desarrollo de los mismos. Llama la atención, no obstante, que esta mirada holística se desvanezca cuando el fiscal habla sobre las víctimas, pues, allí diferencia entre inocentes y culpables: Y de aquí, señores jueces, se derivaron consecuencias mucho más graves para el orden jurídico. Porque, ¿cuántas de las víctimas de la represión eran culpables de actividades ilegales? ¿Cuántas inocentes? Jamás lo sabremos y no es culpa de las victimas. He aquí uno de los mecanismos de realización simbólica: la transferencia de la culpa. “Por este extraño movimiento intelectual, aquellas víctimas resistentes –es decir, aquellos que se considera como “sujetos no inocentes”- terminan cargando sobre sus espaldas los asesinatos de quienes tenían menor inserción en las luchas concretas, menor carga de negativización o menor racionalidad en la construcción de su victimización.” (Feierstein, 2007: 244). En la acusación, esto se refleja en una historización del pasado de violencia política insurreccional, donde éste aparece como elemento causal del terrorismo de Estado. Son las organizaciones de izquierda las culpables de haber provocado el legítimo poder criminal del Estado. Poder, cuya naturalización impide comprender sus objetivos reorganizadores del cuerpo social. Estamos convencidos de que no es posible explicar el terrorismo de Estado -entendido con el ejercicio criminal del poder, mediante la represión clandestina y al margen de toda norma jurídica- si no se lo sitúa en su contexto histórico. Y ese contexto nos muestra como rasgo distintivo la pérdida de la conciencia jurídica; nos revela que frente a la usurpación del poder por medio de la fuerza, la corrupción en el manejo de la cosa pública y el fraude electoral, surge para ciertos sectores como única panacea la violencia guerrillera. Una violencia que hace un culto de sí misma, que ni siquiera intenta justificarse como enderezada a conjurar el abuso del poder o la dictadura… Asimismo, la teoría de los dos demonios supone negar la identidad de las víctimas. Según esta perspectiva, la dictadura alcanzó a tantos y tan diversos grupos que es imposible encontrar entre ellos un elemento común que explique su exterminio. ¿En qué podrían asemejarse un funcionario público y un obrero? ¿O un campesino y un candidato 25 del PC? ¿Y qué decir de aquellas víctimas cuya desaparición no puede más que dejarnos estupefactos, como ancianos, embarazadas y recién nacidos? …aquí se ha acreditado que fueron secuestradas criaturas de meses, jóvenes de 14 años, una anciana de 77, mujeres embarazadas, obreros e industriales, campesinos y banqueros, familias enteras, vecinos de sospechosos, funcionarios del Proceso de Reorganización Nacional y funcionarios del actual gobierno, ex ministros del gobierno peronista, integrantes del Partido Comunista y un actual candidato a diputado de la Unión del Centro Democrático. También un embajador del gobierno militar, funcionarios judiciales, oficiales de la Marina, cualquiera podía ser devorado por el sistema. La afirmación de que sólo los que infringían la ley iban a ser sancionados encubría la realidad. En la Argentina, todos estábamos en libertad condicional… No existió entonces patrón de conducta al cual la victima podía someterse para estar a cubierto de una posible injuria. El terrorismo de Estado la ponía en una situación de absoluta impotencia en lo concerniente a la determinación de su conducta y, por ende, en la decisión de su destino. El carácter arbitrario e indiscriminado de la represión sitúa el centro de la suerte de la victima fuera de ésta, pero continúa considerándola responsable de una conducta que no sólo no decide, sino que incluso no puede llegar a comprender. En pocas palabras, las víctimas fueron presentadas en un sentido muy específico: ellas no habían hecho nada que justificara su exterminio. “El planteo es siempre muerte versus vida, así se puede borrar la lucha de clases. No hay un bando popular que quiso (pese a sus disidencias internas y pese a las críticas que hoy pueden hacerse sobre sus metodologías o estrategias) imponer un orden económico o social igualitario, versus otro bando que podemos llamar burgués, que se negaba a ello.” (Drucaroff, 2002) Si bien, durante muchos años, esto constituyó uno de los principales mecanismos para confrontar y desarticular los argumentos de los perpetradores, ello no debe desviarnos de sus consecuencias simbólico-materiales. Sostener la inocencia de las víctimas como principio descalificador de su exterminio, no hace más que producir el efecto contrario: la acción genocida aparece justificada siempre y cuando sus «mecanismos de selección» sean eficientes. (Feierstein, 2007) No creo que pueda sostenerse que el horror y paralización constituya una forma de realización simbólica de este discurso. Aunque, claro está, párrafos como los que siguen puedan causar esa impresión: ¿Alguien tiene derecho a permitir que Adriana Calvo de Laborde tenga a su hija esposada y con los ojos vendados en el asiento trasero de un auto en movimiento y que soporte durante cinco horas el llanto de su bebé recién nacido, tirado en el suelo sin poder tocarlo? O lo que narró Susana Caride: "En un momento determinado, por algo que alguien contestó, Julián tomó la cadena y golpeó a todos los que estábamos allí, fue algo dantesco, porque al estar engrillados, al estar con los ojos vendados, era gente que caía uno al lado del otro, con gritos, con sangre, con orín, fue algo realmente dantesco; me dejaron ahí tirada y al rato con un látigo me volvió a pegar, me tiraron agua con sal y no sé cuánto tiempo después dijo llévensela, porque sino la voy a terminar matando". 