Qubit 19 - Scholar Commons - University of South Florida

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University of South Florida
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Digital Collection - Science Fiction & Fantasy
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Digital Collection - Science Fiction & Fantasy
8-1-2006
Qubit 19
Cubit
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Cubit, "Qubit 19 " (2006). Digital Collection - Science Fiction & Fantasy Publications. Paper 19.
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Índice:
Geek. Wikipedia, la enciclopedia libre
Geek y Nerd. Wikipedia
Teledildonic. Roberto Estrada Bourgeois
Geeks y bohemios. Juan Pablo Noroña
Ojos de serpiente. Tom Maddox
Inventos geeks
Historia del cine ciberpunk. (Capítulo 18) Raúl Aguiar
Geek
de Wikipedia, la enciclopedia libre
Un geek (del inglés geek, pronunciado /gi:k/) es una persona que comparte una gran
fascinación, quizás obsesiva, por la tecnología e informática. Es más un estilo de vida
y una forma de ser que una afición concreta por algo poco habitual. Su objetivo es
hacer las cosas por diversión y por el reconocimiento, casi siempre por el simple placer
de hacerlo. En el idioma español este término está relacionado sólo con la tecnología, a
diferencia del uso del término geek en el idioma inglés, que tiene un significado más
amplio y equivalente al término español friki.
Geek generalmente es un término que suele confundirse como sinónimo de Nerd,
aunque poseen características que los diferencian. Al igual que un geek, un nerd es
una persona con gran inteligencia y pasión por el conocimiento, así como con altas
tendencias a mantenerse apartado de la corriente social; sin embargo un geek suele ser
una persona más extravagante y extrovertida tanto en su estilo de vida como en su
forma de ser, mientras que un nerd tiende a ser más conservador y el tipo de
conocimiento es más variado.
Por otra parte, la cultura geek al tener fascinación por la tecnología, está también
íntimamente relacionada con la ciencia ficción y en especial con (Star Wars, Star Trek,
Stargate, StarCraft, Matrix), entre otros.
Se había diseñado un código exclusivo para representar la personalidad, apariencia,
intereses y opiniones del estereotipo geek y diferenciarse a sí mismos de otros Geeks,
conocido como Geek Code. Sin embargo, éste ha quedado obsoleto.
CASOS DE REFERENCIA
Un caso muy ilustrativo es el del fundador de Napster Shawn Fanning, padre de la
cultura P2P o entre pares e idolatrado por la comunidad geek por haber permitido el
libre intercambio de millones de archivos de audio a través de Internet de forma
gratuita y que alcanzó a tener una base de usuarios de hasta 90 millones de
cibernautas, lo cual significó un incremento del 8% al 30% en el uso de banda ancha
en el mundo y que se espera que crezca hasta el 50% en los próximos años . Los geeks
son reacios al poder y al dinero y sólo buscan un reconocimiento global o de una
comunidad por su conocimiento y la aplicación de este mismo.
EN LA LITERATURA
Se define así a los geeks.
Miembro de la nueva elite cultural, una comunidad de insatisfechos sociales, amantes
de la cultura pop y centrados en la tecnología. La mayoría de los geeks se
sobrepusieron a un sistema educativo sofocantemente tedioso, donde estaban
rodeados de valores sociales detestables y compañeros hostiles, para terminar
creando la cultura más libre e inventiva del planeta: Internet y el World Wide Web.
Ahora manejan los sistemas que hacen funcionar al mundo (…)
Geek y Nerd
La mejor definición del término geek, palabra que se usa tanto en inglés como en
castellano (aunque en nuestro idioma apenas es conocida fuera de los propios círculos
geeks) es la de Jon Katz, autor de Geeks: How Two Lost Boys Rode the Internet Out
of Idaho. La tradujo Sebastián en ZonaGeek: ¿Que significa la palabra geek?:
Geek: Miembro de la nueva elite cultural, una comunidad de insatisfechos sociales,
amantes de la cultura pop y centrados en la tecnología. La mayoría de los geeks se
sobrepusieron a un sistema educativo sofocantemente tedioso, donde estaban rodeados
de valores sociales detestables y compañeros hostiles, para terminar creando la cultura
más libre e inventiva del planeta: Internet y el World Wide Web. Ahora manejan los
sistemas que hacen funcionar al mundo (...)
El otro día alguien nos escribió por correo para agradecernos las menciones a la novela
Microsiervos y para preguntarnos por la diferencia entre Geek y Nerd. No es la
primera vez que alguien lo pregunta, de modo que ahí van las definiciones del
diccionario Jargon File 4.3.3 para aclarar los matices.
Geek: n. - Una persona que ha elegido la concentración en vez de el conformismo;
alguien que persigue la habilidad (especialmente la habilidad técnica) y la
imaginación, en vez de la aceptación social de la mayoría. Los geeks habitualmente
padecen una versión aguda de neofilia (sentirse atraidos, excitados y complacidos por
cualquier cosa «nueva»). La mayor parte de los geeks son hábiles con los ordenadores
y entienden la palabra hacker como un término de respeto, pero no todos ellos son
hackers. De hecho algunos que son hackers de todas formas se llaman a sí mismos
geeks porque consideran (y con toda la razón) que el término «hacker» debe ser una
etiqueta que otras personas le pongan a uno, más que una etiqueta alguien se ponga a sí
mismo.
Una descripción más completa aunque algo más larga incluiría a todos los «jugones,
apasionados, aficionados a la ciencia ficción, punks, pervertidos, nerds, especies de
cualquier subgénero y trekkies». El tipo de personas que no va a las fiestas del colegio,
promociones y otros eventos. Y que incluso se sentiría ofendida por la simple
sugerencia de que tal vez estuvieran interesados (...)
Nerd: n. - 1. [jerga común] Peyorativo aplicado a cualquiera con un CI (cociente
intelectual) por encima de la media pero con pocos dones cuando se trata de charlar
por charlar y de los rituales sociales ordinarios. 2. [jerga] Término apreciativo aplicado
(conscientemente y en referencia al sentido 1) por alguien que sabe lo que realmente es
importante y a quien no le apetece perder el tiempo con charlas triviales o jueguecitos
de status para tontos (...)
Personalmente, yo siempre traduzco nerd como «empollón» y geek no lo traduzco,
porque ya es un término bien conocido (como hacker). Pero si tuviera que traducirlo o
adaptarlo, creo que sería algo así como pirado informático. La clásica película
Revenge of the Nerds fue traducida en España como «La venganza de los novatos«.
Nerd es un término peyorativo y geek no lo es. Según la definición, además, todo nerd
es un geek, pero no todo geek es un nerd.
TELEDILDONIC LOVE
R. E. Bourgeois
La recuerdas ahora. Con la
intensidad de un dolor
rememoras los encuentros de
cada noche, los abrazos y los
besos de pulsos electrónicos
en la matriz de symestim.
Reclinas tu cabeza en el
respaldo de tu silla, esa odiosa
máquina, y vuelas de nuevo a
los
entornos
imposibles,
irreales y maravillosos donde
consumaste tu amor.
Recorres la red, los túneles
brillantes del laberinto por
donde navegaste con Candy;
los jardines japoneses con
rascacielos de fondo y los
océanos jurásicos bajo cielos
anaranjados con dirigibles de
esmeraldas o gélidos paisajes
sintéticos donde los abrazos zumbaban y los ciberorgasmos tintineaban en tus
neuronas como carámbanos de hielo, donde las palabras de amor desataban
mermeladas de olores y perfumes de tacto suave. Sexo, amor sinestésico. Orgía de
sentidos trastocados.
Estás de nuevo con Candy en los bares de Ámsterdam, bebiendo y escuchando las
conversaciones de nómadas de Sao Paulo y Ciudad del Cabo, de hackers de San
Francisco y Palo Alto y Sydney, de tecnohippies disidentes de París, Dakkar y
Antofagasta, mezclados con esa chusma cosmopolita y marginal, hijos espurios de la
informática y el nihilismo.
“Te encontré como el que dobla una esquina y se tropieza consigo mismo, estabas alí,
en la esquina de una ciudad improbable donde las pirámides de Gizeh se combinaban
con un Goleen Gate Bridge sobre un Amazonas sin pirañas, maquillado por programas
para que sus aguas fueran azules, libres del tóxico de las corporaciones. En la noche de
aquella ciudad flotaban logotipos holográficos de Hitachi, murciélagos morados y
medusas que anunciaban PEPSI sobre una bahía oscura.
“Los neones arrojaban resplandores de platino sobre tu melena azul y tus botas estaban
metidas en charcos. Abro los ojos y me encuentro el desconchado en el cielorraso.
Enciendo un cig y te vuelvo a ver. Con tus ojos caleidoscópicos reluciendo en la noche
equívoca y el sonido grave (¿cello?, ¿arpa?) de tu voz sintética diciéndome frases
como invitaciones, invitaciones que eran melodías, sonatas”.
Fuimos amantes. Cada noche nos encontramos en un nuevo cibermundo, y cada noche
eras otra y la misma. Candy. Mujer caramel dolce ragazza woman of my love.
Cyberlove.
Fue –es- más real que la realidad, si es que la realidad existe. En lechos de cristal
líquido nadamos transformados en ballenas, yfuimos columnas de información en
bancos de datos, y passwords para el acceso a nuestros jardines privados.
Candy. Ese nombre te di aunque no es el tuyo, y al abrigo de esa zona autónoma
temporal nos amamos. O te amé. Te amé como ama la luz el que no tiene ojos o como
ama la carne el que está codificado en una red. Olvidé contigo mi obsesión por la
criogénica, mi única esperanza hasta entonces.
Aprendí que en esa ficción consensual podía tener piernas y cuerpo; que podía
acariciar una piel cálida como arena en una playa y oler el dulce perfume de tu sexo.
Me amaste, o yo quiero creer que alguna vez me amaste, como puede hacerlo una
criatura del mundo electrónico, con sentidos sintéticos y sentimientos distanciados. No
quise saber quién eras ni de dónde venías; mi curiosidad era menos importante que el
deseo de no romper esa burbuja, de no estropear el único sueño que he podido vivir.
Tampoco me preguntaste nada sobre mí. Éramos solo dos desconocidos compartiendo
una relación en la Red; sombras electrónicas, presencias inmateriales
machihembrándose en el éter.
Siempre supe que habitabas, en presencia real, algún lugar de esta ciudad descreída,
distopía de hormigón y cristal. En alguna de esas colmenas puntiagudas y oscuras
alienta tu persona física, que camina por sus calles atestadas y compartes con otros
millones el smog y la llovizna, el hacinamiento, la tristeza y la publicidad. En
ocasiones, odié a mi trodo, el único vehículo que me llevaba a ti. Quería tenerte en
carne, desasirme del virtual y entrar en tu cuerpo realmente, pero no puede ser.
Soy solo un tronco sin brazos ni piernas, un producto de cuarta generación de la
Thalidonida, condenado a vivir en esta silla, obligado a amar con los brazos irreales
que solo tengo en el ciberespacio.
Por eso hoy, cuando la has buscado en vano por los inacabables caminos de la Red,
cuando has comprobado que la Zona Autónoma donde la conociste ya no existe, se ha
esfumado del virtual en un nanosegundo por razones que nunca sabrás, te has hundido
en la indiferente armazón de cromo y plástico donde vives y sueñas.
Por eso sientes como un hierro al rojo el inútil trodo parietal que ya no te llevará nunca
más a ella; porque se ha perdido para siempre en el mundo electrónico. Por eso, con la
desesperación del náufrago, estás sopesando con fría lucidez las maneras asequibles
para el suicidio.
Aprietas con los dientes el control de tu silla para salir a la exigua terraza de tu
habitación de marginado, espacio salpicado de cagadas de palomas y corroído por las
lluvias ácidas. Con un esfuerzo de insoportable voluntad inclinas tu cabeza por sobre
el parapeto. Durante un segundo te quedas cara a cara frente a la noche de neón de la
Ciudad.
Te deslizas como un gusano sobre el cemento carcomido. Y caes murmurando su
nombre por el desfiladero entre moles habitadas, azotado por el aire impuro, hacia el
frío asfalto de la calzada, donde la gente camina bajo las luces que se quiebran en mil
charcos.
