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Homilía pronunciada por el Cardenal Norberto Rivera, Arzobispo
Primado de México en la Catedral Metropolitana de México.
26 de marzo de 2005, Vigilia Pascual
Todas las lecturas de esta fiesta de Pascua nos hablan de que
Cristo ha resucitado, pero San Lucas añade un adverbio muy
significativo y muy preciso. Dice: ha resucitado "verdaderamente". Es
sólo una palabra, pero con un significado muy denso y muy actual,
pues nos quiere remarcar que esto no es un modo de decir, sino
realmente; que esto no es algo subjetivo ni una apariencia, sino de
verdad; que su resurrección no es sólo una "energía" que se ha
desatado, sino que "verdaderamente" es el mismo, al que han
sacrificado y ahora está vivo y se está comunicando con sus
discípulos que fueron testigos de lo que dijo y de lo que hizo. La
primitiva comunidad cristiana estaba convencida que su fe no puede
ser una fe sólo espiritual o simbólica solamente, sino que tiene sus
fundamentos en hechos muy concretos ya que Dios se ha revelado en
la historia y por la historia, con dichos y hechos. La tentación sigue
siendo actual, cuando se quiere explicar la fe que nació en nuestra
patria, diciendo que sólo son mitos o leyendas, pero que no hay
ningún hecho, ni ningún fundamento histórico, en donde se apoye el
evangelio que recibimos.
Después de la muerte ante multitud de testigos, Jesús se hizo
visible corporalmente en una serie de encuentros personales, en
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donde se daba a conocer como aquel que había convivido con ellos
antes de padecer. Se trata de una experiencia concreta, corporal:
vieron al resucitado con sus propios ojos, lo oyeron con sus propios
oídos, lo tocaron con sus propias manos. Fueron encuentros
personales, de tú a tú, como cuando él estaba con ellos antes de
morir. Tenían la certeza de que era el mismo maestro a quien habían
seguido, escuchado y admirado por los signos que hizo ante ellos.
Pero la resurrección es un fenómeno tan totalmente nuevo para
ellos, que no la pueden comparar con una "reanimación", ni con un
"volver a la vida" simplemente. Las narraciones que encontramos en el
nuevo testamento sobre las apariciones del Resucitado, testimonian,
sí, que es el mismo, pero con una novedad de vida que ellos describen
como "según el Espíritu". Por ejemplo, él no puede ser reconocido por
cualquiera, sino sólo por aquel o aquellos a quien él se quiere dar a
conocer. Su corporeidad es distinta a la anterior pues está libre de las
leyes físicas ya que sale y entra con las puertas cerradas, aparece y
desaparece, se traslada a lugares distantes de una manera
maravillosa. Los discípulos no tenían ninguna experiencia de una
verdadera resurrección, por esto las imágenes para describir al
resucitado nos parecen un tanto fantasiosas. Tan seguros están del
hecho de la resurrección de su Maestro que lo anuncian poniendo su
vida de por medio. Tan seguros están de la novedad de vida del
resucitado y de que el resucitado se comunica con ellos, que van por
todo el mundo anunciando su evangelio con una fortaleza y una
sabiduría que el mundo no conocía.
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El Evangelio que hoy hemos escuchado llama a la Pascua, "El
Primer Día de la Semana", y es que desde la resurrección de Cristo ha
comenzado una nueva época para la humanidad, que nosotros
debemos hacer presente viviendo pascualmente, es decir, resucitados
a la vida nueva que Jesús vino a traernos con su muerte y su
resurrección. Ésta vida nueva se tiene que caracterizar por el amor,
creyendo en los criterios del evangelio y esperando los bienes
definitivos.
Para comenzar el seguimiento de Jesús, los apóstoles y los
primeros cristianos entendieron que hay una relación profunda entre
nuestra vida cristiana y la Pascua. Por esto, desde los primeros siglos,
el momento privilegiado para bautizarse ha sido la Pascua. En algunas
Iglesias la preparación para el bautismo era muy largo y muy estricto y
siempre culminaba en la noche más solemne que tenemos los
cristianos, la noche de la Pascua, en donde se daba el bautismo.
Posteriormente la preparación se fue reduciendo a los días de la
Cuaresma para coronarla con el bautismo de los catecúmenos. Hoy
me da una inmensa alegría el que ustedes hayan querido venir aquí a
recibir el bautismo, en esta noche tan significativa, de manos de su
Obispo. Únanse a otros muchos hermanos que en esta misma noche
también se están incorporando a Cristo resucitado por medio del
bautismo.
El contenido esencial de este sencillo rito del bautismo cristiano
es precisamente comenzar a ser miembros del cuerpo de Cristo, es
revestirse de Cristo, es injertarse en el cuerpo de Cristo y así
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comenzar una vida nueva, dejando atrás al hombre viejo ligado al
pecado. Fundamentalmente, la vida que se nos infunde, "por el agua y
por el Espíritu Santo", es la de hijos de Dios, y por lo tanto, hermanos
de Jesús. Esto se dice fácil, pero hay que llegar a comprender que
Dios ya no es para nosotros solo el infinito, el eterno, el trascendente,
sino el "papá" bueno y cercano a nuestra vida a quien podemos y
debemos invocar continuamente. Jesucristo no es sólo el personaje
que predicó maravillosamente e hizo portentos, sino que es el
resucitado, a quien yo me he incorporado y del cual yo formo parte, y
de esta manera, soy miembro de la Iglesia, porque como enseña San
Pablo, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo. Y si soy hijo de Dios y
miembro del Cuerpo de Cristo, también soy templo vivo del Espíritu
Santo. El bautismo es la mayor dignidad que podemos recibir en este
mundo, pero también es la mayor responsabilidad para que Cristo sea
conocido y amado a través de nosotros sus discípulos.
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