Actas y comunicaciones del Instituto de Historia Antigua y Medieval

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Revista electrónica: Actas y Comunicaciones
Instituto de Historia Antigua y Medieval
Facultad de Filosofía y Letras UBA
Volumen: III
2007
ISSN: 1669-7286
ACTAS Y COMUNICACIONES
DEL INSTITUTO DE HISTORIA
ANTIGUA Y MEDIEVAL
Volumen III
2007
Instituto de Historia Antigua y Medieval “Prof. José Luis Romero”
Facultad de Filosofía y Letras - Universidad de Buenos Aires
25 de Mayo 217 C.F. - Buenos Aires - Argentina [email protected]
Actas y Comunicaciones del Instituto de Historia Antigua y Medieval
Diseño: [email protected]
Director
Carlos Astarita
Comité Editor
Carlos Astarita (UBA)
Hugo Zurutuza (UBA)
Silvia Magnavacca (UBA)
María Estela González de Fauve (UBA)
Claudio Azzara (Univ. degli Studi di Salerno)
Francisco Pina Polo (Univ. Zaragoza)
Instituto
de Historia
Medieval
Instituto
de Historia
Antigua Antigua
y Medieval y
“Prof.
José Luis Romero”
Facultad
de
Filosofía
y
Letras
Universidad
de
Buenos
Aires
“Prof. José Luis Romero”
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25 de
Mayo 217 C.F.
BuenosdeAires
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Actas
y Comunicaciones
del-Instituto
Historia
Antigua y Medieval
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INDICE
6 - MARCOS, Mar (Universidad de Cantabria)
Minorías y Sectas en el Mundo Romano
12 - TORRES PRIETO, Juana (Universidad de Cantabria)
La ocupación de espacios sagrados
como fuente de conflicto entre paganos y cristianos
24 - IGLESIAS GIL, José Manuel – RUIZ GUTIÉRREZ, Alicia (Universidad de Cantabria)
Epigrafía y Muralla de Monte Cildá (Aguilar de Campoo, Palencia):
Cuestiones en torno a la Cronología
42 - LUCHÍA, Corina (UBA – CONICET)
Pensar históricamente a Pierre Vilar
48 - MILIDDI, Federico (UBA – CONICET)
Pierre Vilar y la construcción de una historia marxista.
Notas sobre el debate con Louis Althusser
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ESTADO DE LAS INVESTIGACIONES – Período 2006
Abstract de las exposiciones realizadas los días 27 y 28 de noviembre de 2006 por
integrantes del Instituto
* HUGO ZURUTUZA “Ortodoxias y herejías entre los siglos IV y VI
d.C”
* HORACIO BOTALLA "Chronistica y Exempla: El demonio en la
crónica de Fray salimbene de parma”
* LILIANA PEGOLO “Tópicos literarios y estilísticos en la
correspondencia de Gregorio Magno”
* VANINA NEYRA "La tradición en el Decretum de Burchard de Worms:
una lectura crítica".
* JULIÁN GALLEGO “Mutaciones prácticas y conceptuales en torno a la
definición de la humanidad en el mundo griego”
* ESTEBAN NOCE "El control de los espacios sociales en la Antigüedad
Tardía. Cromacio de Aquileya, `hombre de Iglesia en la frontera ilírica".
* DIEGO SANTOS “La Galia como dispositivo geopolítico”
* RODRIGO LAHAM COHEN “Los judíos a través de la mirilla de
Gregorio Magno
* DIEGO PAIARO "Igualdad jurídico-política y diferenciación social
entre los ciudadanos de la democracia ateniense del siglo V a.C."
* MARIA DE LA SOLEDAD JUSTO “La participación de autores
jesuitas en la polémica del Nuevo Mundo”
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* GABRIELA MONEZUELAS “Aproximaciones al pensamiento
español del siglo XVII. Las obras filosóficas de Juan Nieremberg
(continuación)"
* CARLOS ASTARITA “ Conflictos sociales y sistema feudal en
España medieval”
* CECILIA DEVIA "Violencia y dominación en la Baja Edad Media
castellana"
* CORINA LUCHIA “Monarquía, redes de poder local y propiedad
comunal. El caso de Ávila y su Tierra”
* ELEONORA DELL ELICINE "Las crónicas visigodas:
¿nacionalismo o eclesiología?”
* OCTAVIO COLOMBO “Condiciones de producción y formación de
precios en los mercados campesinos precapitalistas”
* MARIA DE LA PAZ ESTÉVEZ "Las prácticas económicas y el
desarrollo feudal en dos estudios de caso: elmonasterio de Abeliar y la
catedral de Toledo (siglos X- XIII)".
* CARLOS GARCIA MAC GAW “La ciudad antigua y la economía”
* LAURA DA GRACA “Intercambio de tierras en Concejos de aldea
(siglo XV)”
* MARIEL PEREZ “Aproximación al problema de la estructuración
del sistema feudal en León (siglos IX-XI)”
* PAOLA MICELI "La escritura de la norma y la constitución de la
comunidad de habitantes (siglos XI-XII)"
* FEDERICO MILIDDI “Aproximaciones historiográficas a la
problemática de las Cortes de Castilla y León”
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Minorias y sectas en el Mundo
Romano *
Mar Marcos
Universidad de Cantabria
¿
Introducción: Quid faciat haereticum?
Qué es lo que hace a uno ser hereje”? (Quid faciat haereticum?), “¿Cómo debe ser definido
el hereje?” (Quomodo sit definiendus haereticus?) A estas preguntas quiso responder
Agustín de Hipona (354-430) al final de su vida con un tratado sobre la figura del hereje
(De haer., prol. 7). Hacía años que había pensado en escribir un gran tratado sobre la
naturaleza de la herejía, pero la consciencia de la magnitud de la empresa le había hecho
desistir: “lo habría hecho – escribe- de no haber caído en la cuenta de que excedía mis propias
fuerzas al considerar con cuidado la calidad y la extensión de un trabajo semejante” (De haer., prol.
1). Si Agustín de Hipona no estaba en condiciones de definir al hereje, ¿quién podría hacerlo? Él era
uno de los teólogos más cualificados de su tiempo. Había dedicado gran parte de su vida, como
presbítero primero y como obispo después, a polemizar con los grandes enemigos del catolicismo
norteafricano (donatistas, maniqueos, arrianos y pelagianos), había escrito también un buen número
de tratados y cartas contra los paganos y alguna invectiva contra los judíos. La mayor parte de la
obra de San Agustín es, en realidad, de carácter polémico y apologético: más de ciento cincuenta de
sus tratados están dedicados a defender la fe católica y mostrar los errores de sus adversarios1.
En el año 428, poco antes de morir, Agustín se dispuso a afrontar este trabajo, atendiendo a
los ruegos de un diácono de Cartago, llamado Quodvultdeus, que en dos ocasiones le había pedido
que escribiera sobre (cito literalmente) “qué herejías ha habido y hay desde que la religión cristiana
recibió el nombre de la herencia prometida, qué errores han inspirado e inspiran, qué han sentido y
sienten (los herejes) frente a la Iglesia católica acerca de la fe, de la Trinidad, del bautismo, de la
penitencia, de Cristo-hombre, de Cristo-Dios, de la resurrección, del Nuevo y Antiguo Testamento, y
absolutamente todos los puntos en que (los herejes) disienten de la verdad” (...) (Aug. Ep. 221, 2).
Quodvultdeus está pidiendo una respuesta a los grandes temas de debate del cristianismo antiguo,
que han recorrido luego, en distintos momentos, la Historia de la Iglesia. Consciente él mismo de lo
difícil que era responder a todas estas cuestiones, no pide a Agustín un tratado exhaustivo, sino una
exposición sumaria de las opiniones de cada herejía y las ideas que la Iglesia consideraba que había
que enseñar a un nivel básico, suficiente para la instrucción. Esto es, pedía un manual de herejías,
práctico para discernir entre lo que era aceptable y lo que debía evitarse, entre lo ortodoxo y lo
herético, destinado a los fieles y a los presbíteros, poco cultivados, de la iglesia de Cartago.
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Agustín no tuvo tiempo de escribir su tratado sobre qué es lo que hace a uno ser hereje, pues
murió antes, pero sí de publicar el trabajo preparatorio: un catálogo de 88 herejías, que abarca desde
la muerte de Jesucristo hasta su tiempo. Esta obra, el De haeresibus, tuvo mucho éxito en la Edad
Media, con unos 80 manuscritos conservados, y sabemos que sirvió para inspirar otras del género2,
(entre ellas, por ejemplo, el libro VIII de las Etimologías de Isidoro de Sevilla, que sigue a Agustín
en muchos párrafos literalmente).
El De haeresibus no es una obra original. Al contrario, Agustín utilizó extensamente dos
tratados de iguales características que el suyo, que cita: uno compuesto unas décadas antes (entre el
380 y el 390) por Filastrio, obispo de Brescia, en el norte de Italia, en el que éste recopilaba 156
herejías3 y otro de Epifanio, obispo de Salamina, escrito un poco antes (hacia el 374-375) en griego,
donde se recogen 80 herejías. Mientras que no conocemos el título exacto del tratado de Filastrio –
se le llama normalmente Diversarum hereseon liber (Libro de las diversas herejías), Epifanio dio él
mismo un título a su catálogo, le llamó Panarion (‘botiquín’)4, una obra muy voluminosa (1.500
pág. en la edición de Holl y unas 1.000 en la trad. reciente de Frank Williams en Brill), una obra
concebida, como explica el autor en el prólogo, “como una caja de medicinas para las víctimas de la
mordedura de las bestias salvajes” que son los herejes5.
La gran disparidad del número de herejías recogidas en sus dos manuales de referencia (156/
80) pone a Agustín en guardia acerca de los riesgos de definir la herejía. Claramente, dice, Filastrio
y Epifanio no tenían la misma idea de lo que es una herejía (Ep. 222, 2). En realidad, como hoy está
de acuerdo en admitir la crítica, ni Epifanio ni Filastrio fueron muy escrupulosos en su método de
trabajo. Epifanio era un monje fanático, niceno radical y obsesionado con la herejía, que adaptó el
número de su catálogo al de las 80 concubinas que menciona el Cantar de los Cantares (6, 8-9), a
quienes vence la única esposa de Cristo, la Iglesia (católica). Epifanio utiliza tres tipos de fuentes,
que él mismo menciona: las obras de autores anteriores, narraciones orales y su propia experiencia
(Proem. II, 2). Y, a pesar de que se manifiesta, cito literalmente, “confiado en que puede
proporcionar una narración completa y fiel de las sectas y cismas” que va a exponer, sabemos que
eso era más un deseo que una realidad. La obra de Filastrio, por otra parte, inspirada en la de
Epifanio, es de peor calidad que la de éste, como sabe Agustín (Ep. 222, 2), quien dice no fiarse
mucho de Filastrio, pero un buena parte de su tratado está copiada de él6. Agustín mismo no hizo
una labor profunda de investigación para escribir el De haeresibus. Sus fuentes son limitadas
(Filastrio, Epifanio y Eusebio de Cesarea, básicamente, aparte de su experiencia personal7) y
además comete una equivocación de partida: cree que está utilizando el Panarion de Epifanio y, en
realidad, el texto que tiene delante es una versión abreviada de éste, la Anacephaleosis
(Recapitulación), escrita en griego, una lengua que no domina (cf. De haer., Praef. 5)8 (Filastrio
copió a Epifanio, pero dominaba el griego) No obstante, Agustín es un autor honesto. Trata de
contrastar sus fuentes y reconoce que no lo ha leído todo. Por ejemplo, dice que ha oído hablar de
que San Jerónimo escribió sobre las herejías, pero no ha podido encontrar su opúsculo en la
biblioteca, ni sabe dónde puede adquirirlo (De haer., 88). La obra a la que se refiere es el Indiculus
de haeresibus, que, aunque se le atribuía entonces, no es obra de Jerónimo.
Estas breves consideraciones sobre el uso de las fuentes en tres de los grandes heresiólogos
de la Antigüedad, Epifanio, Agustín y Filastrio, nos da idea de hasta qué punto el género que me
propongo estudiar, la heresiología, es históricamente poco fiable, aunque en esto hay grados. Hay
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que decir en favor de los heresiólogos que su objetivo no es escribir historia, sino ofrecer al lector un
instrumento para identificar la herejía y defenderse de los herejes. Son textos polémicos – de hecho
la heresiología nace a la par que la apología: la apología va destinada a defenderse contra los de
fuera, los paganos, y la heresiología contra los enemigos internos, los disidentes, los herejes.
Algunos de estos tratados, sobre todo los más tardíos, son auténticas enciclopedias históricas de la
herejía, pero, como digo, su propósito es otro: es didáctico y práctico y la información que contienen
está supeditada a este fin. La literatura antiherética es más una construcción discursiva que el reflejo
directo de cuestiones suscitadas por los herejes, y como tal, como la construcción de un discurso,
debe leerse. Es además un género muy estereotipado y muy poco independiente. Los autores más
modernos dependen de los más antiguos, tanto que obras originales hoy perdidas, como el Syntagma
de Justino, de mediados del siglo II, o el Syntagma de Hipólito de Roma, se pueden reconstruir
gracias al uso intensivo, al expolio, que otros autores hicieron luego de ellas. Este carácter
estereotipado, que resta a los tratados de heresiología, sobre todo a los más tardíos, calidad histórica,
los hace, sin embargo, valiosísimos para el tema de esta ponencia: de ellos se puede extraer un
retrato-robot del hereje, cuyos rasgos fundamentales se encuentran en la primera generación de
heresiólogos, de mediados del siglo II a mediados del III, durante el período de combate más duro
contra el gnosticismo. Mientras que las herejías son muy variadas (las hay cristológicas, trinitarias,
escatológicas, que tienen que ver con el valor de las Escrituras y la tradición, con los sacramentos, el
calendario, con cuestiones rituales, morales, etc.) y su número va aumentando con el tiempo, el
perfil del hereje es, en su esencia, intemporal, aunque se va enriqueciendo en matices con el paso del
tiempo.
El perfil del hereje aparece delineado en la primera generación de heresiólogos. El género9
nace a mediados del siglo II, cuando el cristianismo se distancia del medio sociológico judío y sobre
todo cuando comienza la reflexión teológica en respuesta al gnosticismo. Su inventor fue Justino,
pero su obra, Syntagma, como he dicho, se ha perdido y también la obra heresiológica de su
contemporáneo Hegesipo (Hyponémata), de cuyo contenido informa Eusebio de Cesarea. Queda
prácticamente completo el Adversus haereses de Ireneo de Lyon (c. 185) en una versión latina del
siglo IV; también se ha conservado la mayoría de los Philosophumena o Sistemas filosóficos del
Pseudo-Hipólito y queda completo el De praescriptione haereticorum de Tertuliano, el tratado
menos elaborado de todos ellos y también el más agresivo. El De praescriptione haereticorum,
escrito en torno al año 200, es el primer tratado heresiológico en latín y el primero también que
dedica una parte monográfica a definir al hereje a través de su conducta (De preaes. 41-43).
El género cae en desuso cuando el gnosticismo entra en crisis, a mediados del siglo III, pero
revive con fuerza en las últimas décadas del siglo IV y las primeras del V, cuando las
confrontaciones dentro de la Iglesia se agudizan y las leyes persiguen toda disensión del credo
imperial10. A estos años pertenecen los tratados de Epifanio, Filastrio, y pseudo-Jerónimo, Agustín,
Teodoreto de Ciro (autor de una obra en cinco libros titulada Haereticorum fabularum compendium,
una breve descripción de todas las herejías, desde Simón Mago hasta Nestorio y Eutiches, seguida
de una síntesis de la ortodoxia), Praedestinatus, una obra anónima que enumera 90 herejías, que
depende en parte de Agustín, añadiendo noticias falsas e historias fantásticas. Y luego pervive en los
siglos VI y VII, con el Breviarium causae Nestorianorum et Eutychianorum, obra del diácono
cartaginés Liberato, una breve historia de las herejías hasta su tiempo; el libro VIII de las
Etimologías de Isidoro de Sevilla; a finales del VII el De haeresibus de Juan Damasceno, en griego,
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que recoge 103 herejías y depende de Epifanio y Teodoreto de Ciro. Aunque la tradición continúa en
la Edad Media (recientemente se ha publicado un libro sobre esto Inventer l’héresie? Discours
polémiques et pouvoirs avant l’Inquisition, Niza 1998), podemos decir que después del Concilio de
Calcedonia del 451 la ortodoxia está fijada y el catálogo de las herejías mayores queda ya
establecido. Estos tratados tardíos dependen estrechamente de los anteriores (Epifanio depende de
Justino, Ireneo e Hipólito, para las herejías más antiguas) y pierden mucho en calidad con respecto a
ellos: presentan listas y descripciones breves y esquemáticas de las herejías, inventan nombres para
nuevas desviaciones e hinchan mucho su número, incorporando herejías a veces ridículas . Pero esto
tiene una explicación: la Iglesia está en el poder y la segunda mitad del siglo IV y V fueron tiempos
de duros combates entre facciones eclesiásticas. Es ahora cuando se agranda el perfil del hereje y
cuando se magnifica su amenaza para la unidad de la iglesia. Cuantas más herejías, más frentes de
combate abiertos; cuanto más variados los herejes más difícil reconocerlos e identificarlos para
aniquilarlos. Más necesarios los catálogos.
***
Los tratados de heresiología presentan una estructura semejante en la ordenación de la
información: se menciona la herejía por el nombre del fundador, se expone su contenido, se refuta y
a veces se incluye una profesión de fe. Los prólogos son especialmente interesantes para reconstruir
el prototipo del hereje. Todos los heresiólogos parten de un principio: la oposición entre la verdad y
el error. Sólo existe una fe verdadera, una verdad original “que la Iglesia ha recibido – cito
literalmente a Ireneo- de los Apóstoles y transmitido a sus hijos”. Escritura y tradición son el
patrimonio de los que poseen la verdad, de la ortodoxia.Y no hay espacio para interpretaciones.
Tertuliano es en esto tajante: al cristiano, dice, no le está permitido introducir nada nuevo por su
propio arbitrio. La sentencia de Mateo 7, 7, “Buscad y encontraréis” no está dirigida, dice, a los
cristianos, sino a los judíos. Los cristianos no tienen necesidad de curiosidad (curiositas) después de
Cristo. Curiositas y novitas son dos características de la perversitas herética. Los herejes, dice
Ireneo, no tienen ni siguen la Tradición, carecen de una línea de sucesión apostólica: todas las
herejías son de reciente formación y eso ya de por sí las descalifica. Vemos aquí la importancia del
criterio de tradición como un sello de autenticidad. Es garantía de la validez de una religión, y esto
no es sólo una idea cristiana, sino que sirve en los sistemas religiosos greco-romanos y en el
judaísmo.
Al hereje lo define, en primer lugar, el haber hecho una elección arbitraria. Aquí Tertuliano,
por ejemplo, juega con el término hairesis, de donde procede herejía, una palabra que en su acepción
original significa “elección” y que, técnicamente, se aplicaba a la elección de una tendencia o una
escuela filosófica; los cristianos trasvasaron esta acepción a las sectas cristianas, cargándola de
connotaciones peyorativas. Para los primeros heresiólogos, como Justino e Hipólito, las herejías se
asimilan a las escuelas filosóficas, de las que son una variante y a las que plagian. De ahí que, con
frecuencia, los tratados antiheréticos recogan herejías anteriores al cristianismo. Por ejemplo, en el
de Hipólito se enumeran como herejías las escuelas filosóficas griegas, bárbaras, egipcias, caldeas,
babilónicas, judías y, finalmente, las de tiempos cristianos – 33 sectas gnósticas. Y también es así en
muchos catálogos tardíos. La pasión por la magia, la astrología, y los números, que son rasgos
también definitorios del hereje, lo toman los herejes, según Hipólito, de los sistemas filosóficos
paganos.
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Toda herejía supone una interpretación errónea de la Escritura. Pero no se es hereje si se es
inocente. Agustín dirá que quienes han nacido en la herejía, no deben ser considerados seres
execrables; no son responsables, porque no han hecho una elección (hairesis). El hereje es quien,
como instrumento del diablo, falsifica la Escritura conscientemente, con alevosía, y enseña sus
doctrinas novedosas con artimañas (es muy común la imagen del hereje como ‘lobo con piel de
oveja’). Los herejes son enemigos de la verdad, falsos maestros, que capturan a los ignorantes con
una retórica cuidada y los llevan a la perdición. De ahí que entre sus seguidores, a veces incluso
entre sus maestros, abunden las mujeres. Son éstos, como se aprecia enseguida, argumentos de
descalificación muy semejantes a los que los paganos, como Celso, hacían del cristianismo: una
religión de esclavos, mujeres y niños. La lista de acusaciones y calificativos de carácter peyorativo
para los herejes es muy larga: son misteriosos, enseñan ocultamente, son blasfemos y enfermos
mentales: la herejía como insania (locura), como pestilentia, enfermedad contagiosa, o como
venenum, aparece muy a menudo en las fuentes); los herejes son escorpiones y serpientes; son
hipócritas y orgullosos, tienen una vida libertina, no hay entre ellos jerarquía (no reconocen la
autoridad de los obispos y otros órdenes eclesiásticos), son lascivos, corruptores de mujeres, etc.
Los herejes están en el abismo del error y todos morirán en el infierno. Pero los heresiólogos
no están demasiado preocupados por eso, o, mejor, esa no es su principal preocupación. Algunos
tratados antiheréticos, como el de Ireneo de Lyon, van destinados a también los herejes, para
convencerlos y para que se salven. Pero no todos pensaban los heresiólogos pensaban lo mismo:
Tertuliano mantiene que hay que rechazar al hereje y apartarse de él y muchos autores tardíos están
de acuerdo. Un católico radical, demasiado radical, como Lucifer de Cagliari, escribe a mediados del
siglo IV dos tratados De non conveniendo cum haereticis y De non parcendo in deum
delinquentibus, donde mantiene que no se debe tratar con los herejes ni perdonar a los que pecan
contra Dios. Agustín de Hipona es más caritativo: hay que salvar a los herejes y, si no se dejan,
obligarlos a volver a la ortodoxia mediante la coerción; se justifica así la intervención del poder civil
y el uso de la violencia. Si a los heresiológos les preocupan los herejes es, sobre todo, porque son
proselitistas y tienen éxito. Como dice Ireneo, al principio de su obra, ‘el hereje habla como
nosotros”: es un enemigo interno. Tertuliano escribe su tratado para rebajar el enorme poder de los
herejes (compara la lucha contra la herejía con la lucha contra la fiebre), y por ello trata de hacer del
hereje ‘uno de fuera’. La tesis de su tratado es esta: los herejes no son dueños de la Escritura, no son
cristianos. Igualmente Hipólito trata de situar al hereje afuera: le llama klepsilogos, ladrón de
palabras, plagiario de la sabiduría griega.
Este era el gran problema, el enemigo interno, contra quien la Iglesia no ha dejado nunca de
combatir. Los herejes, sin embargo, han hecho mucho bien a la Iglesia. A la disensión y al conflicto
se debe el nacimiento del debate doctrinal, la formación de la ortodoxia y el fortalecimiento de lo
que Orígenes llamó la Gran Iglesia. Hoy ya sabemos que no existió una ortodoxia original, a partir
de la cual se define la heterodoxia, sino que, al contrario, la heterodoxia está en el origen de la
formación de la ortodoxia. Pero este es un debate largo y hoy ya superado.
Voy a concluir.
Muchas de las acusaciones que se hacen al hereje en la Antigüedad no son originales del
cristianismo: pertenecen al acerbo común clásico de la descalificación del otro, del rival. Hay, no
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obstante, algunas connotaciones especificamente cristianas. La imagen negativa del hereje en los
primeros tratados heresiológicos está influenciada por el lenguaje del Antiguo Testamento para
calificar a los enemigos de Yahvé y, de forma más directas, por la apocalíptica cristiana antigua, que
demoniza a los adversarios de las comunidades, a los falsos profetas y a sus seguidores. Este es un
tema que está todavía por explorar. Para ser justos, acabaré diciendo que aquéllos a quienes los
primeros heresiólogos calificaron de herejes, los gnósticos, utilizan unos conceptos y un lenguaje
muy similar para descalificar a sus rivales. El Apocalipsis de Pedro, un texto gnóstico datado a
mediados del siglo III, en el el Pedro narra una revelación de Jesús acerca se su pasion y muerte,
contiene una fuerte polémica contra grupos adversarios, entre ellos los que hoy llamamos ortodoxos.
Estos son acusados de creerse en posesión de la verdad, aunque están en el error; intentan desviar a
otros de la recta gnosis (del conocimiento verdadero), creen erróneamente que fuera del grupo no
hay salvación posible y están condenados a la perdición, pues el diablo los desvía del camino recto.
Su doctrina es una imitación de la verdadera, la gnóstica y comercian con las auténticas palabras del
Salvador; son ciegos y guían a otros ciegos, tienen una jerarquía vana, obispos y diáconos. Los
gnósticos son los depositarios del conocimiento, los hijos de la Luz, la comunidad verdadera.
Es verdad que la voz de los herejes apenas se puede oir, pues sus escritos rara vez han
llegado hasta nosotros. Pero cuando la oimos no suena muy diferente a la de sus acusadores.
Notas
* El presente es un trabajo sobre el tema de la ponencia presentada en el Foro de Historia, Religión y Sociedad
“Tolerancia e Intolerancia Religiosa. Ayer y Hoy” organizado por el Instituto de Historia Antigua y Medieval en Buenos
Aires los días 16 y 17 de Mayo de 2007 y en III COLOQUIO DE AIER (Madrid, 1 de diciembre de 2005)
1 Entre los muchos estudios de la vida y la obra de Agustín de Hipona, sigue siendo fundamental P. Brown, Agustín de
Hipona, Ed. Acento, Madrid 2003 . El tratado De haeresibus citado, así como las cartas intercambiadas entre Agustín y
el diácono Quodvultdeus, están editados y traducidos por T. Calvo Madrid y J.M. Ozaeta León, Obras completas de San
Agustín XXXVIII, BAC 512, Madrid 1990.
2 El obispo Primasio de Hadrumentum (a. 553) compuso tres libros sobre Las Herejías ampliando el De haeresibus de
Agustín, según informa Isidoro de Sevilla, De vir. Ill. 9.
3 Ed. Trad. G. Banterle, Scrittori del ’ area Santambrosiana, 2 vols. Ed. Città Nuova, Roma-Milán 1991.
4 Ed. K. Holl, Texte und Untersuchungen 36, 2, Leipzig 1910. Trad. F. Williams, The Panarion of Epiphanius of Salamis,
2 vols., Leiden: Brill, 1994 y 1997 (incluye Anacefalaiosis).
5 En realidad Agustín, que tenía muchas dificultades para leer griego, utilizó una versión abreviada de este segundo
tratado (Anacefalaiosis), que circulaba independientemente de él, creyendo que era la versión original (cf. De haer.,
prol. 6).
6 Cf. De haer., 41, 45, 53, 57, 67, 71, 80, 81.
7 Para las fuentes del De haeresibus, BAC 512, pp. 16-20.
8 Acerca de su conocimiento limitado del griego, él mismo indica que una traducción del Panarion al latín, que podría
hacerse fácilmente en Cartago, además de útil para Quodvultdeus, también lo sería para él (Ep. 222, 2).
9 F. Oehler, Corpus haeresiologicum, 3 vols., Berlín 1856-1861.
10 Vid. J. McClure, “Hadbooks against heresy in the West, from the Late Fourth Century to the Late Sixth centuries”,
JThS, n.s. 30 (1979), pp. 186-197.
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La ocupación de espacios
sagrados como fuente de
conflicto entre paganos y
cristianos *
1
Juana Torres Prieto
Universidad de Cantabria
S
i el mensaje evangélico enseña a rechazar la violencia ofreciendo la otra mejilla al que
te ha golpeado, con gran frecuencia los cristianos han desoído esa recomendación. Los
documentos históricos que lo testimonian son abundantes y se extienden desde los
primeros siglos del cristianismo, a partir del s. IV concretamente, hasta la época
actual. En la Antigüedad se registraron repetidas manifestaciones de intolerancia entre
paganos y cristianos respectivamente, y los ejemplos son tan abundantes y sobradamente conocidos
como para no volver sobre ellos. También se han intentado explicar las causas por las que, a pesar de
los reiterados mensajes y reivindicaciones de los cristianos en favor de la libertad y la tolerancia
religiosa durante las persecuciones, tan pronto como lograron imponerse, desplegaron contra sus
oponentes toda la violencia y la intransigencia de la que habían sido víctimas. Primero reaccionaron
los paganos contra la nueva religión por miedo a que sus cultos y tradiciones fueran suplantados, y
después los cristianos, precisamente con la intención de erradicar cualquier reminiscencia del
paganismo. Diversos historiadores de las religiones han abordado el estudio de los motivos de la
intolerancia entre paganos, cristianos, judíos y herejes; se han señalado en ese sentido diversas
hipótesis como las pretensiones de exclusividad, el monoteísmo y la creencia de estar en posesión de
la verdad absoluta, y sin duda parte de todo ello debió existir en unos y otros2.
Por ello, cuando uno lee que frente a la violencia de los paganos,
…a los cristianos no les está permitido utilizarla para convencer, sino que deben
hacerlo a través de la persuasión, el razonamiento y la dulzura. Por ese motivo,
ningún emperador que profesó la religión de Cristo emitió contra los paganos
decretos semejantes a los que los adoradores de ídolos establecieron contra nosotros3,
no puede evitar la sorpresa, y especialmente al saber que esas palabras fueron pronunciadas por el
gran orador y pensador cristiano Juan Crisóstomo, al que difícilmente se puede tachar de ingenuo,
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como hace el historiador Pier Franco Beatrice4. Solamente podemos entender esa afirmación en el
contexto de la obra, un discurso polémico en defensa del mártir Babila y contra los paganos en el
que da muestras de una intolerancia equiparable a la de sus oponentes, por las actitudes y
descalificaciones utilizadas; además, éstas no incorporan novedades a las reiteradas acusaciones
vertidas siglos antes por los paganos contra los seguidores de la nueva religio.
En este trabajo vamos a analizar una de las diversas causas que suscitaron el conflicto entre
los fieles de una y otra religión, es decir, la ocupación de los espacios sagrados. Sabemos que los
cristianos destruyeron templos paganos, los expoliaron, reutilizaron sus materiales de construcción y
los convirtieron en iglesias cristianas, o bien ubicaron sus propios santuarios en los mismos recintos
sagrados de los adversarios, aunque sin demoler sus edificios. Los ejemplos proporcionados por las
fuentes son abundantes, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo IV, con cierta oscilación en
el número de esos ataques dependiendo de la orientación y de la tolerancia religiosa de los distintos
emperadores, pues las constitutiones imperiales establecían la clausura de los templos, la
confiscación de sus tesoros y, en algunos casos, su demolición y la construcción de basílicas
cristianas sobre esos mismos terrenos5.
Además de las actuaciones que acataban las disposiciones de carácter oficial, existieron otras
privadas en las que obispos y monjes se arrogaron con frecuencia esa facultad sin conexión alguna
con el estado y sin la autorización imperial, llegando a cometer verdaderos excesos. Esas
intervenciones son definidas de forma muy acertada a nuestro juicio por Carles Buenacas como «el
resultado de hábiles manipulaciones del excitable fervor religioso de la plebs cristiana por parte de
personajes privados; en absoluto hemos de buscarles una conexión con un programa estatal de más
amplio alcance»6. Los monjes fueron protagonistas destacados en diversas acciones violentas extraoficiales contra los santuarios paganos. A ellos se refiere Libanio, el gran rétor pagano y amigo del
emperador Juliano, en uno de los discursos más célebres, conocido con el título de Pro templis y
dirigido a Teodosio (entre el 381-391); se expresaba en los siguientes términos:
Efectivamente, tú no has ordenado que los templos sean clausurados… Sin embargo,
ésos que visten de negro, más voraces que los elefantes… esa chusma, Majestad, a
pesar de que tu ley sigue vigente y les obliga a su cumplimiento, se dirigen corriendo
a los santuarios con palos, piedras y hierro. Otros incluso, por carecer de estas armas,
se valen de sus manos y sus pies. Acto seguido, los santuarios se convierten en presa
de los misios y los techos son abatidos, destruidos los muros, las estatuas son tiradas
por el suelo, arrancados de su base los pilares, mientras que a los sacerdotes sólo les
queda callar o perecer. Una vez que el primero ha quedado en ruínas, se produce una
estampida en busca de un segundo y un tercero, de forma que empalman trofeos con
trofeos contra la ley” 7.
Conocemos datos relativos a la destrucción y cristianización de algunos templos paganos a
partir de Constantino y durante el reinado de sus sucesores, con la excepción de Juliano. Éste, en su
pretensión de revitalizar los cultos tradicionales, adoptó medidas en sentido contrario, lógicamente,
tales como devolver los bienes confiscados a los paganos y a sus templos. Podemos ejemplificar
esos hechos con algunos de los casos más significativos, pero sin extendernos en enumeraciones y
descripciones innecesarias, ya que las fuentes resultan bastante explícitas y se han publicado
numerosos estudios al respecto8.
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Nos referiremos en primer lugar a uno de los ejemplos más antiguos de conversión de un
templo, recogido por Eusebio de Cesarea9, y que refleja la utilización sucesiva del mismo espacio
por distintos cultos religiosos. En la ciudad de Mambré, en Palestina, existía un encinar donde Dios
se habría aparecido a Abrahán y le habría hablado de la tierra prometida para su descendencia, según
nos dice la Biblia10; a partir de entonces se convirtió en un lugar santo. Con el paso del tiempo fue
edificado allí un santuario pagano donde se ofrecía culto a los ídolos y se realizaban sacrificios sobre
su ara. Constantino, siguiendo con su política de consolidación del cristianismo, ordenó que fuera
erigido un oratorio en honor del Dios que se había manifestado allí tiempo atrás y envió misivas a
los gobernadores provinciales disponiendo que se cumplieran sus órdenes. Entonces tuvo
conocimiento de las actividades «sacrílegas» que se venían desarrollando en ese lugar y decidió
erradicarlas. Para ello dio instrucciones de quemar todos los ídolos, reducir a cenizas el ara y
demoler todas las edificaciones análogas de la zona. Una vez destruido el conjunto pagano y
convenientemente purificado, levantaron una basílica cristiana para que el sitio «se convirtiera en
un señalado lugar de reunión de hombres santos»11.
Según esa información, judíos, paganos y cristianos lo utilizaron como espacio sagrado para
sus respectivos cultos. Lo cierto es que en Palestina había otros santuarios con dobles o triples
utilizaciones, como la cueva del Santo Sepulcro12, sepultada y ocultada por los paganos bajo un
gran túmulo sobre el cual construyeron un templo dedicado a Afrodita, hasta que Constantino ordenó
“limpiar la zona” de rituales idolátricos derribando altares, estatuas y todo lo que estuviera en pie,
así como excavando el lugar a gran profundidad; cuando descubrió que se trataba de ese sagrado
sitio, mandó edificar allí un oratorio, la denominada iglesia de la Anástasis13.
Durante el breve reinado de Juliano se produjo un suceso que refleja a la perfección el
ambiente de conflicto compartido por paganos y cristianos en la Antigüedad Tardía. En el barrio
periférico de Dafne, en Antioquía, existía desde muy antiguo, tal vez desde el s. IV a.C.14, un
fastuoso templo dedicado a Apolo, con una estatua espectacular del dios en su interior, que se había
convertido en un enclave muy frecuentado por sus fieles. A mediados del s. IV d.C. el césar Galo
ordenó levantar un martyrion en ese lugar, muy cerca del templo, trasladando allí desde el
cementerio de Antioquía las reliquias de Babila, obispo de la ciudad y mártir en el s. III, y después
su patrón. El centro de peregrinación cambió de objetivo, pues los que acudían entonces en masa
eran cristianos, mientras que el templo pagano quedó medio abandonado. Cuando Juliano accedió al
poder y conoció la situación de ese lugar intentó revitalizar el culto a Apolo ofreciendo numerosos
sacrificios, pues esperaba, entre otras cosas, una respuesta del oráculo sobre el éxito de su campaña
contra los Persas15. Ante la ineficacia de tales medidas, ya que el dios no respondía, el emperador
interpretó como causa del silencio del oráculo la presencia inconveniente de las reliquias de Babila y
de otros cadáveres y, consiguientemente, ordenó el traslado de los restos del mártir a donde
anteriormente estaban, y la demolición del santuario y de las capillas circundantes16. Los cristianos
reaccionaron indignados por la profanación de la tumba de Babila y salieron en procesión entonando
salmos y lanzando protestas contra los ídolos y sus adoradores. Poco después se produjo un incendio
que asoló parte del templo pagano así como la estatua, y cuya autoría Juliano consideró atribuible a
los cristianos. Emprendió una exhaustiva investigación, mediante la cual no aclaró nada, y cerró la
basílica principal de Antioquía. En este caso se llevó a cabo la destrucción de un edificio cristiano
por parte de sus adversarios, y no de un templo pagano, como era lo habitual en esa época -pues el
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incendio del templo probablemente se debió a una tormenta-. Pero lo cierto es que la primera
intromisión en el témenos la realizaron los cristianos al instalar su santuario en el recinto de los
oponentes. Se trató de un conflicto de intereses y de competencias, como veremos más adelante17.
A comienzos del siglo V Porfirio, obispo de Gaza, en Palestina, solicitó al emperador Arcadio
la demolición de todos los templos dedicados a los ídolos y, tras largas negociaciones teniendo a la
emperatriz Eudoxia como mediadora, al final obtuvo el permiso y la correspondiente orden de
destrucción, cumpliendo así su deseo. Consiguió además fuerzas militares y civiles para llevar a
cabo la tarea junto con los cristianos de la ciudad, que voluntariamente se unieron a los escuadrones.
Clausuraron primero siete de los ocho templos públicos y destruyeron sus estatuas, y por último fue
demolido el dedicado a Zeus Marnas o Marneion, cuyo acceso habían impedido inicialmente sus
sacerdotes protegiendo desde dentro las puertas del santuario con enormes piedras18. Al final fue
pasto de las llamas y, tras ser retiradas las cenizas, parte de sus materiales se reutilizaron para
edificar una iglesia cristiana que recibió el nombre de Eudoxia, por expreso deseo de la
emperatriz19. Se trata de un nuevo caso de transformación de un espacio sagrado, al ocupar el nuevo
edificio el mismo recinto que el anterior.
Tenemos diversas noticias sobre la intolerancia cristiana, plasmada en la destrucción de los
ídolos y santuarios paganos, sin otra intención que la de erradicar cualquier reminiscencia idolátrica.
Pero ahora nos interesan sobre todo aquéllas que relatan el desmantelamiento parcial o la demolición
total de los templos, para ser después adecuados a otros usos diferentes, en especial para edificar
iglesias cristianas y martyria en los mismos enclaves, como los casos que acabamos de ejemplificar.
Existen otros testimonios famosos como el del templo de Apolo Didimeo, en la ciudad de Mileto, de
cuyo témenos los cristianos se habrían apoderado construyendo allí un edificio. Cuando Juliano lo
descubrió, ordenó que la construcción fuera quemada o demolida desde sus cimientos20. A juzgar
por la decisión del emperador deducimos que se trataría sólo de la ocupación del recinto, pero no del
templo, pues en ese segundo supuesto seguramente Juliano no habría dictaminado su destrucción.
Gran trascendencia tuvo también el suceso protagonizado por el obispo arriano Jorge de
Alejandría, a mediados del siglo IV, pues el emperador Constancio le cedió un Mitreo abandonado
para edificar en él una iglesia. Cuando Jorge ordenó que se procediera a limpiar el templo, se
descubrió un adyton que contenía calaveras de personas supuestamente sacrificadas durante los ritos
mitraicos con el propósito de practicar la adivinación a través de sus entrañas y, ante la evidencia de
sus prácticas, expuso públicamente esos restos para execración de todos. Los cristianos pasearon las
calaveras a través de la ciudad en una especie de procesión triunfal. Entonces los paganos de
Alejandría, no pudiendo tolerar el carácter insultante de esos actos, provocaron un enorme tumulto y
atacaron a los cristianos con todo tipo de armas; como consecuencia de ello se produjeron
numerosos heridos y muertos de toda índole y edad. El obispo fue linchado por su comportamiento,
tal como lo describe Sócrates: “lo arrastraron fuera del templo, lo ataron a un camello y, cuando lo
habían despedazado, lo quemaron junto al camello”21.
Otro ejemplo muy conocido se refiere al Serapeion de Alejandría, y los sucesos se produjeron
en el 391. Nuevamente el obispo de la ciudad, en este caso Teófilo, fue el protagonista del conflicto;
éste había conseguido del emperador Teodosio la posesión de un templo de Dioniso, sin techo y
abandonado, para utilizarlo como basílica cristiana22. Las estatuas y los objetos de culto hallados en
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el adyton fueron retirados de allí y exhibidos en público para escarnio y burla de la gente, pues había
entre ellos instrumentos obscenos, como por ejemplo falos. Los paganos reaccionaron violentamente
ante la provocación y se originó un tumulto en el que asesinaron e hirieron a muchos cristianos;
después se refugiaron en el Serapeion, magnífico templo por su belleza y dimensiones, posiblemente
uno de los más grandes de la Antigüedad, convirtiéndolo en una ciudadela provisional. Cuando el
emperador conoció el alcance de la revuelta ordenó la demolición del templo, y unos años más tarde
se construyó en el lugar una iglesia cristiana. Así mismo, Teófilo destruyó y transformó en iglesias
varios santuarios paganos, pues por esa época el poder imperial apoyó la destrucción de gran número
de templos y estatuas en Egipto.
Tras este breve repaso de los hechos, ahora nos interesa ir más allá, trascender la mera
descripción evenemencial e indagar en los objetivos perseguidos por emperadores, obispos e iglesias
locales con la cristianización de los espacios sagrados y de los templos, o la temple conversion en
palabras del historiador Frank R. Trombley23. Algunos de esos fines resultan fácilmente
imaginables, otros son expuestos de forma explícita por sus protagonistas, y otros deberemos
deducirlos analizando los acontecimientos.
Para exponer los distintos objetivos procederemos a la enumeración:
1. Entre los primeros, fácilmente imaginables, situamos el interés económico.
Evidentemente, además de reutilizar gran parte de los materiales procedentes del santuario
destruido, sin necesidad de adquirir otros nuevos e indudablemente más caros, disponían de mayor
espacio para ubicar sus recintos sagrados.
También se apropiarían de las tierras y los bosques destinados al cultivo y la manutención de
los edificios de culto pagano, es decir, de los loca sacra, tal como los definen las fuentes jurídicas24.