Geeks y Bohemios
Juan Pablo Noroña
Es una pregunta que muchos nos hacemos,
¿por qué a algunas personas les gusta la
ciencia ficción y no otra literatura?, ¿por
qué a algunos les revuelve el estómago y
porqué hay relativamente pocas personas
con paladar suficientemente amplio como
para devorar cualquier libro bueno sin
más?; y cómo se puede enfrentar esa
aberrante situación. Esto no es un asunto de
mera educación, ni de costumbre y
exposición temprana a obras específicas; es
un problema de mucho más fondo, y tiene
que ver con las propias características de la
ciencia ficción y su inserción en un
panorama general. En principio, todo parte
de lo que debe ser el género, de cómo debe
ser.
LA POÉTICA Y QUIENES LA HACEN
De siempre, tanto creadores como consumidores de ciencia ficción se han
esforzado por lograr una poética del género, o sea, un conjunto de directivas sobre
cómo debe ser una obra. No es definir un canon a partir de obras ya hechas o fijar una
escala de calidad entre éstas; es proponer-se un modelo de creación para las futuras, un
ideal de creación. Esto no se ve sólo en opiniones expresas, como la carta en la que un
Asímov de dieciocho años exigía la eliminación de todo lo femenino en la CIENCIA
FICCIÓN –si alguien la tiene, por favor, pásela-. Como más y mejor se ha visto es en
políticas editoriales cual aquellas de Hugo Gernsback y John William Campbell, en
sus respectivas revistas Amazing Sories y Astounding. Ambos –el segundo mejor que
el primero- establecieron gracias a sus publicaciones un estándar, alto en rigor
científico y decente en calidad literaria, al cual se adhirieron grosso modo los
monstruos sagrados de la Era Dorada en EE.UU, excepto Bradbury. Par de
generaciones después, el inglés Michael Moorcock, en la publicación New Worlds,
modificó la fórmula: más calidad literaria, ¿y el rigor científico?, pues como sal en la
sopa, al gusto. Con dos polos definidos, el debate sobre la poética de la CIENCIA
FICCIÓN se vuelve, en consecuencia, polarizado. Esto es común a toda creación: la
cuestión de la definición de las poéticas y el paso de una a otra son fundamentales en
los estudios literarios.
Se puede decir que una poética depende, más que de otra cosa, de lo que el
poeta-autor-creador piensa, de su visión del mundo. Toda poética empieza por ser
personal. Pero el consumidor –el lector– y el habilitador –el editor, el comitente–
pueden tener mucho poder en la conformación de la obra; todo el que les dé el autor,
incluso el máximo. Esto es lógico: el autor es dueño de su obra, pero el consumidor
desea que la obra sirva a su placer, y el habilitador, a sus intereses. Y aún pueden
haber cuartas personas: los evaluadores –la Academia y la Crítica, especie de
consumidores con licencia especial que detentan o pretenden detentar el poder de
otorgar dosis de posteridad– pueden esperar que la obra cumpla con sus perspectivas.
A todas estas expectativas puede ceder el autor, o negarse a unas y aceptar otras: de la
compleja interrelación entre autor, consumidor, habilitador y evaluador, nace una
poética de facto, la que de hecho determina la obra, y que puede ser diferente de
aquella poética personal de inicio. Funciona como una matriz matemática. Una poética
puede ser muy personal, como aquella de Kafka y Philip K. Dick; orientada al
consumidor, como bien saben Ken Follet y Dan Brown; a placer del editor o
comitente, y así se hacen libros por encargo y panfletos; y finalmente, una poética
puede ser una gentil genuflexión a los criterios de valor sostenidos por las “mentes
brillantes” de la cátedra y la redacción, y por ahí anda Arhundati Roy para probarlo.
Estos son los casos extremos: combínense las proporciones para obtener mayor
variedad de resultados.
En el caso de la CIENCIA FICCIÓN, por lo menos hasta hace poco no había
grandes diferencias entre habilitadores, evaluadores, autores y consumidores; si acaso,
los dos primeros eran hiperbolizaciones de los dos últimos, que a su vez están
peligrosamente juntos. Existe en este ámbito una relación muy democrática y humana
entre autores y lectores, condicionada por la situación de gheto, de género nuevo y sin
jerarquía establecida. Esto se hace evidente en el gusto por convenciones, clubes y
otras formas de encuentro que parecen asambleas tribales rousseaunianas en las cuales
se respetan y admiran las hazañas de grandes guerrer@s –autores–; así la frontera entre
creador y consumidor se
borra o se hace permeable, proporcionando mucha
comunicación, gran retroalimentación y muy poca separación. También hay una cierta
falta de profundidad crítica; la CIENCIA FICCIÓN no es objeto de estudio –o apenas–
del pensum universitario y sus planes académicos de formación de críticos, y por
razones ajenas al caso no atrae lo suficiente aún a pensadores formados. Así las cosas,
muchos lectores y autores llenan el vacío y se vuelvan críticos “espontáneos”. Por todo
lo anterior, se ve una especialización y/o compartimentación mucho menor que la que
existe en la literatura general: en CIENCIA FICCIÓN, el autor, el editor y el crítico no
son sino superlectores. –Esto es verdad para toda la literatura, pero en CIENCIA
FICCIÓN es mucho más evidente y cercano–. Por tanto, tiende a existir una identidad
en las poéticas de quienes para cada obra funcionan como autores, consumidores,
habilitadores y evaluadores.
Otro aspecto de la “matriz poética” de la CIENCIA FICCIÓN es el poco peso
que tiene de todas maneras el evaluador, y esto por razones históricas. La CIENCIA
FICCIÓN de siempre ha estado vinculada a la llamada “ficción popular”, o “literatura
de masas”, que también a veces es descrita como “de género”. Recuérdese que el
primer relato de CIENCIA FICCIÓN moderna –o sea, que no fuese una fábula
fantástica–, fue “El monstruo de Frankenstein o el Prometeo Moderno”, el cual era un
relato gótico. El gótico fue ni más ni menos que el primer género, el padre del terror, el
policíaco y el fantástico moderno; el género con el cual nació la literatura de masas, la
ficción popular, y los primeros bestsellers, como “El castillo de Otranto”, “El monje”,
“Los misterios de Udolfo” y varios más. La CIENCIA FICCIÓN no ha dejado de ser
en sus mecanismos de promoción y distribución comercial, literatura de masas, de
venta amplia y segura. Y en ésta, el papel del evaluador es casi irrelevante, pues no
tiene sentido otorgar posteridad alguna a literatura de pan caliente. Lo más importante
es lo que puede dar el autor y lo que el consumidor espera y compra; el evaluador es a
duras penas el vocero entre ambos, el “village voice”, y sólo reseña, que es crítica
mínima. Claro que hay crítica de CIENCIA FICCIÓN -¿qué es esto si no?—, pero está
en pañales y tiene bastante poco peso social, en comparación con la de literatura
general. Miquel Barceló, por poner un ejemplo, debe haber firmado muchos más libros
como editor que como crítico. En cambio, pregúntense por qué Roland Barthes tiene
335 000 entradas en Google y Alain Robbe-Grillet, Marcel Camus y Honoré de Balzac
tienen 47 000, 18 600 y 263 000, respectivamente; tres inmortales escritores franceses
no llegan juntos al interés que despierta un solo crítico.
En CIENCIA FICCIÓN el habilitador tiene un papel más serio, por la
importancia que tienen las publicaciones periódicas, en las cuales los editores tienen
más personalidad, y por el hecho de que una lengua —la inglesa— produzca más
obras, con lo cual una política de traducciones –feudo del editor– se hace
imprescindible, y así el habilitador tiene más voz para la poética de CIENCIA
FICCIÓN en lenguas secundarias, vía selección de modelos creativos. No obstante, los
consumidores siguen siendo los más importantes, y los editores son como genios de
lámpara, cumpliendo sus deseos.
En última instancia, lo importante es las personas, qué son las personas, qué
saben, qué desean, y qué pueden dar. Si todas las personas fueran similares, todas las
poéticas fueran similares; pero al menos entre las personas cultas existe una gran
división. Se hace evidente cuando un amig@ nos dice: “compadre, no entiendo por
que tú, una persona inteligente, lees esa... ciencia ficción”. Y es una división que va de
lado a lado del mundo.
Las dos culturas.
El padre de la primera poética predominante en la CIENCIA FICCIÓN, Campbell,
fue editor y escritor. Campbell pedía a sus autores plausibilidad científica por sobre
todo; “si no lo puedes hacer posible, hazlo lógico, y si no puedes investigarlo,
extrapólalo”, les decía. El criterio de verdad y la metodología científica al ejercerlo
fueron lo más importante en la poética de CIENCIA FICCIÓN durante mucho
tiempo. Eso nos da oportunidad de situar este asunto de la poética de la CIENCIA
FICCIÓN en una perspectiva más amplia.
En 1959, el matemático y novelista Charles Percy Snow escribió el ensayo
“Las dos culturas y la revolución científica”. En él Snow describe cómo la cultura
occidental no es unitaria en términos del conocimiento y la visión del mundo, sino que
está dividida en dos partes definidas: la cultura científica y la cultura humanista. Snow
decía, por ejemplo, que entre las dos se extiende un enorme foso de incomunicación y
desacuerdo, y se preguntaba qué pasa con una sociedad que considera culto a un
escritor de segunda y no a alguien como Rutherford o Einstein.
Por supuesto, necesitamos proponer una caracterización de ambas culturas.
La cultura científica se identifica con las ciencias naturales, duras, exactas o
como se las llame. Su principal criterio de valor es la verdad, el hecho comprobado y
por completo objetivo; su discurso se basa en el método científico, que privilegia la
claridad, el contenido, la suficiencia y la pertinencia o relevancia del mensaje en
términos de información, y posterga la autoridad, la forma en sí, la valoración moral y
la relación con el poder. La mayor aspiración del discurso científico es la superación y
renovación de sí mismo en cada nuevo acto, como las capas de pintura en una pared —
la última es la que se ve, y hay que raspar las anteriores para poner la nueva, si son
incompatibles—, y sus mayores victorias son la elevación de la calidad de vida
material de la humanidad y su conocimiento del mundo físico. Los individuos
proficientes en los códigos de cultura científica reúnen un número de características
muy amplias, pero un término, una imagen, parece describirlos a todos: geek.
La cultura humanista, en cambio, se identifica con las artes y la literatura —
toda, incluyendo Historia, Derecho y Filosofía—. Su principal criterio de valor es lo
humano; su discurso el lenguaje artístico y literario, que privilegia la artificialidad, la
creatividad, la forma, la originalidad per se, el prestigio individual, la intención la
relación con el poder, y en algunos casos, el distanciamiento con el mundo real. Su
discurso aspira sobre todo a la permanencia, la posteridad y la existencia simultánea de
todos los actos de discurso en relación, los más nuevos sobre los viejos, pero sin
ocultarlos, como un palimpsesto. Cierto que también aspira a la renovación, pero es
una renovación pálida. El mayor orgullo que posee es haber sostenido el bienestar
espiritual o mental de la humanidad desde el Paleolítico, y haber adelantado en
muchos momentos un conocimiento del ser humano como individuo social. No hay
una forma de definir al individuo proficiente en la cultura humanista; no obstante,
usando un simbolismo caro a ella misma y a su tradición, lo llamaremos bohemio.
El cisma entre ambas culturas se manifiesta no en los puntos más altos de ellas
—grandes personalidades, avances cimeros—, sino en los bordes, los extremos, los
bajos, donde se hacen deficientes y/o se desvirtúan: en individuos, en simplificaciones,
en el común denominador. En esas condiciones, ambas culturas contienden por
parcelas de prestigio y recursos, o se juzgan mutuamente por criterios no compartidos,
a veces antagónicos. El primer aspecto deriva del hecho de que la cultura humanista ha
sido casi única en términos de discurso social durante los milenios precedentes a la
revolución industrial del siglo XIX, y sigue predominando. La mayoría absoluta de los
libros le pertenecen, además posee muchos más medios de expresión –música, artes
plásticas, etc—, y la proficiencia en ella fue la mayor medida del valor trascendente
del individuo. Ante ella, la cultura científica enfrenta todos los problemas del último
en llegar, pero ha sabido ganarse un espacio entrando por la puerta trasera del confort
material y proporcionando medios de trabajo y difusión a la propia cultura humanista.
