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El humanismo en Martin Heidegger
Carlos Alberto Palacio Gómez*
Recibido marzo 15 del 2010, aceptado abril 5 de 2010
Resumen
En el presente ensayo se recorre con detalle la reflexión desarrollada
por Heidegger en su libro “Carta sobre el humanismo”, en la que se pregunta
¿Cuál podría ser un sentido válido y legítimo para el Humanismo en tiempos
posmodernos? En él se aborda la reflexión sobre el humanismo desde la
pregunta por la relación del sentido del pensar y del poetizar con el ser.
Palabras clave: humanismo, emotividad antropocéntrica, pensar,
poetizar, ser, devenir.
Abstract
In this essay, we go through a detailed analysis on the advanced
reflection by Martin Hiedegger in his book “A Letter about Humanism”,
where the following key question is developed: What could be a valid and
legitimate sense for humanism in the post-modern era?
In this analytic composition, a reflection on humanism is discussed
based on such a key question, due to the relationship here involved in the
sense of deep thinking and poetry about human being.
Key words: humanism, anthropocentric emotionality, becoming,
thinking, poetry, human being.
*
Ph.D. en Filosofía, UPB. Candidato a Ph.D en Pedagogía de la Diversidad
Sociocultural de la Universidad Complutense de Madrid. Especialista en:
Literatura de la U.de.M, Humanismo de la UPB; y Educación Moral y Cívica
de la Universidad Complutense de Madrid. Ingeniero Civil, Universidad
Nacional de Colombia, sede Medellín. Es cofundador del programa de
Psicología de la IUE y coautor del Modelo Pedagógico Dialógico de la
misma Universidad. Actualmente se desempeña como Jefe de la Oficina de
Humanidades de la IUE.
12
Carlos Alberto Palacio Gómez
Presentación
P
ara pensar el tema del humanismo en Martin Heidegger
consideraré, en especial, el texto Carta sobre el Humanismo
(1970), el cual, antes que hablar en nombre de un discurso que
privilegia el ser del hombre como efecto de una emotividad
antropocéntrica, dirige la pregunta por el hombre relacionándola con
la pregunta por el ser. El texto, como su nombre lo indica, pertenece
al género epistolar académico; en particular, es la respuesta a una de
las preguntas formuladas por Jean Beaufret en carta que dirigiera
al mismo Heidegger: ¿Cómo volver a dar sentido a la palabra
humanismo? Subordinada a ésta pregunta al final de la reflexión,
retoma la segunda pregunta de su carta: ¿Cómo salvar el elemento
de aventura que comporta toda búsqueda sin hacer de la filosofía
una simple aventura?
Heidegger no responde a toda pregunta, pero en cambio, escucha
en profundidad una, lo cual implica su disposición a expresar la
forma cómo reacciona su propio pensamiento ante tal pregunta. Es
de anotar que los trayectos del pensar Heideggeriano comprenden
extensas longitudes entre cumbres cercanas. El texto está dividido
en tres partes: la primera, exclusivamente constituida por el primer
párrafo, que gira en torno al sentido del pensar. La segunda parte
retoma la pregunta de Beaufret, que indaga por la forma cómo el
término humanismo puede adquirir de nuevo sentido. Y la tercera se
abre con la pregunta por el ser: Y bien, el ser, ¿qué es el ser? (1970,
p. 27).
Los espacios textuales antes referidos expresan el sentido de la
reflexión Heideggeriana. Pensar en un sentido posible para el término
humanismo implica: primero, renovar el sentido del pensar, segundo,
pensar en el sentido de la palabra humanismo y tercero pensar la
relación del humanismo con el ser. En cuanto a la estructuración del
texto agreguemos que su obertura y su cierre, enuncian los elementos
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que, de acuerdo con lo dicho en otra reflexión suya1, constituye un
pensar preparatorio. Es decir, las coordenadas que sirven como
referente a la pregunta por el sentido del humanismo —segunda
parte— y a la pregunta por el ser —tercera parte— están marcadas
al comienzo y al cierre de la reflexión.
Tanto en una como en otra, el énfasis de la reflexión recae en
una defensa, —que a la vez es crítica y una exhortación— del pensar.
Exhortación, en la medida en que el pensar aludido, no conviene
con el sentido platónico y aristotélico del pensar al servicio del
hacer, postura que inhabilita asumir al ser como objeto del pensar.
En Heidegger, —como en Nietzsche—, el pensar se diferencia del
conocer objetivamente. Su postura filosófica se distingue por una
preocupación permanente por lo que es pensable, aunque no sea
cognoscible. Exhortación porque, como edificación de la casa del ser,
en adelante al hombre, más que metafísica, le corresponde pensar
arriesgadamente en lo existencial abierto. “Necesario es, en la
actual penuria del mundo, menos filosofía, pero más solícita atención
al pensar: menos literatura, pero más cuidado de las letras” (1970,
p. 50).
