El calambre - Revista de Humanidades

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Relato corto
El calambre
The Cramp
■ Gao Xingjian
Un calambre. Le había dado un calambre en el estómago. Pensaba llegar nadando más
lejos, cómo no, pero a cosa de un kilómetro de la orilla había sentido el calambre. Al principio lo creyó
simple dolor de estómago, un dolor que se le pasaría con el propio movimiento, pero la tensión que sentía en el abdomen iba a más y al final dejó de avanzar. Se palpó el estómago y al notar el bulto duro en
la parte derecha comprendió que se trataba de una contracción muscular debida al contacto con el agua
fría: no había hecho suficiente ejercicio antes de entrar en el agua.
Después de cenar había ido solo a la playa desde el pequeño edificio blanco que albergaba la casa de
huéspedes. Estaban en otoño, hacía viento y era raro que alguien se bañase al atardecer, a horas en que la
gente conversaba o jugaba a las cartas. De los hombres y mujeres que abarrotaban la playa tumbados en
ella al mediodía sólo quedaban cinco o seis, entretenidos en jugar al voleibol: una joven de bañador rojo,
y el resto, muchachos de bañadores aún empapados que acababan de salir del agua, incapaces quizás de
soportar el gélido mar de otoño. En toda la costa no había un solo bañista metido en el agua. Había entrado derecho en el mar, sin echar una mirada atrás, confiado en que la muchacha lo seguiría con la vista.
Pero ahora ya no puede verlos. Se vuelve y el sol le da de cara, un sol que desciende más allá de los
montes y está por ocultarse detrás de la colina donde se halla el mirador de la casa de reposo. El fulgor
amarillo de los últimos rayos del astro poniente le hiere la vista, y el continuo vaivén de las aguas o la luz
que recibe de frente le impiden distinguir con claridad cuanto se halla por debajo de la silueta del mirador en forma de quiosco de lo alto de la colina, las copas borrosas de los árboles que flanquean el camino costanero o el piso segundo de la casa de reposo, semejante a un barco. ¿Estarán aún jugando al voleibol?, se pregunta, pataleando en el agua.
Todo a su alrededor es oleaje blanco y rumor profundo de mar verde sombrío; ni una sola barca de
pesca. Se pone boca arriba, sostenido por las olas, y entre las crestas cenicientas distingue muy a lo lejos
un punto negro; mas cada vez que se hunde en el valle de una ola no ve siquiera la superficie, pues el
agua es un talud negro más brillante que el satén. La contracción muscular es cada vez más intensa. Flotar
Este relato de Gao Xingjian es inédito en lengua española, y forma parte del libro de relatos Una caña de pescar para el abuelo,
que publicará Ediciones del Bronce en otoño de 2002.
El autor es Premio Nobel de Literatura 2000.
Traducido por Laureano Ramírez.
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Gao Xingjian
boca arriba le permite friccionarse con la mano derecha el bulto duro del estómago, y el dolor se atenúa.
Al frente y por encima de su coronilla, a un costado, hay una nube como de pelusa; el viento allá arriba
debe de soplar con más fuerza.
Pero de nada le sirve flotar a merced del oleaje, suspendido un instante para caer al siguiente entre las
crestas de las olas: ha de nadar hacia la orilla sin perder más tiempo. Vuelto a la posición normal, lanza
las piernas con fuerza y logra superar el viento y las olas y adquirir cierta velocidad; el estómago, aliviado apenas de su tensión, le duele de nuevo y esta vez el dolor es tan agudo, que siente la rigidez que atenaza toda la parte derecha del abdomen. También siente cómo se hunde. Todo cuanto ve es el verde sombrío del mar, su extraordinaria nitidez, y la gran calma que sólo altera el rosario de burbujas apremiantes
que él produce al respirar. Logra sacar la cabeza, parpadea para quitarse el agua de las pestañas. Aún no
ve la línea de la costa. El sol ya se ha puesto y el cielo resplandece en tintes rosáceos sobre la colina que
sube y baja. ¿Estarán aún jugando al voleibol? Y la muchacha, y ese bañador rojo que es el origen de todo.
Se hunde de nuevo y el dolor lo obliga a encoger el estómago. Da de inmediato un par de brazadas y
cuando al fin logra tomar aire traga agua, una bocanada de agua de mar áspera y salada; tose: es como
si le clavasen agujas en el estómago. Tiene que ponerse de nuevo boca arriba, tumbado en el agua con
los brazos y las piernas abiertos, y el dolor se atenúa en cuanto logra relajarse un punto.
El cielo que lo cubre se ha tornado lóbrego y ceniciento. ¿Estarán aún jugando al voleibol? Ellos son lo
más importante; ¿lo habrá visto la muchacha del bañador rojo adentrarse en el agua? ¿Estarán oteando
el mar? El punto negro situado a su espalda sobre la superficie negruzca, ¿es una barquita, o algún artilugio flotante que se ha soltado de sus amarras? Pero ¿a quién puede importarle su paradero? En ese instante no cuenta más que consigo mismo. Puede gritar, pero frente a él tiene el estruendo monótono, incesante del oleaje, un estruendo que lo sume en la mayor de las soledades que ha conocido. Su ánimo se
tambalea, pero enseguida recobra el dominio de sí mismo y al instante una corriente helada lo atraviesa
de parte a parte y lo arrastra irremediablemente. El cuerpo ladeado, bracea con la mano izquierda y se
cubre el estómago con la derecha y en el momento en que, sin dejar de friccionarse, mueve las piernas,
siente aún el dolor, pero ahora es soportable. Comprende que sólo puede escapar de la corriente fría con
la fuerza de sus piernas y que su única salvación es aguantar como sea, aguantar todo por inaguantable
que le parezca. No debe pensar en la gravedad de su situación, pues por más cábalas que haga lo cierto
es que él sufre una contracción de los músculos del abdomen y se halla en aguas profundas, a un kilómetro de la orilla. En realidad no sabe si se halla o no a un kilómetro de distancia, pero tiene la sensación
de que su deriva es paralela a la línea de la costa. A fuerza de piernas logra, al fin, contrarrestar el ímpetu de la corriente fría; mas ahora tiene que luchar por salir de ella si no quiere correr en un instante la
misma suerte que el punto negro flotante sobre las olas, engullido por el lóbrego mar. Tiene que aguantar
el dolor, mantener la calma, mover las piernas con fuerza; no puede aflojar lo más mínimo y menos aún
ponerse nervioso; ha de coordinar a la perfección el movimiento de piernas con la respiración y las fricciones; no puede dejarse invadir por ningún otro pensamiento, permitirse el menor atisbo de pánico.