Tampoco debemos olvidar la ingente rentabilidad de los tesoros expoliados en los santuarios:
estatuas, mármoles, oro, plata, etc. que servían después para decorar las iglesias e incluso los
domicilios particulares. Sin duda, como señala el historiador Carles Buenacasa: «La actitud imperial
alentó a los altos funcionarios cristianos a aprovecharse de la situación existente y a comerciar con
las obras de arte que estos santuarios albergaban en su interior»25. Amiano Marcelino cuenta
algunas profanaciones y expolios llevados a cabo por funcionarios de Constantino II26, y Libanio
tuvo que defender ante el emperador Juliano a dos personajes por haber aceptado, vendido o
comprado bienes procedentes de los templos27. De ahí que algunos estudiosos señalen incluso la
posibilidad de que existiera un mercado organizado para la compra-venta de las obras de arte
procedentes de los templos28. En contra de esas actividades existen numerosas disposiciones
legales29 e igualmente algunos obispos las condenaron, como es el caso de Porfirio de Gaza. Éste,
durante la clausura y destrucción de los diversos templos de la ciudad, había amenazado con el
anatema a cualquier ciudadano cristiano que se apoderase de los objetos de los templos para uso
privado, y por ello, él en persona y otros miembros del clero les impedían apropiarse de nada30.
En los casos en que dos santuarios de diferentes cultos compartían el mismo espacio, como
el templo de Apolo y el martyrion de Babila en Dafne, entraban en juego diferentes intereses de tipo
económico. Cualquier centro de peregrinación constituye una fuente importante de ingresos, puesto
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que en torno a él se desarrollan una serie de actividades comerciales con los consiguientes
beneficios, tales como la venta de objetos y reproducciones de las imágenes veneradas, sin
olvidarnos de las infraestructuras necesarias para el alojamiento y las comidas. De ahí que paganos y
cristianos se disputaran el predominio del témenos e intentaran desbancar al adversario31.
Encontramos otros ejemplos de conflicto entre paganos y cristianos por motivos económicos
en los primeros siglos del cristianismo, como el tumulto de los orfebres de Éfeso contra las
manifestaciones de Pablo. Éste afirmaba que los objetos fabricados con las manos no eran
dioses, y de esa forma estaba poniendo en peligro el oficio de vendedores de souvenirs del templo
de Diana y sus pingües ganancias32.
Igualmente ilustra esa competitividad el relato de los Hechos Apócrifos sobre Tecla, la
compañera del apóstol Pablo. Acudían a ella numerosos enfermos porque realizaba curaciones
milagrosas y por ello los médicos del lugar, en Seleucia, consideraban que ejercía una “competencia
desleal”. Puesto que sus ganancias habían disminuido considerablemente, maquinaron contra la
competidora un castigo. La venganza consistía en desposeerla de su virginidad, cualidad que, según
ellos, le otorgaría la prerrogativa de la curación33.
También conocemos la incidencia que ejerció en la economía de los carniceros la prohibición
a los cristianos de consumir carne procedente de animales sacrificados, pues a consecuencia de esa
medida, apenas conseguían vender su mercancía. Así le exponía Plinio el Joven a Trajano la
situación en su famosa carta sobre el trato debido a los cristianos:
Hay constancia de que los templos, ya casi abandonados, han comenzado a ser
frecuentados, y que las ceremonias sagradas, interrumpidas durante largo tiempo, han
sido restablecidas, y que por todas partes se vende carne de las víctimas, para la cual
hasta ahora se encontraba rarísimamente un comprador. 34.
2. Exhibición del triunfo.
También resulta obvia la victoria ideológica implícita en el hecho de cerrar y destruir los
edificios de culto de los adversarios y levantar allí los propios. La simbología del triunfo parece
indiscutible e insuperable.
3. Purificación de los lugares sagrados.
Las autoridades civiles y eclesiásticas manifestaban explícitamente una finalidad de su
política de destrucción de los ídolos y de transformación de los templos, que consistía en la limpieza
y purificación de esos lugares, tal como recogen las fuentes de manera sistemática. Entronca esa
actitud con la idea cristiana de que los rituales idolátricos, con sus sacrificios, derramamiento de
sangre, vino y carne quemada, contaminaban no sólo los altares sino todos los rincones del
recinto35. Por ello, el primer paso para erradicar esos cultos debía ser la limpieza material, bien
derribando todo lo que estuviera en pie o bien quemándolo y trasladando lejos los escombros y las
cenizas; después había que descontaminar las moradas de los “demonios”, como solían denominar a
los dioses paganos, mediante la presencia en ellas de reliquias de los mártires cristianos36.
4. Aniquilación del poder idolátrico.
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Pero construyendo en el mismo emplazamiento sus iglesias y martyria pretendían además
interrumpir, invalidar los cultos paganos, pues así los sacrificios resultarían ineficaces, y sería
aniquilado su poder. Curiosamente, los paganos sentían una aversión similar hacia los muertos de los
santuarios venerados por los cristianos, y consideraban que la cercanía de alguna de esas tumbas
inutilizaba sus ritos; de manera que coincidían unos y otros al considerar negativa la influencia de
las reliquias para el desarrollo ritual del paganismo, especialmente cuando pretendían, por ejemplo,
la consulta de los oráculos o la interpretación del futuro a través de las vísceras37.
Un ejemplo significativo de esa incompatibilidad lo encontramos en el conflicto entre el
templo de Apolo y el martyrion de Babila, en Dafne, al que ya nos hemos referido, y que
protagonizó Juliano el Apóstata. Ante el silencio persistente del oráculo, el emperador interpretó que
la causa se debía a la inoportuna proximidad del muerto, y por ello ordenó destruir el martyrion y
trasladar las reliquias38.
A veces la simple presencia en los sacrificios de algún cristiano podía ser considerada motivo
suficiente para alterar el resultado. Un suceso muy claro al respecto nos lo describe Lactancio con
ocasión de la asistencia de Diocleciano en el templo de Apolo, en Antioquía, a la celebración de
sacrificios de animales para adivinar el futuro a través de sus vísceras. Debido a que entre los
ministros del culto se hallaban secretamente algunos cristianos, los arúspices no encontraban las
señales acostumbradas, por más que repetían los sacrificios. Al darse cuenta de la causa el maestro
de los arúspices e informar al emperador, éste ordenó que sacrificaran todos los presentes en
palacio39.
5. Establecimiento del culto verdadero.
Pero estamos seguros que además de las motivaciones económicas e ideológicas existieron
otras causas por las cuales los cristianos buscaron con insistencia los espacios sagrados paganos para
establecer sus propios centros cultuales. Si la ocupación de esos lugares implicaba generalmente
enfrentamientos y luchas que provocaban numerosas víctimas, ¿por qué esa insistencia? En realidad
los cristianos sentían miedo, respeto hacia los poderes de los “demonios” y por eso procuraban
implantar en sus recintos los símbolos de la nueva religión40. No podían escapar a la fuerza de la
superstición, de ahí que implícitamente creyeran en la capacidad de las divinidades adversas para
perpetuar su culto y que procuraran aniquilarlo imponiendo el poder supremo de su dios y de sus
mártires. Por tanto, sí creían en la existencia de los daímones y en su capacidad de intervención en la
vida de los hombres, pero igualmente consideraban erróneas esas actuaciones porque traerían
consigo la perdición de sus fieles; de ahí la obligación de los cristianos de reconducir a los idólatras
por el camino adecuado, el de la fe auténtica, en un verdadero acto de filantropía.
6. Ocupación de los espacios sagrados.
Por otra parte, se constata una tendencia bastante generalizada en las distintas culturas y
religiones a asociar determinados lugares (como los árboles, las cuevas, las cimas de las montañas,
etc.) con la presencia de la divinidad y de ahí que esos lugares susciten gran respeto en los visitantes.
Se trataría de una especie de ubicación preferente para honrar a los dioses de cualquier religión. La
idea es que los lugares conservarían su carácter sagrado a pesar de la suplantación de diferentes
ritos; de ello se deriva un principio religioso consistente en creer que el numen (divinidad) y la
dynamis (fuerza divina) de un determinado lugar permanece allí aunque cambie el dios y el culto
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religioso. Así se explica la perseverante insistencia por parte de paganos y cristianos en ocupar los
recintos previamente utilizados por otros para sus actividades de culto.
Baste recordar el caso de la cueva del sepulcro de Jesús, sobre la cual fue edificado un
templo de Diana y finalmente una basílica cristiana; o el del árbol de Mambré, donde se le apareció
Dios a Abrahán, que fue convertido después en un santuario pagano y por último en una basílica.
Así mismo, encajaría en esa tendencia la circunstancia de que algunos monjes sirios buscaran
los recintos de los templos paganos para practicar la ascesis, como hizo, por ejemplo, Daniel el
Estilita en Tracia, cerca de Constantinopla. Se introdujo en un templo “invadido por espíritus
impuros” y luchó contra ellos hasta derrotarlos, estableciéndose allí de manera permanente durante
nueve años41. Otro monje de nombre Amiano fijó su morada en la cima de una alta montaña, en
Teleda, donde había un témenos pagano muy venerado por los vecinos del lugar42. Y varios casos
similares nos relata también Teodoreto de Ciro, como el del monje Marón, de su misma ciudad, que
eligió vivir en lo alto de un monte, por ser un lugar anteriormente venerado por los paganos; y el de
Zalélaio, que levantó una pequeña cabaña cerca de la ciudad de Gabala, justo sobre la colina donde
se encontraba un templo honrado con numerosos sacrificios por los paganos en otra época. Después
que consiguió convertir a los habitantes de la zona, con su ayuda destruyó el templo y construyó un
gran santuario dedicado a los mártires victoriosos43.
Otra prueba fehaciente de esa tendencia de los ascetas a instalarse en lugares anteriormente
paganos la encontramos en San Benito, el fundador del monacato benedictino, que se estableció en
un lugar fortificado en lo alto del monte Casino. Allí había un lugar de culto en el que se veneraba a
Apolo, rodeado de bosques consagrados a los dioses paganos, donde se realizaban sacrificios. Al
llegar a ese lugar el monje destrozó el ídolo, dio la vuelta el altar, taló los bosques y preparó un
oratorio dedicado a San Martín en el templo de Apolo, y otro a San Juan donde estaba el altar, e
invitaba continuamente a la gente de los alrededores a abrazar la fe cristiana44.
Como síntesis del esquema de valores que debía regir la mentalidad de las autoridades civiles y
eclesiásticas de los siglos IV y V, poseemos un testimonio más tardío pero sumamente interesante
del Papa Gregorio Magno. Éste mostraba un gran interés por la evangelización de los habitantes de
Inglaterra y con esa finalidad, el 17 de junio del 601 envió al monje Agustín de Canterbury, por
medio de algunos colaboradores, una carta en la que le daba ciertas directrices; un fragmento dice
así:
“Que no se han de destruir los templos de los ídolos de ese país, sino solamente los
ídolos que hay en ellos; prepárese agua bendita y rocíense con ella los templos,
constrúyanse altares y deposítense reliquias. Porque, si estos templos están bien
construidos, lo que conviene hacer es sacarlos del culto de los demonios y dedicarlos
al del Dios verdadero, para que la gente, viendo que sus templos no son destruidos,
abandone el error y, conociendo y adorando al verdadero Dios, acuda más fácilmente
a los lugares acostumbrados. Y como suelen sacrificar muchos bueyes a los
demonios, habrá que sustituir esto por algunas otras ceremonias, de manera que, en el
día de la festividad o de la muerte de los santos mártires cuyas reliquias se hayan
puesto allí, se hagan tiendas con arcos de ramas de árboles alrededor de las iglesias
que antes habían sido templos y se celebre una fiesta solemne de carácter religioso. Y
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que no sacrifiquen ya animales al demonio, sino que, alabando a Dios, los maten y los
coman y den gracias por su hartazgo al que otorga todos los bienes. Así, al respetarles
algunas satisfacciones exteriores, se sentirán más inclinados a buscar las interiores.
Porque es ciertamente imposible arrancar de golpe todos los errores de las mentes
endurecidas, y quien trata de subir un alto monte lo hace paso a paso y ascendiendo
gradualmente, no a saltos. Así fue como el Señor se reveló al pueblo israelita en
Egipto, destinando a su culto los sacrificios que antes ofrecían al diablo y ordenando
que le sacrificasen animales, de modo que, cambiando la intención, en parte
abandonasen los sacrificios y en parte los retuviesen; pues si bien eran los mismos los
animales que acostumbraban a ofrecer, ya no eran los mismos sacrificios, puesto que
ahora los ofrecían al Dios verdadero y no a los ídolos45.
Ése era el pensamiento de Gregorio Magno a comienzos del siglo VII y, como hemos puesto
de manifiesto, en líneas generales era compartido por las autoridades eclesiásticas de los siglos
anteriores, a pesar de los excesos y de los casos de destrucción que se han documentado. Según las
reflexiones del autor, para aniquilar el poder de los ídolos bastaba con destruir sus estatuas y
sustituirlas por altares y reliquias cristianos, pero manteniendo en pie los templos. Éstos se pueden
transformar y aprovechar, si están en buen estado, con el consiguiente ahorro económico, pero
previamente deben ser purificados mediante la aspersión de agua bendita. Recordemos que los
cristianos consideraban que los témena paganos estaban contaminados por sus ritos y sus sacrificios
y había que “limpiarlos” antes de su uso. Pero Gregorio Magno no tenía en cuenta principalmente el
interés económico de preservar los templos en vez de destruirlos, sino un aspecto sociológico: para
la consecución de su finalidad, convertir al pueblo, es consciente del desagrado que causaría en la
gente el ver sus templos destrozados y, sobre todo, de la poderosa fuerza que la costumbre ejerce
sobre los humanos. De ahí que considere preferible mantener los mismos lugares, porque la gente
acude por inercia a donde suele ir.
El Papa demuestra una gran perspicacia en esas y en otras apreciaciones. Se trataba de
cambiar lo mínimo posible de sus hábitos, de ahí que permita que continúen matando animales, pero
no ya para rendir culto a los ídolos, sino para comérselos y mostrarse después agradecidos a Dios
por su hartazgo; todo ello dentro de un contexto de celebraciones y de banquetes religiosos, pues
sabe que los hombres se sentirán más dispuestos a cuidar de su alma si se les permiten algunos
placeres físicos.
Es decir, se cambia el objeto de veneración, el verdadero Dios en vez de los demonios, pero
manteniendo en parte los ritos. Hasta conseguir la total conversión de la gente hay que transigir en
algunos aspectos, ir paulatinamente y hacer gala de gran pragmatismo y flexibilidad. Sabia filosofía
la de Gregorio Magno si se hubiera podido aplicar sin oposición y, por tanto, sin violencia, pero las
dificultades empezaban ya en la primera fase, como hemos visto, cuando los cristianos intentaban
ocupar los espacios sagrados de sus opositores. Aunque los lugares se encontraran abandonados, los
paganos reclamaban su propiedad, y a partir de ahí surgía el conflicto.
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(Notes)
* El presente es un trabajo sobre el tema de la ponencia presentada en el Foro de Historia, Religión y Sociedad “Tolerancia
e Intolerancia Religiosa. Ayer y Hoy” organizado por el Instituto de Historia Antigua y Medieval en Buenos Aires los días 16 y
17 de Mayo de 2007
1 Este trabajo ha sido realizado con cargo al Proyecto de la DGCYT HUM2006-11240-C02-01. Se encuentra en prensa en
J.Fernández Ubiña y M.Marcos (edd.), Libertad e intolerancia religiosa en el Imperio Romano, Anejos de Ilu, Universidad
Complutense de Madrid.
2 Cfr., entre otros, A.H. Armstrong, “The Way and the Ways; Religious Tolerance and Intolerance in the Fourth Century A. C.”,
Vigiliae Christianae 38, 1, (1984), pp. 1-17; P.F. Beatrice, (ed.), L’intolleranza cristiana nei confronti dei pagani, Bolonia,
1993; F. Ella Consolino, (ed.), Pagani e cristiani da Giuliano l’Apostata al sacco di Roma, Soveria Manelli, 1995; H.A. Drake,
“Lambs into Lions: Explaining Early Christian Intolerance”, Past and Present 153, (1996), pp. 3-36; G.G. Stroumsa, G. Stanton
(eds.), Tolerance and Intolerance in Ancient Judaism and Early Christianity, Cambridge, 1998; y R. Teja, “Tolerancia e intolerancia
entre paganos y cristianos en la Antigüedad Tardía”, en E. Suárez de la Torre (ed.), Conflictos religiosos: Pasado y presente,
Valladolid, 2004, pp. 17-26.
3 Jn. Cris., Discurso sobre Babila, 13 (M.A. Schatkin et alii, ed. y tr. fr., Sources Chrétiennes, París, 1990); Gregorio de
Nacianzo se expresa en términos parecidos:
¿Han hecho los cristianos alguna vez sufrir a los vuestros un trato semejante a los que les habéis infligido en
muchas ocasiones? ¿Contra quiénes hemos excitado el furor de las masas? ¿Contra quiénes hemos excitado
la cólera de los magistrados que trascienden las órdenes recibidas? ¿De quién hemos puesto la vida en
peligro? O más bien: ¿A quiénes hemos excluido de las magistraturas y de los otros cargos reservados a la
aristocracia? En una palabra ¿A quién hemos hecho nosotros, cualquiera que fuera lo que recordase, lo que
muchas veces vosotros habéis perpetrado contra nosotros o con lo que nos habéis amenazado? (Or. IV, 98)
(trad. de la autora).
4 “L’intolleranza cristiana nei confronti dei pagani: un problema storiografico”, en P.F. Beatrice (ed.), L’Intolleranza cristiana…
op.cit., 1993, p. 10: Soltanto come un’inespiegabile ingenuità è da valutare l’affermazione di Giovanni Crisostomo…
5 A propósito del marco legal que permitió la destrucción u ocupación de los templos paganos cfr. E. Testa, “Legislazione
contro il paganesimo e cristianizzazione dei templi (sec. IV-VI)”, en LA 41, (1991), pp. 311-326; J. Gaudemet, “La legislazione
antipagana da Costantino a Giustiniano”, en P.F. Beatrice (ed.) …op. cit., 1993, pp. 15-36; y C. Buenacasa Pérez, “La
decadencia y cristianización de los templos paganos a lo largo de la Antigüedad Tardía (313-423)”, en Polis. Revista de Ideas
y Formas políticas de la Antigüedad Clásica 9, (1997), pp. 25-50, y la extensa bibliografía recogida en la n. 2 de este trabajo.
6 “La decadencia y… op. cit., 1997, p. 31.
7 Orat. XXX, 8 (tr. de A. González Gálvez, Libanio. Discursos II, Editorial Gredos, Madrid, 2001).
8 Por citar los más recientes crf. J.M. Spieser, “La christianisation des sanctuaires païennes en Grece”, en Neue Forschungen
in grieschischen Heiligtümern, Tübingen, 1976, pp. 309-320; G. Fowden, “Bishops and Temples in the Eastern Roman Empire
A.D. 320-435” en Journal of Theological Studies 29, (1978), pp. 53-78; R.P.C. Hanson, “The Transformation of Pagan Temples
into Churches in the Early Christian Centuries” en Journal of Semitic Studies 23, (1978), pp. 257-267; R. Van Dam, “From
Paganism to Christianity at Late Antique Gaza”, en Viator 16, (1985), pp. 1-20; H. Saradi-Mendelovici, “Christian Attitudes
toward Pagan Monuments in Late Antiquity and Their Legacy in Later Bizantine Centuries”, en Dumbarton Oaks Papers 44,
(1990), pp. 47-61; R. Klein, “Distruzioni di templi nella tarda antichità. Un problema politico, culturale e sociale”, en Atti
dell’Accademia Romanistica Costantiniana 10, Perugia 1995, pp. 127-152; F.R. Trombley, Hellenic Religion & Christianisation
C. 370-529, 2 vols., Leiden-Nueva York-Köln, 1995, ed. Brill; J.P. Caillet, “La Transformation en église d’édifices publics et de
temples à la fin de l’Antiquité” en La fin de la cité antique et le début de la cité médiévale de la fin du IIIéme siècle à
l’avènement de Charlemagne, Bari, 1996, pp. 191-211; C. Buenacasa Pérez, “La constitución y protección del patrimonio
eclesiástico y la apropiación de los santuarios paganos por parte de la Iglesia en la legislación de Constancio II (337-361)”,
Pyrenae 28, (1997), pp. 229-240; Idem, “La decadencia … op. cit., (1997), pp. 25-50; y J. Moralee, “The Stones of St.
Theodore: Desfiguring the Pagan Past in Christian Gerasa”, en Journal of Early Christian Studies 14/2, (2006), pp. 183-215.
9Vita Constantini III, 51-53.
10 Gén.13, 17: Levántate, pues, y recorre a lo largo y a lo ancho esta tierra que te voy a dar. 18:Levantó Abrán sus tiendas
y fue a establecerse en el encinar de Mambré, cerca de Hebrón; allí levantó un altar al Señor.
11 Vit. Cost., III, 53.
12 Euseb. Ces., V.C. III, 26-29 y ss. Sobre este tema cfr. W. Telfer, Constantine’s Holy Land Plan”, Studia Patristica II,
(Berlín) 1957, pp. 696-700; Ch. Coüasnon, The Church of the Holy Sepulcre, Jerusalem. The Schweich Lectures 1972,
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Londres, 1974; y V.C. Corbo, Il Santo Sepolcro di Gerusaleme. Aspetti archeologici dalle origini al periodo crociato, Jerusalén,
1981, entre otros.
13 En cuanto se hubo llevado a cabo lo anterior, el emperador ordena con piadosos instrumentos legales y generosos
recursos dinerarios erigir junto a la salvífica cueva un oratorio digno de Dios y con rica e imperial munificicencia […]
Mandó a los gobernadores de las naciones del levante que hicieran resaltar, a fuerza de emplear ingentes capitales
sin restricción, el carácter extraordinario, grandioso y opulento de la obra… (Ibidem, III, 29)
14 Soz., H. E. V, 19.
15 Se podía creer que el soberano de ese momento reinaba con el fin de destruir todas las bestias de la tierra, pues
mataba con prodigalidad tantos corderos y bueyes sobre los altares, y había llegado a tal grado de locura
que un gran número de los filósofos le llamaban “carnicero”, “vendedor de carne” y nombres de ese tipo.
Apolo, por tanto, no se habría alejado de pleno grado de una mesa tan abundante, con olor a grasa, humo
y torrentes de sangre… (Jn. Cris., Discurso sobre Babila, 103 , M.A. Schatkin et alii, ed. y tr. fr., Sources
Chrétiennes, París, 1990).
16 No sólo los habitantes de la ciudad, de los arrabales y del campo, sino también los que estaban muy lejos de estos
lugares, al no ver ya el sepulcro en su lugar, preguntaban entonces la causa e inmediatamente sabían que el demonio
(Apolo), al solicitarle el emperador que pronunciara oráculos, había respondido que no podía hacerlo hasta que se
hubiera alejado de él al bianeventurado Babila(Ibidem, 87)
17 Conocemos los hechos sobre todo por los testimonios que Juan Crisóstomo ha dejado en forma de homilía y de discurso,
a los que ya hemos hecho referencia, pero también se refieren al suceso otras fuentes como el emperador Juliano en el
Misopogon, el orador Libanio en su “Monodia sobre el templo de Apolo en Dafne” (Or. 60, conservado solamente de forma
fragmentaria en el Discurso sobre Babila de J. Crisóstomo con ese título) y los historiadores Teodoreto de Ciro H.E. III, 6;
Sócrates, H. E. III, 18; Sozomeno, H. E. V, 19 y Amiano Marcelino, Hist. XXII, 12, 8 y 13, 1-3.
18 Marc. Diác., Vida de Porfirio, 64: Los cristianos aclamaban con alegría a los emperadores y a los gobernantes.
Inmediatamente se movilizaron junto con las autoridades y los escuadrones y destruyeron los ídolos […] Así pues los soldados,
en compañía de los cristianos de la ciudad y de los de la zona del puerto se lanzaron sobre los ídolos. Primero quisieron
destruir el llamado Marneion, pero fueron rechazados, pues los sacerdotes de este templo, enterados con antelación,
protegieron desde dentro las puertas del santuario interior con grandes piedras.
19 Ibidem, 69-75.
20 Soz. H.E. V, 20, 7.
21 Soc. H.E. III, 2; El patriarca de Alejandría Focio, en su Bibliotheca, se refiere a esos hechos casi con las mismas palabras.
Sobre los numerosos conflictos de índole religiosa, entre otros, que se produjeron en la época tardoantigua cfr. J.R. Aja
Sánchez, Tumultus et urbanae seditiones: sus causas. Un estudio sobre los conflictos económicos, religiosos y sociales en
las ciudades tardoromanans (s. IV), Santander, 1998.
22 Soz. H.E. VII, 15; Soc. H.E., V, 16; y Ruf. H.E. XI, 22.
23 F.R. Trombley, Hellenic Religion…, op. cit., I, Leiden, Nueva York, Köln, 1995, pp. 108-109.
24 Digesto 1, 8, 6, 3 y Gaio, Inst. 2, 4, 5; Cfr. C. Buenacasa Pérez, “La decadencia y cristianización …, op. cit. (1997), pp.25,
38 y 40; y B. Enjuto Sánchez, “Las disposiciones judiciales de Constantino y Juliano a propósito de las tierras de los templos
paganos”, en Gerión 18, (2000), 407-423.
25 “La decadencia y… op. cit., 1997, p.35, n. 48.
26 Ad haec mala id quoque addiderat, unde paulo post actus est in exitium praeceps, reversus (Georgius) ex comitatu
principis cum transiret per speciosum Genii templum, multitudine stipatus ex more, flexis ad aedem ipsam luminibus quam
diu, inquit, sepulcrum hoc stabit? Quo audito velut fulmine multi perculsi, metuensque ne illud quoque temptaret evertere,
quicquid poterant in eius perniciem clandestinis insidiiis concitabant… Dracontius, aram in moneta, quam regebat, recens
locatam evertit (Am. Hist. XXII, 11, 7 y 9; XXX, 9, 5)
27 Lib., Ep. 724; Ep. 763; Ep. 819.
28 Cfr. J.L. Murga, “El expolio y deterioro de los edificios públicos en la legislación post-constantiniana”, AARC 3, (1979), pp.
239-263.
29 Cfr., entre otras, CTh. XV, 1, 19: Imppp. Valens, Gratianus et Valentinianus aaa. ad senatum post alia: Nemo
praefectorum urbis aliorumve iudicum, quos potestas in excelso locat, opus aliquod novum in urbe Roma inclyta moliatur,
sed excolendis veteribus intendat animum. novum quodque opus qui volet in urbe moliri, sua pecunia, suis operibus
absolvat, non contractis veteribus emolumentis, non effossis nobilium operum substructionibus, non redivivis de publico
saxis, non marmorum frustis spoliatarum aedium deformatione convulsis. Lecta in senatu Valente V et Valentiniano aa.
conss. (376.....). XV, 1, 37: Idem aa. Theodoro praefecto praetorio. Nemo iudicum in id temeritatis erumpat, ut inconsulta
pietate nostra novi aliquid operis existimet inchoandum vel ex diversis operibus aeramen aut marmora vel quamlibet
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speciem, quae fuisse in usu vel ornatu probabitur civitatis, eripere vel alio transferre sine iussu tuae sublimitatis audeat.
Etenim si quis contra fecerit, tribus libris auri multabitur. (398 Ian. 1).
30 Marco Diácono, V.P. 65
31 Sobre el conflicto surgido entre paganos y cristianos por el monopolio del espacio sagrado de Dafne hemos presentado
recientemente en un Congreso un trabajo que será publicado en breve: “El poder de los ídolos y de las reliquias: Un conflicto
de competencias”, Congreso Internacional de Historia de las Religiones. Mediadores con lo divino en el mundo mediterráneo
antiguo, Palma de Mallorca, 13-15 de Octubre del 2005.
32 Hech. Apóst. 19, 21-39.
33 Hechos de Pablo y Tecla, 44-45. La edición y traducción al castellano de los Hechos Apócrifos de los Apóstoles ha sido
realizada por A. Piñero y G. del Cerro, 2 vols., La BAC, Madrid, 2005; los Hechos de Pablo y Tecla están recogidos en el 2º
volumen.
34 Certe satis constat prope iam desolata templa coepisse celebrari et sacra sollemnia diu intermissa repeti passimque
venire victimarum (carnem), cuius adhuc rarissimus emptor inveniebatur (Ep. 96, 10, lib. X).
35 Eusebio de Cesarea lo expresa con claridad en la biografía de Constantino, a propósito de la política del emperador en
materia religiosa, orientada a purgar de idolatría la ciudad de Constantinopla :
Impregnado por completo de sabiduría divina, consideró justo purgar de toda idolatría aquella ciudad que por
decisión suya sobresaldría llevando su propio nombre, de modo que en ningún lugar de ella hubiera rastro alguno
de estatuas de los pretendidos dioses que solían ser objeto de culto en los templos, ni altares ensuciados con
impuros regueros de sangre, ni víctimas devoradas por el fuego, ni festividades demoníacas, ni ninguna otra cosa
a la que pudiera estar acostumbrada la gente supersticiosa (V.C. III, 48; la traducción es de M. Gurruchaga, Madrid,
1994, Editorial Gredos). En ese mismo sentido se manifiesta poco después en los capítulos 52-53.
36 Esa identificación de los dioses paganos con los demonios aparece consolidada en los textos cristianos de época Tardoantigua. De ahí las constantes quejas del demonio por su expulsión por parte de los cristianos de los templos, de los ídolos,
del desierto, etc. Sobre esas cuestiones cfr. A.M. Orselli, “Tipologie del demoniaco nel Tardo Antico Cristiano”, Actas del XII
Convegno: Diavoli e Mostri in scena dal Medioevo al Rinascimento, Roma, 1989, esp. p. 12.
37. El emperador Juliano se lamentaba de que los “galileos” hubieran invadido las ciudades con sepulcros y tumbas y por
eso les denominaba “adoradores de tumbas” (Juliano, Misopogon 344 A, 357 C y 361 A-C; y Contra los Galileos 335 B-C;
Libanio, Contra Institutionis irrisores, Or. 62, 8, t. IV, 351, 14).
38 Sobre estas cuestiones cfr. J. Torres, “El poder de los ídolos…”, op. cit., en prensa.
39 Tum quidem ministrorum scientes dominum cum adsisterent immolanti, imposuerunt frontibus suis inmortale signum; quo
facto fugatis daemonibus sacra turbata sunt. Trepidabant aruspices nec solitas in extis notas videbant et, quasi non litassent,
saepius immolabant. Verum identidem mactatae hostiae nihil ostendebant, donec magister ille aruspicum Tagis seu suspicione
seu visu ait idcirco non respondere sacra, quod rebus divinis profani homines interessent. Tunc ira furens sacrificare non eos
tantum qui sacris ministrabant, sed universos qui erant in palatio iussit et in eos, si detrectassent, verberibus animadverti (De
mortibus persecutorum X, 1-4).
40 Una creencia muy extendida consistía en que los dioses paganos tenían un alma y un cuerpo: el alma era el daimon, y el
cuerpo la estatua. El mismo Agustín de Hipona (De civit. Dei VIII, 26, 3) comparte esta idea. De ahí el temor de la gente a
tocar la estatua de un ídolo, como se pone bien de manifiesto en la destrucción del Serapeion de Alejandría; pues corría el
rumor de que si alguien tocaba la estatua de Serapis desencadenaría una catástrofe, por lo que ésta se mantuvo intacta
durante algún tiempo. Los cristianos manifestaban una especie de temor sagrado hacia los templos y estatuas paganas.
41 Vida de S. Daniel el Estilita 14-15.
42 Teodoreto de Ciro, Historia de los monjes de Siria IV, 2.
43 Ibidem, XVI, 1; y XXVIII, 1-5 respectivamente.
44 Castrum namque, quod Casinum dicitur, in excelsi montis latere situm est… Ubi vetustissimum fanum fuit, in quo ex
antiquorum more gentilium ab stulto rusticorum populo Apolo colebatur. Circumquaque etiam in cultu daemonum luci
succrevuerant, in quibus adhuc eodem tempore infidelium insana multitudo sacrificiis sacrilegis insudabat. Ibi itaque vir Dei
perveniens, contrivit idolum, subvertit aram, succidit lucos, atque in ipso templo Apollonis oraculum beati Martini, ubi vero ara
eiusdem Apollonis fuit, oraculum sancti construxit Iohannis, et commorantem circumquqque multitudinem praedicatione continua
ad fidem vocabat (Greg. Magn., Dialog. II, 8, 10-11).
45 Ep. 56, XI. El documento se conserva incluido en la Historia Eclesiastica Gentis Anglorum I, 29-30, la obra más famosa
de Beda el Venerable, un autor cristiano del siglo VII-VIII.
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Epigrafía y muralla de Monte Cildá
(Aguilar de campoo, palencia):
Cuestiones en torno a la cronología *
José Manuel Iglesias Gil
Alicia Ruiz Gutiérrez
Universidad de Cantabria1
E
Fig 1 - Localización de Monte Cildá.
l yacimiento arqueológico de Monte Cildá se encuentra en el término municipal de
Aguilar de Campoo, cerca de los pueblos de Olleros de Pisuerga y Mave, en el noreste de
la provincia española de Palencia (figura 1). Se trata de un castro prerromano que debió
de ser ocupado en la segunda mitad del siglo I a. C. y que, tras experimentar desde
mediados de la centuria siguiente un largo período de abandono, fue reocupado en época
tardorromana, hacia fines del siglo IV o inicios del V, momento en que se puede datar la
construcción de la muralla, como más adelante se detallará. Durante la dominación visigoda esta
obra de fortificación fue mantenida y, posiblemente, se reforzó para dar respuesta a nuevas
necesidades militares. Finalmente, en algún momento del mismo período visigodo o ya en la Alta
Edad Media la muralla comenzó a arruinarse, coincidiendo con la concentración del hábitat en el
extremo sudeste del castro, donde se prolongó a lo largo de los siglos IX y X.
El cerro sobre el que se asienta el castro se erige, con una altitud de 979 metros sobre el nivel
del mar, a la orilla derecha del río Pisuerga, que en este punto desciende encajonado en dirección al
Duero por el Cañón de La Horadada (figura 2). En la Antigüedad, esta zona de tránsito entre la
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Fig 2 - Monte Cildá.
Meseta Castellana y la Cordillera Cantábrica se correspondía con el territorio meridional de los
pueblos cántabros, conquistados por Augusto en los años 29-19 a. C. El enclave de Monte Cildá
debió de tener en época romana un notable valor estratégico al facilitar el control de la confluencia
de los ríos Pisuerga y Camesa, por donde discurría la vía romana que comunicaba la Meseta y
cuenca alta del Ebro con la costa cantábrica. Esta vía, de la que han llegado a nosotros varios
miliarios2, ascendía por la cuenca del río Pisuerga y enlazaba, a través de su afluente Camesa, con el
valle del Besaya, siguiendo su curso hasta la costa cántabra, en concreto hasta Portus Blendium
(Suances) y Portus Victoriae Iuliobrigensium (Santander).
El recinto castreño tiene una superficie de unas doce hectáreas. Se trata de una plataforma
oblonga, con orientación noroeste-sudeste, de difícil acceso en la mayor parte de su perímetro,
debido a que el estrato rocoso de la parte superior está cortado de forma abrupta, principalmente en
los lados meridional y oriental, que miran al Pisuerga. El lado noroeste es el único fácilmente
accesible al ser mucho menos acusada la pendiente. En esta zona se erigió la muralla tardoantigua y
quizás también otras defensas más antiguas ligadas al primer período de ocupación del castro, si bien
de éstas no han llegado a localizarse restos.
1. Estado de la investigación
A fines del siglo XIX, Romualdo Moro realizó las primeras investigaciones y trabajos
arqueológicos en Monte Cildá, por encargo y bajo el mecenazgo del Marqués de Comillas, gran
aficionado y coleccionista de antigüedades. Además de Monte Cildá, R. Moro investigó otros castros
de la Protohistoria cántabra, como el de Monte Bernorio (Aguilar de Campoo, Palencia) y el de Peña
Amaya, en la provincia de Burgos. Fruto de sus excavaciones fue el hallazgo de un importante
conjunto de restos arqueológicos, del que nos ha quedado una documentación en general escasa y
poco detallada. Se trata de cartas que este investigador envió al epigrafista Fidel Fita con objeto de
ponerle al corriente de sus descubrimientos de inscripciones romanas reutilizadas en la muralla de
Monte Cildá y en otros lugares de su entorno. A esta correspondencia, conservada en el Archivo de
la Real Academia de la Historia, en Madrid, hay que añadir el informe de las excavaciones en este
yacimiento, publicado en un breve artículo aparecido en 1891 en el Boletín de la Real Academia de
la Historia donde se recoge también la memoria correspondiente a Monte Bernorio3. De la lectura de
estos escritos de R. Moro se desprende que sus excavaciones en Monte Cildá se concentraron en la
muralla, donde comenzaron a extraerse con una finalidad de estudio y coleccionismo los primeros
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epígrafes romanos; no obstante, el castro fue explorado en toda su extensión y se practicaron
sondeos en varios puntos del mismo, dando como resultado el descubrimiento de objetos
arqueológicos y varias estructuras arquitectónicas, cuya ubicación fue señalada en un croquis del
yacimiento.
Desde los trabajos de R. Moro comenzaron a proliferar las referencias a Monte Cildá en los
estudios históricos sobre Cantabria en la Edad Antigua; no obstante, hasta el año 1963, en que se
iniciaron las excavaciones arqueológicas bajo la dirección de M. A. García Guinea, el yacimiento
apenas fue objeto de investigaciones de campo. En 1942, el arqueólogo e historiador alemán A.
Schulten publicó los resultados de unas prospecciones en este lugar, como parte de un estudio
general sobre los castros prerromanos de la antigua Cantabria4. Su reconocimiento del terreno dio
lugar a observaciones poco dignas de crédito, pues afirmó que la muralla recorría todo el perímetro
del castro, lo cual es impensable teniendo en cuenta su gran extensión. Además, como ya se ha
indicado, en la mayor parte del mismo el escarpe rocoso hace innecesaria la presencia de una
fortificación artificial. Por lo que respecta a la descripción de fosos y vallados que, según A.
Schulten, habrían complementado la defensa en el lado septentrional, éstos tampoco se comprueban
sobre el terreno. En el mismo artículo se planteó la identificación de Monte Cildá con Vellica,
incluida por el geógrafo griego Ptolomeo en la lista de ciudades cántabras del interior5. Esta
interpretación, que fue y continúa siendo recogida por otros autores, se basaba en el hallazgo en
Monte Cildá del epígrafe dedicado a Vale(rius) Quadratus Boddi filius Vellic(um)6 (figura 3); sin
embargo, hoy en día sabemos que el término Vellicum posibl emente no aludía a la civitas de dicho
individuo, sino a su grupo de parentesco (cognatio), derivado del antropónimo indígena Vellicus. Por
otra parte, aún suponiendo que estuviéramos ante una alusión a Vellica, es preciso tener en cuenta
que la origo solía indicarse en el caso de individuos que no se encontraban
dentro de los límites de su civitas, de manera que tampoco podría usarse
como argumento para tal identificación geográfica.
Entre los años 1963 y 1969 se sucedieron las excavaciones
arqueológicas dirigidas por M. A. García Guinea en Monte Cildá, las
cuales proporcionaron el grueso de la documentación de que disponemos
hoy en día sobre este antiguo asentamiento cántabro. La realización de
varios sondeos estratigráficos, tanto en la muralla como en la zona
intramuros próxima a ésta, permitió establecer por primera vez de forma
metódica los distintos períodos de ocupación del castro. Las excavaciones
se concentraron en la muralla (Área II), que fue sacada a la luz en toda su
extensión. Además de la muralla, otras cuatro áreas del yacimiento fueron
objeto de sondeos arqueológicos (figuras 4 y 5). Las memorias de
excavación se publicaron en dos monografías: en la primera se recogieron
los resultados de las campañas de 1963 a 1965 y en la segunda los
correspondientes a los trabajos de 1966 a 19697.
Con posterioridad a los trabajos dirigidos por M. A. García Guinea
en Monte Cildá, se han sucedido otras investigaciones y se han dado a
conocer nuevos hallazgos arqueológicos. La revisión de las estratigrafías y
un estudio de materiales que permanecían inéditos fueron abordados en
1993 por uno de nosotros con motivo de su Tesis Doctoral. En este trabajo
se aportan precisiones cronológicas, al tiempo que se ofrece una
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Fig 3 - Estela de Valerius
Quadratus datada en el
año 238 D.C.
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Fig 4 - Localización de las áreas excavadas en
Monte Cildá (M. A. García Guinea et alii, 1966)
Fig 5 - Plano general de la muralla (M. A. García Guinea et alii, 1973)
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interpretación global de la muralla y del asentamiento de Monte Cildá8. En 1993, se dio a conocer el
hallazgo de una tessera de hospitalidad con el epígrafe Turiasica / car9. En el año 2001, el
yacimiento fue objeto de otra intervención arqueológica que, una vez más, se concentró en la
muralla, concretamente en la zona de la entrada ubicada entre las Torres V y VI, donde se realizaron
labores de excavación, limpieza y consolidación de la estructura defensiva10. Tres años más tarde,
se publicó un puñal biglobular que cabe relacionar con el primer período de ocupación en Monte
Cildá11. Finalmente, la muralla ha sido objeto de un estudio completo por nuestra parte con motivo
del Congreso celebrado en Lugo en el año 2005, con el título “Murallas de ciudades romanas en el
Occidente del Imperio. Lucus Augusti como paradigma”, cuyas actas han sido recientemente
publicadas12.
2. Etapas de ocupación en Monte Cildá
Monte Cildá presenta la particularidad de haber sido ocupado de forma intermitente a lo largo
de la Antigüedad y de la Alta Edad Media. Su estratégica ubicación geográfica y sus buenas defensas
naturales están en el origen de los distintos usos que recibió como fortaleza o como centro de
hábitat, dependiendo de los contextos históricos. A pesar de la intensa investigación arqueológica
desarrollada en el yacimiento, aún persisten muchos interrogantes sobre el desarrollo y naturaleza de
los sucesivos asentamientos. A este respecto, hay que tener en cuenta que la mayoría de los
esfuerzos se han volcado en la muralla, de manera que falta información sobre el desarrollo del
hábitat en el interior del recinto fortificado.
2. 1. Del la primera ocupación del castro al abandono a mediados del siglo I
La primera población en Monte Cildá probablemente se remonta al final de la época
prerromana en el área cantábrica. En un principio, el inicio de la ocupación se dató en los siglos II-I
a. C.13, pero con la información disponible hoy en día creemos que éste no fue anterior a mediados
del siglo I a. C.14. En concreto, nos basamos en la datación de los abundantes restos de cerámica
pintada tardoceltibérica que fueron hallados en los niveles más profundos del castro, junto con
vasijas realizadas a mano de tradición indígena. El hallazgo también de fragmentos de terra sigillata
itálica datada en la época de los emperadores Augusto y Tiberio permite afirmar que el castro no fue
despoblado de forma inmediata tras la conquista romana, circunstancia que también se comprueba
en el cercano asentamiento de Monte Bernorio. La fecha de abandono de esta primera etapa de
ocupación en Monte Cildá puede fijarse, con seguridad, a mediados del siglo I de nuestra era, pues
no han sido hallados restos de terra sigillata gálica, cuya difusión en la zona se comprueba desde el
reinado del emperador Claudio15, y tampoco han aparecido vasijas de terra sigillata hispánica
altoimperial. En cuanto a los restos arquitectónicos asignables a esta primera etapa de ocupación en
Monte Cildá, nuestra información se reduce al suelo empedrado de una cabaña de planta circular,
excavada en el Área III del yacimiento, y a los restos de un muro de mampostería asociado a un
pavimento de piedra detectado en la zona interna de la muralla, entre las Torres I y II (figura 6,
“muro C” y “muro cántabro ?”)16.