26 Más bien, creo que la descripción pormenoriza de los maltratos y humillaciones es un efecto propio de la lógica jurídica. En la medida en que la fiscalía debía probar los delitos imputados a cada uno de los procesados, hubo de recuperar algunas declaraciones de los testigos. Sin dudas, retomó aquellas que habían resultado más verosímiles. Y si el horror no era un dato accesorio, considero que debemos imputarlo al género legal, más que a una morbosa predisposición a rememorar aquellos sucesos. En suma, la etapa acusatoria tuvo como mérito probar la existencia de un patrón sistemático en el accionar represivo, a través de la elaboración de un sinfín de datos y declaraciones. Sin embargo, esta elaboración pecó de varias ausencias, entre las cuales figura el apoyo que buena parte de la ciudadanía prestó al régimen militar. Asimismo, la visión de la fiscalía omitió mencionar los efectos positivos que tuvo el poder represivo del Estado (Foucault, 2006). Por efectos positivos, desde ya, no entiendo la bondad de sus resultados, sino aquello que ha colaborado a construir, esto es, una nueva forma de subjetividad y asociación entre los individuos. Los alegatos de las defensas14 Las defensas expusieron sus alegatos entre el 30 de septiembre y el 21 de octubre de 1985. Durante esos días, los abogados defensores15 y los propios acusados tuvieron la oportunidad de presentar sus descargos. Como forma de rechazo al proceso judicial, Videla fue el único que rehusó el privilegio de hacer uso de la palabra. Las defensas de los acusados siguieron caminos divergentes. Algunas se libraron casi exclusivamente en el terrero ideológico al denunciar el carácter «político» del juicio y afirmar que éste formaba parte de una conspiración para destruir a las FF.AA. Otras, por su parte, buscaron mostrar el peso diferencial que cada Fuerza había tenido en la lucha contra la subversión para así refutar los pedidos de condena basados en el principio de responsabilidad compartida por Juntas. Finalmente, algunos defensores sostuvieron la inocencia de sus clientes, sea porque descalificaron a los testigos presentados por la fiscalía, sostuvieron que no había delitos directamente imputables a sus defendidos, o 14 Las declaraciones aquí citadas fueron publicadas en “El Juicio que cambió al país” (1995), documento elaborado en base a “El Diario del Juicio”. 15 Carlos Tavares, único defensor de oficio, estuvo a cargo de la defensa de Videla, ya que éste se había rehusado a designar abogado como forma de rechazo al juicio. Jaime Prats Cardona defendió a Massera; Bernardo Rodríguez Palma, Ignacio Garona y Héctor Alvarado a Agosti; José María Orgeira, Sergio Andrés Marutián y Carlos Froment a Viola; Enrique Ramos Mejía y Fernando Goldaracena a Lambruschini; Roberto Calandra, Eduardo Gerome y Eduardo Hernández Agramante a Graffigna; Eduardo Munilla Lacasa, Alfredo Bataglia, Enrique Munilla y Juan Carlos Rosales a Galtieri; Miguel Angel Buero y Eduardo Aguirre Obarrio a Anaya; y Miguel Marcópulos a Lami Dozo. 27 bien, porque argumentaron que la represión había llegado a su fin antes de que los acusados asumieran la conducción del país. Más allá de estas diferencias particulares, todas las defensas compartieron un mismo argumento: las FF.AA. habían librado una guerra contra la subversión y, si en el cumplimiento del deber se habían cometido atropellos contra los derechos humanos, éstos debían ser interpretados como «errores» o «excesos» propios de toda contienda. Como sostiene Nino: “En la Argentina, los comandantes alegaron que ellos tenían el deber de luchar contra la amenaza terrorista. Argumentaron que ganaron la guerra y que los ganadores de una guerra no deben ser juzgados. Mantuvieron además que la guerra que ellos lucharon no era una guerra convencional sino una guerra sucia, contra un enemigo sin patria ni bandera, que no se identificaba ni seguía ninguna regla de la guerra. La guerra llevó a estos comandantes a adoptar medidas extraordinarias, las únicas que podían llevarlos a la victoria.” (2006: 249). Probablemente, haya sido Massera quien mejor sintetizó esta postura: No he venido a defenderme. Nadie tiene que defenderse por haber ganado una guerra justa. Y la guerra contra el terrorismo fue una guerra justa. Sin embargo, yo estoy aquí procesado porque ganamos una guerra justa. Si la hubiéramos perdido no estaríamos aquí –ni ustedes ni nosotros-, porque hace tiempo que los altos jueces de esta Cámara habrían sido sustituidos por turbulentos tribunales del pueblo y una Argentina feroz e irreconciliable hubiera sustituido a la vieja Patria. Pero aquí estamos. Porque ganamos la guerra de las armas y perdimos la guerra psicológica (…) Lo único que yo sé es que aquí hubo una guerra entre las fuerzas legales, en donde si hubo excesos fueron desbordes excepcionales (…) No he venido a defenderme. He venido, como siempre, a responsabilizarme de todo lo actuado por los hombres de la Armada mientras tuve el incomparable honor de ser su comandante en jefe. También me responsabilizo por los hombres de las fuerzas de seguridad y policiales que durante mi comando actuaron subordinados a la Armada en la guerra contra la subversión. Quiero decir, además, que me responsabilizo por los errores que pudieran haber cometido. (Massera, 03/10/1985. Reproducido en El Juicio que cambió al país, Vol. 5: 43) El resto de las defensas se expresaron en igual sentido: “…mucha tinta y mucha saliva se han gastado sobre el tema de la guerra antisubversiva y la semántica discusión de si ese conflicto armado que vivió nuestra república fue o no fue una guerra. Si, señores jueces, fue una guerra.” (Marcópulos, 21/10/1985. Reproducido en El Juicio que cambió al país, Vol. 6: 40) En la Argentina existió indudablemente una guerra”, y para demostrarlo [Calandra] recordó una serie de hechos a partir del secuestro y asesinato de Aramburu, que coronó con estas palabras: “Más de diez años de violencia revolucionaria. Guerra no declarada. Guerra.” (El Juicio que cambió al país, Vol. 6: 19) En la guerra convencional –afirmó- la conducción centralizada se hace imprescindible para lograr la adecuada coordinación del movimiento, la potencia de fuego y la potencia de choque. Estos factores pierden su grativación en la guerra revolucionaria y son reemplazados en su importancia por las necesidades de información, la 28 eficiencia en las comunicaciones y la capacidad en la acción descentralizada.” (Viola, 12/10/1985. Reproducido en El Juicio que cambió al país, Vol. 5: 61) “…suponer que una guerra no fue guerra porque no satisface la forma de documentarla es suponer falsamente, porque la guerra es un fenómeno de la realidad que no tiene por qué manifestarse como ciertos actores jurídicos (…) Se dice que la guerra no fue tal y se buscan palabras definidoras del fenómeno que tratan de desconocer el fenómeno. Nuestra respuesta es tan sencilla como irrebatible. El fenómeno fue un fenómeno que sólo se entiende con la idea de guerra. Y lo que pasa en la guerra, la excepción de la excepción, no se puede comprender dentro del orden normativo ordinario.” (Goldaracena, 14/10/1985. Reproducido en El Juicio que cambió al país, Vol. 6: 14) “Los