Gaidar - Timur y su pandilla

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TIMUR Y SU PADILLA
Arkadi Gaidar
Edición: Progreso, Moscú 1974.
Lengua: Castellano.
Digitalización: Koba.
Distribución: http://bolchetvo.blogspot.com/
TIMUR Y SU PADILLA
Hacía tres meses que el coronel Alexándrov, que
mandaba una división blindada, no estaba en su casa.
Debía estar en el frente.
A mediados de verano, sus hijas, Olga y
Evguenia, recibieron un telegrama: su padre les
proponía que pasaran lo que quedaba de las
vacaciones en la casa de campo, que tenían en las
cercanías de Moscú.
Con el pañuelo de colores que le sujetaba el
cabello un poco echado hacia atrás, apoyada en el
mango de la escoba, Evguenia, muy seria, escuchaba
a Olga:
- Yo me voy con los trastos. Tú arreglas el piso.
No veo por qué tienes que bajar ni subir las cejas, ni
pasarte esa punta de la lengua por los labios. Cierras
la puerta. Te llevas los libros y los devuelves a la
biblioteca. No vayas a casa de ninguna amiga.
Derechita a la estación. Desde allí le mandas a papá
este telegrama. Luego te metes en el tren y vienes a
la casa de campo... Evguenia, tienes que obedecerme,
soy tu hermana...
- Somos hermanas...
- Desde luego... Pero yo soy la mayor... Y al fin y
al cabo es lo que ha dicho papá.
Cuando por fin se oyó el ruido del motor y se
alejó la camioneta, Evguenia, dando un suspiro, miró
en torno suyo. El mismo desorden, el mismo revoltijo
por todas partes. Se acercó al espejo, en cuyo cristal
polvoriento se reflejaba el retrato de su padre,
colgado en la otra pared.
¡Qué importaba! Olga podía ser mayor, y por
ahora había que obedecerla. Pero en cambio ella,
Evguenia, tenía exactamente la misma nariz, la
misma boca, las mismas cejas que su padre. Y
tendría, probablemente, el mismísimo carácter.
Se apretó aún más fuerte el pañuelo que le ceñía
la cabeza. Se quitó las sandalias. Fue a buscar un
trapo. De un tirón, quitó el tapete de la mesa, metió el
cubo debajo del grifo, agarró la escoba y barrió hacia
la puerta un montón de basura.
No tardaron en silbar y jadear los hornillos de
petróleo.
Pronto estuvo el suelo inundado de agua. En la
artesa de zinc la espuma de jabón subía y se deshacía
en murmullos y burbujas. Y la gente que pasaba por
la calle miraba con cierto recelo a una chiquilla
descalza, vestida de rojo, de pie en una de las
ventanas del tercer piso, limpiando muy decidida los
cristales de las ventanas abiertas de par en par.
En pleno sol, la camioneta avanzaba a todo gas
por la ancha carretera. Con los pies sobre una maleta,
acodada en un bulto, Olga iba sentada en un sillón de
mimbre. El gatito pelirrojo que tenía sobre las
rodillas iba jugando con un ramito de acianos.
Hacia el kilómetro treinta, les adelantó una
columna motorizada del Ejército Rojo. Sentados en
filas sobre los bancos de madera, con los fusiles
apuntando al cielo, los soldados cantaban al unísono.
Con aquella canción, no había puerta ni ventana
que no se abriera de par en par en las isbas. Los
chiquillos salían alegres como pájaros de detrás de
las cercas, de los huertos y jardines de las casas.
Agitaban las manos, les tiraban a los soldados
manzanas que aún no estaban maduras, corrían detrás
gritando vivas, y entablaban sin más batallas y
combates, adentrándose por entre los ajenjos y las
ortigas en fogosas cargas de caballería.
El camión tomó el camino que conducía hacia el
grupo de casas de campo y se detuvo ante una de
ellas, una casa cubierta de hiedra.
El chófer y su ayudante abrieron la caja y
empezaron a descargar la camioneta mientras Olga
abría la terraza acristalada.
Desde allí se veía el gran jardín abandonado. Al
fondo del jardín había un viejo cobertizo de dos
pisos, sobre cuyo tejado ondeaba una pequeña
bandera roja.
Olga volvió junto al camión. Allí se le acercó una
enérgica viejecita; era una vecina, la lechera. Se
ofreció para arreglar la casa, lavar las ventanas, los
suelos y las paredes.
Mientras la vecina buscaba los cubos y elegía los
trapos, Olga, con el gatito, se fue al jardín.
En los troncos de los árboles de cerezas,
picoteadas por los gorriones, brillaban las gotas de
resina reblandecida por el calor. Olía intensamente a
grosella, a manzanilla, a ajenjo. El tejado del viejo
cobertizo, cubierto de musgo, estaba agujereado, y
por aquellos agujeros salían unas cuerdas que
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desaparecían por entre las hojas de los árboles.
Olga se abrió paso por entre los avellanos y se
quitó una tela de araña que se le había pegado a la
cara.
¿Pero qué pasaba? La bandera roja no ondeaba ya
en lo alto del tejado. No quedaba más que un palo, el
asta.
Olga oyó una conversación, en la que se cruzaban
rápidamente palabras inquietas. De pronto,
rompiendo las ramas secas, la pesada escalera que
estaba adosada a la ventana del desván del cobertizo,
cayó con un ruido infernal y, aplastando las bardanas,
quedó con un ruido sordo tendida en el suelo.
Las cuerdas, sobre el tejado, vibraron en el aire.
El gatito, dejando a Olga con las manos arañadas, se
refugió entre las ortigas. Olga se detuvo, perpleja,
miró en torno suyo, toda oídos. Pero ni en el jardín,
ni en el de al lado, ni en el cuadrado oscuro que
dibujaba la ventana del desván se veía ni se oía a
nadie.
Volvió hacia la casa.
-Son los chiquillos que se dedican a hacer
diabluras en los jardines de los demás, le explicó la
lechera. Ayer, en casa de unos vecinos, no dejaron
una manzana en los árboles, destrozaron un peral.
Los hay así ahora... golfos. Yo, querida, tengo a mi
hijo en el Ejército Rojo. Se fue a hacer el servicio
militar sin haber bebido en su vida. "Adiós, madre",
me dijo. Y se fue tan tranquilo, silbando, hijo de mi
alma. Yo, claro, cuando llegó la noche, qué remedio,
me entró la morriña, hasta me puse a llorar. Después,
me duermo y al cabo de un rato me despierto y me
parece que alguien anda rondando cerca de mi casa.
Y me digo que ahora estoy sola, que no tengo quien
me defienda... Una vieja como yo, no es muy difícil
acabar con ella. Basta con darle con un ladrillo en la
cabeza. Pero por aquella vez no lo quiso Dios, no me
robaron nada. Estuvieron yendo y viniendo de un
lado para otro y se fueron. Tenía yo delante de la
puerta una tina, una tina de roble, que ni entre dos
podrían moverla. A la mañana siguiente, me la
encontré a unos veinte pasos de donde la había
dejado. Eso es todo lo que sé. Vaya usted a saber
quiénes son ni quiénes puedan ser.
Al atardecer, cuando estuvo terminada la
limpieza, Olga salió a la puerta de la casa. Con todo
cuidado, sacó de su estuche de cuero el regalo de su
padre, un acordeón blanco, incrustado de nácar, que
le había mandado el día de su cumpleaños.
Se colocó el acordeón sobre las rodillas, se pasó la
correa por los hombros, y se puso a tocar la música
de una canción que había oído hacía unos días:
Aunque sólo fuera veros
Una sola vez, aunque sólo fuera veros
Una vez y dos y tres...
Pero nunca sabréis
En el rápido avión
Que os estuve esperando hasta el amanecer.
Aviadores, pilotos
Con vuestras bombas y ametralladoras,
Os fuisteis lejos, muy lejos
¡Cuándo volveréis!,
No sé si será pronto
Pero tenéis que volver...
Aunque sea alguna vez...
Aun antes de haber terminado de canturrear, hubo
ya de dirigir Olga alguna que otra breve mirada
vigilante hacia un oscuro matorral que crecía junto a
la valla del jardín.
Apenas hubo terminado la canción, se levantó
rápidamente, se volvió hacia el matorral y preguntó
en voz alta:
- ¿Quiere Ud. hacer el favor de decirme por qué
se esconde ahí detrás? ¿Se puede saber lo que ha
venido a hacer aquí?
De detrás del matorral salió un hombre que
llevaba un traje blanco de lo más corriente. Con una
inclinación de la cabeza, respondió cortésmente:
-No crea Ud. que me escondo. Es que yo soy
también un poco artista. No quería molestarla. Por
eso estaba ahí, escuchando.
- Podía Ud. haber escuchado igual desde la calle.
No me explico por qué ha tenido Ud. que saltar la
cerca.
- ¿Yo? ¿Saltar la cerca? -Pareció ofenderse el
hombre-. Perdone Ud., pero me está Ud. tratando de
gato. Allí, en la esquina, faltan unas cuantas tablas de
la valla, y por esa abertura es por donde he pasado.
- ¡De acuerdo! -dijo Olga con una risita-. Pero
aquí tiene Ud. la verja. Y me va a hacer el favor de
pasar por ella para volver a salir a la calle.
El hombre se mostró dócil. Sin decir palabra, pasó
por la verja, la cerró. Aquello le gustó a Olga.
- ¡Espere Ud.! -le dijo bajando al jardín de la
casa-. ¿Ud. qué es, artista?
- No -contestó el hombre-. Soy ingeniero
mecánico, pero mis ratos de ocio los dedico a tocar y
cantar en la ópera de la fábrica.
- Oiga Ud. -dijo de pronto Olga con toda
sencillez-, acompáñeme a la estación. Estoy
esperando a mi hermana pequeña. Ya es tarde, es de
noche, y aún no ha llegado. No se crea que me da
miedo, pero es que aún no conozco las calles de por
aquí. Pero no, oiga Ud., ¿por qué vuelve a abrir la
verja? Puede Ud. esperarme en la calle.
Entró a dejar el acordeón, se puso un chal sobre
los hombros y echaron a andar por la oscura calle,
que olía a flores y rocío.
Estaba enfadada contra su hermana, por lo que
apenas despegó los labios en todo el camino. Su
acompañante, en cambio, le dijo que se llamaba
Gueorgui Garáev y que trabajaba en una fábrica de
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Timur y su pandilla
automóviles.
Pasó un tren, otro tren, y no llegó Evguenia. Pasó
un tercer tren, el último.
- ¡Con esta dichosa chiquilla, se harta una a
disgustos! -dijo amargamente Olga. Si al menos yo
tuviera treinta o cuarenta años. Pero como ella tiene
trece y yo dieciocho, no hay manera de que me
obedezca.
- ¡Cuarenta no, por favor! -dijo decididamente
Garáev-. Vale cien veces más tener dieciocho. Lo
que debe Ud. hacer es no preocuparse. Su hermana
llegará mañana por la mañana.
No quedaba nadie en el andén. Garáev sacó su
pitillera y al instante se le acercaron dos mozalbetes,
que sacaron cada cual un cigarrillo, esperando el
fuego. Garáev encendió en efecto una cerilla, pero la
acercó al rostro del mayor de los chicos:
- Antes de pedir fuego, joven, hay que dar las
buenas tardes, porque ya tenemos el gusto de
conocernos. Yo le he visto a Ud. ya en el Parque,
cuando con tanto entusiasmo por el trabajo arrancaba
Ud. una de las tablas del cercado. ¿Se llama Ud.
Mijaíl Kvakin, si no me equivoco?
El chico rezongó, dio un paso hacia atrás y
Garáev apagó la cerilla, tomó a Olga por el brazo y
se la llevó hacia casa.
Cuando se hubieron alejado, el otro muchacho se
metió detrás de una oreja el mugriento cigarrillo, y
dijo en tono despreocupado:
- ¿Quién es ese propagandista que nos ha
salido?... ¿De por aquí?
- Cómo no -contestó Kvakin de mala gana-. Es el
tío de Timur Garáev. A ése habría que pillarle y darle
una paliza. Se ha organizado una pandilla, y al
parecer están trabajando contra nosotros.
En aquel momento, los dos amigos vieron al
extremo del andén, bajo un farol, a un señor
respetable, de pelo cano, que bajaba las escaleras
apoyándose en un bastón.
Era uno de los vecinos del poblado, el médico
Kolokólchikov. Salieron corriendo hacia él, para
preguntarle con desparpajo si tenía cerillas. Pero ni
su aspecto ni su manera de hablar debieron ser del
gusto de aquel distinguido caballero, porque se
volvió, les amenazó con su nudoso bastón y
prosiguió su camino.
En la estación, en Moscú, Evguenia no había
tenido tiempo de mandar el telegrama a su padre, por
lo cual, en cuanto se bajó del tren, lo primero que
decidió hacer fue irse al correo de la aldea.
Después de atravesar el viejo parque cogiendo
campanillas, salió a la encrucijada de dos calles
bordeadas de huertos y jardines. Aquellos jardines
desiertos eran prueba fehaciente de que en todo caso
no era aquella la dirección que buscaba.
Por allí, una chiquilla, no sin alguna que otra
palabrota, arrastraba enérgicamente por los cuernos a
una tozuda cabra.
- Haz el favor, niña -le gritó Evguenia-, ¿cómo se
va de aquí a Correos?
Pero en aquel preciso momento la cabra se
desmandó, embistió y se lanzó al galope por el
parque, y la chiquilla, con un chillido, salió disparada
tras ella. Evguenia miró en torno suyo: era casi de
noche y no se veía un alma. Abrió el portillo de una
de aquellas casas, una casa gris de dos pisos, y se fue
por el caminito del jardín hacia la puerta de entrada.
- ¿Quiere Ud. hacer el favor de decirme -preguntó
Evguenia en voz bien alta, pero muy amablemente, y
sin abrir la puerta- cómo podría ir desde aquí a
Correos?
No contestó nadie. Evguenia esperó un momento
y, después de pensarlo, abrió la puerta, pasó por el
corredor y entró en una habitación. No había nadie.
Entonces, turbada, dio media vuelta, para marcharse,
pero en aquel momento salió sin hacer ruido de
debajo de la mesa un gran perro canelo, miró
detenidamente a la chiquilla paralizada, y, con un
gruñido, se tendió a través del umbral de la puerta.
- ¡Tonto de perro! -gritó Evguenia tendiendo
asustada los dedos de las manos-. ¡Si yo no soy una
ladrona! Yo no me he llevado nada. Esto es la llave
de nuestra casa. Eso es el telegrama para papá. Mi
papá es coronel. ¿Comprendes?
El perro no gruñía, pero no se movía. Evguenia,
tratando de acercarse poco a poco a la ventana
abierta, seguía diciéndole:
- ¡Muy bien! ¿Estás echado? Pues sigue ahí... Eres
un perro muy bueno... un perrito muy inteligente,
muy simpático...
Pero apenas hubo puesto Evguenia una mano en
el alféizar de la ventana, el simpático perrito se
enderezó con un rugido amenazador, y Evguenia, que
de miedo se había encaramado al sofá, se acurrucó
con las piernas encogidas.
- No lo comprendo -se puso a decir casi entre
lágrimas-. Me parece muy bien que persigas a los
ladrones y a los espías, pero yo soy una persona
decente. ¡Eso es! -y le enseñó al perro la lengua-.
¡Imbécil!
Evguenia puso la llave y el telegrama al borde de
la mesa. Había que esperar a que volvieran los
dueños de aquella casa.
Pero pasó una hora, pasaron dos... Se hizo
totalmente de noche. Por la ventana abierta, se oían a
lo lejos los silbidos de las locomotoras, ladraban
perros, la gente jugaba al voleibol. Alguien
rasgueaba las cuerdas de una guitarra. Sólo allí, en
aquella casa gris, reinaba un silencio desesperante.
Evguenia reclinó la cabeza en el travesaño del
sofá y se echó a llorar calladamente.
Al fin acabó por quedarse profundamente
dormida.
Sólo se despertó a la mañana siguiente.
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Por la ventana entraba el suave rumor de los
frondosos árboles lavados por la lluvia. Se oía
chirriar la rueda de un pozo. Alguien aserraba
madera, pero allí, en la casa, seguía reinando el
silencio.
Evguenia tenía ahora debajo de la cabeza una
blanda almohada de cuero, y una ligera sábana le
cubría los pies. El perro no estaba.
¡Alguien había venido a aquella casa durante la
noche!
Evguenia se puso en pie de un salto, se echó hacia
atrás el cabello, se arregló el arrugado vestido, tomó
sobre la mesa la llave, el telegrama y se disponía a
salir corriendo cuando vio allí mismo, encima de la
mesa, una hoja de papel en la que había escrito con
grandes letras, a lápiz azul: "Niña, cuando te
marches, cierra bien la puerta" y debajo, la firma:
"Timur".
¿Timur? ¿Quién sería Timur? Habría que verle y
darle las gracias.
Evguenia pasó a la habitación contigua, donde vio
un escritorio y, encima, un tintero, una pluma, un
cenicero, un espejo de regular tamaño. A la derecha,
junto a unos guantes de conductor, un viejo revólver
en una funda destrozada. Allí mismo, apoyado contra
la mesa en una vaina de cuero resquebrajado y
desgarrado, un sable turco. Evguenia dejó la llave y
el telegrama, tomó el sable, lo desenvainó, lo levantó
por encima de su cabeza y se miró al espejo.
Resultaba francamente terrible, impresionante.
¡Ah, si hubiera podido fotografiarse así y enseñar
después la fotografía a sus compañeras en la escuela!
Hasta habría podido contar una mentirijilla, decir que
su padre se la había llevado un día con él al frente.
En la mano izquierda podía empuñar el revólver. Así.
Así quedaba mucho mejor. Frunció las cejas todo lo
que pudo, apretó los labios y, apuntando al espejo,
apretó el gatillo.
El disparo retumbó en la habitación. El humo veló
la luz que entraba por las ventanas. El espejo que
estaba sobre la mesa cayó sobre el cenicero. Dejando
allí la llave y el telegrama, Evguenia, ensordecida,
salió corriendo de la habitación y de aquella casa
extraña y peligrosa.
Quién sabe cómo, se encontró poco después a la
orilla de un riachuelo. No tenía ni la llave del piso de
Moscú, ni el recibo del telegrama, ni, lo que era aún
peor, el mismo telegrama. Y ahora habría que
contárselo todo a Olga: lo del perro, lo de haberse
quedado a pasar la noche en aquella casa vacía, lo del
sable turco, y al fin y al cabo, lo del disparo. ¡Mala
cosa! Si papá estuviera allí, él lo habría comprendido,
pero Olga no lo comprendería. Olga se enfadaría, a lo
mejor hasta se echaría a llorar. Precisamente eso era
lo peor. Porque llorar, también Evguenia lloraba de
cuando en cuando, pero cuando veía llorar a Olga le
entraban ganas de subirse a un poste de telégrafos, al
Arkadi Gaidar
árbol más alto o a la chimenea de un tejado.
Para hacerse con un poco de valor, se bañó y se
fue poquito a poco en busca de su casa.
Cuando subía los escalones del porche, vio a Olga
en la cocina, encendiendo el hornillo de petróleo. Al
oír pasos, Olga se volvió y, sin decir palabra, clavó
en el rostro de su hermana una mirada hostil.
- ¡Buenos días, Olga! -dijo Evguenia,
deteniéndose en el último escalón y procurando
sonreír-. ¿Olia, no me reñirás?
- ¡Claro que te reñiré! -contestó Olga sin apartar
los ojos de su hermana.
- Pues bueno, ríñeme -dijo resignadamente
Evguenia-. ¡Si supieras lo que me ha ocurrido, la
cosa más extraña, una verdadera aventura! No, Olia,
por favor, no tienes por qué fruncir así las cejas, no
ha ocurrido nada de particular, sencillamente he
perdido la llave del piso y no he podido mandar el
telegrama a papá...
Evguenia entornó los ojos y respiró
profundamente, disponiéndose a soltarlo todo de una
vez. Pero en aquel preciso momento, el portillo del
jardín se abrió con estrépito y la lanuda cabra toda
cubierta de cardillos, embistiendo con los cuernos
muy bajos, se lanzó a la carrera hacia el fondo del
jardín. Detrás de ella, en un grito, pasó como una
fantasma la chiquilla descalza que ya conocía
Evguenia.
Evguenia aprovechó gustosa la ocasión para
interrumpir la peligrosa conversación entablada con
su hermana y se fue a toda prisa al fondo del jardín, a
echar a la cabra. Por fin llegó donde estaba la
chiquilla, jadeante, sujetando a la cabra por los
cuernos.