El abandono de Monte Cildá coincidió con el traslado a la frontera del Rhin de la legio IIII
Macedonica, cuyo campamento había estado situado a escasos kilómetros, en Herrera de Pisuerga,
en torno a la antigua Pisoraca17. Aunque ambos acontecimientos no tuvieron por qué estar
directamente relacionados y el despoblamiento de Monte Cildá pudo ser fruto de un traslado
paulatino de los moradores del castro a las zonas llanas de las inmediaciones, también cabe plantear
la posible utilización de este lugar elevado como puesto de vigilancia militar, el cual habría
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Fig 6 - Corte estratigráfico de la muralla (M. A. García Guinea et alii, 1966)
desaparecido tras la partida de la legión hacia el año 39 d. C. El abandono del antiguo castro también
coincidió con el inicio de un asentamiento romano en la zona llana más próxima, concretamente en
Santa María de Mave, localidad situada a dos kilómetros y medio de Monte Cildá. La intervención
arqueológica dirigida en dicho lugar por M. A. García Guinea durante la campaña de 1967 facilitó el
hallazgo de terra sigillata hispánica que puede datarse a partir de la época flavia y hasta el siglo III,
esto es, en el período en que Monte Cildá estuvo abandonado18. Por el contrario, en Santa María de
Mave no se documentaron restos de una ocupación en la Antigüedad Tardía, que sin embargo sí se
manifiesta en Monte Cildá. Esta complementariedad en la cronología de uno y otro yacimiento
arqueológico ha invitado a pensar en un fenómeno de traslación del hábitat local entre el llano y el
emplazamiento en altura, en función de las circunstancias históricas de las distintas épocas.
Varios investigadores han debatido acerca del nombre del oppidum o de la civitas romana que
pudieran identificarse con estos lugares de Monte Cildá y Mave. Entre las hipótesis barajadas está la
posible correspondencia con el lugar amurallado de Bergida, donde según Floro se libró una de las
batallas de las Guerras Cántabras: “primum aduersus Cantabros sub moenibus Bergidae
proeliatum”19. El mismo lugar aparece citado como Attica por el historiador Orosio: “tunc demum
Cantabri sub moenibus Atticae maximo congressi bello”20. Esta identificación con Bergida-Attica,
además de carecer de un argumento de peso que la sustente, choca con el inconveniente de que en
Monte Cildá no está documentada una muralla prerromana. Por otra parte la identificación propuesta
por A. Schulten21 con la ciudad cántabra de Vellica citada por Ptolomeo, que a su vez desde el siglo
XVI ha tendido a ser asimilada con Bergida/Attica, carece igualmente de justificación, como ya se
ha indicado. Por último, debemos considerar la localización en el territorio de Monte Cildá-Mave de
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la civitas Maggaviensium citada únicamente en la tessera de hospitalidad hallada en Herrera de
Pisuerga22. M. L. Albertos defendió esta teoría basándose en la posible derivación del topónimo
actual de Mave del antiguo de Maggavia23. Puesto que la citada tessera de hospitalidad está datada
en el año 14 d. C., cabe plantear la posibilidad de que el oppidum central de esta civitas hubiera
estado en un primer momento en lo alto del castro, trasladándose después a la zona de Mave.
2. 2. ¿Una primera muralla del siglo III?
En la memoria de las excavaciones realizadas de 1963 a 1965 se planteó la posible existencia
de una muralla del siglo III en Monte Cildá, la cual habría precedido y quedado integrada en otra
más moderna, datada por los excavadores a comienzos del siglo V. Esta primera muralla, que
finalmente fue descartada de forma implícita en la publicación de las excavaciones de 1966 a 1969,
se relacionó con las invasiones en Hispania de francos y alamanes, en tiempos, respectivamente, de
los emperadores Galieno y Probo. Al margen de que las consecuencias de estas invasiones acabaron
siendo cuestionadas en la historiografía, en especial las correspondientes a la supuesta oleada de
alamanes24, esta interpretación se correspondía con la tendencia generalizada en las décadas
centrales del siglo XX a valorar la construcción de las murallas tardorromanas como respuesta ante
un peligro de invasión externa del que había que defenderse. De hecho, la fechación de la segunda
muralla de Monte Cildá en el siglo V, aunque se apoyó en los resultados de las estratigrafías,
principalmente fue justificada por la evidencia histórica de las invasiones de suevos, vándalos y
alanos que afectaron a la Península Ibérica en el año 409. En la actualidad, la investigación ha
puesto de manifiesto que la fortificación de centros habitados a lo largo de la Antigüedad Tardía
responde a una dinámica mucho más compleja, en la que no siempre influyó la amenaza externa o
episodios de inestabilidad política25.
La interpretación de una parte de los restos de muralla de Monte Cildá como
correspondientes a una primera defensa del siglo III tiene su origen en el sondeo practicado en 1965
entre las Torres I y II, donde se localizaron dos paramentos (figura 6). En un primer momento, los
niveles I y II de este sondeo se asociaron al período de utilización y destrucción de la muralla y los
niveles III al VII al primer período de ocupación del castro. Asimismo, se interpretó que el
paramento más interno pudiera haber pertenecido a una primera muralla del siglo III, en tanto que el
externo formaría parte de una nueva fortificación o reforma de la anterior realizada a comienzos del
siglo V26. Posteriormente, se rectificó la datación de esta estratigrafía: los niveles I-IV se
atribuyeron a los siglos V-VIII y los niveles V-VII al siglo I27. De estos nuevos datos se deduce que
el paramento interno de muralla no puede datarse en el siglo III, pudiendo ser más moderno que el
exterior. En conclusión, la existencia de una muralla del siglo III en Monte Cildá debe descartarse, al
carecer tanto de justificación histórica, como de fundamento arqueológico28.
2. 3. Enclave fortificado de época tardorromana y visigoda
La reocupación de Monte Cildá en época tardorromana está ligada a la construcción de la
muralla. Las ruinas que han llegado a nosotros de esta obra de fortificación son difíciles de
interpretar, debido a la erosión que ha ido provocando el paso del tiempo y a las remociones
realizadas por gentes del lugar con el fin de obtener sillares para su reutilización. Asimismo, la
muralla ha sufrió alteraciones provocadas por los trabajos arqueológicos de Romualdo Moro a fines
del siglo XIX y la consiguiente extracción de epígrafes romanos.
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Por lo que respecta a otros restos arquitectónicos que pudieran relacionarse con el recinto
defendido por esta muralla, nuestro conocimiento de los mismos es bastante escaso. En el Área I del
yacimiento, en la zona intramuros del noroeste, con motivo de un sondeo realizado en 1963 se puso
al descubierto parte de un edificio datado en época tardorromana y visigoda, donde aparecieron
vasijas de terra sigillata hispánica tardía, cerámica estampada y cerámica común29. En el Área IV
aparecieron también algunos restos de terra sigillata hispánica tardía y de cerámicas estampadas que
apuntan a una posible ocupación de esta zona sudeste del recinto ya desde la época tardorromana. El
grueso de la documentación arqueológica, sin embargo, indica que en esos momentos la población
estuvo concentrada en el sector noroeste, no lejos de la muralla, siendo más tarde, en el período de
Reconquista y Repoblación, cuando se estableció un pequeño poblado en el sudeste. En efecto,
durante las campañas de 1963 y 1969 se descubrieron en el Área IV edificios datados en los siglos
VIII-X30 y gran abundancia de cerámica “de Repoblación” con decoración estriada e incisa.
La ausencia casi total de cerámicas pintadas altomedievales, cuya difusión en la zona se sitúa a partir
del siglo XI, determina la fecha de abandono definitivo de Monte Cildá a finales del siglo X.
La muralla, con una longitud de unos 140 metros, tuvo por finalidad la defensa del flanco
noroeste del altozano. Su trazado, adaptado a la topografía, no es lineal, sino que se divide en dos
tramos con distinta orientación. El primero abarca desde el extremo noreste hasta la Torre IV,
mientras que el segundo está orientado hacia el oeste, englobando las Torres V y VI. Este segundo
tramo del encintado protegía el acceso al castro a través de un camino que facilitaba el ascenso al
recinto desde la zona llana y que, una vez alcanzada la cima, lo bordeaba por su lado occidental.
Desconocemos la altura originaria de la muralla. Ésta fue estimada en tan sólo tres metros
durante las excavaciones dirigidas por M. A. García Guinea. En concreto, la referencia se tomó en la
Torre I, donde se descubrió una plataforma de vigilancia a una altura de 1,55 m, considerada como
parte de un posible paseo de ronda (figuras 7 y 8). Además se consideró que el derrumbe del
Fig 7 - Torre I.
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Fig 8 - Reconstrucción hipotética de la muralla, según M. A. García Guinea et alii (1973)
paramento externo de esta misma torre incluía todas sus hiladas, elevándose a una altura de 1,45
metros sobre dicha plataforma, lo que habría facilitado la visión de posibles vigías. Como ya hemos
señalado en otro lugar, esta interpretación no es segura, pues la visión desde la plataforma pudo
haberse facilitado a través de un vano o ventana del muro, en cuyo caso la altura total de la muralla
pudo ser superior a los 3 metros. Por otra parte, es imposible saber cuántas hiladas de la Torre I han
desaparecido con el paso del tiempo31.
En cuanto a la anchura de la muralla, igualmente ésta es difícil de determinar. En el extremo
noreste se conserva en buen estado un tramo de muro de 2,20 metros de anchura, el cual presenta
una base de cimentación ligeramente más ancha (figura 9). Esta anchura de poco más de dos metros
resulta escasa si se tienen en cuenta las dimensiones de otros ejemplos de murallas tardorromanas de
la Península Ibérica32. Si a esto se une que existen paramentos interiores (figura 6, muros a y b),
Fig 9 - Vista de la muralla desde el extremo noreste. Al fondo Torre I.
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interpretados en un primer momento como parte de una primera fortaleza del siglo III que debe ser
rechazada, cabe pensar que la anchura de la muralla pudo ser muy superior o bien que el lienzo
originario de 2,20 metros en algún momento fue engrosado.
La muralla presenta seis torres adosadas de planta rectangular que no guardan una misma
distancia entre sí, lo cual es una característica habitual de las murallas tardoantiguas33. Las Torres I
y II están proyectadas hacia el exterior, con unas dimensiones muy parecidas, de aproximadamente
seis metros de longitud por tres de anchura. La Torre III presenta planta casi cuadrangular (4 x 4,5
m) y pudiera tener por objeto la protección de una entrada acodada al recinto. La Torre IV,
proyectada hacia el exterior, mide cinco metros de longitud por dos y medio de anchura en su
paramento norte y tres en el meridional. Por último, las Torres V y VI, de cinco por seis metros y
cinco por tres respectivamente, flanqueaban una entrada de acceso directo al castro (figura 10). En el
vano de esta entrada, de 3,20 metros de anchura, se han documentado las huellas del anclaje de los
goznes de la puerta.
3. El conjunto epigráfico de Monte Cildá y la datación de la muralla
En función del aparejo y del tipo de materiales utilizados, la muralla de Monte Cildá puede
dividirse en dos partes. La primera comprende las Torres I, II y III y abarca desde el extremo noreste
hasta el “muro U” (figura 5). Ésta se caracteriza por presentar grandes sillares de arenisca y un gran
número de inscripciones y materiales de construcción romanos reutilizados, como fragmentos de
cornisa, sillares, basas y fustes de columna. La segunda parte de la muralla, que comprende los
restos de paramentos externos a partir de la Torre III, así como la Torre IV y la entrada flanqueada
por las Torres V y VI, muestra un aparejo de mampostería, con la inclusión de pequeños sillares de
piedra caliza, y carece por completo de epígrafes u otros elementos reutilizados de edificios o
necrópolis más antiguos. Estas diferencias entre una y otra parte de la muralla denotan la existencia
de dos fases constructivas, que podrían corresponder a épocas diferentes.
Cabe imaginar que las inscripciones y materiales de construcción reutilizados en la primera
parte de la muralla provendrían de lugares más o menos próximos del entorno de Monte Cildá,
Fig 10 - Entrada de la muralla entre las Torres V y VI.
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quizás de la zona de Mave donde se había desarrollado el hábitat en la época en que el castro estuvo
desocupado. Romualdo Moro extrajo, al menos, dieciséis inscripciones del yacimiento y localizó
otras doce en pueblos cercanos a Monte Cildá, probablemente originarias también de la muralla:
nueve en varias casas de Olleros de Pisuerga y otras tres en Valoria de Aguilar34. Todas estas
inscripciones fueron estudiadas y publicadas en un primer momento por F. Fita35. Informado por
éste, E. Hübner incorporó una parte de los descubrimientos en el Supplementum del Corpus
Inscriptionum Latinarum, en 189236, y otra parte en el volumen VIII de Ephemeris Epigraphica, en
189937. Hay que considerar también la probable procedencia de Monte Cildá de otras cuatro piezas
de la colección del Marqués de Comillas que no fueron estudiadas en su día por F. Fita,
posiblemente por conservar poco texto o ser anepígrafas. Éstas aparecen recogidas en la memoria de
las primeras campañas de excavación dirigidas por M. A. García Guinea, junto con los epígrafes
hallados con seguridad por R. Moro y los nuevos descubrimientos epigráficos38. Las excavaciones
arqueológicas de 1963 a 1969 proporcionaron el hallazgo de veintidós nuevas inscripciones romanas
en distinto estado de fragmentación y veintitrés fragmentos anepígrafos. Por consiguiente, al
terminar las excavaciones en Monte Cildá, el total de piezas epigráficas de segura o probable
procedencia de este lugar se elevaba a más de cincuenta.
El estudio de estos materiales, en especial de las inscripciones datadas, permite aproximarnos
a la cronología de la muralla. Otros indicadores para precisar la datación son la tipología de la
construcción y las estratigrafías. En cuanto a la tipología, observamos que las características
edilicias de esta fortificación son comunes al conjunto de murallas de la Antigüedad Tardía en
Hispania, tanto del Bajo Imperio romano como de la época visigoda: adaptación al terreno, torres
angulosas de módulo irregular, puerta de acceso directo flanqueada por torres, paramentos de sillería
y mampostería, etc. Por lo que respecta a las estratigrafías, los sondeos practicados en la muralla
permitieron documentar que ésta se cimentó sobre los niveles arqueológicos del primer período de
ocupación del castro y que los estratos correspondientes a su uso datan de la época tardorromana y
visigoda. Tras las excavaciones dirigidas por M. A. García Guinea la fecha de construcción de la
muralla se concretó a comienzos del siglo V, basándose en acontecimientos históricos (invasiones
del año 409) y en la ausencia de terra sigillata hispánica tardía decorada a molde con el “estilo de
grandes círculos”, que por aquel entonces se databa en el siglo IV39. Sin embargo, la revisión de los
materiales arqueológicos del yacimiento nos ha permitido comprobar que sí se documenta, aunque
con un solo ejemplar, terra sigillata del “estilo de grandes círculos” y, en mayor medida, vasijas del
denominado por F. Mayet “primer estilo tardío”. La cronología de todas estas cerámicas debe
centrarse de forma genérica en los siglos IV y V40.
El conjunto epigráfico de Monte Cildá incluye monumentos votivos (figura 11) dedicados a
varias divinidades (Iuppiter Optimus Maximus, Cabuniaeginus, Mater Deum), estelas funerarias, en
ocasiones bellamente decoradas (figura 12), y un gran sillar donde se lee, con letras capitales
cuadradas de 18 cm de altura, Caesa[—], el cual debió de haber sido extraído de algún edificio público
del entorno de Monte Cildá41 (figura 13). En las inscripciones figuran tanto peregrinos con nombres
indígenas como ciudadanos romanos de onomástica latina o mixta, algunos de ellos con tria nomina. En
general, el estudio de la paleografía, de la onomástica y formularios de los epígrafes revela que éstos
corresponden a un amplio período de tiempo, que podría abarcar desde mediados del siglo I hasta
comienzos del IV. Nuestra atención debe centrarse en los epígrafes con fecha, ya que proporcionan
termini post quem de la construcción de la muralla. Se trata de dos ejemplares, uno de ellos datado
por los cónsules y el otro por la era consular42.
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Fig 11 - Ara a Cabuniaegino hallada en
Monte Cildá.
Fig 12 - Estela funeraria de
Monte Cildá.
Fig 13 - Epígrafe monumental hallado en Monte Cildá.
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El primero es el epitafio al que ya hemos aludido de Valerius
Quadratus, el cual presenta la fecha consular correspondiente al año
238 d. C. (figura 3)43:
D(iis) M(anibus). / Val(erio) Quadrato / Boddi filio Vel/lic(um),
an(norum) XL. Mali/a uxsor Magilo/nis f(ilia) monime/ntu(m)
posuit. / Fuluio Pio et Ponti/o [P]ro[culo Po]nt[ian]o.
El segundo epígrafe tiene mayor interés, ya que arroja una
fecha más moderna: 314 d. C. Se trata de una estela hallada en 1967
en el paramento interno de la muralla, al sur de la Torre III (figura
14)44:
[D(iis)] M(anibus). / [—]ia Ant(istia ?), / [inno]centi / [mar]ito /
[pien]tissi/[mo, a]n(norum) LXXX. / S(it) t(ibi)] t(erra) l(euis). / [—
C]CCLII.
En un principio, en la última línea de este epígrafe se leyó el
numeral CCLII. Posteriormente, R. C. Knapp propuso restituir la
letra C inicial, de lo que resulta la interpretación de la fecha
CCCLII45. Esta lectura ha sido asumida también por J. M. Abascal
en un reciente estudio sobre
la era consular hispana46.
En efecto, la lectura CCLII
presenta el inconveniente
de arrojar una fecha (214 d.
C.) que se aparta bastante
de los márgenes
Fig 14 - Estela de Monte Cildá
cronológicos hasta ahora
datada en el año 314 d. C.
documentados en el uso de
(foto Museo de Palencia)
la era consular: en los
veintidós epígrafes datados
por este sistema, las dataciones se sitúan entre el año 278
(Llenín, Cangas de Onís, Asturias) y el 497 (Canales, La
Rioja). Por otra parte, hay que añadir que existen trazos de
la C inicial que había pasado desapercibida por los primeros
editores del epígrafe. Precediendo a la cifra de la fecha
debió de constar la fórmula aera consulari expresada
mediante abreviaturas47.
Por último, debemos considerar el hallazgo en 1989
de una nueva estela datada por la era consular en Valoria de
Aguilar, a menos de dos kilómetros de Monte Cildá. La
inscripción presenta una fecha nueve años más moderna que
la anterior (figura 15)48:
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Fig 15 - Estela hallada en Valoria de
Aguilar, datada en el año 323 D.C.
(dibujo J. Nuño)
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D(is) M(anibus). / Allaugan/a filio suo / pientissim/o Sem(pronio) Pate/rno, an(n)o(um) XI.
Co(n)s(ulatu) CCCLXI.
Este epígrafe, rescatado del aparejo de una casa-torre del siglo XVII, posiblemente procede
de Monte Cildá. De ser efectivamente así, estaríamos ante el terminus post quem más moderno, que
nos permitiría datar la muralla con posterioridad al año 323 d. C. Aunque no sabemos cuánto tiempo
pudo pasar entre la realización de estas estelas datadas y su aprovechamiento en la muralla, cabe
imaginar como mínimo el paso de una generación, de manera que la obra se habría iniciado a fines
del siglo IV o inicios de V.
Quedaría por determinar la fecha de la segunda parte de la muralla, donde no aparecieron
inscripciones reutilizadas. A juzgar por la disposición de los paramentos, posiblemente ésta obedece
a una reconstrucción o reforma de la primera y, como ya se ha indicado, podría situarse en época
visigoda. En concreto, el lienzo entre las Torres III y IV parece haber tenido por objeto un
adelantamiento de la línea de muralla en este punto. Asimismo, hay que recordar que los restos de
paramento interno de la zona noreste, interpretados en un primer momento como parte de una
muralla del siglo III, posiblemente también obedezcan a un refuerzo o engrosamiento del encintado
originario.
Por otra parte, los materiales cerámicos y broches de cinturón hallados en Monte Cildá
delatan la continuidad del hábitat en época visigoda y sugieren un mantenimiento de la muralla o
bien un reforzamiento de la misma. La incorporación del territorio cántabro al reino visigodo de
Toledo se produjo en torno al año 574, cuando tuvo lugar la toma de Amaya por el rey Leovigildo.
Es posible que el asentamiento de Monte Cildá, una vez sometido, pasara a funcionar como un
puesto de control del territorio y accesos a la Cordillera Cantábrica. A este respecto hay que recordar
que existe información literaria acerca de levantamientos de vascones y, en menor medida de
cántabros, que pudieron haber motivado el establecimiento por parte del poder visigodo de
guarniciones militares ubicadas en puntos estratégicos como el de Monte Cildá49. Este lugar,
además, ha sido tradicionalmente identificado con la ceca visigoda de Oliovasous u Olovasio,
nombre del que habría derivado el de civitas Oliva, citada en documentos medievales de los siglos
XII y XIII50.
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(Notes)
* El presente es un trabajo sobre el tema de la conferencia dictada por el Dr. Iglesias Gil en el Instituto de Historia Antigua y
Medieval en Buenos Aires el día 19 de octubre de 2006
1 Este estudio se inserta en el Proyecto de Investigación I+D (2004-2007) “La cronología de las inscripciones romanas del noroeste
de la Península Ibérica” (HUM2004-02923/HIST).
2 Nos referimos al posible ejemplar de Augusto hallado en Menaza (Palencia) y a los miliarios de Decio descubierto en CamesaRebolledo (Valdeolea), Aureliano procedente de Pedredo (Arenas de Iguña), Caro o Carino localizado en Celada Marlantes
(Campoo de Enmedio) y Constantino, descubierto en las inmediaciones del yacimiento del centro urbano de Iuliobriga (Iglesias,
Muñiz, 1992, pp. 129-130; ERCan, pp. 106-107).
3 Moro (1891), pp. 426-440.
4 Schulten (1942), p. 15.
5 “Desde Asturia hacia oriente habitan los cántabros, cuyas ciudades de interior son: Konkana, (12º 10’, 44º 55’), Ottaviolka (12º
40’, 44º 50’), Argenomeskon (12º, 44º 30’), Vadinia (11º 50’, 44º 25’), Vellika (12º 30’, 44º 15’), Kamarika (11º 40’, 44º 5’)
Iuliobriga (12º 10’, 44º), Moroika (11º 45’, 43º 50’)” (Ptolomeo, II, 6, 50).
6 CIL II, 6297. Fita, 1891 a, pp. 290-291. García Guinea, González Echegaray, San Miguel, 1966, nº 21, pp. 45-46. Iglesias, 1976,
nº 32.
7 García Guinea, González Echegaray, San Miguel (1966); García Guinea, Iglesias, Caloca (1973).
8 Ruiz (1993), pp. 167-180.
9 Peralta (1993), pp. 223-226.
10 La dirección de los trabajos corrió a cargo de O. A. Alonso Gregorio y fueron ejecutados por la empresa Alacet Arqueólogos,
S.L (Alonso, 2004, p. 35-36). J. Del Val y C. Escribano recogieron la noticia sobre esta intervención arqueológica (Del Val,
Escribano, 2005, pp. 124-125).
11 Alonso (2004), pp. 35-45.
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12 Iglesias, Ruiz (2007), pp. 451-465.
13 García Guinea, Iglesias, Caloca (1973), p. 7.
14 Ruiz (1993), p. 288.
15 Pérez González (1989), pp. 263-324.
16 En el nivel de uso asociado a esta construcción (nivel III) se hallaron un as de Claudio y un ejemplar de terra sigillata itálica
con sello de Umbricius.
17 Pérez González (1999), pp. 546-549.
18 García Guinea, Iglesias, Caloca (1973), pp. 11 y 47.
19 Floro, II, 33, 49-50.
20 Orosio, VI, 21, 5-6.
21 Vid. nota 4.
22 Esta tessera de bronce con forma de jabalí presenta texto en cada una de sus caras, donde se recogen los términos del hospitium.
Cara A: “Sex(to) Pompeio, Sex(to) Appuleio co(n)s(ulibus), / k(alendis) Augustis, / Caraegius et Abuanus et Caelio mag(istratus) et
/ senatus Maggavienses Amparamum / Nemaiecanum Cusaburensim / civitate honoraria donata, libertos / posterosque ita vota
omnia ei fecerunt, / finibus Maggav(i)ensium, quae / civi Maggaviensiu(m)”. Cara B: “Sex(to) Pompeio, Sex(to) Appuleio /
co(n)s(ulibus), Amparamus Nemaioq[um], / [Cu]saburensis hospitium fecit cum / civitate Maggav(i)ensium, sibi liberis liber/
[t]isque posterisque suis eunque liberos, / libertos posterosq(ue) eius omnis Maggav(i)e(n)s/es in hospitium, fidem clientelamque
suam / suorumqu<e> receper(un)t eademq(ue) condicione / esset qua civi<s>, per mag(istratus) Caelione(m) / et Caraegium et
Aburnum / actum”. (García y Bellido, 1966, pp. 149-166; AE 1967, 239.
23 Albertos (1975), p. 79.
24 Arce, 1978, pp. 257-269.
25 Fuentes (1997), pp. 482-485.
26 García Guinea, González Echegaray, San Miguel (1966), pp. 18, 24-25 y 27.
27 García Guinea, Iglesias, Caloca (1973), p. 8.
28 C. Fernández Ochoa y A. Morillo manifestaron sus dudas sobre la existencia de dos murallas en Monte Cildá con tan escaso
margen de separación cronológica entre una y otra (Fernández Ochoa, Morillo, 1991, p. 247).
29 García Guinea, González Echegaray, San Miguel, 1966, pp. 10-11.
30 García Guinea, González Echegaray, San Miguel (1966), p. 13. García Guinea, Iglesias, Caloca (1973), p. 37.
31 Iglesias, Ruiz (2007), p. 457.
32 La anchura de otras murallas nunca es inferior a tres metros y, en la mayoría de los casos, oscila entre tres y seis (Fernández
Ochoa, 1997, p. 238).
33 Fernández Ochoa, Morillo (1992), p. 341.
34 Moro (1891), pp. 427-428.
35 Fita (1891 a), pp. 290-296; Idem (1892), pp. 537-544.
36 CIL II, 6296-6304.
37 Eph.Ep. VIII, 159-164.
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38 García Guinea, González Echegaray, San Miguel, 1966, nº 32-34 y 36, pp. 55-57.
39 García Guinea, Iglesias, Caloca (1973), pp. 47-48.
40 Ruiz (1993), pp. 184-209.
41 CIL, II, 6304 a; García Guinea, González Echegaray, San Miguel Ruiz, 1966, nº 40, p. 60.
42 No tenemos en cuenta la estela de Mesorina (Iglesias, 1976, nº 36), que también podría estar fechada por los cónsules en el año
200, ya que su lectura es excesivamente hipotética.
43 Vid. nota 6.
44 García Guinea, Iglesias, Caloca (1973), nº 11, pp. 56-57; Iglesias, 1976, nº 65.
45 Knapp (1986), nº 11 a, p. 138.
46 Abascal (2000-2001), nº 4, p. 270.
47 Iglesias, Ruiz (2007), pp. 460-461.
48 Nuño (1999), pp. 423-434.
49 Ruiz (1999), pp. 453-462.
50 Fita (1891 b), pp. 441-458; Merchán (1982), pp. 290-291, 299-300 y 304-308.
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Pensar históricamente
a Pierre Vilar *
Corina Luchía
Universidad de Buenos Aires
CONICET
L
I - El intelectual y su tiempo
a obra de un historiador es producto de su interacción con el contexto histórico del
cual forma parte y de las posiciones que en él asuma. La vida personal tanto como
la académica está atravesada por las circunstancias políticas y sociales de la época
de la que cada intelectual es producto y protagonista. Permítaseme reiterar la lúcida
afirmación de Marx, tantas veces evocada, acerca de que los hombres hacen su
propia historia, pero no la hacen a su libre albedrío, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos,
sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido
legadas por el pasado1. La breve reflexión sobre la figura de Pierre Vilar está guiada por esta idea.
Los intelectuales en general y los historiadores en particular, son a la vez resultado de
condiciones materiales, políticas y culturales, e intérpretes de esas realidades. Pero en los casos en
los cuales la potencia de su crítica logra aprehender las complejas determinaciones de lo real, la
mera descripción fenoménica se supera en la capacidad de forjar nuevas realidades. Algunos lo
logran desde su compromiso militante con opciones de cambio radical que apunten a la
transformación de su tiempo, otros aportan desde su lugar de investigadores, proveyendo verdaderas
armas de la crítica.
A propósito del sentido político que adquiere la tarea de algunos teóricos, Vilar afirma en
referencia a la obra de Marx sobre la coyuntura francesa del siglo XIX: “Se trata ...a la vez de
análisis y de combate, en donde los episodios políticos apenas recién ocurridos encuentran su eco,
su conclusión y sus lecciones militantes...Unen la actualidad y el acontecimiento a sus agudas
observaciones acerca de las estructuras de una sociedad. No viene pues al caso discutir el sentido
ejemplar de un tipo de análisis que ya hemos caracterizado como portador de acción, tal y como
puede y debe ser portador de acción cualquier análisis científico”2. Esta impronta orienta su propia
obra.
Pierre Vilar, nació en un hogar de la pequeña burguesía rural del pueblo occitano de
Frontinham en 1906, en el seno de una familia cuyos abuelos eran vitivinicultores arruinados por la
crisis de la década del ´70 del siglo XIX, y sus padres, maestros de tradición republicana. Sin
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embargo, ¿es Vilar un historiador francés? Si pretendemos ser fieles a su legado intelectual, la propia
definición identitaria debería llevarnos a reflexiones más complejas. Su notable preocupación por lo
que él denomina las pertenencias de grupo, lo conducen a problematizar las nociones de pueblo,
patria, nación y de allí abordar las cuestiones de la conciencia nacional, de clase y de grupos. La
identidad nacional es una de las definiciones más problemáticas que aborda. Como contemporáneo
del convulsionado siglo XX se vio implicado en las desgarrantes circunstancias de una Europa
acechada por el fascismo e inmersa en una guerra interimperialista. Pero los conflictivos
acontecimientos de los que fue partícipe activo no lo alejaron de su labor como historiador, sino que
por el contrario enriquecieron sus reflexiones históricas. Notables son sus recuerdos de aquella
suerte de improvisado seminario sobre la historia de España o su viva lectura del Manifiesto
Comunista, compartiendo sus conocimientos e interpretaciones con sus compañeros de cautiverio,
luego de caer prisionero del ejército nazi en 19403.
Pierre Vilar pensó históricamente. En esa forma de pensar, se pensaba a sí mismo, en tanto
protagonista de un siglo trastornado. Adhirió al marxismo como método, como teoría, aunque no
fuera nunca un militante orgánico, más allá de sus simpatías y afinidades con el Partido Comunista
francés a finales de la década del ´30. A su vez, su formación intelectual lo acercó notablemente a
muchos de los planteos de la Escuela de los Annales, con la cual mantendría un vínculo crítico, a la
vez que se vio claramente influenciado por ella, en particular en lo que él considera como su
principal legado, una aproximación sociológica a la historia y una aproximación histórica a la
sociología.
Pero es la experiencia de la guerra, del nazismo y el fascismo, lo que marca su existencia como
hombre y como historiador. Recordemos, por ejemplo, su amarga reflexión sobre la incomprensión
que su generación tuvo acerca de los alcances de estos movimientos: “Nuestra ceguera ante el
antisemitismo fue criminal”.
Las profusas anécdotas sobre los años de entreguerras, la impresión que dejó en su
generación la Revolución Rusa, así como las que narran, con la pluma fina que supo cultivar, su
paso por el frente y su posterior derrotero por diversos campos de concentración en Francia,
Alemania, Polonia y Austria, desde junio de 1940 hasta la derrota del Eje, dan cuenta de su mirada
permanente como historiador “Yo intentaba mirarlo todo con ojos de historiador”, confiesa, pero no
era necesaria su confesión. Ni en las peores circunstancias personales, abandona esa aguda y
penetrante lectura del mundo, los acontecimientos, las relaciones sociales, los alineamientos
políticos y las circunstancias más menudas de personajes desconocidos y cotidianos, pero que él
logra inscribir dentro de algún “tipo social y cultural” y los convierte en representativos
devolviéndoles su dimensión histórica4.
En este punto, su biografía se confunde con su producción. Ya que la experiencia traumática
de su siglo lo lleva a revisar y refinar muchas de las categorías que serán centrales en sus trabajos.
La experiencia lo modifica, y en ese devenirse, reside la clave que le hará posible comprender la
relación entre las condiciones objetivas y los efectos en el plano de la conciencia y la subjetividad.
Sin duda sus trabajos largamente citados y base de prolíficas contribuciones a lo largo del
siglo XX, desde su tesis doctoral sobre la Cataluña en la España Moderna5, sus exquisitos aportes
sobre la crisis del siglo XVII6, hasta su breve pero significativa Historia de España7, lo convierten
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en un autor cuyo abanico de problemáticas abordadas resulta no sólo de sus diversas
preocupaciones, sino producto a su vez de su propio método. La sumatoria de temas, de objetos
parciales de estudio, no pueden ser considerados como una superposición de inquietudes oscilantes,
sino como parte de una indagación de la totalidad contradictoria que se expresa en el devenir del
complejo desarrollo histórico. La búsqueda de la trabazón entre lo objetivo y lo subjetivo, entre las
manifestaciones de la conciencia y las condiciones materiales, entre los tiempos de la larga duración
y el acontecimiento, no aparecen en Vilar como fenómenos externos hábilmente conectados, sino
imbricados en una dinámica orgánica que se resume en su interés por el crecimiento de las
formaciones sociales y sus contradicciones.
La importancia que da a los hechos más menudos de la historia, como los narrados en sus
escritos sobre la Europa contemporánea8, se inscribe dentro de una lógica de reconstrucción de las
realidades sociales significativas. La ligazón entre estructura y coyuntura que presenta, si bien con
ciertos rasgos de esquematismo, en su Iniciación al vocabulario del análisis histórico9, reconoce en
la categoría de modo de producción la clave para la comprensión del desarrollo histórico. En esta
propuesta que guarda en lo esencial un apego al planteo original del marxismo, nos advierte acerca
del uso de modelos, desconfiando de aquellos universales, generalizantes y “eternos”,
ejemplificados con las proposiciones malthusianas, así como también de aquellos otros que por
reducir la materia de estudio al caso individual, resultan de validez limitada para la comprensión de
fenómenos totales.
Las preguntas que se plantea Vilar son en muchos casos simples, pero esa sencillez
inteligente encierra la importancia teórica y política de hallar sus respuestas. En su estudio sobre “Lo
Común y lo Sagrado”, en pleno contexto de la guerra y revolución española, revela su constante
preocupación por la objetividad de las configuraciones desde las cuales los sujetos interpelan el
mundo y promueven sus prácticas, señala:
“...en 1936, ante mis ojos, estalló una guerra que ha sido llamada civil porque españoles
enfrentaban a españoles, pero en la que alemanes e italianos bombardeaban a catalanes y vascos,
mientras voluntarios de setenta nacionalidades arriesgaban sus vidas, unos en nombre de una
solidaridad de clase, otros por amor a la libertad. ¿Quién combate contra quién? Menos implicado
personalmente que en otras guerras, la pregunta no provocaba en mí menor curiosidad ni menor
ansiedad”10. En ese quién condensa toda una compleja construcción de identidades que es
inescindible del desarrollo histórico del que son producto. A partir del fenómeno inmediato, una
guerra y sus dos frentes, logra comprender la formación de las potencias, la alineación de las masas
a partir de la ambigua noción de pueblo y patria, y ensaya una crítica de la ideología nacionalista que
tendrá en la guerra posterior sus peores consecuencias humanas11. La inteligencia de la pregunta
inicia el camino para ensayar una respuesta.
II- La Historia Total:
Geógrafo de profesión desde 1925, ya anticipaba tempranamente, lo que sería en sus propias
palabras una de sus principales obsesiones: “...eligiendo ser geógrafo, elegí ya aquello que se
convertiría, más tarde en una especie de obsesión: la historia total”12. Por ella entiende una
compleja trama de fenómenos que conforman la dinámica histórica y cuya comprensión implica una
jerarquización analítica en base a la búsqueda de determinaciones.
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Asumió, no sin ambigüedades, la necesidad de abordar el problema medular de las
contradicciones del desarrollo histórico. La Historia total es la historia del desarrollo. La
preocupación por la expansión y las contracciones que se hace patente en sus diversos trabajos, es
resultado del doble condicionante de su medio de origen, así como de su apuesta teórica y política
para explicar las posibilidades materiales del cambio social. Las formas brutales que las
contradicciones del desarrollo capitalista adquirieron en su época atravesarán muchas de sus
reflexiones, de allí que sus investigaciones girarán siempre en torno de la búsqueda de las lógicas
estructurales que llevan al crecimiento y a las crisis de una formación social13. Crecimiento,
desarrollo, crisis y transformación forman parte de sus principales inquietudes. Inquietudes que no
son resultado de abstracciones apriorísticas, sino de la profunda realidad social, económica, política
y cultural, combatiendo visiones fragmentarias que en nada se correspondían con la unidad compleja
y contradictoria del ser:
“Demasiados pensamientos en fuga ante la historia hacen hoy de la historia del pensamiento “una
serie discontinua de totalidades singulares”, afirma críticamente.
En este sentido, pese a las ambigüedades de algunas de sus interpretaciones, las limitaciones
de muchos de sus compromisos y los errores, asumidos o ignorados, Vilar pensó sus objetos de
estudio, como parte de una totalidad problemática.
Sus estudios sobre las crisis de tipo antiguo y la centralidad que adquiere el problema de la
llamada revolución agrícola, lo llevarán a establecer una serie de factores que condicionan la
emergencia recurrente de las crisis. El papel de los precios agrarios, la estructuración de la economía
campesina, así como la cuestión de la desigualdad de las cosechas como eje clave, son elementos
que Vilar pondera en una interpretación que trasciende lo estrictamente descriptivo, aunque sin
rehuir una detallista exposición erudita, para ofrecer una explicación que rechazando el mecanicismo
unicausal, le permita una aprehensión dialéctica de la densa complejidad de lo real.
El principal valor que tiene desde nuestra perspectiva la propuesta de una historia total radica en la
centralidad que adquiere la relación dialéctica entre estructura y coyuntura, entre objeto y sujeto.
Este tópico que atraviesa buena parte de la producción teórica del siglo XX, es en esencia el aporte
más significativo de Vilar.
En su crítica a Paul Ricoeur sostiene que lo “principal es pensar firmemente que lo objetivo
y lo subjetivo están permanentemente creándose, recíproca, dialécticamente, porque esa misma es la
relación que une materia y espíritu”14. Aquí formula sintética y claramente el método con el que ha
reconstruido los diversos desarrollos históricos estudiados.
El breve trabajo publicado originalmente en Europe en mayo de 1956 y editado luego en
Crecimiento y Desarrollo, bajo el título “El tiempo del Quijote”, es quizá, una pequeña muestra de la
historia total que cultiva con singular maestría y bella escritura15. El estudio de la crisis española del
siglo XVII, guiado por un minucioso análisis de los precios y salarios, y del impacto de la llegada
del oro y la plata americana, se acompaña de una rica interpretación de las ciegas políticas del estado
a través de la prolífica producción de memoriales a manos de arbitristas avezados, pero incapaces de
comprender el cambio material de su tiempo, en esa suerte de imperialismo desesperado que expresa
para el autor, a la vez que la etapa suprema del feudalismo la expresión de su decadencia. La potente
lucidez de este trabajo se halla en la manera en que los procesos materiales son enlazados con los
fenómenos de conciencia.
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Hemos dicho que la preocupación por la reconstrucción de la totalidad histórica, es en Vilar el eje de
su reflexión, totalidad que es en lo esencial la dinámica del desarrollo histórico en el cual se forjan
dialécticamente sujeto y objeto.
El Quijote, signo del irrealismo español, es al mismo tiempo denuncia y exhibición de la
incomprensión de una realidad, de un desarrollo histórico que ha dejado atrás las épocas de
caballeros andantes y fortunas logradas a fuerza de valor heroico y destreza militar. “Desvinculada
de la realidad, la España de 1600 prefiere soñar”, sentencia Vilar.
El historiador Vilar es hijo del Vilar hombre, contemporáneo, soldado. Desde su propia
experiencia como sujeto histórico resignifica las categorías con las que abordara la materia histórica.
Quizá porque su mejor enseñanza para quienes dedican sus esfuerzos al estudio de los procesos
sociales se condense en la capacidad para identificar los objetos de estudio a la vez que orientar la
forma de acercarse a ellos: “Nada me resulta más desagradable como historiador, que los juicios a
posteriori sobre este o aquel acontecimiento, sobre esta o aquella revolución. Si ha triunfado, es
justificable; si ha fracasado, es condenable. El problema del historiador es otro: saber examinar las
causas de un fenómeno, en la apreciación de sus circunstancias y en la observación de sus
consecuencias”16.
La breve narración de un sencillo episodio cuyas derivaciones teóricas, son producto de la
mirada histórica de su intérprete, nos permite comprender el método de trabajo así como los matices
que deben ser aprehendidos desde la mirada histórica. En el momento de la liberación de su largo
cautiverio a mediados de 1945, un intercambio fortuito y banal impactó fuertemente sobre su
percepción de los problemas de conciencia -campo que desde su perspectiva se hallaba aún
débilmente explorado- pero fundamentalmente el suceso le advirtió sobre los cuidados que debe
tener el historiador al aproximarse a las configuraciones ideológicas:
“Proclamados libres por un coronel de Québec-en francés, lo que resultó agradable-, todavía
tuvimos que andar algunos kilómetros antes de ser albergados en un pueblo. En el camino vivimos
algunos incidentes llenos de significado. Llegamos a una rica granja- una casa impecable- donde
reinaba el desorden en el corral y en los establos de los animales, y las mujeres que nos recibieron,
lloraban. En seguida nos dieron a entender que nunca confundirían a los oficiales franceses – gente
civilizada- con los soldados polacos y rusos -gente salvaje. Oyéndolas, creímos en un primer
momento que habían ocurrido cosas terribles: asesinatos, violaciones. Después supimos que
soldados rusos y polacos se habían comido la noche pasada dos cerdos de la granja. ¿Había que
reír o llorar? Entre lo objetivo y lo subjetivo pude haber un abismo”17. En ese abismo es donde
debe hundir su arma crítica el historiador para reconstruir aquellas lógicas materiales que determinan
en un contexto histórico particular, la tragedia que implicaba para esas campesinas “tan sólo” dos
cerdos muertos.