supuestos excesos que eventualmente pudieron cometerse ocurrieron en un contexto de conflicto armado, llámasele como se le llame, que si bien no justifica los mismos en su totalidad, sí justifica al menos que en ocasiones no se hayan guardado todas las formalidades previstas en el Código de procedimientos, legislado para otras circunstancias y otras ocasiones.” (Rodríguez Palma, 09/10/1985. Reproducido en El Juicio que cambió al país, Vol. 5: 58) Desde esta perspectiva, pues, la importancia de vencer al enemigo armado primó sobre cualquier otra consideración jurídica, legal o administrativa. Las FF.AA. estaban llamadas a cumplir una misión y no debían tener reparos en los medios para realizarla. Sin embargo, al igual que las justificaciones expresadas en el “Documento Final”, la sistemática violación de los derechos humanos no es considerada como un mecanismo necesario y legítimo en la lucha contra la subversión sino, más bien, producto de errores y excesos cometidos al calor del combate. Para los miembros de las FF.AA., en realidad, interesa destacar que ellos actuaron en cumplimiento del deber y realizaron un acto de servicio invaluable para el bienestar del país: “Avatares de la vida llevaron a que fuera ungido comandante en Jefe de la Fuerza Área Argentina cuando la patria sufría los desgarros y acechanzas de sus mayores enemigos, los de adentro y los de afuera, que querían arrancarle sus entrañas. Cumpliendo con aquel sentido del deber, al igual que sus hermanas, la Fuerza Área tuvo que combatir primero a los apátridas y, luego al enemigo extranjero. En esos combates se llenó de gloria y de mártires, héroes silenciosos que cumplieron con su deber y que dieron mucho más de lo que yo he dado. Estoy orgulloso de hacer sido uno de sus comandantes y me honro con esos blasones.” (Agosti, 09/10/1985. Reproducido en El Juicio que cambió al país, Vol. 5: 59) “Con la autoridad moral que creo poseer y haber conquistado en los 38 años en la administración de justicia que tengo sobre mis espaldas, digo que esos señores que se hallan sentados en el banquillo de los acusados son todos, repito, todos hombres de bien y hombres de honor que entendieron cumplir con su deber, con alto sentido patriótico y en compromiso a los ideales y a los principios cuya observancia juraron cumplir.” (Prats Cardona, 02/10/1985. Reproducido en El Juicio que cambió al país, Vol. 5: 42) En efecto, tanto los abogados como ex comandantes, reiteradas veces destacaron que la victoria contra la subversión salvó al país de la dictadura marxista-leninista y posibilitó la renovación de nuestros principios democráticos. Más aún, algunos de ellos llegaron a 29 sostener que gracias al desempeño de las FF.AA., fue salvaguardada la propia identidad nacional16: “Si las Fuerzas Armadas no hubieran triunfado en la guerra contra la subversión, no estaríamos hoy aquí sino que seríamos reemplazados por tribunales populares originados en el concepto marxista-leninista de la dictadura del proletariado.” (Orgeira, 10/10/1985. Reproducido en El Juicio que cambió al país, Vol. 5: 60) “Y aun si cometieron errores, cuando menos merecen el respeto y la consideración correspondiente hacia quienes salvaguardaron en tiempos cruciales las fibras y las bases mismas constitutivas de nuestra nacionalidad, y gracias a ellos la República vive hoy en democracia.” (Prats Cardona, 02/10/1985. Reproducido en El Juicio que cambió al país, Vol. 5: 42) “He contribuido a que las Fuerzas Armadas lograran el triunfo de una guerra justa que les fue impuesta. Por ese triunfo me encuentro en este momento procesado. Tengo la absoluta certeza de que –afirmó- de no haber logrado las Fuerzas Armadas el triunfo, el país no hubiera recuperado la democracia sino, por el contrario, estaría inmerso en la dictadura característica del marxismo internacional.” (Viola, 12/10/1985. Reproducido en El Juicio que cambió al país, Vol. 5: 60) “Lo único definitivo es la conciencia cuando habla ante Dios y ella me dice que hemos hecho lo que se debía hacer, que hemos salvado las instituciones, que hemos preservado la identidad de la nación.” (Lami Dozo, 21/10/1985. Reproducido en El Juicio que cambió al país, Vol. 6: 41) En el marco del proceso judicial, adoptar la teoría de la guerra antisubversiva supuso una estrategia legal específica: negar toda legitimidad al procedimiento jurídico. Así, las defensas solicitaron revocar la derogación de la ley 22.924 (autoamnistía), la sanción del decreto 158/83 y la reforma del Código de Justicia Militar. En su lugar, sostuvieron que sólo Dios y la Historia podían juzgar a los procesados: “El que salva a una nación no viola ninguna ley” (Marcópulos, 21/10/1985. Reproducido en El Juicio que cambió al país, Vol. 6: 40) 16 Cabe destacar que esta postura no fue exclusiva de las Fuerzas Armadas. A modo de ejemplo, valga la siguiente carta publicada por La Nación, el 21/04/1985: “La guerrilla ocupaba pueblos, asaltaba cuarteles, destruía puertos, asolaba provincias. Magistrados, profesores universitarios, estudiantes, sacerdotes, periodistas, sindicalistas, políticos, pagaron son su vida el no pertenecer al signo político de esa barbarie. (…) Hoy el gobierno elegido por el pueblo juzga a quienes más allá de los errores políticos cometidos y, por cierto, censurables, ostenta la indiscutible paternidad de esta democracia que los juzga. No es difícil imaginar el destino de nuestros gobernantes, de [no] haber vencido el terrorismo de aquella guerra. Nada de lo que disfrutamos existiría: ni partidos políticos, ni orden constitucional, ni Fuerzas Armadas, ni libertad alguna; habríamos perdido el derecho a la propiedad de bienes y de ideas, se habrían sustituido los valores morales y religiosos de Latinoamérica, se nos habría incorporado al sistema colectivista que es ese gigantesco campo de concentración donde vegetan miles de almas, se nos habría despojado de nuestro honor y de nuestra vergüenza; nos habrían dejado sin nada que legarles a nuestros hijos. (…) Se hace indispensable, entonces, que unidos bajo la Azul y Blanca, no nos dejemos arrebatar los beneficios de la libertad y de la democracia, que lloremos junto al inmenso dolor de las madres que han perdido a sus hijos en aquella contienda cruel y no deseada, que condenemos sin apelaciones a la guerra, progenitora de todos los horrores físico y morales que aquejan a la humanidad y que otorguemos sin cortapisas a las Fuerzas Armadas, nuestras benefactoras, el reconocimiento de la victoria que reclaman para sí, pues es la de todos.” 