- Niña, ¿no has perdido nada? -le preguntó
rápidamente, en un murmullo, la chiquilla, sin dejar
de moler a puntapiés a la cabra.
- No -contestó Evguenia sin comprender.
- ¿Y esto? ¿No es tuyo? -dijo la chiquilla,
enseñándole la llave del piso de Moscú.
- Sí que es mío -dijo Evguenia muy bajito,
mirando tímidamente hacia la terraza.
- Aquí tienes la llave, el papel y el recibo, porque
el telegrama ya está mandado -dijo la chiquilla con la
misma rapidez y el mismo murmullo.
Y metiendo a Evguenia en la mano un paquete, le
dio un puñetazo a la cabra.
La cabra salió disparada hacia el portillo y la
chiquilla descalza se fue detrás de ella por entre las
hierbas y las ortigas. En cuanto hubieron pasado el
portillo, desaparecieron como si se las hubiera
tragado la tierra.
Con los hombros encogidos, como si le hubieran
dado de puñetazos a ella, y no a la cabra, Evguenia
deshizo el paquete.
- La llave. El recibo del telegrama. Lo cual quiere
decir que alguien ha mandado el telegrama a papá.
¿Pero quién? ¡Ah, aquí hay una nota! ¿Pero qué
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Timur y su pandilla
quiere decir esto?
Aquel papel, escrito en grandes letras con el
mismo lápiz azul, decía:
"Niña, no le tengas miedo a nadie en tu casa.
Todo está arreglado, y a mí nadie me sacará una
palabra de nada". Firmado: "Timur".
Paralizada, Evguenia se metió silenciosamente la
hoja de papel en un bolsillo. Después se enderezó y
ya muy tranquila se fue hacia donde estaba Olga.
Olga seguía allí, ante el hornillo de petróleo que
no había conseguido encender y tenía ya los ojos
llenos de lágrimas.
- ¡Olga! -exclamó entonces Evguenia con
verdadera amargura-. No ves que era broma. ¿Puede
saberse por qué estás enfadada conmigo? He
arreglado toda la casa, he limpiado las ventanas, he
hecho todo lo que he podido, he lavado todos los
trapos, todos los suelos. Aquí tienes la llave y el
recibo del telegrama. ¡Vamos, dame un abrazo! ¡Si
supieras lo que te quiero! ¡Mira, si es por darte gusto,
subo y me tiro de lo alto del tejado a las ortigas!
Y sin esperar la contestación de su hermana,
Evguenia le echó los brazos al cuello.
- Bueno... Pero comprenderás que yo no podía
estar tranquila -empezó a decir Olga con verdadera
desesperación-. No se te ocurren nunca más que
bromas estúpidas... Y a mí papá me ha dicho...
¡Evguenia, déjame en paz! ¡Evguenia, no ves que
tengo las manos sucias de petróleo! ¡Evguenia, anda,
más vale que pongas a hervir la leche en esa
cacerola!
- Yo... Ya sabes que yo no puedo vivir sin bromas
-balbuceaba Evguenia, mientras Olga había ido a
lavarse las manos en el lavabo.
Dejó caer casi de un golpe la cacerola con la leche
sobre el hornillo, se metió la mano en el bolsillo para
saber si seguía allí el papel y preguntó:
- Olga, ¿Dios existe?
- No existe -contestó Olga metiendo la cabeza
debajo del grifo del lavabo.
- ¿Y entonces quién existe?
- ¡Déjame en paz! -contestó Olga con rabia-. ¡No
existe nadie!
Evguenia se quedó un momento callada y volvió a
preguntar:
- Olga, ¿y quién es Timur?
- No es un dios, es un rey -contestó Olga con
desgana, enjabonándose la cara y las manos-. Un rey
malo, cojo, de la Edad Media.
- ¿Y si no es un rey, y si no es ni malo ni de la
Edad Media? Entonces, ¿quién es?
- Entonces, no lo sé. ¡Déjame en paz! ¿Pero qué
es lo que puede importarte ese Timur?
- Pues me importa porque me parece que le he
tomado un gran cariño.
- ¿A quién? -Y Olga, estupefacta, levantó el rostro
cubierto de espuma de jabón-. ¿Qué es lo que estás
diciendo? ¿Qué son esas invenciones para no dejar
que me lave tranquilamente la cara? Pero espera, que
va a llegar papá, y él verá a quién le tomas o no le
tomas tú tanto cariño.
- ¡Papá! -exclamó Evguenia con solemne tristeza-.
Si llega a venir, sólo será por unos días. Y no será él,
desde luego, quien dirá nada malo de una persona
sola y sin defensa.
- ¿Eres tú, esa persona sola y sin defensa? preguntó Olga con desconfianza-. ¡Ay, hija mía,
acabaré por no comprender el carácter que tienes ni a
quién has podido salir!
Palabras a las que Evguenia, después de bajar la
cabeza y mirándose en el cilindro de la superficie
niquelada de la tetera, contestó sin un segundo de
vacilación:
- ¿A quién he salido? A papá. A nadie más. A él.
A él solo. A nadie más.
...El distinguido doctor Kolokólchikov, un
caballero entrado en años, estaba sentado en su jardín
ocupado en reparar un reloj de pared.
Delante de él, con la expresión más melancólica
que imaginarse pueda, estaba su nieto Nikolái.
Al parecer, ayudaba a su abuelo a reparar el reloj.
En realidad, hacía ya más de una hora que se estaba
allí, con un destornillador en la mano, esperando el
momento en que su abuelo necesitara aquella
herramienta.
Pero la espiral de acero de la cuerda del reloj, que
había que volver a meter en su sitio, se mostraba
tozuda, y el abuelito tenía paciencia. Y parecía que
aquella espera iba a durar por los siglos de los siglos.
Lo cual era sumamente desagradable, sobre todo
porque, por encima de la valla de la casa de al lado,
había asomado ya varias veces su melenuda cabeza
Serafim Simakov, persona muy enterada y
habilidosa. Y aquel Serafim Simakov, con la lengua,
la cabeza y con las manos, le hacía señas a Nikolái,
señas tan extrañas, tan misteriosas, que hasta la
pequeña Tatiana, la hermanita de Nikolái, que sólo
tenía cinco años, y sentada a la sombra del tilo, había
intentado repetida y concienzudamente meterle un
cardillo en la boca al perro que estaba perezosamente
tendido en el suelo, se puso de pronto a chillar y le
tiró al abuelito del pantalón, lo cual tuvo por
consecuencia inmediata la desaparición de la cabeza
de Serafim Simakov.
Por fin, el resorte se decidió a dejarse colocar en
su sitio.
- El hombre debe trabajar -dijo en tono edificante,
levantando la frente cubierta de gotas de sudor y
dirigiéndose a Nikolái el distinguido doctor
Kolokólchikov-. Y tú pones una cara, como si yo
tratara de hacerte tragar aceite de ricino. Dame el
destornillador y ve a buscar las tenazas. El trabajo
ennoblece al hombre. Y eso es precisamente lo que te
falta a ti, nobleza espiritual. Ayer, por ejemplo, te
comiste cuatro helados sin pensar siquiera en tu
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hermanita pequeña.
- ¡Mentirosa, desvergonzada! -exclamó Nikolái
ofendido, lanzando a Tatiana una mirada furibunda-.
Tres veces la dejé morder por dos veces. Ella, en
cambio, fue a quejarse de mí y encima, de camino, se
guardó cuatro kopeks que había sobre la mesa de
mamá.
- Y tú pusiste una noche una cuerda y saltaste por
la ventana -dijo la pequeña Tatiana muy
tranquilamente, sin volver la cabeza-. Y debajo de la
almohada, tienes guardada una linterna. Y anoche,
hubo un golfo que tiró una piedra contra la ventana
de nuestro dormitorio. Lanzó la piedra y silbó, luego
lanzó otra y volvió a silbar.
A Nikolái Kolokólchikov se le cortó la
respiración al oír aquellas atrevidas palabras de su
desvergonzada hermana. Un escalofrío le recorría
todo el cuerpo, de la cabeza a las plantas de los pies.
Felizmente, el abuelito, ocupado con su reloj, no se
fijó en tan peligrosas calumnias, o sencillamente no
las oyó. El colmo de la suerte, fue que en aquel
momento se presentó en el jardín la lechera con sus
jarras, y mientras despachaba la leche, se puso a
contar sus desgracias:
- Pues en mi casa, Fiódor Grigórievich, por poco
se llevan esta noche unos ladrones una tina de roble.
Y hoy me han dicho unos vecinos que, poco después
del amanecer, habían visto en el tejado de mi casa a
dos hombres: sentados en la chimenea, los malvados,
con las piernas colgando.
- ¿Cómo que sentados en la chimenea? Pero
vamos a ver, ¿quiere Ud. decirme para qué diablos
estaban en esa chimenea? -empezó a preguntar,
extrañado, el distinguido doctor.
Pero en aquel preciso momento se oyó del lado
del gallinero un chirrido espantoso. El destornillador
vaciló en la mano del abuelito y el tozudo resorte
aprovechó la ocasión para salir disparado de su nido
e ir a estrellarse contra el hierro del tejado. Todo el
mundo, hasta la pequeña Tatiana, hasta el perezoso
perro, volvió instantáneamente la cabeza, no
comprendiendo de dónde venía aquel ruido ni qué
pasaba. Sólo Nikolái Kolokólchikov, sin decir
palabra, saltó con la ligereza de una liebre por los
surcos de zanahorias y desapareció tras el cercado.
Se detuvo junto al establo, de donde venía, lo
mismo que del gallinero, todo aquel estrépito, como
si alguien estuviera dando golpes con una pesa en un
pedazo de riel de acero. Y allí fue donde se dio de
narices con Serafim Simakov, al que preguntó muy
preocupado:
- ¿Lo oyes? No comprendo... ¿Qué es esto? ¿La
alarma?
- ¡No hombre! Yo creo que es lo del formulario
número uno, la señal de llamada general.
Los dos saltaron la valla y se zambulleron por un
agujero que había en el cercado del parque. Allí se
encontraron con Guennadi, un robusto chicarrón
Arkadi Gaidar
ancho de espaldas. Luego se presentó Vasili
Ladyguin. Y otro, y otros más. Sin hacer el más
mínimo ruido, rápidamente, por caminos que sólo
ellos conocían, iban todos a la correra a un mismo
sitio, cruzando mientras corrían breves palabras:
- ¿Es la señal de alarma?
- No hombre, no, es el formulario número uno,
llamada general.
- ¡Qué llamada general ni qué ocho cuartos! No es
"tres-stop", "tres-stop". Eso es algún estúpido que
está repiqueteando sin parar con la rueda.
-¡Es lo que vamos a ver!
- ¡A comprobar!
- ¡Adelante! ¡A toda marcha!
En la casa donde Evguenia había pasado la noche,
en aquella misma habitación, estaba en ese momento,
un chico alto, moreno, que podía tener unos trece
años. Llevaba un pantalón ligero, negro, y un chaleco
de punto azul marino con una estrella roja bordada en
el pecho.
Se le acercó un viejo, un hombre con todo el pelo
blanco enmarañado. Llevaba una sencilla camisa de
hilo. Sus pantalones, anchísimos, estaban cubiertos
de remiendos. Llevaba un tosco pedazo de palo
sujeto a la rodilla izquierda con unas correas. En una
mano tenía una hoja de papel, con la otra empuñaba
el viejo revólver con su funda destrozada.
- "Niña, cuando te marches, cierra bien la puerta"
-leyó el anciano en voz alta, en son de burla-. ¿Puede
saberse si acabarás por decirme quién ha dormido
esta noche en casa encima del sofá?
- Una niña que yo conozco -contestó el chico de
mala gana-. Como yo no estaba, el perro no la dejó
salir.
¡Mentiras tenemos! -se enfadó el viejo-. Si la
conocieras, aquí, en el papel, hubieras puesto su
nombre.
- Cuando lo escribí, no la conocía. Pero ahora la
conozco.
- No la conocías. Y esta mañana la has dejado
aquí sola... en tu casa. Tú, hijo mío, estás mal de la
cabeza, y hay que llevarte al manicomio, con los
locos. Esa imbécil ha roto el espejo, ha hecho añicos
el cenicero. Menos mal que el revólver estaba
cargado con cartuchos sin bala. ¿Y si hubiera estado
cargado de veras?
- Pero tío... si tú no tienes nunca balas, porque tus
enemigos combaten con fusiles y con sables... de
madera.
Hubiérase dicho que el anciano esbozaba una
sonrisa. Sin embargo, echando hacia atrás su
melenuda cabeza, dijo severamente:
- Ten cuidado. Me doy cuenta de todo. Y por lo
que veo, andas metido en asuntos turbios, que pueden
costarte el que te mande de vuelta a casa de tu madre.
Dando golpes en el suelo con su pata de palo, el
viejo subió la escalera y se fue al piso de arriba.
7
Timur y su pandilla
Cuando hubo desaparecido, el chico dio un salto,
levantó por las patas al perro, que acababa de entrar
en la habitación, y le dio un beso en el hocico:
- ¡Rita, Ritilla! Hoy nos han pillado, a ti y a mí.
Pero no importa, hoy está de buen humor. Ahorita
mismo se pondrá a cantar. En efecto, en la habitación
del piso de arriba se oyó un carraspeo, después
alguien que ensayaba: "tral-la-la" y por fin una grave
voz de barítono entonó:
Tres noches sin conciliar el sueño.
Y una vez y otra vez
El mismo rumor misterioso
En la terrible soledad...
- ¡Quieto, loco de perro! -gritó Timur-. ¿No ves
que me estás destrozando los pantalones? ¿Adónde
quieres que vaya?
Pero de pronto cerró de un gran portazo la puerta
que conducía al piso superior donde estaba su tío, y
siguió al perro que había salido corriendo hacia la
terraza.
Allí, en un rincón, junto a un pequeño teléfono,
una campanilla de bronce que tenía atada una cuerda
se agitaba, dando brincos y golpes contra la pared.
El chico hizo callar la campanilla, apretándola en
una mano, y enrolló la cuerda en un clavo. Las
vibraciones se atenuaron, la cuerda debía haberse
roto por algún sitio. Entonces, sorprendido y de mal
humor, tomó el auricular del teléfono.
Una hora antes, Olga estaba sentada delante de su
manual de Física.
Entró Evguenia y fue a buscar el frasco de la
tintura de yodo.
- Evguenia -preguntó Olga en tono de reproche-,
¿por qué tienes ese arañazo en el hombro?
- Pues es que iba por la calle -contestó Evguenia
con aire despreocupado- y tropecé de camino con una
cosa que tenía no sé qué, puntas, o pinchos. Así fue
como me arañé.
- ¿Y por qué a mí no me sucede eso de
tropezarme de camino con una cosa que tenga puntas
ni pinchos? -dijo Olga remedando a su hermana.
- ¡Mentira! Si te parecen poco las puntas y
pinchos que tiene el examen de Matemáticas que te
espera... ¡Ten cuidado, créeme, que te van a
suspender! Oiga, querida, no te empeñes en ser
ingeniero, estudia Medicina -empezó a decir
Evguenia, colocándole a su hermana un espejo
delante del libro. ¿No lo ves tú misma? ¿No ves que
no tienes cara de ingeniero? Un ingeniero tiene que
ser así... así... así... (Hizo tres muecas tan enérgicas
como explicativas). Y tú, no ves la cara que tú
pones...
Y Evguenia entornó los ojos, arqueó las cejas y
esbozó la más enternecedora de las sonrisas.
- ¡Tonta! -dijo Oiga, abrazándola, dándole un
beso, pero apartándola suavemente-. Déjame,
Evguenia, no me impidas trabajar. Mejor valdría que
fueras a buscar agua al pozo.
Evguenia tomó una de las manzanas que había en
un plato, se fue a un rincón, se estuvo un momento
junto a la ventana, después empezó a sacar el
acordeón de su funda y volvió a pegar la hebra:
- ¿Quieres que te diga una cosa, Oiga? Se me ha
acercado en la calle un buen señor. Así, a primera
vista, nada de mal parecido. Rubio, con un traje
blanco. Y me pregunta: "Niña, tú ¿cómo te llamas?"
Y le digo: "Evguenia... "
- Evguenia, no me molestes y deja en paz ese
acordeón -dijo Olga sin volverse y sin apartar los
ojos del libro.
- "¿Y tu hermana, -seguía Evguenia, sacando el
acordeón- creo que se llama Olga?"
¡Evguenia, no me molestes y deja ese acordeón! repitió Oiga empezando, aun sin quererlo, a prestar
oído.
- "Hay que ver, dice el hombre, lo bien que toca tu
hermana. ¿No piensa estudiar en el conservatorio?"
(Entre tanto, el acordeón estaba ya fuera de su funda
y la correa había pasado por encima del hombro de
Evguenia). "No, le digo yo, ya está estudiando, se va
a especializar en cemento armado". Y el buen
hombre dice: "¡A-ah!" (Evguenia apretó una de las
teclas). Y yo le digo: "¡Be-e!" (Otra tecla).
- ¡Eres francamente insoportable! ¡Deja el
acordeón en su sitio! -gritó por fin Oiga poniéndose
en pie de un salto-. ¿Desde cuándo tienes permiso
para ponerte a hablar en la calle con cualquier
desconocido?
- Bueno, lo pondré en su sitio -dijo Evguenia
ofendida-. No fui yo quien se puso a hablar. Fue él. Y
te hubiera contado lo que ocurrió después, pero ahora
te quedas con las ganas. ¡Espera un poco, que va a
llegar papá y entonces verás!
- ¿Quién? ¿Yo? Serás tú la que verás. No me
dejas estudiar.
- ¡La que verás serás tú! -dijo Evguenia agarrando
el cubo vacío y, ya desde los escalones-: Se lo
contaré todo, esa manera de mandarme cien veces al
día a buscar petróleo, a buscar jabón, a buscar agua...
Ni que te hayas creído que soy un camión, un caballo
o un tractor.
Trajo el agua, dejó el cubo en la cocina, pero
como Olga no se había fijado siquiera y seguía
inclinada sobre su libro, Evguenia, despechada, se
fue al jardín.
Cuando llegó al césped que se extendía ante el
viejo cobertizo, sacó el tirador del bolsillo, y tirando
de la goma lanzó hacia el cielo un pequeño
paracaidista de cartón.
Después de haber subido patas arriba, el
paracaidista se volvió y sobre su cabeza se extendió
la cúpula de papel azul, pero en aquel momento el
viento sopló con más fuerza y se lo llevó hacia un
8
lado. El paracaidista desapareció por la oscura
ventana del desván.
¡Catástrofe! Había que salvar al hombrecito de
cartón. Evguenia dio la vuelta al cobertizo, de cuyo
tejado salían por los agujeros en todas direcciones
aquellas finas cuerdas. Arrastró hasta colocarla
debajo de la ventana la carcomida escalera, se subió
por ella y saltó al suelo del desván.
¡Qué cosa más curiosa! Alguien vivía en aquel
desván. En las paredes había rollos de cuerdas, un
farol, dos banderas de señales cruzadas, y un mapa
de la aldea, todo cubierto de signos incomprensibles.
En un rincón, cubierto con una harpillera, un montón
de paja. Al lado, un cajón de madera, boca abajo.
Junto al tejado, cubierto de musgo y de agujeros,
había una gran rueda, como una rueda de timón.
Encima de la rueda estaba suspendido un teléfono de
aficionado.
Evguenia miró por una de las rendijas. Como un
mar proceloso, tenía a sus pies el verde oleaje de los
árboles. Por el cielo volaban jugueteando unas
palomas. No le hizo falta tiempo para tomar la
decisión: las palomas serían gaviotas, y aquel viejo
desván con las cuerdas, los faroles y las banderas, un
gran barco. Y ella, el capitán.
¡Qué alegría! Le dio media vuelta a la rueda del
timón. Las tensas cuerdas temblaron con una
vibración. El rumoroso viento agitó el mar de verdes
olas. Y ella tuvo la sensación de que su barco-desván
avanzaba lenta y majestuosamente a través del oleaje.
- ¡Media vuelta a la izquierda a babor! -lanzó con
sonora voz de mando, apoyándose con todas sus
fuerzas en la pesada rueda.
Pasando por las ranuras del tejado, finos rayos de
sol caían en línea recta, sobre su rostro y su vestido.
Pero Evguenia comprendió perfectamente que los
barcos enemigos la buscaban con sus proyectores y
decidió librar la batalla.
La rueda del timón volvió a rechinar. Evguenia
siguió maniobrando y las enérgicas voces de mando
resonaban a babor y a estribor.
Pero los duros rayos que en línea recta enviaban
los proyectores perdieron intensidad, se extinguieron.
