los pueblos se mueren

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LOS PUEBLOS SE MUEREN
Amancio Arancón Viguera.
Fotografía: Angel Arancón Viguera.
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LOS PUEBLOS SE MUEREN.
El 24 de noviembre de 2002, se murió mi pueblo, Estepa de San Juan,
provincia de Soria.
Se murió porque los tres habitantes que quedaban, mi tía Engracia,
hermana de mi difunto padre, María Jesús, una ecuatoriana que la cuidaba y Faustino,
hijo de Patricio e Higinia, lo han abandonado.
Y lo abandonaron, no porque estuviesen allí a disgusto sino, por pura
necesidad. Mi tía se encontraba inmóvil y no le regía la cabeza. No hablaba, no conocía
a nadie y a pesar de que María Jesús la atendía muy bien y Faustino, por su parte, les
acompañaba y les ayudaba en todo lo que podía, la situación y más de cara al invierno,
se hacía insostenible, por lo que los hijos se la llevaron para cuidarla con todo amor y
cariño.
Faustino se encontraba allí muy a gusto. En los últimos años daba vida al
pueblo, gozaba de buena salud, tenía gallinas, conejos, un pato, cultivaba algunos
huertos, controlaba la presencia de personas desconocidas, ayudaba al Sr. Cura en las
celebraciones religiosas. Fue ayuda y apoyo para mis tíos. Pero al desaparecer estos ha
tenido que abandonar. ¿Cómo puede un hombre vivir en aquella soledad?.
Aunque eran pocos mantenían vivo el pueblo, pues su permanencia daba
lugar a la visita periódica del Sr.Cura, a decir la misa y darles la comunión, o cualquier
otra asistencia que necesitasen. Acudía la médica, el veterinario, el panadero, algún
comerciante a proporcionarles productos alimenticios y sobre todo sus familiares que
acudían con frecuencia a interesarse por su salud y prestarles toda la ayuda que
necesitaban. Entre ellos destaca mi primo José María, que subía desde Soria todos los
días. En fin, el pueblo estaba vivo.
Ahora solo queda un montón de casas cerradas; unas reparadas y en buen
estado y otras en ruinas y unas calles mejor arregladas y más limpias que cuando el
pueblo estaba habitado, pero vacías. Ya no transita nadie por ellas, no se ve a la gente
con las yuntas, cuando iban a labrar, o a trillar en las eras, ni a las mujeres con sus
cántaros a por agua a la fuente, o con los baldes de ropa a la cabeza camino del
lavadero, ni a los pastores cuando salían de madrugada con sus piaras o al regresar por
la tarde, ni corren los chicos al salir de la escuela haciendo sus travesuras. Todo es
silencio y soledad.
Sobre este montón de casas destaca la iglesia parroquial, dedicada a
Nuestra Señora de la Asunción y a San Esteban.
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Según María Angeles Manrique Mayor, en su obra “Inventario artístico
de Soria y su Provincia” y J.M. Martínez Frías, en su obra “El Gótico en la provincia de
Soria. Arquitectura y Escultura monumental”, su construcción data del siglo XVI y
siguientes, construida en mampostería y sillarejo. Tiene una sola nave con cubierta a
dos aguas por madera con tirantes.
Se accede a la capilla mayor a través de un arco triunfal apuntado, que se
apoya en medias columnas y se cubre con sencillos terceletes. En el lado de la Epístola
se abre la portada con arco de medio punto sobre impostas.
A los pies se halla el coro de madera, de poca altura. Debajo del coro se
halla la Pila Bautismal. Del coro sale una tosca escalera de madera que conduce al
campanario de la torre o espadaña, que tiene dos vanos con sus correspondientes
campanas.
La pequeña se hizo en 1834, siendo cura parroco Don Indalencio Heras y
Alcalde Don Braulio Ruiz, según gravación existente en la misma.
La grande fue fundida en 1907, y tiene gravada la inscripción siguiente:
“Desde el alto campanario donde colocada estas, día y noche sonarás llamando al
Santuario. Se fundió siendo cura párroco Don Elías Ransanz y Alcalde Francisco
Viguera”. (Este Francisco Viguera era mi bisabuelo por parte de madre).
El retablo mayor, de estilo rococó, contiene imágenes dieciochescas de
Santiago y San Esteban, flanqueando a la Virgen de la Asunción que se encuentra en el
centro. En el lateral derecho se encuentra San Roque. Contiene otros retablos rococós,
restos de cajonería en la sacristía y portareliquias de plata del siglo XVIII.
Hasta los años sesenta del siglo XX, en que se produjo la gran
emigración del campo a las ciudades y zonas industriales, la iglesia era el centro de la
vida. En ella se celebraban los bautizos, entre ellos el mío, las bodas, los entierros y
todos los actos litúrgicos. De ella salían las procesiones del día de la fiesta, de semana
Santa, etc..
Sus campanas daban diariamente los tres toques rituales: el del Alba, al
amanecer; el del Angelus, al mediodia; y el de la Oración, al anochecer. Estos toques
servían de reloj a los pastores y labradores que andaban por el campo, pues en aquellos
tiempos casi nadie usaba reloj.
Llamaban a misa con sus tres señales. Tocaban a fiesta; a muerto, cuando
alguien fallecía; a rebato, cuando había algún incendio o alguna desgracia o catástrofe.
Tengo oído contar que en el primer tercio del siglo XX había un sacristán, llamado el tío
Pablo, que llevaba fama por lo bien que repicaba las campanas, dando todos los toques a
la perfección.
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A partir de ahora la iglesia permanecerá cerrada, sin culto y sujeta a
posibles expolios y sus campanas no volverán a sonar. Quizá el día de la fiesta acudan
algunos hijos del pueblo a celebrarla y la abran para decir la misa, pero poco más.
En el atrio de la iglesia, a mano derecha, se encuentra la puerta de
entrada al cementerio. Es un cementerio pequeño, con sólidas paredes de piedra,
actualmente cubierto de hierba. En él se encuentran enterrados algunos de mis
antepasados.
Voy a citar solamente a los que yo he conocido personalmente y quiero
que esta mención sea un recuerdo y un pequeño homenaje a su esfuerzo y vida de
sacrificios y penurias, que les tocó vivir.
Mis abuelos paternos, Germán y Juliana. De mi abuela no guardo ningún
recuerdo, pues murió en 1937, a los 49 años de edad, cuando yo tenía dos años. Pero las
referencias que tengo son de una mujer trabajadora, económica, esclava de la casa, muy
servicial para con su marido y sus hijos, que fueron siete y se murió con la pena de dejar
una hija de cuatro años, mi tía Herminia, que fue para mis padres una hija más y para mi
como una hermana.