30 “Que Dios y mi conciencia son testigos de la fe y el trabajo que puse en velar por los sagrados intereses de la Patria, por sobre los intereses sectoriales o las ambiciones de los hombres. Que el tiempo será el encargado de hacer el balance de los aciertos y los errores de una gestión que ejercí con total convencimiento de cuyos resultados me responsabilizo en plenitud.” (Graffigna, 16/10/1985. Reproducido en El Juicio que cambió al país, Vol. 6: 19) Una vez más, vemos que la interpretación sobre el pasado nos es independiente de las perspectivas hacia el futuro, o viceversa. Ambas están profundamente imbricadas aunque no sea de forma lineal o mecánica. Por ello, debemos pensar en la multiplicidad de elementos que convergen para la conformación de las memorias de los grupos sociales. Lo que quisiera destacar es que los militares sostuvieron -y aún sostienen- una explicación particular sobre los sucesos acaecidos entre los años `70 y `80, comúnmente conocida como guerra antisubversiva, según la cual el pasado no puede ser sometido a proceso judicial y sus acciones deber ser valoradas por la bonanza de sus resultados. Más que acusados, ellos debieran ser héroes nacionales. Ahora bien, ¿qué formas de realización simbólica implica adoptar esta explicación? Indudablemente, la transferencia de la culpa es la más evidente. Según la teoría de la guerra sucia, las FF.AA. se vieron impelidas a luchar contra la guerrilla para evitar la instauración de una dictadura socialista; debieron intervenir a fin de restaurar la paz social que las organizaciones de izquierda ponían en peligro. En este sentido, a lo largo del juicio, vemos que el accionar de los militares fue justificado en virtud de los sucesivos ataques cometidos por grupos armados, como si no hubiera habido más alternativas. La represión estatal se presenta así como una fuerza natural, estimulada por los reiterados actos subversivos de aquellos años; como una potencia que nunca hubiera «despertado» de no haber sido por sus violentos provocadores (Feierstein, 2007). Más adelante, durante más de una hora, en lugar de responder a las acusaciones de las que era objeto su defendido, el doctor Prats Cardona historió el accionar subversivo iniciado en la país a fines de la década del sesenta con el secuestro y posterior asesinato del ex presidente de facto, Pedro Eugenio Aramburu. (…) Después, el letrado aseguró que, entre 1974 y hasta el primer trimestre de 1976, “las vías legales” para combatir el terrorismo eran inexistentes, se vivía en un estado convulsionado, se vivía en una guerra de hecho, siendo del todo “imposible” para las Fuerzas Armadas cumplir con los requisitos legales como cuando se practicaba un allanamiento en un domicilio supuestamente sospechoso de ser subversivo. Con un dramatismo casi teatral, Prats Cardona se preguntó: “¿Cuál debe ser la respuesta de un país agredido cuando ese país no tiene un sistema jurídico que contemple una guerra revolucionaria?”. Y añadió: “Debo rechazar las falsas imputaciones de la fiscalía de llamar a los encausados criminales de guerra.” (El Juicio que cambió al país, Vol. 5: 42) “Hubo una guerra, más cruel, más dolorosa que las convencionales. No fue provocada por las Fuerzas Armadas. El país fue atacado por una subversión demencial, cuya finalidad era la toma del poder y cambio de signo de la República, y su procedimiento 31 el terrorismo y la muerte indiscriminada.” (Graffigna, 16/10/1985. Reproducido en El Juicio que cambió al país, Vol. 6: 19) En otros tramos de la alocución compartida, los defensores de Viola historiaron la subversión en Argentina, y leyeron recortes periodísticos y comunicados del ERP y de los Montoneros sobre distintas acciones llevadas a cabo antes y después de 1976. “Este país –dijo Marutian- lamentablemente vivió un estado de guerra… en ella no existe represión sino combate, y por ello la limitación para el uso de las armas es táctica o logística y no jurídica.” (El Juicio que cambió al país, Vol. 5: 61) Menos evidente resulta saber si la negación de la identidad de las víctimas es un modo de realización simbólica de este tipo de explicación. Aquí, ellas no son presentadas bajo un manto de inocencia santificador. En contraposición a la estrategia de la fiscalía, interesa mostrar que su desaparición se justifica porque habían hecho algo. Eran culpables de participar en organizaciones revolucionarias, robar, secuestrar, asesinar, violentar el orden público y la paz nacional. Eran subversivos y delincuentes armados. Sin dudas, esta (re)presentación de la identidad y actividades de las víctimas es sumamente cuestionable y lejana de la realidad en más de un caso. Con todo, creo que esta caracterización se debe más a un proceso de construcción de otredad negativa que a una negación de sus subjetividades. Por ello, esta perspectiva gana respecto a la teoría de los demonios al recuperar, aunque sea parcialmente, las relaciones sociales e históricas que dieron fundamento al genocidio y así avanzar en su comprensión. Finalmente, no es difícil imaginar por qué la doctrina de la guerra antisubversiva dista de producir horror y paralización. Las defensas procuraron desviar la atención de los daños físicos y morales que el accionar represivo había causado y, cuando esto no fue posible, hubieron de eclipsarlos bajo la noción de error y exceso. En realidad, la misma interpretación bélica resulta extraña e, incluso, incompatible con la matriz individualista y sensitiva que caracteriza a los minuciosos relatos sobre el horror. En este punto, creo que es posible establecer una analogía con el desplazamiento desde la denuncia en clave revolucionaria, hacia la narrativa humanitaria que analiza Crenzel (2008). Mientras que la primera se caracteriza por denunciar en términos histórico-políticos la violencia de Estado y su relación son el orden social o los grupos de poder; la segunda acentúa la descripción fáctica de los secuestros, torturas y centros de detención. “Como correlato de esta perspectiva, la trama política fue crecientemente entendida como un enfrentamiento entre víctimas y victimarios, que desplazó la matriz de la lucha de clases o la antinomia entre el pueblo y la oligarquía que predominaban en la militancia radicalizada antes del golpe.” (Crenzel, 2008: 45). En efecto, durante