Lo cual, naturalmente, no quería decir que el sol se
hubiera ocultado detrás de una nube, sino que la
escuadra enemiga se hundía derrotada.
La batalla naval había terminado. Evguenia se
pasó por la frente la palma de la mano polvorienta,
cuando de pronto resonó en la pared la llamada del
teléfono. Aquello francamente no se lo esperaba;
para ella, aquel teléfono no era más que un juguete.
Se sintió desazonada. Descolgó el auricular.
Una voz dura y vibrante preguntaba:
- ¡Allo! ¡Allo! ¿Quién está al aparato? ¿Quién es
el burro que arranca las cuerdas y transmite señales
estúpidas, incomprensibles?
- No es ningún burro -balbuceó Evguenia entre
curiosa y preocupada-. Soy yo, Evguenia.
Arkadi Gaidar
- ¡Insensata! -gritó bruscamente aquella voz, casi
con susto-. Deja la rueda del timón y márchate de
ahí. Van a venir... va a venir gente y te va a dar una
paliza.
Evguenia dejó caer el auricular, pero ya era tarde.
Por la ventana, iluminada por la luz del exterior,
apareció una cabeza: era Guennadi, al que seguía
Serafim Simakov, y luego Nikolái Kolokólchikov, y
otros chicos y otros más.
- ¿Pero quiénes sois? -preguntó Evguenia
asustada, retrocediendo para alejarse de la ventana-.
¡Fuera de aquí! Este jardín es nuestro. Nadie os ha
dicho que vinierais aquí.
Pero los chicos, hombro con hombro, avanzaban
en densa muralla hacia Evguenia. Cuando se vio
acorralada en un rincón, se puso a gritar.
En aquel momento, una nueva silueta se perfiló en
el hueco de la ventana. Todos se volvieron y abrieron
paso. Y Evguenia vio delante de sí a un chico alto,
moreno, que llevaba un chaleco azul con una estrella
roja bordada en el pecho.
- ¡No grites así, Evguenia! -dijo en voz alta-. No
hay por qué gritar. Nadie te hará nada. Nosotros ya
nos conocemos. Yo soy Timur.
- ¿Tú eres Timur? -exclamó Evguenia, sin acabar
de creérselo, abriendo muy grandes los ojos llenos de
lágrimas-. ¿Fuiste tú quien me tapaste anoche con la
sábana? ¿Fuiste tú quien me dejaste la hoja de papel
encima de la mesa? ¿El que enviaste a papá el
telegrama al frente, el que me mandaste la llave y el
recibo? ¿Pero por qué? ¿Para qué? ¿De qué me
conoces?
Entonces el chico se le acercó, le tomó una mano
y contestó:
- ¡Quédate con nosotros. Siéntate y escucha. Así
lo comprenderás todo.
Los chicos se instalaron sobre la paja cubierta de
harpillera en torno a Timur, que había extendido
sobre el suelo el mapa de la aldea.
Uno de ellos se había encaramado a un columpio
de cuerda suspendido junto a uno de los agujeros del
tejado, más arriba del tragaluz, para vigilar. Llevaba
al cuello, colgados de un cordel, unos viejos gemelos
de teatro.
Evguenia, sentada no lejos de Timur, miraba y
escuchaba con suma atención todo lo que pasaba en
la reunión de aquel misterioso estado mayor. Timur
decía:
-Mañana, al amanecer, mientras todos estén
todavía durmiendo, Kolokólchikov y yo repararemos
los hilos que ha roto ella (e hizo una señal en
dirección de Evguenia).
- Se le pegarán las sábanas -dijo en tono sombrío
el cabezón Guennadi, que llevaba una camiseta de
marinero-. No se despierta más que a la hora de
comer y a la hora de cenar.
- ¡Calumnias! -gritó Nikolái Kolokólchikov,
9
Timur y su pandilla
poniéndose de pie de un salto y tartamudeando-. Yo
me levanto con el primer rayo del sol.
- Yo no sé cual es el primer rayo del sol, ni cual es
el segundo, pero lo que sí sé es que se quedará
dormido -seguía afirmando tozudamente Guennadi.
En esto el vigía que se columpiaba en lo alto del
techo silbó. Los chicos se pusieron rápidamente de
pie.
Por el camino, entre nubes de polvo, pasaba a la
carrera un grupo de artillería montada. Los poderosos
caballos, enjaezados de hierros y correas tiraban
velozmente de los furgones pintados de verde y de
los cañones cubiertos con las fundas grises.
Los soldados, con el rostro atezado por el sol y el
viento, no se movían siquiera en las sillas al dar
rápidamente la vuelta a la esquina, y las baterías iban
desapareciendo una detrás de otra tras los árboles.
Pasaron los artilleros.
- Van a la estación, a cargar -explicó dándose
importancia Nikolái Kolokólchikov-. Yo, por el
uniforme que llevan, sé cuándo van a la instrucción,
cuándo van a un desfile, cuándo van a donde sea y a
lo que sea.
- ¡Puesto que lo sabes, cállatelo! -le interrumpió
Guennadi-.
Nosotros también tenemos ojos para ver. ¿No
sabéis que este charlatán quiere pirárselas para
incorporarse al Ejército Rojo?
- Ni pensarlo -intervino Timur-. Eso no tiene ni
pies ni cabeza.
- ¿Cómo que no? -preguntó Nikolái poniéndose
como la grana-. ¿Y por qué antes todos los chicos
iban siempre al frente?
- ¡Eso era antes! Ahora todos los oficiales y todos
los jefes tienen orden de echarnos de allí a cogotazo
limpio.
- ¿Cómo que a cogotazo limpio? -gritó sin
poderse contener de ira Nikolái Kolokólchikov,
colorado ya hasta las orejas-. Pero... ¿si somos de los
suyos?
- ¡Pues así es! -dijo Timur con un suspiro-.
¡Aunque seamos de los suyos! Y ahora, chicos,
vamos a ocuparnos de cosas serias.
Todos volvieron a sentarse en sus sitios.
- En el huerto de la casa número treinta y cuatro
del callejón Torcido unos chicos desconocidos han
sacudido un manzano -informó con voz todavía
resentida Nikolái Kolokólchikov-. Dos ramas rotas y
un arriate pisoteado.
- ¿De quién es la casa? -Timur miró en un
cuaderno forrado de hule-. Del soldado Kriukov.
¿Quién hay aquí que haya sido especialista en
manzanos y huertos ajenos?
- Yo -dijo tímidamente una voz.
- ¿Quién ha podido hacer eso?
- Eso es cosa de Mishka Kvakin y de su ayudante,
ese que llaman Figura. El manzano es de los de
Michurin, del tipo Pulpa de oro, y desde luego no lo
han elegido por casualidad.
- ¡Otra vez Kvakin! ¡Una vez más! -Timur quedó
pensativo-. Guennadi, ¿tú hablaste con él?
- Claro que hablé.
- ¿Y qué?
- Le di dos pescozones.
- ¿Y él?
- El me dio a mí otros dos.
- ¡Ah! Tú siempre con lo tuyo: "le di", "me dio"...
Lo que no se ven son los resultados. ¡Bueno! De
Kvakin hay que tratar aparte. Sigamos adelante.
- En la casa número veinticinco, el hijo de la vieja
lechera ha sido llamado a filas, a servir en caballería
-dijo alguien en un rincón.
- ¡Esa sí que es buena! -Timur sacudió la cabeza
con un movimiento de reproche-. Si en el portal de
esa casa está ya desde antes de ayer nuestra señal.
¿Pero quién la puso? ¿Tú, Kolokólchikov?
- Sí. ¿Por qué?
- Porque la punta superior izquierda de la estrella
la has dejado torcida como un gusano. Cuando te
comprometes a hacer algo, hay que hacerlo bien.
Pasará la gente y se reirá de nosotros. Bueno,
adelante.
Entonces se levantó de súbito Serafim Simakov y
soltó sin parar, con la rapidez de una ametralladora:
- En la casa número cincuenta y cuatro de la calle
Pushkarióvaya había desaparecido una cabra. Paso
por allí, veo a una vieja pegando a una chiquilla y le
grito: "¡Eh, buena mujer, pegar está prohibido por la
ley!" Y ella va y me dice: "¡Me ha perdido la cabra!
¡Maldita sea!" "¿Pero cómo se ha perdido la cabra?
¿Dónde?" "¡Allí, en el barranco que hay detrás del
bosquecillo, ha debido romper la cuerda con los
dientes y como si se la hubiera tragado la tierra!"
- ¡Aguarda! ¿En casa de quién?
- En casa del soldado Pablo Güriev. La chiquilla
es su hija, la llaman Niurka. La que le daba la paliza
era la abuela. No sé como se llama. La cabra es gris,
con el lomo negro. Se llama Manka.
- ¡A buscar la cabra! -ordenó Timur-. Irá una
sección de cuatro. Tú... tú, tú y tú. Bueno, ¿se acabó?
- En la casa número veintidós hay una niña que
llora -comunicó Guennadi como a disgusto.
- ¿Y por qué llora esa niña?
- Ya se lo he preguntado, pero no me lo ha dicho.
- Y esa chiquilla, ¿es mayor?
- Cuatro años.
- ¡Ahí nos las den todas! ¡Si fuera una persona...
pero con cuatro años! Pero no, espera. ¿Es en casa de
quién?
- En casa del teniente Pávlov. Al que han matado
hace poco en la frontera.
- "Se lo he preguntado, pero no me lo ha dicho" dijo Timur en tono de sorna a Guennadi, con mal
reprimido enojo. Se quedó un momento pensativo-.
Eso lo arreglaré yo. Vosotros no tenéis que ocuparos
de ese asunto.
10
- ¡A la vista Mishka Kvakin! -comunicó con voz
sonora el vigía-. Por el otro lado de la calle.
Engullendo una manzana. ¡Timur! Manda a una
sección: a ése hay que darle una paliza, aunque sea
un cogotazo.
- Nada de eso. Que nadie se mueva de su sitio. Yo
vuelvo en seguida.
Saltando por la ventana, bajó por la escalera y
desapareció entre el frondoso follaje de los arbustos.
El vigía volvió a dar el parte:
- Junto a la verja, en mi campo de mira, una joven
desconocida, de buen parecer, con un cacharro en la
mano, está comprando leche. Probablemente, es la
dueña de la casa.
- ¿Es tu hermana? -preguntó Nikolái
Kolokólchikov, tirando a Evguenia de una manga.
No obteniendo contestación, añadió resentida y
solemnemente-: No se te vaya a ocurrir llamarla
desde aquí.
- ¡Estate quieto! -le respondió Evguenia con una
sonrisita guasona, soltándose de un tirón-. Vaya con
el jefe que nos ha salido...
- No te metas con ella -intervino Guennadi,
burlón-, que acabará dándote una paliza.
- ¿A mí? -Nikolái se sintió francamente vejado-.
¿Con qué? ¿Es que tiene garras? Pues yo tengo
músculos. ¡Músculos en las piernas, y en los brazos!
- Pues te zumbará por muchos músculos que
tengas. ¡Muchachos, atención! Timur se acerca a
Kvakin.
Agitando suavemente una ramita que acababa de
cortar, Timur avanzaba, en efecto, por la calle hacia
Kvakin, cortándole el paso. Kvakin, al darse cuenta
de su situación, se detuvo. Su cara achatada no
expresaba ni sorpresa ni temor.
- ¡Hola, comisario! -dijo ladeando, sin levantar
mucho la voz-. ¿Adónde vas tan aprisa?
- ¡Hola, capitán! -contestó Timur con el mismo
tono de voz-. Justamente venía a verte.
- Muy agradecido por la atención, lo que siento es
no tener nada que ofrecerte. Como no sea esto...
Se sacó de debajo de la camisa una manzana y se
la tendió a Timur.
- ¿De las robadas? -preguntó Timur hincando los
dientes en la manzana.
- De estas mismitas -precisó Kvakin-. De la mejor
clase. Lo único malo es que no están todavía
verdaderamente maduras.
- ¡Está más agria que un limón! -Timur tiró la
manzana-. Oye una cosa: en la cerca de la casa
número treinta y cuatro hay una señal así -dijo
mostrando la estrella que llevaba bordada en el
chaleco azul-. ¿La has visto?
- Claro que la he visto -dijo Kvakin, empezando a
tomar precauciones-. Yo, amigo, lo veo todo, de día
y de noche como los gatos.
- Pues oye: si de día o de noche vuelves a ver en
Arkadi Gaidar
cualquier sitio, una señal como ésa, sales pitando de
allí como si te hubiera caído encima plomo derretido.
- ¡Anda, comisario! ¡No te acalores! -articuló
Kvakin estirando las palabras-. ¡Y punto final, que ya
hemos hablado bastante!
- Pues anda, capitán, que no eres tú poco terco replicó Timur sin levantar la voz-. Y ahora, que no se
te olvide, y díselo a toda tu banda, que esta
conversación es la última que tenemos con vosotros.
Nadie que no estuviera al tanto hubiera podido
pensar que era aquella negociación entre enemigos
declarados, y no hablar entre dos buenos amigos. Por
lo cual Olga, con su jarro de leche en las manos, le
preguntó a la lechera quién era aquel chico que
estaba hablando con el bribón de Kvakin.
- Pues no lo sé -contestó con rabia la lechera-.
Pero probablemente otro granuja tan taimado como
él. Siempre anda rondando tu casa. Tú ten cuidado,
hija, que esos tunantes no se metan con tu hermana.
Olga se sintió de pronto preocupada. Miró con
odio a los dos chicos, subió a la terraza, dejó el
cacharro con la leche, cerró la puerta y salió a la calle
en busca de Evguenia, que no había dado señal de
vida desde hacía más de dos horas.
De vuelta al desván, Timur refirió la entrevista a
los demás muchachos. Se acordó que al día siguiente
se enviaría a toda la banda un ultimátum por escrito.
Sin hacer el menor ruido los chicos bajaron del
desván, y deslizándose los unos por los agujeros de
las cercas y saltando los otros por encima de ellas, se
fueron corriendo cada cual hacia su casa. Timur se
acercó a Evguenia.
- ¿Y ahora? -preguntó-. ¿Lo has comprendido
todo?
- Todo -contestó Evguenia-, pero francamente no
del todo. Explícamelo más claro.
- Pues entonces baja y ven conmigo. De todos
modos, tu hermana no está ahora en tu casa.
En cuanto estuvieron abajo, Timur empujó la
escalera y la dejó tendida en el suelo.
Ya era casi de noche, pero Evguenia le siguió sin
desconfianza.
Se detuvieron junto a la casita donde vivía la vieja
lechera. Timur miró en torno suyo. No había nadie en
derredor. Se sacó del bolsillo un tubo de pintura y se
acercó al portal, en el que estaba pintada una estrella
una de cuyas puntas, en el ángulo superior izquierdo,
se retorcía, en efecto, como una lombriz.
Con mano segura, volvió a pintar las puntas,
enderezándolas, igualándolas, dejando los ángulos
bien marcados.
- ¿Pero para qué hacéis todo eso? -preguntó
Evguenia-. En fin, explícame lo que quiere decir todo
esto.
Timur se metió el tubo de pintura en el bolsillo.
Arrancó una hoja de bardana, se limpió un dedo que
se había manchado de pintura y, mirando a Evguenia
11
Timur y su pandilla
cara a cara, le dijo:
- Pues esto quiere decir que en esta casa vive
alguien que está en el Ejército Rojo. Y desde el
momento en que se incorporó al ejército, su casa
quedó bajo nuestro amparo y nuestra protección. ¿Tú
tienes a tu padre en el ejército?
- ¡Sí! -contestó Evguenia con orgullo y emoción-.
Manda una división blindada.
- Lo cual quiere decir que también tú estás bajo
nuestro amparo y protección.
Llegaron a la altura de otra casa y se detuvieron
una vez más ante el portal. También aquella casa
tenía la estrella trazada en el cercado. Pero las claras
puntas de sus rayos estaban ribeteadas por una ancha
franja negra.
- ¡Ahí tienes! -dijo Timur-. También de esta casa
se fue alguien al Ejército Rojo. Pero ha muerto. Es la
casa del teniente Pávlov, al que han matado hace
poco en la frontera. Y aquí viven ahora su mujer y
esa niña pequeña a la que el bueno de Guennadi no
ha conseguido sacar por qué llora tanto. Si se te
presenta la ocasión, Evguenia, no dejes de hacer algo
por ella.
Todo aquello lo había dicho Timur muy
sencillamente, pero Evguenia sintió como el
hormigueo de un escalofrío en el pecho y en las
manos aunque la noche era calurosa, casi sofocante.
Se quedó callada, con la cabeza baja. Y sólo por
decir algo, acabó por preguntar:
- ¿Pero Guennadi... es bueno de verdad?
- Sí -respondió Timur-. Es hijo de un marino, de
un marinero. Y aunque se meta con Kolokólchikov,
que es pequeño y que quiere dárselas de muy
valiente, al fin y al cabo siempre es él quien toma su
defensa.
Una llamada, una llamada brusca, airada, les hizo
volver la cabeza. A unos cuantos pasos de ellos
estaba Olga.
Evguenia tomó de la mano a Timur. Quería que su
hermana lo conociera.
Pero cuando volvió a oír su nombre, en aquel tono
tan frío y tan severo, renunció a la presentación.
Le dijo tristemente adiós a Timur con una
inclinación de la cabeza, se encogió de hombros y se
fue hacia donde estaba su hermana.
- ¡Ev-gue-nia! -dijo Olga con voz entrecortada,
con un nudo en la garganta-. Te prohíbo
terminantemente que hables con ese chico
¿comprendido?
- Pero, Olga -balbuceó Evguenia-, ¿qué es lo que
te ocurre?
- Te prohíbo que vuelvas a dirigirle la palabra a
ese chico -repitió firmemente Olga-. Tú tienes trece
años, yo tengo dieciocho. Soy tu hermana... Soy
mayor que tú. Y ya sabes lo que me dijo papá cuando
se marchó...
- ¡Pero, Olga, lo que pasa es que no comprendes
nada, pero absolutamente nada! -exclamó Evguenia
con verdadera desesperación. Estaba temblando.
Quería explicárselo todo a su hermana, justificarse.
Pero no podía. No tenía derecho a hacerlo. Por fin,
con un gesto de la mano, de indiferencia, decidió no
decirle ni una palabra más a su hermana.
Al llegar a su casa se metió en la cama. Pero tardó
mucho en dormirse. Por fin se durmió y ni oyó
siquiera cuando ya muy entrada la noche llamaron a
la ventana porque había un telegrama de su padre.
Amaneció. Se oyó el cuerno de madera del pastor.
La vieja lechera abrió la verja de su casa y sacó la
vaca para que se fuera con las demás al prado. No
había dado la vuelta a la esquina, cuando de detrás de
las matas de acacias, con mil precauciones para no
meter ruido con los cubos vacíos, salieron cinco
chiquillos y se fueron corriendo hacia el pozo:
- ¡Dale a la palanca!
- ¡Venga, pronto!
- ¡Tómalo!
- ¡Dámelo!
Inundándose de agua fría los pies descalzos, los
chicos corrían por el patio echando cubo tras cubo en
la tina de roble y volvían presurosos junto a la bomba
del pozo.
Timur llegó corriendo junto a Serafim Simakov,
que todo sudoroso le daba sin parar a la palanca, y le
preguntó:
- ¿No habéis visto por aquí a Kolokólchikov?
¿No? Se ha quedado dormido. ¡Venga, daros prisa!
La vieja va a volver en seguida.
Una vez en el jardín de la casa de los
Kolokólchikov, Timur se colocó debajo de un árbol y
silbó. Sin esperar la respuesta, se encaramó al árbol y
echó una ojeada a la habitación. Desde el árbol, no
veía más que unos pies, cubiertos con una manta, en
una cama arrimada a la ventana.
Lanzó sobre aquella cama un pedacito de corteza
del árbol y llamó muy bajito:
- ¡Nikolái! ¡Levántate!
Silencio. Los pies no se movían. Timur sacó su
navaja, cortó una rama larga, talló en punta el
extremo de una de las ramitas laterales, pasó la rama
por la ventana, enganchó la manta con la punta de la
ramita y tiró.
La manta era ligera y se vino hacia afuera por el
alféizar de la ventana. En la habitación se oyó un
grito de sorpresa. Con los ojos muy abiertos, aunque
todavía medio dormido, saltó de la cama un caballero
de pelo blanco, en ropas menores y, sujetando con
una mano aquella manta que se escapaba, se acercó a
la ventana.
Cuando se vio frente a aquel respetable anciano,
Timur, de un salto, se dejó caer del árbol.