De mi abuelo Germán, que murió en el año 1948, a los 65 de edad,
guardo unos recuerdos inolvidables. Era un hombre extraordinario, bueno, caritativo,
amigo de hacer favores a todo el mundo, profundamente religioso, de gran paciencia
ante las desgracias y sufrimientos, que tuvo muchos, pues nunca gozó de buena salud.
En su vejez se le partió la pierna varias veces.
Quiero resaltar su gran fe, que se manifestó a lo largo de su vida, pero
sobre todo a la hora de la muerte. Estaba moribundo con plena conciencia de ello,
aceptando la muerte con serenidad y resignación y rezando constantemente. Era viernes,
a punto de dar las doce de la noche y de forma reiterada preguntaba por la hora.
Yo, que entonces tenía trece años, no llegaba a entender el afán de saber
la hora. Después me lo explicó mi padre. El motivo era que hay una promesa hecha por
el Sagrado Corazón de Jesús, que el que haya comulgado los nueve primeros viernes de
mes, si muere en viernes su alma va derecha al cielo. De ahí su interés en saber la hora y
en morir antes de que finalizase dicho día.
Al día siguiente fue el entierro y acudió gente de toda la comarca y
estando la Caja en el portal para salir hacia la iglesia, el Sr. Cura, Don Lorenzo, rezó un
responso y dijo unas palabras sobre la personalidad de mi abuelo y, entre otras dijo esta
frase, que se me ha quedado grabada para siempre: “ha muerto el Patriarca de la sierra”
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Mi tía Dominica está tan convencida de la santidad de mi abuelo, que en
diversas ocasiones ha dicho, que había que desenterrar su cadáver, pues quizás se
encuentre incorrupto, como el de algunos santos.
De mis abuelos maternos, Benito y Francisca, llamada familiarmente
Paca, tengo muchos recuerdos, pues él murió en 1968, a los 88 años y ella en 1959, a
los 80. No voy a hacer yo ahora la descripción de sus personalidades. Me voy a limitar a
transcribir la que de ellos hace su hijo y tío mío, Domiciano, sin duda mucho mejor y
con una pluma mas competente que la mía.
“Mi padre, Benito Viguera Ruiz, un soriano de pura cepa. Un hombre de
pro. Trabajador, honrado, probo, intachable y culto.
Fue siempre un enamorado del campo, sus mas jóvenes años de vida,
habían transcurrido en torno al mismo. Como segador con hoz, pocos había que
pudieran competir con él.
Era hábil y mañoso. El mismo herraba nuestras caballerías, castraba
nuestros cerdos, arreglaba nuestros calzados y nos cortaba el pelo.
Aprendió los oficios de albañil y carpintero, trabajando en estos oficios
cuantos ratos le dejaban libres los trabajos burocráticos de Secretaría y los de
explotación de nuestra hacienda.
Jamas lo vimos ocioso, cuando dejaba la pluma, empuñaba la esteba del
arado, la hoz o la garlopa. Se lamentaba de no poder estar ocupado las veinticuatro
horas del día.
Sobrio en extremo, jamás pisó una taberna, cafetería ni sala de
espectáculos.
Austero en el comer y beber. Sus lemas eran: “El estomago y la lumbre
cuanto les echan consumen” y “no vivas para comer, sino come para vivir”. Jamás hizo
un exceso gastronómico. Economizaba hasta el agua, abundante y gratuita en el pueblo.
En política, era apolítico. La política, decía, para el que vive de ella. El
no deseaba otra cosa que orden, respeto, paz y trabajo.
Católico sincero, cumplió siempre con exactitud sus deberes religiosos.
De recia personalidad, poseía las más altas virtudes de los hombres sorianos.
Mi madre: Francisca Monge Tierno –la tía Paca, como le llamaban en el
pueblo- era una sencilla labradora, humilde, cariñosa, honrada, femenina, seria, cristiana
y discreta. Semejante a la mujer dulce y callada que ensalza el Evangelio y al “Ama”
del poeta Gabriel y Galán.
En su dicha matrimonial trajo al mundo doce hijos –dos mellizos-. Su
amor maternal aumentaba en progresión geométrica al número de hijos. Mi madre era
un volcán, un Etna de amor para sus hijos.
Mi madre a medida que iba teniendo más hijos, se ponía mas fuerte,
gozaba de salud. Nunca estuvo enferma. No le fatigaba el excesivo trabajo.
Mi madre tuvo doce hijos –dos mellizos-. En ningún alumbramiento tuvo
que ir a clínicas de maternidad, ni precisó comadronas, ni médicos. La víspera de
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algunos partos había estado trabajando todo el día en el campo. No tuvo sirvienta ni
niñera. Sin ninguna ayuda estatal a madres gestantes y lactantes , ni percibir cantidad
alguna por subsidio familiar nos parió, crió y alimentó a sus doce hijos, más sanos y
robustos que los puedan criar hoy con tantas clínicas y ayudas estatales.
Ella sola, sin ayuda de nadie, lavaba, colaba, cosía y planchaba nuestras
ropas, nos confeccionaba nuestros vestidos interiores y exteriores. Nos confeccionaba
hasta las americanas y pantalones sin ser sastre. Amasaba y cocía nuestro pan y el del
mendigo que llamaba a la puerta. Preparaba con puntualidad las comidas. Nos lavaba y
aseaba, cuidaba nuestros ganados y ayudaba en los trabajos agrícolas.
Nuestra casa la tenía siempre limpia y en orden. Gustaba de flores, tiestos
y macetas. Nuestro balcón estaba siempre el más florido del pueblo.
Cristiana sincera –nada beatería hipócrita-. Procuraba desde nuestra más
tierna infancia inclinarnos a hacer actos de devoción: persignarnos, arrodillarnos ante un
crucifijo, a tartamudear los santísimos nombres de Jesús y María, el Padre nuestro, el
Ave María, etc.
A pesar de tener tanto hijos, tanta brega y tantas penalidades, jamás se
mostró desfallecida, sino contenta y feliz con su suerte. No le hubiera importado tener
otros doce hijos. Si dios –decía- me ha dado fuerzas para doce, lo mismo me las daría
para veinticuatro”....
Otro de mis familiares que se encuentra enterrado en este cementerio es
mi citado tío Domiciano, hermano de mi madre, al cual tuve un gran afecto en vida y un
gran recuerdo después de muerto, pues toda su vida fue un cúmulo de aventuras y
desdichas.
Como de pequeño daba muestras de tener cierta vocación para sacerdote
y por otra parte tenía mucha facilidad para el estudio, sus padres, de acuerdo con el Sr.
Cura del pueblo, pensaron mandarlo al seminario.