la década del ’60 y principios del `70, la teoría de la guerra sucia tuvo su correlato en la denuncia revolucionaria de amplios sectores sociales. Tanto en una como otra, el conflicto político y social ocupaba el centro de la escena, de modo que 32 las violaciones a los derechos humanos no entraban en consideración. Por diversos motivos que exceden este análisis, los sectores confrontativos al régimen militar abandonaron dicha matriz y comenzaron a poner énfasis en los atropellos a la integridad física y psíquica de los ciudadanos. De esta manera, los relatos pormenorizados de las mortificaciones corporales adquirieron una relevancia impensaba años atrás. Sin embargo, las FF.AA. permanecieron fieles a la concepción de la guerra sucia y, por ello, el detalle exhaustivo del sufrimiento quedó fuera de su registro simbólico. A pesar de sus diferencias, durante el juicio, la visión de la guerra antisubversiva sostenida por las defensas produjo efectos similares a los vistos en las etapas anteriores. Esto es, olvidar los lazos sociales que habilitaron la instauración y desarrollo de la práctica social genocida. No podría ser de otro modo, pues, al interpretar la represión como resultado de una contienda armada entre dos fuerzas sociales antagónicas, el proceso político se redujo a las acciones llevadas adelante por los sujetos militarizados, dejando de lado el rol desempañado por otros actores sociales. El veredicto de la justicia17 El 9 de diciembre de 1985, los jueces Carlos León Arslanián, Ricardo Gil Lavedra, Guillermo Ledesma, Jorge Valerga Aráoz, Jorge Edwin Torlasco y Andrés D'Alessio dieron a conocer su veredicto. Fue el momento de mayor presencia institucional, pues, era el propio Poder Judicial quien sancionaba la verdad sobre nuestro pasado (Feld, 2002). De este modo, la disputa entre las diversas y antagónicas explicaciones sobre la dictadura llegaba a su fin. Los magistrados rechazaron los argumentos legales presentados por las defensas y reconocieron que las juntas habían diseñado e implementado un plan criminal. Por ello, condenaron a Jorge Rafael Videla a reclusión perpetua, a Emilio Eduardo Massera a prisión perpetua, a Roberto Eduardo Viola a diecisiete años de prisión, a Armando Lambruschini a ochos años de prisión y Orlando Ramón Agosti a cuatro años y seis meses de prisión. El resto de los ex comandantes -Omar Domingo R. Graffigna, Leopoldo Fortunato Galtieri, Jorge Isaac Anaya, Basilio Arturo Lami Dozo- fue absuelto de culpa y cargo porque la evidencia en su contra era inconclusa e insuficiente. 17 Los extractos aquí citados se basan en las transcripciones de la parte dispositiva y síntesis de los considerandos publicadas por el diario La Nación el 10/12/1985 y por la página Web “Proyecto Desaparecidos” (http://www.desaparecidos.org/) 33 Aunque la fiscalía había solicitado que la responsabilidad por la represión sea compartida por los miembros de cada Junta, el tribunal no aceptó este criterio, sosteniendo que las responsabilidades debían ser asignadas a cada Fuerza Armada. Esto produjo una considerable reducción de las penas solicitadas, tal como se muestra a continuación: Ex comandante Procesado Tte. Gral (R) Jorge Rafael Videla Penas solicitadas por la Fiscalía Prisión perpetua más la accesoria del Art. 52 del Código Penal (reclusión por tiempo indeterminado) Almirante (R) Emilio Eduardo Massera Ídem Brig. Gral. (R) Orlando Ramón Agosti Ídem Tte. Gral. (R) Roberto Eduardo Viola Prisión perpetua Almirante (R) Armando Lambruschini Ídem Brig. Gral. (R) Omar Domingo R. Graffigna Tte. Gral. (R) Leopoldo Fortunato Galtieri Almirante (R) Jorge Isaac Anaya Brig. Gral. (R) Basilio Arturo Lami Dozo Pena impuesta por la Cámara Federal Reclusión perpetua, inhabilitación absoluta perpetua; accesorias legales y accesoria de destitución; costas del juicio Prisión perpetua, inhabilitación absoluta perpetua, accesorias legales y accesoria de destitución; costas 4 años y 6 meses de prisión, inahibilitacion absoluta perpetua, accesorias legales y accesoria de destitución; costas 17 años de prisión, inhabilitación absoluta perpetua, accesorias legales y accesoria de destitución; costas 8 años de prisión, inhabilitación absoluta perpetua, accesorias legales y accesoria de destitución; costas 15 años de prisión Absuelto de culpa y cargo Ídem Absuelto de culpa y cargo 12 años de prisión Absuelto de culpa y cargo 10 años de prisión Absuelto de culpa y cargo Fuente: “Penas pedidas y condenas”, La Nación, 10/12/1985: 1 Amplios sectores de la sociedad, entre los cuales estaban los organismos de derechos humanos, consideraron que la condena era demasiado benigna; mientras que otros cuestionaron la legalidad del procedimiento en su conjunto. Con todo, el final del juicio fue percibido como un momento histórico, a partir del cual ya no cabían dudas sobre lo ocurrido durante la dictadura. En efecto, “…el juicio se constituyó en el espacio donde la lógica jurídica, al transformar los datos de la historia en pruebas, terminó produciendo la información legítima sobre lo que había pasado en los últimos años en la Argentina. La lógica jurídica, expuesta públicamente, tuvo la capacidad de ordenar el pasado, dar verosimilitud y dejar fuera de toda sospecha al relato de los testigos…” (Acuña y Smulovitz, 1995: 58). Esta interpretación no es producto exclusivo del análisis que intelectuales y expertos hicieron tiempo posterior, sino que también fue sostenida por la opinión pública inmediatamente después de conocer el fallo. Al menos, así lo demuestra una de las noticias publicadas por Clarín el 11 de diciembre de 1985: 34 “El fallo de los camaristas será, como sucede con la mayoría de los puntos de inflexión históricos, objeto de controversia. Sin embargo, hay entre sus muchos efectos uno de características irreversibles: clausura por siempre el debate sobre la existencia de ese horror cercano en que el país se expresó con una violencia tan intensa e ilimitada que es difícil hallar antecedentes, siquiera en la convulsionada etapa de la Organización Nacional.” (Cardoso, 1985: 4) ¿Qué dijo precisamente la justicia que había sucedido? ¿Cómo explicó la violencia política que signó los años `70 y principios de los `80? En términos generales, los jueces respetaron la visión propuesta por la fiscalía. Así, primeramente desecharon la teoría de la guerra antisubversiva como elemento justificador de la metodología clandestina e ilegal