De igual forma, es crítica en tanto que, precisamente, señala
el olvido de la pregunta por el ser en que incurre la metafísica
occidental. Digamos, no obstante, que el pensar, —que sirve de marco
a la reflexión sobre la vigencia o no, y en qué términos, del concepto
humanismo—, no hace enunciaciones idénticas al comienzo que al
final del escrito. El camino en espiral no es repetición infructuosa, ni
redundancia sorda, es ampliación de la visión por la transformación
1
Nos referimos precisamente a “la frase de Nietzsche Dios ha muerto”, la
cual, según Heidegger, para pensar seriamente a Nietzsche, la necesidad
de un pensar preparatorio, entendido este como el conjunto de horizontes
desde los cuales brotarán los ases que configurarán las precomprensiones
referidas a los fenómenos hechos objeto del meditar. El pensar preparatorio
es el estado del pensar desde el cual se dispone el pensar en torno o, a
propósito de…
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de la pre y la comprensión. Al inicio de la reflexión encontramos una
defensa del concepto de obrar distante de la concepción dominante
en la modernidad, que la ha interpretado en relación con el ente,
específicamente con la transformación del ente. El concepto de
obrar de la modernidad se visualiza en las ciencias naturales, con
los progresos alcanzados en la dirección del querer saber que, en su
ámbito, se traduce en términos del querer explicar, querer controlar
y querer anticipar.
En efecto, afirma Heidegger, estamos subordinados a una
comprensión del obrar que opera desde los presupuestos del provecho,
pero hemos olvidado el sentido del obrar como llevar a cabo algo,
desplegarlo en la plenitud de su esencia. Desde este punto de vista, el
pensar no cobra interés por estar supeditado a un fin de gran “valor”
como acontece en Platón y Aristóteles, quienes concibieron el pensar
como teoría, en la medida en que está puesto al servicio de la práctica,
del hacer o del quehacer. Desde esta perspectiva, el ser como objeto
del pensar es rechazado, pues el quehacer al cual correspondería
este teorizar no es de fácil resolución. El pensar debe liberarse del
encasillamiento “teórico”. El pensar sobre el ser no puede estructurarse
de acuerdo con unas reglas descubiertas por el hombre con propósitos
lógicos. El pensar sobre el ser debe recoger lo más originario y propio
del acaecimiento que es el advenimiento del ser al hombre.
Y de allí a plantear el problema del lenguaje no hay distancia
alguna. Es aquí precisamente cuando Heidegger acentúa, —tomando
distancia de las nociones de sujeto y objeto como nociones inadecuadas
para la metafísica, extraídas de la gramática2 —, el valor fundamental
2
De forma similar tomará distancia de la estructura básica del lenguaje
conformada por sujeto y predicado, en la primera tentativa de comprender la
cosa en su reflexión sobre “El origen de la obra de arte”. En el despertar de
la pregunta por el ser, la conciencia del lenguaje debe revisar todo prejuicio
que conlleve a olvidar su decidida intervención; incluso, deben ser revisadas
las estructuras que se consideran sustantivas al lenguaje. Por lo pronto,
aparece como lo más sustantivo del lenguaje su capacidad metafórica en el
oír y el hablar de los unos a los otros.
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del pensar y de la poesía, en tanto señalan estructuras esenciales más
originarias del ser. En el cierre de la reflexión, en la que se indaga por
la forma de salvar la aventura propia del pensar, del hacer del pensar
cualquier aventura sin valor —pregunta que busca cómo conciliar el
direccionamiento y el azar del pensar— encontramos la mayoría de
las categorías de la introducción: el poetizar, el pensar, el lenguaje y el
advenimiento del ser. El obrar al que invita Heidegger no es el obrar
manipulador de la modernidad, es el obrar del pensar y del poetizar.
En este pasaje propone Heidegger algunos interrogantes urgentes
para el pensar-ser-histórico: ¿Debe ser dicho lo por pensar?, ¿Hasta
qué punto?, ¿En qué momento de la historia del ser?, ¿En qué diálogo
con esa historia?, ¿Desde qué exigencia? Imperativos que recrea
con otras tres peticiones: guardar el rigor de la reflexión, cuidar
la solicitud del ser y cultivar la sobriedad de la palabra. Heidegger
reitera su invitación a conservar la máxima exigencia en el pensar,
tanto como la medida de austeridad en la expresión. De las últimas
causas pasamos a la sucesión multicausal, desde la que hace una
apología de la prudencia y del amor a la sabiduría.
¿No son acaso el rigor, el cuidado y la sobriedad signos
distintivos de la prudencia? Allí donde el pensamiento avizora las
máximas posibilidades, esto es, la muerte de Dios o el eterno retorno,
el pensamiento ha de ser prudente. Al concluir, Heidegger menciona
transitoriamente el poetizar; sin embargo, de las arenas de la nada,
originariamente, adviene el ser en virtud del acontecer de sentido que
una enunciación esencial produce: “lleno de méritos está el hombre,
mas no por ellos, por la poesía, ha hecho de esta tierra su morada”
(1994, p. 17). A este propósito, habrá que detenerse en el ensayo
Hölderlin y la esencia de la poesía, para ampliar la concepción de
Heidegger del ser en relación con la poesía y con el devenir humano,
concepción que se resuelve a partir del cruce de las constelaciones del
pensar y del poetizar, principales formas del obrar a los que invita
Heidegger, como ya se afirmó.