Bajo la custodia de Don Pedro, el párroco de nuestro pueblo, y junto con
un chico de Castilfrío, emprendieron el viaje al seminario de El Burgo de Osma, en el
cual ingresó y estuvo un curso. Cuando volvió a casa a pasar el verano se dio cuenta que
habían desaparecido sus ansias de ser sacerdote y les planteó a sus padres sus
intenciones de no volver al seminario, pues para ser un mal cura era mejor dejarlo.
Después del disgusto que se llevaron sus padres por su deserción,
pensaron que como ya había adquirido el habito del estudio y demostrado cierta
capacidad para ello, pues en el seminario sacaba buenas notas, que podía estudiar
magisterio.
Su hermano mayor, Julio, estaba ya casado y vivía en Grávalos, un
pueblecito de Logroño, el cual propuso que se fuese a su casa y que allí podría estudiar
por libre para maestro, pues en ese pueblo había maestros que preparaban a los chicos.
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Efectivamente allí hizo el primer curso y el resto en la Escuela de Magisterio de Soria,
terminando la carrera, pero no la oposición.
En estas estalló la guerra civil y en su momento fue llamado a filas,
incorporándose al ejército, en el que pronto, por sus estudios y buena disposición se
hizo alférez provisional, lo que le permitió ganar un pequeño sueldo y disfrutar de
ciertas ventajas sobre la vida del simple soldado, aunque el riesgo era mayor, lo cual se
refleja en el dicho de que “alférez provisional, cadáver definitivo”
Lo que parecía una ventaja fue su perdición, pues al disponer de dinero le
dio por la bebida y raro era el día que no se bebía una botella de coñag. Así transcurrió
la guerra siempre en primera línea de combate, de la cual, aunque sufrió varias heridas
salió ileso, sin ninguna mutilación física, pero salió con una mutilación síquica: Una
inclinación irresistible hacia la bebida; una sed patológica de bebidas alcohólicas y
como él dice en su autobiografía .... “Las mutilaciones de guerra son honrosas y las
premia la patria con una medalla y una pensión. Mi mutilación era deshonrosa y no
tiene otra recompensa que un porvenir incierto cargado de oprobios. A nadie podía
acusar de mi mutilación. El alcoholismo es una mutilación que el individuo provoca en
su organismo. Yo era un automutilado. La guerra podía ser un motivo, no la causa.
¿Podría una vez terminada la guerra librarme de esa mutilación?....
Una vez licenciado volvió a casa de sus padres y como tenía el título de
maestro, solicitó plaza en alguna escuela rural, donde duraba poco, pues en cuanto
cobraba el primer sueldo lo dedicaba a la bebida. Así anduvo cierto tiempo de pueblo en
pueblo y aburrido se alistó en la legión donde sentó plaza por cuatro años, que prorrogó
por otros cuatro.
Como ya no podía continuar en la legión por superar los 35 años, que era el tope
de edad que admitían, volvió a casa de sus padres, en la Estepa, donde estuvo a
temporadas, alternando con alguna escuela que conseguía, principalmente en la
provincia de Huesca, uno de ellos fue en Benabarre.
Era un hombre generoso que cuando tenía dinero lo gastaba a manos llenas e
invitaba a todo el mundo y luego se quedaba sin un céntimo, hasta el extremo de tener
que volver a la Estepa en su bicicleta, que es la única cosa que nunca abandonó ni
perdió, pues sabía que era el medio de volver a casa de sus padres, donde tenía
asegurada una cama y la comida.
En esta época desarrolló su faceta poética, que había sentido desde jovencito y
colaboró en el periódico “Hogar y Pueblo”, de Soria, donde publicaba artículos en
verso. Creó unos personajes que eran un matrimonio tradicional de la vida rural soriana,
llamados Saturnino y Ruperta, a través de los cuales exponía su defensa de la vida
tradicional campesina, con los principios morales y religiosos existentes hasta entonces
y en contra del cambio de valores que ha traído la vida moderna.
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Escribió su autobiografía, sus pensamientos, y diversos poemas entre los cuales
destaca el titulado “El Prado de los Olmos”, escrito en septiembre de 1968, bajo la
tristeza y pesadumbre que le produjo la muerte de su padre, que voy a transcribir, por
ser uno de sus preferidos:
Han venido al pueblo mis hermanos
Y hemos recorrido nuestras fincas heredadas.
Estuvimos en el “Prado de los Olmos”. Evocamos
Recuerdos gratos: nuestros padres. Nuestra infancia.
Hay cientos de olmos. Tambien hay uno hendido por el rayo,
“Prado de los Olmos”. Nombre familiar tatuado en nuestras almas.
Mezclado a nuestra sangre. A los Vigueras pegado, como la sombra al cuerpo, como el
amado a su amada.
Lo cruza, riega y fertiliza un pequeño regato.
Crece alta la hierba. Violetas y tomillos lo embalsaman.
Cría moras y endrinas. Del mundanal ruído está apartado.
Palomas y mochuelos anidan. Anidan los grajos.
Trinos de aves se escuchan en sus ramas.
-“Hijos! –nos dijo mil veces nuestro padre- Este prado
ha sido siempre mi recreo, mis delicias, mi descanso.
¡Venid a este prado con frecuencia y orad por nuestras almas,
-Ya anciano, nos lo decía con lagrimas. Nos lo decía llorando.
Cumplido hemos, el paternal mandato. ¡Hemos rezado!
¡Por ellos!. A la puerta de su rústica cabaña,
dice: “Ave María”. En la piedra de la puerta está gravado.
Salimos del “Prado de los Olmos”, silenciosos y callados.
Cantaban los grillos y cantaban las cigarras.
Entramos en el pueblo. ¡Que pena nuestro pueblos despoblado!
Cubren sus calles, alfombras de malezas y de cardos.
Vemos tejados derrumbados, Vemos la escuela clausurada.
¡Que pena el cementerio!. Entramos en la Iglesia. Oramos.
Tiramos de una soga, por escuchar la voz de sus campanas.
-Campanas de los pueblos, hoy mudas, silenciosas y calladas.
¿Por qué no sonaís tres veces al día como antaño?.
Las buenas costumbres se suprimen, las malas permanecen y se arraigan.
Ya en casa ¡Que pueriles recuerdos nos asaltan!.
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Vemos el pozo. Vemos el escudo en piedra sillar tallado.
Cada piedra es un recuerdo cargado de añoranzas.
Subimos escaleras. En su antigua cocina nos sentamos.
Hay dos bancos con respaldo. Tiene chimenea de campana.
La panzuda tinaja yace sin agua en su ángulo.
Recorremos estancias. Miramos Alcobas. Abrimos cuartos.
Aquí estaba el reloj de pesas. Aquí estaba colgada la guitarra.
Aquí estaba el sofá. Aquí el armario.
Partimos para Soria silenciosos, tristes y callados.
