1 Un paseo por el siglo XIX en México (1822-1864). Entre monarquía y república Alejandra López Camacho Previa a la instalación del Primer Imperio en el año de 1822 una vez consumada la independencia de lo que hoy llamamos México,[1] el país contaba con todas las bases para mantener un sistema de gobierno monárquico. De acuerdo con la tradición política, aquel sistema resultaba la posibilidad más viable y, a decir de Edmundo O’Gorman la monarquía era “...la natural consecuencia del rompimiento con España, como lo patentiza el hecho de que no hubo necesidad de justificar la adopción de ese sistema...”[2] Agustín de Iturbide, quien había sido propuesto como monarca, y además electo por aclamación, encabezó por algún tiempo una de las varias gamas monarquistas que existieron en México a principios de siglo XIX y aprovechó el ambiente de exaltación que le rodeaba para declararse emperador. Sin embargo, esa primera administración duró el tiempo necesario para revelar un grave problema, la persona encargada de ocupar el trono no podía reducirse a la autodesignación. Salió a relucir la dificultad de la legitimidad dinástica y el rango real,[3] y, aunque este primer intento de gobierno estaba programado para ser una monarquía constitucional[4] y no absoluta,[5] persistió “...la falta de respeto que sentían (los integrantes del Congreso Constituyente de 1822) hacia un hombre que sin mayor rango social del que podía tener cualquiera de ellos, había sido tan repentina y arbitrariamente improvisado en persona sagrada e inviolable”.[6] Fue a partir de entonces que algunos monarquistas planearían la venida de un príncipe extranjero en aras de ocupar el trono de México y ofrecer protección a sus intereses económicos, políticos y culturales. Aquel fracaso monárquico permitiría en el ambiente político, la exaltación de un grupo político que hasta entonces había permanecido a la sombra, el republicano. Esta facción intentaría adaptar en México por primera vez un nuevo régimen de gobierno, moderno y democrático, la República Federal (1824), cuyo ejemplo exitoso eran los Estados Unidos. Los republicanos asumieron que ese sistema atendería una necesidad primordial del país, la gran diversidad de intereses regionales y el federalismo otorgaría la libertad legislativa necesaria para cada territorio.[7] Sin embargo, no debemos pasar por alto que las diputaciones provinciales institucionalizadas en México a través de la Constitución de Cádiz de 1812, según Nettie Lee Benson, fueron parte importante del movimiento independentista de Iturbide y más tarde del establecimiento del sistema republicano federal. A juicio de Benson, la génesis del federalismo mexicano puede rastrearse directamente desde la Constitución de Cádiz.[8] 2 Ese primer ensayo republicano federal, cuyo modelo exitoso era la república del vecino país del norte, representaba la transformación de la sociedad mexicana en la que prevalecían tres siglos de dominación monárquica española. Y, asegura O’Gorman, “...la Constitución de 1824 tenía ante sí un largo y penoso proceso de lucha contra, precisamente las tendencias tradicionalistas y monárquicas que en grado muy considerable prevalecían en aquella época y durante las cuatro décadas siguientes”.[9] Vino entonces el segundo fracaso para el sistema de gobierno mexicano después de siete años de estar en marcha la república federal. Los fracasos monarquista y republicano federal como formas de gobierno para México fueron resultado, en el primer caso, de la ilegitimidad dinástica de aquel que habría representado a ese primer imperio mexicano, esto es, de Iturbide. Mientras que en el segundo de la transformación republicana que se pretendía realizar en la sociedad mexicana. Fue así que, debido a las desavenencias ocurridas durante la primera República Federal y el sistema monárquico iturbidista, en el año de 1836 se implantaría otro medianamente nuevo sistema de gobierno consagrado en la Constitución de las Siete Leyes, la primera República Central; fruto de los liberales moderados.[10] Así los centralistas intentarían poner fin a las soberanías locales, aunque no a la particularidad de cada provincia. La peculiaridad de aquel sistema, sería dotar a la República con características de una monarquía constitucional y al presidente de soberano. Cesaban las legislaturas de los Estados, se establecían Juntas Departamentales y los gobernadores quedaban sujetos al Ejecutivo.[11] A juicio de O’Gorman, la República Central sería un paso, en términos moderados, hacia la monarquía.[12] Y era así básicamente porque los grupos políticos que sostenían aquel sistema, era la gente que deseaba la centralización del poder en sus manos. Esta era la futura gente capitalista y empresaria que velaba por sus intereses económicos y que más tarde pediría la reinstalación de una monarquía en México. Tal fue el caso de Lucas Alamán y del liberal moderado, José María Gutiérrez de Estrada. Michel P. Costeloe afirma que “tanto liberales moderados y conservadores, convenían en la necesidad de una mayor centralización del poder para que el gobierno nacional pudiera imponer su autoridad y mantener el control en las regiones.”