Y el caballero del pelo blanco, tirando sobre la
cama la manta que por fin había reconquistado,
descolgó de la pared una escopeta, se puso
precipitadamente las gafas, se asomó a la ventana,
Arkadi Gaidar
12
apuntó al cielo, cerró los ojos y disparó.
Timur, del susto, no paró hasta llegar al pozo. La
equivocación había sido lamentable. Había
confundido a aquel distinguido caballero con
Nikolái, y el caballero del pelo blanco,
indudablemente, lo había tomado a él por un ladrón.
Pero en aquel momento vio salir a la vieja lechera
con su balancín y los cubos a buscar agua. Se metió
detrás de las acacias a ver lo que iba a pasar. De
vuelta del pozo, la vieja levantó un cubo, vertió el
agua y dio un salto atrás, porque el agua, al caer en la
tina que ya estaba llena hasta los bordes, la salpicó
toda y acabó por formar un charco a sus pies.
Asombrada, mirando con recelo en derredor, la
vieja dio entre exclamaciones la vuelta alrededor de
la tina. Metió la mano en el agua y se la llevó a las
narices. Después se fue corriendo hacia su casa, a ver
si la puerta estaba cerrada y si el cerrojo estaba
intacto. Por fin, totalmente despistada, se fue a llamar
a la ventana de la casa de la vecina.
Timur se echó a reír y se escabulló de su
escondrijo. Había que darse prisa. El sol estaba ya
bien alto en el cielo. Nikolái Kolokólchikov no se
había presentado y era menester reparar los hilos del
telégrafo.
De camino hacia el cobertizo, Timur miró por una
de las ventanas de la casa que daban al jardín, abierta
de par en par.
Sentada junto a su cama, Evguenia, vestida con un
short y una camiseta, estaba escribiendo en un papel
encima de la mesa, echándose hacia atrás de cuando
en cuando el pelo que le molestaba al caer sobre la
frente.
No se asustó, ni se extrañó siquiera al ver a
Timur. Sólo le hizo una seña con el dedo, para que
no despertara a Olga, metió la carta que aún no había
terminado de escribir en el cajón de la mesa y salió
de puntillas de la habitación.
Y cuando supo la catástrofe que le había sucedido
aquella mañana a Timur, no volvió a acordarse de
ninguno de los sermones de su hermana y le propuso
ayudarle a arreglar aquellos hilos que ella misma
había arrancado.
Después de haber terminado el trabajo, cuando
Timur estaba ya del otro lado de la valla, Evguenia le
dijo:
- No sé por qué, pero es increíble lo que te odia
mi hermana.
- Pues estamos buenos -dijo apenado Timurporque mi tío tampoco te quiere a ti.
Estaba ya a punto de marcharse, cuando ella le
detuvo.
- Espera, péinate. Llevas el pelo todo revuelto.
Sacó un peine y se lo tendió a Timur, pero en
aquel mismo instante resonó detrás, por la ventana, la
voz furiosa de Olga:
- ¡Evguenia! ¿Qué estás haciendo?
Las dos hermanas estaban en la terraza.
- En todo caso no soy yo quien escojo a tus
amigos -Evguenia se defendía desesperadamente-.
¿Qué amigos? Pues muy sencillo. Por ejemplo, uno
que lleva un traje blanco. "¡Hay que ver, lo
maravillosamente
que
toca
su
hermana!"
¡Maravillosamente! Si hubiera oído él lo bien que
sabe echar sermones. ¡Pero mira! Todo eso ya se lo
estoy escribiendo a papá.
- Evguenia, ese chico es un golfo y tú eres una
tonta -decía fríamente Olga, separando las sílabas y
procurando aparentar calma-. Si quieres escribírselo
a papá, no tengo inconveniente, escríbeselo, pero si
yo vuelvo a verte aunque sea una sola vez con ese
chico al lado, ese mismo día dejo esta casa y nos
volvemos las dos a Moscú. Ya sabes que hago lo que
digo.
- Sí... ¡Lo que sé es que me estás martirizando! dijo Evguenia con los ojos llenos de lágrimas.
- Y ahora lee este telegrama.
Olga dejó sobre la mesa el telegrama que había
llegado aquella noche y salió.
El telegrama decía:
"Dentro pocos días estaré unas horas de paso
Moscú. Telegrafiaré día hora exactamente. Papá".
Evguenia se secó las lágrimas, se llevó el
telegrama a los labios y balbuceó en voz muy baja:
- Papá, no tardes en venir. ¡Papá! ¡Si supieras lo
desgraciada que es tu hija, tu Evguenia!
Acababan de traer dos carretadas de leña a la casa
de donde se había perdido la cabra, donde la vieja
pegaba a aquella Niurka tan despabilada.
Maldiciendo de los carreros, que le habían dejado
ahí en medio el montón de leña sin ocuparse más del
asunto, entre ayes y lamentaciones, empezó la vieja a
apilarla donde debía quedar. Pero le faltaban las
fuerzas para acabar con aquella faena. Tosió, se sentó
en el escalón de la puerta de su casa, recobró el
aliento, fue a buscar la regadera y se alejó hacia el
fondo del huerto. No quedó junto a la leña más que el
hermanito pequeño de Niurka que, a pesar de que
sólo tenía tres años, debía ser de genio enérgico y
emprendedor, porque apenas hubo desaparecido la
abuela cuando levantó del suelo un palo y se puso a
dar golpes con él en el banco y en un artesón que allí
estaba, boca abajo.
Serafim Simakov, que acababa de andar a la caza
de la fugitiva cabra, que brincaba por barrancos y
matorrales con la agilidad de un tigre indio, dejó a
uno de los de su grupo en la linde de los árboles y
con los otros cuatro se metió en aquella casa con la
velocidad del huracán.
Le metió al pequeño un puñado de fresas en la
boca, en la mano una hermosa pluma del ala de una
corneja, y los cuatro chicos se pusieron a apilar a
13
Timur y su pandilla
toda prisa el montón de leña.
El propio Serafim Simakov echó entre tanto a
correr a lo largo del cercado, para impedir que la
abuela volviera demasiado pronto del huerto.
Parándose junto a la cerca en el sitio en que estaban
pegaditos a ella unos cerezos y unos manzanos, miró
por una rendija.
La abuela se había llenado el delantal de pepinos
y se disponía a dirigirse hacia su casa.
Serafim Simakov dio muy quedito unos golpes en
las tablas de la cerca.
La vieja prestó oído. Serafim aprovechó el
momento para levantar el palo que tenía en las manos
y empezar a menear las ramas de los manzanos.
La vieja creyó al punto que alguien trataba de
saltar por encima de la cerca para robar manzanas.
Dejó caer los pepinos que tenía en el delantal,
arrancó un gran puñado de ortigas, se acercó
calladito y se quedó inmóvil junto a la cerca.
Serafim Simakov volvió a mirar por la rendija y
no vio a la abuela. Preocupado, dio un brinco, se
aferró con las manos al borde de la cerca y, con toda
clase de precauciones, trató de encaramarse.
Pero en aquel momento la vieja, con un grito de
triunfo abandonó su escondite y en un abrir y cerrar
de ojos le había dado a Serafim Simakov en las
manos con el puñado de ortigas.
Agitando en el aire las manos doloridas, Serafim
emprendió veloz carrera hacia el portón, donde se
encontró con los cuatro chicos del grupo que habían
terminado ya la faena y salían a todo meter.
No quedó de nuevo delante de la casa más que el
pequeño. Levantó una de las astillas que andaban por
el suelo, la colocó sobre uno de los extremos de la
pila de leña, luego llevó también allí un pedazo de
corteza de abedul.
Así fue como se lo encontró la abuela al volver
del huerto. Abriendo unos ojos como platos, se
detuvo ante aquella pila de leña tan cuidadosamente
amontonada y preguntó:
- ¿Quién es el que trabaja aquí mientras yo no
estoy?
El pequeño, metiendo la corteza de abedul por
entre los leños, contestó, dándose importancia:
- Ya lo estás viendo, abuelita, soy yo quien
trabaja.
Llegó la lechera, y las dos viejas entablaron una
animada conversación sobre las misteriosas
aventuras del agua y de la leña. Trataron de aclarar lo
sucedido haciendo más y más preguntas al pequeño,
pero no sacaron gran cosa en limpio. Todo lo que les
dijo fue que había venido gente, que le habían metido
en la boca unas fresas muy sabrosas, que le habían
regalado una pluma y encima le habían prometido
traerle una liebre de verdad, con sus dos orejas y sus
cuatro patas. Luego habían apilado la leña y se
habían marchado por donde habían venido.
Junto al portillo apareció Niurka.
- Niurka -le preguntó la abuela-, ¿no has visto a
nadie salir hace un momento de aquí?
- He estado buscando a la cabra -dijo Niurka entre
cansada e indiferente-. Me he pasado yo misma la
mañana a salto de mata por bosques y barrancos.
- ¡Me la han robado! -dijo suspirando
amargamente la vieja a la lechera-. ¡Y qué cabra! ¡No
era una cabra, era una paloma! ¡Una palomita!
- ¡Una palomita! -gruñó Niurka, colocándose a
una distancia prudencial de la abuela-. Cuando se
ponía a embestir con los cuernos, no sabía un a
dónde meterse. Las palomas no tienen cuernos.
- ¡A callar, Niurka! ¡A callar, estúpida! -chilló la
vieja-. Desde luego, ni que decir tiene que la cabrita
se las traía. Y pensar, cabrita mía, que yo iba a
venderla. ¡Y ahora me he quedado sin ella, palomita
mía!
El portillo rechinó, se abrió de par en par y, con
los cuernos bajos, la cabra se metió en el corral y se
fue derechita hacia la lechera. Sin perder más que el
tiempo necesario para izar el pesado bidón de leche,
la lechera subió chillando los escalones y la cabra fue
a dar con los cuernos contra la pared quedando
inmóvil.
Y entonces fue cuando todos vieron que la cabra
llevaba, pero que muy atado a los cuernos, un pedazo
de madera de chapa, en el que decía en letras muy
claras:
Soy la cabra, la cabrita
Ante quien todos tiritan.
El que a Niurka le toque un pelo
Se acordará de que no hay que hacerlo.
A la vuelta de la esquina, detrás de la cerca, los
chicos reían satisfechos.
Serafim Simakov había hincado un palo en el
suelo, y danzando y brincando en torno, cantaba con
orgullo:
No somos un atajo de truhanes,
Ni golfos ni bandoleros,
Siempre unidos y alegres
¡Somos valientes pioneros!
Y como una bandada de vencejos los chicos
desaparecieron rápida y silenciosamente.
Muchas eran las cosas que quedaban por hacer
aquel día, pero lo principal era que había que redactar
y enviar el ultimátum a Mishka Kvakin.
Nadie sabía una palabra sobre la manera de
redactar un ultimátum, y Timur fue a preguntárselo a
su tío.
El cual le explicó que cada país tenía sus fórmulas
y su estilo para escribir un ultimátum, pero que al
final, por cortesía, era obligatorio poner:
"Aprovecho la ocasión para expresarse a S.E.,
14
Señor Ministro, el testimonio de mi más distinguida
consideración".
Después, por conducto del embajador acreditado,
el ultimátum se transmitía al gobierno de la potencia
adversa.
Pero aquello no le agradó ni a Timur ni a los
demás chicos de la pandilla. En primer lugar, no
tenían por qué expresar a aquel golfo de Kvakin la
más mínima consideración; en segundo lugar, no
tenían embajador ni ministro plenipotenciario
acreditado ante aquel atajo de tunantes. Después de
celebrar consejo, acordaron mandar un ultimátum en
términos más sencillos como aquel mensaje que los
cosacos zaporogos habían remitido al sultán de
Turquía y que todos habían visto en una de las
ilustraciones del libro sobre la guerra, que los
valientes cosacos hubieron de librar contra los turcos
y los polacos.
...Detrás del portal pintado de gris, con la estrella
roja rodeada de una franja negra, en el umbroso
jardín de la casa que estaba frente por frente a la de
Olga y Evguenia, una niñita de cabellos dorados iba
por uno de los caminitos cubiertos de arena. Su
madre, una mujer joven, hermosa, pero de rostro
triste y fatigado, estaba sentada en una mecedora
junto a una ventana sobre la cual había un magnífico
ramo de flores silvestres. Tenía delante de ella un
montón de telegramas y cartas abiertas, de parientes
y de amigos, conocidos y desconocidos. Eran cartas y
telegramas cálidos, afectuosos. Eran como el eco,
como un murmullo lejano en el espesor de un
bosque, que a ninguna parte llama al caminante, que
nada le promete y que sin embargo le infunde valor y
confianza y le dice que hay alguien allí cerca y que
no está solo del todo en la oscuridad del bosque.
Con la muñeca en brazos, cabeza abajo, y
arrastrando así por la arena sus manitas y sus trenzas
de cáñamo, la niña de pelo de oro se detuvo ante la
cerca del jardín. Por aquella cerca bajaba hacia ella
un conejito pintado y recortado en un pedazo de
madera de chapa. Pero no sólo bajaba, sino que con
una de las patas rasgueaba las cuerdas de una guitarra
que también estaba allí pintada, y ponía un hociquillo
medio triste, medio risueño.
Encantada ante tan maravillosa visión, pues
nunca, naturalmente, había visto nada parecido en su
vida, la pequeña dejó caer la muñeca, se aproximó
aún más a la cerca y el bueno del conejillo vino
obediente a caer derechito en sus propias manos.
Tras el conejillo apareció Evguenia, con una sonrisa
traviesa y satisfecha.
La niña la miró y preguntó:
- ¿Vienes a jugar conmigo?
- ¿No lo ves? ¿Quieres que baje de un salto al
jardín?
- Aquí hay ortigas -advirtió la niña, después de
pensarlo un momento-. Ayer las toqué y me
Arkadi Gaidar
quemaron la mano.
- No importa -dijo Evguenia, saltando de lo alto
de la cerca-, a mí no me dan miedo. A ver,
enséñamela, esa ortiga que te picó ayer. ¿Es ésa?
Pues mira, aquí está, arrancada, tirada, y hasta
pisoteada. A no pensar más en ella. Vamos a jugar: tú
te quedas con el conejillo y a mí me das la muñeca.
Desde la terraza de su casa, Olga había visto a su
hermana dando vueltas junto a la valla de la casa de
enfrente, pero no quería volver a meterse con ella,
que bastante había llorado ya la pobre aquella
mañana. Pero cuando vio que Evguenia se subía a la
cerca y saltaba a aquel jardín ajeno, no pudo por
menos de preocuparse, salió de su casa, atravesó la
calle y abrió el portillo del jardín de enfrente.
Evguenia y la niñita estaban ya junto a la ventana,
al lado de la mujer, que sonreía mientras su hija le
enseñaba aquel conejillo medio triste, medio risueño
que tocaba la guitarra.
Por la expresión inquieta del rostro de Evguenia,
la madre adivinó que Olga, que acababa de entrar en
el jardín, estaba descontenta.
- No la riña usted -le dijo dulcemente a Olga-. No
hace más que jugar con mi pequeña. Tenemos una
pena tan grande... -Se quedó callada-. Yo no hago
más que llorar, y ella -añadió en voz baja señalando a
la niñita-, ella ni sabe siquiera que hace unos días han
matado en la frontera a su padre.
La que se turbó entonces fue Olga, y Evguenia le
lanzó de lejos una mirada de amargo reproche.
- Y yo estoy sola -continuaba diciendo la mujer-.
Sólo me queda mi madre, que está muy lejos en la
taiga, mis hermanos están en el ejército, y no tengo
hermanas.
Tocó con una mano el hombro de Evguenia, que
se había acercado, y, mirando hacia la ventana,
preguntó:
- ¿No habrás sido tú quien me ha puesto ese ramo
de flores ahí en las escaleras esta mañana?
- No, no -contestó rápidamente Evguenia-. No he
sido yo. Pero probablemente ha sido alguien de los
nuestros…
Olga, desconcertada, miró a su hermana:
- ¿De los vuestros?
- Yo no sé -dijo Evguenia asustada-, no he sido
yo. Yo no sé nada. Mire, alguien viene a verla a
usted.
Se oyó el motor de un automóvil y por el camino
enarenado del jardín avanzaron dos aviadores.
- En efecto, vienen a verme a mí -dijo la madre-.
Y naturalmente, volverán a proponerme que me vaya
a Crimea, al Cáucaso, a descansar, a un sanatorio...
Los dos aviadores se acercaron y saludaron
llevándose la mano al gorro. Debían haber oído lo
que ella estaba diciendo, porque uno de ellos, que era
capitán, dijo:
- Ni a Crimea, ni al Cáucaso, ni a descansar, ni a
un sanatorio. Veníamos sencillamente porque usted
15
Timur y su pandilla
quería ver a su madre. Pues su madre sale hoy en tren
para aquí desde Irkutsk. La han llevado hasta Irkutsk
en un avión especial.
- ¿Pero quién? -exclamó ella, conmovida, y sin
poder contener su alegría-. ¿Ustedes?
- No -contestó el capitán de aviación-. La han
llevado nuestros compañeros, que lo son tanto
nuestros como de usted.
Vino la pequeña y miró sin el menor recelo a los
visitantes; bien se notaba que no era la primera vez
que veía aquel uniforme azul.
- Mamá, hazme un columpio, y volaré por los
aires, lejos, muy lejos, como papá.
- ¡Oh, no! Eso no... -Y la pobre mujer levantó
rápidamente a su hija y la estrechó contra su corazón.
En la calle Málaya Ovrazhnaya, detrás de la
capilla cuyas pinturas desconchadas representaban
severos ancianos peludos y ángeles bien afeitados, a
la derecha de la del Juicio Final con las calderas, el
alquitrán y los pícaros demonios saltando de acá para
allá, en un campo de manzanilla los chicos de
Mishka Kvakin jugaban a las cartas.
Como ninguno de los jugadores tenía dinero,
jugaban "al golletazo", "al papirotazo" o a "resucitar
al muerto". El que perdía, con los ojos vendados, era
tendido boca arriba en la hierba y se le colocaba en la
mano un cirio, es decir un palo bastante largo. Y con
aquel palo tenía que defenderse a ciegas de sus
buenos amigos que, de pena de verle difunto,
procuraban volverle a la vida hostigándole a quien
más y mejor con manojos de ortigas por las rodillas,
las pantorrillas y las plantas de los pies.
El juego estaba en todo su apogeo cuando se oyó
del otro lado de la valla un toque de corneta.
Eran los emisarios de Timur y su pandilla.
El corneta Nikolái Kolokólchikov blandía, bien
sujeta en una mano, una reluciente corneta de cobre,
y Guennadi, descalzo pero con cara de
circunstancias, un paquete envuelto en papel de
embalar.
- ¿Puede saberse lo que significa esta comedia? preguntó inclinándose por encima de la valla uno de
aquellos picaruelos, el que llevaba por mote Figura-.
¡Mishka! -se puso a gritar volviendo la cabeza-.
¡Deja esas cartas, que aquí te traen no se qué
ceremonia!
- Aquí estoy -se presentó a su vez Kvakin,
subiéndose él también a la valla-. ¡Conque eres tú,
Guennadi! ¡Muy buenos días! ¿Pero quién es ese
mocoso que traes contigo?
- Toma este paquete -dijo Guennadi,
transmitiendo el ultimátum-. Como plazo de
reflexión, se os conceden veinticuatro horas. Vengo a
por la contestación mañana a esta misma hora. Profundamente ofendido al oírse llamar mocoso,
Nikolár Kolokólchikov levantó la corneta todo lo alto
que pudo, hinchó los carrillos y tocó rabiosamente a
retirada. Sin añadir palabra, seguidos por las miradas
curiosas de los demás chicos que habían acabado por
encaramarse todos a la valla, los dos emisarios se
alejaron dignamente.
- ¿Qué quiere decir todo esto? -decía entre tanto
Kvakin, dándole vueltas al paquete y mirando a los
demás chicuelos que estaban en torno boquiabiertos-.
Habíamos vivido hasta ahora tan tranquilos... De
pronto... tanto toque de corneta y tanto cuento... ¡De
verdad, chicos, que no comprendo absolutamente
nada!
Desgarró el papel del paquete y, sin bajarse de la
valla, se puso a leer:
"Al capitán Mishka Kvakin, jefe de la banda de la
limpia de huertos ajenos... " Eso es para mí -explicó
en voz alta-. Con todos los honores, con el título
completo "....y a su -prosiguió leyendo- malfamado
lugarteniente Pietia Piatakov, llamado también por
otro nombre sencillamente Figura... " Eso va por ti explicó esta vez no sin cierta satisfacción Kvakin al
interesado-. Y que no se han andado con chiquitas:
¡"malfamado"! ¡Pues sí que han ido a buscar una
palabra rimbombante! Para un tonto como tú
hubieran podido encontrar algo menos complicado.