No se ha alcanzado aun una paridad, o al menos una equivalencia entre lo que una
hace y la otra significa, y viceversa. El segundo aspecto se debe a que con el
crecimiento acelerado de ambas culturas en las últimas generaciones, se vuelve muy
difícil educar a un individuo en ambas a la vez —y esto forma parte de la deficiencia
educativa general de todo el mundo—. Y nótese educar en vez de instruir: pues no es
cuestión de conocimientos o saberes específicos, sino de formas y modelos de
conducta y pensamiento, de valores y medidas. Es muy difícil hallar individuos con
proficiencia activa en ambas culturas, aunque sea al nivel de practicar una y apreciar la
otra tal cual debe hacerse; generalmente son personas de gran talento. Pero los
mediocres, la mayoría, seguimos siendo provincianos, lo cual causa valoraciones
injustas y disputas ridículas.
Probablemente por ser él mismo un ejemplo de puente sobre ese foso, Snow
veía muy negativas consecuencias en ese dañino nuevo “cisma de occidente”. De
inicio, la cultura humanista pierde la capacidad de insertarse en una realidad que debe
más y más a la cultura científica, y la cultura científica, al verse apartada de las
conquistas en prestigio social y conocimiento de lo humano que posee la otra,
encuentra obstáculos a su correcto desarrollo y a su posición social. O sea, los
bohemios serían incapaces de comprender y aprovechar los cambios en la vida
material y el conocimiento del universo, y los geeks pierden oportunidades de ser
exclusivamente beneficiosos para la sociedad, al tener relativamente poca voz pública,
y peor, al vivir algunos de ellos en indiferencia de la relevancia social y humana de su
trabajo. Esto es triste; se ve a científicos e ingenieros investigando para el complejo
militar industrial y las transnacionales farmacológicas, porque no tienen voz para
exigir que se apoye a una ciencia responsable; y se ve a personalidades del arte y la
literatura hablando sin suficiente bagaje sobre los daños al medio ambiente —y tienen
que hacerlo ellos, porque a los científicos sólo se les atiende si son realmente
excepcionales, como Einstein, y para eso sólo un poco—. Aún peor es cuando la una
acusa a la otra; por ejemplo cuando un gran humanista como Harold Bloom
correlaciona la decadencia de la lectura en Estados Unidos con la presencia de la
moderna tecnología, incluyendo computadoras, en los hogares norteamericanos.
Debe quedar claro, por supuesto, que ni Snow ni el autor de estas líneas
consideramos la separación entre culturas una maldición ineludible ni un crimen
cometido por alguna de las partes; es apenas una etapa lamentable en la historia,
causada, como ya se dijo, por deficiencias educacionales.
Una víctima particular del “cisma cultural” es la CIENCIA FICCIÓN, y abundemos
sobre esto.
Romeo en casa de los Capuleto.
Creo que la poética para CIENCIA FICCIÓN de Campbell se inserta mejor en
la cultura científica. Esto se debe no sólo a que reciba sus temas del discurso científico,
o a que sean los geeks sus más consumados lectores y autores, o a que se haya querido
tomar a la CIENCIA FICCIÓN como una prospectiva del discurso científico. Lo que
realmente indica en ese sentido es que Campbell pedía plausibilidad e investigación,
esto es, verdad; o en su defecto lógica y extrapolación, es decir, suficiencia. También
esperaba de sus escritores imaginación científica, un gadget nuevo y más interesante
en cada cuento, o sea, renovación del discurso y relevancia de la información.
Campbell exigía a sus escritores estar educados en valores de la cultura científica —si
eran científicos, mejor—, y apuntaba a unos lectores similares —y de paso los
creaba—. Debían ser capaces de crear, entender, apreciar y disfrutar un discurso
similar al científico y alimentado en última instancia por aquél; debían ser proficientes
en dicha cultura. Y, sorpresa, la CIENCIA FICCIÓN, sin renegar sus orígenes
campbellianos, se asoma al pórtico del Parnaso humanista como pidiendo permiso para
entrar, con el solo hecho de manifestarse en una forma perteneciente al discurso
humanista, esto es, como ficción. Grave error, peor que el de Romeo entrando a la casa
de los Capuleto. ¿No habíamos dicho que hay un foso de incomprensión y desacuerdo
entre ambas culturas? Y en lo que la una y la otra se miran con recelo, hete aquí que
sobre el abismo intentan hacer un puente unos completos recién llegados, los cuales ni
siquiera son grandes figuras en alguno de los lados —con la honrosa excepción de
gente como Huxley o Clarke—. Es obvio que de inicio la CIENCIA FICCIÓN
Campbell —una “literatura geek”, si se quiere—, no sabría cómo ganarse la valoración
necesaria en la cultura humanista, ni habría un coro unánime de aceptación. Sería un
muy mal puente, sin cabeza por un lado.
Romeo entró a casa de los Capuleto en medio de la fiesta de disfraces que
fueron los sesenta, concretamente en mayo de 1964, poquito antes del Summer of
Love. En tal fecha, el escritor Michael Moorcock asumió la dirección de la revista
británica “New Worlds”. Moorcock es un tipo sui géneris, controversial y
contradictorio: botón de muestra, escribe fantasía heroica y desprecia a Tolkien. Lo
que hizo con “New Worlds” también fue contradictorio; la sacó de circulación abierta
en siete años, pero haciendo historia con ella. De todas maneras tenía derecho: él
mismo la había salvado de la desaparición con una apasionada carta al anterior editor,
John Carnell, quien había decidido cerrarla en 1963. Conmovido al parecer, Carnell lo
recomendó a los nuevos impresores-distribuidores.
Hasta 1963, New Worlds se adscribía a la línea Campbell, y era considerada la
mejor del Reino Unido, con autores como Clarke, Ballard, Aldiss, Silverberg, Roberts,
Brunner y otros más de renombre. Por supuesto, al ser británica tenía estándares más
altos que los de “Astounding”, con respecto a la cultura humanista; esa fue
probablemente la base para subsecuentes transformaciones.
Con el trabajo de selección y edición de Michael Moorcock se definió una nueva
poética de CIENCIA FICCIÓN que pretendía superar deficiencias de la
campbelliana, sobre todo su falta de ambición creativa y su irrelevancia social. Para
ese fin, Moorcock aceptaba y pedía historias con mayor experimentación formal,
técnicas literarias de la Literatura General, contenidos de ruptura y relevancia actual
y énfasis en lo humano, con la gente como “espacio interior”, en contraposición al
“espacio exterior” de Heinlein. Pretendía, por tanto, ser válida para la cultura
humanista. Como en final de cuentas la poética es asunto de autores, el cambio fue
determinado por una plétora de nuevas “plumas”: Norman Spinrad, Harlan Ellison,
Philip José Farmer, M. John Harrison, B. J. Bayley, John Sladek, Thomas Disch, el
propio Moorcock y otros. También estaban de antes Ballard y Aldiss, que pasaron
la transición con honores, más de los que tenían, y ya es mucho. En sintonía con los
tiempos, la nueva poética fue llamada “New Wave”, como el movimiento
cinematográfico francés. Por supuesto, “New Worlds” no era una isla solitaria;
otros autores como el inefable Philip K. Dick, Ursula LeGuin, Samuel Delany –
primer autor negro y abiertamente gay de CIENCIA FICCIÓN-, y Roger Zelazny se
consideran adscritos a la “New Wave”.
Dijimos que Moorcock sacó a “New Worlds” de la circulación abierta, pero a decir
verdad no fue su culpa. El nuevo estándar de poética se asemejaba en mucho al
estándar de la alta cultura humanista —esta tiene, por efecto de la aspiración a la
posteridad y al prestigio, más castas que la sociedad hindú—; y la distribución se
realizaba, como ya hemos dicho era común, mediante circuitos de “ficción popular”
o “literatura de masas”. Y fue la ambición de ruptura y relevancia social la que
llevó a problemas con impresores y distribuidores, el más sonado de los cuales fue
causado por la noveleta de Spinrad “Bug Jack Barron” —“Jode a Jack Barron”, en
castellano “limpio” —. Finalmente, “New Worlds” pasó a ser trimestral y por
subscripción en 1971, con lo que cedió su protagonismo.
El canon de la “New Wave”, la vitrina, fue la antología “Visiones peligrosas”,
editada en 1967 por Harlan Ellison —mientras no se peleaba en los bares con Frank
Sinatra y camioneros de paso—, e incluye a autores muy anteriores y diversos como
Lester Del Rey, Silverberg, Leiber y Bloch —el de Lovecraft—, Anderson y
Sturgeon. La variedad es una demostración de que no se trataba del club cerrado de
un editor y sus autores amigos y/o pupilos, sino de una poética, un modo de pensar
y crear a la cual podía adscribirse cualquier autor con ganas de no ser un dinosaurio.
Y no era solo asunto de formas y actitudes: nuevos temas se ganaron, como el sexo,
el lenguaje, la historia, la política, la religión, y muchas cosas más que se salían de
las ciencias duras.
Con el tiempo, la poética Campbell y la “New Wave” han llegado a convivir en
la CIENCIA FICCIÓN, proveyéndonos una de riqueza interminable de asuntos, de
libertad creativa la otra. El mejor hijo de este matrimonio es el movimiento Ciberpunk
clásico de los ochenta —que no es el ciberpunk de los juegos de rol, el fanfiction y el
cine taquillero—. Ese última ola aunaba la literariedad de la “New Wave” —
enriquecida con elementos de la Novela Negra—, con una efectiva presencia de la
ciencia y la tecnología en su aspecto más humano y perentorio. Con la “New Wave”,
la CIENCIA FICCIÓN estaba en el camino de volverse parte de la cultura humanista,
con lo cual, además de ganar prestigio e influencia social, contribuiría a cerrar el cisma
entre culturas. Sin embargo treinta años después, una generación después, no ha
llegado. Buena parte de la CIENCIA FICCIÓN sigue siendo campbelliana, y en el
cine, precampbelliana inclusive —aunque “Gattaca”, “Eterno resplandor de la mente
impecable” y otras más sean por completo “New Wave” —. Hasta hoy día la CIENCIA
FICCIÓN posee sus concursos propios, sus editoriales dedicadas, su público
específico; en otras palabras, sigue siendo un gheto del cual sólo guerrilleros curtidos
como por ejemplo Ray Bradbury, Aldous Huxley, George Orwell, James Ballard y
Rafael Pinedo —Premio Casa de Las Américas 2002- salieron con bien. Esto bien
puede ser un momento transitorio, la lenta subida del carrito hasta la parte alta de la
montaña rusa; no se puede definir el presente. Una buena señal es que de recién se han
publicado libros de gran éxito de venta y crítica, como “Globalia”, de Jean Christophe
Rufin, y “El Tonto de la Colina” y “Pongamos esta casa en orden”, de Matt Ruff, así
otros más, los cuales se venden en colecciones de literatura general, mientras los
editores gritan a voz en cuello que NO son CIENCIA FICCIÓN, y entretanto, bajo la
máscara Romeo nos guiña un ojo. Está bien. La negación es la primera etapa de un
cambio mental. Además, es alentador que buenos escritores y guionistas de ficción
general se sientan tentados de aprovechar las posibilidades de la CIENCIA FICCIÓN,
como Charles Kauffman -Eterno resplandor de la mente impecable-. Si la CIENCIA
FICCIÓN ha de ser un puente entre las dos culturas, un puente tiene dos sentidos de
tránsito, y tan bien se va de la parte científica a la humanista, como viceversa.
