El ABC de la navidad Manuel Salvador Funes Narváez Aquella trabajadora mujer se enteró por las noticias que un gigantesco incendio estaba por destruir parte de la ciudad de San Diego. La dueña de la casa, al darse cuenta de la noticia, le pidió que se trasladaran al estadio que se había preparó como refugio. A la doméstica sólo le dio tiempo de tomar sus buenos ahorros que guardaba para sus hijos durante cinco largos años. Ahí fue a parar Doña Berta. Refugiada e ilegal en los Estados Unidos fue asistida con los víveres y ropa necesarios para soportar aquellos calamitosos días. Por ese horrible incendio, los habitantes de ese lugar, perdieron casas y todas las pertenencias. Y lo peor de todo, se perdieron miles de árboles que albergaban a miles y miles de animales. Un día mientras aquella proba mujer recibía comida, se presentaron unos miembros del servicio de inmigración de la ciudad de San Diego y se llevaron a todos los indocumentados incluyendo a Doña Berta. Los oficiales los llevaron a la cárcel más cercana del condado. Ahí les ordenaron ponerse un uniforme azul y en la mano derecha un brazalete negro, eso los identificaba como indocumentados. Los oficiales les aseguraron que serían deportados por permanecer ilegalmente en ese país. En ese brazalete se encontraba la información personal de cada individuo, lo mismo que el número del caso judicial asignado por el servicio de inmigración. Doña Berta pasó ocho días soportando esas condiciones. Mientras se le preparaba todo para su deportación, le asignaron un pabellón al que llamaban,”El bobo”, donde ubican a las personas recién capturadas. En ese lugar los oficiales evalúan el comportamiento de cada persona. No se puede ver televisión, ni leer y nada que los comunique con el mundo exterior. Luego de esos largos ocho días, la señora fue trasladada a una celda abierta donde sí podía recrearse. En esa prisión era posible incluso recibir clases de inglés, asistir a un gimnasio y a cocinar si así lo deseaba. Sin embargo, todos los días era obligada a levantarse a las seis de la mañana y acostarse, a más tardar, a las diez de la noche. En esas circunstancias, aquella mujer, solamente pensaba en sus hijos. Anhelaba estar en su casa y poder abrazar a sus pequeños. Cuando el servicio de inmigración había arreglado la deportación a México, ella les pidió poder hacer compras para llevarles algunos dulces y juguetes a sus hijos ya que faltaban dos días para la noche buena. Como un milagro le fue otorgada su solicitud, pero le colocaron un grillete en su pie izquierdo para que fuera monitoreada durante las veinticuatro horas. – Era horrible e incómodo aquella especie de alarma, pero Doña Berta no tenía más remedio que soportarla─ . Los ahorros de Doña Berta eran buenos. Unas veces trabajó de mesera, otras, despachando en una tienda de ropa y por último, como doméstica de una pareja de actores. Todo lo hacía por sus hijos. Para esa mujer el amor por sus retoños la hacía capaz de trabajar en cualquier actividad. Citalí y Arnoldo esperaban con muchas ganas el regreso de su madre. Esa noche Citalí soñó que su mamá volvía de los Estados Unidos con muchos regalos para ella. Así, llena de juguetes y al lado de su mamita, ese sueño se convirtió en el más hermoso e inolvidable anhelo. Era profundo aquel deseo de esos dos pequeños por su madre. Llevaban cinco años en esa larga espera. Casi todos los días a su abuela le pedían noticias de la mujer que tanto amaban y deseaban a su lado. En la escuela pasaban mucho tiempo concentrados en sus sentimientos de soledad y añoranza. Y por esas distracciones descuidaban con frecuencia los asuntos escolares. Por las noches, Arnoldo y Citalí, acostumbrados desde niños por su madre a rezarle a Dios antes de dormir, le imploraron con fe al paternal corazón de Dios que su madre retornara a su lado. En todas las navidades, los pequeños sentían con más fuerza aquel sentimiento de espera insatisfecha, porque fue en una navidad cuando su madre se fue de la casa. Un día antes de la noche buena, la abuelita encontró una carta debajo de la almohada de Arnoldo, una carta dirigida al Niño Dios. Esa cartita a la abuela le afectó el corazón intensamente. Cuando su abuelita leyó la única petición que decía: -“Quisiera que me regalaras a mi querida mamá y que amaneciera conmigo para siempre”. Su abuelita sintió que el corazón se le partía en dos. Tomó más conciencia de la necesidad de aquellos pequeños. Ella pensó de inmediato poder contactar a su hija y pedirle que regresara definitivamente con sus hijos. Mientras los niños dormían, la madre regresaba de los Estados Unidos. Muchos años de ausencia de su país la hacían sentirse extranjera en su propio territorio. La abuelita no sabía nada de su regreso. Se asustó al ver de pronto a su hija. Otra vez sintió que su cansado corazón se sobresaltaba. Algo bueno intuyó en sus rezos el día anterior, después de haber aguardado malos presentimientos. Doña Berta la abrazó y de prisa se dirigió a la recamara de sus hijos. Era noche buena, la carta de Arnoldo estaba por cumplirse. – ¡Dios escucha la voz de un tierno pequeño y no duda en cumplir sus cándidos ruegos!, - dijo la abuelita en el momento que se tocaba el corazón y fijaba su mirada en un punto del techo de la casa. La abuelita no titubeó en contarle a la madre lo que había encontrado en la cama de Arnoldo y Citalí. Le mostró la carta y en la medida que la leía el papel se humedecía cada vez más por el progresivo goteo de sus ojos. ─ Algo misterioso hace unir los vínculos familiares en la navidad. ─ Así lo comprendió la madre al leer la carta. No los quiso despertar. Procuró meterse en la cama, en medio de sus dos hijos, con el mayor cuidado y silencio y de esta manera hacer realidad la carta de Arnoldo. A la mañana siguiente, al despertar Arnoldo y Citalí, se toparon con su regalo más deseado. Su madre, Doña Berta, estaba de regreso.