¡Que dolor, no ver ya a los padres en la casa!.
¡Que pena ver nuestro pueblo despoblado!.
¡La vida es sueño. La vida es desengaño. Todo acaba.
Una cosa importa en esta vida: Vivir y morir como cistianos.
En esta situación continuó hasta el 13 de marzo de 1968, en que murió su
padre. Unas temporadas en La Estepa con su padre, el cual lo cuidaba con todo cariño.
Lo mantenía, le compraba la ropa que necesitaba y cuantas atenciones requería. Otras
temporadas en la escuela de algún pueblo perdido en las montañas de Huesca. En una
ocasión estuvo de pastor en Suellacabras.
La muerte de su padre fue un duro golpe para él. Su madre había muerto
en 1959. Se encontró solo, desamparado y sin ningún medio de subsistencia. En la
distribución de la herencia paterna le correspondieron algunas fincas rústicas, parte de
una casa y algo de dinero.
El poco dinero que le correspondió lo gastó en cuatro días y sus
hermanos se hicieron cargo de su manutención.
Se instaló en la casa heredada y allí en una soledad total y en unas
condiciones tercermundistas, sin luz eléctrica, sin agua, sin ninguna comodidad, sin
asistencia médica, pasó casi todo el resto de su vida.
Todas estas penurias, más algunas que él se buscaba cuando hacia alguna
salida a otros pueblos en busca de bebida, las llevó con resignación, con entereza, con
dignidad y sin perder en ningún momento la fe en Dios y sobre todo en la Virgen María,
a la que tenía gran devoción.
No obstante, el transcurso de los años en esta situación fue minando su
moral, que no su salud física y se sentía incapaz de continuar así, por lo que pensó en
recogerse en alguna residencia. Así el 5 de octubre de 1983 escribe: “Que Dios y la
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Virgen Santísima me liberen de este purgatorio en que padezco por mis culpas. La
residencia es mi liberación”.
Mi padre y yo hicimos gestiones ante la Diputación y fue admitido en la
Residencia Sor María de Jesús de Agreda, en la que ingresó a los pocos días, después de
15 años de soledad.
En esta residencia pasó los últimos días de su vida y murió dulcemente
en su cama, pues una mañana las monjas que rigen la residencia se lo encontraron
muerto, sin ningún signo de sufrimiento.
Siguiendo sus deseos, que nos había manifestado en diversas ocasiones,
lo llevamos a enterrar a la Estepa y en ese cementerio descansa al lado de sus padres, a
los que siempre quiso y respetó, a pesar de su azarosa vida.
Por último voy a citar a mis tíos Saturio y Engracia, ella hermana de mi
padre. Un matrimonio honrado, sencillo y trabajador, buenas personas a más no poder,
que dedicaron toda su vida a criar y sacar adelante a sus cuatro hijos.
Él murió en la Estepa el 6 de julio de 2002 y ella en el Hospital de Soria
el 28 de diciembre del mismo año. Ambos fueron enterrados en este cementerio. Igual
que cerraron el pueblo, creo que han clausurado el cementerio.
No quiero extenderme más en la descripción de mis tíos, pues queda
mucho mejor la que hacen sus hijos en un poema que les dedicaron con motivo de la
celebración de sus bodas de oro, que es como sigue:
Mayo del cuarenta y ocho
y en la Estepa de San Juan,
desposándose en su Iglesia
Saturio y Engracia están.
soledad y sinsabores
con entereza aguantando.
Los hijos creciendo están
y el pueblo toca dejar,
¡Supisteis decir a dios
y en silencio quedar!
Es muy duro el pan ganar,
son los años de posguerra...
¡Cada día hay que luchar
para vivir de la tierra!
Entrega y abnegación
del alba al anochecer,
completa dedicación
hasta más ya no poder...
Los hijos llegando van
y la vida se endurece,
¡Pero hay tanta ilusión
que todo florece y crece!
Cincuenta años pasado han,
que hoy queremos recordar...
Los hijos que entorno están
Lo queremos celebrar.
Años, años y más años
vacas y ovejas cuidando
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por tanto desvelo vuestro
siempre sin nada esperar.
Este pequeño poema
nuestro amor quiere expresar,
Otro edificio digno de mención es la antigua escuela, que fue construida
en 1924. Un edificio de una sola planta, rectangular, con la entrada por el lateral
posterior izquierdo, que daba a un pequeño vestíbulo, donde había unos armarios para
guardar los libros y el escaso material escolar de que se disponía.
En este vestíbulo había una puerta de acceso al aula propiamente dicha,
en la que se abrían tres amplios ventanales orientados al sur, por los que entraba
suficiente luz para el desarrollo de las clases. En aquellos tiempos no había llegado la
luz eléctrica al pueblo.
A cada lado de la puerta había una acacia, que fueron plantadas por los
niños de la escuela en una simpática “fiesta del árbol”. Estas acacias fueron creciendo y
se hicieron frondosas gracias al cuidado y riego de los chicos, hasta que en el año 1959
fueron mandados talar por una maestra, al parecer, poco amiga de la naturaleza.
Esta escuela estuvo funcionando hasta el curso escolar 1969-70, en que
fue clausurada por falta de alumnado, ya que se había iniciado la gran despoblación del
campo.
Hoy día, este edificio ha sido convertido en un centro social y bar al
mismo tiempo. La pena es que no queda nadie en el pueblo que lo pueda disfrutar. Aquí
si que se cumple aquello de que “después del burro muerto la cebada al rabo”
El Ayuntamiento o “Casa concejo”, es un edificio grande, de dos plantas,
situado en la plaza. Actualmente la planta baja está hueca, destinada a reuniones o
bailes. En la primera está la Secretaría y un despacho grande como para celebraciones o
actos públicos. Está bien conservado, pues ha sido reparado en varias ocasiones.
Hasta el año 1924 servía de escuela y tenía otros usos propios de aquella
época, como cuadra para el toro del pueblo, pajar para el mismo, etc.
La pared que mira el este servía de frontón o juego de pelota, cuando el
tiempo lo permitía, pues el piso es de tierra apisonada y se estropeaba mucho con las
lluvias y nevadas.
En el lado derecho del juego de pelota se encontraba el horno vecinal o
municipal, donde cocían el pan los vecinos que no tenían horno en su propia casa. Hoy
se encuentra medio derruido.
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En la plaza se encuentra un edificio, que ha sido reparado últimamente,
donde estaba la fragua, donde el herrero desempeñaba su oficio, tan imprescindible en
la vida rural. Allí se herraban las caballerías, se afilaban las rejas de los arados y cuantas
herramientas lo necesitaban para el buen uso de las mismas.
La Estepa se halla enclavada en las estribaciones de la Cordillera Ibérica,
en la ladera sur del puerto de Oncala, a 25 Kms. De Soria y a 1.260 metros de altitud.