[13] Así no obstante, la situación política de la República Central se complicó cuando Texas se constituyó en República independiente de México el 2 de marzo de 1836.[14] Amén que durante gran parte del decenio que duró el centralismo, Yucatán fue virtualmente independiente, asegura Costeloe.[15] Estos hechos, provocaron el desmembramiento del territorio mexicano (ver mapa 2 del anexo 1) y sembraron el germen de una lucha entre quienes enarbolaban ideas republicanas federalistas, republicanas centralistas y monarquistas. 3 Con la pérdida de Texas, salió a relucir una grave dificultad: no existía un control políticoeconómico-social del vasto territorio de México. Sea con la monarquía o sea con las repúblicas federal y central, la inestabilidad política en el sistema de gobierno mexicano continuaba y es que, los distintos territorios de México no acababan por integrarse, además de identificarse, con los gobiernos y entidades mexicanas. Los Estados Unidos aprovecharon esta situación y con su teoría expansionista, coordinada quisquillosamente desde Washington, pronto se apoderaron de Texas, lugar habitado principalmente por estadounidenses y no por mexicanos. El vecino país intentó además apoderarse de la California y Nuevo México, con pretextos de ofrecer la libertad a los hombres que habitaban esas tierras y huían de los gobiernos tiránicos.[16] Aquel país, apareció entonces como el protector de los estados fronterizos y promotor de las ideas republicanas federales. El federalismo, puesto en marcha nuevamente en México en el año de 1846 otorgó autonomía a los estados, pero, a consecuencia de la constantes fracasos políticos se produjo una fase separatista y cada estado, percibido asimismo como nación independiente, luchó por el resguardo de su territorio. Cabe la pregunta, ¿por qué a los Estados Unidos les interesaba que México continuara con un régimen republicano federal? Sobre esto podría considerarse que debido a que el Estado mexicano se encontraba en vías de su construcción política, el sistema federal implicaba, aunque bien pudiera parecer la unidad, la desunión de los estados que no acababan por identificarse con un gobierno vulnerable jurídicamente, esta situación resultaba benéfica para quien ofrecía seguridad y esperaba apoderarse de México. La ambición estadounidense no cesó y con pretextos de una guerra absurda, aprovecharon la debilidad del gobierno de México, de no tener un buen ejército, armas y dinero, para hacerse de la Alta California, Arizona y Nuevo México. Así, para el año de 1848, los Estados Unidos se quedaron con más de la mitad del territorio mexicano (2, 400,000 km2).[17] Aquella pérdida sacudiría a todos los grupos políticos. Sin embargo, lo interesante de esta situación sería el beneficio que algunos monarquistas obtuvieron de este hecho, tal fue el caso de José María Gutiérrez de Estrada, José Manuel Hidalgo y el padre Francisco Javier Miranda (18161864). Estos personajes se encargarían a partir de aquella pérdida, de promover con mayor coraje sus ideas monarquistas e iniciaron una campaña enérgica contra el régimen republicano, sea federal, sea central. Ante la apetencia estadounidense por México, algunos monarquistas encabezados por Lucas Alamán dieron a conocer en el periódico El Tiempo el 12 de febrero de 1846, las principales ideas de quienes ya se denominaron conservadores.[18] Básicamente esta asociación aspiraba a formar un partido fuerte que hiciera contrapeso a la facción republicana y al predominio de ideas federalistas del vecino país del norte. Para este grupo, el amago desintegrador no era producto de la casualidad, sino consecuencia del peligroso sistema republicano federal, por cuya causa se había perdido más de la mitad del territorio nacional. De lo anterior se deduce que tanto republicanos como monarquistas deseaban un ejecutivo fuerte capaz de apaciguar las aguas. 4 Con la problemática situación política mexicana, Lucas Alamán y Miguel Lerdo de Tejada (18121861) escribieron a Santa Anna sendas cartas, tras ser electo presidente por el término de un año según el Plan Arroyo Zarco (20 de octubre de 1852).[19] El primero quería acabar con el federalismo, conservar la religión católica, establecer una nueva división territorial que borrara la forma de estados y fortalecer las escuelas de Artes y Oficios. El segundo pidió continuar con el sistema federal, la formación de un buen ejército, instrucción para el pueblo y corregir los abusos del clero.