utilizada por las FF.AA.: “Se han estudiado las conductas incriminadas a la luz de las justificaciones del Código Penal, de la antijuricidad material y del exceso. Se ha recorrido el camino de la guerra. La guerra civil, la guerra internacional, la guerra revolucionaria o subversiva. Se han estudiado las disposiciones del derecho positivo nacional; analizado las reglas escritas del derecho de gentes; consultado la opinión de los autores de derecho constitucional, de derecho internacional público, de los teóricos de la guerra convencional y de los ensayistas de la guerra revolucionaria. Se han mentado los usos de la guerra impuestos por las costumbres de los pueblos civilizados. Se ha aludido a las normas de la ética. Se han atendido las enseñanzas de la Iglesia Católica. No se ha encontrado, pues, que conserve vigencia ni una sola regla que justifique o, aunque más no sea, exculpe a los autores de hechos como los que son materia de este juicio. Ni el homicidio, ni la tortura, ni el robo, ni el daño indiscriminado, ni la privación ilegal de la libertad, encuentran en esas leyes escritas o consuetudinarias o en esos autores una nota de justificación, o de inculpabilidad.” (Reproducido en La Nación, 10/12/1985: 19) En su lugar, tal como ya lo había hecho Strassera, sostuvieron que la sociedad había sido víctima pasiva de las acciones violentas cometidas por la guerrilla insurgente y el terrorismo de Estado. Con ello, la teoría de los dos demonios alcanzaba el estatus de verdad jurídica: “El fenómeno terrorista tuvo diversas manifestaciones con distintos signos ideológicos en el ámbito nacional con anterioridad a la década del 1970; es este año el que marca el comienzo de un período que se caracterizó por la generalización y gravedad de la agresión terrorista evidenciadas no sólo por la pluralidad de bandas que aparecieron en escena, sino también por el gran número de acciones delictivas que emprendieron e incluso por la espectacularidad de muchas de ellas (…). Paralelamente al fenómeno ya comentado comenzó a desarrollarse en la primera mitad de la década pasada otra actividad de tipo también terrorista, llevada a cabo por una organización conocida entonces como Alianza Anticomunista Argentina (AAA), cuyo objetivo aparente fue el de combatir a aquellas bandas subversivas, comenzando contemporáneamente a producirse desapariciones de personas atribuibles a razones políticas.” (Reproducido en La Nación, 10/12/1985: 17) El 9 de diciembre no sólo finalizó la disputa que durante meses llevaron a cabo en la arena judicial dos fracciones sociales, una representada por la fiscalía y otra, por los abogados defensores; sino que además concluyó un «trabajo» de construcción de la 35 memoria sobre nuestro pasado reciente. Trabajo que, junto con el informe Nunca Más, aún continúa siendo uno de los principales polos de referencia. Por ello, toda ulterior interpretación hubo (y habrá) de entablar algún tipo de relación, sea de apoyo u oposición, con la verdad allí demostrada. Asimismo, la sentencia consumó la estrategia oficial comenzada tiempo atrás con la sanción de los decretos presidenciales 157/83 y 158/83. Esto es, demostrar que la naciente democracia rompía con una larga historia de a-juridicidad. Con el fin del juicio, quedó expuesto que nadie estaba al margen, o mejor dicho, por sobre la ley. Ni siquiera aquellos que lograran sustituir exitosamente a las autoridades constitucionales. Así, se cumplía con un objetivo de justicia retroactiva y preventiva simultáneamente. Cabe destacar que los magistrados se expresaron en un lenguaje más impersonal y objetivo que el utilizado por la fiscalía. Cargado de términos administrativo-jurídicos, el impacto emocional que su discurso provocó en la audiencia fue sustancialmente menor, aunque sus efectos simbólicos resultaron similares. En primer lugar, transfirió la culpa del genocidio a los grupos armados de izquierda que actuaron durante aquellos años. Razonó que sin su existencia la represión nunca hubiera sido necesaria: “Al efecto se parte de la situación preexistente al 24 de marzo de 1976, y luego de reseñar los aspectos más salientes del fenómeno insurreccional que se manifestó en el país a partir de 1960 y, muy especialmente en la década del 70, afirmándose que la Cámara tiene por acreditado que la subversión terrorista puso una condición, sin la cual los hechos que hoy son objeto de juzgamiento posiblemente no se hubieran producido.” (Reproducido en La Nación, 10/12/1985: 18) En segundo lugar, no produjo horror o paralización. Al igual que en la etapa acusatoria, el estupor y escepticismo que la mención de las declaraciones de los testigos pudo haber causado, se debe más a un efecto de la propia lógica jurídica, que a una morbosa rememoración de las vejaciones. De hecho, los jueces sintetizaron, ordenaron y dieron sentido a los sucesivos relatos escuchados durante la audiencia pública. Fue esta elaboración lo que permitió probar la existencia del Estado terrorista. En suma puede afirmarse que los comandantes establecieron secretamente, un modo criminal de lucha contra el terrorismo. Se otorgó a los cuadros inferiores de las Fuerzas Armadas una gran discrecionalidad para privar de libertad a quienes aparecieran, según la información de inteligencia, como vinculados a la subversión; se dispuso que se los interrogara bajo tormentos y que se los sometiera a regímenes inhumanos de vida, mientras se los mantenía clandestinamente en cautiverio; se concedió, por fin, una gran libertad para apreciar el destino final de cada victima, el ingreso al sistema legal (Poder Ejecutivo Nacional o justicia), la libertad o, simplemente, la eliminación física. De más está decir que el Estado terrorista descrito por la justicia, difiere de la caracterización propuesta por Duhalde (1999). Aunque ambos coinciden en la descripción 36 de la metodología represiva implementada, la primera olvida que el Estado terrorista tuvo como objetivo último imponer un modelo económico dependiente y desarticular el entramado social para así lograr la aceptación del genocidio. Por ello, Feierstein sostiene que “…a la conceptualización de Duhalde se la vació de su raíz contestataria y se la diluyó en el análisis de una modalidad operativa de los militares que usurparon el poder constitucional.”