Su término tiene una superficie de 10,5 kilómetros cuadrados.
Su existencia se remonta al siglo XIII, pues aparece citado en el censo de
población de 1.270, como perteneciente a la colación de Santa Cruz, aquella que tenía
unos privilegios especiales por haber guardado de niño al Rey Alfonso VIII.
Posteriormente pasó a depender de la Tierra de Soria como miembro del Sexmo de San
Juan, por lo que es posible que el apellido “de San Juan” le venga de ahí.
Igualmente figura en el mapa de Soria y las aldeas de su término de
1.270, lo que dio lugar a que forme parte de la Mancomunidad de los 150 Pueblos de la
Tierra de Soria.
En el censo del Marqués de la Ensenada llevado a cabo en 1753, figuran
los datos siguientes:
La población asciende a dieciseis vecinos y medio, incluidas tres viudas.
Tiene 22 casas habitables. La producción del término es trigo, cebada, avena, cáñamo y
hierba de siega. Una yugada de tierra de sembradura produce un año con otro nueve
medias de trigo, catorce de cebada o dos arrobas y media de cáñamo. La cabaña
ganadera consta de 147 reses lanares churras, 55 vacunas, 21 caballares, 2 asnales, 20
cabrías y 11 de cerda.
Ha sido siempre un pueblo de poca población. En el gráfico de población
publicado por la Mancomunidad de los 150 Pueblos de la Tierra de Soria, en el libro
titulado “Ante el sistema fiscal de Felipe II”, figura en 1590 con cerca de 100
habitantes, sigue una curva ascendente hasta 1860, en que tendría unos 130 habitantes y
va descendiendo paulatinamente hasta 1950, que aparece, en los censos oficiales con
117 habitantes (49 hombres y 68 mujeres). A partir de entonces se produjo la gran
emigración del campo a las ciudades y zonas industriales, hasta que en noviembre de
2002, como ya se ha indicado, quedó despoblado.
Pertenece a la Concordia de la Virgen del Almuerzo y los vecinos
acudían a la romería con pendones y estandartes. Antes se iba en caballería y andando y
cada pueblo se alojaba en una casa de Narros. Se entiende por alojar meter las
caballerías a la cuadra y en el pajar o sitio apropiado las alforjas y meriendas que
llevasen.
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Tiene un monte, que se llama “La Dehesa”, con una superficie de 176
Has., con robles, encinas y acebos y un pasto muy bueno. Por su término discurren dos
arroyos, denominados La Vega y Sotillo.
Las fiestas se celebraban los días 15 y 16 de septiembre, una vez barridas
las eras, hasta que cuando llegó la gran emigración se trasladaron a los días 15 y 16 de
agosto, al objeto de que pudieran asistir los hijos del pueblo que vivían fuera, que eran
la mayoría.
También celebraban fiesta el día 3 de mayo, La Cruz de Mayo. Después
de la misa se bendecían los campos y todo el pueblo iba a cerrar la Dehesa, o sea
levantar los portillos que se habían hecho durante el año, para que las reses no se
salieran. Por la tarde, después de merendar y ya en el pueblo, tenían la costumbre de
mantear a los forasteros. Si no había ninguno manteaban al primer perro que cogían.
Parece ser que en la segunda mitad del siglo XVIII, tuvo un gran auge o
resurgimiento, pues todas las casas que han durado hasta nuestros días, fueron
construidas por esas fechas, de 1750 a 1775, ignorándose qué fue de las anteriores.
Existe la creencia de que, en épocas anteriores, el pueblo estuvo situado
en otro lugar. Se cita como probable un paraje llamado el Robledo, al este del pueblo
actual, al otro lado del arroyo de La Vega, donde quedan unas ruinas posiblemente de
una iglesia, rodeado de una cerca de piedra, que le llaman El Santo.
Hay que apuntar como mera hipótesis, que el pueblo estuvo situado hasta
esas fechas en El Robledo y en ese tiempo se trasladó a su situación actual, lo
que justificaría, en parte, la construcción de todas los edificios en ese periodo del siglo
XVIII. (es una mera idea, pues no hay ningún documento que lo acredite).
Todas las construcciones dedicadas a vivienda tienen la misma
estructura, pero con grandes diferencias en cuanto al tamaño y calidad, sin duda, según
las posibilidades económicas de cada uno, pero todas orientadas al sur.
La casa de mis abuelos maternos fue construida en 1775. Tiene dos
entradas que dan al corral. Una al este y otra al oeste. La del este, que es la principal,
tiene una dintel de piedra de sillería que sujeta el tejadillo, en el que se halla gravada la
frase: “Ave María Purísima”.
Ya en el corral y mirando a la fachada principal podemos observar un
escudo nobiliario, que voy a tratar de describir: Está encabezado por un yelmo adornado
con unas plumas y unos laterales de los que salen unas trompetas. El escudo
propiamente dicho es de un solo cuartel, con cuatro aspas en las esquinas y en el centro
un águila y debajo de la cola cuatro barras horizontales. A la altura de la cola del águila
está la leyenda “Armas de los Alvarez”.
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En el dintel del balcón figura “año de 1775”, sin duda el año de su
construcción y en el de la puerta de entrada al edificio principal: Don Manuel del Río,
sin duda el constructor y primer propietario de la casa. Al parecer esta familia del Río
eran unos ricos ganaderos de Castilfrío de la Sierra, pueblo que tuvo mucho auge, por su
ganadería lanar de merinas trashumantes, en la época de la Mesta.
A esta familia de Castilfrío le compraron mis abuelos la casa a finales
del siglo XIX.
El edificio dedicado a vivienda es muy grande. Consta de dos plantas y
desván, o somero, como allí se le llama. La planta baja estaba dedicada a cuadras para el
ganado vacuno y caballar, carpintería, pajar, cuartejo para el ganado lanar. A todos estos
apartamentos se llega a través del portal, que estaba empedrado.
La primera planta está dedicada a la vivienda propiamente dicha. A mano
izquierda subiendo las escaleras se encuentra la cocina, con su chimenea negra del
humo, con su boca para el horno de cocer el pan y dos bancos con respaldo, llamados
escaños, uno a cada lado del hogar.
Al lado de la ventana se encuentra una tinaja para el agua, Detrás del
banco de la izquierda quedaba un hueco, que hacía de pequeña leñera. Detrás del banco
de la derecha se guardaban los cántaros , con los que se traída el agua y al lado de la
puerta el cajón del pan.
Enfrente de la escalera una gran habitación, con dos camas, mesillas de
noche, cómodas y demás muebles y aún sobra mucho sitio. A mano derecha un
recibidor desde el que se accede a la despensa, a una alcoba y a una gran sala, donde se
encuentra el balcón y de donde se pasa a unas alcobas, que servían de dormitorio.