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Analicemos el pasaje de la reflexión referida a la posibilidad
de renovar el sentido de la palabra humanismo, no sin antes hacer
un comentario acerca de las ventajas del pensamiento oral y del
pensamiento escrito, planteadas por Heidegger. A la oralidad les
atribuye las ventajas de la movilidad y la pluridimensionalidad
como marcas distintivas del pensar. El brillo diferenciador del
pensar originario no se desprende en primer lugar del rigor técnico
del operar conceptual. Dicho operar —que puede ser algorítmico—
efectivamente, es un acto de pensamiento desde el punto de vista
clásico: la atención, la razón, la memoria, etc., vistas como facultades
—categoría distintiva de un pensamiento metafísico— se despliegan
en su ejecución. Dicho operar es fundamental, a tal punto que sin él
no habría advenido el lenguaje mismo al hombre.
Pero pensemos en el hombre que hace corresponder las canicas de
un ábaco con las reses que pastan en el valle o en el joven que visita los
juegos electrónicos. El pensar al cual hace alusión Heidegger ocurre
cuando en esas canicas del ábaco o en los bichos del juego electrónico
—pensar calculador o algorítmico— algo significante se engancha y
deriva, produciéndose una apertura de sentido en el hombre o en el
joven, que presentifica en el orden de ese ser individual, la apertura
que el ser mismo como devenir plural y permanencia singular le
destina al hombre. Ocurre como si, para el ser humano, el ser no
pudiera darse más que como una insinuación entre el devenir plural
y la permanencia singular. Pensemos incluso que el descubrimiento
del ábaco como el del juego electrónico son fenómenos de apertura, de
creación, que demandan mucho más que la mera aplicación de unas
reglas para descubrir.
Para Heidegger, la movilidad y la pluridimensionalidad de la
oralidad son marcas distintivas del pensar originario, aunque no
suficientes para caracterizarlo. En efecto, sin plasticidad para recrear
la producción del sentido o el plus significante en otros ámbitos,
—según convenga— el pensamiento deja de ser tal. Reiteremos
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que el comentario de Heidegger sobre las ventajas de la oralidad
—pluridimensionalidad y movilidad— y de la escritura —cuidadosa
redacción— para el pensar, se hace en favor del “diálogo inmediato”,
puesto que allí el pensamiento debe moverse ante horizontes tan
variados como los que cada interlocutor proponga.
En este sentido coincide Heidegger con el Sócrates del “Fedro o de
la belleza” quien hace una defensa de la oralidad frente a la eficacia de
los discursos escritos, defensa de la cual, a diferencia de lo que ocurre
con Heidegger, los poetas salen mal librados. “El que no posee nada
de más valor que lo que compuso o escribió, a fuerza de cambiarlo de
arriba abajo y de darle vueltas durante mucho tiempo... ¿No lo llamarás
con justicia poeta...?” (Platón, 1985, p. 212). Juicio con el cual Sócrates
le adjudica un sentido peyorativo al término “poeta”: aquel quien no
tiene más que lo escrito, sin poderlo sostener en la palabra oral.
En Nietzsche, a pesar de que encontramos alusiones a la
capacidad de mentir de los poetas, a la necesidad de desconfiar de
sus enseñanzas, es clara la potencia de obra que se le adjudica, “¿Qué
te dijo Zarathustra aquel día?, ¿que los poetas mienten demasiado?
—mas Zarathustra también es poeta [...] mas si alguien proclamara
en serio que los poetas mentimos demasiado, tendría razón: nosotros3
mentimos demasiado” (Nietzsche, 1995, p. 97). El saber del autor
del Zarathustra no es conocimiento objetivo, es develación poética.
Heidegger supravalora el diálogo inmediato como ámbito para la
emergencia del pensar: el pensar no puede darse al margen de la
intersubjetividad, y en esto es que se diferencia el pensar de “la
exactitud diestra, es decir, técnico-teórica, de los conceptos” (1970,
p.10). No obstante, como es evidente, Heidegger acepta la escritura
como medio para disertar sobre la pregunta de Beaufret.
3
La cursiva es de Nietzsche, con ella marca de nuevo su pertenencia a la
estirpe de los poetas; por eso tan implacable, tan irónico con ellos. Son
abundantes las deconstrucciones de formulaciones de poetas como Goethe,
Shakespeare, entre otros.
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Ahora bien, Heidegger comienza el análisis del pasaje sobre la
pregunta por el Humanismo, apelando a la estructura de la pregunta
por el ser planteada en su obra Ser y Tiempo (1993, p. 14). De acuerdo
con ésta, todo preguntar es un buscar y, en esa medida, recibe su
orientación de lo buscado. Así, todo preguntar tiene un “aquello
por lo que se pregunta” —Beaufret pregunta por el sentido del
Humanismo— y un “a quién se pregunta” —le pregunta a Heidegger
despertando en él la pregunta por el ser—. No es casual entonces,
que quien nos propone comprender “el lenguaje como la casa del ser”,
después de advertir sobre las exigencias de su pensar, prosiga con
una reflexión sobre el lenguaje, a partir del cuestionamiento de un
posible motivo de la pregunta por el Humanismo.