"...así como a todos los miembros de esa vergonzosa
asociación: ULTIMÁTUM". Eso sí que ya no sé ni lo
que quiere decir -comentó Kvakin con sorna-.
Probablemente una palabra fea o algo por el estilo.
- Eso, lo que es, es una palabra internacional.
Habrá palos -explicó Alioshka, un chicarrón con el
pelo cortado al rape, que estaba de pie al lado de
Figura.
- Entonces, no tenían más que haberlo dicho con
todas las letras -dijo Kvakin-. Pero sigamos leyendo.
Punto primero:
"Considerando que por las noches hacéis
incursiones en los huertos de la población pacífica,
sin perdonar siquiera a las casas que tienen en el
portal nuestra señal, la estrella roja, y ni siquiera a las
que tienen la estrella con la franja negra en señal de
luto, os ordenamos a todos, miserables cobardes... "
- ¡Hay que ver las palabras que emplean esos
perros! -prosiguió Kvakin, turbado, pero tratando de
sonreír-. ¡Y cuando oigáis lo que viene después, y si
vierais cómo está escrito! ¡Sigo!:
"... os ordenamos y mandamos que a más tardar
mañana por la mañana Mishka Kvakin y el
malfamado Figura se presenten en el sitio y lugar
que les hayan indicado nuestros emisarios, con la
lista completa de todos los miembros de esa
vergonzosa asociación.
En caso de negativa, nos reservamos la más
completa libertad de acción".
- ¿Qué querrán decir con eso de libertad de
acción? -volvió a preguntar Kvakin-. Hasta ahora no
creo que los hayamos encerrado en ninguna parte.
- Eso, lo que es, es una palabra internacional.
Habrá palos -volvió a decir Alioshka, el del pelo
16
cortado al rape.
- Pues haberlo dicho de una vez -dijo Kvakin
francamente disgustado-. Hombre, qué lástima que se
haya marchado Guennadi; por lo visto, hace tiempo
que no ha soltado una lagrimita.
- No llorará -dijo sentenciosamente el del pelo al
rape-. Tiene un hermano marinero.
- ¿Y qué?
- Su padre también fue marinero. No llorará.
- ¿Y a ti qué te importa?
- Pues sí me importa, porque yo tengo un tío que
también es marinero.
- ¡Estúpido! ¡Ni que te hubieran dado cuerda! acabó por enfadarse Kvakin-. El padre y el hermano
es una cosa, pero el tío es otra, completamente
distinta. Me gustaría saber a qué viene todo eso.
Alioshka, te hace falta pelo, déjatelo crecer, que
tienes el cogote tostado por el sol. Y tú, Figura, ¿qué
es lo que estás mascullando ahí?
- A esos mensajeros hay que darles caza mañana,
y a Timur y a los suyos, propinarles una paliza propuso el Figura, sombrío, profundamente vejado
por lo del ultimátum.
Eso fue lo que decidieron.
Los dos se acogieron a la sombra de la capilla y
parándose frente a una de las pinturas en que
afanosos demonios de imponentes músculos se
llevaban con mil mañas hacia la infernal hoguera a
los empedernidos y nada conformes pecadores,
Kvakin le preguntó al Figura:
- Dime una cosa. ¿Fuiste tú quien se metió en el
huerto de la casa donde vive esa chiquilla a la que le
han matado al padre?
- Pongamos que fui yo...
- Pues entonces... -Kvakin hablaba como con
desgana, señalando con un dedo a la pared-. A mí,
desde luego, las estrellas que Timur pone en los
portales, me importan un bledo, y Timur no dejará
nunca de ser mi enemigo...
- De acuerdo -corroboró el Figura-. ¿Pero por qué
me estás señalando a esos demonios con el dedo?
- Pues por algo que te voy a decir... -Kvakin
torció los labios en una mueca-. Porque aunque seas
amigo mío, la verdad es que no eres una persona
humana y que más bien te pareces como dos gotas de
agua a este demonio gordo y asqueroso.
A la mañana siguiente, la lechera, se encontró con
que tres de sus clientes habituales no estaban en casa.
Era ya demasiado tarde para ir al mercado y,
echándose el bidón de leche al hombro, se fue a ver
si podía venderla en unas cuantas casas. Anduvo así
largo trecho sin resultado cuando, al llegar a la altura
de la casa donde vivía Timur, oyó una voz y se paró.
Alguien cantaba, no muy alto, pero el timbre de voz
era agradable. Lo cual quería decir que los dueños de
la casa estaban allí y que por fin podía tener éxito.
Abrió el portillo, dio unos pasos por el jardín y
Arkadi Gaidar
lanzó al aire su pregón:
- ¡Leche, qui-én qui-ere leche!
- ¡Dos cuartillos! -respondió una voz grave.
Bajándose el bidón del hombro, la lechera se
volvió y vio salir por entre los matorrales a un viejo
desgreñado, vestido como un mendigo, cojo, con un
sable desenvainado en la mano.
- Yo, abuelito... Yo venía a ver si les hacía falta
leche... -La lechera, un tanto asustada, retrocedió
unos pasos-. ¿Pero por qué pones esa cara tan seria,
abuelito? ¿Qué vas a hacer, vas a cortar la hierba con
ese sable?
- Dos cuartillos. El cacharro está encima de la
mesa -contestó brevemente el viejo, hincando la
punta del sable en el suelo.
- Lo que deberías hacer es comprarte una guadaña
-observaba la lechera, echando apresuradamente la
leche en el jarro y lanzando miradas recelosas al
viejo-. Ese sable más vale que lo dejes de lado. Con
un sable así le puedes dar a cualquiera un susto
mortal.
- ¿Cuánto es?
El viejo metió la mano en una de los bolsillos de
sus anchurosos pantalones.
- Lo que paga todo el mundo -dijo la lechera-. A
rublo cuarenta. Dos rublos ochenta. El precio justo.
El viejo rebuscaba en su bolsillo, del que acabó
por extraer un gran revólver.
- Pasaré, luego, abuelito... -La lechera levantó el
bidón en un vuelo y se alejó precipitadamente-. ¡No
se moleste, por favor, no se moleste! -seguía
diciendo, apresurando cada vez más el paso y
volviendo de cuando en cuando la cabeza-. Le
aseguro que no me corre ninguna prisa...
Cuando por fin llegó al portillo, se puso de un
brinco al otro lado, lo cerró con estrépito y, ya en
medio de la calle, gritó furiosa:
- ¡En el manicomio es donde deberías estar, viejo
loco, que los que están como tú no deben andar
sueltos! ¡Encerrado! ¡Eso es, en el manicomio!
El viejo se encogió de hombros, volvió a meterse
en el bolsillo el billete de tres rublos que por fin
había encontrado y acto seguido se escondió
rápidamente el revólver detrás de la espalda, porque
acababa de entrar en el jardín un distinguido anciano,
el doctor Kolokólchikov.
Muy grave, y muy serio, apoyándose en su
bastón, avanzaba con paso firme, pero con
movimientos un tanto bruscos, por el caminito
enarenado del jardín.
A la vista de aquel viejo estrafalario, el
distinguido caballero carraspeó, se arregló las gafas y
por fin se decidió a preguntar:
- ¿Quiere usted hacer el favor de decirme cómo
podría ver al dueño de esta casa?
- En esta casa vivo yo -respondió el viejo.
- De ser así -prosiguió el caballero, llevándose
una mano al sombrero de paja-, ¿quiere usted hacer
17
Timur y su pandilla
el favor de decirme si es alguien de su familia un
chico que se llama Timur Garáev?
- Por ser de la familia, lo es. Ese chico que, según
dice usted, se llama Timur Garáev es sobrino mío.
- Pues lo siento infinitamente... -El distinguido
caballero volvió a toser, sin dejar de mirar de reojo a
aquel sable plantado de punta en el suelo-. Lo siento
infinito pero tengo que decirle a usted que su sobrino
ha cometido ayer por la mañana un conato de robo en
nuestra casa.
- ¿Cómo! -exclamó el viejo asombrado-. ¿Mi
sobrino Timur, robarles a ustedes?
- En efecto, aunque parezca inimaginable. -El
distinguido caballero, con el consiguiente
desasosiego, comenzaba a mostrar curiosidad por la
mano que el viejo tenía escondida detrás de las
espaldas-. Mientras yo estaba durmiendo intentó
llevarse la manta de mi cama.
- ¿Quién? ¿Timur? ¿Que Timur se ha llevado una
manta?
Al viejo parecía no caberle todo aquello en la
cabeza y sin darse cuenta, dejó caer la mano que
tenía escondida detrás de las espaldas con el
revólver.
El distinguido caballero, presa de la natural
emoción, empezó a dar dignamente, sin volverse,
unos pasos hacia atrás:
- Naturalmente, nunca me hubiera atrevido a
afirmarlo... Pero, qué quiere usted que le diga, ante
los hechos... no le queda a uno más remedio que
resignarse. ¡Estimado amigo! Le ruego que no se me
acerque demasiado... Naturalmente, lo que no
encuentro son los motivos que hubieran permitido
explicar... Por otra parte, basta con verle a usted...
- Oiga usted... -El viejo avanzó unos cuantos
pasos hacia el caballero-. Debe tratarse de una
confusión...
- ¡Estimado amigo! ¡Por favor! -El doctor,
prosiguiendo su retirada, gritaba ya, sin apartar un
momento los ojos del revólver-. Esta conversación
está tomando un giro sumamente desagradable,
totalmente impropio de personas respetables como
nosotros.
Cuando al fin se vio del otro lado del portillo, se
alejó apresuradamente, repitiendo:
- Desde luego, sumamente desagradable,
totalmente impropio de personas respetables...
El viejo fue a su vez hacia el portillo del jardín,
precisamente cuando Olga, que iba a bañarse, se
cruzaba con el alarmado y distinguido caballero.
Y de pronto, se puso a agitar las manos y a decirle
a gritos a Olga que no siguiera, que le esperara. Pero
el distinguido doctor, con la agilidad y la decisión de
un macho cabrío, saltó por encima de la cuneta,
agarró a la joven por una mano y ambos
desaparecieron con la rapidez del relámpago detrás
de la esquina.
El viejo se echó entonces a reír a carcajadas.
Rebosante de alegría y repiqueteando enérgicamente
en el suelo con su pata de palo, entonó:
Pero nunca sabréis
En el rápido avión
Que os estuve esperando hasta el amanecer...
Se deshizo las correas que le apretaban la rodilla,
tiró a lo lejos, en medio de la hierba, la pata de palo y
echó a correr hacia su casa, arrancándose entre tanto,
la barba y la peluca.
Diez minutos después, el joven y apuesto
ingeniero Gueorgui Garáev bajaba de un brinco los
peldaños de la puerta del jardín. Sacó la moto del
cobertizo, le dio una voz al perro, para encargarle de
la vigilancia de la casa, apretó el starter, se precipitó
sobre la silla y salió a todo gas en busca de Olga a la
que acababa de dar aquel susto.
A las once en punto Guennadi y Nikolái
Kolokólchikov se pusieron en marcha; iban a recoger
la respuesta al ultimátum.
- No sabes andar como todo el mundo -gruñía
Guennadi-. A paso ligero, pero firme. Pareces un
pollito, dando saltitos detrás de un gusano. Y no sé
cómo te las arreglas, que no hay nada que decir,
llevas el pantalón limpio, la camisa limpia, y como si
nada. ¡Hay que ver lo que pareces! No te enfades,
chico, te lo digo para tu bien, en serio. Ahora, por
ejemplo, ¿para qué necesitas restregarte la lengua por
los labios mientras andas? Métete la lengua en la
boca y déjala que se esté allí tranquilamente en su
sitio... ¿Y tú qué vienes a hacer aquí ahora?
Serafim Simakov acababa de aparecer, saliéndoles
rápidamente al paso.
- Timur me ha mandado de enlace -soltó Simakov
como una ametralladora-. Las cosas hay que hacerlas
así, y tú no sabes nada de eso. Vosotros, a ocuparos
de vuestra misión, que yo tengo la mía. ¡Nikolái, deja
que yo dé el toque de corneta! ¡Menudas ínfulas nos
damos hoy! ¡Guennadi, pedazo de estúpido!
¡Encargarse de una cosa así, y no ponerse ni unas
botas, unos zapatos! ¡Habráse visto, un embajador
descalzo! Bueno, ¡allá vosotros, que yo tiro por este
lado! ¡Hala, hala! ¡Hasta la vista!
- ¡Charlatán, más que charlatán! -Guennadi
meneó la cabeza en signo de reprobación-. Cien
palabras para decir lo que podría decirse con cuatro.
Venga, Nikolái, el toque de corneta, que ya estamos
delante de la valla.
- ¡Mishka Kvakin, que se presente! -ordenó
Guennadi al chico que asomó la cabeza en lo alto de
la valla. - ¡No tenéis más que entrar! ¡Por la derecha!
-se oyó tras el cercado la voz de Kvakin-. Hemos
abierto la verja a propósito para vosotros.
- No vayas -murmuró Nikolái, tirando a Guennadi
de una manga-. Nos pillarán y nos darán una tunda.
- ¿Todos contra nosotros dos? -preguntó
18
Guennadi con arrogancia-. Sopla, Nikolái, sopla más
fuerte. No hay sitio por donde nosotros no podamos
pasar.
Pasaron por la verja de hierro, cubierta de
herrumbre, abierta de par en par y se encontraron
delante del grupo de chicos, al frente de los cuales
estaban Kvakin y Figura.
- Venimos a por la contestación a la carta -dijo
Guennadi con voz firme.
Kvakin sonreía, Figura ponía una cara
enfurruñada.
- Vamos a hablar un momento -propuso Kvakin-.
Siéntate, hombre, a qué tanta prisa...
- Venimos a por la contestación a la carta -repitió
Guennadi fríamente-. Hablaremos después, cuando
nos hayáis dado la contestación.
Y no era tan fácil comprender, al fin y al cabo, si
estaba jugando, si era broma lo que decía aquel
chicarrón ancho de hombros, tan derecho, con su
camiseta de marinero, y el otro pequeño al lado, el
corneta que ya había palidecido. O si aquel
muchacho de ojos grises, severos, fijos, con el
entrecejo fruncido, de pies descalzos, exigía de
verdad una contestación, sabiendo que tenía de su
lado la razón y la justicia.
- Toma, ahí está -dijo Kvakin, tendiendo un papel
plegado.
Guennadi lo desplegó. Vio una higa,
groseramente dibujada, con una palabrota al pie.
Muy tranquilo, sin inmutarse, Guennadi hizo
pedazos la hoja de papel. En aquel mismo instante,
Nikolái y él se sintieron fuertemente sujetados por
los hombros, por los brazos.
No intentaron oponer resistencia.
- Por cosas como eso del ultimátum deberíamos
haberos dado vuestro merecido -dijo Kvakin,
acercándose a Guennadi-. Pero... como somos
generosos, os dejaremos hasta esta noche encerrados
aquí dentro -señaló en dirección de la capilla- y la
noche la dedicaremos a dejar definitivamente limpio
el huerto de la casa que lleva el número veinticuatro.
- No lo haréis -contestó Guennadi sin inmutarse.
- ¡Sí, lo haremos! -gritó Figura dando a Guennadi
una bofetada.
- Puedes darme otras cien -dijo Guennadi,
entornando los ojos y volviéndolos a abrir-. Nikolái soltó después rápidamente, en un tono que infundía
ánimos-, no tengas miedo. Lo que veo es que
tendremos hoy, con arreglo al formulario número
uno, señal de llamada general.
A empellones, metieron a los prisioneros en la
minúscula capilla, con los postigos de hierro
herméticamente cerrados. Cerraron detrás de ellos las
dos puertas, echaron el cerrojo y, por si fuera poco,
lo sujetaron con una cuña de madera.
- ¿Y ahora? -gritó Figura acercándose a la puerta
y haciendo bocina con una mano-. ¿Qué os parece
ahora? ¿Quién se saldrá con la suya, vosotros o
Arkadi Gaidar
nosotros?
Del otro lado de la puerta, se oyó una voz sorda,
apenas perceptible:
- No, bandoleros, ahora es cuando ya no os
volveréis a salir nunca más con la vuestra.
Figura escupió despectivamente.
- Tiene un hermano marinero -explicó en tono
sombrío Alioshka, el del pelo cortado al rape-. Está
haciendo el servicio en el mismo barco que mi tío.
- ¿Y qué? -Figura se ponía amenazador-. ¿Te
habrás creído que tú eres el capitán, a lo mejor?
- ¿Crees tú que está bien pegar a alguien que tiene
las manos atadas?
- ¡Pues toma tú también! -Figura perdió
definitivamente la calma y le dio a Alioshka un gran
bofetón.
Los dos chicos rodaron sobre la hierba. Los
demás les tiraban de los brazos, de los pies, tratando
de separarlos...
A nadie se le ocurrió mirar hacia arriba, donde,
entre el espeso follaje de un tilo que se alzaba cerca
de la valla, se dejó ver el tiempo que dura un
relámpago el rostro de Serafim Simakov.
Se deslizó del árbol como una serpiente y, una vez
los pies en el suelo, se fue derechito, saltando de
huerto en huerto, hacia el riachuelo, donde estaban
Timur y los suyos.
Olga, la cabeza cubierta con una toalla, leía
tendida en la cálida arena,
Evguenia estaba en el agua. De pronto, sintió unas
manos en sus hombros.
Se volvió. Era una chica alta, de ojos oscuros.
- ¡Hola! Vengo de parte de Timur. Me llamo
Tania y soy también de los suyos. Timur siente
mucho que por culpa de él te haya reñido tu hermana.
Tu hermana debe tener muy mal genio ¿no?
- La cosa no tiene importancia -balbuceó
Evguenia, poniéndose colorada-. Olga no tiene mal
genio, en absoluto, es una cuestión de carácter. -Y
juntando las palmas de las manos, agregó con acento
desesperado-: ¡Ah qué hermana esta, qué hermana!
Pero ya veremos, cuando llegue papá...
Se salieron del agua y se encaramaron a un lugar
escarpado de la orilla, a la izquierda de la playa. Allí
se encontraron con Niurka.
- ¿Me reconoces? -le preguntó a Evguenia, entre
dientes, tragándose como siempre la mitad de lo que
decía-. ¿Sí? Yo te he reconocido en seguida. ¡Mira,
allí está Timur! -Acabó de quitarse el vestido y
señaló con el brazo hacia la otra orilla, donde los
chicos eran tantos que casi no se veía la arena-.
Ahora ya sé quién encontró a la cabra, quién
amontonó la leña, quién dio las fresas a mi
hermanito. También sé quién eres tú -añadió
volviéndose hacia Tania-. Estabas un día sentada al
borde de un arriate, llorando. No debes llorar. ¿Qué
se saca en limpio con llorar?... ¡Eh! ¡Quieta ahí,
19
Timur y su pandilla
maldita cabra del demonio, o te tiro al río! -le gritó a
la cabra, atada a unos matorrales-. ¡Venga, chicas, de
cabeza al agua!
Evguenia y Tania se miraron. ¡Qué divertida
aquella Niurka, tan pequeña, tan tostada por el sol!
Parecía una gitana.
Cogidas de la mano, avanzaron hasta la misma
orilla cortada a pico, miraron al agua clara, azulada,
que se agitaba ligeramente a sus pies.
- ¿Nos tiramos?
- Venga.
Y las tres se tiraron juntas al agua.
No habían vuelto todavía a asomar la cabeza fuera
del
agua,
cuando
alguien
se
zambulló
estrepitosamente detrás de ellas, levantando un
surtidor de salpicaduras.
Era Serafim Simakov que, como venía, a la
carrera, y tal como estaba, con sus sandalias, su
pantalón corto y su camiseta, se había tirado al río.
Echándose hacia atrás el pelo que se le pegaba a la
cara, escupiendo y resoplando, se fue nadando a
grandes brazadas hacia la otra orilla.
- ¡Una catástrofe, Evguenia! ¡Una catástrofe -gritó
volviéndose-, Guennadi y Nikolái han caído en una
emboscada!
Olga subía la cuesta y seguía leyendo su libro.
Pero donde el empinado sendero desembocaba en la
carretera, de pie junto a su moto, la estaba esperando
Gueorgui. Se saludaron.
- Pasaba por aquí -le explicó Gueorgui-, cuando la
vi subir la cuesta, y pensé que era mejor esperar.
Quizás puedo acompañarla, de camino.
- ¡A que no es verdad! Usted estaba aquí
esperándome a propósito.