Del recibidor parte la escalera para el somero, donde se guardaba el
granado en distintos montones: trigo, cebada, avena, etc. También hay un palomar.
En el corral se encuentra el pozo; la entrada a una majada para el ganado
lanar, con pajar en la parte superior; cortes para los cochinos y un espacio llamado
cieno, donde se depositaban los excrementos de cuadras y majadas, que luego servían
para fertilizar las fincas agrícolas.
A mano derecha entrando al corral se encuentra una pequeña jardinera,
en la que hay un rosal que cría abundantes rosas y de donde sale la parra que circunda
toda la fachada.
El clima era muy frío, con grandes heladas y nevadas, lo que hacía la
vida dura y difícil. Las ventanas de las casas eran muy pequeñas, para evitar el frío, lo
que no impedía que la temperatura interior fuera tan baja, que en alguna ocasión
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extrema se helaron las orinas de los orinales que tenían debajo de la cama. Tengo oído
contar a mi madre que su abuelo Manuel, algunas noches de invierno dormía en la
cuartejo de las ovejas, para aprovechar el calor de estos animales.
Yo recuerdo que mi tío Casto, que era algo friolero, en los días crudos de
invierno andaba por casa, con los zahones, la pelliza y un pasamontañas.
En el año 1925 se trajo el agua al pueblo, a la fuente pública, que se
encuentra en la plaza, que tiene un solo caño y pilón rectangular para abrevadero del
ganado.
Hasta ese año se servían de la llamada “fuente vieja”, que mana al este de
un paraje llamado “El plantío”, sitio fresco poblado con chopos y diversos arbustos
propios de suelos húmedos.
Esta fuente tiene la clásica bóveda de piedra de sillería, con unos caños
casi al nivel del agua del pilón, por lo que para coger el agua en calderos, cántaros,
botijos o cualquier otro recipiente, era necesario ponerse de rodillas o agacharse mucho,
lo que suponía cierto riesgo de caer de bruces al pilón.
Este riesgo dio lugar a un accidente, creo que a principios del siglo XX.
Una mujer a la que llamaban la roja, se cayó de cabeza al pilón y se ahogó.
Del pilón de la fuente el agua pasa a otro pilón más grande y rectangular,
que servía para abrevadero del ganado. De allí pasaba al lavadero, también rectangular y
muy bajo, pues el nivel del agua no permitía una elevación mayor, con unas cuantas
losas a cada lado donde las mujeres lavaban y restregaban la ropa. Este lavadero se
encuentra dentro de un edificio de piedra, con una puerta y una ventana.
Del lavadero sale el agua a un pequeño estanque, desde donde se
empleaba para regar pequeños huertos, que casi todos los vecinos cultivaban para
obtener una pocas hortalizas, como tomates, vahinillas, lechugas, coles, etc., que servían
para variar un poco la pobre dieta que llevaban.
Tengo oído contar a mis abuelos, padres, tíos, etc. las calamidades que
pasaban para acarrear el agua de la fuente, que se encuentra a unos 500 metros del
pueblo, hasta sus casas, sobre todo con las heladas y ventiscas del invierno, por lo que
en casi todas las casas tenían pozo, cuya agua no sabemos si sería potable para el
consumo humano, pero al menos serviría para dar de beber a los animales. La mayoría
de estos pozos fueron cegados a partir de 1925 para evitar accidentes.
La construcción de la fuente en la plaza supuso una mejora en la vida de
los vecinos, que tenían el agua en el centro del pueblo, pero menos para las pobres
mujeres que tenían que seguir yendo al lavadero, cargadas con los baldes de ropa en la
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cabeza, tanto a la ida como a la vuelta, pasando grandes fríos y calamidades. Siempre
me causó admiración el equilibrio y cuidado con que llevaban los baldes.
Esta situación duró hasta la década de los ochenta, en la que se metió el
agua en las casas, lo que permitió la introducción de las lavadoras en las pocas casas
habitadas todavía, quedando el lavadero sin uso y como un recuerdo histórico.
Al pueblo no llegó la luz eléctrica hasta la década de los cuarenta del
siglo XX (no dispongo de fecha exacta). Aun recuerdo yo aquellos años, en que había
que alumbrarse con candiles, de aceite o de petróleo; con carburos, velas en palmatorias
para manejarse dentro de casa y para andar por cuadras y majadas se empleaban una
especie de faroles protegidos con un cristal cilíndrico, que creo que se llamaban
“petromax”.
Esta circunstancia obligaba a ajustar la vida a la luz solar, por lo que en
invierno se dormía más horas y en verano bastantes menos, pues se trabajaba de “sol a
sol”.
Entre otras costumbres, existía la de ir a la plaza, al anochecer, a esperar
a las ovejas. Según iban llegando los distintos rebaños o piaras, cada uno se iba a su
casa a contarlas y si le faltaba alguna recorría las casas de los compañeros de piara
preguntando se había alguna “ajena”. Cuando aparecía éstala cogía de la pata y la
llevaba a su majada. Esto no ocurría con frecuencia, pues cada oveja tenía querencia a
su majada y más cuando tenían el cordero esperando para mamar.
Como el término municipal, por su superficie y producción agrícola y
ganadera no permitía más población que la indicada, de unos 25 vecinos, unas 120
personas y las familias eran muy numerosas, no quedaba más remedio que emigrar el
excedente.
Emigraban casi siempre los hombres, unas veces al extranjero y otras a
distintos lugares de España. Parece ser que durante la segunda mitad del siglo XIX
y principios del XX la emigración exterior se dirigió a Argentina. En la familia de mi
padre emigró a principios de siglo un pariente, del que nunca se supo casi nada, pero
parece ser que lo mataron para robarle. Después se fue un primo de mi padre llamado
Faustino, que hizo algún dinero y volvió a España en varias ocasiones.
Normalmente se iban muy jóvenes, de 16 0 17 años. Pero hubo un tío de
mi padre llamado Martín, casado con una de Castilfrío, llamada Elisa, que emigró a
Argentina después de la guerra civil, a los cuarenta y tantos años. Nunca volvió a
España.
La emigración interior se dirigía a distintos puntos de España, pero a
principios del siglo XX, hubo una corriente migratoria a Sevilla, al comercio de Tejidos.
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Iban de jovencitos, de 15 ó 16 años, entraban como aprendices en algún
comercio y al cabo de muchos años con gran sacrificio y austeridad, algunos llegaron a
ser propietarios de algún establecimiento de cierto prestigio y renombre, consiguiendo
juntar un capital considerable.