La primera tarea del pensar es la revisión de la pregunta que se
le formula. Puesto que el preguntar mismo debe ser un movimiento
o un agenciamiento para el pensar, es válido interrogar por la
procedencia de la pregunta sobre la renovación del Humanismo. En
efecto, puede preguntarse desde el afán de la plaza, afán que lleva
la marca del mercado y de la publicidad o puede preguntarse por
novedad, por “sentido común”; pero, el tono de tal interrogación no
revela una autentica disposición hacia el pensar, sino la disposición a
clasificar lo escuchado de la respuesta, según los repartos maniqueos
hechos a partir de algún sistema de poder. Recordemos que en el
ámbito de lo público reverbera el poder.
Pero, ¿por qué preguntar en términos de los “ismos” a la palabra
pública que no quiere pensar? ¿Por qué preguntar por el lenguaje en
términos de una palabra que no puede verlo sino como dominación
del ente? El primer movimiento pues, deslinda la procedencia de la
pregunta por la renovación del Humanismo y perfila la óptica de
su respuesta, distanciándola de las demandas de la doxa propias de
la publicidad y de la metafísica y, asimismo, la sitúa estrictamente
en el orden del pensar y del aceptar la presencia permanente de la
incertidumbre como tal. La comprensión sobre el lenguaje, el ser y el
humanismo se traslada hacia los ecos de la casa del ser.
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No en vano, se señala que, para desarrollar las coordenadas
de la analítica del ser de Heidegger, lo público no es el ámbito
adecuado; tampoco lo es para el pensamiento que busca la relación
del ser con el hombre, el terreno común a todos los humanismos de
occidente: el pensamiento metafísico. Para Heidegger es claro que
en la modernidad la demanda de “ismos” que hace lo público —“la
publicidad”— pretende objetivarlo todo: la vida privada se valora
por debajo de la vida pública, “ésta decide de antemano lo que es
inteligible, y lo que, como ininteligible, debe ser rechazado” (1970,
p. 12). También es claro, que los humanismos o fundan una metafísica
o se fundamentan en una metafísica. Veamos esto último con más
detenimiento.
Reconozcamos, en primer lugar, que la analítica del ser ahí queda
por fuera de la sombra que proyecta la historia de los humanismos
de occidente. Si lo característico de la historia de la metafísica de
occidente ha sido el olvido de la pregunta por el ser, el proyecto de
Heidegger parte del pensar al ser como olvidado. En este sentido,
su pensar es a-humanista, puesto que, en perspectiva histórica,
los humanismos en virtud de su olvido, han asumido la esencia
del hombre como evidente, es decir, no se ha pensado la esencia
del hombre en relación con el ser. Es claro que al amparo de las
afirmaciones realizadas por Heidegger en dirección de su aventura
filosófica —término que según el cierre de la reflexión no indica
la búsqueda de cualquier aventura, sino buscar el pensar del ser,
buscar la resonancia con el advenimiento del ser que se ha destinado
al pensar—, la verdad del ser remite a la pregunta por el hombre en
relación con la palabra: el cuestionamiento o la investigación sobre la
condición humana remite a la pregunta por el lenguaje.
Dicho de otro modo, refrescar la pregunta por el ser sólo puede
hacerse preguntando por el lenguaje o por el hombre, lo cual
evidentemente riñe con posturas inmediatistas, absolutas o cerradas
frente al saber sobre el hombre y sobre el lenguaje. Abrir la pregunta
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por el ser, implica abrir la pregunta por el hombre y por el lenguaje,
y como ya se ha dicho, los humanismos no han desarrollado la
pregunta por la relación entre ser y lenguaje ni tampoco la relación
entre el hombre y el advenimiento del ser.
Tras estas dos objeciones a la pregunta de Beaufret —que
el afán de la pregunta no proceda de lo público cuya demanda de
“ismos” expresa la premura clasificatoria antes que la exploratoria,
y que la tradición histórica le asigna al término humanismo una
relación estrecha con el pensamiento metafísico— Heidegger abre
propiamente su indagación. Señalemos que con la tríada ser-lenguajehombre abandona los terrenos de la metafísica tradicional que ubica
el sentido y las explicaciones en el origen, en el inicio, por parte de un
pensador que es absoluta conciencia en expansión, para ubicarse en
un flujo —el que recorre y es promovido por ser-lenguaje-hombre—
en el cual el sentido y la explicación se diseminan en el trayecto
reflexivo y en el que el observador no es infalible, de tal manera que
el investigador debe investigarse o el observador, observarse.
Una vez se ha afirmado que la metafísica busca representar al
ente en su ser, así como pensar el ser del ente —pero sin pensar la
diferencia entre ambos—, el desarrollo de la reflexión nos conduce
hacia la revisión de algunas aproximaciones a la esencia del hombre,
por parte de los humanismos, en las que no aparece la pregunta por
el ser. Que no aparezca esta crucial pregunta, en una comprensión de
lo humano, no significa que lo señalado como esencial en el hombre,
desde dicha visión, sea en realidad un añadido. Que no aparezca la
pregunta, precisamente, significa que se ha olvidado la pregunta por
el ser. La reiteración de la pregunta por el ser debe arrojar, destinar
y advenir nuevos horizontes para la comprensión de la esencia
relacional en que esté fluyendo el pensar.