El sol se ha puesto muy deprisa, el mar está sumido en las sombras y ya no alcanza a ver las luces de
la orilla; ni siquiera distingue la costa, la curvatura de la colina. De pronto, su pie tropieza con algo y con
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el sobresalto siente una convulsión, un dolor lacerante en el bajo vientre; mece con suavidad la pierna y
advierte la escocedura en forma de círculo del tobillo: ha tropezado con los tentáculos de una medusa.
Allí está, bajo el agua, la redondez blanca y grisácea de la criatura, como un paraguas abierto de bordes
labiados ondeantes y membranosos. Podría aferrarla con la mano, arrancar la boca en que convergen los
tentáculos.
En estos días había aprendido de los niños de la costa a cazar y a sazonar medusas. Bajo el alféizar de
la ventana de su cuarto de la casa de huéspedes ya había majado con una piedra siete medusas después
de arrancarles la boca y untarlas con sal; una vez secas, se convertirían en unos pocos pellejos apergaminados. Y ahora él también corría el riego de convertirse en un simple pellejo, un cadáver que ni siquiera
llegaría flotando a la costa. Mejor dejarla vivir en paz.
Crece, con ello, su ansia de vida; ya no volverá a cazar medusas, y si logra llegar a la costa, tampoco
volverá a bañarse en el mar. Mueve las piernas con energía, apretando el abdomen con la mano derecha;
no debe dar rienda suelta a sus pensamientos, tan sólo ha de concentrarse en el ritmo regular de sus piernas. Ve el brillo de las estrellas, su resplandor maravilloso, y eso significa que se dirige justamente en dirección a la costa. El bulto duro del estómago ya ha desaparecido, pero él con infinita cautela sigue friccionando, aunque con ello demore su avance...
Cuando llega a la orilla y sale del agua, en la playa no hay un alma y la marea está alta. Es esta marea
la que lo ha ayudado, piensa, mientras su cuerpo desnudo expuesto al viento tiembla con un frío más
intenso que el que sentía cuando estaba en el agua. Se tumba boca abajo en la playa, pero la arena tampoco está tibia. Cuando al fin se incorpora, echa a correr: tiene prisa por anunciar al mundo que acaba
de escapar de la muerte.
En el vestíbulo de la casa de huéspedes todos juegan aún a las cartas; los mismos tertulianos de antes
siguen escrutando el rostro del adversario o la propia jugada y ni uno solo hace el menor ademán de
levantar la cara para echarle una mirada. Vuelve a su cuarto, pero su compañero no está; estará de cháchara en alguna de las habitaciones vecinas. Mientras coge su toalla del reborde de la ventana es consciente de que las medusas majadas con una piedra y untadas con sal que hay fuera siguen rezumando
agua. Al fin se cambia de ropa, calza los zapatos para llevar los pies calientes y vuelve solo a la playa.
El estruendo del oleaje. El viento es más recio, y las olas blancas y grises se suceden impetuosamente
y al restallar en la orilla desparraman sobre la playa sus aguas negras. Una ola que no logra esquivar a
tiempo le empapa los zapatos; alejado un corto trecho de la orilla echa a andar por la playa sumida en
la oscuridad, vacía de estrellas. Al rato oye voces, voces de hombres y mujeres que hablan, y distingue
tres sombras. Se detiene. Van en dos bicicletas y en la parrilla trasera de una de ellas hay sentada una
muchacha de cabello largo. Las ruedas se hunden en la arena y las sombras que conducen parecen hacer
un gran esfuerzo. Los tres no cesan de hablar y reír; la voz de la muchacha que va sentada en la parrilla
es especialmente alegre. Se detienen delante de él, afirman las bicicletas sobre los caballetes y uno de los
jóvenes entrega a la muchacha la gran bolsa que carga en su parrilla. Los dos jóvenes empiezan a des94
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vestirse, dejando al descubierto su gran flacura, y una vez desnudos agitan los brazos y saltan y gritan
sobre la playa.
—¡Qué frío, qué frío!, gritan, mientras la muchacha ríe inconteniblemente, como si le estuviesen
haciendo cosquillas.
—¿Queréis beber ahora?, pregunta la sombra de ella desde el costado de las bicicletas.
Vuelven, cogen la botella de licor que ella tiene en sus manos, beben a morro por turnos, la
devuelven y corren hacia el mar.
—Aaah, aaah...
—Aaah...
Restalla el oleaje, la marea sigue creciendo.
—¡Volved pronto!, grita la muchacha con voz aguda: la única respuesta es el embate de las olas.
El débil reflejo del agua que fluye sobre la playa le permite ver el par de muletas en que se apoya
la muchacha erguida al costado de las bicicletas.
Noche del 22 de diciembre de 1984
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