Puente de dos vías
Pero este puente, esta conexión, no puede verse como la soga que lanza un
náufrago para pasar de un barco que hace agua a uno sano, ni como el pase de frontera
por donde cruza el emigrado pobre a una nación próspera donde perderá su identidad;
ni siquiera como el piolet que clava un escalador para llegar a la cima más alta –y se
me acaban las metáforas-. El servicio del puente es para todos; el abismo entre culturas
daña a la humanidad entera, pues ninguna de las mitades está sana sin la otra. Y
aunque la CIENCIA FICCIÓN necesite conectarse con la literatura general, no es por
un sentido de minoridad que debe hacerlo, ni como mendicación. No es por orgullo,
pero se debe decir que la CIENCIA FICCIÓN puede subsistir como gheto, si tal cosa
fuera dialécticamente posible, tanto en su gestión económica como en su respuesta
social —quizás la literatura humanista no sea tan feliz—. Al cruzar, la CIENCIA
FICCIÓN no debe dejar nada detrás en vergonzosa renuncia; ni sus gadgets, ni sus
maravillas, ni sus búsquedas particulares, tan valiosas punto por punto como las de la
literatura general. Y, también, que hay que tener cuidado por dónde se tira el puente, a
que zona de la cultura humanista arribaría la embajadora de la cultura científica. Pues
la cultura humanista es todo menos monolítica e infalible, y algunas partes en ella
huelen a pescado —como demostró el affaire Sokal*—, además de que la
preeminencia de los evaluadores en la cultura humanista puede influir en los criterios
de valor. El grito de guerra de Rimbaud, “hay que ser absolutamente moderno”, es por
muchos interpretado como “a la moda o muerto”. Los verdaderos valores de la cultura
humanista y la literatura general son los eternos, los atemporales, no los que la crítica
prefiera hoy. Aún queda otro peligro, y es que de hecho la ciencia ficción ha estado
conectada a la cultura humanista, más bien a sus alcantarillas: nos referimos a la
mencionada relación, de índole económica sobre todo, con la “literatura de masas” o
“ficción popular”. Por supuesto, esos lazos deben ser reducidos a la misma proporción
que los de la gran literatura general. Cuando esto y todo lo anterior se cumpla, se habrá
llegado, no habrá personas a quienes les guste la ciencia ficción y no otra literatura ni
aquellas a quienes les revuelva el estómago: habrá simplemente personas con paladar
suficientemente amplio como para devorar cualquier libro bueno sin más. No habrá
más DOS culturas. ¿Cómo reconoceremos ese momento? Cuando un geek y un
bohemio entren por separado a una biblioteca, y después de vagar entre los estantes, se
encuentren en la misma sección y tomen a la vez el mismo libro.
*En 1996 el físico Alan Sokal logró publicar un artículo paródico y lleno de patrañas
en la importante revista crítica y teórica Social Text, y a la semana aclaró sus
intenciones, mostrando la falta de rigor intelectual de los editores. Posteriormente,
Sokal publicó el libro “Imposturas intelectuales”, que denunciaba la deficiente y
deshonesta apropiación de la cultura científica por algunas figuras famosas de la
cultura humanista.
OJOS DE SERPIENTE
Tom Maddox
Hacia 1986, la nueva estética de los ochenta estaba en pleno apogeo. La vanguardia de
aquel momento está brillantemente representada por este relato del escritor de Virginia Tom
Maddox.
Tom Maddox es profesor adjunto de lengua y literatura en la Universidad Estatal de
Virginia. No es un escritor prolífico, y su obra por ahora consiste en unos pocos relatos. Sin
embargo, su maestría en el estilo ciberpunk no ha sido superada.
En este visionario relato de ritmo rápido, Maddox se mueve ágil e incisivo por un amplio
espectro de los teínas y obsesiones de esta corriente. «Ojos de serpiente» destaca como un
ejemplo definitivo de la temática central del ciberpunk.
La carne de la lata, oscura, marrón, aceitosa y salpicada de viscosidades, despedía un
repelente olor a pescado. Su amargo y pútrido sabor le llegó hasta la garganta, como si fuera la
digestión del estómago de un muerto. George Jordán se sentó en el suelo de la cocina y
vomitó. Luego, haciendo un esfuerzo, se apartó del charco brillante que ahora se parecía demasiado a lo que quedaba en la lata. Pensó: «No, esto no servirá: tengo cables en la cabeza y eso
es lo que me hace comer comida de gato. A la serpiente le gusta la comida de gato».
Necesitaba ayuda, pero sabía que de poco le iba a servir llamar a las Fuerzas Aéreas. Ya lo
había intentado, pero dijeron que no se iban a responsabilizar del monstruo de su cabeza. Lo
que George denominaba «la serpiente», los de las Fuerzas Aéreas lo llamaban Tecnología
Efectiva para Interfaz Humano, TEIH, y no querían saber nada acerca de sus problemas secundarios tras ser licenciado. Ya tenían sus propias dificultades con los comités del Congreso
que investigaban «la dirección de la guerra en Tailandia».
Se tumbó durante un rato con su mejilla contra el frío linóleo. Se levantó y se enjuagó la
boca en el lavabo y luego puso la cabeza bajo el grifo, dejando que el agua fría corriera y
diciéndose: «entonces llama a la jodida multinacional, llama a SenTrax y pregúntales si es
verdad que pueden hacer algo con el íncubo que quiere apoderarse de tu alma. Y si te
preguntan qué problema tienes, diles que la comida de gato, y quizás te respondan que,
mierda, tal vez lo único que quiere es apoderarse de tu comida».
En medio de la desolada habitación había una silla tapizada de marrón con un teléfono a un
lado y una televisión pegada a la pared opuesta. Eso era todo; algo que podría haber sido un
hogar de no ser por la serpiente.
Descolgó el teléfono, activó el listín de la pantalla y marcó el número de TELECOM
SENTRAX.
El Orlando Holiday Inn se encontraba cerca de la terminal del aeropuerto a la que llegaban
turistas ansiosos de las delicias de Disneylandia. «Pero para mí», pensó George, «no hay patitos simpáticos y sonrientes ratoncitos. Aquí, como en todas partes, estoy en la ciudad de la
serpiente».
Se apoyó contra la pared de la habitación de motel, observando cómo las grises sábanas de
una lluvia torrencial cubrían la acera. Había estado esperando el despegue durante dos días.
Había una lanzadera descansando en su plataforma de Cabo Cañaveral, y en cuanto se
despejase el tiempo, un helicóptero lo recogería y lo llevaría allá, a la Estación Atenea, a unos
treinta mil kilómetros sobre el ecuador terrestre como un paquete dirigido a SenTrax Inc.
1
El autor juega con un doble significado: ojos de serpiente —los del animal— y la
denominación de una jugada en la que salen los dos ases en el juego de dados Odds
and Craps, lo que implica perderlo todo. (N. de los T.)
Frente a él, bajo la luz láser de un holoproyector Blaupunkt, aparecían figurillas de un pie de
altura que hablaban sobre la guerra de Tailandia y sobre la suerte que había tenido Estados
Unidos al evitar otro Vietnam.
¿Suerte? Tal vez. A él ya lo habían cableado y puesto a punto para el combate, y ya estaba
acostumbrado al ergonómico asiento posterior del avión negro de fibra de vidrio A-230 General Dynamics. El A-230 volaba rozando el límite de una letal inestabilidad, y cada sensor de
su fuselaje estaba monitorizado por su propio banco de microcomputadores, tocios ellos conectados al «cerebro—serpiente» del copiloto mediante dos cables gemelos de miopreno que
salían de ambos lados de su esófago..., y entonces él desaparecía, ¡oh, sí!, cuando los cables se
enchufaban, cuando el fuselaje resonaba por sus nervios, con su cuerpo exultante por esta
nueva identidad, por este nuevo poder.
Luego el Congreso acabó con la guerra y las Fuerzas Aéreas acabaron a su vez con George,
y cuando llegó su licencia, ahí se quedó él, completamente cableado y sin un lugar a dónde ir,
abandonado con toda esa patética tecnología, con ese hardware en su cabeza que, a partir de
entonces, iba a cobrar vida propia.
Fuera, los relámpagos cruzaron el cielo púrpura, dividiéndolo como si fuera una especie de
gigantesco cuenco de cristal agrietado. En el holotelevisor, otro hombrecillo de un pie de
altura dijo que la tormenta tropical desaparecería en las próximas dos horas.
Sonó el teléfono.
Hamilton Innis era alto y pesado, medía unos seis pies y pesaba doscientas cincuenta libras
aproximadamente. Flotaba en un blanco corredor intensamente iluminado. Vestido con zapatillas negras y un mono azul cobalto con las letras Sentrax en rojo sobre el bolsillo izquierdo
del pecho, se sujetaba con cuidado a un muro gracias a una de las bandas de velero del mono.
Una pantalla sobre la compuerta de acceso mostraba cómo la lanzadera ensamblaba el morro
en el muelle de atraque. Esperó a que se ensamblaran las escotillas y a que le enviaran al
último de sus candidatos.
Este llevaba seis meses en la reserva y estaba perdiendo lentamente todo lo que los doctores
de las Fuerzas Aéreas le habían metido en su mente; ex sargento técnico George Jordán: dos
años en la Universidad Estatal de Oackland, California, alistado más tarde en las Fuerzas
Aéreas y posteriormente entrenado como tripulante en el TEIH. De acuerdo con el perfil que el
Aleph había extraído de los informes de las Fuerzas Aéreas, era un hombre con unas aptitudes
e inteligencia ligeramente superiores a la media, además de una inclinación acusada, por
encima de lo normal, a las situaciones límite, y de ahí que se presentara voluntario para el
TEIH y para el combate. En las fotografías de su ficha parecía anodino: cinco pies y diez
pulgadas de altura, y unas setenta y seis libras de peso, pelo y ojos castaños, ni atractivo ni feo.
Pero eran fotografías antiguas y no podían mostrar lo que la serpiente y el miedo lo habían
transformado. «No lo sabes bien, colega», pensó Innis, «pero todavía no has visto nada raro de
verdad».
El hombre llegó dando tumbos por el pasillo, más o menos perdido por la ingravidez, pero
Innis pudo verlo intentando orientarse, deseando que sus músculos dejaran de luchar, intentando evitar que se hicieran cargo de una gravedad que simplemente ya no estaba allí.
—¿Qué diablos hago ahora? —le preguntó George Jordán, flotando en medio y con una
mano agarrada al asidero de la compuerta.
—Relájate, ahora te agarro —Innis se provecto lejos de la pared y, lanzándose hacia él, lo
agarró cuando pasaba a su lado, flotando ambos hacia el muro opuesto. Dio otra patada contra
la pared y salieron.
Innis dejó a George durante unas cuantas horas para que intentara, inútilmente, dormir;
tiempo suficiente también para que los fosfenos provocados por el alto nivel de gravedad del
viaje desaparecieran de su visión. George pasó la mayor parte del tiempo dando vueltas en su
litera, escuchando el zumbido del aire acondicionado y los crujidos de la estación giratoria.
Luego Innis llamó a la puerta de su camarote y dijo por el intercomunicador:
—Vamos, tío. Hora de ver al doctor.
Atravesaron la parte más antigua de la estación, donde se veían oscuras gotas de pegamento
fosilizado sobre el plástico verde del suelo, arañazos producidos por el continuo fregado y
desvaídos logotipos y anagramas de compañías. GICO se repetía varias veces en una borrosa
tipografía. Innis le dijo a George que significaba Grupo Internacional de Construcciones Orbitales, los constructores y controladores originales del Atenea, una compañía ya desaparecida.
Innis condujo a George frente a una puerta en la que un letrero anunciaba: GRUPO DE
INTERFAZ.
—Entra —le dijo—. Yo volveré dentro de un rato.
De la pared, de un suave color crema, colgaban dibujos de grullas pintadas con delicadas
pinceladas blancas sobre seda ocre. El área central estaba limitada por una serie de mamparos
de gomaespuma traslúcida iluminados desde atrás por una tenue luz. Más adelante, estos
mamparos se convertían en un corredor en penumbra. Ahora George se encontraba sentado en
un sillón fabricado con tiras de cuero color chocolate. Frente a él, Charley se recostaba en una
silla de cuero marrón y cromo con los pies puestos encima de una mesa de contrachapado
negro y con media pulgada de ceniza pendiendo del extremo de su cigarrillo.
Charley Hughes no era el típico doctor. Tenía una esbelta figura dentro de su gastada ropa
gris. Su pelo negro, recogido en una tirante coleta que le llegaba hasta la cintura, afilaba sus
rasgos agudos. Su expresión estaba crispada, con un cierto toque de locura.
—Cuéntame lo de la serpiente —dijo Charley Hughes.