[20] Cabe resaltar que ambas facciones pidieron la inmigración europea, sin embargo, Alamán exigía además la asiática para el cultivo de productos tropicales. Pero acaso ¿no en Asia se practicaban otros cultos? y ¿no acaso los conservadores deseaban la preservación de la religión católica? Volvió a salir otro problema, la situación de la Iglesia en el nuevo Estado nacional. Desde la independencia de México y aún antes, el clero como representante de la Iglesia era uno de los poderes legitimados en el gobierno. Además de esto, el clero también gozaba de inmunidad, así como del aprecio y respeto de la mayoría de los mexicanos, pues, eran ellos quienes encarnaban la idea de la divinidad. Hasta entonces, su figura dentro del gobierno y la sociedad se consideraba necesaria. El mismo clero creía que sin su presencia los hombres no podían gobernarse, ni ser felices.[21] De esa manera, el clero había adquirido amplios derechos dentro de la esfera política, social y económica. Al paso de los años aquel se transformó en una importante fuerza político-económica. Si bien la inmunidad concedida a los representantes de la Iglesia por los monarcas españoles los dignificaba por ser uno de los brazos de la monarquía española, también les permitía fungir con cargos públicos y adquirir bienes materiales. Pero cuando las ideas liberales reformistas se apoderaron del ambiente político mexicano, se planteó la necesidad de separar los poderes del Estado y de la Iglesia, así como la idea de tolerancia de cultos y la desamortización de los bienes del clero, sin que esto condujera al cese del catolicismo. De hecho, ya desde 1833 el partido progresista encabezado por José María Luis Mora (1794-1850) había pretendido el sometimiento de la Iglesia dentro del Estado mexicano, sólo que como entonces existían ciertas prácticas coloniales que se mezclaban con asuntos civiles y eclesiásticos, se intentó que el Estado nacional ejerciera el Patronato y con esto “...convertir a los eclesiásticos en funcionarios públicos y a la Iglesia en un órgano del Estado”.[22] Para la segunda mitad del siglo XIX y hasta la década de los sesentas con el establecimiento del Segundo Imperio Mexicano, la situación para el clero fue más crítica. Para entonces se justificó jurídicamente la separación de poderes Iglesia-Estado. El sistema monárquico se presentó bajo una contradicción política, con una doctrina liberal encaminada a la construcción de un Estado moderno donde el monarca no se subordinaría al poder de la Iglesia y con ejercicio de la soberanía nacional, según lo dejó ver Maximiliano (1832-1867) con los Notables al exigir una prueba de ser aclamado por los mexicanos. 5 Sin embargo, la Iglesia negaba el principio de soberanía nacional, principalmente porque le restaba privilegios al subordinarse a otra potestad.[23] De acuerdo a las políticas liberales reformistas y maximilianistas, el Estado y no la Iglesia debía fijar las reglas políticas, económicas y sociales. Por otro lado, la idea de tolerancia de cultos implicaba la apertura al capitalismo previsto por la doctrina liberal, era la posibilidad de enriquecer al país. Esa idea fue tomada por el clero y los monarquistas conservadores, como un ataque a las tradiciones y a la religiosidad de los mexicanos. La idea de tolerancia manifestada en ley desde el 4 de diciembre de 1860 y reafirmada por Maximiliano, puso en peligro las condiciones favorables del clero y los monarquistas conservadores. Queda claro entonces que se trataba de una lucha anticlerical, no antirreligiosa. El 20 de abril de 1853, Santa Anna asumió el poder y con apoyo de Alamán se publicaron las Bases para la administración de la República.[24] En ese documento, el grupo monarquista sembraba las bases para establecer un poder que frenaba al federal. Entonces Santa Anna estableció un gobierno dictatorial investido de monarquía, al grado de nombrarse Alteza Serenísima. Pretendió ser soberano de una nación que había rechazado en 1822 a un nacional como monarca y al mismo tiempo buscar ayuda de un ejército europeo para su protección, es decir, una monarquía nacional con intervención armada. La nueva mutilación del territorio nacional en 1853 y la situación de disgusto creada por su Alteza Serenísima, influyeron en el estallamiento de la Revolución de Ayutla. Básicamente la revolución se impuso contra el gobierno de Santa Anna, por haber infringido las instituciones liberales republicanas. Pronto la presión política hizo que Santa Anna renunciara al poder en el año de 1855. Ahora tocaba a sus opositores mediante el Plan de Ayutla (1 de marzo de 1854) luchar para restablecer el régimen republicano, fuera bajo sistema federal o central.[25] Ya desde 1851 un monarquista francés cuya doctrina política se dijo liberal, inauguró un sistema monárquico constitucional que sin el derecho divino, se proclamó por soberanía popular, Emperador de Francia. “Napoleón III, renunciando a la teoría del origen divino del Imperio, como aconsejaban los sucesivos desastres de la monarquía, se limitó a sustituir la vieja concepción por otra que presentaba al emperador como la encarnación de la soberanía popular”.