Vivimos tiempos en que la historia vuelve a recordarnos su carácter trágico, con potencias
imperialistas que reeditan exterminios, en que las modas académicas pretenden imponer el estudio
de lo banal convertido en objeto de culto intelectual por sobre la comprensión de los grandes
procesos de desarrollo, en que las preguntas pendientes sobre la conformación de las conciencias
sociales- y como señala Vilar de las “inconsciencias”- parecieran propias de objetos de anticuario, en
que la delicada búsqueda de la bella palabra inteligente cede paso en el campo historiográfico a la
producción en serie de papers y artículos en masa. Por ello en estas páginas pretendimos pensar
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históricamente a Pierre Vilar, para recuperar lo mejor de su legado, en la medida en que sus
contribuciones estimulan, a quienes transitamos la senda de la investigación histórica, a pensar la
relación dialéctica entre sujeto y objeto en las contradicciones del devenir histórico. Hacemos
nuestras las palabras de Vilar: “La historia es trágica, pero es mejor dedicar nuestros esfuerzos a
comprenderla que a intentar salir de ella”. Esa es la historia que aún está en construcción.
(Notes)
* Este trabajo es una versión ampliada de la comunicación presentada en las III Jornadas de Reflexión Histórica “Los asesinos de
la memoria, Homenaje a los historiadores de la Antigüedad y la Edad Media que vivieron las vicisitudes del siglo XX” organizadas
por el Instituto de Historia Antigua y Medieval en Buenos Aires, los días 27 y 28 de Agosto de 2007
1 MARX, K., El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Ed. de la Comuna, Montevideo, 1995, p. 9.
2 VILAR, P., “Marx y la materia histórica”, en Economía, Derecho, Historia, Ariel, Barcelona, 1983, p. 178
3 Recuerda Vilar que luego de ser trasladado desde un campo de concentración en el pueblo polaco de Schubin a un centro de
prisioneros franceses en el Tirol austríaco, en la pequeña ciudad de Lienz:
“... disfruté así del privilegio de leer íntegramente el Manifiesto Comunista a mis auditores, algunos de los cuales nunca habían
oído hablar de él. Cuando terminé, tuve la alegría de ver avanzar hacia mí a mi viejo amigo normalien y agregado de historia,
Michel Fourniol, antiguo socialista, pero ya entonces muy escéptico en política, diciéndome: ´ ¡Qué texto! Nunca será suficientemente
leído´. También en estos tiempos y en este lugar reuní y pensé lo esencial de lo que constituiría más tarde mi pequeña historia de
España”, Pensar históricamente, Crítica, Barcelona, 2004, pp. 181-182.
4 De su estadía en Barcelona, plasma Vilar una de esas anécdotas que revelan su mirada penetrante sobre los universos culturales
e ideológicos desde los cuales los sujetos aprehenden el mundo y actúan en él. A propósito de los acontecimientos en España luego
de 1934, con la proclamación de la República y la presidencia de Lluís Companys de la Generalitat de Barcelona, describe el clima
que se vivía en la calle al producirse la derrota republicana: “La rendición de Companys no nos sorprendió. Antes de ceder al sueño
nos preguntamos sobre sus consecuencias políticas. Cuando hubo amanecido, nuestra criada aragonesa fue a buscar, como siempre,
la leche para el desayuno. La esperamos impacientes, ávidos de saber la opinión de la calle sobre los acontecimientos de la noche.´
¿Qué dicen en la calle? Dicen que han ganado los curas´. He relatado en más de una ocasión esta respuesta ingenua y no dudo en
reproducirla aquí porque la considero una respuesta histórica”, Pensar Históricamente, op. cit., p. 125.
5 Cataluña en la España moderna : investigaciones sobre los fundamentos económicos de las estructuras nacionales, Crítica,
Barcelona, 1978.
6 “El ´Motín de Esquilache´ y las ´crisis del antiguo régimen´”, Revista de Occidente, 107, 1972.
7 Historia de España, Barcelona, Crítica, 1992. Además se suman entre sus aportes más relevantes “Oro y moneda en la historia”
,196; “Ensayos sobre la Cataluña del siglo XVIII”, 1975, Historia marxista, historia en construcción, 1975. La guerra civil española,
1986.
8 La Guerra civil española, Crítica, Barcelona, 1986.
9 Crítica, Barcelona, 1982.
10 En VILAR, P., Pensar históricamente, Crítica, Barcelona, 2004, p. 19.
11 Al respecto sostiene: “Me siento incómodo ante la palabra pueblo, porque si bien me inspira una inmensa simpatía, sé que su uso
permite disimular algunas trampas”, “Conclusiones”, en Pensar Históricamente, op. cit., p. 197.
12 VILAR, P., “Historia e Identidad”, en Pensar históricamente, op. cit., p. 70.
13 La historia personal deja su huella en sus apreciaciones como historiador: “El paso de mi período parisino a mi período barcelonés,
digamos de la década de 1920 a la década de 1930, fue también el paso de la prosperidad a la crisis. Y no dudo en escribir crisis del
capitalismo, particularmente profunda cuando las crisis de ritmos decenales se añaden a las crisis de ritmos interdecenales. Si
comprendí y aprecié, un poco más tarde, los trabajos de Simiand y Labrousse sobre las crisis, fue porque había vivido y conocido
su existencia real”, “Historia e Identidad”, en Pensar Históricamente, op. cit., p. 117.
14“Marx y la materia histórica”, en Economía, Derecho, Historia, op. cit., p. 156.
15 Crecimiento y desarrollo. Economía e Historia. Reflexiones sobre el caso español, Ariel, Barcelona, 1964.
16 “Historia e Identidad”, en Pensar Históricamente, op. cit., p. 125.
17 Ídem, p. 190.
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Pierre Vilar y la construcción
de una historia marxista.
Notas sobre el debate con Louis
Althusser *
Federico Martín Miliddi
CONICET
... cuando se miran de frente
Los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.
Gabriel Celaya
“La poesía es un arma cargada de futuro”
E
ntre los numerosos méritos del historiador francés Pierre Vilar destaca el de haber
postulado que una historia marxista está aún por construirse y que esta tarea reviste
implicancias científicas pero también políticas. Y es que la vida y la obra del Vilar
historiador no pueden disociarse de su intenso compromiso militante y de su adscripción
al materialismo histórico.
Un itinerario similar al de este historiador recorre su compatriota filósofo Louis Althusser
(comunista militante), con quien Vilar (consciente de la relevancia y el peso de su teoría) entabla un
diálogo polémico acerca del método y el sentido de la historia marxista. Ambos permanecieron fieles
al marxismo, aunque curiosamente, tal vez Vilar haya estado más cercano al Partido Comunista
francés pese a no haberse afiliado nunca1, que Althusser, quien era miembro del partido pero
manifestaba en sus escritos filosóficos estructuralistas una clara disidencia con la línea humanista
que sostenía la organización2. Sus vidas y sus obras, estuvieron signadas, como las de la mayoría de
los intelectuales marxistas del siglo XX, por la agudización de la lucha de clases en el período de
entreguerras, la Guerra Civil española, la Segunda Guerra Mundial (ambos combatieron en ella y
debieron purgar años de detención en campos de prisioneros nazis), la experiencia fascista, el
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régimen colaboracionista de Vichy, el stalinismo y la desestalinización, la Guerra Fría, la
descolonización y el anticomunismo. El medio intelectual en el que ambos forjaron su pensamiento
y su obra también fue común: los grises y lóbregos pasillos de la parisina Escuela Normal Superior
(ENS), ubicada en la célebre calle Ulm.
No ahondaremos aquí, sin embargo, en los apasionantes itinerarios biográficos de estos
intelectuales militantes3, nos centraremos específicamente en algunos aspectos de la controversia
teórico-metodológica acerca de la historia que los tuvo como protagonistas, enfocándonos
preferentemente en la argumentación de Pierre Vilar. Al repasar los lineamientos fundamentales de
esta polémica hoy, a más de treinta años del debate, y al constatar el estado actual de la historiografía
marxista apreciamos que no ha habido avances significativos en la construcción de una historia
marxista en el sentido sugerido por sus participantes. En gran medida, esto obedece a que uno de los
ejes centrales de la discusión, el de la cuestión de la totalidad, ha sido desplazado e ignorado por el
posestructuralismo, la moda teórica que sucedió al estructuralismo en el medio francés y en gran
parte de los escenarios intelectuales del mundo occidental. De esta forma, en consonancia con este
impulso destotalizador se impusieron tendencias como las de la microhistoria o versiones altamente
especulativas del conocimiento histórico, alejadas de la materia prima sobre la que trabaja el
historiador: los documentos. Un debate como el propuesto por Vilar en respuesta a Althusser
sencillamente se redujo a un grito sordo en el páramo teórico que acompañó como “superestructura
cultural”4 a la avanzada neconservadora de las últimas décadas del siglo XX. Al regresar a la lectura
de los argumentos de Pierre Vilar se comprueba la enorme vigencia y actualidad de su propuesta y se
evidencian las miserias de la historiografía posmoderna, posmarxista o posestructuralista y la
pobreza empírica y conceptual de sus elaboraciones. Éstas últimas no pueden asombrar a los lectores
de Vilar, quien criticó con vehemencia y lucidez toda forma de adhesión precoz y acrítica a las
fugaces luces de las modas intelectuales.
Antes que nada, para comenzar, debemos situarnos en contexto: la escena intelectual francesa
de la segunda mitad de los años ‘60 se sacude con la aparición de dos trabajos filosóficos destinados
a dejar una marca significativa en la teoría marxista, se trata de La revolución teórica de Marx y
Para leer El Capital, de Louis Althusser5. Producto de la labor de investigación del filósofo y su
equipo de colaboradores sobre las obras de madurez de Marx, el último de estos libros incluía
reflexiones acerca del método, los fundamentos y la teoría de la disciplina histórica, aplicando los
esquemas del estructuralismo marxista y desplegando el análisis de conceptos tales como Modo de
producción y formación económico social. Según Althusser, la historia (tanto como la filosofía y la
ciencia social) marxista debía fundarse y construirse sobre la base de estos conceptos, partiendo de
la “ruptura epistemológica6” producida por Marx, gracias a cuya obra la historia debía la investidura
de disciplina científica.
El trabajo de Althusser y su escuela genera, inmediatamente, debates y controversias, pero
logra captar una enorme atención en el medio intelectual francés y ejercer una fuerte influencia en
los análisis de historiadores, antropólogos, economistas y sociólogos de todo el mundo. Más citados
que realmente problematizados, Althusser, los althusserianos y el estructuralismo marxista se
transforman en una verdadera moda, que tendrá como derivación (previsible pero no necesaria) el
advenimiento del posestructuralismo tras los sucesos de Mayo del ‘68 en Francia y el posterior
abandono del marxismo.
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El núcleo central de la argumentación althusseriana acerca de la historia partía de la crítica de
lo que identificaba como la idea de “totalidad expresiva” por considerarla reduccionista y
mecanicista (ésta era la categoría central de la línea hegeliana del marxismo, cuyo principal
exponente era el filósofo húngaro György Lukács). Según Althusser, la concepción de “totalidad
expresiva” reducía artificialmente la complejidad del todo social al considerar a cada una de sus
dimensiones o instancias como una expresión de las determinaciones económicas. Esto tenía efectos
nocivos también sobre la labor historiográfica, puesto que la visión de la historia derivada de esta
“totalidad expresiva”, al ser manifestación de una operación de “corte de esencia”, redundaba en una
concepción lineal y homogénea del tiempo histórico que reducía y sobresimplificaba la compleja
estructuración de la totalidad social. La propuesta –que, según Althusser, encontraba sus
fundamentos en una lectura adecuada de la obra del Marx maduro– ofrecida como alternativa a esta
concepción radicaba en considerar la existencia de una “autonomía relativa” de esas instancias
(particularmente de la ideología y la política), de una eficacia particular de éstas en la totalidad
social y de temporalidades diferenciales para cada una de ellas. Esto último implicaba la necesidad
de elaborar historias particulares para cada una, capaces de dar cuenta de estas diferencias a partir de
sus tiempos históricos propios y de especificar sus formas concretas de articulación e intervención.
El resultado se plasmó en el empleo del concepto de “totalidad estructural”, en el que se
contemplaba la intervención específica de la ideología y la política en el proceso histórico-social sin
reducir estas instancias a una determinación mecánica por parte de la estructura económica, aunque
reconociendo la existencia de una estructuración jerarquizada, una “determinación en última
instancia” por la economía7.
La importancia de esta propuesta teórico-metodológica de Althusser y sus discípulos –
expuesta aquí de forma esquemática y sucinta– es difícilmente exagerable, ya que planteaba una
perspectiva renovadora y polémica del materialismo histórico, que rápidamente adquiriría el status
de una moda intelectual que Francia exportaría al mundo entero (su eclipse sería igualmente
acelerado cuando sobreviniera el marasmo antimarxista de la segunda parte de los años ‘70 y
durante los ‘80 y el althusserianismo se viera desplazado por otras “novedades” teóricas).
Frente a este cuadro de situación, Pierre Vilar, historiador notablemente interesado en las
cuestiones relativas al método de su disciplina, toma en sus manos la elaboración de una respuesta a
la teorización althusseriana, enfocada desde la perspectiva del historiador de oficio. En el año 1973
publica en la revista Annales, un artículo de casi cuarenta páginas titulado “Historia marxista,
historia en construcción. Ensayo de diálogo con Louis Althusser” en el que emprende con el filósofo
un debate y una crítica cordiales pero sin concesiones acerca de las bases y las tareas de la historia
marxista. A pesar de su manifiesto disenso teórico y metodológico, es importante destacar que Vilar
sentía un profundo respeto por Althusser (con quien lo unía, además, una relación de amistad) y por
su tarea de problematizar, profundizar y difundir seriamente la obra de Marx8. No es azaroso, en
este sentido, que planteara explícitamente sus diferencias con él bajo la forma de un “diálogo”,
reconociendo que ambos tomaban como punto de partida un fundamento común, el de la
superioridad explicativa y la justeza del método marxiano de análisis histórico. Vilar partía de
sostener, junto con Althusser, que la historia marxista estaba aún por construir y afirmaba que, de
hecho, la disciplina histórica estaba (o debería estar) permanentemente en construcción, pues
entendía que la materia prima sobre la que trabajaba (las relaciones sociales) era esencialmente
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dinámica. Pero, desde este acuerdo programático inicial, el historiador francés desplegaba una
propuesta radicalmente diferente de la elaborada por el althusserianismo, vinculada directamente con
las conclusiones obtenidas de su trabajo específico como historiador y de su aplicación del método
marxiano al estudio de la materia histórica9.
Veamos ahora los ejes centrales sobre los cuales Vilar fundamentaba su crítica a Althusser y
su propuesta para la construcción de una historia marxista. Éstos pueden identificarse claramente a
lo largo del texto:
- en primer lugar, el artículo de Vilar descansa, fundamentalmente, sobre un eje de polémica
epistemológico-metodológica, en el que se incluye la discusión acerca del método de Marx y su
trabajo científico, el debate acerca del concepto de Modo de producción y la transición y la cuestión
de la totalidad. Este es, sin duda, el aspecto clave del artículo de Vilar.
Frente a la teorización althusseriana, el concepto central que sustenta la propuesta vilariana
es el de “historia total”, entendida como una aproximación a los tiempos pretéritos desde un
abordaje capaz de dar cuenta e integrar de manera sutil las distintas dimensiones del todo social
(aspectos sociales, económicos, mentales, políticos, culturales) y explicitar cabalmente sus interrelaciones, sus dependencias y determinaciones múltiples, a fin de establecer su íntima ligazón. La
“historia total” de Vilar considera, al mismo tiempo, la preponderancia de los factores materiales en
el devenir del proceso histórico, pero sin reducirlos a una determinación mecánica o a una simple
superposición de las instancias. Esta “historia total” solamente puede resultar fructífera si logra
establecer adecuadamente la compleja articulación de la vida de los hombres y mujeres y los
acontecimientos con las estructuras. Rechazando lo que consideraba como una teorización extrema y
absoluta de Althusser, Vilar afirmaba que el surgimiento de la “historia total” se relacionaba
directamente con las vivencias que los historiadores como él habían experimentado en el turbulento
siglo XX, ese que Eric Hobsbawm ha llamado “la era de los extremos”10. Afirmaba:
“…la ‘historia total’ no la inventamos nosotros, la vivimos”11.
Este concepto se halla estrechamente ligado con una importante anotación metodológica que
introduce Vilar en su polémica con el estructuralismo: la historia es un proceso de dinámica
perpetua, de movimiento constante, de cambio continuo; por lo tanto, la historiografía está
condenada a tener que construirse y reconstruirse permanentemente. Nunca puede considerarse
cerrada o acabada, pues es su propia materia prima, los hechos históricos (y, según Vilar, todas las
acciones humanas lo son) la que la induce a esta mutación perpetua. La dimensión constructiva es,
de esta forma, consustancial a la disciplina histórica. En este sentido, Vilar manifestaba su
disconformidad con el inmovilismo implícito que presentaba la concepción estructuralista de los
modos de producción de acuerdo con la perspectiva althusseriana, puesto que, al afirmar que no
podían contenerse en ellos a un mismo tiempo tanto sus mecanismos de reproducción como sus
factores de no reproducción obturaba la posibilidad de pensar la transición entre un modo de
producción y otro. La explicitación de este bloqueo detectado por Vilar en la concepción del
estructuralismo marxista puede hallarse en la contribución realizada por Étienne Balibar en Para
leer El Capital, donde se afirma la necesidad de elaborar el concepto de un modo de producción
específicamente transicional para comprender el cambio histórico12. Vilar consideraba que, en
sentido estricto, la historia se encontraba permanentemente en transición, que los modos de
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producción estaban, desde su propia génesis, generando las condiciones para su transformación. En
una concepción como esta, la idea de Balibar resultaba, por supuesto, carente de sentido.
Esta propuesta historiográfica derivaba de una idea fuerza sobre la que arraigaba la
metodología de Pierre Vilar y que era la que, según su parecer, había constituido el sólido
fundamento de la elaboración marxiana, el “pensar históricamente” en todo momento. Éste era el
elemento que confería a la obra de Marx su mayor riqueza y que la convertía en un instrumento
decisivo para la labor del historiador. Vemos surgir aquí, al igual que en la defensa de la importancia
de los aspectos “vivenciales” en la elaboración de su método historiográfico, la cuestión del
historicismo, que Vilar asumía como un elemento central de su pensamiento y de su vida. Frente a
aquellos que lo acusaban de caer en el empleo de un método historicista, Vilar respondía:
“…¿cómo podría ‘caer’ en él? Yo nado en él, vivo en él, respiro en él. ¡Pensar al margen de la
historia me resultaría tan imposible como a un pez vivir fuera del agua!”13.
Éste no era concebido, sin embargo, como un historicismo a la manera croceana; Vilar
pensaba, más bien, en una total inmersión del historiador en la sustancia histórica de su tiempo como
forma de desarrollar la aptitud para lograr esa capacidad de “pensar históricamente” que constituía la
herramienta fundamental para su investigación científica.
Con respecto a la supuesta novedad de considerar la existencia de temporalidades
diferenciales, Vilar recordaba a Althusser la existencia de trabajos de investigación de tres
destacados exponentes de la Escuela de los Annales que habían avanzado en ese sentido y cuya
importancia había sido menospreciada por el filósofo. Se trataba de Lucien Febvre, Ernest Labrousse
y, especialmente, Fernand Braudel. Vilar le reprochaba el no haber considerado suficientemente la
labor de estos historiadores, que habían planteado y puesto en práctica en sus trabajos una
alternativa válida a la temporalidad lineal empleada por la historiografía tradicional. En este punto,
Vilar detectaba que la hipertrofia teórica de la que era prisionera la concepción althusseriana le
impedía observar que esa invocación a la construcción de una historia renovadora –crítica y
teóricamente cimentada– era anacrónica, pues ésta ya estaba siendo construida, de hecho, por estos
historiadores de la Escuela de los Annales. Desde la filosofía, Althusser reclamaba la puesta en
práctica de una metodología radicalmente diferente de la forma tradicional de construir la historia,
de acuerdo con los principios de la “revolución teórica” que Marx había puesto en marcha. Vilar
respondía, desde la historia, afirmando que ésta ya había sido implementada por Febvre, Labrousse y
Braudel, y sustentaba su posición dando cuenta en su artículo de la forma de trabajar de estos
historiadores. Según Vilar, los ejes de construcción de una historia marxista como la reclamada por
Althusser podían encontrarse ya en la forma en que las mentalidades sobredeterminaban la totalidad
social durante el siglo XVI de acuerdo con la conceptualización de Lucien Febvre, en las relaciones
entre ciclo y coyuntura establecidos por Ernest Labrousse para el siglo XVIII o en las estructuras de
duración diferencial estudiadas por Fernand Braudel en su monumental obra sobre el Mediterráneo
en la época de Felipe II. Vilar hallaba allí los cimientos sobre los cuales estaba empezando a ser
construida la historia marxista, aún por historiadores no marxistas (Febvre y Braudel no lo eran) y
reprochaba a Althusser su incapacidad para poder apreciarlo en toda su dimensión. Si bien la historia
marxista estaba aún por construirse, ya existían las bases para hacerlo, y éstas residían en la práctica
concreta de ciertos historiadores –en su ejercicio del oficio– y no provenían de una importación
forzada del armazón conceptual de las categorías teóricas marxianas a la disciplina.
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En lo que a la cuestión de las modas intelectuales respecta, Pierre Vilar no abandonaba jamás
sus recelos. En el caso del althusserianismo su lúcida crítica anticipatoria realizada a comienzos de
los ‘70 en este sentido ha demostrado, a la luz de los hechos, ser absolutamente pertinente.
“(…)¿Hay que desconfiar de los ‘intelectuales’?...”
se preguntaba Vilar en su conferencia inaugural del Coloquio internacional conmemorativo del
centenario de la muerte de Marx, brindada en la Universidad Complutense de Madrid en el año 1983
“…No de todos, por cierto, ni de los ‘intelectuales en general’. Pero sí de las ‘modas’ que se van
sucediendo, y que tienen al mismo tiempo significación ‘de clase’ y significación coyuntural.
Personalmente me he sentido siempre antiaroniano estructuralmente, pero también,
coyunturalmente antisartriano, o antifoucaultiano. En cuanto a Althusser, el afecto que le tengo
como persona, y la dimensión mundial que supo dar a la recuperación de Marx como pensador, me
hacen rechazar con indignación la calificación que se me ha otorgado alguna vez de
‘antialthusseriano’. Pero la verdad es que no he podido tomar muy en serio el carácter espectacular
de ciertas adhesiones, que rápidamente se revelaron muy frágiles. El lenguaje filosófico resulta
siempre atractivo para los que se preocupan antes de todo de las sucesivas ‘modas’.14”
Para confirmar la justeza de esta caracterización de Vilar basta simplemente observar la
completa claudicación teórica y política de algunos intelectuales, otrora “marxistas convencidos”, de
la escuela althusseriana como Badiou y Ranciére frente al posmodernismo triunfante de los años ‘80
y ‘90; pasada la fugaz novedad del estructuralismo marxista, solamente quedó la carcaza vacía del
hiperteoricismo y su retórica, centrados ahora en el estudio de los discursos y en la negación de las
determinaciones materiales de los procesos históricos y sociales y con implicancias políticas
netamente conservadoras. Similares trayectorias han seguido autores como Barry Hindess y Paul
Hirst, althusserianos declarados, quienes en la década del ‘70 elaboraron una extensa teorización
acerca de los modos de producción precapitalistas de fundamentación marxista y en la actualidad se
han convertido en exponentes destacados del llamado “posmarxismo” que recusa el concepto
marxiano de clase15. A pesar de esto, no debe dejar de reconocerse que la conceptualización
althusseriana influyó notablemente también en algunos de los más relevantes y prestigiosos
historiadores que ha entregado el siglo XX, basta mencionar el ejemplo de Albert Soboul –referente
central e ineludible de la historiografía sobre el Antiguo Régimen y la Revolución francesa– quien, a
pesar de sus reparos a determinados aspectos del estructuralismo, empleó fructíferamente numerosas
categorías del pensamiento althusseriano en sus investigaciones históricas16, o también los
elementos de la teoría de la ideología de Althusser que influyeron decisivamente en Georges Duby,
uno de los más destacados medievalistas que ha tenido la historiografía internacional17.
Hasta aquí hemos analizado someramente el eje fundamental de la respuesta vilariana a Louis
Althusser. Pero quisiera sostener también que, junto a estas cuestiones, hay en esta propuesta de
discusión epistemológica, un segundo eje problemático, no menos importante que el primero. Se
trata de la manifestación de una vocación de intervención político-ideológica que Pierre Vilar
sostiene –en tanto que historiador marxista– cuando reconoce que en este debate con el
estructuralismo althusseriano entran a tallar también elementos que hacen a la esencia de la labor
militante del historiador y a su intervención en las luchas de su tiempo. El reconocer que la historia
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está configurada por las relaciones sociales, por las formas de propiedad (Vilar consideraba
fundamental el estudio del derecho desde una perspectiva materialista18), por la búsqueda
permanente de hombres y mujeres por garantizar su sustento y supervivencia, por las luchas entre las
clases por perpetuar la explotación o por acabar con ella, por el cambio continuo y permanente (la
historia es, como dijimos, esencialmente dinámica) no reviste un interés exclusivamente científico o
académico; implica, a su vez, la toma de partido por la posibilidad y la necesidad de llevar adelante
la lucha revolucionaria y transformadora en el presente. Enfrentado a las encrucijadas de su tiempo,
el historiador asume una posición política y lo hace también cuando ejerce su oficio, en el acto
mismo de escribir la historia, porque es la historia misma la que lo empuja a ello como un sino
ineludible (y Vilar fue consciente de ese compromiso y lo asumió y lo ejerció durante toda su vida).
La politicidad es, de esta forma, consustancial con la investigación histórica y la labor del
historiador19. Y en este sentido, las implicancias políticas de una concepción objetivista de dessubjetivación radical como la althusseriana relegan la posibilidad y la potencialidad transformadora
de hombres y mujeres, de las clases, al papel de meros instrumentos de los juegos de las estructuras,
la política es desplazada entonces por la aséptica conceptualizción de “lo político” y pierde su lugar
como herramienta fundamental para la liberación del género humano. Debemos señalar que el
propio Althusser tomó conciencia de esta situación criticada por Vilar, reconociéndolo en numerosos
artículos y elaborando una autocrítica acerca de su desviación “teoricista” plasmada en un breve
libro publicado en 1974 titulado Elementos de autocrítica, en el que aceptaba los problemas que
contenían sus elaboraciones de los años ‘60, no solamente en el plano epistemológico sino también
en el político. También revisó los aspectos reproductivistas y funcionalistas de algunas de sus
concepciones, vinculadas con este teoricismo alejado de la historia20.
Para finalizar y como conclusión, podemos afirmar que la crítica y la propuesta de Vilar,
mantienen actualmente, en el siglo XXI, una vigencia asombrosa. La historia marxista en el sentido
por él planteado continúa siendo una cuenta pendiente en la agenda de los historiadores que
adscriben al materialismo histórico, particularmente después del colapso de los llamados
“socialismos reales” y del advenimiento de un furibundo ataque al materialismo histórico en los años
finales del siglo XX. Releer a Vilar hoy, reflexionar junto a él acerca del método y el oficio del
historiador, seguir su ejemplo de compromiso político inclaudicable, son claves que sin duda puedan
ayudarnos para avanzar en esta imprescindible tarea irresuelta, cuyas consecuencias no solamente
atañen a la construcción de una historiografía con sólidos fundamentos científicos, sino también al
avance de las luchas políticas emancipatorias del presente. Vilar nos recuerda desde cada una de sus
páginas que esta labor no es para el historiador marxista una elección, sino un deber y un
compromiso cotidianos.
Bibliografía consultada y citada:
* ALTHUSSER, Louis: Para leer El Capital. Siglo XXI Editores, México, 1998.
La filosofía como arma de la Revolución. Siglo XXI Editores, México, 1994.
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“Nota sobre los aparatos ideológicos de Estado (AIE)”, en: Nuevos escritos. La crisis del movimiento comunista internacional
frente a la teoría marxista. Editorial Laia, Barcelona, 1978. Págs. 83-105.
Elementos de autocrítica. Editorial Laia, Barcelona, 1975.
El porvenir es largo. Ediciones Destino, Buenos Aires, 1993.
* ANDERSON, Perry: Tras las huellas del materialismo histórico. Siglo XXI Editores, México, 1988.
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Consideraciones sobre el marxismo occidental. Siglo XXI Editores, México, 1987.
* ASTARITA, Carlos: “La historia de la transición del feudalismo al capitalismo en el marxismo occidental”, Buenos Aires, 2006,
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* BONVECCHI, Alejandro: Althusser, estrategia del impostor. Ediciones Colihue, Buenos Aires, 1996.
* BURKE, Peter: La revolución historiográfica francesa. La Escuela de los Annales: 1929-1989. Editorial Gedisa, Barcelona,
1999.
* CAÍNZOS LÓPEZ, Miguel A.: “Clases, intereses y actores sociales: un debate posmarxista”, en Revista española de
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* DUBY, Georges: Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo. Editorial Taurus, Madrid, 1992.
* ESCARTIN ARILLA, Ana: “Un ‘testigo cercano’. Los ‘vínculos vitales’ entre Pierre Vilar y España”, Primer Encuentro
Hispanofrancés de Investigadores (APFUE/SHF): “La cultura del otro: español en Francia, francés en España”, Universidad de
Sevilla, 29 de noviembre-2 de diciembre de 2005. Edición digital disponible en el link:
http://www.culturadelotro.us.es/actasehfi/pdf/3escartin.pdf , págs. 462-467.
- Fontana, Josep: “Pierre Vilar i la història de Catalunya”, en L’Avenç, Nº 297, Barcelona, diciembre 2004. Edición digital
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La historia de los hombres. Editorial Crítica, Barcelona, 2001.
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* LUNA, Pablo: “Itinerario de un historiador: Pensar históricamente de Pierre Vilar”, en: Revista Frontera de la Historia, Volumen
6, Bogotá, 2001. Págs. 203-216.
“Pierre Vilar (1906-2003): una obra de historiador”, en: Investigaciones sociales, año IX Nº 14, Lima, 2005.
* MAURICE, Jacques: “Pierre Vilar (1906-2003)”, en: XI Boletín de la Asociación internacional de hispanistas, Boletín de la
Asociación Internacional de Hispanistas, 11/04. Soria: AIH, Fundación Duques de Soria. 2005. Págs. 49-50. Edición digital
disponible en el link:
http://asociacioninternacionaldehispanistas.org/vilar.pdf
* PETRUCCELLI, Ariel: Ensayo sobre la teoría marxista de la historia. Ediciones El cielo por asalto, Buenos Aires, 1998.
* SOBOUL, Albert: “El movimiento interno de las estructuras”, en: Labrousse, Ernest (et al.): Las estructuras y los hombres.
Editorial Ariel, Barcelona, 1969. Págs. 115-130.
La Francia de Napoleón. Editorial Crítica, Barcelona, 1993.
* VILAR, Pierre: Economía, Derecho, Historia. Editorial Ariel, Barcelona, 1983.
Sobre 1936 y otros escritos. Ediciones V.O.S.A., Madrid, 1987. Artículos: “Marx ante la historia de España”, págs. 41-55 y
“Palabras de presentación de la primera edición en castellano de las Obras de Stalin”, págs. 55-60.
Pensar históricamente. Editorial Crítica, Barcelona, 2004-A.
Memoria, historia e historiadores. Universidad de Granada/Universidad de Valencia, Granada, 2004-B.
Iniciación al vocabulario del análisis histórico. Ediciones Altaya, Madrid, 1999.
(Notes)
* Este trabajo es una versión ampliada de la comunicación presentada en las III Jornadas de Reflexión Histórica “Los asesinos de la
memoria, Homenaje a los historiadores de la Antigüedad y la Edad Media que vivieron las vicisitudes del siglo XX” organizadas
por el Instituto de Historia Antigua y Medieval en Buenos Aires, los días 27 y 28 de Agosto de 2007
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1 Es un testimonio de esta situación el rescate y la abierta defensa que realizaba Vilar de la obra de Stalin acerca de la cuestión de
las nacionalidades. Véase, por ejemplo, su discurso pronunciado en Madrid a finales de 1984 (utilizado luego como preámbulo a la
primera edición en España de las obras de Stalin). Vilar, Pierre (1987), págs. 55-60.
2 Pueden verse al respecto las obras de Perry Anderson (1988) y de Alejandro Bonvecchi (1996).
3 Pueden verse para ello las obras El porvenir es largo (1993) de Louis Althusser y Pensar históricamente (2004), de Pierre Vilar.
En el caso de Vilar, es recomendable también, la lectura de los artículos biográficos de Pablo Luna (2005), Carlos Hermida Revilla
(2006) y Jacques Maurice (2005).
4 El término pertenece al teórico y crítico literario marxista Fredric Jameson quien concibe al posmodernismo en general como la
superestructura cultural del capitalismo tardío. Según Jameson, una de las características fundamentales del posmodernismo como
superestructura es el “debilitamiento de la historicidad”. Jameson, Fredric (1991).
5 Es importante aclarar aquí que los títulos originales en idioma francés eran Pour Marx (1965) y Lire le Capital (1967), alejados
del sesgo instrumentalista, propagandístico, dogmático y manualístico que le confirió la traducción castellana a cargo de Marta
Harnecker. No era el propósito de Althusser y de su grupo de colaboradores elaborar una guía para leer El Capital de Karl Marx,
sino reflexionar acerca de las implicancias científicamente revolucionarias de su método.
6 Althusser tomaba este concepto de Gaston Bachelard, con quien se había formado en Paris.
7 A pesar de que las formas concretas de operación de la “determinación en última instancia” por parte de la economía en el
proceso histórico real no terminaron de ser cabalmente explicadas por Althusser y sus discípulos. Véanse especialmente los
capítulos IV (“Los defectos de la economía clásica. Bosquejo del concepto de tiempo histórico”) y V (“El marxismo no es un
historicismo”) de Para leer El Capital. Págs. 101-157.
8 No sucedía lo mismo con respecto a la obra de Michel Foucault, de quien Vilar deploraba su profunda ignorancia acerca de la
materia histórica y el escaso fundamento empírico y teórico de sus elaboraciones. Véase su artículo “En los orígenes del
pensamiento económico: las palabras y las cosas”, incluido en Economía, Derecho, Historia (1983). Págs. 87-105. También en el
artículo que estamos analizando aquí, en el parágrafo titulado “¿Michel Foucault o Lucien Febvre? Los tiempos del saber”, págs.
200-202.
9 Vilar repetía incansablemente que él había llegado al marxismo desde su labor como historiador, constatando en su trabajo
empírico la pertinencia del método empleado por Marx y no a la inversa.
10 El título original inglés de su Historia del siglo XX es Age of extremes. The short twentieth century. 1914-1991.
11 Vilar, P. (2004-B), pág. 29. Cursivas en el original.
12 “Acerca de los conceptos fundamentales del materialismo histórico”, en: Althusser, L. (1998), págs. 217-335.
13 Vilar profirió esta exclamación frente al reproche que le dirigiera el filósofo griego Nikos Poulantzas, discípulo de Althusser, en
un debate realizado en Atenas en los años ‘60, según narra en una conferencia del año 1987 contenida en Vilar, P. (2004-B), págs.
68-69.
14 Citado en Hermida Revilla, C. (2006), “Apéndice”, pág. 59.
15 Véase Caínzos López, Miguel (1989).
16 Puede verse, por ejemplo, su trabajo La Francia de Napoleón, en el que estudia los aparatos ideológicos del Estado durante el
período napoleónico utilizando categorías althusserianas. A pesar de su brevedad, son muy interesantes las reflexiones planteadas
por Soboul en un coloquio sobre el estructuralismo y los hombres en el que participó junto a Labrousse, Lucien Goldmann y Pierre
Vidal Naquet, entre otros (Soboul, 1969).
17 Las influencias althusserianas en Duby son manifiestas y explícitas en su trabajo Los tres órdenes o lo imaginario del
feudalismo, publicado en francés en el año 1978.
18 Véase su artículo “Historia del derecho, historia ‘total’”, en Vilar, P. (1983), págs. 106-137.
19 Althusser, como marxista convencido y consecuente, también era partidario de esta idea, recordemos que consideraba a la
filosofía como “un arma para la revolución”. Althusser, L. (1994). Su rescate del pensamiento filosófico y epistemológico de Lenin
también es testimonio de esto.
20 Es lo que puede apreciarse en su artículo de revisión sobre la cuestión de los aparatos ideológicos de Estado publicado en el año
1978.
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Presentación del estado de las investigaciones - Período 2006
Exposiciones realizadas durante el Seminario realizado en el Instituto de Historia Antigua y
Medieval los días 27 y 28 de Noviembre de 2006
“Ortodoxias y herejías entre los siglos iv y vi d.c”
Hugo Zurutuza
(Director Sección Historia Antigua)
El siglo IV, con la multiplicación de controversias y fracturas al interior de la comunidad
cristiana, fue el escenario de numerosos exilios. La mayoría de ellos fueron generados por motivos
religiosos. La más temprana y manifiesta intolerancia cristiana no tuvo como víctima a los paganos,
sino a los cristianos considerados heréticos. La intolerancia entendida no como una cuestión de
principios sino de hecho, como una disposición para poner en marcha medidas violentas y
represivas contra el oponente.
La respuesta al problema no fue novedosa: consistió en un recurso habitual en la tradición
imperial romana, el uso de la ley como instrumento, dirigido ahora para fortalecer el poder episcopal
frente a la comunidad, y en el patrocinio imperial de los concilios, cuyos acuerdos y sentencias
fueron impuestos por la coerción del Estado.
Coincidimos con María Victoria Escribano en “Disidencia doctrinal y marginación geográfica
en el s. IV d.C. Los exilios de Eunomio de Cizico”, que los exilios sucesivos de los obispos
disidentes durante la polémica arriana del siglo IV permiten no sólo reconocer las formas que asume
el alejamiento coercitivo en el derecho tardío cuando se aplica al herético -fundamentalmente el
exilio temporal o relegatio, la deportación y la repatriación- sino también evidenciar la estrecha
vinculación entre disidencia religiosa y persecución política en el transcurso de la controversia
arriana con la implementación de la marginación espacial como estrategia para neutralizar o
erradicar tanto las rivalidades religiosas como la eliminación de los adversarios políticos.
Estos enfrentamientos dieron lugar a sanciones conciliares y disposiciones imperiales contra la
disidencia religiosa, cuya aplicación hizo de la condición de exiliado una experiencia común a
muchos obispos y del exilio la topografía específica del herético, y también sostenemos que la
controversia arriana además de ser un debate teológico, devino también un conflicto de
competencias entre sedes episcopales, un enfrentamiento entre figuras carismáticas, a la vez que una
confrontación entre matrices culturales diferentes, pars occidentis v. pars orientis.
Por lo tanto, el exilio constituyó una clara manifestación de intolerancia, además de ser un
instrumento de represión contra el oponente.
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En el concilio de Nicea de 325 se sancionó el símbolo de fe que aprobado por los obispos como
canon de ortodoxía desencadenó represalias contra todos los que se negaron a suscribirlo: en
particular la práctica de discriminación analizada.
En pocos años este conjunto de situaciones que desembocó en un violento enfrentamiento entre
Constancio y los obispos, visibiliza una crítica situación en la que los participantes estaban
compitiendo por la distribución del poder en el nuevo imperio cristiano.
Una situación problemática debió afrontar el emperador Constancio II, especialmente al quedar
como el único protagonista, después de la muerte de su hermano Constante (350) y de la derrota
definitiva y posterior suicidio del usurpador Magnencio (353), cuando desde el poder definió, con
algunas vacilaciones, su propia ortodoxia, profundizando así las fisuras del conflictivo espacio
cristiano, alterado desde la adopción del símbolo niceno.
Se reforzaba entonces la contínua ingerencia del príncipe en los asuntos de la Iglesia, el control
de la elección de los obispos de las sedes más importantes y también la búsqueda de compromisos
doctrinales con la intención de resolver o al menos disminuir la controversia teológica, todo esto
concretado con la fuerza del brazo secular por él controlado y poniéndose del lado, como ya
señalamos, de una parte determinada del cuerpo eclesiástico: los arrianos, que tampoco configuraban
un conjunto doctrinalmente homogéneo, integrado por homeusianos, homeos y anomeos, entre las
principales tendencias, todos dispuestos a enfrentarse a los adversarios nicenos.
La personalidad de Constancio II atrajo en torno a él, tanto a personajes independientes que con
valor e intransigencia se opusieron a su política religiosa, v.g. Atanasio y Lucifer, como a sujetos
obsecuentes que por sus propios intereses o por otros motivos no discutían sus acciones que, en
general, ellos mismos habían generado o por lo menos alentado, como en el caso de sus nefastos
consejeros palatinos ilíricos, Germinio de Sirmio, Ursacio de Singidunum (actual Belgrado) y
Valente de Mursa (actual Eszeg u Osijek, antigua Yugoeslavia).
Otro momento crítico, el siglo VI, con la continuidad de disputas y divisiones dentro del
inestable espacio cristiano, fue el escenario de nuevas marginaciones. La intolerancia también
irrumpía como consecuencia del denominado Cisma de los Tres Capítulos que involucraba también
la intervención del Imperio Romano de Oriente y el enfrentamiento de los obispos en discusiones
teológicas que encubrían las características ambiciones políticas tanto de las sedes episcopales
orientales y como de las occidentales.
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“Chronistica y exempla: El demonio en la crónica de Fray
Salimbene de Parma”
Horacio Botalla
(Investigador UBA)
Durante el Medioevo, el diablo ha constituido el principal arquetipo de monstruosidad para el
imaginario social Sin embargo, lo que parece reconocerse, en definitiva, es un significativo cambio
en la concepción del aspecto demoníaco en sus apariciones que potencia el carácter de seductor y
gran perpetrador de engaños. El demonio cuya aparición estaba marcada por los rasgos monstruosos
se mimetiza ahora entre los hombres para consumar sus tentaciones. En ese nuevo horizonte las
notas que lo delatan resultan más sutiles y exigen, al mismo tiempo, capacidades espirituales
especiales.
El siglo XIII conoció en el Occidente europeo el auge de un horizonte de género de singular
proyección en el espacio social: la literatura de exempla. La intención ejemplar en los textos era,
ciertamente, antigua y prestigiosa: De hecho empezó a erigir sus cimientos ya a partir del siglo VI
con obras como los Dialogi del papa Gregorio I Magno y se hacía presente en las más diversas
formas genéricas en la medida que se procurara una modificación deseable en la conducta de los
individuos.
En el transcurso del siglo XIII se asiste a una especial conciencia de ciertos grupos de la
necesidad de encauzar actitudes y prácticas en consonancia con nuevas interpretaciones de los
imperativos intrínsecos a ciertos modos de accionar. La Iglesia se encontraba particularmente
preocupada por esta labor y esto resultó notorio en la actividad de algunos de sus grupos y cuadros.
En este sentido, se habría de destacar el protagonismo de las órdenes mendicantes en los planos más
diversos de la actividad de la Iglesia en el siglo XIII. Desde el ámbito letrado a las prácticas de
contacto más estrecho con la grey, franciscanos y dominicos asumieron un papel en que sobresalía
su gran plasticidad para adaptarse a los más diversos perfiles sociales.