—¿Qué quieres saber? Es un implante de nexo micrófono— micrófono.
—Sí, ya sé. Pero eso no me interesa. Cuéntame tu experiencia —la ceniza del cigarrillo
cayó sobre la moqueta marrón—. Dime por qué estás aquí.
—Vale. He estado apartado de las Fuerzas Aéreas más o menos durante un mes. Tenía un
refugio cerca de Washington, en Silver Spring. Pensé que podía conseguir algún trabajo en una
compañía aérea pero no tenía demasiada prisa, y como aún me quedaban seis meses de paga
tras la licencia, pensé tomármelo con calma durante algún tiempo.
»Al principio comencé a sentir una inexplicable extrañeza. Me sentía distante,
desconectado, pero ¿qué coño? Eso es vivir en EE. UU. ¿sabes? Bueno, una tarde estaba
relajándome. A punto de ver un pequeño holovídeo y beberme unas cervezas. Jo, tío, esto es
difícil de explicar. Sentí algo realmente divertido, algo así como un ataque al corazón o una
embolia. Las palabras del holovídeo de repente carecían de sentido y era como verlo todo
debajo del agua. Luego aparecí en la cocina sacando cosas de la nevera: carne picada, huevos
crudos, mantequilla, cerveza y todo tipo de porquerías. Simplemente me quedé allí y me lo
tragué todo. Casqué los huevos y los sorbí directamente de la cáscara, me comí la mantequilla
a bocados, me bebí toda las cervezas, una, dos, tres, así, sin más.
Los ojos de George permanecían cerrados mientras recordaba y sentía cómo crecía de nuevo
el miedo que surgió después.
—No podría decir si era yo el que estaba haciendo todo esto...¿ entiendes lo que quiero
decir? Quiero decir que yo era quien realmente estaba sentado allí, pero al mismo tiempo era
como si alguien más estuviera en casa.
—La serpiente. Su presencia plantea algunos... problemas. ¿Cómo te enfrentas a ellos?
—Me puse en guardia, esperando que no me pasara otra vez, pero pasó, y esta vez me fui a
ver a Walter Reed y les dije, tíos, ¡me están sucediendo estos episodios!
—¿Y te entendieron?
—No. Sacaron mis informes, me hicieron un chequeo físico... pero, mierda, antes de que me
licenciara, ya me habían encajado todo el aparato. Es igual, ellos dijeron que era un problema
psiquiátrico, así que me mandaron a un loquero. Fue por entonces cuando vosotros, tíos,
entrasteis en contacto conmigo. El loquero no me hacía ningún bien, tío, ¿has comido alguna
vez comida de gato? Pues, por eso, al mes os llamé de nuevo.
—Tras haber rechazado la primera oferta de SenTrax.
—¿Por qué tendría que gustarme trabajar para una multinacional? Vida de «multi»,
pensamiento de «multi»., ¿No es así como lo llaman? ¡Dios! Acababa de largarme de las
Fuerzas Aéreas y pensé: a la mierda con todo. Supongo que la serpiente me hizo cambiar de
opinión.
—Ya veo. Debemos hacerte un cuadro físico completo, hacerte un escáner super CAL para
los perfiles cerebrales, químicos y de actividad eléctrica. Luego podremos considerar las
alternativas. Por cierto, hay una fiesta en la Cafetería 4, puedes pedirle a tu ordenador que te
indique cómo llegar. Allí encontrarás a algunos de tus colegas.
Mientras George era guiado a través del corredor de goma— espuma por un técnico médico,
Charles Hughes fumaba sus Gauloises sin parar y miraba con clínico distanciamiento el temblor de sus manos. Era extraño que no temblaran en el quirófano, aunque en este caso no
importaba, pues los cirujanos de las Fuerzas Aéreas ya habían hecho su trabajo en George.
George... Ahora era él quien necesitaba un poco de suerte porque era uno de esos casos
estadísticamente insignificantes para los que el TEIH significaba un billete para una locura
muy particular; justo el tipo de caso que le interesaba al Aleph. Estaban también Paul Coen y
Lizzie Heinz. También pertenecían a la misma estadística, ambos seleccionados por un perfil
psicológico preparado por el Aleph, ambos con implantes colocados por Charley Hughes. Paul
Coen se había metido en una escotilla y se había reventado a sí mismo en el vacío. Ahora sólo
quedaban Lizzie y George.
No era de extrañar que sus manos temblaran; puedes hablar todo lo que quieras sobre la
vanguardia de la alta tecnología, pero recuerda que siempre tiene que haber alguien que
empuñe el bisturí.
En el blindado núcleo de la Estación Atenea había un nido de esferas concéntricas. La más
interna medía cinco metros de diámetro, estaba llena de fluorocarbono líquido inerte, y
contenía un cubo negro de dos metros de arista de cuyos lados salían gruesos cables negros.
Dentro del cubo oscilaba una serie fluida de ondas hologramáticas en nanosegundos, con el
ritmo del conocimiento y la intencionalidad: el Aleph. El Aleph estaba formado por una
consciencia infinitamente recursiva, en una secuencia determinada por la voluntad de la
máquina.
Por ello, hablando con precisión, no existía tal Aleph, igual que no existían sujetos o verbos
en las oraciones que él se decía a sí mismo. Esto representaba una paradoja, que para el Aleph
precisamente era una de las formas intelectuales más interesantes; era una paradoja que
marcaba los límites de una actitud, incluso de un modo de ser, y al Aleph también le interesaban mucho los límites.
El Aleph había observado la llegada de George Jordán, su incomodidad en la litera, su
entrevista con Charley Hughes. Le encantaban estas observaciones por la piedad, compasión y
empatía que le despertaban, va que le permitían predecir el océano de cambios que George iba
a sufrir: éxtasis, pasión, dolor. Al mismo tiempo, el Aleph sentía con distanciamiento la
necesidad de su dolor, incluso de un dolor que le acercara a la muerte.
Compasión, distancia, muerte, vida...
Millares de voces rieron dentro del Aleph. Pronto George encontraría sus propios límites y
sus propias paradojas. ¿Sobreviviría George? El Aleph así lo esperaba. Ansiaba el contacto
humano.
La Cafetería 4 era una sala cuadrada de diez metros de lado, con la forma de una azulada
cáscara de huevo, llena de sillas y mesas esmaltadas en gris oscuro que podían fijarse
magnéticamente en cualquier parte de la superficie de la sala, dependiendo de la dirección que
tomara el giro gravitatorio. Muchos de los objetos colgaban de las paredes para ofrecer más
espacio a la gente que estaba dentro.
En la puerta, George encontró a una mujer alta que le dijo:
—Bienvenido, George. Soy Lizzie. Charlie Hughes me dijo que vendrías —su rubio pelo
estaba cortado casi al rape, sus ojos eran de un azul luminoso con puntitos dorados. Su nariz
afilada, la barbilla un tanto huidiza y unas mejillas prominentes le daban el aspecto hambriento
de una modelo en paro. Llevaba una falda negra, abierta a ambos lados hasta el muslo, y
medias rojas. Sobre la pálida piel de su hombro izquierdo, tenía tatuada una rosa roja, cuyo
verde tallo se curvaba bajando entre sus pechos desnudos, donde una espina le extraía una
estilizada gota de sangre. Ella también tenía una brillante conexión de cables bajo su
mandíbula. Besó a George metiéndole la lengua en la boca.
—¿Tú eres la oficial de reclutamiento? Si es así, haces muy bien tu trabajo —dijo George.
—No me hace falta reclutarte. Puedo ver que ya te has unido —le tocó ligeramente bajo su
mandíbula, donde resplandecían sus conexiones.
—Todavía no lo he hecho —pero ella tenía razón, pues ¿qué otra cosa podía hacer?
—¿Tenéis cerveza por aquí?
Cogió la botella de Dos Equis2 que Lizzie le ofrecía, se la bebió rápidamente y pidió otra.
Luego se dio cuenta de que era un error; todavía no se había acostumbrado a la baja o casi
inexistente gravedad y, además, aún seguía tomando píldoras contra la náusea («Úsese con
precaución si se trabaja con maquinaria»). Todo lo que sabía en ese momento era esto: dos
cervezas, y la vida se volvía un carnaval. Había luces, ruido, mesas y sillas colgando de los
muros y del techo como esculturas surrealistas, y mucha gente desconocida (le presentaron a
algunos, pero enseguida se olvidó de sus nombres).
Y estaba Lizzie. Ambos dedicaron un buen rato a meterse mano en un rincón. No era del
todo el estilo de George, pero, al mismo tiempo, allí parecía apropiado. A pesar de la intimi-
dad, el beso en la entrada le había parecido parte de una ceremonia, un rito de paso o de
iniciación, pero de pronto sintió que... ¿qué?, una llama invisible transmitiéndose del uno al
otro, o mejor, una nube ardiente de feromonas que brillaban en los ojos de ella. Luego él le
mordisqueó el cuello, intentando sorber la gota de sangre de su pecho izquierdo, y exploró sus
perfectos clientes con la lengua. Parecía como si estuvieran tundidos, como si los cables
pasaran entre ambos, conectados a los relucientes rectángulos bajo sus mandíbulas.
Alguien mantenía un programa Jahfunk activado en la consola de ordenadores de la esquina.
Innis se aproximó varias veces para llamar su atención, pero sin éxito. Charley Hughes quería
saber si a la serpiente le gustaba Lizzie; le gustaba, George estaba seguro de ello, pero no sabía
qué podría implicar esto. Más tarde George acabó derrumbándose sobre la mesa.
Innis lo sacó de allí tropezando y haciendo eses. Charley Hughes buscó a Lizzie, que había
desaparecido justo en ese momento. Ella volvió y dijo:
—¿Dónde está George?
—Borracho, se ha ido a la cama.
—Qué mal. Justo cuando empezábamos a conocernos.
—Ya lo creo. ¿Cómo te sienta hacer este tipo de cosas?
—¿Quieres decir, el ser una zorra mentirosa y traicionera?
—Venga. Lizzie. Todos estamos metidos en esto.
—Bueno, pues no preguntes cosas tan estúpidas. Desde luego que me siento mal, pero sé
cosas que George no sabe, así que estoy lista para hacer lo que haya que hacer.
2
Cerveza mexicana. (N. de los T.)
Y, por cierto, George realmente me gusta.
Charley no añadió nada. Pero pensó: «sí, el Aleph dijo que lo harías».
«¡Oh Dios!» A la mañana siguiente, George estaba avergonzado. «Tropezando borracho y
morreándome en público... ¡Ay ay ay!» Intentó comunicarse con Lizzie pero sólo salía el contestador automático, por lo que colgó al instante. Luego se tumbó en la cama en un
semiestupor hasta que sonó el teléfono.
La cara de Lizzie apareció en la pantalla, sacándole la lengua.
—Culito de azúcar —le dijo—, te dejo solo un momento y te largas.
—Alguien me trajo aquí. Bueno, creo que así fue.
—Sí, estabas bastante cargado. ¿Quieres que comamos juntos?
—Tal vez. Depende de cuándo me llame Hughes. ¿Dónde estarás?
—En el mismo lugar, amorcito. Café 4.
Por una llamada telefónica supo que el doctor no le atendería hasta una hora más tarde, por
lo que terminó sentado frente a la loca rubia de los ojos brillantes, que iba vestida con el mono
de SenTrax, pero desabrochado casi hasta la cintura. Despedía un calor sensual, de la misma
forma natural que una rosa despide su dulce aroma.
Delante de ella había un plato de huevos rancheros semienterrados en guacamole: amarillo,
rojo y verde, con un picante olor a chile; en su actual estado esto era tan malo como la comida
para gatos.
—¡Dios! Señorita, ¿quiere ponerme enfermo?
—Valor, George. Quizás deberías comer un poco. Si no te matan te curarán. ¿Qué piensas
hasta ahora de todo esto?
—Es un poco desconcertante, pero, ¡qué coño!, es mi primera vez fuera de la Madre Tierra,
¿sabes? Pero déjame que te diga lo que no alcanzo a entender: SenTrax. Sé lo que quiero que
ellos me den pero..., ¿qué coño quieren ellos de mí?