El hubo de darse por vencido:
- Bueno, ¡qué se le va a hacer! Por una vez que
quiere uno decir una mentira y no hay manera. Tenía
que... pedirle a usted que me perdone por el susto de
esta mañana. Era yo, aquel viejo con la pata de palo.
Me había vestido, hasta me había puesto la peluca y
la barba para ensayar el papel. Venga usted, la llevo
hasta donde usted quiera.
Olga movió negativamente la cabeza.
El le puso entonces un ramito de flores encima del
libro.
Las flores eran preciosas. Olga, toda colorada, no
supo que hacer... y las tiró al suelo, allí mismo, en
plena carretera.
Aquello no se lo esperaba él.
- ¡Oiga usted! -dijo herido-. Canta usted muy
bien, es usted una verdadera artista, tiene usted una
mirada franca, los ojos claros, luminosos. Yo no creo
haber hecho nada que pueda ofenderla. Pero, vamos,
lo que acaba usted de hacer no lo habría hecho ni ¡el
ser... más insensible!
- ¡No necesitaba esas flores! -dijo Olga
arrepentida, asustada ella misma de lo que acababa
de hacer-. Yo... De todas maneras iba a ir con usted,
aunque fuera sin las flores.
Se instaló sobre el sillín de cuero y la motocicleta
voló a todo gas por la carretera.
No tardaron en llegar a la bifurcación, pero en
lugar de tomar el camino que llevaba a la aldea, la
moto tomó el otro ramal y desembocó en pleno
campo.
- ¿Se equivocó usted? -gritó Olga-. ¡Había que
tomar a la derecha!
- El camino es mejor por aquí -contesto él-. Es
más alegre.
Otro viraje y atravesaban a toda marcha el
rumoroso frescor de un bosquecillo. De junto a un
rebaño, salió corriendo hacia ellos un perro, les ladró,
intentó alcanzarles. ¡Pero quiá! ¡En vano! Estaban ya
lejos.
Como un proyectil, pasó silbando en dirección
opuesta un camión. Cuando Gueorgui y Olga salieron
de las nubes de polvo que había levantado, tenían
ante sí, al pie de una montaña, entre humo y
chimeneas, las torres de vidrio y hierro de una ciudad
desconocida.
- Es nuestra fábrica -le gritó a Olga-. Hace tres
años venía yo aquí a coger setas y a buscar fresas.
Sin disminuir casi la velocidad, la moto viró en
redondo:
- ¡Todo derecho! -gritaba entre tanto Olga en tono
de advertencia-. Por favor, vamos derecho a casa.
De repente el motor se paró.
- Espere usted un momento -dijo él, bajándose-.
Una pequeña avería, nada grave.
Tendió la moto encima de la hierba, debajo de un
abedul, sacó una llave inglesa y se puso a darle
vueltas a algo, a atornillar.
- ¿Qué personaje es el que representa usted en esa
ópera? -preguntó Olga sentándose en la hierba-.
¿Necesita realmente un maquillaje tan terrible?
- Es un viejo inválido -contestó él sin dejar de
ocuparse de la moto-. Ha sido guerrillero y... no las
tiene todas consigo. Vive cerca de la frontera y
constantemente le parece que el enemigo será más
hábil que nosotros y logrará engañarnos. Es viejo y
es prudente. Los soldados, en cambio, son chicos
jóvenes; no hacen más que reír y en cuanto dejan la
guardia se ponen a jugar al voleibol. Salen con las
chicas..., sus Katiushas.
Frunció el ceño y se puso a cantar en voz baja:
Otra vez tras las nubes se ha ocultado la luna
Tres noches he pasado velando sin cesar.
Soy viejo. Me faltan fuerzas. ¡Oh, dolor!
Cambió de voz e imitando al coro prosiguió:
¡Calma, anciano, calma!
- ¿A qué viene esa "calma"? -preguntó Olga,
20
limpiándose con el pañuelo los labios cubiertos de
polvo.
- Pues quiere decir -explicó él mientras seguía
dando golpecitos en el cubo de la rueda con la llave
inglesa- algo así como duerme tranquilo, ¡viejo
estúpido! Hace ya tiempo que están todos los
soldados y todos los oficiales en sus puestos... Olga,
¿le habló su hermanita de la entrevista que tuve con
ella?
- Claro que me habló. Y le dije lo que tenía que
decirle.
- Pues hizo usted mal. Es una chiquilla
divertidísima. Yo le digo a ella "¡Avah!" y ella me
dice "¡Be-e!"
- Pues esa chiquilla tan divertida no hace más que
darme disgustos -insistió Olga-. Ahora ha hecho
amistad con no se qué golfillo, creo que le llaman
Timur. Es de la pandilla de ese tunante de Kvakin.
No hay manera de alejarlo de nuestra casa.
- ¡Timur!... Hum... -Gueorgui carraspeó para
disimular su turbación-. ¿Cree usted que es de esa
pandilla? No creo que lo sea... No creo que... Pero
bueno, no tiene usted por qué preocuparse... Yo
conseguiré alejarle de su casa. Olga, ¿por qué no
estudia usted en el Conservatorio? Se da usted
cuenta: va usted a ser ingeniero. Yo mismo soy
ingeniero, no veo qué falta le hace ser ingeniero.
- ¿Por qué? ¿No está usted contento de serlo? ¿O
es que es usted un mal ingeniero?
- ¿Un mal ingeniero?... -se acercó a la joven,
mientras golpeaba la rueda delantera con la llave
inglesa-. No, no es que yo sea un mal ingeniero, es
que canta usted muy bien.
- Oiga usted, Gueorgui -dijo Olga, apartándose
turbada-. Yo no sé si es usted buen o mal ingeniero,
lo que sí sé es que... la reparación de esta moto la
está usted haciendo de una manera muy rara.
Y Olga agitó la mano, remedando los golpecitos
que daba con la llave en el eje de la rueda y en la
llanta.
- Nada de rara. Se hacen las cosas como se debe. Se levantó de un brinco y dio con la llave inglesa en
el chasis-. ¡Se acabó! Olga, ¿el padre de usted es
oficial del ejército?
- Sí.
- Eso está muy bien. Yo también lo soy.
- ¿Cómo quiere usted que le acabe de entender? dijo Olga, encogiéndose de hombros-. De pronto es
usted ingeniero, de pronto actor, de pronto está en el
ejército. ¿A lo mejor es usted, además, aviador?
- No -se echó a reír él-. Los aviadores lanzan las
bombas desde el aire; nosotros desde tierra,
atravesando hierro y cemento, vamos derecho al
corazón.
Otra vez desfilaron y quedaron en pos de ellos los
sembrados, los campos, las arboledas, el riachuelo.
Por fin estaba Olga en su casa.
Al oír el estrépito de la motocicleta, Evguenia
Arkadi Gaidar
salió corriendo a la terraza. Se turbó al ver al
ingeniero, pero cuando la moto se hubo alejado,
Evguenia, mirando en pos de ella, se acercó a su
hermana, la abrazó y le dijo con envidia:
- ¡Lo feliz que eres tú hoy!
Después de acordar que volverían a encontrarse
en las proximidades de la casa n° 24, los chiquillos
desaparecieron del recinto.
No quedó allí más que Figura. Le ponía rabioso y
le extrañaba, además, aquel silencio que reinaba en el
interior de la capilla. Los prisioneros no gritaban, ni
aporreaban la puerta, ni contestaban a las preguntas
ni a las llamadas.
Figura intentó, entonces, una maniobra. Abrió la
primera puerta, la de fuera, se introdujo en el
estrecho espacio que quedaba entre las dos paredes y
permaneció callado como un muerto.
Allí se estuvo, el oído aplicado contra la cerradura
hasta que, de pronto, la gran puerta exterior de hierro
se cerró con un ruido atronador, como si la hubieran
empujado con un ariete de madera.
- Eh, ¿quién está ahí? -Figura se tiró contra la
puerta, furioso-. ¡Basta de bromas, que si no, ya
veréis después!
Pero nadie le contestaba. Del otro lado de la
puerta se oían voces desconocidas. Chirriaron los
goznes de los postigos. Por las rejas, alguien estaba
hablando con los prisioneros.
Después, en el interior de la capilla se oyó una
risa. Una risa que le sentó muy mal al pobre Figura.
Por fin, se abrió la puerta del exterior. Ante
Figura estaban Timur, Simakov y Ladyguin.
- ¡Abre el otro cerrojo! -ordenó Timur sin
moverse-. ¡Abre tú mismo o será todavía peor!
De mala gana, Figura descorrió el cerrojo.
Nikolái y Guennadi salieron de la capilla.
- ¡Métete ahí, en lugar de ellos! -ordenó Timur-.
¡Venga, tunante, date prisa! -gritó apretando los
puños-. No tengo tiempo ni ganas de hablar contigo.
Encerraron a Figura detrás de las dos puertas,
corrieron el pesado cerrojo y pusieron un candado.
Después, Timur sacó una hoja de papel y con un
lápiz azul escribió de través:
"Kvakin, no vale la pena hacer guardia. Están
encerrados y la llave la tengo yo. Iré directamente
esta noche al jardín a donde sabes".
Se fueron. Cinco minutos después estaba allí
Kvakin. Leyó el papel, tiró unas cuantas veces del
candado y con una risita se fue hacia la verja,
mientras Figura, encerrado, daba desesperadamente
golpes de pies y manos contra la puerta de hierro.
Desde la verja, Kvakin se volvió y masculló con
indiferencia:
- ¡Ya puedes llamar, Guennadi, ya! De aquí a la
noche os queda tiempo.
Después sucedió lo siguiente:
Poco antes de ponerse el sol, Timur y Simakov
21
Timur y su pandilla
fueron un momento a la plaza del mercado. Allí,
entre el desorden de los puestos de cerveza, de agua
mineral, de verduras, de tabaco, de comestibles, de
helados, había al final un chamizo destartalado en el
que se instalaban los días de mercado los zapateros
remendones.
Timur y Simakov no se entretuvieron mucho
tiempo en el chamizo.
Cuando cayó la noche, la rueda del timón se puso
a funcionar en el desván. Uno tras otro se iban
tendiendo los sólidos hilos de cuerda, transmitiendo
las señales convenidas adonde debían transmitirse.
Iban llegando los refuerzos. Eran ya veinte o
treinta chicos los reunidos y por los agujeros de las
cercas de los huertos, sin ruido, acudían más y más.
A Tania y a Niurka las mandaron a sus casas.
Evguenia estaba en la suya, con la misión de
ocuparse de Olga y de no dejarla salir al jardín.
En el desván, al pie de la rueda del timón, estaba
Timur.
- Repite la señal con el hilo número seis -dijo
preocupado Simakov, que miraba por el tragaluz-.
No parecen contestar.
En una gran tabla chapeada dos chicos dibujaban
algo así como un cartel. Se presentó la sección de
Ladyguin.
Por fin llegaron las fuerzas enviadas en servicio
de reconocimiento. La banda de Kvakin se reunía en
un solar, cerca del jardín de la casa n° 24.
- Llegó la hora -dijo Timur-. A prepararse todos.
Soltó la rueda del timón, tiró de una cuerda y
sobre el viejo desván, a la luz incierta de la luna que
corría por entre las nubes, subió lentamente y quedó
flotando en el aire la bandera de la pandilla, la señal
de combate.
Unos diez chiquillos avanzaban en fila india a lo
largo de la cerca de la casa n° 24. Deteniéndose a la
sombra de la empalizada, Kvakin comprobó:
- Todo el mundo está aquí, sólo falta Figura.
- Ese es un pillo -dijo una voz-. Debe estar ya en
el huerto. Siempre se las arregla para llegar antes que
los demás.
Kvakin apartó dos tablas, previamente
desclavadas, y pasó por la brecha. Tras él pasaron los
demás. En la calle no quedó junto al boquete más que
un centinela, Alioshka.
Por entre las ortigas y las zarzas que, del otro lado
del camino, crecían en la cuneta, asomaron cinco
cabezas. Cuatro se ocultaron inmediatamente. La
quinta -la de Nikolái Kolokólchikov- se retrasó un
momento, pero una mano le dio un pescozón y la
cabeza desapareció.
Alioshka, el centinela, miró en torno suyo. Todo
estaba tranquilo. Pasó la cabeza por la brecha para
tratar de darse cuenta de lo que sucedía en el huerto.
Salieron tres de los que estaban en la cuneta y un
momento después el centinela estaba firmemente
sujeto por los brazos y por los pies. Sin haber podido
dar un grito, se vio apartado de la cerca.
- Guennadi -murmuró levantando la cara-. ¿De
dónde sales tú?
- De allí -dijo rabiosamente, en voz baja, el
interpelado-. ¡Y ya puedes callar, porque te aseguro
que si no, no me acordaré de que saliste en mi
defensa!
- Bueno -se resignó Alioshka-. Me callaré.
Y aprovechó la ocasión para lanzar el más
penetrante de los silbidos.
Pero la gran mano de Guennadi le tapó
inmediatamente la boca y manos invisibles lo
levantaron por los hombros y por las piernas y se lo
llevaron lejos de allí.
El silbido se había oído en el huerto. Kvakin se
volvió. No se repetía. Kvakin miró atentamente en
torno suyo, en todas direcciones. Ahora le parecía
que se habían movido unas matas en un rincón del
huerto.
- ¡Figura! -llamó quedamente-. ¿Eres tú, estúpido,
quien está ahí escondido?
- ¡Mishka, una luz! -gritó de pronto una voz-. Son
los dueños.
Pero no eran los dueños del huerto.
Detrás, en el espesor del follaje, se habían
encendido más de diez pilas eléctricas. Cegadoras,
avanzaban rápidamente contra los confundidos
invasores.
- ¡A por ellos, sin ceder un paso! -gritó Kvakin
sacándose rápidamente del bolsillo una manzana y
tirándola contra las luces.
- ¡A quitarles las pilas, aunque sea arrancándoles
las manos! ¡Es él! ¡Es Timur!
- ¡Allí es Timur y aquí soy yo! -lanzó, saliendo de
entre las matas Simakov.
Y unos diez chicos más entraron en liza a
retaguardia y por los flancos.
- ¡Eh! -aulló Kvakin- ¡Esta vez tienen fuerzas de
veras! ¡A saltar la cerca, muchachos!
La banda estaba rodeada por todas partes. Los
picaruelos, presas del pánico, se precipitaron
rápidamente hacia la empalizada.
Entre empujones, dándose frente contra frente,
iban saltando a la calle para caer en manos de
Ladyguin y de Guennadi. La luna se había ocultado
del todo detrás de una nube. Sólo se oían las voces:
- ¡Suelta!
- ¡Deja!
- ¡Quieto, no me toques!
- Todos callados -resonó en la oscuridad la voz de
Timur-. ¡No se toca a los prisioneros! ¿Dónde está
Guennadi?
- Estoy aquí.
- Llévatelos a todos adonde hemos dicho.
- ¿Y si alguno opone resistencia?
- Los agarráis por las manos y por los pies y los
lleváis con todo respeto como si fueran ídolos.
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- ¡Suelta, demonio! -dijo una voz llorosa.
- ¿Quién grita?-preguntó Timur con rabia-.
Siempre hay quien está dispuesto a hacer el golfo,
pero cargar con las consecuencias es otra cosa.
¡Venga, Guennadi, da la voz de mando y adelante!
Llevaron a los prisioneros hacia el chamizo vacío
que estaba al final de la plaza del mercado y uno tras
otro los hicieron pasar por la estrecha puerta.
- A Mijaíl Kvakin me lo traéis aquí -dijo Timur.
Acercaron a Kvakin.
- ¿Se acabó? -preguntó Timur.
- ¡Sí, ya están todos!
Habían metido al último prisionero en el chamizo;
corrieron el cerrojo y colgaron el pesado candado.
- Te puedes ir -le dijo entonces Timur a Kvakin-.
Eres ridículo, no le haces falta a nadie, ni le inspiras
miedo a nadie.
Pensando que le iban a dar una paliza, totalmente
despistado, Kvakin seguía allí con la cabeza baja.
- ¡Te digo que te vayas! -repitió Timur-. Toma
esta llave y abre la capilla, donde tienes encerrado a
tu amigo Figura.
Kvakin no se iba.
- Abre a los chicos -pidió malhumorado-. O
méteme a mí junto con ellos.
- No -dijo Timur-. Ahora todo está concluido. Ni
ellos tienen nada más que hacer contigo, ni tú con
ellos.
Entre el barullo de mofas y silbidos, la cabeza
escondida entre los hombros, Kvakin se fue alejando
lentamente. Cuando estuvo a unos diez pasos se
detuvo y se enderezó.
- Me vengaré -gritó furioso, volviéndose hacia
Timur-. Y me vengaré contra ti solo. ¡Los dos frente
a frente, hasta que caiga uno!
Y desapareció de un brinco en la oscuridad.
- ¡Ladyguin y los cinco de tu sección, estáis
libres! -dijo Timur-. ¿Qué es lo que tenéis que hacer?
- Lo de la madera, en la casa n° 22 de la calle
Bolshaya Vasilkóvskaya.
- ¡Bueno, a trabajar!
Muy cerca de allí, en la estación, se oyó silbar una
locomotora. Había llegado un tren del que bajaban
pasajeros y Timur se apresuró.
- Simakov y los cinco que van contigo ¿qué es lo
que hacéis vosotros?
- En la casa n° 38 de la calle Málaya
Petrakóvskaya, lo mismo de siempre. -Se echó a reír
y prosiguió-: ¡Cubos, tina y venga agua! ¡Adelante!
¡Hasta la vista!
- Bueno, a trabajar ahora... Oigo gente que viene
hacia acá. Los demás cada cual a su casa... ¡Todos a
una!
Se oyó un fragoroso estruendo en la plaza. Los
viajeros que acababan de bajar del tren se detuvieron
sobrecogidos. Volvieron a oírse los chillidos y los
golpes. En las casas vecinas, se encendieron luces en
Arkadi Gaidar
las ventanas. Alguien había encendido, también, la
luz en uno de los puestos del mercado y la gente que
había acudido allí vio sobre el chamizo un letrero que
decía:
¡TRANSEÚNTE, NO TENGAS LASTIMA!
Los que están aquí encerrados desvalijan
cobardemente por las noches los huertos de pacíficos
ciudadanos. La llave del cerrojo está detrás de este
cartel, pero el que quiera abrirlo para dejar en
libertad a los detenidos que vea primero si no hay
entre ellos alguno de sus parientes o conocidos.
Era ya muy entrada la noche. No se veía siquiera
la estrella roja con la franja negra en el portal. Pero
allí estaba.
En el jardín de la casa, donde vivía la niñita del
pelo dorado, bajaron unas cuerdas por entre las
tupidas ramas de un árbol. Tras las cuerdas bajó un
chiquillo deslizándose por el tronco rugoso. Colocó
una tabla y se sentó encima para probar si el nuevo
columpio sería resistente. La gruesa rama cruje,
apenas susurran las hojas temblorosas. Un pájaro
echa a volar con un chillido. Ya es tarde, Olga está
durmiendo desde hace mucho tiempo, como duerme
Evguenia. Duermen, también, los demás chicos, el
alegre Simakov, el callado Ladyguin, el divertido
Nikolái. El valiente Guennadi está, naturalmente,
dando vueltas en la cama y mascullando algo en
sueños.
El reloj de la torre da los cuartos: "Pasó el día, se
acabó". Din, don... Din, don...
Sí, ya es muy tarde.
El chico se levanta, busca tanteando con las
manos algo que debe de estar sobre la hierba y, por
fin, se pone de pie con un gran ramo de flores
silvestres en las manos. Son las flores que ha
recogido Evguenia.
Con precaución, para que no se despierten ni se
asusten quienes duermen en la casa, sube los
peldaños del portal inundados por la luz de la luna y
deja cuidadosamente en el último el ramo de flores.
Es Timur.
Era por la mañana. La mañana de un día de fiesta.
Para celebrar el aniversario de la victoria del Ejército
Rojo en el Lago Hasán, los komsomoles del lugar
organizaban en el parque una gran fiesta con baile y
disfraces de carnaval.
Muy temprano aún todas las chiquillas se habían
ido al bosque. Olga se daba prisa para terminar de
planchar una blusa. Revolviendo los vestidos, entre
los que había uno de Evguenia, había caído de uno de
los bolsillos un papel doblado.
Olga lo había levantado y leído:
"Niña, no le tengas miedo a nadie en tu casa.
Todo está arreglado, y a mí nadie me sacará una
palabra de nada. Timur".