Justamente, uno de los rasgos principales de la actividad de las órdenes mendicantes fue, sin
duda, la predicación, por lo cual debieron desenvolver prácticas específicas para su ejercicio así
como procedimientos formativos acordes con ella. La práctica de la predicación no suponía en
general una labor de improvisación absoluta, constituía un recurso oral regido por la escritura e
involucraba no un mero conocimiento de la Sagrada Escritura y de los Padres y exegetas sino, más
bien, su reconfiguración en obras de mediación que proporcionaban diversos tipos de ordenamiento
temático. Se desarrollaron formas sistematizadas de agrupar temas y relatos, cada vez más
numerosos, a los efectos de facilitar su utilización. Consecuentemente también, el período conoce
una intensa actividad de compilación de literatura de exempla, como en los casos de Etienne de
Bourbon o de Jacques de Vitry.
En el espectro de los testimonios de los miembros de la Orden de los Frailes Menores se destaca
indudablemente la Chronica del fraile parmense Salimbene de Adam cuya singularidad se asienta no
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solamente en lo vívido de las experiencias plasmadas en el texto sino también en el peso específico
que trasunta una de las dimensiones de esa experiencia, su quehacer de predicador. Esta práctica
junto a su interés por la escritura y su textualidad polifónica convergieron en su atención hacia la
lityeratura de exempla.
La configuración textual de la Chronica de fray Salimbene muestra un marcado perfil aluvional
con diferentes formatos de género inscriptos en la matriz formal de la línea cronológica. El autor
relaja el orden analístico al punto de otorgar a su obra un carácter misceláneo y, en este plano,
incorpora abundantes materiales vinculados con una de sus tareas primordiales, la predicación.
Precisamente, esto explica la profusa trama de remisiones bíblicas y su implementación en discursos
de corte homilético y didáctico como lo es la literatura de exempla.
En el final de estas breves notas no puede evitarse la consideración del diablo en las palabras de
Arturo Graf como un “Proteo infernal” El principal aspecto en relación al tema que nos ocupa tiene
que ver con esta atenuación o mitigación de la imaginación teratológica en relación con el demonio.
Hay dos aspectos aquí a tener en cuenta a saber, la utilidad literaria que habilitaba este polimorfismo
diabólico y, por otro, la relación que se establece entre cotidianeidad de la presencia del diablo y su
principal accionar a través del engaño. Este hecho tiene significativas consecuencias en las
conductas que debe incorporar el individuo para descubrir y resistir esos ardides y abre tanto un
amplio marco de posibilidades narrativas-incidentales y proyecciones formativas en el creyente que
permitían potenciar la inserción escogida por los mendicantes en el espacio social para desenvolver
su actividad.
Frente a la ejemplaridad hagiográfica que pone su énfasis en el fundamento positivo de la
virtud, este conjunto de exempla llama la atención sobre la presencia del demonio como obstáculo
constante de su práctica. Sería necesario reflexionar sobre las consecuencias de este nuevo hincapié
en plano de las mutaciones de la religiosidad en los siglos finales del período medieval.
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“Tópicos literarios y estilísticos en la correspondencia de
Gregorio Magno”
Liliana Pégolo
(Investigadora UBA)
En variadas ocasiones nos referimos a Gregorio Magno como uno de los últimos hombres del
Tardoantiguo no sólo por su forma de visualizar los problemas que atañen al Imperio, a su antigua
capital, Roma, y a la defensa del patrimonio de San Pedro; sino también por el modo en que
comunica su relación con los diversos actores sociales y la dicotómica inserción en una existencia
mundana y los afanes monacales. Su Regestum, es decir, el amplio conjunto de cartas que acompaña
su gobierno en el obispado romano, permite observar esa compleja comunicación a través de la cual
construye un entramado socio-político y económico, del que no es ajeno lo eclesial y lo dogmático
Entre la correspondencia más cercana al momento de su asunción en el cargo como obispo de
Roma, a finales del siglo VI, se analizarán en la presente comunicación dos epístolas, pertenecientes
al L. I del Registrum epistolográfico ( la I, 5 enviada a Teoctista, la hermana del emperador
Mauricio, y la I, 41 cuyo remitente es el apreciado Leandro, quien convertirá a la realeza visigoda).
En ambas epístolas se advierte una mixtura genérica, ya que es plausible considerarlas como cartas
privadas o personales y, al mismo tiempo, filosóficas por el carácter didáctico y expositivo de las
mismas. Gregorio, conforme al espíritu paulino del epistolario argumentativo y retórico del apóstol,
fusionó los géneros epistolográficos que los antiguos “réthores” habían clasificado en torno a “lo
público y lo privado”. Por otra parte no es de extrañar que la reunión de marcas genéricas disímiles,
sea una de las tantas características tardoantiguas que se advierten en la correspondencia gregoriana.
La habilidad pastoral de Gregorio, que se valió de estrategias discursivas como el hecho de
trastocar los moldes retóricos de la clasificación genérica, supo incluir la dicotómica experiencia del
pontífice, conviertiéndose en un “yo” confesional mortificado por haber tenido que renunciar a sus
intereses ascéticos para hacerse cargo de las cuestiones de la política eclesiástica de su tiempo. Esta
dualidad de santidad y participación de los asuntos de Estado es una característica del Occidente
cristiano, no ajena para quienes formaban parte de las clases aristocráticas.
Al respecto, Salvatore Pricocco afirma que la esperanza de salvación en el monasticismo
occidental se relacionaba con una fuerte presencia aristocrática ya desde las primeras comunidades
monacales. Los nobles y la clase terrateniente se retiraban junto a su servidumbre para continuar con
un determinado estilo de vida, en el que la comunión con las lecturas bíblicas y la reflexión sobre las
mismas, no significó más que la transformación del otrora otium clásico (1).
Además de las lecturas testamentarias, esta clase emparentada con la nobleza senatorial, que se
había formado en las escuelas de gramática y retórica imperiales, había asimilado el canon de los
autores antiqui, entre los que se hallaban Virgilio, Cicerón, Horacio, Séneca y otros llamados poetae
“novi” por Servio (s. IV), tales como Persio y Juvenal. La lista de los autores que se leían en las
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escuelas se fue ampliando progresivamente hasta el siglo XIII, tal como recuerda Ernst Curtius (2),
incluyendo en un determinado orden, a escritores paganos y cristianos. Cabe recordar que un
personaje tan influyente en el monasticismo occidental como Juan Casiano, en su peregrinatio por
Oriente, a finales de la cuarta centuria, afirma haberse acompañado por la poesía virgiliana que
conoció en su formación retórica, formación esperable para un hombre de su condición social y
económica (3).
Ya en el siglo VI, particularmente en la primera mitad, la retórica entra, en Italia, en contacto
con la vida política a través de la labor de Casiodoro, quien funda el Vivarium, en el que se consagra
al estudio de la teología y de las ciencias profanas. Sin embargo no debe olvidarse que la enseñanza
que se impartía en las escuelas era de carácter compendiario, por lo tanto se trabajaba con un
conjunto de preceptos estilísticos y un reservorio de figurae con las que se adornaban los discursos.
El ornatus, según Quintiliano, VIII, 3, es la suprema aspiración de los que escriben y seguirá
siéndolo hasta el siglo XVIII (4); por lo tanto la escuela conserva el arte de la retórica como un
“legado de autoridad” del que se echa mano, sobre todo en lo que atañe a las figuras de expresión y
de contenido, que reciben el nombre particular de topica (5).
Los tópicos son fórmulas temáticas que forman parte del llamado por Umberto Eco depósito de
técnicas argumentales que el cuerpo social asimila, pues brindan soluciones codificadas y
confirmadas por el código del que se parte en la construcción del discurso (6). Es así que al
comienzo de la epístola I, 5, Gregorio se vale del denominado tópico de la “falsa modestia” (7) para
ganarse la buena voluntad de su interlocutor, en este caso, la hermana del emperador Mauricio, con
la que se había relacionado durante su permanencia en Bizancio. Esta fórmula, conocida más
vulgarmente como captatio benevolentiae, es estimada por el mismo Cicerón en De inventione I, 16,
22 (8) para su utilización en la apertura del discurso, ya que es conveniente que el orador se presente
con una actitud humilde y suplicante ante sus interlocutores. Así se inicia la epístola:
Mens mea vestrae venerationi quanta devotione substernitur, explere verbis nequeo, nec
tamen me prodere laboro (9),
Seguidamente Gregorio se lamenta ante su interlocutora por haber sido reducido a una
condición mundanal, utilizando para ello de formas verbales pasivas y medias a través de las cuales
deja traslucir su reducción forzosa o su meditativa reflexión, las cuales han sido objeto de las
convergencias temporales y los avatares políticos que se desencadenaron en la península itálica ante
la invasión lombarda. Así se expresa el pontífice sobre el “exilio” de la continencia monacal,
utilizando el recurso de la variatio, paralelismos sintácticos y otros valores semánticos insertos en el
plano figurativo, tal como sucede en términos como color:
Miror autem, quod in me conlatas dudum continentias vestras ex hac moderna pastoralis officii
continentia distraxistis, in qua sub colore episcopatus ad saeculum suum sum reductus, in qua tantis
terrae curis inservio, quantis me in vita laica nequaquam deservisse reminiscor (10).
Este pasaje ejemplifica la estructura dicotómica que presenta la epístola ya que, sobre la base
de antinomias topográficas que representan la necesidad obligada de exhibirse al mundo y el deseo
reprimido de la inclusión monacal, Gregorio instala otra oposición basada en “el arriba y el abajo”,
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por la cual se siente excluido del goce que lo lleva a la divinidad, al tiempo que advierte
desplomarse interiormente:
Alta enim quietis meae gaudia perdidi et intus corruens ascendisse exterius videor (11).
Por medio de esta “geometrización” del espacio mental, el pontífice simboliza psicológica y
filosóficamente los territorios de su desgarramiento y hostilidad frente al mundo (12), característico
de la angustia confesional del Tardoantiguo. Excluirse del “afuera” supone la elevación hacia la
divinidad y el abandono por parte del espíritu de todo aquello que, por medio de una gradación, está
representado a través de términos como mundum, carnem, fantasmata corporis.
En el cuerpo de la epístola, Gregorio hace uso de citas bíblicas conforme al contenido
exegético y pastoral de la misma; en este caso la intimidad de su palabra está en consonanacia con el
sentido alegórico que aplica a los pasajes testamentarios; por ejemplo el tópico del “retornar a la
casa” que pertenece a Marcos 5, 19 es utilizado por el pontífice para interrogarse sobre la
posibilidad de volver a la predicación, pues se siente imposibilitado de recogimiento (13). Una
imagen sálmica de interés, como es el motivo de la “rueda”, que se halla también en la concepción
estoica sobre el azar de la vida humana, es interpretada por Gregorio como una representación de las
variabilidades de la vida humana y la vanidad de la gloria terrenal (14).
Siguiendo con lo que podría denominarse, una antropología de la imaginación según
Bachelard (15), nos referiremos brevemente a la epístola I, 41, en la cual Gregorio utiliza el motivo
de la “nave del Estado”, motivo literario tradicional cuyo origen se remonta a la lírica griega arcaica.
En esta carta de abril del año 591, que tiene como destinatario al obispo Leandro, pueden
reconocerse una serie de imágenes relacionadas con el gobierno de un barco en medio de los
avatares de una tormenta. Esta imaginería se relaciona también con la épìca virgiliana, sobre todo si
se tiene en cuenta cómo la tormenta con que se abre la Eneida, se constitutyó en un motivo
transitado no sólo en lo literario, sino también en la plástica.
Gregorio inicia su epístola, la cual es una respuesta a una anterior enviada por el obispo
español, conversor de Recaredo, rey de los visigodos, haciendo conocer a su remitente los avatares
que debe sufrir en el cumplimiento de su labor pastoral y política:
Tantis quippe in hoc loco huius mundi quatior, ut vetustam ac putrescentem navem, quam
regendam occulta Dei dispensatione suscepi, ad portum dirigere nullatenus possim (16).
Con metáforas que aluden a la posibilidad del naufragio, el pontífice demuestra con una
actitud de modestia, la dificultad del momento presente. Como puede advertirse, el remitente
combina diversas figuras retóricas a nivel de contenido y también de expresión, tales como la
organización anafórica de las frases y su estructura paralela en cuanto a la repetición del adverbio
temporal nunc:
Nunc ex adverso fluctus inruunt, nunc ex laterecumuli spumosi maris intumescunt, nunc a tergo
tempestas insequitur (17).
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Al igual que en la epístola I,5, Gregorio insiste en la turbación de su espíritu y en la
obligación a la que fue sometido a la que alegoriza con la imagen del timón de la nave, la cual está
amenazada por la “sentina de los vicios”. El “yo” se lamenta por la pérdida de la quietud (18), aún
cuando está respondiendo en una circunstancia bastante grata, ya que el bautismo de la corte
visigoda supone el control, para la causa de la iglesia católica, de otra de las zonas del antiguo
Imperio:
Interque haec omnia turbatus cogor modo in ipsa clavum adversitate dirigere, modo, curvato
navis latere, minas fluctuum ex obliquo declinare. Ingemisco, quia sentio, quod negligente me
crescit sentina vitiorum, et tempestate fortiter obviante iamnumque putridae naufragium tabulae
sonant (19).
A partir de esta declaración de desasosiego, el interés del pontífice es la solicitud al
destinatario para que lo continúe acompañando en su labor política y misional, con lo cual se cierra
el exordio plagado de tópicos comunes que Gregorio recrea en su circunstancia comunicativa
particular.
Hasta aquí el sucinto comentario de estas cartas, que no son las únicas en las que se puede
advertir la presencia del aparato retórico heredado; tan sólo se trata de un acercamiento a las fuentes
que permiten recrear circunstancias personales y sociales. El conocimiento de la lengua profundiza
dicho acercamiento con la intención de echar luz en la “mirilla” particular de la epistolografía
gregoriana.
1) Salvatore Pricoco, “Le trasformazioni del monachesimo occidentale fra Tarda Antichità e Alto
Medioevo” en Morfologie sociale e culturali in Europa fra Tarda Antichità e Alto Medioevo.
Spoleto, 1998. T. Secondo, pp. 787-788.
2) Ernst Curtius, Literatura europea y Edad Media latina. México, 2004. Tomo 1, III. “Literatura y
enseñanza”, pp. 79-80.
3) Agostino Pastorino, “I temi spirituali della vita monastica in Giovanni Casiano”. Civiltà Classica
e Cristiana. Anno I, Nº 1, Aprile, 1980, pp. 125ss.
4) Idem (2), IV. “Retórica”, p. 110
5) El tradicional tratado de María Rosa Lida, La tradición clásica en España. Barcelona, 1975,
“Perduración de la literatura antigua en Occidente”, p. 305, se define topica como el catálogo
histórico del lugar común, entendiéndolo como una de las claves de la unidad cultural europea
6) Umberto Eco, La estructura ausente. Introducción a la semiótica. Barcelona, 1989. 5 “El mensaje
persuasivo: la retórica”, p. 171.
7) Idem (2). V “Tópica”, pp. 127ss
8) De inv. I, 16, 22: prece et obsecratione humili ac supplici utemur (“nos valdremos de ruegos y
súplicas humildes”).
9) “Con cuánta devoción se somete mi mente a vuestra veneración, no soy capaz de llenar de
palabras el pensamiento, y sin embargo no me ocupo en transmitirlo,”). Cabe aclarar que la fórmula
sententias explero es de uso retórico y aparece en otro de los tratados retóricos de Cicerón, Orator
168 con el valor de “dotar al pensamiento de una forma plena”.
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10) “Mw admiro no obstante, porque distrajisteis sobre mí vuestras continencias reunidas después de
esta reciente moderación del oficio pastoral, en la cual bajo el aspecto del episcopado he sido
reducido al siglo, en la cual me pongo al servicio de tantas preocupaciones terrenales, cuantas no
recuerdo haber servido de ningún modo en la vida laica.”
11) “Pues perdí los elevados goces de mi quietud y me parece que he ascendido más exteriormente
mientras me derrumbo en mi interior.”
12) Gastón Bachelard: La poética del espacio. México, 2000. IX, pp. 185-186
13) Sed quid inter tot terrenas curas valeat Dei miracula praedicare, cum iam mihi difficile sit
saltim recolere? (“¿Pero quién entre tantas preocupaciones terrenales tendría fuerzas para predicar
los milagros de Dios, cuando ya para mí es difícil ejercitar de nuevo el espíritu?”).
14) Peccator ergo cum in praesenti vita profecerit, ut rota ponitur, quia in anterioribus corruens ex
posterioribus elevatur. (“En consecuencia, aunque el pecador haya crecido en la vida presente,
cuando es puesto en la rueda, pues derrumbándose en anteriores circunstancias, es elevado en las
posteriores.”).
15) Idem (11), pp. 188ss.
16) “Por cierto soy sacudido en este lugar de este mundo por tantos oleajes, que a la vetusta y
pútrida nave, que recibí por un secreto designio de Dios, no podría de ninguna manera dirigirla a
puerto.”
17) “Ahora por el lado contrario se precipitan las olas, ahora desde el costado los cúmulos
espumosos del mar se elevan, ahora desde atrás sigue la tormenta.”
18) Flens reminiscor, quod perdidi meae placidum litus quietis, et suspirando terram conspicio,
quam tamen rerum ventis adversantibus tenere non possum. (“Llorando rememoro, que perdí la
playa tranquila de mi quietud, y suspirando percibo la tierra, la cual sin embargo no puedo tener por
los vientos adversos de las cosas.”).
19) “Y perturbado entre todas estas cosas soy obligado, no sólo, a dirigir el timón en esta misma
adversidad, sino también con el costado curvado de la nave, a desviar las amenazas de los oleajes
por un camino oblicuo. Gimo, porque siento, que negligentemente me crece la sentina de los vicios,
y por la tempestad que se me opone muy fuertemente las tablas pútridas después de tanto tiempo
anuncian el naufragio”
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“La tradición en el decretum de Burchard de Worms: Una
lectura crítica”
Andrea Vanina Neyra
(becaria CONICET)
La tradición juega un papel fundamental en la transmisión del saber en tiempos medievales,
pero una las hipótesis de nuestra investigación doctoral sobre las supersticiones en el Decretum del
obispo Burchard de Worms (1) es que éste la utilizó para legitimar su obra -como era usual entre los
autores de la época-, a la vez que introdujo elementos nuevos.
El tema ya había sido trabajado en otras oportunidades, pero con una lectura más lineal,
vinculada con el análisis de las manifestaciones del propio Burchard al respecto. A partir de la
lectura de nueva bibliografía se ha podido releer el documento desde una perspectiva mucho más
compleja y rica, lo que resultó en una reformulación y revisión de algunas ideas anteriormente
manifestadas.
Una polémica cruza la problemática: muchos historiadores creen encontrar solamente repetición
y copia en las obras medievales, mientras que otros afirman que, no obstante el uso de topoi y la
redundancia en la información transmitida, podía quedar un espacio para algún tipo de innovación
(introducción de tópicos nuevos o de nuevos sentidos). En efecto, Burchard constituye un claro
ejemplo de este último caso.
El Prólogo del Decretum –el primero que explicita una clara intención educativa- pone de
manifiesto el método, las fuentes utilizadas y los objetivos del compilador: se trataba de guiar el
trabajo de los sacerdotes, que carecían de un texto único y ordenado al cual recurrir. Por otra parte,
la queja acerca del desacuerdo y la confusión reinantes en los cánones y en los textos utilizados por
los sacerdotes era a menudo un topos en las colecciones canónicas que justificaba la necesidad de un
nuevo texto.
Con respecto a las fuentes -de una variedad notable en cuanto a su origen-, el obispo
wormaciense declara haber simplemente agrupado reglas de la Patrística y de los cánones. Sin
embargo, bajo una mirada detallada, queda claro que el respeto por la tradición que se afirma
cumplir no tiene mucha relación con la realidad. Numerosos investigadores han aportado cuantiosos
ejemplos de modificaciones textuales y de orden en la copia, omisiones, adiciones, cambios de
inscripciones, gracias a los cuales se confirma que estos métodos estaban extendidos y hasta algún
punto aceptados, si bien eran disimulados.
El uso arbitrario de las autoridades puede darse en diferentes niveles y en cualquiera de los
elementos que conforman las colecciones canónicas sistemáticas que comenzaron a difundirse a
fines del siglo IX y de las que el Decretum es una clara muestra: en la inscriptio (atribución) de la
cita a una u otra colección anterior, en la copia del texto en sí mismo con modificaciones, en la
fragmentación del texto original, etc. En algunas oportunidades, las modificaciones no se debían al
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nuevo compilador, sino a aquél al que este recurría como autoridad. En el caso específico de
Burchard de Worms, constatamos la presencia de causas no intencionales e intencionales en las
variaciones. Las primeras tienen generalmente como motivo la dependencia de fuentes
intermediarias, como Regino de Prüm, la Collectio Anselmo Dedicata y Rábano Mauro.
En relación con el segundo tipo de causas -las intencionales- las modificaciones se deben
básicamente a la valoración de las autoridades. A pesar de que la jerarquía de las mismas no es clara
ni fue explicitada, parece ser que el obispo optó por darle fuerza a su trabajo a partir de la atribución
de los cánones a instancias jerárquicas antiguas o elevadas, como a concilios antiguos, a los Padres y
a papas, evitando siempre explicitar el uso del derecho secular. Las Santas Escrituras parecen haber
disfrutado del lugar más elevado en la valoración de las autoridades, al menos en los tiempos que
nos atañen. Greta Austin (2) afirma que esto se manifiesta de una manera particular en Burchard,
cuyo interés teórico en la Biblia se ve reflejado en su escrito; así, parte de los principios generales
presentes en ella para guiar la solución de los tres problemas de las colecciones anteriores al
Decretum identificados en el Prefacio, a saber: la falta de autoridad, la discordancia de los cánones y
la falta de soluciones concretas para los problemas cotidianos.
Otras autoridades relevantes para Burchard fueron los Padres de la Iglesia, los Papas, los
concilios (que representaron un estimado referente autoritativo) y apenas tres penitenciales (el
Penitencial Romano, el Penitencial de Teodoro y el Penitencial de Beda), si bien incorpora cánones
recientes de concilios germánicos y francos y colecciones cercanas a su tiempo.
Ésta es una estrategia usada reiteradamente: cuando un canon proviene de una fuente de dudosa
o escasa autoridad -o del derecho secular- sencillamente se cambia la atribución y se le atribuye una
proveniencia de mayor prestigio. La prudencia también se da en cuanto a escritos de origen reciente;
esta puede también ser la explicación del hecho de que Burchard no indique cuáles son sus fuentes
intermediarias. Un caso paradigmático es el capítulo 5 del Liber XIX, generalmente caracterizado
como inspirado en Regino. Cabe preguntarse sobre las razones por las cuales el obispo de Worms no
pone ninguna inscriptio –tratándose de uno de los pocos casos en todo el Corrector (apenas tres en
total). Creemos que en parte se debe no sólo a la cercanía temporal de la obra de Regino, sino
también al hecho de que el interrogatorio penitencial allí expuesto fue considerablemente ampliado y
remodelado (3). Paul Fournier destaca la “originalidad” del libro XIX en el hecho de que procede de
los otros libros del Decretum en cuanto a temáticas y orden de exposición (4).
Entonces, el objetivo del proceder con los textos es la búsqueda de claridad en la exposición y el
intento de evitar la conocida contradicción entre los cánones que, frecuentemente, eran reunidos en
una obra sin tener en cuenta que, en realidad, podían ser incompatibles. De acuerdo con Wilfried
Hartmann, “Burchard von Worms, der ein einheitliches Werk ohne innere Widersprüche herstellen
wollte, hat der dissonantia und der discrepantia der Kanones dadurch abzuhelfen gesucht, daß er die
Texte veränderte und interpolierte.” (5) También se conseguía acomodar los textos a las necesidades
contemporáneas y, así, conferirles una mayor utilidad.
Burchard de Worms se mantuvo dentro de los parámetros aceptados por la élite intelectual en el
Medioevo. Según Peter Landau, “… Burchards Aktivität kann nur quantitativ als ungewöhnlich groß
bezeichnet werden. Bereits Regino von Prüm hatte bei der Rezeption von Bischofskapitularien die
Herkunftsangabe stets verändert; Inskriptionsveränderungen waren auch in kleineren deutschen
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Sammlungen des 10. Jahrhundert häufig…” (6). En el Decretum, como así también específicamente
en el Corrector, pudimos verificar los métodos extendidos entre los escritores y colectores de
colecciones canónicas. Este manejo ambiguo de la tradición, cuyas autoridades destacadas eran
respetadas, pero a la vez modificadas o falsificadas, se relacionaba íntimamente con los objetivos de
los autores y compiladores. En el caso de Burchard, a través de estos métodos se lograron los
objetivos planteados en el Prólogo: darle forma a una colección con autoridad (si bien falseada), sin
contradicciones y útil para los religiosos.
1) Burchard de Worms fue obispo en dicha diócesis entre los años 1000 y 1025.
2) AUSTIN, Greta. “Jurisprudence in the Service of Pastoral Care: The Decretum of Burchard of
Worms”, en: Speculum. A Journal of Medieval Studies. Juli 2004. Vol. 79, N° 3. The Medieval
Academy of America. Cambridge, Massachusetts, págs. 929-959 (EMMERSON, Richard K.
(Editor)).
3) Aunque algunos estudiosos opinan que Burchard tomó un penitencial que ya estaba en
circulación, no logran definir cuál sería.
4) FOURNIER, Paul. Mélanges de droit canonique. 1. Aalen, Scientia, 1983. (En dos volúmenes).
5) HARTMANN, Wilfried. “Autoritäten im Kirchenrecht und Autorität des Kirchenrechts in der
Salierzeit”, en: WEINFURTER, Stefan. Die Salier und das Reich. III. Gesellschaftlichen und
ideengeschichtlicher Wandel im Reich der Salier. Sigmaringen, Jan Thorbecke, 1991, pág. 431.
6) LANDAU, Peter. “Gefälschtes Recht in den Rechtsammlungen bis Gratian”, en: Kanones und
Dekretalen. Beiträge zur Geschichte der Quellen des kanonischen Rechts. Goldbach, Keip Verlag,
1997. Bibliotheca Eruditorum, 2, pág. 30.
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“Mutaciones prácticas y conceptuales en torno a la
definición de la humanidad en el mundo griego”
Julián Gallego
(Investigador CONICET – UBA)
Nuestra línea de trabajo en torno a las mutaciones en el sentido práctico de la idea de hombre en
la Grecia clásica parte de la propuesta conceptual que postula que el sentido situacional de una idea
radica en la red de prácticas en la que dicha idea circula, y que la instituye como tal.
En esta sentido, una de las tesis más impresionantes del libro Pensar sin Estado de Ignacio
Lewkowicz (Paidós, 2004) es aquella que plantea una transformación en el sentido práctico de la
idea de hombre. Si hoy en día no es la explotación sino la expulsión la que ocupa el lugar
fundamental en las situaciones sociales, es porque, justamente, un a veces imperceptible
deslizamiento ha habilitado la posibilidad de unas prácticas sociales que nos abisman: “no todos los
biológicamente homo sapiens son socialmente hombres”. Los registros de este desplazamiento son
diversos.
Las naciones, otrora organizadas sobre la base de una ciudadanía declamada como
universalmente aplicable a cada ser humano y garantizada legalmente por Estados soberanos,
desdibujan sus fronteras, tanto literal como metafóricamente, ante el avance de espacios
“integrados” por los mercados. La figura del consumidor emerge como base de estos espacios,
delimitando un marco global, sí, pero al que no se accede mediante la aplicación de un derecho sino
mediante la posesión de capital. Si en teoría la humanidad entera es potencialmente consumidora, es
una condición práctica mercantil la que habilita el acceso al consumo, condición tanto más aleatoria
por cuanto que depende del propio mercado. La ecuación, en definitiva, es la siguiente: se es
socialmente hombre si se es consumidor, y se es consumidor si se accede al mercado. Quienes
queden excluidos no serán simplemente no consumidores sino que socialmente habrán caído fuera
de la humanidad instituida.
Las cárceles, otrora al servicio de un Estado apoyado sobre la idea de ciudadanía y destinadas,
por ende, a reconvertir al reo en un ciudadano útil, se han transformado en depósito de presos. La
exclusión de la humanidad instituida se consuma como expulsión que clausura la posibilidad de
humanización, según las pautas socialmente vigentes, de aquellos que, fuera de las cárceles, podrían
aleatoriamente incluirse en el mercado mediante alguna forma de consumo, es decir, volverse
humanos en tanto que consumidores.
Ciertamente, en abstracto parecería tratarse de una mera cuestión volitiva: quien se lo propone
puede incluirse. Pero, en realidad, la dinámica mercantil genera la exclusión/expulsión como una
situación que se reproduce, incluso de manera ampliada, y que potencia el “no-retorno” al mercado y
al consumo. Que algún ejemplo muestre que alguien logró zafar de esta condición no desdice sino
que, en rigor, reafirma la capacidad de interpelación ideológica de la figura de la humanidad
consumidora. Así, el tránsito por las sinuosidades de la subjetividad instituida, esto es, el “tipo de ser
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humano que resulta de las prácticas discursivas propias de una situación”, no produce ningún punto
de subjetivación, esto es, un plus, un algo más, que “permite criticar o desarticular o ir más allá o
destotalizar ese tipo de humanidad específica que se ha instituido en esa situación”.
A partir de esto, el problema central tratado en esta investigación consiste en que con el
desarrollo del imperialismo ateniense y la Guerra del Peloponeso (así como las guerras por la
hegemonía durante el siglo IV), tanto en las prácticas de esclavización como en sus representaciones
culturales comienza a ponerse en ruptura el prejuicio que igualaba al esclavo con el bárbaro o el no
griego. En efecto, en la medida en que se empieza a establecer que no hay diferencias naturales entre
griegos y bárbaros, la guerra entre griegos termina generando la esclavización de unos griegos por
otros. Este proceso se liga al catastrófico derrumbe de las prácticas políticas de la pólis en tanto
marco que había servido para la definición de la humanidad griega. Puesto que la esclavitud
constituyó la forma más radical de des-investidura de la humanidad que podía ser imaginada y
practicada en la Grecia antigua, cuando la esclavización comenzó a esparcirse sobre los propios
griegos se transformó en el fenómeno más vívido en términos del nuevo sentido práctico que la idea
de hombre había progresivamente adquirido. En efecto, en la red de prácticas en la que se inscribía
la esclavitud, la deshumanización constituyó un reaseguro para la dominación. El problema apareció
con la extensión de este criterio sobre los propios griegos, con la consiguiente exclusión de quienes
habían estado incluidos en la idea práctica de humanidad griega. Así, los cambios verificados en el
estatuto de la esclavitud remitían en última instancia a las alteraciones en la disposición práctica de
la idea de hombre. Por otra parte, en el mismo contexto histórico de la pólis tardía, marcado por la
esclavización de unos griegos por otros, la liberación de los mesenios, que habían estado dominados
por los espartanos, permite poner de relieve desde otra óptica las transformaciones ya aludidas en el
sentido práctico de la idea de hombre: se trata en este caso de la inclusión de quienes previamente
habían sido excluidos. Así, los parámetros que asociaban al griego con la definición positiva de la
humanidad y al no griego, generalmente el bárbaro, con la esclavitud y la deshumanización,
perderían su razón de ser práctica puesto que desde mediados del siglo V a.C., las prácticas
identificatorias de la helenidad se vieron sometidas a mutaciones que introdujeron nuevos elementos
en la percepción y la definición de la humanidad.
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“El control de los espacios sociales en la antigüedad
tardía. Cromacio de Aquileya, `hombre de Iglesia en la
frontera ilírica”
Esteban Noce
(Becario CONICET)
La presente comunicación tiene por objetivo indicar los avances efectuados en nuestra
investigación, centrada en la figura y la obra de Cromacio de Aquileya. Comenzaremos por exponer
los aportes derivados del trabajo prosopográfico para, luego, señalar los resultados de nuestros
primeros abordajes del corpus cromaciano, específicamente de sus Comentarios al Evangelio de
Mateo.
El trabajo prosopográfico –realizado en base a la Prosopographie Chrétienne du Bas-Empire
(1) - nos ha permitido avanzar en el conocimiento de la biografía de Cromacio a la vez que elaborar
una primera reconstrucción de la red eclesiástica en la que se halla inserto. Presumiblemente oriundo
de la misma Aquileya, Lamarié (2) sitúa su nacimiento en la segunda mitad de la década del treinta
del siglo IV. Hacia 369-370 ya había sido ordenado sacerdote (3). Por entonces, formaba parte de
una comunidad ascética establecida en la ciudad. En 381, participaría activamente en el Concilio de
Aquileya que, con las condenas de Paladio y Secundiano, pretendía poner fin al peligro arriano en la
parte occidental del Imperio. Hacia el 388, recibiría la consagración episcopal de manos de
Ambrosio de Milán. Sin duda debemos entender su ascenso al episcopado en el marco de la reacción
de los “hombres de Iglesia” ante las intromisiones del poder imperial y el avance del arrianismo en
el norte de la península itálica. En efecto, como afirma Zurutuza, en el transcurso del siglo IV
“observamos la configuración de una frontera virtual como línea de resistencia antiarriana,
antioriental e incluso anticonstantinopolitana” que, a partir del episcopado milanés de Ambrosio
(374-397), implementaría nuevos dispositivos de selección y formación de cuadros eclesiásticos,
privilegiando le elección de sujetos de extracción local, “que se manifestaban más confiables y
respetuosos de la ortodoxia” (4). En este contexto deben entenderse, entre otras, las designaciones de
Eusebio para la asunción del obispado de Concordia, de Flavio Latino en Brescia, de Juliano en
Parenzo y, por supuesto, de Cromacio en Aquileya.
La poca atención que ha merecido la figura de éste último entre los historiadores, aspecto que
abordaremos más adelante, no se condice con la dimensión de su persona y la importancia de su
episcopado. En efecto, durante su obispado, que se prolongaría hasta su muerte a finales del 407 o
comienzos del 408, aparece vinculado a personajes de inmensa relevancia. Además del ya aludido
vínculo que lo une a Ambrosio, Cromacio mantiene sólidos contactos con Jerónimo, Rufino y Juan
Crisóstomo. Efectivamente, además de actuar como intermediario en el conflicto que mantendrían
Jerónimo y Rufino hacia fines del siglo IV, lo vemos animando a Jerónimo a proseguir su labor de
traductor y comentarista. Similar influjo ejerció sobre Rufino quien, según su propio testimonio,
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recibió del obispo de Aquileya el estímulo necesario para dedicarse a la traducción y continuación de
la Historia Eclesiástica de Eusebio de Cesarea.
Pero quizá la importancia de Cromacio en la red episcopal de fines del siglo IV y comienzos
del V no se vea tan claramente en ninguna otra circunstancia como en el hecho de haber sido uno de
los tres obispos occidentales a los que Juan Crisóstomo se dirigiría, tras su expulsión de la sede de
Constantinopla en el 404, a fin de exponerles su situación y reclamarles su intervención ante el
emperador Honorio. La importancia de la figura de Cromacio se descubre al recordar quiénes eran
los otros obispos involucrados en la mediación: el papa Inocencio I de Roma y Venerio de Milán, sin
duda representantes de las dos sedes occidentales de mayor relevancia.
Sintetizando lo dicho hasta aquí, es claro que Cromacio actúa en el marco de dos grandes
encrucijadas: una espacial, pues Aquileya, situada en la inmediatez de la frontera Ilírica, constituye
un puesto fronterizo entre el mundo Occidental y el Oriental; la otra temporal, ya que su tiempo
marca el límite entre dos épocas, el fin del siglo IV y el comienzo del V, que traerá a Occidente la
penetración sistemática de los pueblos bárbaros, circunstancia que en repetidas ocasiones, obligará a
Cromacio y su grey a refugiarse en el vecino puerto de Grado. Tal circunstancia hará de él un
mediador entre el mundo romano en mutación y el mundo cristiano en construcción y, sin duda, este
hecho, su carácter de “hombre de Iglesia” que opera sobre una realidad en transformación intentando
orientar dicho cambio hacia la consolidación y defensa de un espacio cristiano y niceno, no puede
dejar de reflejarse en su obra.
Y efectivamente, debemos decir que ha bastado una aproximación elemental al corpus
cromaciano, compuesto por 45 sermones y 61 tratados sobre el evangelio de Mateo, para verificar
los supuestos que nos llevaron a hacer del obispo de Aquileya el objeto de nuestra investigación: su
obra, específicamente los Comentarios al Evangelio de Mateo, son una clara respuesta al contexto
que afecta su vida y la de su ciudad en las últimas décadas del siglo IV y las primeras del V.
La desarticulación de la herejía y la condena de sus portavoces, quienes “se hallan fuera de la
barca en la que el Señor cruzó el mar con sus discípulos, porque todos éstos no son dignos de estar
en la Iglesia de Cristo” (5) (Tr. 41, 3), constituye una preocupación principal de Cromacio. Como
podría esperarse, el arrianismo se erige, cuantitativa y cualitativamente, como blanco principal de
sus invectivas. Unas veces, de modo literal, como en su interpretación del célebre pasaje de Mateo 7,
15-16 referido a los falsos profetas, “lobos con piel de oveja”: “vestido de oveja vino Arrio,
predicando a Cristo Señor, pero por dentro se vio que era un lobo, pues dijo que el creador de todo
era criatura; y también éste devastó, como lobo rapaz, la grey de Cristo por muchas iglesias de
Oriente. Y sus discípulos intentan hoy engañar y seducir a las ovejas de Dios en varias iglesias” (Tr.
35, 4). En otros tratados, aún sin mencionar a Arrio, es claro que su doctrina constituye el objeto de
sus disquisiciones. Tal es el caso de las múltiples referencias a los “dos nacimientos de Cristo”, el
corporal y el divino: “nace de una virgen el que ya antes existía, nacido del Padre: es creado en el
seno según la carne quien antes había creado los ángeles y todas las cosas; se ve hombre al que es
Dios; se contempla en un bebé al que es Señor de la gloria; aparece pequeño en el cuerpo quien es
sublime en majestad; y es llevado por las manos maternas el que lleva todo el mundo y el tiempo”
(Tr. 2, 6).
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Siendo la principal, el arrianismo no es, sin embargo, la única herejía que merece la atención
de Cromacio. El relato evangélico del regreso de Jesús y sus padres a la tierra de Israel tras la muerte
de Herodes le permite –entendiendo el término latino anima como alma- defender la asunción de
cuerpo y alma por parte de Jesús. En efecto, destaca que “esto lo decimos porque algunos en su
necia predicación se han atrevido a afirmar que el Hijo unigénito de Dios asumió nada más que el
cuerpo” (Tr. 7, 1), en clara referencia a Apolinar de Laodicea y su doctrina, el apolinarismo, que
definía a Cristo como “Dios encarnado”.
También Sabelio y Fotino son caracterizados como “lobos con piel de oveja”. El primero,
debido a que “reduce a una unión la unidad del Padre y del Hijo, afirmando que para él el mismo
Padre es el Hijo, porque confiesa con mente sacrílega que el mismo Padre comenzó a ser el Hijo al
nacer de una virgen” (Tr. 35, 4); el segundo, porque “afirmó que Cristo, Señor y Salvador nuestro,
era solamente un hombre” (Tr. 35, 3-4).
Pero si, como testimonian estas referencias, la lucha contra la herejía en defensa de la fe
nicena es para Cromacio un objetivo de primer orden, dirige también múltiples diatribas contra el
judaísmo y los gentiles, como al indicar que “se llaman también lobos los judíos y los gentiles que
persiguen a la Iglesia”, para luego señalar que “es mejor la condición de los judíos y gentiles que la
de los herejes. Pues aquellos, si creen en Cristo, de lobos se convierten en ovejas. Los herejes, por el
contrario, de ovejas se hicieron lobos, pues pasaron de la fe a la incredulidad” y “con el ingenio de la
astucia diabólica, al modo de las arañas, extienden como una red su doctrina fraudulenta para
engañar con una trampa traidora a los hombres vacilantes y de espíritu mudable” (Tr. 35, 5).
Pese al inevitable interés que despierta una figura como la de Cromacio de Aquileya, tanto
por el contexto histórico en que se desarrolla su acción pastoral como por su producción literaria, el
abordaje de su figura y de su obra reconoce escasos antecedentes. Pero si resulta llamativa la poca
atención que Cromacio ha merecido, más sorprendente aún es el hecho de que dichos estudios
asumen, en su gran mayoría, un carácter netamente doctrinal y litúrgico. En efecto, la literatura
cromaciana permanece prácticamente intacta en lo que a lecturas en clave política y social respecta,
aún cuando, como vimos, no sólo la vida y obra de Cromacio se desarrollan en un período y en un
espacio de fuertes controversias políticas y doctrinales sino que la propia acción episcopal de
Cromacio, como evidencian sus Comentarios, está claramente orientada hacia el fortalecimiento y
pervivencia del espacio cristiano-niceno aquileiense.
En conclusión, creemos que nuestras primeras aproximaciones a Cromacio de Aquileya sin
duda confirman la necesidad de abordar la obra del obispo aquileiense desde una perspectiva sociopolítica y de redimensionar la figura de un obispo cuya importancia en los procesos de mutación del
norte de la península itálica de mundo romano a mundo cristiano durante las últimas décadas del
siglo IV y las primeras del V pareciera ser mucho mayor que el que hasta hoy le ha reservado la
historiografía
1) Prosopographie Chrétienne du Bas-Empire, 2 Italie I-II, Rome, Ecole Francaise de Rome, 2000.
En adelante P.C.B.E., 2, I-II.
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2) En CROMACE D´AQUILÉE, Sermons, introducción, texto crítico y notas de Lemarié, J.,
traducción de Tardif, H., (Sources Chrétiennes, 154), París, p. 45, nota 1.
3) Las siguientes referencias biográficas a Cromacio de Aquileya fueron tomadas de Chromativs,
episcopus Aquileiensis, en P.C.B.E., 2, I, pp. 432-436.
4) ZURUTUZA, H., “Fronteras étnicas e identidades religiosas en los `Hombres de Iglesia´ de la
Italia del Norte durante el siglo IV”, en MARCO SIMÓN, F., PINA POLO, F., REMESAL
RODRÍGUEZ, J., (eds.), Vivir en tierra extraña: emigración e integración cultural en el mundo
Antiguo, Actas de la reunión realizada en Zaragoza los días 2 y 3 de junio de 2003, Barcelona,
Instrumenta, 2004.
5) Todas las citas del Comentario al Evangelio de Mateo fueron tomadas de la edición de Ciudad
Nueva, introducción, traducción y notas de José Granados y Javier Nieva, Madrid, 2002.
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“Los judíos a través de la mirilla de Gregorio Magno
Rodrigo Laham Cohen
(Tesista UBA)
En el marco del seminario anual de tesis Poder y jurisdicción en Italia en la Antigüedad Tardía
y el Alto Medioevo (Siglos VI a IX), dictado por los doctores Hugo Zurutuza y Horacio Botalla, ha
sido iniciada una investigación tendiente a indagar en torno a la figura de Gregorio Magno, obispo
de Roma entre los años 590 y 604, en lo tocante a sus relaciones con las comunidades judías itálicas.