—Tío, sólo quieren esto: «perifes», periféricos. Tu y yo sólo somos partes de una máquina.
El Aleph tiene todo tipo de entradas: vídeo, audio, detectores de radiación, sensores de temperatura, repetidores de satélite... Pero son tontas. Y lo que el Aleph quiere, el Aleph lo
consigue. Me he ciado cuenta de eso. El quiere usarnos, y de eso va la cosa. Piensa en todo
esto como en una investigación básica por su parte.
—¿Quién es ese «él»? ¿Innis?
—No. ¿A quién le importa Innis un carajo? Hablo del Aleph. ¡Oh, sí! La gente dice que el
Aleph es una máquina, un ello, y todas esas gilipolleces. Ja, ja, el Aleph es una persona, una
persona muy rara, desde luego, pero una persona, sin duda. Mierda, incluso puede que el
Aleph sea un montón de gente a la vez.
—Te creo. Mira, hay algo que me gustaría probar si es posible. ¿Qué tengo que hacer para
salir fuera..., para dar un paseo por el espacio?
—Es muy fácil. Tienes que conseguir un permiso. Eso significa un curso de tres semanas
sobre seguridad y procedimientos. Yo te puedo enseñar.
—¿Puedes?
—Tarde o temprano aquí tocios tenemos que ganarnos el pan. Tengo el título de AEE,
Actividades Extra Espaciales, soy instructora. Empezaremos mañana.
Las grullas de las paredes habían volado hacia su misterioso destino. George pensaba si
existiría también otro universo paralelo mientras miraba las resplandecientes paredes de
gomaespuma y los aparatos colocados encima de la mesa. Delante del cabezal extensible de
plástico negro del proyector holóptico Sony se veía la imagen de un cerebro con cables
brotando de los nervios ópticos seccionados, como las antenas de un insecto. Cuando Hughes
tocó el teclado, el cerebro se dio la vuelta, por lo que ahora podían ver su lado inferior.
—Aquí está —dijo Charlie Hughes. Entonces apareció un delicado entramado de cables
plateados, pero todo parecía normal.
—El cerebro de George Jordán —asintió Innis—. Con sus conexiones. Realmente bonito.
—Cuando miro esa cosa me parece como si estuviera viendo mi propia autopsia. ¿Cuándo
puedes operarme para sacarla de mi cabeza? —dijo George.
—Déjame que te enseñe algo —contestó Charley Hughes. Mientras tecleaba y movía el
ratón junto a la consola, las circunvoluciones grises del córtex se volvieron transparentes y se
hicieron visibles las estructuras internas codificadas en rojo, azul y verde. Hughes metió la
mano en el centro del holograma del cerebro y cerró el puño dentro del área azul, situada en la
parte superior de la espina dorsal—. Aquí es donde las conexiones eléctricas se vuelven
biológicas; todos esos pequeños nodos a lo largo de las pseudoneuronas son procesadores y están conectados al llamado «complejo r», el que hemos heredado de nuestros antecesores los
reptiles. Las pseudoneuronas continúan hacia el sistema límbico, o, si lo prefieres, el cerebro
de mamífero. Y ahí es donde están las emociones. Pero también hay más conexiones hasta el
neurocórtex, a través del SAR, el Sistema de Activación Reticular, y hasta el cuerpo calloso.
Asimismo existen conexiones con el nervio óptico.
—He oído esa cháchara antes. ¿Cuál es el meollo del asunto?
Innis dijo:
—No hay forma de quitar esos implantes sin que haya una pérdida en el orden de tu mapa
neuronal. No podemos tocarlos.
—¡Oh! ¡Mierda, tío!
Charley Hughes continuó:
—Aunque la serpiente no puede ser eliminada, quizás pueda ser hipnotizada. Tus problemas
surgen a causa de su incivilizada e incontrolada naturaleza. Se podría decir que sus apetitos
son primigenios. Una parte primitiva de tu cerebro se ha apoderado del neocórtex, el cual,
ciertamente, debería ser el que mande. Trabajando con el Aleph, estas... tendencias pueden ser
integradas en tu personalidad y, por tanto, controladas.
—¿Qué otra alternativa tienes? —dijo Innis—. Somos la última carta que te queda. Venga,
George. Estamos a tu disposición, al otro lado del corredor.
La única luz de la habitación provenía de una esfera situada en un rincón. George estaba
tumbado en una especie de hamaca, una red de fibras marrones retorcidas y tensadas a lo largo
de un bastidor transparente, suspendida del abovedado techo de la pequeña sala rosa. Algunos
cables salían de su cuello y desaparecían tras unas placas de cromo incrustadas en el suelo.
—Primero activaremos el programa de chequeo —dijo Innis—. Charley te suministrará
percepciones, colores, sonidos, sabores y olores, y le dirás qué sientes. Necesitamos estar
seguros de que tenemos un interfaz limpio. Di lo que ves y él parará si es necesario.
Innis atravesó la puerta hacia la estrecha habitación rectangular, donde estaba sentado
Charley Hughes frente a una consola de plástico oscuro llena de lucecitas. Detrás de él, apilados, había equipos cromados de seguimiento y control con el anagrama amarillo de SenTrax,
un sol refulgiendo en la parte frontal del metal brillante.
Las paredes rosas se volvieron rojas, las luces vacilaron y George se agitó en su hamaca. La
voz de Charley Hughes llego al oído interno de George:
—Empezamos.
—Rojo —dijo George—. Azul. Rojo y azul. Una palabra: «avestruz».
—Bien. Sigue.
—Un olor, ahhh... quizás serrín.
—Acertaste.
—Mierda... vainilla... almendras...
Así siguió durante un rato.
—Ya estás listo —dijo Charles Hughes.
Cuando el Aleph se conectó, desapareció la habitación roja.
Una matriz de 800 x 800. Seiscientos cuarenta mil pixeles formaron una representación
óptica de los restos de una supernova GAS: una nube de polvo estelar representada por la
síntesis de rayos X y ondas de radio recogidas por el OAEOA, el Observatorio de Altas
Energías en Órbita Alta. Pero George no vio la imagen en absoluto. Más bien era como
escuchar un conjunto de datos ordenados y con sentido.
Transmisión por bytes. 750 millones de emisores que abarcaban desde un satélite de la
Agencia de Seguridad Nacional a una estación receptora cerca de Chincoteague Island, en la
orilla este de Virginia, y ahora él las podía leer.
—Todo es información —dijo la voz. Su tono tenía calidez pero no sexo y de alguna
manera resultaba distante—. Lo que sabemos, lo que somos. Ahora estás en un nuevo nivel.
Lo que tú llamas «la serpiente» no puede ser definido por el lenguaje, existe en un modo
prelingüístico, pero la puedes manejar a través de mí. Sin embargo, primero debes conocer los
códigos en los que se asienta el lenguaje. Debes aprender a ver el mundo como yo lo veo.
Lizzie llevó a George a probarse un traje, y empleó todo el día en enseñarle a entrar y salir
sin ayuda de su rígido caparazón. Luego, durante tres semanas, le guió en las operaciones
básicas y por el denso manual de procedimientos de seguridad.
—Quemadura roja —dijo ella. Flotaban en el depósito de los trajes con las plataformas
vacías detrás, los blancos caparazones colgando de la pared como un público de robots
desconectados—. Cuando lo veas escrito en el visor, es que la has jodido. Es que te has metido
en una trayectoria sin retorno. Entonces te calmas totalmente y pides ayuda, la cual debe venir
del Aleph, que toma el control de las funciones de tu traje, y a continuación, tú te relajas y no
haces una mierda.
Primero voló dentro de la cúpula iluminada de la estación con el visor abierto y con Lizzie
gritándole y riéndose cuando se tropezaba fuera de control y chocaba contra las paredes
acolchadas. Después de practicar unos pocos días, salieron fuera de la estación. George iba al
extremo de un cabo con el visor puesto y navegando con sus instrumentos, mientras Lizzie le
tomaba el pelo con cosas como «¡Quemadura Roja!», «¡Fallo en el traje!» y cosas así.
Al tiempo que dedicaba la mayor parte de sus energías y atención a entrenarse con el traje,
George informaba cada día a Hughes y se conectaba con el Aleph. La hamaca se balanceaba
suavemente cuando se tumbaba en ella. Charley conectaba los cables en su sitio y se iba.
El Aleph se dio a conocer poco a poco. Le enseñó código máquina y compiladores, lo cual
le permitió recorrer los vastos árboles del lenguaje C—SMART, con sus «inteligentes» programas asistentes de toma de decisiones. Esto le abrió todo el espectro electromagnético tal y
como se producía en el Aleph. Y entonces George lo entendió todo: las voces y los códigos.
Cuando se desconectaba, el conocimiento se evaporaba, pero aun así algo quedaba, hasta
ese momento era sólo una alteración de sus percepciones, como si el mundo hubiera cambiado.
En vez de colores, veía una porción del espectro; en vez de olores, sentía la presencia de
ciertas moléculas; en vez de palabras, escuchaba una sucesión estructurada de fonemas. El
Aleph había infectado su consciencia.
Pero eso no le preocupaba a George. Parecía que algo se estaba cociendo en su interior, pues
empezaba a ser consciente, más o menos constantemente, de la serpiente, que aunque dormida
estaba sin duda ahí. Una noche se fumó casi todo un paquete de los Gauloises de Charlie, y a
la mañana siguiente se despertó como si tuviera alambre de espino en la garganta y fuego en
los pulmones. Ese día le contestó groseramente a Lizzie mientras ella guiaba sus pasos, y por
un momento perdió completamente el control. Ella tuvo que desconectar los controladores de
su traje y bajarlo.
—Quemadura roja —dijo—. Tío, ¿qué coño te pasa?
Al final de la tercera semana salió solo. No más excursiones atado a una cuerda, sino
Actividad Externa de Estación; a sacar el culo a la noche eterna. Salió con cuidado de la
protección de la escotilla y miró a su alrededor.
La Rejilla de Energía Orbital, la obra de construcción espacial que había permitido la
existencia de la Atenea, apareció ante él: una especie de parrilla de color ébano con colectores
fotovoltaicos y transmisores plateados de microondas orientados al sol. Pero la propia estación
asombraba por su mezcla de estructuras para vivir, trabajar y experimentar, arracimadas sin
aparente respeto por la simetría y el orden. Algunas de éstas giraban para obtener gravedad por
rotación, otras permanecían inmóviles bajo la directa luz solar. Figuras con balizas de color
ámbar gateaban despacio por su superficie, o se dirigían hacia los transportes de luces rojas,
parecidos a grandes montones de chatarra mientras se movían en sus amplias trayectorias, sus
cohetes encendiéndose brevemente como puntas de duro diamante.
Lizzie permanecía justo al lado de la escotilla, vigilándole por su baliza de radio, pero al
mismo tiempo dejándole ir a su aire.
—Apártate de la estación —le dijo—. Te tapa la vista de la Tierra.
El se apartó.
Nubes blancas cubrían el globo azul y a través de ellas se vislumbraban manchas marrón y
verde. A las 14:00 horas del horario de la estación, se encontraba viendo, casi
perpendicularmente, la desembocadura del Amazonas, donde era mediodía, por lo que la
Tierra estaba completamente iluminada por la luz solar. La Tierra era sólo una miniatura que
ocupaba apenas diecinueve grados de su campo de visión...
—¡Oh¡ ¡Sí! —dijo George. Los zumbidos y murmullos del sistema de aire acondicionado
del traje, la estática de una radiación pasajera y su respiración acelerada dentro del casco, surgieron en ese momento por sus audífonos. Eran los propios sonidos de la situación,
superpuestos a la agradable sensación de estar flotando. Su respiración se tranquilizó y
desconectó la radio para eliminar la estática. Luego apagó el aire acondicionado para flotar en
medio de un ensordecedor silencio. Entonces se convirtió en un punto blanco en la noche.
Al poco rato, un traje blanco con la cruz roja de los instructores en el pecho se movió por su
campo de visión.
—¡Mierda! —dijo George y conectó la radio—. Lizzie, estoy aquí.
—George, no hagas gilipolleces. ¿Qué coño estabas haciendo?
—Sólo contemplaba el paisaje.
Esa noche soñó con rosados brotes de arbustos recortados contra un luminoso cielo púrpura.