23
Timur y su pandilla
Olga se preguntaba qué sería aquello que nadie
había de saber y por qué podía tenerle Evguenia
miedo a alguien en su casa. ¿Cuál era el secreto que
ocultaba aquella chiquilla tan reservada y tan
mañosa? ¡No! Todo aquello tenía que terminarse. Su
padre al marcharse bien lo había dicho... Había que
actuar, rápida y decididamente.
Oyó llamar a la ventana. Era Gueorgui.
- Olga, sáqueme usted de apuros. Ha venido a
verme una delegación, quieren que cante algo esta
tarde en la fiesta. Un día como el de hoy, era
imposible negarse. Venga usted a acompañarme con
el acordeón.
- No digo que no... Pero podría acompañarle a
usted alguien al piano -dijo Olga extrañada-. ¿Por
qué tiene que ser al acordeón?
- Olga, yo no quiero que nadie me acompañe al
piano. Quiero que me acompañe usted. Ya verá usted
lo bien que resultará. ¿Permite usted que salte por la
ventana? Deje usted esa plancha y saque el acordeón.
Bueno, aquí lo tiene usted. Ya está sacado de la
funda, no le queda a usted más que apretar las teclas
con los dedos, mientras yo canto.
- Oiga usted -Olga acabó por ofenderse-. Al fin y
al cabo podía usted haberse evitado eso de saltar por
la ventana, pasando por la puerta...
En el parque había mucho alboroto. En largas
filas llegaban los coches con los veraneantes,
camionetas con bocadillos, bebidas, salchichón,
dulces y golosinas.
Un ejército de vendedores de helados avanzaba en
perfecta formación, empujando sus carritos azules y
ofreciendo su mercancía. Se oía el vocerío
discordante de los gramófonos, en torno a los cuales
forasteros y vecinos del lugar se habían instalado a
comer y beber sobre la hierba en los claros del
bosque.
Tocaba la música. A la puerta del Teatro de
Variedades del parque el viejecito, que estaba de
servicio aquel día, no conseguía ponerse de acuerdo
con un electricista que quería pasar con sus
herramientas, sus correas y sus garfios.
- Aquí, querido amigo, no dejamos pasar a nadie
con las herramientas. Hoy es día de fiesta. Date,
primero, una vuelta por tu casa, lávate y ponte un
traje limpio.
- Pero, abuelo, si aquí no hay que pagar billete, si
es gratuito.
- ¡Pues de todos modos, no se puede pasar! Aquí
van a cantar. También hubieras podido traerte, de
paso, un poste telegráfico. Y tú, ciudadano, tampoco
puedes entrar -le dijo el viejecito a otro-. Aquí viene
la gente a cantar... Música... Tú llevas ahí una botella
que te asoma del bolsillo.
- Pero, abuelito... -intentó discutir, medio
tartamudeando, el interesado-, yo tengo que entrar...
yo soy tenor.
- Venga, venga, tenor -dijo el viejecito y añadió
señalando hacia el electricista-: Aquí tienes un bajo
que no protesta, con que ya puedes resignarte, por
muy tenor que seas.
Evguenia, enterada por los chiquillos de que Olga,
con el acordeón, estaba detrás del escenario, se
impacientaba en su sitio.
Al fin, salieron Gueorgui y Olga. Evguenia sintió
miedo: tenía la impresión de que todo el mundo iba a
reírse de su hermana.
Pero nadie se reía.
Gueorgui y Olga estaban de pie en la escena, tan
sencillos, tan jóvenes y alegres que a Evguenia le
entraron ganas de abrazarles a los dos.
Oiga se pasó por el hombro la correa del
acordeón. Una profunda arruga atravesó la frente del
joven ingeniero; se encorvó, bajó la cabeza. Ahora
era un viejo, un viejo que cantaba con voz grave y
sonora:
Tres noches sin conciliar el sueño y una vez y otra
vez
El mismo rumor misterioso en la terrible soledad
Quema las manos el fusil y la angustia muerde el
corazón
Como hace veinte años en las noches de guerra.
Pero si de nuevo hemos de vernos frente a frente,
Soldado del mercenario ejército enemigo
A pesar de mis canas estaré dispuesto a combatir,
Grave y tranquilo, como hace veinte años.
- ¡Qué bien! ¡Y qué lástima le da a uno del pobre
viejo tan valiente! ¡Muy bien, muy bien...! -Y
Evguenia continuaba bajito-: Sigue, sigue tocando,
Olga. Lo único que siento es que no te escuche papá.
Después del espectáculo, Gueorgui y Olga, de la
mano, se fueron por una de las alamedas.
- Todo esto está muy bien -observó Olga-. Pero lo
que no sé es dónde ha podido meterse Evguenia.
- Estaba de pie en un banco -contestó él-,
aplaudiendo y gritando ¡Muy bien! Luego se le
acercó... -Gueorgui permaneció un momento callado,
pero acabó por decir-: Se le acercó un chiquillo y
después no los volví a ver. .
Olga sintió renacer su inquietud:
- ¿Un chiquillo? Gueorgui, usted es una persona
mayor. Dígame lo que debo hacer con ella. Mire
usted: esta mañana he encontrado en uno de sus
bolsillos este papel.
Gueorgui leyó el papel y esta vez fue él quien se
quedó pensativo y hasta frunció el entrecejo,
mientras Olga proseguía:
- No le tengas miedo a nadie, quiere decir
desobedece. ¡Ah, si doy un día con ese chico le
aseguro que le pondré los puntos sobre las íes!
Olga guardó el papel y estuvieron un rato
callados. Pero por todas partes se oía música alegre,
la gente reía en torno de ellos y, con las manos de
24
nuevo unidas, siguieron paseando por la alameda.
De pronto, en una encrucijada se dieron de narices
con otra pareja que, con las manos también unidas,
venía a su encuentro. Eran Timur y Evguenia.
Desconcertados, todos se saludaron muy
cortésmente y continuaron su camino.
- ¡Ese es! -dijo Olga con verdadera desesperación
tirando a Gueorgui de una manga-. Ese es el chico de
marras.
El no sabía lo que decir:
- En efecto... y lo peor es que es Timur, mi
dichoso sobrino...
- Y tú... y usted lo sabía... -Olga estaba furiosa-.
¡Y no me había dicho usted nada!
Rechazando la mano que le tendía echó a correr
por la alameda. Pero ya no había ni rastro de Timur
ni de Evguenia. Tomó por uno de los estrechos
senderos que serpenteaban entre los árboles y allí vio
a Timur, hablando con Kvakin y Figura.
- Oye -dijo acercándose a Timur-. Ya no os basta
con meteros en todos los huertos y con destrozar
todos los árboles. Hasta en casa de una pobre vieja,
hasta en la de una desgraciada huerfanita tenéis que
andar golpeando. Hasta los perros echan a correr ante
vosotros y ahora ejerces tu influencia sobre mi
hermana y la opones a mí. Llevas al cuello la corbata
de pionero... pero no eres más que un miserable
granuja.
Timur estaba pálido.
- No es verdad -dijo-. Usted no sabe nada.
Olga se encogió de hombros y se fue a buscar a su
hermana.
Timur seguía allí, inmóvil y silencioso.
Intrigados, callaban también Kvakin y Figura. .
- Esas tenemos, comisario -dijo al fin Kvakin-. Ya
veo que tú también puedes pasar un mal rato.
- Sí, capitán -contestó Timur levantando
lentamente la mirada-. Un rato nada agradable.
Hubiera preferido verme en vuestras manos, molido a
palos, a tener que oír por culpa vuestra... lo que
acabo de oír.
- Y ¿por qué te quedaste tan callado? -comentó
Kvakin, con una sonrisa-. No tenías más que haber
dicho que no eras tú. Que éramos nosotros.
Estábamos aquí mismo delante de ti.
- ¡Eso es! Y en cuanto lo hubieras dicho, te
habríamos dado una castaña -interrumpió Figura,
muy satisfecho.
Pero Kvakin no esperaba, probablemente,
semejante apoyo y dirigió en silencio una mirada
glacial a su compañero. Timur, rozando con una
mano los troncos de los árboles, se alejó lentamente.
- Es orgulloso -dijo Kvakin en voz queda-. Estaba
a punto de llorar, pero ha sabido aguantarse.
- Le damos los dos, y ya verás si llora -dijo
Figura, lanzando en pos de Timur una piña de abeto.
- El... es orgulloso -repitió Kvakin con voz
entrecortada-, pero tú... ¡tú eres un canalla!
Arkadi Gaidar
Dio media vuelta y le plantó a Figura el puño en
plena frente. El chico se quedó boquiabierto, soltó un
aullido y echó a correr. Por dos veces, corriendo
detrás de él, Kvakin le alcanzó y le dio un empellón
en la espalda.
Al fin se detuvo, levantó la gorra que se le había
caído al suelo, la sacudió contra la rodilla, se fue
hacia un puesto de helados, compró uno, se apoyó
contra un árbol y, con la respiración todavía
entrecortada, mordió ávidamente a grandes
dentelladas.
En un claro, junto a un puesto de tiro, Timur se
encontró con Guennadi y con Serafim Simakov.
- Timur -le avisó Serafim-. Anda buscándote tu
tío. Parece furioso.
- Sí, ya voy, ya lo sé.
- ¿Volverás por aquí?
- No lo sé.
- ¡Timur! -dijo de pronto Guennadi con una suave
inflexión de voz, tomando a su compañero por el
brazo-. ¿Qué es lo que pasa? Puesto que no le hemos
hecho mal a nadie. Bien sabes, que cuando se tiene
razón...
- Sí, ya lo sé... Cuando se tiene razón no se debe
temer nada. Nada de nada. Pero no por eso deja de
dolerle a uno.
Timur se alejó.
Olga iba hacia su casa a dejar el acordeón. Se le
acercó su hermana.
- ¡Olga!
- ¡Vete! -le contestó Olga sin mirarla-. Yo no
vuelvo a hablar contigo. Me voy ahora mismo a
Moscú y así, cuando yo no esté aquí podrás pasearte
con quien te dé la gana, aunque sea hasta el
amanecer.
- Pero, Olga...
- Ya te he dicho que no vuelvo a hablar contigo.
Pasado mañana nos trasladamos definitivamente a
Moscú. Allí esperaremos a papá.
- ¡Muy bien! Así será papá quien decida, y no tú.
¡Lo sabrá todo! -gritó Evguenia furiosa, con lágrimas
en los ojos, y se fue corriendo a buscar a Timur. Sólo
encontró a Guennadi y a Simakov y les preguntó
dónde estaba su amigo.
- Lo han llamado a su casa -dijo Guennadi-. No sé
por qué su tío está muy enfadado con él por culpa
tuya.
Al oír aquellas palabras Evguenia se puso furiosa.
Dio con un pie en el suelo y apretando los puños
chilló:
- Así... por nada... así es como se pierden los
hombres...
Se abrazó a un tronco de abedul, pero en aquel
momento se le acercaron Tania y Niurka.
- Evguenia -gritaba Tania-. ¿Pero qué te pasa?
¡Ven, Evguenia! Ha llegado un acordeonista, se han
puesto a bailar, todas las chicas están ya bailando.
25
Timur y su pandilla
La asediaron y por fin consiguieron llevársela
hacia el gran círculo en el que giraban, surgían y
desaparecían blusas, faldas y vestidos alegres y
vistosos como flores.
- Evguenia, no debes llorar -decía Niurka, entre
dientes como siempre y tragándose la mitad de las
sílabas-. Yo nunca lloro, ni siquiera cuando me pega
la abuela. ¡Vamos, muchachas, vamos a bailar!
¡Venga, nos tiramos!
- ¡Nos ti-ramos! -repitió Evguenia, imitando a
Niurka.
Abriéndose paso por entre las parejas que
formaban el corro, se metieron en el círculo y se
pusieron a dar vueltas, vueltas y más vueltas, en la
más endiablada y alegre de las danzas.
Cuando Timur volvió a su casa, le llamó su tío:
- Estoy harto de tus aventuras nocturnas. Harto de
llamadas, de señales y de cuerdas ¿Qué es lo que ha
ocurrido, además, con esa manta?
- Fue una equivocación.
- ¡Bonita equivocación! Y no vuelvas a acercarte
a esa chiquilla. No le gustas a su hermana.
- ¿Por qué?
- No lo sé. Será porque te lo habrás merecido.
¿Qué son esos mensajes y esos papeles? ¿Y esas
entrevistas en un jardín al amanecer? Olga dice que
estás enseñando a su hermana golfear.
- Bien sabes que miente -Timur estaba indignado-.
Siendo como es del Komsomol. Si es que no
comprende algo, bien hubiera podido llamarme y
preguntármelo. Yo le hubiera contestado a todo.
- Perfectamente. Pero, como por ahora no le has
contestado a nada, yo te prohíbo que vuelvas a
acercarte a esa casa. Y, en general, más vale decirlo
de una vez: si lo que quieres es hacer lo que te dé la
gana, te vuelves a tu casa con tu madre.
Estaba ya a punto de marcharse cuando le detuvo
Timur:
- Y cuando tú eras un chico, tío, ¿qué es lo que
hacíais? ¿Cómo jugabais?
- ¿Nosotros? Qué sé yo, corríamos, brincábamos,
nos subíamos por los tejados; a veces hasta nos
peleábamos. Pero jugábamos a cosas claras y
sencillas que todo el mundo podía comprender.
Para darle una lección a su hermana, al caer la
tarde, y sin haber vuelto a decirle ni palabra, Olga
tomó el tren y se fue a Moscú.
En Moscú no tenía absolutamente nada que hacer.
Por lo cual en vez de ir a su casa, se fue a ver a una
amiga, se estuvo allí hasta que se hizo de noche y
eran cerca de las diez cuando llegó al piso. Abría la
puerta, encendió la luz y sintió un escalofrío: sujeto
con un alfiler a la puerta que aún no había vuelto
acerrar, vio un telegrama.
Lo arrancó de un tirón y lo leyó. Era un telegrama
de su padre.
Al atardecer, cuando las camionetas empezaban
ya a dispersarse abandonando el parque, Evguenia
pasó con Tania por su casa. Iban a jugar al voleibol y
tenía que cambiarse de calzado.
Se estaba atando uno de los cordones, cuando
entró en la habitación la madre de la niñita del pelo
dorado. Llevaba a la pequeña en brazos, adormecida.
Pareció muy disgustada al enterarse de que Olga
no estaba en casa.
- Hubiera querido dejar a la pequeña con vosotras
-dijo-. No sabía que no estaba tu hermana... Mi
madre llega esta noche en tren a Moscú y yo quería ir
a esperarla.
- Pues deje usted a la niña -dijo Evguenia-. ¿Qué
importa que no esté Olga? ¿No estoy yo? Déjela
usted encima de mi cama, y yo me acostaré en la
otra.
La madre se puso muy contenta:
- Duerme muy tranquila, no te preocupes, ya no se
despertará hasta mañana por la mañana. Lo único que
hay que hacer es venir de cuando en cuando a
arreglarle la almohada.
Desnudaron a la pequeña y la dejaron en la cama.
La madre se marchó y Evguenia descorrió las
cortinas para que la cama se viera desde fuera. Cerró
la puerta de la terraza y se fue con Tania a jugar al
voleibol, habiendo convenido previamente que
después de cada partido, vendrían por turno a ver
cómo dormía la niña.
Apenas acababa de salir corriendo cuando llegó el
cartero. Estuvo llamando largo rato y como no le
contestaba nadie volvió a salir por el portillo del
jardín y le preguntó a un vecino si los dueños de
aquella casa no se habían marchado a la ciudad.
- No -contestó el vecino-. Acabo de ver por aquí a
la pequeña. Déjeme usted a mí el telegrama.
El vecino firmó, se metió el telegrama en un
bolsillo, se sentó en un banco y encendió la pipa.
Estuvo esperando a Evguenia mucho tiempo.
Pasó cerca de hora y media. Volvió a presentarse
el cartero.
- Aquí tiene usted otro telegrama -le dijo al
vecino-. No comprendo lo que les pasa. Por qué
tantas prisas.
El vecino volvió a firmar. Era ya noche cerrada.
Salió a la calle, entró en el jardín, subió a la terraza y
miró por la ventana. La pequeña dormía. Junto a su
cabeza, en la almohada, se había ovillado un gatito
pelirrojo. Los dueños no debían estar lejos. El vecino
abrió el ventanillo y dejó caer en el interior los dos
telegramas, que quedaron sobre el alféizar de la
ventana; Evguenia al volver había de verlos en
seguida.
Pero Evguenia no los vio. Al llegar a su casa, a la
luz de la luna que entraba en la habitación, volvió a
colocar la cabeza de la niña sobre la almohada, echó
26
al gato, se desnudó y se acostó.
Se estuvo así tendida largo tiempo, pensando en
lo extraña que era la vida. Nadie tenía la culpa, ni
ella, ni Olga tampoco, se diría. Y sin embargo, por
primera vez se había peleado en serio con su
hermana.
Era muy desagradable. En vista de que no había
manera de dormirse, le entraron ganas de comer un
pedazo de pan con mermelada. Se bajó de la cama, se
fue hacia el aparador, encendió la luz y entonces fue
cuando vio en el alféizar de la ventana los dos
telegramas.
Le dio miedo. Con las manos temblorosas abrió
los telegramas.
El primero decía:
"Estaré hoy de paso doce noche tres madrugada.
Esperadme casa Moscú. Papá".
El segundo:
"Ven inmediatamente esta noche papá estará aquí.
Olga".
Con verdadero terror miró al reloj. Eran las doce
menos cuarto. A toda prisa volvió a vestirse, tomó en
brazos a la niña dormida y como una sonámbula salió
a la terraza. Reflexionó un momento, volvió a dejar a
la niña sobre la cama. Salió de un brinco a la calle y
corrió hasta la casa de la vieja lechera. Llamó,
aporreó la puerta hasta que apareció por una ventana
la cabeza de una vecina.
- ¿Hasta cuándo vas a estar llamando? -preguntó
medio dormida-. ¿Qué modos son ésos?
- No son malos modos -dijo Evguenia en tono de
súplica-. Tengo que ver a la lechera. Tengo que
dejarle una niña pequeña.
- ¿Tanto ruido para eso? -dijo la vecina cerrando
la ventana-. Se ha marchado esta mañana a pasar
unos días en casa de su hermano.
Del lado de la estación se oyó el silbido de la
locomotora. Llegaba un tren. Evguenia, corriendo
por la calle de vuelta a su casa, se encontró con el
caballero del pelo blanco, el doctor.
- Perdone usted -balbuceó-. ¿No sabrá usted
adónde va ese tren?
El caballero sacó su reloj de bolsillo.
- Las veintitrés cincuenta y cinco -dijo-. Es él
último tren para Moscú.
- ¿El último? -murmuró Evguenia, tragándose las
lágrimas-. ¿Y cuando hay otro?
- El primer tren pasará muy de mañana, a las tres
y cuarenta. Pero ¿qué te pasa, criatura? -preguntó el
anciano compasivo sujetando por un hombro a
Evguenia que se tambaleaba-. ¿Estás llorando? ¿No
puedo hacer nada por ti?
- ¡Oh, no! -contestó Evguenia, conteniendo los
sollozos y echando a correr-. Ahora, ya no hay nadie
en el mundo que pueda ayudarme.
Llegó a su casa y hundió la cabeza en la
almohada, pero no había pasado un momento cuando
Arkadi Gaidar
volvió a ponerse de pie y lanzó una mirada furibunda
a la niña dormida. Se dominó, arregló la colcha, echó
otra vez de la almohada al gatito pelirrojo.
Encendió la luz en la terraza, en la cocina, en la
habitación y se sentó meditabunda en el sofá. Allí se
estuvo sentada largo tiempo, como no pensando en
nada. Sin darse cuenta enganchó con un pie el
acordeón que se había quedado allí, lo levantó
maquinalmente y hasta apretó una que otra tecla. Se
oyó como una canción, grave y solemne. Dejó
bruscamente de tocar y fue hacia la ventana. Le
temblaban los hombros.
No, seguir sola y sufrir el martirio que estaba
sufriendo era algo que no podía soportar. Encendió
una vela y por el jardín, a trompicones se fue al
cobertizo.
Subió al desván. Allí estaba todo como siempre.
La cuerda, el mapa, los sacos, las banderas. Encendió
la linterna, se acercó a la rueda del timón, buscó el
hilo que necesitaba, lo enganchó al clavo y le
imprimió rápidamente un movimiento a la rueda.
Timur estaba durmiendo cuando el perro le puso
una pata en un hombro. Ni se enteró siquiera. Pero
entonces el perro agarró la colcha con los dientes y
tiró de ella hasta que estuvo en el suelo.
Timur se incorporó sobresaltado.