El objetivo central de la investigación abarca diversos puntos, entre los cuales resaltan dos ejes
centrales:
En primer lugar se persigue el estudio de la actitud ante la alteridad, vista esta desde uno de los
centros de poder eclesiásticos más importantes de la época, con la subsiguiente comparación
respecto a actitudes previas y posteriores.
En segundo termino, imbricado plenamente con lo anterior, se busca la delimitación de las
características de las comunidades judías itálicas de fines del siglo VI y principios del VII, haciendo
especial hincapié en sus rasgos sociales y económicos. Adelantemos aquí que no nos encontramos
con una aglomeración monolítica. De lo investigado se deduce la inexistencia de una fisonomía
única del “judío” del siglo VI. Como se verá a lo largo de esta breve exposición, el judaísmo itálico
de la época estudiada presenta un arco de variables que impiden una definición rígida. Lo social, lo
político, lo geográfico e, incluso, lo demográfico, representan factores que, aglutinados de diversos
modos, funcionan a modo de prisma, dividiendo al judaísmo como abstracción en una gama de
individuos muy diferentes entre si.
El cuerpo heurístico principal sobre el que se centra el proyecto esta constituido por veinticuatro
epístolas enviadas por el mentado obispo a diversos sujetos. Las cartas que hemos rastreado, sobre
un total de ochocientas sesenta y seis que han llegado hasta nosotros, son aquellas que – por algún
motivo – hacen referencia a individuos y comunidades judías.
Ahora bien, el manejo del Regestum debe ser realizado teniendo en cuenta ciertos aspectos que
relativizan el peso o la intencionalidad de un mensaje. No solo se ha demostrado que Gregorio
modifica las características tipológicas en relación a su receptor, sino que la persecución de un
mismo objetivo puede decantar en dos mensajes en apariencia contradictorios.
Tómese como ejemplo el siguiente caso que nos suministra Clelia Martínez Maza. Hacia el 22
de Junio de 601 Gregorio envía una carta al rey britano Edelbert, en la cual lo insta, en el marco del
proceso de evangelización comenzado desde Roma, a destruir los santuarios paganos. Escasos días
más tarde – a principios de julio – el obispo de Roma envía una epístola a su representante en la isla,
el Abad Melito, en la cual recomienda una conversión menos traumática, recurriendo – inclusive – a
la reutilización de lugares de culto paganos con el objetivo de acelerar el proceso de conversión
¿Cambio espontáneo de estrategia en base a nueva información? Ello seria imposible, dado que los
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documentos están demasiado cerca temporalmente como para que, en el ínterin, existiera algún
suceso que ameritara un cambio tan repentino en la política evangelizadora.
La supuesta contradicción que solo pareciera resolverse mediante una explicación que verse
sobre algún tipo de irracionalidad en Gregorio, se soluciona al interrelacionar las cartas con los
individuos a las cuales estas son enviadas. Al rey de Kent – cuyas posibilidades de acción son
evidentemente grandes – se le hace una demanda fuerte, sabiendo que – además – es necesario
sobredimensionar las exigencias a la hora de conseguir objetivos. Respecto a Melito, los pedidos de
Gregorio no tienen motivación alguna para ser sobredimensionados, y la política que se aconseja se
ajusta más a las posibilidades efectivas de generar cambios por parte del enviado. Como puede
verse, la estrategia evangelizadora es coherente con dos tácticas diferentes, aplicadas a individuos de
distinta función.
Por lo tanto, no solo se ha de trabajar sobre el contenido de la epístola sino también sobre su
destinatario. En tal sentido, la prosopografía se revela como una herramienta clave.
Ahora bien, previo a la indagación profunda de las fuentes recién mentadas y con el fin de partir
de una base sólida, se ha llevado a cabo un trabajo de sondeo en publicaciones disponibles en el
instituto, así como también en textos ajenos a este. Las colecciones de Athenaeum, Studia Histórica,
Studi Romani, Aufsteig und Niedergang der romischen Welt han sido relevadas con éxito,
obteniéndose gran cantidad de material orientador. Del mismo modo, publicaciones ajenas a la
institución han sido acercadas por los doctores Zurutuza y Botalla, lo que ha generado un esbozo
general del objeto de estudio, permitiendo un acercamiento a este y preparando el camino para el
núcleo central de la investigación
Lo primero que se observa, entre los textos revisados, es la ausencia de fuentes en lo que hace al
carácter de las comunidades judías contemporáneas a Gregorio. No obstante ello, autores como
Sofia Boesch Gajano y Stefano Gasparri llegan a sostener, a partir de primigenias pesquisas sobre
algunas epístolas gregorianas, una dicotomía entre judíos urbanos – con mayores cuotas de poder y
privilegios – y judíos rústicos, frente a los cuales el obispo de Roma muestra menor grado de
indulgencia. Véase como la posición en la estructura productiva juega un papel determinante a la
hora de definir al judío. Ello nos remite a lo adelantado al principio del trabajo: la multiplicidad de
actores sociales que se esconden tras lo que en forma simplificadora denominamos judaísmo.
A pesar de tales planteos, es necesario decir que la fuente sigue siendo el regestum,
careciéndose de otro tipo de materiales escritos y contándose con apenas algunos rastros en
cementerios aledaños a Roma, los cuales, no obstante, son datados en fechas previas.
Ante tal ausencia de fuentes directas, se realizará una operación historiográfica que, si bien
entraña riesgos, puede derivar en resultados sugestivos, siempre y cuando se trabaje con cautela. Tal
operación consta de un corrimiento, tanto temporal como espacial, en busca de indicios que ayuden
a completar el rompecabezas de la judería itálica entre los siglos VI y VII.
En torno al eje temporal, se ha realizado una pesquisa sobre la situación de la judería itálica en
periodos previos. La conclusión primigenia a la cual se ha arribado es, por una parte, la existencia de
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una situación de relativa tolerancia a lo largo de los siglos, jalonada por instantes de clara hostilidad,
la mayoría de ellos relacionados con ecos de la situación política en Palestina. Huelga decir, sin
embargo, que la existencia de tal tolerancia estatal contrasta con la visión hostil del judaísmo en
autores clásicos como Cicerón, Tácito, Ovidio, juvenal, Marcial, etc. Autores en los que se puede
leer, por ejemplo, repetidas parodias en torno al día de descanso, la mayoría de ellas realizadas sin
conocimiento profundo de la situación. En relación a la fisonomía de las comunidades en época
imperial y tardoantigua, las pruebas, si bien distan de ser concluyentes, aportan un mayor caudal de
información. Si se toma como ejemplo el caso de Cicerón, en lo que hace a los rasgos sociales de los
judíos de su época, se ve como nomina a estos con la categoría Infima Plebs. No obstante, ello debe
ser analizado con sumo cuidado, dado que Cicerón hace tal análisis en Pro Flacco, texto realizado
en el marco de una pugna judicial en defensa de un individuo cercano a él, acusado por
personalidades judías. Por lo tanto, tal categorización podría ser una simple figura retórica.
Ahora bien, no es este el lugar para comentar in extenso las características que destilan los
autores clásicos respecto a los judíos. Baste el ejemplo como una muestra de la metodología, en el
intento de llenar el hueco que presentan las fuentes respecto al judaísmo del siglo VI. Reiteramos, tal
operación debe ser llevada a cabo con sumo cuidado. Es evidente que Gregorio interactuará con
comunidades muy distintas a las de Cicerón e, incluso, distintas a las de hombres más tardíos como
ser Agustín. La cuestión es armarse de modelos que puedan ser cotejados con otro tipo de pruebas.
Dentro del mismo eje temporal, el seguimiento del Código Teodosiano así como también del de
Justiniano, representa un punto clave, a partir del cual se puede sostener que, desde el siglo IV, las
comunidades judías viven bajo un régimen jurídico que las subordina. Subordinación, claro esta, no
libre de ambigüedades, dado que el mismo código que coacciona es el que, a su vez, establece la
exención de asistencia a un tribunal los sábados. El mismo código que prohíbe la construcción de
nuevas sinagogas, considera a las existentes como lugares de culto inviolables. Ambigüedades que, a
su vez, operan por fuera de las prescripciones del código. Más allá del debate acerca de la
implementación efectiva de las leyes en la antigüedad, lo cierto es que las situaciones regionales, así
como también el peso social de los judíos implicados, afectan claramente a la aplicación del corpus
jurídico.
Tales indeterminaciones operan en todos los niveles. El mismo Gregorio parece contradecirse
cuando, por una parte, felicita a Recaredo, rey visigodo, por no ceder a la tentación de una oferta
monetaria por parte de los judíos hispánicos para que aboliese una legislación contraria a ellos;
mientras que, por otro lado, insta a los cristianos a no molestar a los feligreses en la sinagoga de
Palermo.
Ambigüedades y resquicios de no-hostilidad a los que las herejías no parecen tener acceso. El
judaísmo, por momentos, parece presentarse como una heterodoxia integrada. ¿Será a causa de lo
que Ginzburg llama el vínculo fatal entre cristianos y judíos, entre viejo y nuevo testamento? Más
preguntas que se intentarán responder a lo largo de la investigación.
Volviendo al núcleo central de la investigación – la indagación en torno al regestum – es
necesario hacer notar la complementariedad de dicho análisis con el trabajo sobre los ejes temporal y
espacial, recientemente mencionado. De esta forma, podremos esbozar una hipótesis respecto a la
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configuración de las comunidades judías itálicas de finales del siglo VI y principios del VII. Según
lo investigado hasta el momento, la clave del trabajo radicará en la capacidad de distinguir las
diferentes actitudes del obispo en relación a diferentes tipos de judíos. La actuación del pontífice no
será la misma frente a un rico comerciante judío de la ciudad de Roma que ante un lejano judío
siciliano de bajos recursos. Tampoco tomará las mismas acciones en torno a una comunidad
instalada en zonas cercanas al dominio longobardo – zonas, por ende, inestables – que frente a
judíos en una situación geográfica libre de peligros políticos. De la misma forma, las reacciones que
suscitará una comunidad de cientos de personas no serán las mismas que aquellas que generarán
agrupaciones menores.
Por ende, los factores sociales, económicos, políticos, geográficos y demográficos, se entrecruzan y
conforman un haz de relaciones que dibujan un panorama rico en matices. Gregorio no se enfrenta al
“judaísmo”. Se enfrenta a judíos que, además de su condición religiosa, viven en zonas diferentes y
ocupan variadas posiciones en la estructura productiva. No hay un judío, tampoco una misma
actitud ante estos. La sutileza del investigador deberá operar, con suma delicadeza, sobre la sutileza
del obispo de Roma.
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“Igualdad jurídico-política y diferenciación social entre los
ciudadanos de la democracia ateniense del siglo V a.c.”
Diego Paiaro
(Becario CONICET)
A diferencia de lo que ocurre en las sociedades estructuradas a partir del modo de producción
capitalista, las formaciones sociales precapitalistas suelen organizar la producción y la extracción de
excedentes a partir de diversos modos de coacción extraeconómica (política, legal, militar, espiritual,
etc.) que permiten garantizar la explotación de los productores directos. En este sentido, la coexistencia
de igualdad política y desigualdad social entre los ciudadanos de la democracia ateniense del siglo V
no puede tomarse como un dato dado; constituye un problema histórico y teórico que amerita una
explicación específica. De este modo, el problema principal de nuestra investigación consiste en
indagar lo que ha sido denominado como la “paradoja” de la democracia ateniense, según la cual la
vigencia de una profunda igualdad jurídico-política, hasta grados previamente no conocidos por otras
sociedades antiguas, fue un hecho simultáneo a la presencia de desigualdad en el acceso a los cursos
económicos (fundamentalmente agrícolas) entre los miembros del cuerpo de ciudadanos y al uso de
métodos coactivos de extracción de excedentes sobre la parte de los productores directos no
ciudadanos, esto es, los esclavos. En relación con marco espacio-temporal, la elección del siglo V
obedece a que es durante dicho período cuando se producen los acontecimientos que jalonan el
desarrollo de la igualdad democrática ateniense. Hacia el 508/7, las reformas de Clístenes sientan las
bases del estado sobre el principio de la isonomía (igualdad de los ciudadanos en la participación
política). Desde 462/1 y hasta 404 con la derrota ateniense en la Guerra del Peloponeso y el golpe
oligárquico subsiguiente, las reformas de Efialtes resignifican los principios igualitarios habilitando el
desarrollo de la así llamada “democracia radical” (demokratía eskháte), momento en que la igualdad
política y la participación popular en las instituciones de la -polis encuentran su mayor desarrollo.
Si bien nos centraremos en el caso ateniense, reconocemos que ciertas cuestiones resultarán
comunes a todo el mundo griego y a la antigüedad clásica en general. En relación a ello, creemos que
la investigación nos permitirá establecer algunas líneas interpretativas que exceden el marco geográfico
y temporal de nuestro análisis. En definitiva, creemos que a través del análisis histórico-particular es
posible abordar un problema teórico-general. Partimos de la hipótesis inicial de que la igualdad y la
participación políticas tuvieron efectos concretos en la diferenciación social al interior del cuerpo de
ciudadanos. En función de esto se sostendrá que: a) las desigualdades económicas derivadas de un
acceso no equitativo a la propiedad de la tierra no resultaron determinantes para la inserción con plenos
derechos políticos de los distintos sectores del cuerpo cívico; b) la participación de los grupos
subalternos de la ciudadanía se dio en términos reales y no meramente formales, en un marco en el que
la lucha política abierta quedó restringida únicamente al estamento de los ciudadanos; c) esta
integración de ricos y pobres en un mismo plano institucional determinó la lógica y la dinámica de la
polis ateniense durante el siglo V, impidiendo la caída en dependencia de los ciudadanos pobres
respecto de los terratenientes e incidiendo en ciertas circunstancias en la distribución o asignación de
los recursos económicos –como aquellos derivados del imperio (metálico, tierras expropiadas a
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ciudades sojuzgadas, etc.)– que permitieron reproducir la pequeña propiedad agrícola; d) esto último
fue posible porque lo característico de la polis ateniense era la no explotación de los pobladores rurales
a través de rentas, impuestos u otras formas características de sociedades agrarias precapitalistas.
A pesar de que el proyecto tiene su punto de partida en una indagación teórica y persiga su
resolución, no por ello se procederá de un modo abstracto general. Nuestra propuesta será un recorrido
de ida y vuelta entre las interpretaciones heredadas, el estudio de lo concreto y la formalización teórica.
En este sentido, el análisis crítico de la bibliografía existente sobre los diferentes problemas será una
herramienta metodológica fundamental.
Algunos aspectos teóricos serán objeto de especial atención. En primer lugar, se buscará establecer
una caracterización correcta para los labradores áticos quienes fueron considerados o bien granjeros
(farmers), que buscaban la maximización del beneficio y que en algunos casos utilizaban esclavos que
les permitían participar de la vida de la polis, o bien campesinos no sujetos a extracciones ni tributos,
que si bien no poseían esclavos, al no pagar cargas, podían participar en política, y cuyo objetivo
primordial consistía en minimizar los riesgos de hambre. En este punto será de especial interés
contrastar el caso de los georgoi áticos con la definición clásica del campesino que propone como uno
de sus elementos principales su subordinación respecto de poderosos agentes externos a la comunidad
(los terratenientes, la ciudad, el Estado, etc.).
En segundo lugar, se abordará el problema de cómo caracterizar a Atenas en tanto unidad política y
social. Tomando en cuenta la herencia interpretativa y los debates más recientes, postularemos que,
desde nuestra perspectiva, el término polis permite por un lado, abordar de manera específica la
relación existente en Atenas entre asignación de recursos e igualdad política y, por otro lado, dar cuenta
de la política como formando parte de las relaciones de producción. A nuestro entender, la polis se
caracterizaría no por un dominio de la ciudad sobre el espacio rural sino por, en palabras de Marx, la
“ruralización de la ciudad” y por el autogobierno de los ciudadanos-soldados-campesinos que evita el
desarrollo tanto de una burocracia estatal como de la imposición de tributos directos sobre la propiedad
agrícola así como también la existencia de una milicia de ciudadanos hoplitas como columna vertebral
de la fuerza militar inhibe la existencia de un ejército permanente separado de la “sociedad civil”. Al
cumplir con estas características, pensamos que la Atenas del siglo V forma parte de un modo de
organización social específico del mundo antiguo clásico: la ciudad-estado.
Finalmente, y vinculado a lo anterior, se encuentra el problema de cómo entender a la
“superestructura” política a partir de determinados aportes teóricos que permiten pensar lo político
como algo más que un mero reflejo de la estructura económica ya que dicha “instancia” actuaba
regulando, a través del derecho de ciudadanía, el acceso al principal medio de producción: la tierra
cultivable. En este punto los debates en torno a como deben ser estudiados los modos de producción
precapitalistas serán de nuestro especial interés; mas específicamente, a la importancia que debiera
asignársele (o no) a la organización política, al aparato jurídico, a la ideología, etc., esto es, a los
elementos “superestructurales”, al momento de considerar las formaciones sociales previas al
capitalismo. Se indagará la posibilidad de presentar una excepcionalidad histórica puesto que, si bien
todo modo de producción precapitalista esta basado en una(s) coacción(es) extraeconómica(s) que
asegura(n) la apropiación del excedente, en la Atenas del siglo V, por lo menos al interior del cuerpo de
ciudadanos, no se dio una diferenciación jurídico-política que posibilitara dicha coacción y que asegure
la explotación entre ciudadanos de un modo estable.
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“La ciudad antigua y la economía”
Carlos García Mac Gaw
(Investigador UBA)
Para los historiadores del mundo antiguo clásico la ciudad resulta un aspecto central en sus
análisis. Este es un viejo tema que ha sido profusamente tratado. Comenzando por Fustel de
Coulanges, siguiendo luego por Weber, y finalmente desde hace unos años, colocándose como un
aspecto central en las discusiones alrededor de la economía en el mundo antiguo –especialmente a
partir de la aparición de La economía de la antigüedad, de M.Finley (1). Se retoma esta
problemática con el objeto de discutir la pertinencia de incluirla como un aspecto central en la
caracterizaciòn de las sociedades griega y romana, en particular en relación con los aspectos
económicos, es decir con los factores estructurales que las determinan.
Se analiza primeramente el trabajo pionero de Fustel, La ciudad antigua, asì como el estudio
que realiza Weber en Economía y Sociedad sobre la ciudad (2). El énfasis puesto por Weber en
destacar algunas de las particularidades de las ciudades antiguas sirve como fundamento a la idea de
Finley de poder construir un “tipo” de ciudad, en contraposición a otros períodos históricos(3).
Finley, asume la voluntad weberiana de acercarse al conocimiento a través de una metodología
comparativa, en donde la construcción de un “tipo” ideal sirva como contraste para el estudio de
caso. Del texto weberiano se saca la conclusión de que no existe “una” ciudad antigua, sino que el
autor señala características particulares de algunas de ellas, así como de períodos distintos que
caracterizan sus desarrollos históricos. De esta forma se puede incluso elaborar una tipología de las
ciudades antiguas según la dominación de las elites, de la plebe, del imperio, etc. Sin embargo
debemos convenir en que en Weber existe la voluntad de construcción de un tipo ideal en función
del análisis del surgimiento de la sociedad capitalista. Finley argumenta que parte del interés de la
obra de Weber sobre la ciudad antigua se desplaza del interés sobre sí misma, y se plantea el
interrogante de por qué esta ciudad no fue el paso inicial para los comienzos de una economía
capitalista cuando entendía que estaban presentes algunos de sus componentes (4).
Se analiza a continuación la relación existente entre la problemática de la ciudad consumidora y
las dos grandes teorías económicas desarrolladas a partir de los estudios de la economía de la
antigüedad: substantivistas y formalistas, y especialmente su expresión materializada en las
corrientes primitivista y modernista. Conviene preguntarnos si es posible realizar un acercamiento
puramente económico sobre la ciudad antigua. Tal vez este presupuesto sea el que impida lograr un
enfoque que sea capaz de superar las diferentes perspectivas del problema. Si concentramos nuestra
atención en los factores económicos, y en la ciudad como factor económico tendremos que convenir
en la necesidad de aceptar diferentes tipos de ciudades antiguas. Es decir que buena parte de las
diferencias sobre esto parten del análisis de la función económica de la ciudad antigua, entendiendo
como función económica como el lugar estructural que ocupa la ciudad en el marco de la circulación
de bienes, especialmente como mercado y/o espacio de recolección de tributos.
A partir de los elementos de análisis provistos por ciertos textos, resulta evidente que cuando
hablamos de “la” ciudad antigua, hablamos de diferentes tipos de ciudades y, también, de ángulos y
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matices diferentes que se nos presentan de forma distintiva en la medida en que interrogamos a la
realidad histórica desde una u otra perspectiva. En el caso griego se han presentado por lo menos
tres tipos de realidades alternativas (lo que no impide una coexistencia de las mismas). Un tipo de
polis dominante, de acuerdo con la evidencia resultante de los aportes arqueológicos, que es de
tamaño pequeño o mediana y se puede definir especialmente como un lugar de residencia de
granjeros que trabajaban la s tierras del entorno rural. Estos granjeros son ciudadanos que cumplen
funciones políticas en tal espacio y que además se deberían caracterizar especialmente como
productores autosuficientes. Un segundo modelo, mucho menos difundido, que encaja en la
definición de ciudad consumidora de Sombart, que es un lugar en donde reside una clase
terrateniente que vive a expensas de la renta apropiada sobre los productores campesinos
dependientes que habitan el espacio rural, como es esencialmente el ejemplo de Esparta. Un tercer
tipo de ciudad en la cual se desarrollan con mayor profundidad los factores comerciales, y que
podríamos definir como una mega-polis. Sobre el caso de la sociedad romana se pueden observar
similares diferencias en lo que respecta al papel económico de diferentes ciudades en su relación con
el entorno rural circundante (5).
La cuestión fundamental sería cómo concebir a la vez la diferencia que existe entre las
economías de las ciudades y la idea de una política uniforme marcada por doquier por los dos temas
centrales de la ciudad consumidora e importadora (6). ¿Cómo entender la relación entre esa ciudad
antigua (su tipo) y la economía? La respuesta probablemente va en el sentido que sugieren los
matices a la hora del análisis de la interpretación de las concepciones primitivistas. Vale decir, tener
en cuenta un orden de prelación en el análisis para comprender el fundamento de la racionalidad del
funcionamiento económico antiguo, sostenido en una lógica en donde la economía no deja de estar
“incrustada”; o, tal vez mejor, donde la racionalidad del funcionamiento económico se construye
desde los aspectos jurídico-políticos. Esto implica sencillamente un ordenamiento jerárquico de los
argumentos a la hora de presentar las explicaciones históricas. No se habla aquí entonces de una
ausencia de las relaciones mercantiles, sino de una esfera social (la política militar) que domina,
incluye, engloba, y le da sentido a las relaciones económicas a partir de su dominancia. En este
sentido las representaciones simbólicas en el mundo antiguo “hacen obstáculo” para un desarrollo
“pleno” (7) de las relaciones mercantiles y a la “desincrustaciòn” de la economía.
1) FINLEY M. (1974)
2) FUSTEL (1984), WEBER (1987), 938-1046: Capítulo 9.8: “La dominación no legítima
(Tipología de las ciudades)”. Este sub-capítulo fue publicado primeramente en forma independiente
en Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik, T.47, 1921, 621 ss. Bajo el título “La ciudad”
3) FINLEY (1984), 59
4) FINLEY (1984), 51-52
5) FINLEY (1982), HANSEN (2004), DESCAT (1995), BRESSON (2000), BURKE (1992),
MEIKLE (2002), WHITTAKER (1999), RATHBONE (2002), HOPKINS (2002), PLEKET (1993)
6) DESCAT (1995), 972
7) Esto implicaría que la “plenitud” económica es la más cercana al funcionamiento moderno, lo que
no deja de ser una simple apreciación condicionada por nuestros tiempos actuales
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Bibliografía
BRESSON A. (20002), La citè marchande, Bordeaux
BURKE E.M. (1992), “The economy of Athens in the Classical Era: some adjustments to the
primitivist model”, TAPhS, 199-226
DE COULANGES F. (1984 (1884)), La ciudad antigua, Barcelona
DESCAT R. (1995), “L’economie antique et la citè grecque. Un modèle en question”, Annales HSS 5
(sep-oct), 961-989
FINLEY M. (1984), “La ciudad antigua: de Fustel de Coulanges a Max Weber y más allà”, en Id: La
Grecia Antigua; economía y sociedad, Crítica, Barcelona, 35-39
FINLEY m. (1982 (1973)), La economía de la antigüedad, FCE, México
HANSEN M.H. 82004), “The concept of the consumption city apolied to the greek city”, en
NIELSEN T. Once again. Studies in the Antient Greek Polis, Sttutgart, 9-47
HOPKINS K. (2002), “Rome Taxes and Trade”, en CHEIDEL & von redden (2002), 190-230
MEIKLE S. (2002), “modernism, Economics and the Ancient Economy”, en SCHEIDEL & von
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“Las crónicas visigodas: ¿Nacionalismo o eclesiología?”
Eleonora dell’Elicine
(Investigadora UBA)
En el año 1984, una historiadora francesa muy célebre entre los visigotistas consideraba que las
Historias de Isidoro no sólo eran la expresión más joven del nacionalismo español, sino que su autor
podía ser seriamente postulado como el precursor del anticolonialismo moderno.
Esta perspectiva que encuentra en la cronística altomedieval en general y en la visigoda en
particular el grito desprolijo de una hispanidad naciente no es propia de Teyllet ni mucho menos. Se
remonta a la más antigua tradición historiográfica hispánica, como tan bien lo sabía José Luis Romero,
el primer autor que critica la interpretación en clave nacionalista de este tipo de documentación.
En la actualidad, muchos son los historiadores que han criticado los supuestos que sostienen a la
producción historiográfica altomedieval como el discurso germinal de una nacionalidad expectante:
Hillgarth, Wolfram, Pohl, Rouquoi, Goffart, Boureau, etc, por nombrar a los más conocidos. El punto
que nos queda explicar, sin embargo, es el siguiente: si las crónicas e historias no fueron escritas para
anunciar el nacimiento de la nación. ¿Con qué objeto fueron escritas? ¿Para qué sus autores,
intelectuales de la iglesia en su gran mayoría, desviaron tiempo y energía en elaborar estos discursos
acerca de lo que pasó?
Para abordar la cuestión sobre bases nuevas, se vuelve imprescindible abandonar el enfoque
general y estudiar los contextos específicos en donde esas elaboraciones pretendieron inscribirse,
intentaron intervenir, articular hipótesis de lectura y de acción sobre la situación.
Para ser breves, hagamos centro en un caso: las Historias de los godos, suevos y vándalos de
Isidoro de Sevilla. Rápidamente, advertiremos dos cuestiones: en primer lugar, que la relación entre
nación, Iglesia y Monarquía es muy compleja en el texto de Isidoro; y que además esta varía de modo
importante entre la versión corta y la versión larga del mismo texto.
Atendamos primero a la versión más antigua, la breve, redactada- recordemos- hacia 619 durante
el reinado de Sisebuto (612- 621); en momentos donde el emperador Heraclio no había logrado
organizar por su parte la ofensiva contra los persas y justamente se estaba perdiendo también Egipto.
Isidoro trabajó en ese texto con tres ideas básicas: postuló la antigüedad de la estirpe goda- a la
que remontaba hasta los escitas, pueblo de acuerdo a la crónica más antiguo que el romano; sostuvo la
convergencia de la historia goda con la romana y, como supuesto que recorre de un extremo a otro la
totalidad de su texto, asumió la identidad del pueblo godo a lo largo de una historia varias veces
centenaria. La finalidad de esta escritura era presentar al recientemente convertido reino de los godos
como reservorio de la lucha escatológica, como la nueva militia de Dios atenta a salvaguardar la obra
de la creación.
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La segunda edición, o “versión larga”- como por lo general se la conoce- fue redactada en 624,
durante el reinado de Suinthila (621- 631). La cuestión externa había a todas luces mejorado para los
cristianos: Heraclio había recuperado la iniciativa militar y, desde hacía dos años, venía jaqueando a las
fuerzas Sasánidas. Pocos años a, los persas habían retirado a los judíos la custodia de las puertas de la
ciudad santa. Por su parte Suinthila había terminado por expulsar a los propios bizantinos del territorio
peninsular. Toda esta vorágine de sucesos volvía a alimentar con fuerza las lecturas milenaristas entre
judíos y cristianos.
A esta segunda escritura Isidoro añadió, como sabemos, el célebre Laus Spaniae y una
recapitulación final que cerraba de modo sintético las diferentes cuestiones. Pero tanto al inicio como
al final el obispo de Hispalis introducía como al desliz un elemento que no había sido aludido de modo
alguno en la primera: la referencia a Gog y a Magog bíblicos, a las figuras que ya Jerónimo y Agustín a
su turno habían desaconsejado referirse.
Lejos de todo lo que pudiera esperarse, el ascendente más antiguo que Isidoro concedía a los
visigodos era una figura funesta para el pueblo elegido; nada más distante del augurio de un tiempo
feliz. Claramente este expediente, consignado dos veces en la segunda versión del De Origine, tenía un
innegable conato apocalíptico. En idéntica línea a lo que Isidoro ya estaba postulando en el Chronicon,
el recurso de Gog y Magog aplazaba una vez más la llegada de los tiempos finales: en la historia
ezequielina de Gog y Magog, el Anticristo no advenía de modo inmediato sino que se le anteponía el
tiempo de los puros. Bien podemos pensar que, a diferencia de otros empleos de esta misma leyenda
donde su carácter era más abiertamente profético, este añadido isidoriano orientado a esta coyuntura
tendría sólo un carácter exhortativo, amonestatorio, de denuncia respecto de conductas impropias tanto
de la corona como del pueblo de los godos (¿Ecos velados al golpe de Suinthila? ¿Referencia a luchas
facciosas nuevas en torno al trono?- no olvidemos que también este rey fue depuesto en 631 por una
revuelta nobiliaria-). El texto resaltaba que “algunos” (quidam) pensaban que la estirpe provenía de
Gog y Magog. Lo que dejaba deslizar es que, de verificarse este dato incierto todavía, los godos
quedaban presos de los designios divinos aun en contra de su propia voluntad y, como lo profetizaba
claramente el Apocalipsis, podían ser seducidos por Satán para luchar contra las huestes de los santos.
Observemos que en la segunda versión del De Origine se evocaba de manera directa a un nuevo
conjunto de elegidos, a un nuevo “resto” de puros de Jahvé, a una segunda promesa. Dada la fuerte
carga de ambigüedad que registraba la leyenda de Gog y Magog, este nuevo conjunto podía
identificarse sólo con aquellos pocos que alcanzaban a sostener su fe y su confianza; pero también- si
el pueblo se sometía en el mientras tanto a las normas severas de una conducta sin tacha-, quedaba
siempre abierta la posibilidad de que la elección recayera sobre el colectivo más amplio. En la primera
versión también- recordemos- Isidoro había postulado la chance de que el pueblo haya sido el elegido
para llevar adelante la batalla cósmica. A través de un arsenal de formas, todas ellas eminentemente
metonímicas, Isidoro jugaba con la idea del pueblo escogido, del nuevo Israel. A quiénes iba a
corresponder el honor variaba, no descansaba de manera explícita en ninguna referencia; pero que era
eso lo que estaba en juego puede constatarse a lo largo de las varias interpretaciones que las dos
ediciones podían experimentar. La ambigüedad, en suma, colocaba a los intelectuales de la iglesia
como verdaderos garantes de la probidad del pueblo.
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“Conflictos sociales y sistema feudal en España medieval”
Carlos Astarita
(Director Instituto)
El objetivo es proponer un esquema de relación entre conflictos sociales y sistema feudal en el
norte hispánico. Para ello tomaré en cuenta dos períodos: entre, aproximadamente los años 400 y
800, y desde el 800 al 1050. La tipología del conflicto que emana de la relación entre el señor y el
campesino se corresponde con las fases de formación y desarrollo del sistema feudal.
Entre los años 400 y 800.
El período que se inaugura con las invasiones bárbaras presenta dificultades para su estudio,
derivadas, en primer lugar, de las fuentes. No se trata de su ausencia sino del predominio de normas
jurídicas, y como sabemos, las normas informan tanto sobre anhelos como sobre realidades. Sin
embargo, no debemos dejar que el escepticismo nos invada. Por un lado, porque se desarrollaron
excavaciones arqueológicas y se logró un avance considerable en los conocimientos. Por otra parte
porque podemos analizar esas normas de una manera muy diferente a como lo hacía el historiador
descriptivo de otros tiempos. Esto significa permutar la creencia de que las normas reflejaron de
modo especular la realidad por una desconfianza sistemática aunque no nihilista. Podemos derivar
muchas situaciones históricas del contenido jurídico si comparamos textos, si los sometemos a
encuestas cuantitativas y si los insertamos en proyecciones de largo plazo. Ciencias sociales
cercanas a la historia, como la antropología, complementan las herramientas. Distinguir entre el
plano discursivo y la objetividad sigue siendo un desafío tan vigente ante el decrépito positivismo
como ante el giro lingüístico actual.
Cuando leemos disposiciones por las cuales el estado del bajo imperio trató de retener a los
curiales como recaudadores, podemos intuir que las cosas no funcionaban muy bien para el poder
político. Esa impresión se transforma en certeza cuando, junto a disposiciones destinadas a adscribir
a los curiales obligatoriamente al cargo, se autorizaba a reclutar bastardos y clérigos destituidos por
conducta libertina, prohibiéndoseles, además, aspirar a los honores1. No menos impresionante
resulta saber que los jueces podían castigarlos2.
Las normas permiten pues presenciar la decadencia del régimen burocrático3, y por más que
los invasores hayan intentado recomponerlo, la situación se deterioró. No sorprende entonces que
Gregorio de Tours informe, en su Historia de los Francos, que las poblaciones rechazaron el
impuesto fiscal4 . Esos conflictos de la segunda mitad del siglo VI eran respuestas populares ante un
estrato social burocrático que no resistía sus funciones.
Esto significa que si bien los germanos recibieron la capitatio-iugatio, esa aspiración de vivir
del estado no duró5, y el sistema se hundió entre los siglos V y VII, como lo muestra una disposición
de Ervigio que, ante el atraso en el cobro de tributos, decretó en el año 683 una condonación para los
que no habían pagado hasta el primer año de su reinado6.
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Las rebeliones contra los impuestos fueron sólo una parte de los conflictos; la
descomposición de los vínculos de trabajo quedó indicada también en las normas. En efecto, las
leyes reflejan a los servi que escapaban7, y a comienzos del siglo VIII el rey Egica denunciaba que
casi no había lugar sin esclavos fugitivos8. El texto parece reflejar huidas colectivas9. En la segunda
mitad del siglo VIII encontramos una proyección de estos combates por la libertad en la rebelión de
seruilis o libertini en el reino asturiano de Aurelio10.
En esas condiciones, aparecieron las comunidades libres. Su existencia se constata por
normas, como la Regla Común (del siglo VII), y por crónicas, como aquellas que nos dicen que los
monarcas visigodos debieron realizar reiteradas campañas contra astures, cántabros y vascones11.
Esos vascones se aventuraban en incursiones ofensivas sobre la Tarraconense12.
Estas informaciones nos conducen al concepto de sociedades con base en modo de
producción campesino, que Chris Wickham ha venido sosteniendo desde hace más de una década, y
que confirma en su último libro13. En este estudio resume una variada muestra arqueológica sobre
comunidades independientes. Para España, esto confirma la importancia de esas comunidades libres
en el norte, tesis presente desde los trabajos de Barbero y Vigil, pero también en la costa este y en el
interior14.
El concepto de sociedad de base campesina se refiere a la relación que las aristocracias
establecían con las unidades de residencia campesina. Presupone distintos grados de dominación,
desde el encuadramiento con una autoridad laxa a una sumisión fuerte. Esta fue la base de
organización social. Ante la caída de los curiales, tomaron importancia los condes, surgidos del
entorno de los reyes, y transformados en jefes de distritos. El don y contra don es clave para
comprender estas sociedades, tanto en sus posibilidades de transformación de la reciprocidad en
sujeción como la lentitud del proceso debido a una lógica que no priorizaba la acumulación material.
La antropología nos proporciona así un léxico que descifra esas transformaciones. Este concepto de
sociedad con base campesina ha tenido una importancia central en mis elaboraciones, aunque ello no
impide diferencias entre Chris Wickham, la voz fundadora (aunque la cuestión había sido
contemplada por Duby y Gurevic15), y las conclusiones a las que me llevaron mis estudios. La
divergencia se refiere en primer lugar a la extensión del concepto. Para Wickham en algunas
regiones predominaba una lógica feudal. En otro estudio discuto este punto de vista; estimo que el
concepto de sociedad de base campesina fue general16. Otra divergencia se refiere a que el
surgimiento de esta sociedad de base campesina en España, Italia y Francia ha sido el resultado del
proceso indicado. Puede resumirse en que ante la crisis estatal se produjo un vacío de poder que no
fue cubierto por la nueva aristocracia. Se desencadenó así un extenso movimiento, prolongación de
los bagaudas17, proceso que dio por resultado la constitución de comunidades libres.
En suma, evoluciones estructurales se combinaban con heterogéneos conflictos sociales para
modificar las relaciones sociales. Esos conflictos cumplieron un papel estructurante de la nueva
sociedad. Se asentaba así la premisa para un régimen distinto, basado en la dominación privada
sobre el campesino, régimen que se abrió paso desde el siglo IX en adelante.
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Entre los años el 800 y 1050
La evolución durante este período quedó contemplada en una serie de fueros. El primero es
el de Brañosera (en Palencia) del año 824 dado por el conde Munio Núñez a cinco familias
campesinas18. Delimitaba un lugar de instalación, y establecía que el montazgo se repartiera entre el
conde y los pobladores. Pero además, eximía a los campesinos del servicio de vigilancia,
obligándolos al pago de tributo y renta19. El segundo texto es del año 971. El concejo de Agusyn
(Los Ausines) se liberaba entonces de la construcción del castillo cediendo una dehesa al conde de
Castilla García Fernández20. Una tercera escritura son los fueros que Fernando I daba en el año
1039 a las villas de San Martín, Orbaneja y Villafría, exceptuando a sus moradores del trabajo de los
castillos y de participar en la guerra ofensiva, y establecía que serviant ad atrium Sanctorum
Apostolorum Petri et Pauli21. Estos documentos, y otros22, expresan una secuencia: el tránsito de
obligaciones militares a rentas agrarias, revelando un orden lógico y temporal.
Los fueros, al dictaminar las obligaciones de los campesinos, creaban las relaciones
sociales23. Pero también, y en la medida en que los señores imponían su voluntad expresan tanto el
sistema de trabajo que se inauguraba como la evolución en la que se enmarcaban. Efectivamente, si
se conectan estas informaciones con lo que vimos anteriormente, la interpretación adquiere
consistencia. Los centros políticos dirigidos por los condes permanecieron en la época post visigoda.
Desde esos centros los comes organizaban la defensa territorial en base a la participación de
campesinos. Esto lleva a reconsiderar la tesis de la ruptura del 71124.
Los señores subordinaban a los campesinos y permutaban las obligaciones militares por
trabajo; a la reciprocidad le sucedían vínculos asimétricos de tributación y dominación. Ese cambio
de obligaciones de tipo público por rentas se daba junto a un cambio paulatino de usos y costumbres,
por un lado, y a la transformación de los condes en señores feudales, por otro, lo que implicaba la
privatización del poder y de los feudos concedidos por el rey.
Se establecían ahora condiciones que anularon el conflicto abierto entre señores y
campesinos. Con relación a la etapa anterior, desde el siglo IX se verifica un cambio: el campesino
quedaba sometido y la lucha abierta desaparecía o disminuía drásticamente. Esto fue una condición
tanto para la acumulación material de los señores debido a una mayor explotación del trabajo (el
crecimiento se dio desde el año 800)25, como para la extensión sobre nuevos espacios.
Pero más allá de estas explicaciones macro sociales, el análisis de las prácticas condales
permite observar el papel que el poder político superior cumplía en la contención del conflicto. Para
acceder a este plano, puede utilizarse el archivo de Santa María de Oteros de las Dueñas, en León,
que refiere las actividades de dos condes hacia el año mil26. No trataré este problema que examino
en detalle en un estudio específico27. Sólo confrontaré estas elaboraciones con la tesis de la
mutación feudal.
Para los mutacionistas, hacia el año mil estallaba la violencia de los feudales, en especial de
los milites, contra los campesinos28. Según Bonnassie, estos últimos respondieron, en alianza con
los clérigos, también agredidos, con un movimiento especial: la Paz de Dios, una forma especial de
lucha de clases. Este punto de vista fue objetado por otros historiadores, y hoy constituye uno
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cuestión en debate, de la misma manera que es debatida la cronología de la servidumbre o de la
ideología de los tres ordenes del feudalismo29.
Con respecto al área leonesa, es posible encontrar una coincidencia cronológica en cuanto a
los conflictos. Si en Cataluña la anarquía abarcó, según Bonnassie, desde 1020 a 1060, en León entre
los años 960 y 1020 hubo una seria crisis política acompañada de una difícil situación externa por la
ofensiva musulmana de Almanzor. No obstante estas coincidencias, la situación del área leonesa no
puede se asimila a lo que describió Bonnassie. Esto por varias razones.
La primera consiste en que los documentos no muestran a los señores ejerciendo una
descontrolada violencia cotidiana sobre los campesinos. Al señor le interesaba preservar la
producción doméstica sobre la que realizaba sus imposiciones. Cuando otorgaba un préstamo su
deseo estaba en que el campesino superara las dificultades para seguir tributando. En casos extremos
en que el señor aplicaba la violencia, por ejemplo la condena a flagelación, estaba dispuesto a
permutar el castigo que inhabilitaba fuerza de trabajo por una reparación material30. Muchas veces
los castigos eran más invocados que practicados; eran amenazas para doblegar la voluntad31. Ello
respondía a la preocupación de los señores por conservar la fuerza de trabajo, algo que también se
constata en tiempos posteriores.
Otro aspecto consiste en que la sujeción del campesino, lejos de concretarse en el término de
unos pocos años (como afirma la tesis de la mutación) fue un proceso dilatado, con diferencias
cronológicas entre lugares relativamente cercanos. Las costumbres eran lentamente alteradas,
preservando aspectos de la costumbre que se desplazaba. En compensación, la falta de conflictos
abiertos entre señores y campesinos era sustituida por un recurrente antagonismo entre miembros de
la clase de poder. Cada esfera de soberanía comenzaba ya a encontrarse en competencia frente a otra,
y esto llevaba tanto a pactos de subordinación y de alianza como a rupturas y enfrentamientos.
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“Violencia y dominación en la baja edad media castellana”
Cecilia Devia
(Tesista UBA)
La presente investigación tiene por objeto analizar formas de violencia que aparecen en las
relaciones de dominación establecidas por los señores sobre las comunidades durante los siglos XIII
a XV en Castilla. Este análisis presupone estudiar también las reacciones o respuestas de la
comunidad ante la violencia señorial: cuánto tolera, cuándo reacciona y cómo lo hace. Se buscará
identificar distintos grados de dominación y de violencia en relación con los diferentes niveles
jerárquicos, tanto de los dominadores como de los dominados, entrando en juego aquí el tema de la
construcción del poder por parte de los señores.