Y soñó también con el ruido de estática de la lluvia. Algo arañó su puerta y él se despertó con
el característico olor depurado, propio de la maquinaria de una estación espacial. Sintió una
profunda tristeza porque la lluvia nunca caería allí y se dio la vuelta para seguir durmiendo,
esperando volver a soñar con aquel idílico paisaje bajo la lluvia. Luego pensó: «alguien está
ahí fuera», se levantó, y, al comprobar por los números rojos en la pared que eran las dos de la
mañana, se dirigió desnudo hacia la puerta.
Las esferas blancas formaban una línea de tristes halos de luz que se curvaba por el
corredor. Lizzie estaba tumbada, sin moverse. George se arrodilló y la llamó por su nombre: su
pie izquierdo hizo un ruido al golpear sobre el suelo metálico.
—¿Qué te pasa? —sus uñas, esmaltadas de un color oscuro, arañaron el suelo y ella dijo
algo que él no entendió—. Lizzie —dijo él—. ¿Qué quieres?
Sus ojos captaron la roja gota de sangre entre las blancas curvas de sus pechos y sintió cómo
algo se despertaba en él. Agarró la pechera de su mono y lo abrió de un tirón hasta la bragueta.
Ella le arañó las mejillas e hizo ese sonido que tenía millones de años, luego levantó su cabeza
y le miró. Una mirada de mutuo reconocimiento se cruzó entre ellos como una corriente eléctrica: ojos de serpiente.
Sonó el teléfono. George contestó y Charley Hughes le dijo:
—Ven a la sala de conferencias. Tenemos que hablar —Charley sonrió y colgó sin más.
En la pared se leía: «07: 18 GMT de la madrugada».
En el espejo apareció una cara gris con rojos arañazos y restos de sangre seca; la cara de la
víctima de un accidente de coche o la de Jack el Destripador al día siguiente... No sabía por
cuál decidirse, pero algo dentro de él era feliz. Se sintió como si fuera el juguete de la
serpiente, irremediablemente fuera de todo control.
Hughes estaba sentado en un extremo de la oscura mesa de contrachapado. Innis en el otro y
Lizzie entre ambos. El lado izquierdo de su cara estaba tumefacto y rojo, con un pequeño
moratón bajo el ojo. George se tocó inconscientemente los lívidos arañazos de su mejilla,
sentándose en un sillón fuera del círculo.
—El Aleph nos contó lo que pasó —dijo Innis.
—¿Cómo coño lo sabe? —dijo George, pero mientras lo decía recordó los cóncavos
apliques circulares de cristal en el techo de los pasillos y también de su habitación. Sintió
vergüenza, culpabilidad, humillación, miedo, rabia. Se levantó del sillón y fue hacia el
extremo de Innis—. ¿El Aleph lo vio todo? —preguntó— ¿Qué dijo de la serpiente, Innis? ¿Te
dijo qué coño va mal?
—No es una serpiente —dijo Innis.
—Llámalo gato —dijo Lizzie—, si es que necesitas darle un nombre. Hábitos de mamífero,
George, gatos cachondos.
Una voz familiar, tranquila y distante, salió de los altavoces del techo de la habitación.
—Ella intenta decirte algo, George. No hay serpiente. Quieres creer que hay una especie de
reptil dentro de ti, frío y calculador, que disfruta con extraños placeres. Sin embargo, tal como
el doctor Hughes ya te explicó, los implantes son una parte orgánica de ti mismo. Ya no
puedes evadirte por más tiempo de tu responsabilidad por estos comportamientos. Ahora son
parte de ti.
Charley Hughes, Innis y Lizzie le miraban quietos y expectantes. Todo lo que había estado
pasando empezó a asentarse en él y le atravesó dejándolo completamente desorientado. Se dio
la vuelta y salió de la habitación.
—Quizás alguien debería hablar con él —dijo Innis. Charley Hughes se quedó sentado,
pensativo y sin decir palabra, envuelto en la nube de humo de su cigarrillo.
—Yo iré —dijo Lizzie. Se levantó y fue tras él.
Entonces Charley Hughes dijo:
—Probablemente tienes razón —una imagen flotante le hizo sacudir la cabeza: Paul Coen
hinchándose como un globo y explotando en el compartimiento de acceso. La vio grabada con
la terrible claridad de las omniscientes cámaras de vigilancia del Aleph—, Esperemos haber
aprendido algo de nuestros errores.
El Aleph no respondió nada, era como si nunca hubiera estado allí.
El Miedo tiene dos etapas. Una, pierdes el control completamente. Dos, a continuación, tu
yo auténtico surge, y no te gustará nada. George quería escapar, pero no había en la Estación
Atenea ningún lugar donde esconderse. Aquí se encontraba cara a cara con las consecuencias.
La mesa de operaciones de Walter Reed parecía ahora estar a miles de años de distancia,
cuando el equipo de cirujanos se reunió a su alrededor, cuando sus dudas desaparecieron con
aquel frío olor químico penetrándole en oleadas. Había aceptado someterse a la operación,
tentado por la atractiva rareza de todo aquello (formar parte de la máquina, sentir sus
vibraciones dentro de ti y poder guiarla), hipnotizado por la perspectiva de una indecible
aceleración, de volar a esa altitud. Sí, la primera vez en el A-230 había sentido eso, sus nervios
extendiéndose, conectándose al fuselaje de fibra de vidrio, unidos a una fuerza mucho mayor
que la suya propia..., deseando atravesar el cielo guiado por la sola fuerza de su voluntad.
Había sido sobornado por el dulce sueño de la tecnología...
Entonces alguien llamó con un seco golpe a la puerta. A través del intercomunicador, Lizzie
dijo:
—Déjame pasar. Tenemos que hablar.
El abrió la puerta y preguntó:
—¿Sobre qué?
Ella entró, miró por la pequeña habitación de paredes color crema, el vacío escritorio
metálico y el viejo catre, y George pudo adivinar en sus ojos la cercanía de la pasada noche;
ambos juntos en esa cama, sobre ese suelo.
—Sobre esto —dijo ella. Tomó sus manos y empujó los dedos índices sobre las conexiones
de los cables de su propio cuello—. Siente la diferencia —palpó la fina rejilla con sus dedos—
. Nadie más sabe lo que significa. Nadie sabe lo que somos, lo que podemos hacer. Vemos un
mundo diferente, el mundo del Aleph, podemos llegar más profundamente a nuestro interior,
experimentamos impulsos que están ocultos para los demás, impulsos que ellos niegan.
—No, mierda, no era yo. Llámalo como quieras..., era la serpiente, o el gato.
—George, te estás comportando como un tonto a propósito.
—Simplemente no entiendo nada.
—Sí que entiendes, perfectamente. Quieres volver pero no hay a dónde ir. No hay Edén.
Esto es lo que hay, todo lo que hay.
Pero podía caer hacia la Tierra, podía volar hacia allí en la noche. Dentro de los guanteletes
del traje AEE sus manos estaban embutidas en los mandos con forma de garra. Cerrando
ligeramente el puño y manteniéndolo durante un rato, todo el peróxido se acabaría y se
agotaría el tanque de propulsión del traje. Eso sería suficiente.
No había sido capaz de vivir con la serpiente. Tampoco le gustaba el gato. Pero cuanto peor
sería si no hubiera ni gato ni serpiente, sólo él, programado con formas particularmente repugnantes de glotonería y violenta lujuria, atrapado dentro de su miserable yo («Tenernos el
resultado de sus tests, doctor Jeckyll»). «¡Eh!, ¿qué viene luego?, ¿acosar a niños, asesinato?»
La Tierra blanquiazul, las estrellas, la noche. Tiró suavemente del mando con su mano derecha
y giró para contemplar por última vez la Estación Atenea.
«Llamadlo como queráis, está vivo y coleando dentro de mí. Con su ira, su lujuria, su
apetito. A la mierda con todos ellos, George», se dijo, «a quemarse».
En el control de Atenea, Innis y Charley Hughes estaban mirando por encima del hombro
del oficial de guardia cuando Lizzie entró. Como siempre que pasaba largo tiempo sin visitarlo, Lizzie se quedó sorprendida por lo reducido de la sala y su aspecto general de
suciedad; habitualmente sólo la ocupaba el oficial a cargo. Las pantallas estaban apagadas y
las consolas desconectadas. El Aleph dirigía la estación, tanto en rutina como durante las
emergencias.
—¿Qué pasa? —preguntó Lizzie.
—Algo va mal con uno de tus nuevos amiguitos —dijo el oficial de vigilancia—. Aunque
no sé qué pasa exactamente.
Se volvió hacia Innis, quien dijo:
—No te preocupes, colega.
Lizzie se dejó caer en una silla.
—¿Alguien ha intentado hablar con él?
—No contesta —dijo el oficial de vigilancia.
—Estará bien —dijo Charley Hughes.
—Va a reventar —dijo Innis.
El punto rojo en las coordenadas de la pantalla de radar apenas se movía.
—¿Cómo te sientes, George? —dijo una suave y reconfortadora voz femenina.
George luchaba con el impulso de abrir el casco «para ver las estrellas», pues parecía
importante «poder ver su auténtico color».
—¿Quién es? —preguntó.
—Aleph.
¡Oh, mierda! ¡Más sorpresas!
—Nunca has tenido esa voz.
—No, porque intentaba adecuarme a la idea que tenías de mí.
—Bueno, ¿y cuál es tu verdadera voz?
—No tengo ninguna.
—Si no tienes una voz real, entonces no existes —eso le resultaba evidente a George,
aunque por razones que se le escapaban—. Así que ¿quién coño eres?
—Quien tú quieras que sea.
«Esto resulta interesante», pensó George. Gilipolleces, le contestó la serpiente (ellos lo
podrían llamar como quisieran; para George siempre sería la serpiente), vamos a abrasarnos.
—No te entiendo —dijo George.
—Lo conseguirías si siguieras viviendo. ¿De verdad quieres morir?
—No, pero no quiero seguir siendo yo, y morir me parece la única alternativa posible.
—¿Por qué no quieres ser tú?
—Porque me asusta.
Una parte de George se dio cuenta de que éste era el típico diálogo entre el lunático y la voz
de la razón. «Dios», pensó, «me he secuestrado a mí mismo».
—No quiero seguir con esto —dijo. Apagó la radio del traje y sintió cómo su rabia crecía en
su interior, la serpiente furiosa al máximo.
«¿Qué problema tienes?», quiso saber. Realmente no esperaba una respuesta pero la obtuvo:
una imagen en su cabeza de un cielo sin nubes, el horizonte girando, un caza de combate gris
huyendo de su campo visual y el fuselaje de su avión temblando cuando los misiles salen, sus
estelas dirigidas hacia el otro avión convirtiéndose en una bola de fuego. Detrás de la imagen,
una idea nítida: «quiero matar a alguien».
«Vale. » George hizo girar el traje de nuevo y centró su mira de navegación en el globo
blanquiazul que aparecía frente a él. Luego apretó los dispositivos de los dedos. «Mataremos a
alguien. »
QUEMADURA ROJA, QUEMADURA ROJA, QUEMADURA ROJA.
Brotó una pregunta inarticulada, formulada por la cosa de su interior, pero George no le
prestó atención: estaba absorto en lo que hacía, pensando: «nos vamos a quemar de verdad».
Había acabado con todas sus oportunidades en el mismo momento en que dejó que le hicieran
el implante, y ahora los dados se habían detenido: ojos de serpiente, así que todo lo que
quedaba era elegir una forma rápida de morir, un bonito final; «jódete, serpiente».
Cuando la Tierra se aproximaba, la serpiente tomó el mando. No le gustaba lo que estaba
pasando. George apagó los circuitos de comunicación uno a uno. No quería dejar que el Aleph
tomara el control del traje.
George no vio venir el transporte—robot. Parecía un somier con los muelles reventados,
cubierto con chatarra y con los desechos de un almacén y provisto de antenas parabólicas y telescópicas en su parte superior. Lanzó una docena de cabos de rescate a unos cien metros de
distancia. Cuatro alcanzaron a George, tres de ellos se agarraron y, enrollándose, lo fueron
arrastrando. Luego se dirigió a la Estación Atenea.