[26] Luis Napoleón (1808-1873), sobrino de Napoleón el Grande, quebró su juramento a la República francesa y sin tener más rango real que el de su tío, rompió con el concepto del poder absoluto por el de soberanía popular. México, el país que no funcionaba como República y que España le había acostumbrado a funcionar bajo un virreinato, fue uno de los objetivos de Napoleón III. Y ante los disturbios políticos en que se encontraba el país, el Emperador francés “creyendo que el legado de su tío estaba en continuar las conquistas territoriales (...) mandó sus soldados a México. Todo esto mientras engrandecía y embellecía a París y conspiraba contra las libertades públicas; conspiraba también contra la soberanía mexicana”.[27] Esta fue la postura de un monarquista que desde el viejo continente, planeó la intervención francesa y la creación de una monarquía favorable a sus 6 intereses y al pujante liberalismo económico europeo, pero también contra el expansionismo norteamericano. En México mientras tanto, los grupos políticos liberales, admitían como primera necesidad un régimen de gobierno estable y con un orden interior que abriera el camino al capitalismo. Una vez electo Juan Álvarez (1790-1867) como presidente en el año de 1855, tuvo lugar el dilema entre las distintas facciones. Aquellas divergencias dieron por resultado las leyes que fueron bandera de la Reforma, pero también objeto de censura de algunos miembros del clero y del grupo monarquista conservador.[28] Reunido el Congreso Constituyente a principios de 1856,[29] el alegato giró en torno a dos cuestiones: primera, la elaboración de una nueva legislación y segunda, la restauración de la Constitución de 1824. En otras palabras, entre tintes de ideas avanzadas y drásticas cuyo primordial interés era la transformación de la sociedad y gamas tonales inclinadas a frenar una reforma trascendente y orientada a los cambios paulatinos. Algunos partidarios de ideas avanzadas, como Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893), Guillermo Prieto (1818-1897) y Ponciano Arriaga (1811-1863)[30] y a diferencia de los tonos moderados como Ignacio Comonfort (1812-1863) y José María Lafragua (1813-1875), querían realizar cambios en la legislación e implantar leyes que colaboraran al progreso económico, político y cultural de la República. Y es que sin duda alguna, de aquellas sesiones como lo fueron las Leyes de Reforma y la nueva Constitución de 1857, resultaron medidas drásticas que a pesar de estar diseñadas para el progreso del país, fueron también el detonante del periodo conocido como la Guerra de Tres años. Aquella legislación era arbitraria. Lo era porque tocaba un punto vulnerable de México: una sociedad que no acababa de sobreponerse a la transformación de sus tradiciones. Tradiciones en las cuales no encajaban esas leyes fabricadas por liberales cuya doctrina política estaba pensada para el porvenir y no para su realidad socioeconómica presente. Vino así el desconocimiento de esa legislación por parte de Félix Zuloaga (1813-1898), quien representaba una parte de la facción conservadora y quien además fue nombrado Presidente de la Republica, una vez que Comonfort abandonó el país.[31] Al mismo tiempo, la renuncia del último representó la toma de posesión de Benito Juárez (1806-1872) como Presidente interino, quien hasta ese momento había ocupado el cargo de Vicepresidente de la República. Esto ocasionó una dualidad de poderes en el país. Una vez Juárez en el poder, reivindicó la Constitución y las Leyes de Reforma y abandonó la capital, debido a que la facción conservadora representada por Zuloaga se había adueñado de aquel sitio. Juárez entonces instaló su gobierno en Guanajuato primero y al año siguiente en Veracruz.[32] Y, así, con la dualidad de poder, tuvo lugar la pugna entre facciones. En el fondo el asunto giraba en torno a dos problemas centrales: la transformación violenta del modo de vida de la sociedad mexicana y la conservación de las tradiciones, hábitos y modos de vida, así como la creencia de que ésta progresaría mediante las relaciones monárquicas. La Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma atacaban principalmente las costumbres, así lo consideró el clero y los monarquistas conservadores. Para éstos, aquella legislación fue una violación a la práctica de sus 7 creencias y el clero que a lo largo del siglo XIX había sido partícipe de la política de México, se encontró cada vez más impotente frente a la Reforma.[33] Bajo este contexto, otro grupo político “...que no estaba ni con Juárez ni con Zuloaga”,[34] se pronunció contra el gobierno establecido. El general Miguel Miramón (1832-1867), cabeza de aquel grupo, asumió la Presidencia de la República desde el 2 de febrero de 1859. Este gobierno fue desconocido por Juárez y un año y medio después fue derrotado. Una vez victoriosos los republicanos juaristas se instalaron en el país los postulados liberales. Sin embargo, cuando Juárez entró a la capital el 11 de enero de 1861, se encontró con una economía en bancarrota y con una sociedad que no encajaba dentro de la legislación reformista.