Si el río hablara del Teatro La Candelaria

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U
n estreno en la sede del Teatro La Candelaria en Bogotá es un triunfo de toda una
generación de artistas colombianos. Hay
una vibración especial, un ambiente de fiesta, de
camaradería, de desorden feliz. Nadie se preocupa
por puestos numerados, ni por acomodadores furibundos, ni por la puntualidad, ni por grabaciones
con instrucciones o propagandas. Al contrario, se
llega a La Candelaria como quien va a una rumba
de viejos amigos. Y hay que abrirse paso entre la
multitud, estar alerta para conseguir un puesto
porque, en un descuido, el que llegó temprano se
puede quedar por fuera. Son las reglas del juego. El
Teatro La Candelaria es una institución única, irrepetible, terca, a contracorriente, que ha hecho feliz
a más de una generación de espectadores y colegas,
para demostrar hasta la saciedad cómo se inventan
las artes escénicas en un país que todavía cree,
desde la izquierda o desde la derecha, que la mejor
manera de ser artistas es reproduciendo los modelos probados en las antípodas de nuestro mundo.
En otros tiempos, parte del espectáculo de La
Candelaria era la presentación inicial de Santiago
García. Como los prólogos de Borges, las palabras
previas a la representación por parte del alma del
grupo eran una fiesta de la sabiduría. El público
quedaba enganchado, listo para la ceremonia
teatral, con ganas de seguir, de que no se acabe
nunca. Ahora, son los mismos actores los que se
encargan del introito. La noche del estreno de la
obra Si el río hablara, fue la actriz, dramaturga y
directora Patricia Ariza la encargada de presentar el trabajo. Y lo hizo con franqueza, con una
extraña sinceridad que parecía llevarle la contraria a sus cincuenta años de experiencia: “cada
vez que nos enfrentamos a un estreno estamos
muy nerviosos”. Y sí, estaban muy nerviosos los
cuatro actores del grupo. No es para menos. Tras
la experiencia colectiva de la obra A manteles, el
Teatro La Candelaria quemó sus naves y volvió
a empezar. Decidió dividirse en tres grupos, los
cuales crearían, cada uno, una experiencia teatral
distinta, a partir de la idea del Cuerpo. De alguna
manera, suponemos, que dicha propuesta es una
continuación de las pesquisas del Taller de Investigación Teatral dirigido por Santiago García, el cual
daría como resultado el libro El cuerpo en el teatro
contemporáneo, que viese la luz en el año 2007. El
resultado se ha visto en las tres obras estrenadas
en los últimos meses (finales del 2012, comienzos
del 2013) por La Candelaria: Cuerpos gloriosos,
creada por Rafael Giraldo “Paletas”; Soma Mnemosine (El cuerpo de la memoria), creada por Patricia Ariza. Y ahora, Si el río hablara, creada por
César Badillo “Coco”.
Escribo con la cabeza fresca, afectada por la
emoción del estreno de un grupo de grandes y
queridos cómplices. Así que no puedo ser muy
objetivo y debo pasar rápidamente de la tercera
a la primera persona. Voy a tratar de dar algunas
pinceladas emocionales acerca de lo vivido anoche en La Candelaria (escribo en la madrugada
de un 16 de marzo de 2013), entendiendo que es
una obra de extrema dificultad y que, como en los
otros montajes del grupo, en la medida en que los
vemos (porque La Candelaria crea adicción, eso lo
saben muchos) una y otra vez, tanto el montaje
Si el río hablara del Teatro La Candelaria
Sandro Romero
como nosotros, los espectadores, estaremos mejor
preparados para la experiencia. Vamos por partes.
Lo primero que sorprende en Si el río hablara es
el título. Y el título sorprende, aún más, cuando
vemos la obra. Acostumbrados a nombres trucados (Maravilla estar, En la raya, De caos & Deca
caos…), Si el río hablara es una aparente vuelta a
la literalidad. Y, efectivamente, en la obra veremos
unos cuerpos que parecen flotando en el río de la
muerte (sí, hablan), escarbando en una memoria
que han perdido quizás para siempre y encontrándose con los fantasmas de lo desconocido.