En efecto, la revisión realizada por Heidegger se abre con el
humanismo romano, primer humanismo según su criterio, en tanto
retorno al helenismo y a la Paideia como respuesta a la búsqueda
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de la “humanitas del hombre”. Recordemos que “Paideia” expresa la
dignidad a la cual puede aspirar un hombre que quiere desarrollar
su humanidad o, mejor, expresa la nobleza como ideal al que se
puede aspirar en virtud de la condición humana; ideal que destaca
la relación con, —o la obtención de—, la belleza, las pasiones; y la
ejecución de acciones esforzadas. La fuente que nutre al humanismo
romano como primer humanismo de occidente, está determinada
inicialmente por la expresión poética de los ideales, recogida y
ofrecida a través de la Ilíada y la Odisea.
En estas obras encontramos, en medio del fragor de la guerra y
de la aventura, las condiciones que contribuyen a la formación de un
espíritu noble: el desarrollo de la fuerza y la capacidad del cuerpo
y del espíritu para la consecución de la salud y la sagacidad; el
entronizamiento o interiorización del ideal como móvil autosuficiente y
necesario para el acatamiento del deber correspondiente y, por último,
el honor como mensura para determinar el grado de aproximación al
ideal, honor concedido por los otros y honor desprendido de sí mismo,
en virtud del esfuerzo reclamado por las acciones emprendidas.
No obstante lo encumbrado de estas tres condiciones, para
la consecución del ideal, una especie de sublimación del ideal se
propone al hombre en términos de la consecución de la soberbia y
de la magnanimidad. No se puede ser noble sin alcanzar o tener el
propósito de ser soberbio o magnánimo y ello quiere decir, sin ser
capaz de dos cosas: de reclamar ante cualquier instancia lo que a
partir del mérito se tiene derecho y de ser condescendiente con el
derrotado. La negativa de Aquiles a continuar liderando y combatiendo
a favor del ejército de los Aqueos, debido al despojo injusto de su
esclava Briseida, por parte de Agamenón, —la que compensaba con
los placeres del amor nocturno las afugias que el guerrero padecía
durante la agonía del día—, es una expresión clara de la soberbia
como distintivo del hombre noble. Por ninguna causa sacrificar el
merecimiento, mantener siempre en alto la valía propia, es signo de
lo saludable del aporte del hombre a la causa de que se trate.
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De otro lado, la aquiescencia de Aquiles, frente a la petición de
Príamo de suspender el ultraje que le está ocasionando al cadáver de
su hijo Héctor, es un ejemplo de la magnanimidad. Pertenecen a las
posibilidades de lo humano y de una vida noble: la susceptibilidad
frente a la belleza, la capacidad de arrebato del interés y de la mirada,
la magnanimidad de Aquiles con Príamo, o la valentía de Héctor al
salir de su ciudad tras aceptar el reto de Aquiles, reto del cual sabía
que saldría muerto. La Paideia entendida como nobleza del cuerpo
y del espíritu, fue atribuida, inicialmente, como potencia específica
a la aristocracia de sangre. Posteriormente, los sofistas extendieron
el concepto a todo hombre, argumentando que, dadas las condiciones
educativas apropiadas, cualquiera alcanzaría la Paideia.
Advirtamos que Heidegger no ubica al mundo del helenismo bajo
la categoría de humanismo en tanto que este término —en latín
humanitas—, sólo representa una aspiración expresa en la época
romana. Es como si el “ismo” hiciera referir la vasta caracterización de
aquello que, para los helenos en tanto aspiración, es la paideia, a una
especie de esencia de lo humano. En efecto, vale la pena recordar que
la objeción de Heidegger a los humanismos de occidente —impliquen
éstos un retorno al helenismo o no— es la de que formulan su visión
sobre el hombre desde una “interpretación del ente sin la pregunta
por la verdad del ser” (1970, p. 17).
De otra parte, Heidegger se refiere al humanismo cristiano,
el cual, como los otros humanismos, reclama que se reconozca la
humanidad del hombre, esta vez, desde su condición de “hijo de
Dios”. Desde esta óptica la fuente de la verdadera humanidad es la
fe, la confianza en el mensaje de salvación, la adopción de principios
morales y la búsqueda de la santidad, como prescripciones y formas de
gozo, simultáneamente, del plan de Dios. La historia es la realización
del plan divino a través de tres momentos —situados en el ámbito de
lo universal y/o de lo personal— de la creación, la encarnación y la
resurrección.
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Es claro que este humanismo habla desde la iluminación
particular de la relación entre el hombre y la divinidad; pero, como
lo expresa Heidegger, la pregunta por la verdad del ser y, por lo
tanto, la pregunta por la relación del hombre con la verdad del ser,
son olvidadas. Algo similar sucede con la visión del hombre en el
pensamiento ilustrado. El hombre es un ser que se distingue de los
demás por contar con la razón. De su buen uso depende la solución
de los problemas de la humanidad. Y su buen uso está dado por su
ejercicio desde la mayoría de edad, práctica o posición ante el mundo,
caracterizada por la capacidad de pensar por sí mismo, de colocarse
en el lugar del otro y de ser consecuente.