(Feierstein, 2007) Finalmente, a diferencia de la versión de la fiscalía, los jueces no negaron la identidad de las víctimas ni enfatizaron su inocencia como forma de condena y descalificación de la represión. De hecho, no emitieron opinión alguna sobre las subjetividades de los desaparecidos y sobrevivientes18. En contraposición, llama la atención las reiteradas veces que se pronunciaron sobre la metodología utilizada: “Se ha demostrado que, pese a contar los comandantes de las Fuerzas Armadas que tomaron el poder el 24 de marzo de 1976, con todos los instrumentos legales y los medios para llevar a cabo la represión de modo lícito, sin desmedro de la eficacia, optaron por la puesta en marcha de procedimientos clandestinos e ilegales sobre la base de órdenes que, en el ámbito de cada uno de sus respectivos comandos, impartieron los enjuiciados.” (Reproducido en La Nación, 10/12/1985, p. 16) “Se desecharon las causas de justificación alegadas por las defensas, puesto que sin desconocer la necesidad de reprimir y combatir a las bandas terroristas, tal represión y combate nunca debió evadirse del marco de la ley, mucho más cuando las Fuerzas Armadas contaban con instrumentos legales vigentes desde antes del derrocamiento del gobierno constitucional: podían declarar zonas de emergencia, dictar bandos efectuar juicios sumarios y aun, aplicar penas de muerte.” (Reproducido en La Nación, 10/12/1985, p. 16) “Se estableció en el curso de este fallo que los instrumentos empleados para repeler la agresión terrorista no respondieron ni al derecho vigente, ni a las tradiciones argentinas, ni a las costumbres de las naciones civilizadas y que el Estado contaba con otros muchos recursos alternativos que respondían a aquellas exigencias.” (Reproducido en La Nación, 10/12/1985, p. 19) Como se observa, los jueces justificaron la represión y el aniquilamiento de algunas fracciones sociales pero no así los métodos empleados para ello. Encontraron inadmisible que las FF.AA. no hayan seguido ninguna regla del derecho vigente para acabar con las «bandas terroristas». Análogamente a la distinción entre victimas culpables e inocentes, donde el exterminio de las primeras es entendible o justificable; habría una «buena represión» y una «mala represión», siendo ésta última intolerable porque no respeta las convenciones oficiales. Aunque sabemos que el lenguaje jurídico codifica el mundo en términos de legal/ ilegal, no deja de sorprender la naturalidad -y necesariedad- con que se plantea la represión legal de los elementos subversivos. Desde esta perspectiva, 18 A lo largo del análisis de la sentencia, no observé caracterizaciones de las víctimas similares a las pronunciadas por la fiscalía. Sin embargo, no desecho que esto pueda deberse a los sesgos introducidos por las fuentes (limitadas) de información. 37 entonces, lo único reprochable al régimen militar es su metodología, no sus fundamentos. Lo que se cuestiona es la forma que adquirió la represión y, no su contenido. Queda abierta, pues, la duda si esta manera de enunciación constituye otro modo de realización simbólica en la medida que desliza el debate hacia los «buenos modos de reprimir» y, con ello, impide recomponer las condiciones históricas y sociales que habilitaron la práctica social genocida. A modo de síntesis A lo largo de estas páginas, intenté analizar el juicio a las Juntas Militares como un «escenario de la memoria» donde diversas historias entraron en diálogo y confrontación a fin de producir la verdad sobre la violencia política y las desapariciones en Argentina. Cada una de estas historias no sólo suponía un programa concreto de tratamiento sobre el pasado, sino también modos de realización simbólica específicos. Esquemáticamente, Testigos Fiscalía Horror y paralización Teoría de los dos demonios Juicio a las Juntas Militares Negación identidad de las víctimas Defensas Guerra sucia Jueces Transferencia de la culpa “AJENIZACIÓN” de la SOCIEDAD INCOMPRENSIÓN del PROCESO GENOCIDA podemos resumir las principales similitudes y discrepancias del siguiente modo: Fuente: Elaboración propia La primera diferencia que salta a la vista es que no todos los actores participaron de igual manera. Algunos estuvieron presentes a lo largo de todo el proceso y, por ende, los denominamos estables. Otros sólo asistieron esporádicamente en carácter de testigos o audiencia y, a ellos los consideramos ocasionales. Estos últimos no tuvieron la posibilidad de enunciar su propia versión de los hechos. Mientras que el público guardó silencio; los testigos, guiados por las preguntas de los abogados querellantes, defensores y magistrados, aportaron la evidencia que permitió demostrar la implementación de un sistemático plan de exterminio. Su intervención 38 individual, secuencial e independiente, impidió reconstruir su historia como sujetos políticos, sus experiencias de clase, sus prácticas autónomas y solidarias. De ellos, escuchamos únicamente los padecimientos corporales que sufrieron en los centros clandestinos de detención. Así, pues, los primeros meses del juicio, no sólo causaron horror y paralización en la opinión pública, sino que además impidieron reconstruir las identidades de las víctimas, sus memorias, sus trayectorias; en fin, todo aquello que hacían y, en última instancia, explica la ejecución de un genocidio destinado a desaparecerlos material y simbólicamente. Exactamente en el polo opuesto se encontraban los actores estables. Ellos tuvieron la oportunidad de exponer su propia interpretación de los sucesos acaecidos bajo el régimen militar, aunque sus versiones fueron divergentes e incluso antagónicas entre sí. En este sentido, pueden identificarse dos grupos. Por un lado, los defensores de los ex comandantes intentaron fundamentar la violación a los derechos humanos en la necesidad de reprimir las actividades contestatarias que llevaban adelante algunas organizaciones guerrilleras. Por ello, nominaron a la represión como guerra sucia o antisubversiva. Desde esta perspectiva, la peligrosidad de los grupos combativos era tal que no sólo justificaba las acciones ilegales que las FF.AA. pudieron haber cometido, sino que además los ubicaba como enteros responsables de las mismas. El secuestro, tortura y desaparición de miles de personas no era culpa de los perpetradores. Ellos sólo estaban cumpliendo con su deber. En consecuencia, las defensas cuestionaron el procesamiento judicial y reclamaron para sus clientes agradecimiento y gratitud por haber salvado a nuestra nación de la dictadura