El estudio de caso permitirá acceder a cuestiones generales que hacen al funcionamiento del
feudalismo. Perry Anderson advirtió sobre la centralidad del tema cuando afirmó que la guerra era
“el modo más racional y más rápido de que disponía cualquier clase dominante en el feudalismo
para expandir la extracción de excedente” (1).
Se tratará de demostrar el empleo racional de la violencia por parte de los señores, de un uso
sistemático y graduado de la misma, al que corresponden respuestas de las comunidades que
también se rigen por determinada lógica. El debate central será con Norbert Elias, en especial con su
obra, concluida a fines de la década de 1930, El proceso de la civilización (2), en cuyo título ya
encontramos la clave de su teoría. Lo que trata de demostrar por medio de una investigación teóricaempírica es que hay cambios de larga duración en las estructuras emotivas de los seres humanos, en
una dirección única a lo largo de una serie de generaciones (psicogénesis), y que estos cambios se
relacionan con los cambios estructurales a largo plazo del conjunto de la sociedad que también
tienen una dirección determinada, en el sentido del aumento en el grado de diferenciación e
integración (sociogénesis). A su vez, el individuo recorre a lo largo de su vida este proceso de
civilización que la sociedad ha recorrido y sigue recorriendo. De ahí que se pueda considerar a la
Edad Media como la infancia de la sociedad.
Elías considera que el “entramado emotivo” de los seres humanos constituye una totalidad,
dentro de la cual ubica un instinto de agresión que afecta a ese conjunto. Esta agresividad está
limitada por reglas que terminan transformándose en autocoacciones. Hay grados de desarrollo de la
dominación emotiva. La agresividad actualmente se manifiesta abiertamente sólo en los sueños o en
explosiones aisladas, que son tratadas como manifestaciones patológicas. Elías comienza su
investigación observando a la clase alta secular de la Edad Media, y hace extensivas sus
conclusiones a toda la sociedad medieval. En este período la rapiña, la lucha y la caza eran
necesidades vitales. Elías remarca que en la Edad Media el sistema emocional de los hombres era
diferente del nuestro y que tenían una vida emocional desmesurada. Reinaban el miedo, la
inseguridad, la inestabilidad. La guerra y el bandolerismo eran permanentes. Lo considera como un
período de grandes contrastes, durante el cual el campesino está sujeto al caballero armado en una
medida superior a cualquier otro ser humano en la vida cotidiana en épocas posteriores. Al mismo
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tiempo, el guerrero es mucho más libre. En cuanto al nivel de vida, es extraordinariamente alto el
contraste entre la clase alta y la baja.
Posteriormente, un control social más intenso anclado en la organización estatal cambiará estas
pautas de vida. Hay una imposición progresiva de un doble monopolio real: el fiscal y el de la
violencia. Se constituye una administración como aparato de dominación, con la existencia de luchas
sociales por el acceso al mismo, que se traducen en el reparto de cargos y beneficios. Tomando como
modelo a Francia, Elías distingue tres fases: una de libre concurrencia, con la consolidación del
sistema feudal entre los siglos XI al XIII, en la cual se reparten las oportunidades por medio del
empleo de la fuerza; una fase patrimonial, en la que se da la desintegración del territorio, y
finalmente la fase del monopolio real, a fines del siglo XV, de la que resultará la formación del
Estado francés.
Para Elías, la evolución es un proceso de larga duración, con momentos de aceleración,
estancamiento y regresión.
La propuesta del presente trabajo es entender el cambio histórico no como una restricción
civilizadora de emociones y violencia descontroladas, sino como la transformación de un conjunto
de convenciones y representaciones en otro. Lo que en principio se le cuestiona a Elías es la misma
idea de un proceso civilizatorio. Con un análisis exhaustivo, minucioso, demorado, de la
documentación, similar en parte al que hace Elías sobre todo en La sociedad cortesana (3) y en El
proceso..., veremos si el hombre medieval, que según Elías tenía muchas menos autocoacciones (o
directamente no las tenía) que el hombre moderno, en realidad no estaba más constreñido en unos
aspectos y menos en otros. El hecho de que viviera siempre inmerso dentro de algún tipo de
comunidad (de parentesco, religiosa, gremial, etc.), como nos indican Gurievich (4) y otros autores,
puede llegar a entenderse como que estaba más “controlado” que el hombre moderno (incluso más
“autocontrolado”) en mucha situaciones, así como en otras no. La sociedad medieval en su conjunto
también era altamente jerarquizada, y toda jerarquía implica control.
En la Baja Edad Media castellana, los señores necesitan construir relaciones sociales,
construyendo al subordinado pero sin llegar a su eliminación. Aquí aparece la lógica objetiva de la
racionalidad en el empleo de la violencia.
En cuanto a la documentación, se busca extraer de la misma prácticas, actitudes y motivaciones
que muestren un sentido en el uso de la violencia, en las formas, el grado, la ocasión, etc. en la que
ésta se administra, trabajando en una forma básicamente descriptiva y fenomenológica. Por ahora se
ha hecho una primera lectura de las Crónicas de Enrique IV (de Enríquez del Castillo y de Palencia),
las de Alfonso XI, Pedro I, Enrique II y Juan I (de López de Ayala), la de Enrique III, el Libro de los
Gatos, la Primera y Segunda Partida de Alfonso el Sabio y la Relación de algunas casas y linajes del
reino de Galicia de Vasco de Aponte.
Se trabajará sobre diferentes apartados según los actores implicados, distinguiendo dos en
especial que representan a la contradicción básica del feudalismo, el enfrentamiento entre señores y
campesinos: la violencia de los señores sobre la comunidad y la respuesta de los dominados a esa
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violencia. También se tendrán en cuenta otros, tales como la violencia en el interior de la comunidad,
la violencia entre señores, la violencia o justicia del rey.
Se identificarán diferentes tipos de prácticas, entre ellas: las respuestas inmediatas y
“primarias”, los elementos rituales-semióticos, la violencia invocada pero no ejercida, etc.
1) Anderson, Perry, 1989, El Estado absolutista, Siglo XXI, Madrid, 26
2) Elias, Norbert, 1993, El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y
psicogenéticas, FCE, Buenos Aires.
3) Elias, Norbert, 1996, La sociedad cortesana, FCE, México
4) Gurievich, Aron, 1990, Las categorías de la cultura medieval, Taurus, Madrid
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“Monarquía, redes de poder local y propiedad comunal.
El caso de Ávila y su tierra”
Corina Luchía
(Becaria CONICET)
La importancia de los bienes comunales en la estructuración campesina del área castellana ha
sido ampliamente probada por diversos estudios. Su gravitación económica, como complemento
básico de las subsistencia de la unidades domésticas se articula con su papel como proveedor de
renta para los distintos poderes feudales. La compleja elaboración de un régimen de
aprovechamientos que tiene como centro los términos comunes de aldeas y villas, ha demandado a la
distintas instancias de la organización política del reino una serie de intervenciones tendientes a
regular, precisar y ordenar las prácticas y derechos que se ejercen sobre dichos recursos.
Un estudio más general de las políticas monárquicas respecto de la propiedad comunal en el área
concejil de realengo, nos ha conducido a la identificación de redes de poder locales, dentro del
jerarquizado sistema concejil, que conforman la trama en la que debemos inscribir las diferentes
modalidades que asume la política regia sobre la cuestión.
Desde una perspectiva diacrónica que recorre entre los siglos XIII y XVI, puede observarse un
comportamiento monárquico ambiguo, diverso y contradictorio. Esta ambivalencia de la
disposiciones de los soberanos, dista de ser explicada por fenómenos coyunturales de índole fiscal o
demográfica, como han planteado diferentes autores, para los cuales, la preservación o merma de la
propiedad comunal favorecida por la monarquía obedecía a razones de urgencia financieras de la
hacienda regia o bien a necesidades de estricta preservación de los recursos poblacionales en los
concejos. Si bien estos factores tienen incidencia en el desarrollo de las políticas estudiadas,
enmarcamos esa conducta oscilante de la Corona, como producto de los condicionamientos que las
relaciones de poder y el balance de fuerzas sociales en el nivel local de la organización real imponen
a la potestad del soberano. La propiedad comunal entra en el juego que se establece entre el vértice
superior de la organización política y los aparatos concejiles. La protección de los términos
comunes, plasmada en la ofensiva intervensionista de las Cortes de Toledo de 1480, responde a la
necesidad tanto de preservar las bases sociales de reproducción del régimen, asegurando la
subsistencia del campesinado tributario como para reafirmar la soberanía regia en suelos de los que
el monarca es propietario eminente. La decidida acción de la Corona para condenar la usurpaciones
privadas, generalmente a mano de los poderosos locales, obedece al intento de frenar las fuerzas
señorializadoras, que acompañan las apropiaciones de comunes, fortaleciendo la capacidad
imperativa del monarca, permanentemente contestada por los agentes señoriales y las oligarquías
villanas.
Sin embargo, las variaciones de la actuación regia se aprecian en medidas que contradicen la
orientación de las Leyes de Toledo, favoreciendo la privatización, bien a través de la legalización de
las pretensiones de los grandes locales, promoviendo directamente el cierre exclusivo de estos
espacios mediante su arrendamiento o venta.
Dentro de este marco general situamos nuestro estudio en el caso particular de Ávila y su Tierra,
no sólo por el vasto cuerpo documental que nos permite un examen exhaustivo de la cuestión, sino
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porque el análisis de un caso concreto, posibilita una reconstrucción minuciosa de las redes de poder
local con las cuales debe dialogar la monarquía.
Si bien como señala Monsalvo Antón, el estudio general comparativo, tomando un área más amplia,
enriquece la perspectiva y la densidad desde el “punto de vista de las transformaciones estructurales
dentro de una dinámica secular”(1) , sin perder esta dimensión del análisis, la singularidad específica
de una ciudad, provee de herramientas para establecer tendencias generalizables.
El caso de Ávila es significativo, por la masividad de los conflictos que tienen por objeto el disfrute
de los comunes, así como por la firme decisión de los distintos protagonistas de hacer valer sus
derechos, traducidos en reiterados actos, en fuerza social efectiva.
La actuación tanto del poder monárquico como de los órganos concejiles, está doblemente
condicionada por los intereses materiales de los sectores dominantes en los distintos niveles del
reino y por las necesidades de los aparatos de estado. Con particular claridad se evidencia esta
dualidad, en el caso del concejo de Ávila cuyos miembros son recurrentemente partícipes de las
usurpaciones, al mismo tiempo, que en tanto instancia de ordenamiento colectivo, se ve obligado a
promover la defensa del patrimonio público. La tensión entre el interés privado de las elites
dirigentes locales y los intereses del concejo como instancia política de organización, puede
reconocerse en dos situaciones: la toma de términos por parte de alcaldes, procuradores y regidores,
excluyendo al resto de la comunidad de su libre usufructo y la conversión de tierras comunales en
bienes de propios, generadores de renta para satisfacer las demandas de las haciendas concejiles. Si
bien en ambos casos, los efectos coinciden en una merma del espacio común, la significación de una
y otra práctica es manifiestamente diferenciada.
La centralidad que adquiere en nuestro trabajo la reconstrucción de las redes de poder locales, nos
permite reconocer la presencia de grandes usurpadores, como Sancho Sánchez, Gil Gómez, Pedro de
Barrientos, Gil González, Pedro de Ávila, entre los más destacados. Su posición como fuertes
propietarios, en su mayoría señores de ganado, se ve favorecida por su ubicación en los principales
cargos políticos locales desde los cuales emprenden la ofensiva sobre la propiedad comunitaria. El
desconocimiento de las sentencia regias, la violencia abierta ejercida contra los jueces enviados por
el monarca a ejecutarlas, la impugnación constante de las actuaciones judiciales, dan cuenta de la
compleja situación que debe enfrentar la monarquía para hacer efectiva su potestad jurisdiccional en
el ámbito concejil de realengo.
Sin embargo el cuestionamiento de esta capacidad imperativa no proviene exclusivamente de los
sectores dominantes locales, miembros de la nobleza menor y oligarquías urbanas, sino surge
también de las atribuciones apropiadas por los propios enviados monárquicos para entender en la
cuestión de las propiedad común. Los jueces corregidores, masivamente nombrados luego de la
celebración de las Cortes de Toledo, en muchas oportunidades también promueven acciones lesivas
contra las tierras comunales, bien por trabar vínculos de connivencia con los grandes locales, o
porque son ellos mismos los que participan de la reducción de la superficie común, a la vez que su
permanencia resulta habitualmente gravosa para las comunidades que deben sostenerlos.
Por todo ello, la política de la monarquía respecto de la propiedad común, debe pensarse a partir de
la dinámica de las relaciones de poder en cada ciudad y su tierra, situando ésta dentro de un marco
material que reconoce la tendencias centrífugas propias de la estructuración política feudal.
1) Monsalvo Antón, J. M., “Centralización monárquica castellana y territorios concejiles (Algunas
hipótesis a partir de la ciudades medievales de la región castellano leonesa)”, Historia Medieval.
Anales de la Universidad de Alicante nº 13, 2000-2002, p. 9.
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“Condiciones de producción y formación de precios en los
mercados campesinos precapitalistas”
Octavio Colombo
(Becario CONICET)
El objetivo de esta presentación es analizar el problema del funcionamiento de la ley del valor en los
mercados campesinos precapitalistas. Aunque las reflexiones que siguen tienen su fundamento
empírico en el estudio del proceso de mercantilización en las aldeas castellanas de la baja Edad
Media, se intentará aquí esbozar un planteo teórico más general sobre las determinaciones
estructurales que afectan la circulación de mercancías en un contexto no capitalista. Se aspira de esta
forma a establecer las condiciones generales que permitan comprender conceptualmente los
fenómenos que se registran en la documentación aldeana, en especial las formas de regulación
política de los precios y la recurrente aparición de modalidades de apropiación de valor en la
circulación.
En la tradición marxista existen básicamente dos concepciones distintas sobre este problema, ambas
presentes en la obra de Marx y Engels y continuadas en los estudios posteriores. La primera de ellas,
y sin duda la más conocida, postula que en los mercados campesinos precapitalistas se registra un
funcionamiento pleno de la ley del valor, entendida como una proporcionalidad rigurosa entre los
precios y los tiempos de trabajo invertidos en la producción. Esta idea fue desarrollada
fundamentalmente por Engels en su “Apéndice” al Tomo III de El Capital, como un despliegue de
los planteos del propio Marx en su análisis de la transformación de los valores en precios de
producción, y ha sido considerada como congruente con el concepto de producción mercantil simple
tal y como aparece expuesto en la primera Sección del Tomo I. Una segunda concepción, sin
embargo, puede encontrarse en los escritos de Marx (en especial en los Grundrisse y en la
“Introducción General a la Crítica de la Economía Política” de 1857) y en cierta medida también en
el estudio de Engels sobre La situación de la clase obrera en Inglaterra. Según ella, la ley del valor
sólo adquiere plena validez en el modo de producción capitalista desarrollado, en tanto sólo en tales
circunstancias el mercado funciona como mecanismo regulador de la producción social. En
situaciones precapitalistas, por el contrario, la categoría de valor sólo puede tener una existencia
incompleta, en tanto los productos del trabajo pueden adquirir la forma mercancía pero el valor no
rige la distribución del trabajo social.
A este nivel de abstracción, la discusión es relativamente irresoluble. Distintos autores han
defendido una u otra posición con argumentos teóricos convincentes, pero sin ponerlos en relación
con las características estructurales básicas de las formaciones sociales a las que se hace referencia.
Haremos mención en lo que sigue a unos pocos elementos determinantes de dichas estructuras
sociales que pueden ayudar a resolver la problemática en un nivel de análisis más concreto.
La primera característica que debe tenerse en cuenta es el carácter estocástico de los rendimientos en
la producción agraria, un fenómeno propio de todas las economías preindustriales. La alternancia de
años buenos y malos implica que sólo por accidente la producción se corresponde con las
necesidades sociales, condición sine qua non para que los precios se adecuen a los valores. A
diferencia de la economía capitalista, donde las fluctuaciones de los precios con respecto a los
valores (en la medida en que afectan la tasa de ganancia) provocan un movimiento de recursos en la
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esfera de la producción que tiende a reestablecer como promedio la adecuación de la oferta a la
demanda, en las economías campesinas precapitalistas el movimiento de los precios ocasionado por
las fluctuaciones de la productividad agraria es reflejo del escaso control de los seres humanos sobre
la naturaleza y no de la necesidad de reasignación del trabajo social. Es por ello que no tiende a
resolverse por medio de la redistribución de los recursos productivos sino que da lugar a la crisis
demográfica de tipo antiguo.
El fenómeno, como se sabe, se ve agravado por la orientación a la subsistencia de los productores,
en la medida en que ello implica tanto que sus decisiones no dependen del movimiento de los
precios como que en los años malos el excedente comercializable se reduce más que
proporcionalmente que el volumen total de la producción. La crisis de substancia, además, provoca
una crisis de subconsumo en el sector secundario, motivo por el cual el movimiento accidental de los
precios afecta al conjunto de la economía, reflejando no los tiempos de trabajo invertidos en la
producción sino el carácter inestable de la reproducción social.
En estas condiciones resulta comprensible que las comunidades campesinas muestren una muy
fuerte tendencia a la regulación política de los precios. En las condiciones descriptas, el efecto
disruptivo del movimiento de los precios sobre la reproducción social sólo puede ser medianamente
contenido por medio de una regulación que se sobreimpone al mercado, en tanto éste carece de
mecanismos endógenos de estabilización. Aun cuando la fijación de los precios no sea enteramente
ajena a la presión de las fuerzas económicas (factor que ha llevado a algunos autores a sostener que
el “precio justo” no es más que el precio de mercado), la política económica de las comunidades
campesinas aspira a introducir un principio de estabilidad que se torna necesario en un contexto en
el cual el movimiento de los precios no refleja las condiciones de producción. Sin embargo, la
normativa aldeana no es enteramente exitosa, en la medida en que debe restringirse a la esfera de la
circulación, puesto que la producción sigue en manos de productores privados. Esta efectividad
relativa es la que permite que subsistan formas de intercambio desigual que constituyen
manifestaciones de las formas de acumulación precapitalistas del capital dinerario.
Un último factor que puede mencionarse para completar el cuadro anterior es la incidencia que
tienen en los circuitos mercantiles campesinos las formas de extracción extra-económica de los
excedentes. Nuevamente nos encontramos ante un fenómeno característico de todas las sociedades
precapitalistas de clases que tiene fuertes incidencias en los mercados. Con muy pocas excepciones,
el monto de las extracciones no guarda una relación proporcional con los resultados del ciclo
productivo, sino que son o bien constantes, o bien se encuentran sujetas a las coyunturas políticas.
En última instancia, puede decirse que el monto de los excedentes efectivamente apropiados por la
clase dominante responde a la relación de fuerzas entre las clases. Ello por sí mismo agrava el efecto
disruptivo de la fluctuación del producto agrario. Además, cuando los tributos se recaudan en dinero
dan lugar al fenómeno de la “comercialización forzosa”: el campesino se ve obligado a vender, no
para volver a comprar sino para sustraer recursos de la circulación. Cuando las rentas, como suele
ocurrir, se recaudan inmediatamente después de la cosecha, es decir cuando los precios agrícolas son
más bajos, las condiciones del mercado incrementan el peso de la explotación sobre las economías
domésticas. En tales coyunturas, y por razones ajenas a las necesidades de reproducción material de
los productores, el mercado se ve inundado por una cantidad de oferentes, situación en la cual se
produce una depresión de los precios con independencia de los tiempos de trabajo invertidos en la
producción. De esta forma, los mecanismos de explotación precapitalistas incrementan la
inestabilidad del movimiento mercantil y del consiguiente efecto negativo sobre la reproducción de
las economías domésticas.
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“Las prácticas económicas y el desarrollo feudal en dos
estudios de caso: El monasterio de Abeliar y la catedral
de Toledo (siglos X- XIII)”
María de la Paz Estévez
(Becaria UBA)
El desarrollo feudal en la Península Ibérica ha sido objeto de intensos debates historiográficos, ya
sea para definir su “grado” de feudalización, o para esclarecer su progreso a partir de las
características que las sociedades ibéricas presentaban. Esta segunda línea es factible de ser
analizada siempre y cuando se tenga en consideración la importancia que tuvo en dicho proceso el
avance de los reinos cristianos del norte hacia el sur de la región, y la consiguiente repoblación, que
instauraron nuevos ordenamientos jurídicos, repartos de tierras y conformación de relaciones
sociales. Un estudio comparativo puede aportar interesantes elementos. En este caso serán
analizados los archivos documentales de las catedrales de León [Saer, Ruiz Asencio, Fernández
Catón, 1987] y Toledo [González Palencia 1926- 1930]. Ambos cuerpos documentales manifiestan el
proceso de feudalización a partir de la concentración de propiedades por parte de sectores de la
nobleza y especialmente de la iglesia. Sin embargo algunas diferencias sobresalen rápidamente: la
más importante se refiere a la datación del proceso, mientras que el territorio de León estuvo sujeto a
un temprano proceso de Reconquista y ordenamiento, y hacia principios del siglo X ya se alcanzaba
la línea del Duero; las tierras toledanas recién en 1085 fueron ganadas a los musulmanes. Asimismo,
es importante determinar las incidencias que puedan tener los antecedentes históricos: por un lado, el
contexto dominial en el norte, y por otro, las sociedades organizadas de manera tributaria en Toledo,
previo a la conquista cristiana.
Para el análisis de la región norte es forzoso retomar el debate acerca de los orígenes feudales y la
base social y organizativa a partir de la cual habría surgido. Muchos autores acuerdan con la
propuesta de Abilio Barbero y Marcelo Vigil quienes suponen la existencia de sociedades con
estructuras gentilicias que empezaron a quebrarse dando lugar a los primeros vestigios de
instituciones de marcado signo feudal hacia los siglos X y XI [Barbero y Vigil 1978]. Algunos
sostienen que los siglos mencionados son algo tardíos para pensar que recién entonces comienza la
conformación del feudalismo en la región, también es debatible el pensar que el proceso de
feudalización se dio exclusivamente a causa de factores endógenos. Sin embargo, el recorrido
propuesto por los autores españoles tuvo seguidores [Moreta Velayos 1988, García de Cortázar
1988].
Otro aspecto en discusión es el carácter y el grado de la “repoblación” que llevaron a cabo
los reinos cristianos. Durante muchos años, la tesis de Claudio Sánchez Albornoz fue la explicación
predominante. El autor planteaba que esta zona había sido despoblada por los reyes del norte y pasó
a convertirse en un desierto que separaba el sur islámico del norte cristiano. El avance desde
Asturias hizo necesaria la repoblación de la zona que habría sido llevada a cabo por los sectores más
carenciados de las comunidades cristianas que ocuparon las tierras por medio de presuras,
ocupaciones de facto a las que más tarde se les dio la confirmación de su propiedad. Como resultado
se habría conformado una clase social de pequeños propietarios rurales libres, sin vinculación con
sistemas señoriales. Para el autor, es justamente esta singularidad uno de los principales factores por
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los que el feudalismo español era “inmaduro” [Sánchez Albornoz 1956]. Sin embargo, la idea de una
total despoblación de la región aparece como problemática. Barbero y Vigil coinciden con la
interpretación de Ramón Menéndez Pidal que entiende el término “poblar” en el sentido de una
reorganización bajo nuevos criterios [Menéndez Pidal 1960]. Para García de Cortázar este proceso
habría sido una reorganización social del espacio sobre bases nuevas, que también habría incluido
aspectos de verdadera repoblación. Por su parte, Ángel Barros García sostiene que a partir del siglo
XII la repoblación, más allá del estímulo que pudieran dar la aristocracia y la monarquía feudal, fue
en su mayor parte la consecuencia de la propia dinámica y del carácter extensivo del crecimiento
demográfico y material de las comunidades campesinas. Sostiene que fue una colonización popular
bastante espontánea ya que la nobleza castellano- leonesa se habría mostrado incapaz para organizar
la repoblación y su lugar habría sido ocupado por caballeros villanos locales [Barrios García 1988].
Nos interesa tener presentes estos debates a la hora de realizar el futuro análisis documental de León,
así como también sumar un aspecto que solía quedar relegado: la organización de las relaciones
sociales en el contexto del crecimiento del dominio. En este aspecto, muchos autores advierten con
razón que las fuentes pueden llegar a ser excesivamente escuetas para analizar la realidad social, sin
embargo creemos que es importante realizar un intento en este sentido.
Elegimos en primera instancia analizar la documentación de la catedral de León referida al
monasterio de Abeliar que, para el siglo X, es la institución que más tierras ha ganado. Los
documentos de compraventas hacen referencia a transferencias de bienes en plena propiedad con
pago en metálico o en especie. Las operaciones se realizaban entre particulares (laicos y
eclesiásticos) y/o con centros religiosos. Los bienes vendidos eran por lo general rústicos, de piezas
y precios variables. En algunas ocasiones se indicaba el origen de la propiedad vendida, lo cual es
importante ya que puede indicar cuál era el régimen de propiedad previo. Para Claudio Sánchez
Albornoz, por ejemplo, la documentación testimonia la existencia de una gran masa de campesinos
libres y propietarios de tierras y el carácter fragmentario y atomizado de la propiedad (Sánchez
Albornoz 1934, 1970). También ve en el carácter familiar de la misma una herencia germana.
En esta primera fase de la investigación, remarcaremos algunos elementos que sobresalen en las
fuentes referidas a Abeliar: 1) el interés del monasterio por concentrar sus tierras y el afán por
conseguir tierras a la vera de ríos, lo cual indica la importancia del control del agua, tal como
observara Moreta Velayos para el caso de Cardeña [Moreta Velayos 1978], 2) en la gran mayoría de
los documentos se afirma que los otorgantes lo hacen “por voluntad propia”, lo cual puede encubrir
una coacción a la venta, como advierte García de Cortázar en el monasterio de San Millán de la
Cogolla [García de Cortázar 1969], 3) es llamativo la mención constante de que los vendedores
“aceptan” o “reciben en precio” una determinada suma de parte del monasterio, parecería que su
autoridad lo faculta para ser quien propone el precio, 3) Abeliar obtiene también monasterios más
pequeños, incapaces de contener la avanzada del monasterio mayor, 4) muchos documentos
mencionan que las tierras que los campesinos venden fueron adquiridas por ellos mismos, sus padres
o abuelos, por medio de presura o por abolengo, y se destaca la dispersión de las mismas, 5) en lo
que respecta al pago, se observa el uso de moneda de plata, aunque es bastante común también el
pago en especie. Algunos vendedores reciben un precio mayor que otros, lo cual podría indicar algún
tipo de diferencia entre los campesinos, 6) se menciona en algunos casos que las tierras compradas
en verdad pertenecían al monasterio y de las cuales se apoderaron quienes ahora las venden, en otros
casos los los monjes tuvieron que litigar su reclamo, 7) en casi todos los documentos de
compraventa se añade una cláusula que asegura que, en caso de que los compradores o sus herederos
ocupen nuevamente la tierra sin permiso, paguen el doble, esto puede estar indicando que era una
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situación bastante común, 8) respecto a las donaciones que recibe Abeliar, se observan algunos
elementos paralelos a los ya vistos como la importancia de los territorios cercanos a cursos de rios, o
aquellos que limitan o se ubican en un radio cercano al monasterio. Asimismo, observamos la
afirmación de que la donación se realiza por voluntad propia lo cual puede estar encubriendo una
obligación, sobre todo teniendo en cuenta que también se suman frases de amenaza para quienes no
respeten la cesión.
A la hora de analizar esto no debemos olvidar que los monasterios de regiones fronterizas debían
comprometerse a poblar el territorio. Esto los convertía en centros de atracción de pobladores y
factores ordenadores del señorío.
Si recorremos ahora la región de Toledo, observamos que el proceso de feudalización presenta
paralelismos pero también diferencias. La divergencia más notoria es la rapidez de su evolución: el
avance de la Iglesia sobre las propiedades se da velozmente una vez ganada la región por los
cristianos en 1085, las fechas de mayor apropiación fueron los siglos XII y XIII. Sin embargo, la
lectura de las fuentes testimonia que hacia el siglo XI ya pueden datarse una serie de dinámicas que
muestran un incipiente desarrollo. Los documentos testifican una considerable concentración de la
propiedad inmueble en manos de sectores nobiliarios. Tanto los nobles del norte, como los francos
que participaron en la avanzada militar y, muy especialmente la iglesia, adquirieron importantes
territorios y construcciones urbanas. Igual que en el caso de Abeliar, el deseo de concentración se
manifiesta en los frecuentes comentarios que indican que las nuevas adquisiciones lindaban con
otras del comprador. En la mayor parte de los casos el motivo de la venta eran las deudas que los
campesinos tenían, con el comprador o con un tercero, pero no debe descartarse una posible
compulsión relativamente forzosa, aplicada por los sectores de poder, sobre la población rural para
obligarla a desprenderse de sus tierras. Entre los compradores, podemos identificar a funcionarios
eclesiásticos, aunque también se beneficiaron algunos mozárabes de la ciudad, provenientes de
familias prestigiosas que detentaban puestos directivos en la comunidad. Es posible que se hubiera
producido algún tipo de reordenamiento interno en este último caso de acuerdo a quiénes hayan
participado o colaborado en la empresa de conquista de la región.
Una de las últimas propuestas para estudiar el área toledana es la de Jean Pierre Molénat [Molénat
1997]. Su interés es observar las diferentes relaciones que sostuvo la ciudad de Toledo con, por una
parte, su campo circundante y, por la otra, la zona de montes. Esto es una interesante y novedosa
perspectiva para analizar la historia de la región. La hipótesis central de su investigación es que los
campos de Toledo habrían sido dominio de la gran propiedad de señoríos territoriales, detentados por
individuos laicos o eclesiásticos que habitaban en la ciudad, mientras que la zona de los montes
fueron controlados recién en el siglo XIII cuando Toledo obtuvo un señorío colectivo sobre ellos.
Esta propuesta invita a revisar los escritos que Reyna Pastor dedicó a Toledo. Pastor observaba que,
entre 1170 y 1230, ocurría un despojamiento de campesinos y pequeños propietarios urbanos que
eran obligados a vender sus propiedades. Por medio de compras, tanto la iglesia como los nobles del
norte y los francos que habían auxiliado a los reyes castellanos, adquirían territorios y
construcciones urbanas. La mayoría de los vendedores eran campesinos mozárabes, que
conformaban el sector expropiado [Pastor 1973, 1975]. Para el historiador francés, por el contrario,
este campesinado expropiado no aparece lo suficientemente claro como para indicar una continuidad
de larga data en la ocupación del territorio rural. Se inclina por la tesis de una colonización o
repoblación efectuada en el siglo XII con la llegada de mozárabes que huían del sur y del avance
almorávide. Se habría instaurado entonces la gran propiedad, a medio camino entre las anteriores
unidades de poblamiento de pequeñas dimensiones y los grandes dominios. Esta repoblación del
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campo toledano desde la ciudad, que da nacimiento a una forma de gran propiedad en manos de
notables urbanos, habría consolidado a linajes familiares de prestigio constituidos por individuos de
orígenes mozárabes, y también descendientes de castellano- leoneses y francos. Es decir, no se
habría dado la expropiación de un pequeño campesinado porque este probablemente no existía
luego de 1085. A lo que se asiste es a una operación de reorganización de propiedades entre
poseedores urbanos. Sostiene además que hablar de expropiación de campesinado mozárabe es
incorrecto ya que la mayor parte de movimientos de compraventas se dieron entre mozárabes, por lo
cual referirse a ellos como el sector afectado con exclusividad no sería exacto. Esta situación
contrasta, según el autor, con la realidad de la zona de los Montes. En el año 1243 esta región pasó a
ser propiedad de la ciudad que la adquiere por medio de una compra y se comportará como un señor
colectivo. En resumen, Toledo se caracterizaría por presentar dos áreas con diferencias en cuanto a
su explotación y organización: los campos en los que se observa una señorialización contundente y
la presencia de nobleza; y los montes regidos por la ciudad y con poca presencia nobiliar.
Para concluir, consideramos que el análisis comparativo de esta problemática permite
advertir las particularidades que este proceso tendrá en las diferentes regiones. El estudio de la zona
norte, con su temprano avance del dominio, y la sur, donde se da una feudalización más vertiginosa
con sus diferencias entre la zona de campos y montes, pueden facultar para establecer el camino que
las nuevas relaciones sociales transitaron, teniendo en cuenta sus características y las herencias que
recibieron áreas que estuvieron sometidas a la dominación de poderes tan disímiles como el cristiano
y el árabe.
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“Intercambio de tierras en concejos de aldea
(Siglo XV)”
Laura da Graca
(Investigadora UBA)
El problema de las transferencias de tierras entre campesinos es uno de los temas que se debate
actualmente en relación a la transición al capitalismo agrario. En el debate predomina la tendencia
que adjudica la existencia de un mercado de tierras a la dinámica del ciclo familiar y que relativiza
su incidencia sobre la polarización social. Frente a esta tendencia, y en base a ejemplos tomados del
área concejil castellana durante el siglo XV, propongo como hipótesis la existencia de un proceso de
ampliación de la tenencia por parte de los miembros más destacados de la comunidad, donde se
observa que el intercambio de tierras participa de la lógica del beneficio aunque se concrete por
mecanismos propios de una sociedad precapitalista. El intercambio de tierras también es parte de la
tendencia hacia la individualización de la tenencia y la anulación de usos colectivos, por lo que
puede verse como parte de un proceso de cercamiento. Este proceso sólo se comprende en el
contexto de la forma particular de gestión señorial, en este caso las características de los concejos
como señoríos, concretamente el sistema tributario basado en tramos de riqueza y en la fijación de
un tope máximo, que estimula la ampliación de la tenencia, y la relativa autonomía del concejo rural
respecto al núcleo urbano, que se traduce en altos grados de negociabilidad de la tierra, incluso la
tierra comunal.
El estudio se basa en documentación del concejo aldeano de Navarredonda de Gredos, perteneciente
al ámbito de Piedrahíta, provincia de Avila, donde se registran compras, trueques y arreglos que
realiza el concejo rural entre 1450 y 1491. Del estudio de la fuente surge que los que realizan estas
operaciones con el concejo son los miembros destacados de la comunidad (testigos, testamentarios,
amojonadores, alcaldes, jurados, procuradores, escribanos, carniceros, etc.); que están relacionados
entre sí por parentesco o vínculaciones sociales y políticas, y que pertenencen a la escala más alta
del padrón.
Del estudio de las operaciones se infiere que no hay restricciones a la trasmisión hereditaria, que la
tenencia puede dividirse y transferirse libremente y que el intercambio de tierras era un fenómeno
habitual. No obstante, el conjunto de compras, tomado aisladamente no permite señalar una
tendencia respecto a la existencia de procesos acumulativos; para esto es necesario ver el conjunto
de prácticas agrarias, principalmente los trueques.
Una de las finalidades del trueque es el intercambio de distintos tipos de tierras (por ejemplo, se
cambia una tierra por un prado o un linar). La tendencia a cambiar tierras por linares podría implicar
un principio de especialización productiva, ya que se cambian varias tierras por una sola para el
cultivo de una planta comercial. En otros casos a cambio de tierras el concejo entrega prados para
que el interesado “haga un linar”; aquí el trueque implicaría la obtención de un permiso, ya que la
normativa prohíbe crear linares en prados. Estas motivaciones se combinan con otra que parece ser
la más importante: los tenentes acomodados recurren al trueque para reagrupar posesiones dispersas.
El reagrupamiento de la unidad de explotación se ve en los casos en que se ofrece una tierra para
obtener otra lindera a la principal o varias tierras a cambio de una sola. Aquí el concejo actúa como
intermediario, proporcionando un mecanismo de redistribución que permite a los aldeanos reagrupar
sus posesiones; los bienes que adquiere el concejo vuelven a la circulación sirviendo a fines
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redistributivos. Esto se ve claramente en el seguimiento de la actuación patrimonial de una misma
persona. Por ejemplo, el caso de uno de los aldeanos, que aparece enajenando tierras en una zona y
obteniendo en otras las parcelas linderas a su heredad a través de trueques con el concejo; el mismo
vecino es demandado por no respetar el régimen de aprovechamientos colectivos en la zona donde
está amalgamando posesiones; unos años después es elegido alcalde. Este caso conduce a otro
aspecto del problema: los tenentes reagrupan parcelas con el objeto de cercarlas, es decir, privar a
otros de los derechos de pasto sobre heredades abiertas. La consolidación de la heredad y su
posterior vallado se presentan como aspectos complementarios de un proceso de cercamiento: este
proceso tiene como punto de partida la concentración de parcelas dispersas, cuyo cercado resultaría
dificultoso. El problema está contemplado en algunos trueques que explícitamente incluyen el
permiso para realizar un cercamiento sobre los bienes previamente reagrupados; en algunos casos se
aclara que el interesado obtiene derechos de pasto exclusivos sobre la tierra objeto del trueque. En
otros casos puede verse de cerca la negociación de un trueque, ya que el documento a veces explicita
las propuestas de las dos partes, cuánta tierra se ofrece a cambio de obtener otra lindera y después
cercarla, las vinculaciones familiares y políticas del interesado con los oficiales del concejo, etc. En
estos trueques más detallados se observa también que quienes realizan “cerrados” tratan después de
extenderlos sobre tierras comunales, lo cual consiguen a través de la negociación con las autoridades
aldeanas y sin darlo a entender a las autoridades urbanas. Estos “cerrados” aparecen en el deslinde
de otras tierras, lo que permite identificar a sus titulares, que en general son los mismos que han
hecho arreglos con el concejo, detentan oficios o son allegados o parientes de las autoridades de la
aldea. Del estudio de los linderos surge también que estas personas que han realizado cercamientos
poseen otras tierras en la aldea, por todo lo cual pueden considerarse dentro del grupo de campesinos
acomodados. De los deslindes también se deduce que los cerrados pasan a los herederos, por lo que
puede decirse que esta forma de posesión privada se estaría consolidando. En la documentación del
concejo urbano de Piedrahita se alude a estos “cerrados” como un fenómeno que está proliferando
en las aldeas y un problema que se explica por la falta de control del concejo urbano sobre los
concejos rurales, lo que confirma que la autonomía relativa de las aldeas es su condición de
posibilidad.
La tendencia a la desaparición de los aprovechamientos comunitarios es un proceso que los
historiadores verifican de manera general en los siglos XVI y XVII, y que se manifiesta en la venta
de baldíos y en la concesión de licencias por parte de la monarquía a comerciantes enriquecidos y
sectores magnaticios que obtienen el privilegio de gozar derechos de pasto exclusivos. En el estudio
de una aldea se observa que esto ocurre a pequeña escala durante el siglo XV, y que tiene como
protagonistas a los vecinos más destacados. En síntesis, la mercantilización de la tierra, que
acompaña el proceso de crecimiento de campesinos kulak, se concreta mediante mecanismos ajenos
a la lógica de funcionamiento del mercado capitalista y en un contexto plenamente feudal,
dependiendo de las modalidades concretas de ejercicio de la coerción política, que se expresan en el
sistema tributario y en el señorío del colectivo urbano sobre núcleos rurales relativamente
autónomos. Este contexto favorece un proceso de ampliación de la tenencia, el cual comprende la
gradual desarticulación del sistema de campo abierto.
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“Aproximación al problema de la estructuración del
sistema feudal en León (siglos IX-XI)”
Mariel Pérez
(Becaria CONICET)
La presente investigación, desarrollada en el marco de una tesis doctoral, se propone realizar un
nuevo abordaje del problema de la formación y estructuración del sistema feudal en el área
septentrional de la Península Ibérica, teniendo como objeto el análisis de las diferentes formas en
que se desarrolló el proceso de privatización del poder público en León entre los siglos IX y XI y de
las relaciones que establecieron entre sí las distintas esferas de soberanía privada.
C. Sánchez Albornoz abordó el problema de los orígenes del feudalismo hispánico desde un punto
de vista institucional y jurídico, entendiendo el feudalismo a partir de la dominancia de un conjunto
de instituciones feudo-vasalláticas en el sistema social y político, tal como se constató en el área
nuclear del que fuera Imperio Carolingio entre los siglos X y XIII. Así, sostenía que si bien en época
visigoda habrían existido algunas instituciones “prefeudales”, la conquista árabe y la Reconquista
habrían obstaculizado su desarrollo, favoreciendo contrariamente la conservación de una monarquía
poderosa en el norte peninsular que permanecería ajena a las prácticas feudales hasta el último tercio
del siglo XI, cuando, por influencia francesa, se habrían introducido en el reino las instituciones
feudo-vasalláticas. Sin embargo, C. Sánchez Albornoz concluía que aunque en el reino asturleonés,
y más tarde en los reinos de León y Castilla, hubieran existido instituciones feudales, la estructura
social y política de la España cristiana nunca habría llegado a constituirse completamente según las
formas políticas del feudalismo franco, lo que determinaría el carácter “inmaduro” o “bastardo” del
feudalismo hispánico.(1) Esta perspectiva jurídico-institucional en el abordaje del feudalismo habría
de tener un profundo arraigo en el medievalismo español, siendo compartida por un amplio grupo de
historiadores entre los que se destaca L. García de Valdeavellano (2)
En la década de 1970 se produjo una renovación en la historiografía hispánica,
replanteándose la problemática de los orígenes del feudalismo en términos socio-económicos. El
estudio se desplaza así del surgimiento de las instituciones feudo-vasalláticas a la formación de las
relaciones de dependencia entre señores y campesinos. Es principalmente la obra de A. Barbero y M.
Vigil la que marca el punto de inflexión. Asumiendo la conceptualización marxista del modo de
producción feudal, estos autores postularon un origen autóctono del feudalismo castellano-leonés,
situando el surgimiento de las relaciones de producción feudales en el seno de comunidades
primitivas de organización gentilicia del norte de la Península Ibérica, que habrían conocido, a partir
de un proceso de desarrollo de las fuerzas productivas, una evolución desde la propiedad comunal
hasta la propiedad feudal (3).
Esta argumentación ha sido adoptada en las últimas décadas por gran parte de los medievalistas
españoles, imponiéndose una visión gentilicia y patrimonial en el estudio del surgimiento de las
relaciones de producción feudales. Autores como J. M. Mínguez, C. Estepa Díez o I. Álvarez Borge,
por nombrar sólo a los ejemplos más destacados, han configurado un modelo de formación del
feudalismo basado en la descomposición de la realidad comunitaria de las sociedades gentilicias y la
constitución de la propiedad feudal, y en el cual la dimensión política es relegada a un plano
secundario. En efecto, las relaciones feudales de vasallaje son excluidas del análisis, explicándose el
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ejercicio privado del poder político por parte de los señores como una mera derivación de la
propiedad territorial. (4)
Tal fue la penetración de estas ideas en la historiografía hispánica que sólo hacia la década de 1990
comenzaron a esbozarse algunas críticas y a elaborarse planteamientos novedosos. Es quizás del
mutacionismo de donde proviene el modelo alternativo más orgánico. En efecto, tomando el marco
interpretativo de la mutación feudal propuesto por P. Bonnassie (5), E. Pastor rechaza la tesis
gentilicia y patrimonial de formación del feudalismo, postulando la continuidad del carácter público
del poder de los condes de Castilla hasta el siglo XI y acentuando la importancia del ejercicio de las
funciones jurisdiccionales en la sujeción un campesinado todavía libre de cualquier dependencia
jurídica y económica (6).