A estos humanismos, así como a los intentos de dotar al hombre
con un alma inmortal o con el carácter de persona —o de pensarlo
desde una secularización de lo divino—, Heidegger les señala el
olvido de la peculiar dignidad del hombre, en tanto que no ubican
suficientemente alto el ámbito para el desarrollo de la humanitas.
En efecto, ellos aceptan el ser del hombre y un lugar privilegiado
para él con respecto de los otros entes; en virtud de su relación con
dios, con el pensamiento, con la sociedad, o con el honor —pero no
desarrollan la pregunta por la relación del ser del hombre con el ser.
El olvido de la pregunta por el ser se expresa históricamente a
través de una serie de comprensiones sobre el término “existencia”,
algunas de las cuales la ven: como “realidad, en el sentido de la
objetividad de la experiencia” (1970, p. 21) en la filosofía medieval, o
como “la auto sapiente idea de la subjetividad absoluta” en Hegel, o
como “eterno retorno” en Nietzsche. El término “ec-sistencia” alude a
algo más originario que a lo designado con “realidad” o con “mundo”,
inclusive; “ec-sistencia” hace referencia a aquella apertura por la
cual fluye la posibilidad de mundo y de realidad, apertura dada por
el ámbito a través del cual fluye la palabra, el lenguaje.
Advenimiento iluminador-velador del ser es la ec-sistencia del
hombre en y por el lenguaje. La iluminación del ser no está dada por
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una sobredeterminación de carácter metafísico, ni por un trasfondo
de esencias inmutables; la iluminación del ser se expresa a través
de un movimiento retrospectivo, por una vuelta sobre sí mismo, por
una especie de bucle o de movimiento en espiral que es el lenguaje
como posibilidad, como posibilidad de hablar sobre lo hablado, —otro
modo de ver la generación humana del tiempo— como posibilidad de
reflexionar. El advenimiento del ser en Heidegger se refiere al brillo
que produce el giro al cual equivale la palabra, el lenguaje humano.
En virtud de esta propiedad cada quien es un otro, “yo soy él” dice el
niño ante el espejo.
Por la palabra tiene el hombre mundo, mundo mágico, mundo
laboral, mundo infantil, mundo religioso... en cambio y merced a la
ausencia de palabra —con lo cual no se está afirmando la ausencia de
códigos ni de procesos de comunicación en el reino físico o animal—
el animal y la planta se encuentran entramados con su entorno.
Escuchemos un fragmento de un poema de Rainer Maria Rilke que
Heidegger cita en ¿Y para qué poetas?, a propósito del concepto de
“ec-sistencia”: “Como la naturaleza abandona a los seres al riesgo de
su oscuro deseo sin proteger a ninguno en particular en el surco y
el ramaje, así, en lo más profundo de nuestro ser, tampoco nosotros
somos más queridos; nos arriesga. Sólo que nosotros más aún que la
planta o el animal, marchamos con ese riesgo, lo queremos, a veces
(y no por interés) hasta nos arriesgamos más que la propia vida,
al menos un soplo más...” Y escuchemos a Heidegger: “Usted debe
entender el concepto de ‘abierto’, que he intentado proponer en esa
elegía, de tal manera que el grado de conciencia del animal sitúa a
éste en el mundo sin que tenga que enfrentarse permanentemente
a él (como hacemos nosotros); el animal está en el mundo, nosotros
estamos ante el mundo, debido a ese curioso giro y a la intensificación
que ha desarrollado nuestra conciencia […] con lo abierto no me refiero
por tanto a cielo, aire y espacio; para el que contempla y juzga éstos
también son ‘objetos’ y en consecuencia opacos y cerrados”. La ec-
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sistencia del hombre obedece a la pregunta por la esencia del hombre,
no en términos de “qué” o “quién” es el hombre —formulaciones que
desde lo personal y lo objetual encasillan el interrogante —, sino en
términos del carácter ec-statico del en-ser; esto es, desde el carácter
de un ser que es en relación consigo mismo y con el mundo, que es
abierto al mundo y que siempre es en un mundo.
La ec-sistencia señala esa apertura a la cual queda expuesto el
hombre —constituyéndose al mismo tiempo como tal—, al entrar en
relación con el lenguaje. En virtud de la palabra misma el hombre
es un siendo, un ser que por acción de su palabra se autotransforma.
La ec-sistencia hace alusión a ese “está arrojado por el ser mismo
a la verdad del ser“ (1970, p. 27), lo que es propio del ser humano.
Aunque, no sobre todas las cosas decide el hombre, el hombre incide
en la forma como aparece el ente en la luz del ser. Las cosas devienen
seres en el interior del proyecto arrojado que es el hombre.