Hasta mitad del siglo XX los mozos y mozas del pueblo se casaban entre
sí, pero también era frecuente que se hicieran matrimonios con los de los pueblos
vecinos. Habitualmente el nuevo matrimonio se instalaba en el pueblo de la novia, lo
que daba lugar a que la mayoría de los hombres que vivían en el pueblo fuesen
forasteros.
En la generación nacida en la década de 1910, solo contrajeron
matrimonio dos parejas del pueblo. El matrimonio de mis padres y el de Enrique con
Matilde. Los demás matrimonios se celebraron entre mozas del pueblo y hombres de
pueblos vecinos, Aldealices, Aldealseñor, Fuentelsaz de Soria, Narros, Arevalo de la
Sierra, etc.
Las hermanas de mi madre no faltaron a esta norma, pues mi tía
Victorina se casó con uno de Cuéllar y mi tía Domínica con uno de El Collado.
Por parte de mi padre: Mi tía Engracia con uno de Castilfrio y mi tía
Trini con uno de Aldealseñor.
En la generación siguiente solo hubo un matrimonio que los dos fuesen
del pueblo: Mi primo Victorino con Irene.
En esta generación se produjo la gran emigración del campo a la Ciudad,
que supuso la despoblación del pueblo.
Durante los años de la guerra civil el pueblo se quedó sin juventud
masculina, pues todos los hombres de 18 a 28 años fueron llamados a filas. Por parte de
mi padre, los dos hermanos, mi padre que ya tenía dos hijos y esperaba otro y mi tío
Santiago.
Por parte de mi madre mis tíos, Felix , Domiciano, Esteban y Justo. Por
estar cuatro hermanos en la guerra se liberó uno de ellos.
De todos los que fueron a la guerra solo murió un primo de mi madre
llamado Vitaliano.
Con este pequeño relato solo pretendo recordar un poco la vida de la
Estepa, sobre todo durante el último siglo.
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A partir de ahora voy a comentar sin rigor cronológico, ni sujeto a
ninguna disciplina las vivencias y recuerdos que yo tengo del pueblo. Las vivencias son
personales de mi infancia y los recuerdos de relatos y comentarios transmitidos
oralmente por mis familiares, especialmente por mi primo Amador, con el cual, aparte
del parentesco, me unía una gran amistad.
En los muchos ratos que pasábamos sin hacer nada, pero sí charlando,
cuando íbamos de pesca , pues casi nunca pescábamos nada, ya que el pescador era yo,
pero muy malo, me contaba cosas del pueblo, como lo que tenían que pagar cuando
entraban de mozos, que el último que entraba tenía que hacer de alguacil de los mozos;
las meriendas que celebraban cuando algún forastero pagaba el piso, por festejar con
alguna del pueblo, como en carnavales iban a pedir la gallofa a los pueblos limítrofes,
Cuellar, Ventosa, etc., cantaban algunas coplillas. Entre ellas solo me acuerdo de estas
dos:
Bájenos Vd. un chorizo
y si no una morcilla,
y si no nos quieren dar
La bota para empinar.
A esta puerta hemos llegado
cuatrocientos en cuadrilla,
Si quiere que le cantemos
baje cuatrocientas sillas.
Tengo un recuerdo no muy claro, pero si imborrable del traslado que
hicimos de la Estepa a Valdeavellano de Tera, cuando mi padre aprobó la oposición
para Guarda Forestal y lo destinaron a ese pueblo. Ibamos en el carro del Juan, el
panadero de Ventosa. Mi padre con el Juan iban a pie, guiando el carro y arreando los
machos y mi madre, mis hermanos y yo, montados en el carro encima de algunos
colchones que llevábamos. Se nos hizo de noche por el camino y yo iba con mucho
miedo.
A caballo entre la Estepa y Valdeavellano, recuerdo que mi padre que era
muy aficionado a las ovejas y tenía algunas, pensó llevárselas a Valdeavellano y
explotarlas directamente y le encomendó el traslado al tío Teodoro y como era normal
en aquellos tiempos el traslado se hizo a pie
Cuando llegó el tío Teodoro a Valdeavellano mi padre, que no se por qué
motivo quería mandarme a la Estepa, se le ocurrió hacerlo con este hombre. Mi madre
se oponía diciendo que era una aventura mandar al chico con él, pues parece ser que era
un poco aficionado a la bebida. Pero mi padre se empeñó e hice el viaje de esta forma.
Yo iba montado en un caballo que el tío Teodoro había llevado y él unas veces a pie y
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otras a caballo. Recuerdo que en Ausejo se metió a beber en la tienda del “Topo”, pero
no sucedió nada y llegamos con bien a la Estepa.
Tengo un recuerdo muy vago, pero imborrable, pues yo tendría 4 ó 5
años de un día de la fiesta. Llegaban los gaiteros e iban tocando por el pueblo y los
chicos que no habiámos oído una música en nuestra vida, nos parecía lo mas grande del
mundo. Ibamos detrás de los gaiteros, más contentos que unas pascuas, con las
alpargatas bien lavadas y blanqueadas con blanco de España y los mocos colgando; pero
más felices que los chicos de ahora con una habitación llena de juguetes, a los que no
hacen ni caso, pues les sobra de todo.
Algunas veces, viviendo en Valdeavellano o ya en Soria, íbamos a las
matanzas, y recuerdo una en casa de mis abuelos paternos. Había caído una gran nevada
y se había formado un ventisquero en la puerta de la casa que la tapaba. Tuvieron que
hacer como una trinchera para poder salir y como yo era pequeño no me dejaban salir a
la calle y la única distracción que tenía era pasar a la majada donde estaban las ovejas,
pues no salían al campo por la nevada. Junto con Dionisio, el hijo de Patricio, que
estaba de pastor con mi abuelo, nos entreteníamos en hacer que dos carneros se topasen.
Al principio se resistían pero luego se daban unos topetazos tremendos, hasta que el
Dionisio decía: “vamos a dejarlos que se van a desnucar”.
Un verano me mandó mi padre a casa de mi abuelo Germán, para ayudar
al pastor, pues parece ser que era costumbre que en verano fuese un chico de ayudante.
Yo no tenía ni idea pero hacía lo que el tío Teodoro, que era el pastor, me mandaba. Lo
que más me extrañaba era que, aparte de fumarse buenos cigarros, se metía el tabaco
por la nariz. Yo le preguntaba que porque lo hacía y me respondía que para estornudar
mejor.
De mis abuelos maternos recuerdo alguna matanza y algún esquilo, pero
sobre todo un verano que estuve con ellos, participando en todas las tareas en que
intervenían los chicos de mi edad, junto con mis primos, sobre todo con mi primo
Amador, que era de mi misma edad.