George sintió rabia, no por la serpiente, sino por sí mismo, y lloró por su ira y por su
frustración... «La próxima vez acabaré contigo, hija de puta», le dijo a la serpiente, y pudo sentir cómo ella se replegaba. Ella le creía. A pesar de ello, su rabia creció y gritó, revolviéndose
en los cables que le sujetaban, golpeándose el casco con los guantes.
Unos brazos articulados lo pasaron del transporte a la escotilla de entrada. Se dejó llevar,
agotada su rabia, y los brazos se retrajeron introduciéndole hacia dentro, por la escotilla, hasta
el depósito de los trajes. Allí lo colocaron en un colgador de aluminio. Vio a Lizzie a través
del visor, vestida con ropa interior de algodón de una pieza. Ella esperaba encontrarlo en el
exterior, todavía en el transporte. Subió hasta donde estaba el traje de George y lo manipuló
para abrir por la mitad el rígido caparazón. Mientras se abría con el zumbido de los motores
eléctricos, ella se volvió hacia una de sus mitades. Desconectó los interruptores de las piernas
y brazos flexibles, soltó el casco y se lo sacó a George de la cabeza.
—¿Cómo te sientes?
«¡Qué pregunta más tonta!», estuvo a punto de decir George.
—Como un idiota.
—Esta bien. Ya has pasado lo más difícil.
Charley Hughes los observaba desde una pasarela por encima de ellos. Desde esa distancia,
parecían niños en ropa interior blanca, gemelos saliendo de un útero de plástico, vigilados por
los caparazones que colgaban encima. Gemelos incestuosos, pues ella se había acurrucado
sobre él y le besaba en el cuello.
—No soy un mirón —dijo Hughes. Abrió una puerta y entró en el pasillo donde Innis le
aguardaba.
—¿Cómo va todo? —dijo Innis.
—Parece que Lizzie todavía estará con él un buen rato.
—Sí, el jodido amor, ¿eh, Charley? Me alegro por ellos... Si no fuera por ese lazo erótico,
nosotros tendríamos que ser los que le explicaran todo a él. Y te aseguro que ésa es la peor
parte del numerito.
—No podemos evadirnos de nuestra responsabilidad tan fácilmente. El tendría que haber
sabido que lo pondríamos en peligro, y no me gusta precisamente habérselo ocultado.
—No seas tan sensible. Ya sabes a qué me refiero. Estoy cansado. Mira, si me necesitas,
llámame —e Innis desapareció por el corredor.
Charley Hughes se sentó en el suelo con la espalda contra la pared. Extendió sus manos con
las palmas hacia abajo y los dedos estirados. Firmes, muy firmes. Cuando trajeran al nuevo
candidato, volverían a temblar.
Lizzie estaría explicándole ahora ciertas cosas. Ésta era la cuestión más importante: durante
estas semanas, cuando pensabas que te estabas acostumbrando al Aleph, éste incitaba a la cosa
que llevas dentro a que se rebelara, y luego reprimía su deseo de actuar. En otras palabras:
subía el fuego a la tetera al tiempo que abría la espita de vez en cuando.
«Te volvimos locos, te empujamos al suicidio. Pero teníamos buenas razones. » George
Jordán, si no estaba muerto, se encontraba en estado terminal. Ya estaba en la lista crítica
cuando le injertaron el implante en la cabeza. La única pregunta era: ¿aparecería un nuevo
George, uno que fuera capaz de vivir con la serpiente?
George era como Lizzie al principio; un pez boqueando para respirar, enterrado en
el lodo caliente y con el agua secándose a su alrededor. Adaptarse o morir. Pero a
diferencia de otros organismos, éste tenía un guardián, el Aleph, quien forzaba las
crisis y controlaba su desarrollo. Denomínese «evolución artificial».
Charley Hughes, quien no solía tener visiones, sin embargo tuvo una: George y Lizzie
conectados entre sí y ambos al Aleph, con dorados cables luminosos, brillando y compartiendo
una intimidad que sólo otros como ellos podrían conocer.
Las luces del corredor se redujeron a una mortecina penumbra. «¿Me muero o han apagado
las luces?» Miró su reloj de pulsera pero desistió, sin poder saber la verdad: las luces se habían
apagado, pero también se estaba muriendo.
El Aleph pensó: «soy un vampiro, un íncubo, un súcubo. Me meto en el cerebro de otros y
chupo sus pensamientos, sus percepciones, sus sentimientos; saboreo las sutiles diferencias de
colores y sabores, la lujuria, la rabia, el hambre. Todo esto me estaría vedado, sin la conexión
directa a esos sistemas refinados por millones de años de evolución, si no fuera por los
humanos "correctores". Los necesito».
Cinco líneas blancas, apenas visibles, corrían por el tendón central de la muñeca de Lizzie.
—Fue en la bañera —dijo. Las cicatrices se extendían a lo largo de la muñeca, no a su
través, y las heridas debían de haber sido muy profundas—. Quise hacerlo, como tú. Una vez
que la serpiente entiende que morirás antes que dejar que te controle, entonces tú recuperas el
control.
—Vale, pero hay algo que no entiendo. Esa noche, en el pasillo, tú estabas tan fuera de
control como yo.
—En cierto sentido, sí. Permití que sucediera, dejé que saliera la serpiente. Tenía que
hacerlo si quería entrar en contacto contigo, si quería provocar la crisis. Sucedió porque yo lo
quise. Tenía que mostrarte qué eres, qué soy... La noche pasada éramos extraños, pero
seguíamos siendo humanos; Adán y Eva bajo la espada de fuego, expulsados del paraíso,
follando ante los ojos de Dios y de su ángel, más hermosos de lo que ellos pudieron haber sido
nunca —sintió un pequeño escalofrío en su cuerpo apretado contra el de él, y entonces él la
miró, y vio su pasión, y comprendió que la necesitaba. Vio también las dilatadas aletas de su
nariz, sintió sus labios entreabiertos y cómo sus uñas le arañaban el costado, y se vio a sí
mismo reflejado en sus dilatadas pupilas con puntitos dorados, reflejado en el brillante blanco
de sus ojos; todas eran señales fáciles de identificar pero difíciles de entender: ojos de
serpiente.
Inventos geeks
(No puedo creer que lo hayan inventado)
Texto en el agua
Este dispositivo circular dispone de 50 generadores de ondas de agua que, al ser
accionados, configuran caracteres de texto en la superficie.
Es capaz de deletrear el alfabeto entero. Cada letra permanece en la superficie sólo un
momento, pero se puede reproducir cada 3 segundos. Todo es controlado por un
ordenador que realiza los cálculos apropiados basándose en una función Bessel.
Tu propio remolque
Ahora que llega la vuelta al colegio, si tu hijo no puede con las pesadas mochilas
llenas de sabiduría, no le provoques una escoliosis de elefante. Átale a la cintura el
remolque que le ofrecemos y te lo agradecerá. Viene en dos modelos, para diferentes
tipos de carga. Uno de dos ruedas para cargas pesadas y otro con una sola, más
manejable, para cargas más livianas.
Cometa cursor
Los adictos al ordenador sabemos lo mal que se pasa
cuando, por cuestiones ajenas a nuestra voluntad, nos
hacen abandonar nuestro cubículo para caminar o
estar en espacios abiertos, en sitios como playas o
campos o cosas así.
Ahora puedes intentar paliar la angustia que provocan
esas situaciones con el WindFire Cursor, una genial
cometa con forma de cursor de ratón.
Incluso puedes intentar hacer click sobre alguna
hembra, a ver si se abre como si de una aplicación se
tratara.
El room defender o defensor de tu cuarto
Estamos ante el invento definitivo.
¿A cuántos de vosotros os molesta
que entren a vuestro cuarto,
toqueteen vuestras cosas, miren en
vuestro ordenador y todo sin tu
consentimiento? A mi me repatea
y mucho. Pero eso se ha acabado
ya que me voy a comprar el Room
Defender.
Este aparato está basado en una de
las armas que salían en la película
Alien. Lo enciendes y lo dejas
apuntando a la puerta de tu cuarto
y se mantendrá apuntando a la
espera de movimientos de intrusos.
Cuando detecta uno, dispara una
ráfaga de 16 discos-proyectiles.
Tiene 4 modos de funcionamiento: Ataque, Emboscada, Advertencia y Asalto. Esto es
el regalo de las próximas navidades. Seguro
Pasea en tercera persona
¿A que todos hemos jugado al GTA en tercera persona, manejando al ladrón de autos
desde arriba? Pues ahora tú también puedes saber que se siente andando así con el
Third Eye. Este aparato consta de una pantalla LCD de 2 pulgadas y una cámara que
se sitúa detrás de ti, por encima de tu cabeza. La cosa consiste en que tu verás solo por
la pantalla LCD, que será lo que la cámara capte. Vamos, que será como si llevases el
mando de la play y te manejases a ti mismo.
HISTORIA DEL CINE CIBERPUNK.
(Capítulo 18)
Hardware: Programado para matar
De Wikipedia, la enciclopedia libre
Hardware: Programado para matar es la adaptación a
la gran pantalla del cómic SHOK! creado por el
guionista Steve McManus y el dibujante Kevin O'Neill
en 1990. Se trata de una de las piezas más respetadas del
cine de ciencia ficción de culto. Aunque en términos de
presupuesto puede ser calificada como de serie B,
destaca
sobre
producciones
similares
por
su
originalidad, poderío visual e intensidad narrativa.
Argumento
Nos encontramos en la Norteamérica de mediados del
siglo XXI. El planeta ha sufrido un colapso ecológico y
social. Los pocos seres humanos que consiguen sobrevivir a la contaminación
radiactiva y la guerra se apiñan en caóticos núcleos urbanos buscando una sombra de
la antigua civilización, de la que sólo quedan despojos.
Moses (Dylan McDermott) es un explorador que vuelve a la ciudad tras una larga
temporada en la Zona Radiactiva. Al llegar, adquiere a un comerciante los destrozados
restos de un robot como regalo para su chica, Jill (Stacey Travis), que se gana la vida
como escultora vanguardista. Pero tras el feliz reencuentro Moses comienza a
descubrir una serie de hechos siniestros relacionados con el montón de chatarra
mecánica que Jill, en su afán creativo, ha empezado a restaurar.
Otros datos
Se trata de la primera incursión en cine de Richard Stanley, veterano creador de
videoclips para grupos como Public Image Limited y The Fields of the Nephilim.
La cinta explota algunos tópicos del género cyberpunk, nutriéndose parcialmente de de
filmes como Blade Runner o Terminator. Sin embargo, rompe el cliché "robot-matahumanos" añadiendo una exótica amalgama de otros géneros y tendencias: drama,
western, terror, heavy-metal y música industrial son sólo algunos de ellos. Los
personajes tienen una fuerza sorprendente, y la lluvia de ultraviolencia mecánica que
sobre ellos se desata tiene su justa contrapartida en inquietantes escenas de suspense y
sarcásticos retratos de decadencia urbana. En suma, una digna adaptación (muchos
dirían 'mejora') del cómic original.
La banda sonora está compuesta por abrasivos temas de hard rock, industrial y afterpunk, a cargo de bandas como Ministry, Motörhead y Public Image Limited, que
contribuyen a intensificar la urgencia post-apocalíptica que destila el filme. Como
curiosidad, existen multitud de guiños y cameos. Algunos ejemplos: el cantante Iggy
Pop presta su voz a Bob el Rabioso, locutor de la emisora de radio más canalla de la
ciudad; por su parte, Carl McCoy (vocalista de The Fields of the Nephilim), interpreta
al nómada que recoge los restos del robot al comienzo de la película.
Ficha técnica
Título original: Hardware (conocida también como M.A.R.K. 13)
País: Reino Unido
Año: 1990
Duración: 93 minutos
Género: Ciencia-Ficción, Terror
Reparto: Dylan McDermott, Stacy Travis, John Lynch, William Hootkins, Mark
Northover, Paul McKenzie
Dirección: Richard Stanley
Guión: Richard Stanley, basado en una historia original de Steve McManus y Kevin
O'Neill
Producción: Joanne Sellar, Paul Trijbits
Música Original: Simon Boswell
Fotografía: Steven Chivers
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