“El hombre es el pastor del ser” (1970, p. 27), esta frase cierra
la primera parte de la respuesta de Heidegger a la pregunta por el
sentido pertinente para el término “humanismo”. Y continúa con su
reflexión preguntando por el ser: el hombre es el pastor del ser, le
vemos conduciendo el ente, —el caudal del río, la energía eléctrica
en el cable de transmisión, la señal de televisión por vía satélite,
la nave espacial surcando el cosmos—, le vemos gestando mundo
—la pesca, la música en la radio, el show preferido y el experimento
realizado en el espacio— y le vemos recolectando ser —la concepción,
la gestación, el nacimiento—, de tal manera que si todo lo que conoce
el hombre proviene del mundo, o pasa por el mundo, entonces el ser es
pastoreado o recolectado por el hombre a través de la construcción de
mundo. La tríada hombre-ser-lenguaje, es congruente con la triada:
destinación-advenimiento-mundo. De los dos conjuntos enunciados
debe afirmarse que en ninguno de ellos es posible mantener un
elemento en su esencialidad —léase en la red de relaciones que lo
define— cancelando los otros dos términos restantes.
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De nuevo, podemos afirmar que si la esencia es aquello por lo
cual algo es y como es, en Heidegger se disuelve el imaginario de
la esencia como última unidad —léase causa— desde la cual y por
la cual se reconstituye el ente correspondiente en su esencialidad.
El concepto de esencia es permeable al devenir y nada tiene que
ver con perdurabilidad eterna; por lo menos, digámoslo de paso
para continuar, en relación con el hombre, la esencia planteada
por Heidegger, deja de ser un fundamento entendido como primera
“partícula” determinante de identidad y pasa a ser apertura, agujero
por el cual el ser se abre a sí mismo, posibilidad de flujo ontológico a
partir del caudal óntico dinamizado por la potencia del lenguaje. La
esencia en Heidegger es un efecto relacional.
Desde este punto de vista la relación del hombre con el ser
—con la verdad del ser—, puede compararse con la figura de la botella
de Kleim, botella a la que se le gira el cuello para introducirlo a
continuación dentro del cuerpo de la misma, operación curva, reflexiva,
—vuelta sobre sí misma—, especie de retroversión que otorga nueva
dimensión a los entes que allí interactúan. El bucle de la botella de
Kleim representa el advenimiento de la palabra; la intersección del
cuello de la botella con el cuerpo de la misma representa el lugar del
ser del hombre, su ec-sistencia, la apertura ontológica; la paradoja
de la existencia del hombre puede relacionarse con la paradoja de la
figura topológica: “el adentro está afuera y el afuera está adentro”,
situaciones dadas, para el primer caso por el punto A en relación con
el contexto del punto B y para el segundo caso por la relación del
punto B con el punto A.
En la reflexión de Heidegger, correspondiente a la segunda parte,
referida a la pregunta por el ser, nos encontramos con una serie
de aproximaciones y de distanciamientos en relación con la noción
de ser: el ser no es Dios, no es el fundamento del mundo, tampoco
es él mismo un ente, el ser es más bien la luz de su revelación, la
relación en la cual entra el hombre y el ser, y el ser se destina a
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sí mismo. Reiteremos la importancia que tiene el lenguaje en el
rodeo al concepto de ser que hace Heidegger. El lenguaje habla del
advenimiento del ser para el hombre, de la forma como aquel puede
advenir para éste. El hombre dice “el ser” pero no puede olvidarse
que siempre habla desde la parcialidad de su “ser”.
El hombre en su vida hace como si fuera el dueño del lenguaje
“como si fuera el maestro y constructor de la lengua”, pero en
realidad es el lenguaje quien posee al hombre; cuando se pierde esta
visión la esencia del hombre se reifica. El hombre no está instalado
en un mundo previo al lenguaje, al cual necesite como vehículo de
comunicación de algo que sin él, sin el lenguaje, es. En este punto sería
conveniente un diálogo con el psicoanálisis. Para el psicoanálisis, el
lenguaje sujeta al hombre, le otorga unas posibilidades de sentido
y le niega otras. Heidegger nos plantea la metáfora de la morada
para ilustrar su visión del lenguaje. La morada dimensiona a escala
del morador el espacio infinito que lo rodea. Desde el punto de vista
físico, el abrigo que provee la casa, altera el espacio en relación con el
frío del ambiente, para que el campesino habite. El lenguaje es casa
para que el ser habite.
El lenguaje es objeto de una gran reducción cuando se lo piensa
sólo desde la esfera de la necesidad de la comunicación, como si su
importancia descansara en el hecho de ser muy útil para ella, como
si el lenguaje fuera una herramienta para “transmitir” algo que
sin el lenguaje estuviera dado de antemano. Acá no se propone el
pensamiento sobre el lenguaje desde las coordenadas de la necesidad,
sino desde la representatividad del morar o, mejor aún, desde las
derivas del sentido del morar: el lenguaje es la casa del ser. Pero, de
hecho, una casa al nombrarla es, entonces, como el ser mora en el ser.
El ser tiene la posibilidad de acaecer sobre él mismo, de plegarse y
remontarse sobre sí mismo, como las olas que revientan en la playa.
Pero dicho remontar no tiene un sentido aditivo sino un sentido
creativo.