El acarreo de las mieses desde la pieza a la era se hacía a lomo, pues en
el pueblo todavía no se usaban las carretas. Los chicos nos encargábamos de guiar las
caballerías de la pieza a la era. En la pieza los hombres, recuerdo muy bien a mi tío
Eulalio que era muy hábil, cargaban las caballerías con seis u ocho fajos, según fuesen
estos y nosotros tirábamos cada uno del ramal de una caballería hasta la era. Allí
soltabas la soga y los fajos caían al suelo alrededor de la caballería. Tirabas del ramal y
la sacabas de entre los fajos. Recogías las soga, la colgabas de las artolas, que era un
artefacto de madera que iba encima del aparejo, que se usaba solamente para el acarreo
de las mieses, arrimabas la caballería a una pared y te montabas y más contento que
unas castañuelas otra vez a la pieza a por otra carga.
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Alguna veces ocurría que por ir mal nivelados los fajos o por algún
movimiento extraño de la caballería, se venía toda la carga al suelo y entonces, aparte
del gran susto, tenías que esperar a que viniese algún hombre a soltar todo y volver a
cargar.
A continuación venía la trilla en la era y los chicos lo pasábamos en
grande; montábamos en el trillo; algunas veces, mientras la gente comía, nos dejaban
guiar la yunta, pero las caballerías no nos hacían ni caso y casi se paraban. Entonces
cogía mi tío Eulalio los ramales y con cuatro voces, sin necesidad de usar la tralla,
hacía que las caballerías volasen.
Cuando teníamos hambre íbamos a casa de mi abuela Paca a pedirle pan.
Echaba mano al cajón del pan y nos daba un corrusco, por lo general duro, pues
amasaban cada quince días, y nos íbamos más contentos que unas pascuas,
mordisqueando el pan junto con los mocos a corretear por el pueblo y de vez en cuando
a hacer alguna travesura. Con ese trozo de pan éramos más felices que los chicos de
ahora, con tantas golosinas como tienen
Las chicas o mozas, como se les llamaba entonces, participaban
igualmente en todas las tareas agrícolas. Se tapaban la cara hasta los ojos con un
pañuelo para que no les diese el sol y estar blancas para el día de la fiesta, pues al
contrario que ahora, la blancura se tenía por belleza.
Acabada la trilla y barrida la era venía la fiesta que se celebraba los días
16 y 17 de septiembre. Eran días grandes para todos, pues no se trabajaba, hasta los
pastores solo salían un rato por la mañana. La gente se aseaba, se ponía la mejor ropa
que tenía. Acudían los familiares. Venían los gaiteros y todos disfrutaban, menos las
pobres mujeres que tenían que preparar la mejor comida que podían para los de casa y
los visitantes.
Por la mañana había misa solemne, a la que acudía todo el pueblo.
Después había procesión con volteo de las campanas. Se sacaba el pendón y el
estandarte y la imagen de la Virgen. A la vuelta de la procesión, en la puerta de la
iglesia se subastaban los banzos. Aquel año recuerdo que hizo la subasta mi tío Casto,
pues era Alcalde.
Después de la misa el Alcalde y los hombres mas representativos del
pueblo, junto con el Sr. Cura, la Guardia Civil, si acudía, y algún forastero invitado,
iban a la Casa Concejo y tomaban un pequeño refrigerio, mientras los mozos jugaban a
la tanguilla o a la pelota, que solían hacerlo los solteros contra los casados, o los del
pueblo con los forasteros. Mi padre era uno de los que mejor jugaban a la pelota.
Luego venía la comida que ese día era especial, pues había hasta postre,
que nunca se comía. Los chicos comíamos en la cocina pero a gusto y contentos y
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pendientes de si sobraba algo de la mesa de los mayores para aprovecharlo. Los
hombres tomaban café y hasta una copa de coñag.
Por la tarde había baile en la plaza o en el juego de pelota. Los chicos
que todavía no bailábamos nos entreteníamos en hacer travesuras. Una de ellas era
tirarles cidones a las mozas, al pelo y a las medias, mientras bailaban, y salíamos
corriendo, pues si nos cogían nos pegaban buenos cachetes. Los cidones eran unas
bolitas que se enredaban mucho en el pelo y en la ropa.
Luego venía la cena, más liviana que la comida y por la noche otra vez
baile, ahora en el patio de la escuela. Los chicos ya no salíamos por la noche.
Al día siguiente se bajaba a Soria, a la feria de ganados. Los que tenían
que vender algún animal bajaban andando y los demás en la exclusiva, unos dentro del
coche y otros en la vaca, entre alforjas y bultos.
Voy a contar una pequeña anécdota: Había en el pueblo un hombre
llamado el tío Luis Abad, que era una buena persona y muy bromista y cuando veía un
grupo de chicos nos asustaba metiendo ruido con los zahones de cuero y nos
amenazaba: “si os cojo os meto el brazo por la manga”. Nosotros que no entendíamos
que era una broma ni el sentido de la frase corríamos que perdíamos el culo.
Como final y aunque no guarda relación con la Estepa, voy a contar una
pequeña aventura que me ocurrió cuando yo tenía cinco o seis años. Vivíamos en
Valdeavellano de Tera y en el otoño se hacían las suertes de leña que correspondían a
cada vecino, que se la cortaba y la transportaba por sus propios medios hasta su casa.
La gente del pueblo disponía de carretas o animales para hacer el
transporte del monte a casa, pero mi padre no disponía de ningún medio, por lo que le
pidió prestado un burro, a un pariente que tenía en Molinos de Razón.
Una vez hecho el transporte de la leña al pueblo había que devolver el
animal a su dueño. Mi padre no podía ir a llevarlo, por que tenía que hacer un servicio
como Guarda Forestal y entonces nos mandó a mi hermano mayor, que tendría 6 ó 7
años y a mi a llevarlo. Mi madre protestaba diciendo que como iban a ir los chicos tan
pequeños con el burro al otro pueblo, que ni sabíamos el camino ni conocíamos la casa
del propietario del animal.
Pero mi padre dijo que teníamos que ir, que no pasaba nada, que nosotros
no sabríamos el camino pero el burro sí. Efectivamente nos montó a los dos en el burro
y nos mandó para Molinos de Razón. A mitad del camino, mi hermano que llevaba
mucho miedo se bajó del animal y se volvió a Valdeavellano. Yo seguí montado y el
burro poco a poco llegó al pueblo y se presentó en la casa de su amo. Al ruido de los
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cascos salió el dueño, me apeó, me puso en el extremo del pueblo y me dijo: sigue el
camino que llegarás a Valdeavellano. Efectivamente así ocurrió.
Nunca había pasado por mi cabeza escribir nada sobre la Estepa, pero el
verla despoblada me dio tanta pena, que me motivó para escribir este pequeño relato.
Soria marzo de 2003.
Amancio Arancón Viguera.
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