- ¿Qué pasa? -preguntó sin comprender-. ¿Ha
ocurrido algo?
El perro le miraba a los ojos, movía la cola, el
hocico. Por fin oyó Timur que sonaba la campanilla
de bronce.
Preguntándose quién podía necesitarle a aquellas
horas de la noche, salió a la terraza y levantó el
auricular del teléfono.
- Sí, soy yo; Timur al aparato. ¿Quién es? ¿Eres
tú... tú, Evguenia?
Al principio Timur escuchaba con calma. Pero
pronto empezaron a temblarle los labios, se le fueron
enrojeciendo las mejillas. Se oía su respiración
entrecortada.
- ¿Y sólo estará tres horas? -preguntó muy
agitado-. Evguenia, no digas que no estás llorando, lo
oigo... estás llorando. No debes llorar. ¡No llores!
Voy en seguida...
Dejó el auricular y miró a toda prisa el horario de
los trenes.
- Sí, aquí está el último, a las veintitrés y
cincuenta y cinco. Y el primero a las tres y cuarenta.
-Estaba allí, de pie, inmóvil, mordiéndose los labios-.
¡Demasiado tarde! ¿Será posible que no haya nada
qué hacer? No, es demasiado tarde.
Pero la estrella roja está allí encendida, día y
noche, en el portal de la casa de Evguenia. La había
encendido él mismo con sus propias manos y sus
rayos brillaban ahora, como si los tuviera ante sus
ojos.
¡La hija de un jefe del ejército en semejante
27
Timur y su pandilla
situación! Sin darse cuenta había caído en una
emboscada.
Timur se vistió rápidamente, salió a la calle y
unos minutos después estaba ante la puerta de la casa
del caballero del pelo blanco. Vio todavía luz en el
gabinete del doctor. Llamó y le abrieron.
- ¿A quién buscas? -preguntó secamente el
caballero sorprendido.
- A usted -contestó Timur.
- ¿A mí? -El caballero lo pensó un momento y
después extendió los brazos, abriendo la puerta de
par en par-. ¡Entonces, adelante!
No estuvieron hablando mucho tiempo.
- Eso es todo lo que hacemos -dijo Timur, con los
ojos brillantes para terminar su relato-. En eso
consiste nuestro juego y por eso es por lo que ahora
me hace falta el nieto de usted, Nikolái.
El anciano se levantó sin decir palabra. De un
gesto brusco cogió a Timur por la barbilla, le levantó
la cabeza, le miró a los ojos y salió.
Se fue a la habitación donde dormía Nikolái y le
zarandeó por un hombro.
- Levántate -le dijo-. Han venido a llamarte.
- Pero si yo no sé nada -empezó a decir Nikolái,
azorado, abriendo unos ojos como platos-. Te
aseguro, abuelito, que no sé nada de nada.
- Levántate -repitió secamente el doctor-. Ha
venido a buscarte uno de tus compañeros.
En el desván, sobre la paja, rodeando con los
brazos sus rodillas estaba sentada Evguenia.
Esperaba a Timur. En su lugar, apareció en el
rectángulo de la ventana la cabeza desgreñada de
Nikolái Kolokólchikov.
- ¿Eres tú? -dijo Evguenia sorprendida-. ¿Qué
vienes a hacer aquí?
- No lo sé -dijo en voz queda, todo asustado-. Yo
estaba durmiendo. Vino él. Me levanté. Me dijo que
viniera aquí. Dijo que tú y yo tenemos que bajar al
jardín, delante de la verja.
- ¿Para qué?
- No lo sé. Yo mismo tengo en la cabeza como un
ruido, unos silbidos. Te aseguro, Evguenia, que no
comprendo absolutamente nada.
No había a quien pedirle permiso. Su tío pasaba la
noche en Moscú. Timur buscó la pila, el hacha, llamó
al perro y salió al jardín. Se detuvo ante la puerta
cerrada del cobertizo. Miró al hacha, al cerrojo. ¡Ah,
bien sabía él que aquello no se podía hacer, pero no
había otra solución. De un solo golpe arrancó el
cerrojo y sacó la motocicleta del cobertizo.
- ¡No te enfades! -dijo melancólicamente,
poniendo una rodilla en tierra junto al perro y
acariciándole la cabeza-. No se podía hacer otra cosa.
Evguenia y Nikolái estaban esperando junto al
portillo. Desde lejos vieron una luz que se acercaba
rápidamente. La luz venía derecha hacia ellos, se oyó
el ruido de un motor. Cegados, cerraron los ojos,
retrocedieron contra la cerca, cuando de pronto se
apagó la luz, paró el motor y apareció delante de
ellos Timur.
- Nikolái -dijo sin saludar y sin preguntar nada-.
Tú te quedas aquí y te encargas de que no le pase
nada a la niña. Respondes de ella ante toda nuestra
pandilla. Evguenia, vamos. ¡Adelante, a Moscú! Evguenia dio un grito tan grande como se lo
permitieron las fuerzas que le quedaban, le echó los
brazos al cuello a Timur y le dio un beso.
- ¡Vamos, Evguenia, vamos! -gritaba Timur,
procurando parecer lo más severo posible-. ¡Sujétate!
¡Adelante, en marcha!
Ronqueó el motor, sonó la bocina y la lucecita
roja no tardó en desaparecer.
Nikolái se quedó allí, desconcertado. Levantó un
palo del suelo, se lo puso al hombro, como un fusil y
dio la vuelta a la casa, donde todas las luces seguían
encendidas.
- Sí -mascullaba entre dientes, dando grandes
pasos. ¡Pero que muy difícil, es la suerte del soldado!
No hay manera de que te dejen en paz, ni de día, ni
de noche.
Eran cerca de las tres de la mañana, el coronel
Alexándrov estaba sentado junto a la mesa en la que
aún seguía la tetera, ya fría, y quedaban restos de
salchichón, de queso y de pan.
- Dentro de media hora me marcho -le dijo a
Olga-. ¡Qué lástima, así voy a tener que marcharme
sin haber visto a Evguenia! Olga ¿estás llorando?
- Si no sé por qué no ha venido. N o sabes la pena
que me da, no puedes imaginarte cómo te esperaba.
Ahora se volverá loca de veras, ya lo está un poco.
- Olga -dijo el padre poniéndose de pie-. Yo no sé,
pero no llego a creer que Evguenia haya podido caer
en malas compañías, que la hayan estropeado, que
alguien logre hacer con ella lo que le dé la gana. ¡No!
No tiene un carácter así.
- ¡Ya estamos! -dijo amargamente Olga-. Y díselo
encima, que no hace más que repetir que tiene el
mismo carácter que tú. ¡Si pudiera ser así! Es lo que
ella se figura, cuando lo que hace, por ejemplo, es
subirse al tejado y bajar una cuerda por la chimenea.
Yo me voy a poner a planchar, y la plancha sube por
los aires. Papá, cuando tú te fuiste ella tenía cuatro
vestidos. Dos están ya destrozados. El tercero le está
pequeño y el otro, por ahora, no dejo que se lo ponga.
Entre tanto, le he hecho yo misma otros tres nuevos.
Pero todo lo que se pone no dura ni una semana.
Siempre anda cubierta de cardenales, de arañazos.
Ella, claro, después se te presenta con su sonrisa, con
sus grandes ojos azules y naturalmente, todo el
mundo dice que es una maravilla, una verdadera flor.
¡Si es una flor que la tocas y pincha! Papá, no te
vayas a imaginar que tiene el mismo carácter que tú.
28
Ahora, sólo falta que, encima, se lo digas. Se estará
tres días danzando en lo alto de la chimenea.
- Bueno -dijo el padre en tono conciliador,
abrazando a Olga-. Ya se lo diré. Se lo escribiré, pero
tú, Olga, no seas demasiado severa con ella. Dile que
la quiero mucho, que la recuerdo, que no tardaremos
en volver y que, por ser hija de quien es, no debe
llorar aunque yo esté lejos.
- De todas maneras llorará -dijo Olga,
abrazándose a su padre-. Yo también soy hija tuya y
también lloraré.
El padre miró al reloj, se acercó al espejo, se puso
el correaje y se estiró el uniforme. De pronto se oyó
un portazo. Se entreabrieron las cortinas. Con los
hombros encogidos, como quien se dispone a saltar
por la ventana, apareció Evguenia.
Pero en lugar de dar un grito, un salto de alegría,
se acercó sin ruido y ocultó en silencio el rostro entre
los brazos de su padre. Tenía la frente cubierta de
barro, el vestido todo manchado y arrugado. Olga,
espantada, preguntó:
- ¿Evguenia, de dónde vienes? ¿Cómo has podido
venir?
Sin volver la cabeza, Evguenia movió una mano
como diciendo:
"Espera... Déjame en paz... No preguntes nada... "
El padre levantó a Evguenia en brazos, se sentó en
el sofa y la instaló sobre sus rodillas. La miró, le
limpió con la palma de la mano el barro que le cubría
la frente.
- ¡Muy bien, hija! ¡Eres una mujercita de verdad!
- Pero estás toda cubierta de barro, ¡tienes toda la
cara negra! ¿Cómo has podido venir? -volvió a
preguntar Olga.
Evguenia señaló con la mano hacia las cortinas y
Olga vio a Timur. Se estaba quitando los guantes de
chófer. Con una gran mancha amarilla de aceite en
una sien, tenía el rostro sudoroso y cansado del
trabajador que ha cumplido honrosamente con su
deber. Inclinó la cabeza para saludar a todos.
- Papá -dijo Evguenia bajándose de las rodillas de
su padre y acercándose a Timur-. No creas lo que te
digan. Nadie sabe nada. Te presento a Timur, que es
muy buen amigo mío.
El padre se levantó y, sin pensarlo, estrechó la
mano a Timur. Una sonrisa de triunfo pasó
fugazmente por el rostro de Evguenia y un momento
miró con inquisidora curiosidad a su hermana. Olga,
desconcertada, sin comprender todavía lo que había
ocurrido, se acercó a Timur:
- En ese caso, somos amigos...
No tardaron en dar las tres.
- Papá -dijo Evguenia azorada-. ¿Te vas ya? Ese
reloj adelanta.
- No, Evguenia, es exactamente la hora.
- Papá, te aseguro que tu reloj se adelanta
también.
Arkadi Gaidar
Se fue al teléfono, marcó el número y por el
auricular se oyó una pausada voz metálica:
- Las tres y cuatro minutos.
Evguenia miró a la pared y dijo con un suspiro:
- No se adelanta más que un minuto. Papá,
llévanos corítigo a la estación. Te acompañamos.
- No, Evguenia, eso no es posible. Allí no podré
ocuparme de vosotros.
- ¿Por qué? ¿Ya debes tener tu billete?
- Claro que lo tengo.
- ¿En primera?
- Claro que en primera.
- ¡Ah, con lo que yo hubiera querido irme contigo
lejos, muy lejos, y en primera...!
Pero la estación no estaba en la ciudad, era como
una de esas grandes estaciones de mercancías donde
maniobran las locomotoras y los vagones. Vías,
agujas, trenes. No se veía un alma. El tren blindado
estaba formado. Se abrió uno de los postigos
metálicos, apareció y volvió a desaparecer un
maquinista iluminado por las llamas. En el andén,
enfundado en su cuero, estaba el padre de Evguenia,
el coronel Alexándrov. Se acercó un teniente, saludó
y preguntó:
- Mi coronel, ¿se da la señal de salida?
- Sí, vamos. -El coronel miró el reloj-: las tres y
cincuenta y tres. Tenemos orden de salir a las tres y
cincuenta y tres minutos.
El coronel Alexándrov se acercó a su vagón y
miró en torno suyo. Amanecía, el cielo se iba
cubriendo de nubes. Puso la mano en la barra de
metal, húmeda de rocío. Se abrió ante él la pesada
puerta. Con el pie en el peldaño se dijo a sí mismo
con una sonrisa:
- ¿En primera? Claro que en primera.
La pesada puerta de acero se cerró tras él con
estrépito. Poco a poco, sin sacudidas ni chirridos, la
enorme masa de acero se puso en marcha y fue
tomando velocidad. Pasó la locomotora. Pasaron las
torres de los cañones. Moscú quedó detrás, envuelto
en la niebla. Se apagaron las estrellas. Despuntaba el
día.
A la mañana siguiente, cuando al volver a su casa,
Gueorgui no encontró allí ni sobrino, ni motocicleta,
decidió definitivamente enviar a Timur a casa de su
madre. Se sentó a escribirle una carta, cuando por la
ventana vio venir a un soldado.
El soldado sacó un sobre y preguntó:
- ¿El camarada Garáev?
- El mismo.
- ¿Gueorgui Garáev?
- El mismo.
- Tome usted la carta y firme aquí.
El soldado se marchó. Gueorgui miró el sobre y
silbó: había comprendido. Ahí estaba lo que él
esperaba desde hacía ya tiempo. Abrió el sobre, leyó
29
Timur y su pandilla
y arrugó la carta que había comenzado a escribir. Lo
que había que hacer ahora no era enviar allí a Timur,
sino pedirle a su madre, y en seguida, por telégrafo
que viniera.
Entró en la habitación Timur y Gueorgui furioso
dio un puñetazo en la mesa. Pero detrás de Timur
entraron Oiga y Evguenia.
- Calma -dijo Olga-. No hay por qué dar gritos ni
puñetazos. Timur no tiene la culpa de nada. La culpa
la tiene usted, y la tengo yo también.
- Exactamente -aprovechó Evguenia-. Haga usted
el favor de no reñirle. Olga no toques esa mesa. Ese
revólver que tienen ahí tira que da gusto.
Gueorgui miró a Evguenia y después miró al
revólver y al cenicero sin asa. Empezaba a
comprender y preguntó:
- ¿Entonces fuiste tú, Evguenia, quien estuvo aquí
aquella noche?
- Sí, fui yo. Olga, cuéntaselo todo empezando por
el principio, mientras nosotros vamos a buscar la
bencina y unos trapos y a limpiar la moto.
Al día siguiente, estaba Olga sentada en la terraza,
cuando vio que alguien de uniforme, venía hacia ella
desde el portillo del jardín. Venía a paso firme y
seguro, como si fuera a su casa, y Olga sorprendida
se levantó para ir a su encuentro. Delante de, ella, de
uniforme de capitán de las fuerzas de tanques, estaba
Gueorgui.
- ¿Qué pasa? -preguntó en voz baja-. ¿Un nuevo
papel en la ópera?
- No -dijo él-. He venido para un momento, a
despedirme. No es un nuevo papel, lo único nuevo es
el uniforme.
- Y esto -dijo Oiga, señalando a los galones y
ruborizándose ligeramente- debe ser por aquello de
atravesar hierro y cemento para ir derecho al
corazón...
- Eso mismo. Por qué no me canta usted algo
Oiga, algo como despedida para un camino que
puede ser largo, muy largo. .
Se sentó. Oiga sacó el acordeón:
Aviadores, pilotos
Con vuestras bombas y ametralladoras
Os fuisteis lejos, muy lejos
¡Cuándo volveréis!,
No sé si será pronto
Pero tenéis que volver…
Aunque sea alguna vez…
¡Ah! Y sea donde estéis
En tierra o en el cielo
Sobre países extraños
Vuestras alas
Con las estrellas rojas
Queridas y temibles
Os seguiré esperando,
Como os esperé.
Dejó de cantar.
- Pero como ve usted sólo se trata de aviadores,
porque sobre las fuerzas de tanques no sé ninguna
canción tan bonita como ésta.
- No importa -dijo él-. Aunque sea sin canción,
encuentre usted para mí una letra bonita... .
Olga se quedó callada, pensativa, buscando las
palabras que tenía que encontrar, mirándole
atentamente aquellos ojos grises que ya no reían.
Evgüenia, Timur y Tania estaban en el jardín.
- Sabéis lo que he pensado -dijo Evguenia-.
Gueorgui se marcha, ¿si reuniéramos para despedirle
a toda la pandilla? Damos eso que llamáis, con
arreglo al formulario, número uno, la señal de
llamada general. La que se armará.
- No -dijo Timur.
- ¿Por qué?
- Te digo que no. No hemos despedido así a
ninguno de los que se han marchado.
- Bueno, puesto que dices que no, es que no -se
resignó Evguenia-. Esperadme un momento, voy a
beber un vaso de agua.
Se marchó y Tania se echó a reír.
- ¿Por qué te ríes? -dijo Timur sin comprender.
Tania seguía riendo, cada vez más fuerte.
- Eso sí que está bien. ¡Hay que ver lo lista que es
esta Evguenia! "Voy a beber un vaso de agua".
- Atención -se oyó desde el desván la voz de
Evguenia sonora y triunfante-. Con arreglo al
formulario número uno, señal de llamada general.
- ¡Loca! -Timur se puso en pie de un salto-. ¡No
habrá pasado un minuto cuando seremos aquí más de
cien! ¿Qué estás haciendo?
Pero ya giraba, crujía la pesada rueda, temblaban
y vibraban las cuerdas: "Tres-stop, tres-stop".
Silencio, pero bajo los tejadillos de los cobertizos, en
los desvanes, en los gallineros, empezaron a sonar los
timbres, las carracas, las latas y las botellas. Claro
que no fueron cien, pero sí fueron más de cincuenta
los chicos que salieron corriendo al oír la conocida
señal.
Evguenia entró como un torbellino en la terraza:
- Olga, nosotros también vamos a acompañarle.
Somos muchos, mira por la ventana.
Fue Gueorgui quien dio un paso hacia la ventana
y levantó la cortina:
- Pero si sois una fuerza numerosa. Una fuerza
que podría tomar un tren militar y salir para el frente.
- ¡Prohibido! -dijo Evguenia con un suspiro,
repitiendo las palabras de Timur-. Los oficiales y los
jefes tienen orden de echarnos de allí a cogotazo
limpio. Así es. Hasta yo iría allí a alguna parte... Al
combate, al ataque. ¡Las ametralladoras a la línea de
fuego!... ¡Pri... mera!
- ¡Pri... mera presumida del mundo! -se burló de
ella Olga y, pasándose por el hombro la correa del
30
acordeón, añadió- bueno, qué se le va a hacer, puesto
que hay que despedirle, despidámoslo con música.
Salieron a la calle. Olga tocaba el acordeón. La
acompañaba un redoble infernal de botes, latas, palos
y botellas en improvisada orquesta y no tardó en
surgir una canción.
Avanzaban por las verdes calles y cada vez se les
unían más y más gentes. Al principio no
comprendían a qué se debía aquel ruido infernal, ni a
qué venía aquella canción. Pero una vez entendido
sonreían y, unos sin decirlo, otros en alta voz,
deseaban buena suerte a Gueorgui. Cuando llegaron
al andén, un tren militar pasaba sin detenerse en la
estación.
En los primeros vagones iban soldados. Todos
gritaron deseándoles buen viaje, y agitaron las manos
saludando. Seguían las plataformas descubiertas con
los furgones. Después, los vagones con los caballos;
se les veía agitar las cabezas y mascar el heno.
También a los caballos les gritaron hurras. Al final,
pasó rápidamente una plataforma, en la que iba algo
grande y anguloso cuidadosamente envuelto en una
lona gris. Al lado, sacudido por los vaivenes del tren,
estaba plantado un centinela. Acabaron de pasar las
plataformas y llegó el tren. Timur se despidió de su
tío.
Olga se acercó a Gueorgui.
- ¡Hasta pronto!
Arkadi Gaidar
El le apretó la mano entre las suyas:
- ¡Quién sabe... la suerte decidirá!
Silbó la locomotora y la orquesta lo cubrió todo
con un ruido atronador. Se había ido el tren. Olga
estaba pensativa. En los ojos de Evguenia brillaba
una gran felicidad que ella misma no llegaba a
comprender.
Timur procuraba no dejar trasparentar su
emoción.
- Ahora yo también me he quedado solo -dijo con
voz apenas demudada, pero en seguida se enderezó
para añadir-: Pero no, mañana llega mamá.
- ¿Y yo? -gritó Evguenia-. ¿Y ellos? -dijo,
señalando a los compañeros-. ¿Y esto? -dijo,
apuntando esta vez con el índice a la estrella roja.
- Puedes estar tranquilo -le dijo Olga, saliendo de
su melancólica meditación-. Tú has pensado siempre
en los demás, ahora serán los demás quienes
pensarán en ti.
Timur levantó la cabeza. Hasta en aquella ocasión
¿cómo podía contestar de otra manera aquel chico tan
bueno y tan sencillo?
Miró a sus camaradas y dijo con una sonrisa:
- Aquí estoy... mirándoles a todos. Todos están
bien. Todos están tranquilos. Lo cual quiere decir que
yo también estoy tranquilo.
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