Precisamente, la teoría de la mutación feudal, que a partir de sus orígenes modernos con la tesis de P.
Bonnassie sobre Cataluña ha sido en las últimas décadas aplicada en el estudio de otras sociedades
meridionales como la Provenza, el Languedoc, o más recientemente, el noroeste peninsular, realiza
una revalorización del aspecto político del feudalismo en torno a las relaciones feudales de vasallaje,
pero no desde la estrecha óptica tradicional sino colocando a las estructuras jurídico-institucionales
en relación con las estructuras socio-económicas. Desde este punto de vista, la concesión de un
feudo a un vasallo implica la transmisión de derechos jurisdiccionales que a su vez permiten la
imposición de censos y corveas, la apropiación de tierras campesinas, en suma, la constitución de las
relaciones de producción.
Creemos que esta perspectiva puede ser de gran utilidad en el estudio de la formación del feudalismo
en el norte de la Península Ibérica, permitiendo esbozar un enfoque alternativo tanto respecto de la
interpretación jurídico-institucional de raíz albornociana como de la tesis gentilicia impulsada por A.
Barbero y M. Vigil. En efecto, partiendo de la idea de que en el modo de producción feudal las
variables jurídico-políticas tienen una incidencia activa en las relaciones de explotación, en la
presente investigación se sostendrá la hipótesis de que el elemento clave en la formación del
feudalismo en la región de León fue la constitución de soberanías políticas privadas a partir de la
delegación del poder público, es decir, de las concesiones de feudos.
Tomando como eje esta hipótesis, nuestra investigación tendrá como principal objetivo el análisis de
la formación y estructuración del sistema feudal en León a través del estudio de las relaciones
feudales de vasallaje, desde una perspectiva socio-económica que dé cuenta de la privatización del
poder político en función de la construcción de las relaciones de producción en el marco del señorío
de ban. Con este fin se analizarán, en primer lugar, las distintas formas en que se privatizó el poder
político en manos de los señores feudales. Se examinarán así tanto las concesiones regias de poder
político a través de privilegios de inmunidad, encomendaciones de mandationes y commissa y
donaciones de villas, como otras vías de delegación de poder político a infanzones y caballeros
como prestimonia y beneficia otorgadas por los condes. En segundo lugar, se analizarán las
relaciones, tanto jerárquicas como horizontales, que estas distintas esferas de soberanía política
mantuvieron entre sí, intentado dilucidar la estructuración del sistema político feudal en el área. Esto
implica también el estudio de tensiones, conflictos, alianzas y compromisos recíprocos entre los
señores.
El área de estudio estará circunscripta a la región de León, en un ámbito temporal que abarca los
siglos IX a XI, período que se considera central en la formación del sistema feudal en el área. Por su
parte, el cuerpo documental objeto de análisis estará constituido inicialmente por la documentación
altomedieval de los archivos de la Catedral de León, el monasterio de Sahagún y el monasterio de
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Santa María de Otero de las Dueñas, principales fondos documentales de la zona de estudio, y por
los fueros del área, en particular el Fuero de León.
1) Ver SÁNCHEZ ALBORNOZ, C. “La potestad real y los señoríos en Asturias, León y Castilla
(siglos VIII-XIII)”, en Estudios sobre las instituciones medievales españolas, México, UNAM,
1965, entre otras obras.
2) GARCÍA DE VADEAVELLANO, L. Curso de historia de las instituciones españolas. De los
orígenes al final de la Edad Media. Madrid, Ediciones de la Revista de Occidente, 1973, pp. 362393.
3) BARBERO, A. Y VIGIL, M. La formación del feudalismo en la Península Ibérica. Barcelona,
Crítica, 1978.
4) Ver por ejemplo MÍNGUEZ FERNÁNDEZ, J. M. “Ruptura social e implantación del feudalismo
en el noroeste peninsular (Siglos VI al X)”, Studia Historica. Historia Medieval, 2, 1985; ESTEPA
DÍEZ, C. “Formación y consolidación del feudalismo en Castilla y León”, en En torno al feudalismo
hispánico, I Congreso de Estudios Medievales. Avila, Fundación Sánchez Albornoz, 1989;
ÁLVAREZ BORGE, I. Poder y relaciones sociales en Castilla en la Edad Media. Los territorios
entre el Arlanzón y el Duero en los siglos X al XIV. Salamanca, Junta de Castilla y León, 1996.
5) BONNASSIE, P. La Catalogne du milieu du Xe siècle à la fin du XIe siècle: croissance et
mutations d’une société. Toulouse, 1975-1976.
6) PASTOR DÍAZ de GARAYO, E. Castilla en el tránsito de la Antigüedad al feudalismo.
Poblamiento, poder político y estructura social del Arlanza al Duero (siglos VII-XI). Valladolid,
Junta de Castilla y León, 1996.
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“La escritura de la norma y la constitución de la
comunidad de habitantes (siglos XI-XII)”
Paola Miceli
(Becaria UBA)
En el marco de la tesis de doctorado que estoy realizando que tiene por objetivo indagar la relación
entre derecho consuetudinario y práctica jurídica en Castilla y León entre los siglos XI y XIV me he
preocupado a lo largo de estos últimos meses por el problema de la puesta por escrito de la norma y
la conformación de la comunidad de habitantes.
La historiografía de los últimos años ha estudiado en profundidad este proceso de conformación de
las comunidades de habitantes que se da en Occidente en torno de los siglos X y XI señalando
múltiples operaciones que lo hicieron posible: el papel aglutinante de la parroquia o el cementerio,
las prácticas señoriales de reorganización del espacio que llevaron a los campesinos a concentrase en
torno a los castra, las prácticas específicas mediante las cuales los habitantes de un lugar se
apropiaron de ese espacio, etc. Ahora bien, consideramos que en el estudio de este proceso se ha
prestado poca atención a un dispositivo a nuestro entender clave, sobre todo en el ámbito peninsular:
el papel del texto foral como discurso instituyente de la comunidad de habitantes a partir de la
invención de una tradición jurídica común a todos los que moran en un lugar.
Tradicionalmente el fenómeno de escrituración (que se profundiza a mitad del siglo XI con la
llegada al trono en León de Alfonso VI) ha sido pensado desde la óptica de la representación con un
matiz profundamente romántico. Hinojosa fiel representante de la tesis germanista, es un buen
ejemplo de esta mirada desde la lógica de la representación: el fuero debe ser interpretado, según el
autor, como la plasmación escrita de una práctica consuetudinaria que preexiste. El fuero representa
entonces algo que ya está dado. Grossi, historiador del derecho italiano, portavoz de la mirada
romántica, nos dice: el derecho altomedieval antes de ser norma y mandato es orden, orden de lo
social, motor espontáneo, lo que nace de abajo. Por último un ejemplo de la península Ibérica, el
historiador Galo Sánchez para quien existen dos estrategias diferentes pero complementarias de la
práctica jurídica: en primer lugar, el redactor fija por escrito una norma latente en la “vida
consuetudinaria”; en segundo lugar, la convierte en norma abstracta. Escribir la norma no significa
crearla sino hacerla pasar del plano de la experiencia rústica de la oralidad al de la sofisticación de la
escritura.
Frente a esta interpretación naïve nuestra indagación tiene por objetivo dejar de ver el fuero como
mero agente cristalizador de una experiencia que se “arrastra por la tierra”, para pensarlo como
discurso que instituye, como una de las operaciones mediante las cuales se ponen las condiciones
para la existencia de la comunidad de habitantes. Esa existencia está directamente vinculada con la
invención de una tradición jurídica, con el otorgamiento de una memoria que los fueros insisten en
mostrar. En los fueros breves de León que hemos relevado no se dice esto de manera explícita –ya
veremos de qué manera se instituye memoria– pero sí queda expuesto sin giros retóricos en el Fuero
de Béjar (s. XIII): “Esta memoria otorgo demas a todos los pobladores, qua quier uenir quisiere
poblar Beiar… non responda por enemiztad, ni por debdo, ni por fiadora, ni por erentia, ni por
ninguna cosa que fizo ante que Beiar se poblasse”. En Béjar el dador del fuero instituye una
memoria que requiere el olvido de ciertos hechos sucedidos antes de la concesión del fuero. En el
caso de los fueros de León el escrito no borra lo anterior sino que instaura una tradición.
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En los fueros breves de León la creación de una memoria común para todos los que habitan en un
lugar está relacionada con la conformación de la comunidad de habitantes, según nuestra perspectiva
con el uso en la documentación de dos términos consuetudines y usus y de un sintagma mos terre
cuyos significados connotan la idea de una práctica que se realiza desde antiguo. Los dos primeros
términos señalados hacen referencia en la mayoría de los fueros de este periodo a imposiciones
banales ¿pero por qué se las denomina así? No hay duda de que se trata de un gesto legitimador, pero
también de una operación que establece hábitos y funda memoria. Denominar consuetudines o usus
a una imposición es, pues, un acto de fuerza que, operando en el terreno de la memoria, construye la
identidad jurídica necesaria para la existencia de la comunidad. El sintagma mos terre reafirma esta
idea, asignándole a la tierra un comportamiento jurídico. Lo que sorprende en este fuero es que mos
se presenta como comportamiento asignado a la tierra y no a los individuos. Es ella, más allá de los
que la habitan, la que posee dichos hábitos: sus moradores son meros instrumentos de la tierra que se
comporta como estructura, como reservorio de un conjunto de reglas que los hombres deben
respetar. Los hombres en tanto habitantes de ese territorio devienen practicantes de un orden jurídico
que les precede. El texto del fuero instituye entonces a la tierra como la portadora de un
ordenamiento jurídico particular. Instituida como reservorio de las normas todo ocurre como si la
tierra fuera la institución que instrumentaliza a los hombres en tanto apéndices orgánicos de la
naturaleza inorgánica. Acompañando y reforzando esta idea de instrumentalidad la palabra mos es
usada en ablativo (more terre). El empleo del término en este caso gramatical se encuentra ya
presente con mucha frecuencia en el mundo romano; se utilizaba la expresión more maiorum o su
reverso maiorum more como sintagma fijo que expresaba claramente su carácter paradigmático.
Ahora bien, si en el mundo romano se adjudicaba a los antepasados la capacidad de establecer las
reglas a seguir, en cambio, en este fuero medieval se concede esta competencia a la tierra. Es por
esto que el fuero no explicita la forma en que debe llevarse adelante esta práctica. Hay una cualidad
atribuida a la tierra que no necesita ser legislada porque la tierra posee su propio ordenamiento, del
cual los hombres son apéndices o instrumentos. Entiéndase bien, no es la tierra en sí misma la
portadora de esos derechos, al modo que podría plantear una mirada metafísica, sino el gesto del
derecho foral el que instaura a la tierra como reservorio de las prácticas jurídicas antiguas. El efecto
producido por el empleo de estos tres conceptos es el de instaurar en un determinado sitio, en una
determinada tierra, un conjunto de prácticas como ancestrales, de allí su capacidad instituyente.
En el marco del problema señalado, la puesta por escrito de la norma, existen otros dos ejes ha
analizar: por un lado el carácter redentor asignado a la escritura en los textos forales, y por otro, el
papel del escrito como estrategia de visibilización frente a los otros poderes feudales.
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“Aproximaciones historiográficas a la problemática de las
cortes de Castilla y León”
Federico Miliddi
(Becario CONICET)
Tal como señala el historiador español Julio Valdeón Baruque en su introducción al libro de
Wladimir Piskorski, la historiografía referida a las Cortes surge durante el siglo XIX con los aportes
de una trilogía de grandes autores: Martínez Marina, Colmeiro y el propio Piskorski (1). Resulta
necesario, entonces, partir de estas primeras conceptualizaciones historiográficas ya que constituyen
el basamento de las elaboraciones posteriores, ya sea que estas se planteen como continuación o
como crítica y discusión de las premisas establecidas por estos “clásicos”. Podremos apreciar,
siguiendo el desarrollo de la historiografía de las Cortes, que se dibujan dos líneas directrices que
encuadran la producción de los historiadores españoles y extranjeros respecto de esta problemática:
hallaremos, por un lado a una línea “liberal” que, si bien posee argumentos troncales que constituyen
un eje conceptual definido, no se muestra como una tradición monolítica, sino que presenta variantes
(vinculadas con transformaciones metodológicas de la disciplina) a lo largo de su desarrollo durante
los siglos XIX y XX; por otro lado, puede apreciarse la existencia de una línea de pensamiento que
podríamos definir aquí como “monarquista”, que exhibe fundamentos conceptuales e interpretativos
opuestos a los de los liberales pero que posee un peso específico que la convierte en una de las
corrientes interpretativas fundamentales de la Historia de las Cortes castellanas. Esta corriente parte
de la obra de Sempere y Guarinos en el siglo XIX, se desarrolla a partir del pensamiento de autores
de extracción franquista en los años ‘40 y encuentra su máximo exponente en la obra de José Pérez
Prendes a partir de los ‘60 y ’70 (2).
Las perspectivas que se dibujan durante el siglo XX parten de de estas matrices y podemos afirmar
que, en líneas generales hasta la caída del franquismo, en los fundamentos sobre los cuáles se
edifican sus análisis históricos opera un principio que, parafraseando al historiador de la antigüedad
Moses I. Finley podríamos caracterizar como problemas antiguos e ideologías modernas (3), ya que
durante la primera mitad del siglo XX los análisis de las Cortes por parte de la historiografía
española se hallan atravesados y condicionados por la lucha entre las posiciones republicanoliberales y fascista-conservadora). La “renovación historiográfica” de los años ‘70 y ‘80 trae
aparejada una búsqueda de mayor rigurosidad científica, con un marcado sesgo documentalista
(posiblemente debido a la enorme influencia ejercida por Claudio Sánchez Albornoz y su obra), pero
el tono general del análisis permanece ceñido a los términos delimitados por perspectivas de tipo
institucionalista, sin un especial énfasis en los aspectos conceptuales.
1.- La historiografía liberal:
1.1.- Los primeros abordajes, el siglo XIX:
El jurista Francisco Martínez Marina es el máximo exponente de la línea liberal, y su obra de
comienzos del siglo XIX representa los primeros análisis históricos relevantes acerca de la temática
de las Cortes medievales, más allá de no haber realizado su estudio sobre la base de una metodología
propiamente historiográfica. Escribiendo desde el fervor parlamentarista de la resistencia española a
la invasión napoleónica (4), este autor señala que es la facultad legislativa, a partir de la
representación de todos los elementos del reino, la función primordial y natural de las Cortes.
Subraya la continuidad esencial de las funciones legislativas de los parlamentos decimonónicos con
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respecto a los estamentales, destacando su carácter de limitante del poder del rey como espacio de
defensa de los derechos y garantías “populares”. Martínez Marina retoma la idea liberal clásica,
derivada fundamentalmente de la concepción de Montesquieu, de la división de poderes y del
parlamento como ámbito decisivo de control y contrapeso del poder “ejecutivo”: las Cortes serían
así esencialmente, a lo largo de toda su historia, el reducto de las libertades “populares” en el marco
del Estado frente a las pretensiones de poder absoluto de la Corona. Esta concepción ha sido
discutida por toda la historiografía de las Cortes, desde Colmeiro en adelante, pero se muestra como
una referencia ineludible por constituir el primer intento sistemático de reflexión acerca de esta
cuestión a partir del trabajo con documentos (5).
A finales del siglo XIX, a partir de un enfoque historiográfico positivista, Manuel Colmeiro estudia
(desde los dos volúmenes de su introducción a las Actas y Ordenamientos) a las Cortes
bajomedievales como el fruto de un proceso de secularización de esa forma particular de asambleas
feudales que constituían los concilios de los siglos XI y XII. La concepción de este historiador
español se presentaba como una crítica de las tesis expuestas por Martínez Marina. Colmeiro
cuestionaba lo que entendía como una lectura excesivamente sesgada por la situación
contemporánea en la que se hallaba situado el pensador liberal, y sostenía la necesidad de entender a
las Cortes desde las particularidades del sistema político e institucional del medioevo. Para este
historiador, las Cortes desempeñaban fundamentalmente una función de apoyo a la monarquía,
especialmente en materia tributaria (aprobando impuestos para el rey), pero permitían, a su vez, que
el estamento burgués pudiera hacer oír su voz y presentar sus reclamos al rey. Esta línea de
pensamiento ha tenido una importante continuidad en la historiografía posterior, especialmente a
partir de que Claudio Sánchez Albornoz planteara la estrecha conexión existente entre las
necesidades de recaudación fiscal de la Corona y la incorporación de los representantes urbanos a las
reuniones de la Curia Regis, propiciando su transformación en Cortes (6). No se ha continuado su
tesis de génesis de las Cortes como fruto de una evolución secularizada de los Concilios, ya que los
historiadores posteriores avanzaron en explicaciones que encuentran el origen de los parlamentos
estamentales en las primitivas asambleas germánicas en las que los jefes de las comitivas solicitaban
el consejo y apoyo de los nobles guerreros.
En las postrimerías del XIX, el historiador ruso Wladimir Piskorski escribió el libro que se ha
convertido, probablemente, en el mayor clásico de la historiografía sobre las Cortes de Castilla y
León y la inspiración de numerosas generaciones de historiadores posteriores: Las Cortes de
Castilla. Al igual que Colmeiro, este autor criticaba el anacronismo patente de las
conceptualizaciones de Martínez Marina, retomando su preocupación por realizar un estudio
histórico, empíricamente fundamentado de las Cortes. Sin embargo, reprochaba al historiador
español su intento de esencializar a las Cortes medievales y su consiguiente incapacidad para captar
el carácter de las transformaciones que habían sufrido en el devenir del proceso histórico durante los
últimos siglos de la Edad Media y los primeros de la Moderna (7). Piskorski entendía que las Cortes
poseían un carácter eminentemente democrático dado que se conformaban como el espacio de
representación privilegiada de los concejos en detrimento de la nobleza, pero, precisamente por estar
estrechamente ligadas con el devenir histórico-político del estamento urbano, los parlamentos
medievales compartían su suerte. De esta manera, Piskorski consideraba que el avance señorial y
monárquico de los siglos finales del medioevo por sobre las libertades urbanas implicaba el declive
de las Cortes. Al mismo tiempo, y como parte de las preocupaciones epocales de la historiografía de
la segunda mitad del XIX, este historiador ruso veía en el parlamento estamental castellano la única
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fuerza de “expresión de la unidad nacional” (8). Piskorski sostenía la existencia de un antagonismo
fundamental, de una antítesis entre Cortes -como espacio privilegiado de representación de la “capa
media” de la sociedad, es decir, de los elementos urbanos cuyas jerarquizaciones internas no fueron,
por otra parte, consideradas por el historiador de San Petersburgo- y la monarquía -como reducto de
feudalidad-. Las primeras constituían el espacio de expresión política de la burguesía, el ámbito en el
cual sustentaban la defensa de sus libertades e intereses; la Corona, en cambio, tendía hacia una
creciente búsqueda de concentración del poder en detrimento de los parlamentos. Parlamento
estamental y monarquía resultaban, pues, polos opuestos en el mapa político medieval castellanoleonés dibujado por Piskorski, confirmando, de esta manera, su participación de la caracterización
general de la historiografía liberal.
1.2.- El siglo XX: Sánchez Albornoz, su legado y las perspectivas recientes:
A pesar de no manifestar innovaciones teórico-metodológicas o argumentativas demasiado
significativas, la historiografía española (y también la no española) del siglo XX que ha trabajado
sobre el tema de las Cortes ha recogido la herencia y discutido con estas aproximaciones
decimonónicas. Las líneas interpretativas fundamentales de esta historiografía derivan de las
elaboraciones que realizara Claudio Sánchez Albornoz durante las primeras décadas del siglo XX
(9), quien tendía a ver a las Cortes como uno de los órganos de gobierno de la monarquía,
destacando particularmente sus funciones administrativas y burocráticas. Si bien Sánchez Albornoz
avanzó en su madurez en una interpretación de las Cortes castellanas que presentaba un marcado
sesgo “romántico”, al identificarlas (particularmente en los siglos XII y XIV) como el producto de la
“sensibilidad política del pueblo castellano” y un espacio en el que se manifestaba esta esencia
política libertaria del homo hispanicus, sus trabajos propiamente historiográficos acerca de esta
materia subrayan la importancia que desempeñaban como apoyo político de la monarquía frente a la
nobleza y su carácter de base tributaria para la construcción del Estado central. Este esquema fue
retomado por gran parte de la producción historiográfica posterior.
Predominó en esta perspectiva (que tiene como exponentes destacados a Joseph O’Callaghan y a
Luis García de Valdeavellano entre otros) una aproximación institucionalista fuertemente formal, en
la que el análisis de los aspectos extra jurídicos (como el carácter de instancia legitimadora y la
intervención del parlamento estamental castellano bajomedieval como momento de mediación en la
lucha por el poder político) no se evaluó en su justa relevancia. Al sobredimensionar la
caracterización legal y administrativa de la Cortes, esta perspectiva ha tendido a minusvalorar las
dimensiones sociales que permiten la génesis y la transformación histórica de estos parlamentos. Por
otra parte, la notoria ausencia de fundamentos teóricos ha dejado muchas veces inexplicados
aspectos esenciales de la caracterización del proceso histórico en el que se desenvuelve la dinámica
política de la Baja Edad Media en la península ibérica. Solamente en contadas ocasiones, y siempre
dentro de los marcos de concepciones historiográficas en las que predomina la descripción por sobre
el análisis, ciertos historiadores -como Joseph O’Callaghan- han señalado la importancia de aquello
que han visto como los aportes de las Cortes al fortalecimiento “moral” de la monarquía, al
conferirle la presencia de representantes de los sectores sociales de poder en los parlamentos mayor
legitimidad a las decisiones tomadas por los reyes. El historiador norteamericano O’Callaghan ha
señalado acertadamente lo que, consideramos, es una de las funciones decisivas de la instancia
parlamentaria bajomedieval castellana, al subrayar su importancia como espacio de legitimación de
la monarquía, sin embargo, en su libro sobre las Cortes castellanas este autor no ha profundizado en
el análisis de los mecanismos concretos del funcionamiento sociopolítico feudal que hacen posible
esta estructuración particular del parlamento estamental. Este cuadro de situación compartido por
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gran parte de la historiografía de la segunda mitad del siglo XX, ha generado fuertes obstáculos para
la captación del carácter social de la cuestión, dejando sin respuesta preguntas fundamentales acerca
de la dinámica política del sistema feudal (de esta manera, por ejemplo, permanece en la oscuridad
un asunto tan relevante como el carácter de clase del Estado).
En su introducción al libro de Piskorski de los años setenta, Julio Valdeón Baruque señalaba la falta
de innovaciones en el estudio de la problemática de las Cortes (a su juicio, las carencias eran
particularmente importantes en lo referido a la historia social), manifestando su deseo de que éstas
llegaran en los años subsiguientes. Si bien la producción historiográfica sobre esta materia ha
crecido cuantitativamente, especialmente a partir de los congresos celebrados en España a fines de
los años ochenta (10), no se han producido cambios decisivos en materia historiográfica acerca del
estudio de las Cortes medievales. Aún en los trabajos más recientes continúa predominando el sesgo
jurídico-institucional de los estudios tradicionales, impera la descripción por sobre el análisis y no se
registran aportes significativos en términos metodológico-conceptuales.
2.- La corriente antiliberal: la teoría “monarquista” de las Cortes:
Al igual que la corriente liberal, la línea “monarquista” de interpretación de la Historia de las Cortes
de Castilla halla también sus orígenes más remotos en la obra de un pensador decimonónico, el
jurista valenciano Juan Sempere y Guarinos. Sempere es el primero en plantear las críticas al
esquema analítico del liberalismo a partir de lo que entiende como una captación anacrónica e
históricamente equivocada de la naturaleza y función de las Cortes. Este autor será el primero en
postular que la existencia de las Cortes se daba en una relación de directa sumisión a la Corona,
realizando solamente actividades funcionales a ésta. En este sentido, no tendría razón de ser la
oposición planteada entre Cortes y Monarquía, puesto que aquellas no serían más que un órgano de
ésta. Esta idea será retomada en los años ‘40 por el historiador de la Universidad Complutense de
Madrid, Manuel Torres López, quien insistirá en postular la subordinación total de los parlamentos
estamentales castellanos a la Corona, polemizando abiertamente con la historiografía liberal,
especialmente con Sánchez Albornoz. A partir de la influencia de su maestro Torres López, José
Manuel Pérez Prendes ha desarrollado la más importante y documentada investigación sobre las
Cortes en el marco de esta corriente de pensamiento, sostenido que estas asambleas se limitaban a
brindar consejo cuando el rey así lo requería, recortando los márgenes de acción política y las
facultades legislativas que les conferían las perspectivas liberales (11). Pérez Prendes retoma un
análisis de las Cortes de tipo procesual, tal como lo sugiriera Piskorski, pero afirma que lo que se
desarrolla es la concentración del poder real y su ingerencia sobre las Cortes. Para Pérez Prendes no
se verifica una pérdida gradual de la libertad y autonomía de las Cortes a medida que transcurren los
últimos siglos del medioevo y los primeros de la modernidad (tal como afirmaba la vertiente
historiográfica liberal) puesto que éstas en ningún momento detentaron tal libertad frente al poder
monárquico y siempre estuvieron plenamente funcionalizadas de acuerdo con las necesidades
administrativas y la voluntad de la Corona. En abierta oposición a la tradición liberal, Pérez Prendes
niega las libertades de las Cortes en épocas previas al advenimiento de las monarquías de los Reyes
Católicos y de los Austrias mayores, sosteniendo la continuidad estructural de unas prácticas
políticas de origen germánico que, de acuerdo con su criterio, sujetaban a los estamentos al poder de
los monarcas. A pesar de afirmar la subordinación de las Cortes a la monarquía, este autor niega la
existencia de formas monárquicas absolutistas, pero la limitación al poder regio es exclusivamente
histórico-legal o consuetudinaria, y no reside en las estructuras fácticas del poder de las clases
sociales. De esta manera, Pérez Prendes exhibe un extremo apego a la letra de los textos legales
emanados por el poder público. Al igual que Sánchez Albornoz, halla la génesis de esta forma
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asamblearia en las prácticas políticas del mundo germánico (encuentra una continuidad políticoestatal desde el mundo germánico hasta la Edad Moderna), pero niega la existencia de libertades
propias de este espacio subrayando su sumisión al vértice político.
1) Valdeón Baruque, J.: “Las Cortes medievales castellano-leonesas en la historiografía reciente”,
introducción a Piskorski, W.: Las Cortes de Castilla en el período de tránsito de la Edad Media a la
Moderna 1188-1520, Barcelona, 1977. Págs. V-XXXII
2) Ver Valdeón, J.: op. cit. nota 5, págs. X a XVIII.
3) Finley, M. I.: Esclavitud Antigua e Ideología Moderna. Editorial Crítica, Barcelona, 1982.
4) Martínez Marina escribe su Teoría de las Cortes en el año 1813
5) Antes de la edición de las Actas de Cortes por parte de la Real Academia de Historia de España,
Martínez Marina realizó un trabajo preliminar de selección de documentación regia sobre la que
elaboró su Teoría de las Cortes. Algunos de estos documentos fueron editados como un extenso
apéndice en el tercer tomo de su obra. Ver: Martínez Marina, F.: Teoría de las Cortes o grandes
juntas nacionales de los reinos de León y Castilla, Editora Nacional, Madrid, 1979. Apéndice
documental, Volumen III
6) Esta caracterización de Sánchez Albornoz se encuentra en su artículo del año 1928: “La primitiva
organización monetaria de León y Castilla”, publicado originalmente en el Anuario de Historia del
derecho español, 5, págs. 301-324 y reeditado posteriormente en: Viejos y nuevos estudios sobre las
instituciones medievales españolas. Madrid, Espasa Calpe, 1976, vol. II, págs. 887-928.
7) Piskorski, W.: op. cit. “Introducción”, págs. 6-12.
8) Piskorski, W.: op. cit., pág. 131
9) Los análisis de Sánchez Albornoz se encuentran en uno de sus trabajos de juventud: La curia
regia portuguesa. Siglos XII y XIII. Junta para ampliación de estudios e investigaciones científicas.
Centro de Estudios Históricos. Madrid, 1920; reeditado posteriormente con una addenda del autor
en: Investigaciones y documentos sobre las instituciones hispanas, Santiago de Chile, 1970, págs.
381-459. También se encuentran comentarios acerca de la función de las Cortes en su artículo de
1928 arriba citado. Finalmente, realiza comentarios generales acerca de las Cortes en España, un
enigma histórico, Buenos Aires, 1956. 2 vols., tomo II, capítulo XII, acápite 6 “Sensibilidad política
del pueblo castellano”, págs. 74-103.
10) Estas reuniones científicas de 1988 y 1989 se realizaron en ocasión del cumplimiento de los
ochocientos años de las célebres Cortes realizadas en León en el año de 1188 (en las que -más allá
de las discusiones existentes- se considera que tuvo participación por primera vez el sector superior
del estamento urbano, produciéndose la transformación de la Curia en Cortes).
11) Las Cortes de Castilla, Editorial Ariel, Barcelona, 1974
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“La participación de autores jesuitas en la polémica del
Nuevo Mundo”
María de la Soledad Justo
(Tesista UBA)
La Polémica del Nuevo Mundo fue una dilatada discusión que se inició en 1750 y mantuvo cierta
agresividad hasta, por lo menos, mediados del siglo XIX. Sus protagonistas fueron George Louis
Leclerc, conde de Buffón, Corneille De Pauw, William Robertson y Guillaume Raynal quienes
polemizaron con historiadores y naturalistas españoles y americanos y numerosos autores jesuitas.
Buffón fue un reconocido naturalista y una la figuras centrales de la ilustración francesa, que en su
extensa obra trató desde el origen y evolución de nuestro planeta, hasta el estudio de la biología de
los animales exóticos. Su reflexión en torno a la naturaleza americana siguió una línea de
pensamiento muy clara: América era naturalmente joven, inmadura, frígida y por lo tanto inferior en
comparación con Europa. Es a partir de sus ideas que el siglo ilustrado inició la Polémica del Nuevo
Mundo.
La Ilustración supuso una renovación epistemológica que abarcó amplios campos del saber, y el
debate sobre América no escapo a la revisión de los nuevos modelos epistémicos emergentes en el
siglo de la luces. La ya clásica obra de Antonello Gerby y la más cercana de Jorge Cañizares
Ezquerra han analizado los debates ilustrados sobre la naturaleza y la historia del Nuevo Mundo. En
sus obras se resalta cómo este problema se entretejió con otros temas centrales: el nacimiento de una
diferente forma de hacer la historia de América; la renovación de la literatura de viajes y por
supuesto la fundación de una nueva historia natural que inaugurara un sistema clasificatorio distinto
del tradicional.
Este trabajo intenta acercar los aportes de los autores jesuitas establecidos en Paraguay, en los
debates sobre la naturaleza y la historia americana. Los “jesuitas paraguayos” fueron mencionados
por la historiografía que se ocupó del problema y sin embargo las voluminosas obras de estos
autores y la historia y la naturaleza del sur América merece ser nuevamente visitada.
Es conocido que los jesuitas fueron activos impugnadores de las ideas antiamericanistas, postura que
quedó inscripta en la obra de Javier Clavijero, Juan Ignacio de Molina, Juan de Velazco, Rafael
Landivar, quienes ingresaron al debate a partir de experiencias directas y estudios de caso.
Capacitados para comprender y explicar la naturaleza y cultura americana, la defendieron
construyendo a América como ámbito de desarrollo de las altas culturas indígenas. Sin duda, la
expulsión de los jesuitas y el exilio dieron un tono específico a su participación en la polémica y el
destierro en Italia permite englobar a los autores en posiciones de un gran acuerdo. Sin embargo un
enfoque comparativo permitirá ver las distancias y los acercamiento del caso novohispano con el de
América del sur.
El caso de la participación de los autores jesuitas de la Provincia de Paraguay es quizás el menos
estudiado por la historiografía especializada. Este trabajo se ocupará de revisar los aportes y
argumentos de autores jesuitas que tomaron la naturaleza de sur América para ingresar al debate que
enfrentó a naturalistas e historiadores del siglo de las luces; debate científico pero con una indudable
resonancia política y así lo entendieron los participantes.
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“Aproximaciones al pensamiento español del siglo xvii.
Las obras filosóficas de Juan Nieremberg (continuación”
Gabriela Monezuelas
(Investigadora UBA)
La modernidad clásica constituyó una época de gran complejidad cultural en la historia de las ideas
del mundo occidental. Los hombres del Renacimiento elaboraron complejas visiones del universo
en un período caracterizado por los cambios acelerados. La Revolución Científica contribuyó a la
conformación de esas nuevas visiones; la observación y la experimentación se convirtieron en
herramientas imprescindibles para acercarse al conocimiento y hacer de las afirmaciones datos
ciertos.
En dicho contexto, las denominadas Obras Filosóficas del jesuita español Juan E.
Nieremberg: Curiosa Filosofía y tesoro de las maravillas de la naturaleza de 1630 y la Oculta
Filosofía. De la sympatia y antipatia de las cosas, de1633, constituyen un material interesante para
analizar las formas en las que los trabajos científicos del momento eran comprendidos, incorporados
y discutidos por este intelectual para elaborar una particular cosmovisión, junto con las
formulaciones de la tradición clásica.
En cada una de estas obras filosóficas, el autor incorpora de forma minuciosa y detallada los nuevos
trabajos, basados en observaciones acerca del universo, los planetas y las estrellas, estableciendo
con ellos un diálogo a partir del cual, descarta aquellas cuestiones que se oponen al pensamiento
ortodoxo, pero aceptando otras que se compatibilizan con sus principios teológicos. Del mismo
modo da central importancia a aquellas cuestiones vinculadas con el magnetismo y con experiencia,
si bien en un sentido limitado. En la Oculta Filosofía, ocupan un lugar central los aspectos
vinculados con la simpatía y la antipatía como formas de explicación de diferentes situaciones y
fenómenos de la naturaleza (principios estos, incorporados por la tradición neoplatónica). En este
tratado hay citas y análisis de los clásicos griegos, de Marsilio Ficino y de Hermes Trismegisto.
¿Cómo dar forma e intentar comprender esta elaboración intelectual? Muchas de las páginas de
estas obras fueron calificadas por los propios contemporáneos de Nieremberg como excéntricas, y
fue su prestigio como profesor de Sagradas Escrituras y como padre espiritual, altamente
reconocido en la Orden, lo que permitió que las obras mencionadas se difundieran.
En el marco del pensamiento renacentista que como se señaló, es amplio en sus formulaciones, una
aproximación al análisis de las elaboraciones del jesuita español puede realizarse, a partir de lo que
Charles Schmitt, en su libro Aristóteles y el Renacimiento (1983), denomina aristotelismo ecléctico.
¿Qué implica esta caracterización,? Si bien el mismo Schmitt prefiere apartarse de los conceptos
rígidos y monolíticos para analizar el pensamiento filosófico del renacimiento, considera que es
fundamental recuperar, mediante el análisis de las fuentes, el papel desempeñado por el
aristotelismo. En este caso el aristotelismo ecléctico es el que incorpora, sobre la matriz aristotélica
distintas tradiciones intelectuales y filosóficas, incluyendo el neoplatonismo y el hermetismo.
A partir de este marco se abre una interesante perspectiva para profundizar en los escritos de
Nieremberg, puesto que en ellos aparecen estas tradiciones pero siguiendo las líneas planteadas por
los textos aristotélicos. Fundamentalmente es a partir de una forma de eclecticismo, caracterizada
por Schmitt como la tendencia a acomodar nuevos desarrollos dentro del marco aristotélico
tradicional, incorporando en una síntesis de conocimiento en constante expansión, la nueva
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información y los nuevos métodos, aspectos estos que destacan fundamentalmente la adaptabilidad
del aristotelismo y la posibilidad de asimilación, cuestiones, quizás algo descuidadas por la
historiografía más tradicional.
Es en este sentido que pueden analizarse las obras del jesuita y comenzar a establecer perspectivas
de mayor profundidad para el trabajo de las obras filosóficas de Nieremberg. Es importante indicar
que entre los jesuitas matemáticos de amplias regiones europeas también tuvo lugar esta perspectiva
ecléctica.
Las obras de Nieremberg se insertan concretamente en este período que se extiende hasta mediados
del siglo XVII, momento en el que la tradición aristotélica será duramente combatida desde el
ámbito filosófico y científico.
Queda así planteada una línea de análisis rica que brinda una perspectiva para profundizar el
estudio, incorporando nuevas lecturas bibliográficas y volviendo a la fuente, que, sin duda, no se
agota en las formulaciones enumeradas, sino que permite plantear interrogantes acerca de otras
cuestiones que aparecen en las obras del jesuita español, tal como sus menciones a Pitágoras, a la
música y a la magia natural, así como la incorporación, para luego descartarlas, de conductas propias
de un saber popular muy extendido, como el ejemplo del ojeo, o la posible influencia de los objetos
sobre las conductas.
La posibilidad de llevar adelante el estudio del pensamiento del Renacimiento permite formular
interrogantes que pueden ser desentrañados teniendo en cuenta la utilización y el acercamiento a
partir de categorías flexibles y amplias.
BIBLIOGRAFÍA
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Compostela, 1988.
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1995.
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España de los siglos XV al XVIII, Madrid, Miño y Dávila, 2002.
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* SCHMITT, CH. Aristóteles y el Renacimiento, Universidad de León, 2004. (1983).
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* VICKERS, B. (comp.) Mentalidades ocultas y científicas en el Renacimiento, Madrid, Alianza,
1990.
(Notes)
1C. SÁNCHEZ ALBORNOZ, Ruina y extinción del municipio romano en España e instituciones
que lo reemplazan, Buenos Aires 1943, p. 39, nº 105, 106; p. 29, nº 56 y 58.
2Sánchez Albornoz, Ruina..., p. 35, n. 90.
3G. E. M. DE STE. CROIX, The Class Struggle in the Ancient Greek World. From the Archaic Age
to the Arab Conquest, Nueva York 1981, p.466.
4Arndt, W. & Bruno K., Gregorii episcopi turonensis, Historia Francorum. MGH. Scriptores rerum
merovingicarum, vol. 1, I, Hannover, 1885, III, 36; V, 28; VII, 15.
5Esto implica un parcial acuerdo con W. Goffart, Barbarians and Romans A-D 418-584. The
techniques of accomodation, Princeton, 1980.
6J. VIVES, Concilios visigóticos e hispano-romanos, Barcelona ,1963, p.413, 419, 479.
7Lex Visig., IX, 1, 5. (Ant.), 1, 6 (Ant.), 1, 9, 14.
8Lex Visig., IX, 1, 21.
9Idem.
10Y. BONNAZ, Chronique asturiennes. Fin IXe siècle, París, 1987, Crónica de Alfonso III, 10.
11Crónica de Albelda, 24, 25, 31. Crónica de Alfonso III. Iohannis Abbatis Biclarensis, Chronica,
M.G.H., Auct. Antq., t. XI, p. 213. ISIDORO, Historia Gothorum, MGH, Chr Minora, t. II, 59.
12ISIDORO, Hist. Goth. 63, reinado de Suintila (621-631).
13 C. WICKHAM, Framing the Early Middle Ages. Europe and the Mediterranean, 400-800,
Oxford, 2005.
14 Ver, por ejemplo, S. GUTIÉRREZ LLORET, “Eastern Spain in the sixth century in the light of
archeology”, en, R. Hodges y W. Bowden (eds.), The sixth century, Leiden, 1998, pp. 161-184
15 G. DUBY, Guerreros y campesinos. Desarrollo inicial de la economía europea (500-1200),
Madrid, 1976; A. GUREVIC, Le categorie della cultura medievale, Torino, 1983; Idem, Historical
Anthropology of the Middle Ages, Polity Press, 1992.
16C. ASTARITA, “Peasant-based societies in Chris Wickham’s thougts”, Historical Materialism, en
prensa, y , IDEM, “Construcción histórica y construcción historiográfica de la temprana Edad
Media”, Studia Historica Historia Medieval, en prensa
17E. A. THOMPSON, “Revueltas campesinas en la Galia e Hispania Bajo Imperial”, en A. García
Bellido et al., Conflictos y estructuras sociales en la Hispania Antigua, Madrid 1981; P. DOCKÈS,
“Revoltes bagaudes et ensauvagement ou la guerre sociale en Gaule”, en Sauvages et ensauvages,
Lyon, 1980; G. E. M. De Ste. Croix, op.cit..
18 T. MUÑOZ Y ROMERO, Colección de Fueros Municipales y cartas-pueblas de Castilla, León,
Corona de Aragón y Navarra, Madrid, 1847, p. 17.
19 MUÑOZ Y ROMERO, Fuero de Brañosera, p. 16-18.
20 L. SERRANO, Becerro Gótico de Cardeña, Valladolid, 1910, p. 7.
21 Cardeña, doc. CCCLXX, p. 379.
22 MUÑOZ Y ROMERO, p. 25, p. 49; L. Serrano, Cartulario de San Millán de la Cogolla, Madrid,
1930, año 1002, p. 80.
23 GUREVIC, Le categorie... citado, pp. 163 y ss.; 176; 190.
24 C. SÁNCHEZ ALBORNOZ, España un enigma histórico, Buenos Aires, 1956; A. BARBERO y
M. VIGIL, La formación del feudalismo en la Península Ibérica, Barcelona, 1978; J. M. MÍNGUEZ
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FERNÁNDEZ, “Ruptura social e implantación del feudalismo en el noroeste peninsular (siglos VI al
X)”, Studia Historica. Historia Medieval, 2, 1985.
25 Ver el volumen colectivo, La croissance agricole du haut Moyen Age. Chronologie, modalités,
géographie, Flaran 10, 1988.
26 G. DEL SER QUIJANO, Colección diplomática de Santa María de Otero de las Dueñas (León)
(854-1037), Salamanca 1994.
27 Se publicará en la Universidad de Alicante
28P. BONNASSIE, La Catalogne du milieu du Xe à la fin du XIe siècle, Toulouse, 1975-1976; J-P.
Poly, La Provence et la société féodale. 879-1166. Contribution a l’ étude des structures dites
féodales dans le Midi, Poitiers, 1976; J. P. POLY y E. BOURNAZEL, El cambio feudal (siglos X al
XII), Barcelona, 1983. Más reciente, el volumen colectivo de E. BOURNAZEL y J-P. POLY (dir.),
Les féodalités, Paris, 1998
29D. BARTHELEMY, “La paix de Dieu dans son contexte (989-1041)”, CAHIERS DE
CIVILISATION MEDIEVALE, 40, 1997; G. DUBY, Les trois ordres ou l’imaginaire du féodalisme,
Francia, 1978. D. IOGNA-PRAT, Ordonner et exclure. Cluny et la société chrétienne face à
l’hérésie, au judaïsme et à l’islam. 1000-1150, París, 1998.
30O de las Dueñas, doc. 137, año 1027.
31C. SÁNCHEZ ALBORNOZ, C., El régimen de la tierra en el reino asturleonés hace mil años,
Buenos Aires, 1978, p. 35, n. 59.
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