marxista-leninista. Por otro lado, la fiscalía y los magistrados negaron que en Argentina hubiera habido una guerra sucia. Basados en la teoría de los dos demonios, limitaron la responsabilidad de la violencia política a los grupos armadas de izquierda y de derecha que actuaron por aquellos años, de modo que la sociedad fue presentada como testigo involuntario de las atrocidades vividas. El terrorismo estatal, aunque no su metodología, fue explicado por las acciones de la guerrilla. Así, la culpa nuevamente abandonaba el lado de los perpetradores para ubicarse en el de las víctimas. A diferencia de la fiscalía, los jueces no sostuvieron la inocencia de los desaparecidos y sobrevivientes como forma de descalificación de la represión. Al guardar silencio sobre las prácticas que ellos desarrollaban antes de su detención, evitaron una de las formas de realización simbólica más difundidos durante los años de la transición Ahora bien, lo que me interesa destacar es que tanto la interpretación de los acusados, como de la fiscalía y los jueces compartieron un elemento central: desconocer 39 el apoyo que buena parte de la ciudadanía brindó al régimen militar. En efecto, las historias expuestas por ellos perdieron de vista que “…la dictadura fue algo muy distinto de una ocupación extranjera, y que su programa brutal de intervención sobre el Estado y sobre amplios sectores sociales no era en absoluto ajeno a tradiciones, acciones y representaciones políticas que estaban presentes en la sociedad desde bastante antes.” (Vezzetti, 2003: 39). En otras palabras, durante el juicio se conformó un régimen de la memoria que diluyó la participación, directa e indirecta, que muchos prestaron (Crenzel, 2008). Tal vez, esta interpretación hubo de convertirse en hegemónica porque ella condensaba intereses de múltiples actores sociales, desde quienes habían vivido con ajenidad el proceso militar, hasta aquellos otros cuya participación criminal no iba a ser revisada. Sea como fuere, a pesar de lo mucho que develó, el final del juicio dejó sin responder la pregunta sobre cómo fue posible que el poder criminal del Estado haya podido instalarse y perdurar durante tantos años. El derecho como productor de verdad Cuando comencé este trabajo me interesó saber si el veredicto emitido por el Poder Judicial constituía la mayor revelación pública de lo ocurrido bajo el régimen militar o, por el contrario, era simplemente la verdad que el derecho había construido. Llegada a este punto, creo que fue ambas. Por un lado, vimos que el enjuiciamiento a los ex comandantes fue un proceso largo y trabajoso. Muchos actores, entre quienes se destacan los organismos de derechos humanos y el gobierno de Alfonsín, lucharon por evitar la impunidad y ocultamiento de lo sucedido durante aquellos años de hierro. En este sentido, el juicio representó el mayor símbolo de oposición al carácter clandestino y secreto que adquirió la represión. Allí, se expuso públicamente y sancionó una verdad imborrable: los militares habían desarrollado un plan sistemático de detenciones ilegales y asesinatos. Sin embargo, la práctica jurídica que le dio origen tuvo efectos preformativos sobre esa verdad. Sabemos que el derecho produce un tipo de saber que no tiene tanto que ver con el descubrimiento de una realidad inmanente, como con el resultado de las disputas entre diversos actores. Como sostiene Foucault: “…el conocimiento es simplemente el resultado del juego, el enfrentamiento, la confluencia, la lucha y el compromiso. (…) Solamente en esas relaciones de lucha y poder, en la manera en que las cosas se oponen entre sí, en la manera en que se odian entre sí los hombres, luchan, procuran dominarse unos a otros, comprendemos en qué consiste el conocimiento.” (2003: 21, 28). 40 En nuestro caso, lo que se dio a conocer fue la existencia del terrorismo de Estado y a los mayores responsables de su implementación. Se dio a conocer que aquí no hubo una guerra contra la subversión, sino atropellos contra los derechos humanos cometidos por los miembros de las FF.AA. y de seguridad. Se dio a conocer las torturas, laceraciones y humillaciones que sufrieron los detenidos. En este mismo movimiento, se desconoció la interpretación que las propias víctimas tenían de los hechos. Se desconoció las relaciones sociales que ellos encarnaban. Se desconoció que la dictadura intentó penetrar capilarmente en todo el tejido social para implantar el orden y la autoridad en la escuela, el mercado y la familia. Se desconoció que la instauración y desarrollo de la violencia estatal precisó una sociedad que se patrullara a sí misma y que centenares de sujetos colaboraron para que así fuera (O`Donnell, 1983). Se desconoció que quienes no estaban en el banquillo de los acusados, no eran necesariamente inocentes. En fin, se desconoció el orden que dio fundamento a la práctica social genocida y, con ello, la forma de evitar su reiteración. 41 Anexo: Delitos imputados por la Fiscalía a cada uno de los procesados Delitos imputados Primera Junta (1976-1980) Segunda Junta (1980-1981) Tercera Junta (1981-1982) Tte. Gral. Videla Almirante Massera Brig. Gral. Agosti Tte. Gral. Viola Almirante Lambruschini Brig. Gral. Graffigna Tte. Gral. Galtieri Almirante Anaya Brig. Gral. Lami Dozo Total Homicidio calificado 83 83 88 5 5 - - - - 264 Privación ilegítima de la libertad 504 523 581 152 117 34 11 1 1 1.924 Aplicación de tormentos 254 267 278 49 35 15 1 - - 899 Robo agravado 94 102 110 17 8 - - - - 331 Falsedad ideológica de documentos público 180 201 234 105 96 67 17 3 1 904 Usurpación 4 4 6 1 1 1 1 1 1 20 Reducción a servidumbre 23 23 27 32 32 18 8 1 1 165 Extorsión 1 1 1 - - - - - - 3 Secuestro extorsivo 2 2 2 - - - - - - 6 Supresión de documento 1 1 1 - - - - - - 3 Sustracción de menores 7 11 11 1 1 1 - - - 32 Tormentos seguidos de muerte 7 7 7 - - - - - - 21 Encubrimiento - - - - - 172 217 217 217 823 Total 1.160 1.225 1.346 362 295 308 255 223 221 5.395 Fuente: “Penas pedidas y condenas”, La Nación, 10/12/1985: 1 42 Bibliografía ACUÑA, Carlos: “Lo que el juicio nos dejó” en Puentes, Año 1, Nro. 2, Vol 1, Nro. 2, Diciembre 2000, La Plata, Centro de Estudios por la Memoria, 2000 ACUÑA, Carlos y SMULOVITZ, Catalina: “Militares en la transición argentina: del gobierno a la subordinación constitucional” en ACUÑA, Carlos et al: Juicio, castigos y memorias. 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