Al estar frente a una obra titulada Si el río hablara,
estamos ante una condicionalidad extraña, como
si lo que se nos estuviese mostrando fuese un
juego que no ha sucedido. Pero sucede, qué duda
cabe. Los seres que aparecen en el paisaje acuático del escenario, cubiertos por ramas rojas en las
cabezas, deambulando en cámara lenta con los
ojos desorbitados están allí, son reales, queremos
creerles. Y ellos son los encargados de que el río
hable, esa corriente líquida convertida en cementerio de cuerpos escondidos, de cadáveres insepultos, de sombras desaparecidas. En ese orden de
ideas, el título es una trampa. No. No es una obra
literal, como no lo son las obras del Teatro La Candelaria después de El paso (parábola del camino). Es
una aventura plagada de misterios, de sombras, de
no dichos.
El dispositivo escénico (y, de alguna manera, la
estrategia general del montaje) recuerda la tierra
de nadie a la que llega un personaje en otra obra
del grupo, la tremenda Maravilla Estar. Es el mismo
lugar, pero debajo del agua. A ratos, los adictos a
La Candelaria imaginábamos que el cuerpo de Aldo
Tarazona Pérez aparecería en cualquier momento
flotando por ahí. Pero pronto nos olvidamos de
la idea. Porque los personajes de Si el río hablara
cobran su propia vida y comienza la ceremonia. No
entendemos cómo hizo el gran César Badillo para
escribir, dirigir y protagonizar semejante catedral
sumergida. Nos imaginamos que todas las criaturas
de sus dos intestinos debieron haber muerto ahogadas, porque la experiencia debió ser en extremo
difícil. Construir una obra con un planteamiento
plástico tan fascinante como complejo, en la que
debería mirar desde afuera y mirar desde adentro
del escenario (y, para colmo, mirar desde afuera y
mirar desde adentro de sí mismo), no debió ser una
tarea muy sencilla. Pero Badillo es un viejo lobo de
la escena y ha salido adelante con sus criaturas.
Con Si el río hablara, en La Candelaria están
corriendo un riesgo, a todas luces, fascinante:
están matando todo lo que han hecho, para poder
seguir siendo los mismos. Porque es una obra que
no se parece a nada pero, al mismo tiempo, tiene
todos los ecos y las referencias del estilo que ha
caracterizado al grupo en sus cinco décadas de
existencia. Ahora bien: estos cuatro personajes
que flotan, entre muñecos de carnaval y de pesadilla líquida, no son muy familiares. Nosotros, los
espectadores, tratamos de captar algo, de entender el misterio de sus deformaciones. Pero, por
fortuna, no son muy claras las pistas. Entonces,
la experiencia se torna extraña. Porque el texto
de la obra esconde tanto las informaciones pretéritas que la línea argumental desaparece. Y
uno se instala allí. Pero, en la segunda parte del
drama, pareciese como si los creadores se hubiesen sentido culpables de mantenernos con los
ojos vendados y nos cuentan “todo”, de un solo
pincelazo y casi nos gustaría gritarles, por favor,
no nos cuenten, déjennos así, en el misterio, no
queremos saber nada, somos como el personaje
del Poeta, vivimos en nuestra torre de marfil, no
nos cuenten, por favor, la historia de Colombia,
que vinimos al teatro a escapar, a huir del mundo,
a nadar debajo del agua.
Pero no se puede. Estamos ante una obra del
Teatro La Candelaria, un grupo que, si bien es
cierto se encarga de desconcertar con sus propios misterios, también es cierto que insiste
en estar comprometido con el presente, con la
sociedad, con el país que nos tocó vivir. Entonces intuimos que esa mujer que busca a su hija,
ese poeta que busca sus palabras, esa pitonisa
que riega a sus muertos, en fin, esas sombras
y esos muñecones entre hermosos y terribles,
todos ellos pudieron formar parte de un lugar
llamado Colombia que, aunque no se nombra,
está ahí, con todas sus letras y con todas sus
imperfecciones. Ya no es fácil conmoverse con
el teatro, como no es fácil creer en algo, cuando
los dioses nos han traicionado tantas veces.
Pero si se trata de aferrarse al Arte, como última
puerta de escape, de nuevo El Teatro La Candelaria nos muestra un camino y seguiremos tras
ellos debajo de sus aguas. Así, por desgracia, no
hayamos aprendido a nadar nunca. Cada día que
pasa, nos sentimos con más ganas de aplaudir a
Santiago García y sus continuadores: la ovación
final, cuando terminó la representación de Si el
río hablara, la repetiremos felices, como dando
palmas en una fiesta, cada vez que volvamos a la
calle 12 número 2-59, en esa ciudad que alguna
vez se llamó Bogotá. m
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