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El lenguaje permite el morar del ser en sí mismo bajo la
modalidad del relato, del referir, del “volver a llevar”. El lenguaje,
en cierto sentido, permite que el ser vuelva a ser, esto es, que el ser
sea de otra forma, —aunque, en un sentido estricto, para Heidegger,
el ser es propiamente la dimensión ec-statica de la ec-sistencia.
Digamos que, en el lenguaje, el devenir humano desdobla lo óntico
que, al pasar a través suyo, adviene ontológicamente. Lenguaje, no
obstante, entendido como solicitación que el ser en su destinación
hace al hombre y, que como lo expresa en otro de sus estudios, “viene
al ser como diálogo” (1989, p. 17).
Resaltemos, como lo hace el filósofo, que en esta aproximación a la
esencia del hombre como ec-sistencia, lo esencial no es el hombre sino
el ser. Y el ser no es él mismo un ente. Agreguemos que Heidegger
habla desde el despertar de la pregunta por el ser, no desde la
respuesta. La verdad del ser, por lo tanto, está por pensar y por decir:
“quizás puede decirse él “es” del ser de modo que no todo y nunca “es”
en propiedad” (1989, p. 31). El proyecto, o el trayecto heideggeriano
—que por las características de su búsqueda así puede denominarse
su reflexión— se distingue por la devoción a la pregunta por el ser
en todos los recodos de su desarrollo. Recapitulemos: El hombre es
un ente al que se le ha encomendado la tarea de conquistar su ser y,
además, al que se le ha destinado la pregunta por el ser, facultad que
en palabras de Heidegger lo hace pastor del ser.
Tradicionalmente, el hombre ha pensado el ser como lo
trascendente por antonomasia, lo que está situado más allá de todo
ente, lo cual, ante los ojos de Heidegger, se comprende desde la
estructura de la apertura en que consiste la ec-sistencia: en tanto
apertura por la cual fluye ontológicamente mundo, historia y dioses,
todo se hace, más lejano y más cercano. Lejano porque hay un abismo
entre la Physis —soporte óntico, materialidad o flujo energético— y
el sentido —luz comprensiva que indica el advenimiento del ser en
un mundo. Cercano, porque la palabra, trae sentido, anuncia y es
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cumplimiento. La palabra, en tanto apertura al mundo, reiterémoslo,
produce cercanía, puesto que su borde limita con el “contexto” —en
este caso óntico— y produce lejanía, en tanto que su ser-apertura
marca una diferencia abismal con el ente.
No obstante, por lo dicho atrás, es por lo cual debe pensarse
si el ser es trascendente por antonomasia, —o dicho en otras
palabras— si es propio de la esencia del ser su trascendencia, o si
dicho parecer es un efecto desprendido del hecho de que el hombre
en tanto atravesado por el lenguaje —o iluminado por él— proyecta
sobre el ente la luz advenediza y ontológica del lenguaje, con lo cual,
en el fondo del telón, —en el trascen—, aparecerá siempre el ser.
Heidegger piensa el ser como acontecimiento, lo cual no significa que
el en-ser del hombre cree el ser, ni que el ser sea un producto del
hombre; el ser como acontecimiento evita que el ser sea identificado
con lo general, lo abarcable, el ente infinito o la hechura de un sujeto
infinito. El ser como acontecimiento implica la apertura del ser y lo
iluminado.
La iluminación no tiene que ver con la creación del ser —en
primer lugar porque el término implica un sujeto de la creación
que haría que a la creación del ser antecediera al ser— sino con un
acontecimiento del ser, con su misma apropiación. La iluminación del
ser campea ontológicamente desde el carácter ec-sistente del hombre
las territorialidades ónticas. El proyecto ec-statico, desde la lógica
heideggeriana, arroja y, por tanto, arriesga, pero no en primer lugar
al hombre sino al ser; el ser es arrojado, esto es, destinado —que
tenga un destino— como iluminación del ser, iluminación que, a su
vez, es el ser. La iluminación se refiere a la posibilidad de sentido del
ser para sí mismo —recordemos la significación de “sentido” como
razón de “ser” de algo—es decir, se refiere a la posibilidad de que el
ser sea apropiado por el ser mismo. “Sólo desde el sentido se ha de
entender cómo es el ser” (1989, p. 34).
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La pregunta por el sentido no es la pregunta por el significado.
El significado reposa como significación que, por uso y consenso,
se le atribuye a un significante, proceso de constitución del signo
lingüístico; el sentido se actualiza, vuelve a renovarse o a redefinirse
según las condiciones del devenir discursivo en el cual acontezca.
Los significados de las palabras que reposan en el diccionario son
fruto de la sedimentación del material significante que moviliza el
uso de la metáfora; el sentido no se reduce al significado —atributo
más o menos constante de un significante en virtud de un consenso
cultural— sino que éste es el efecto más fresco, en ocasiones inaudito
—en todo caso acontecimiento prístino— de la palabra viva, de la
palabra pensante.
Preguntar por el ser, admitiendo que sólo desde el sentido habrá
de entendérsele, significa que se preguntará por el ser aceptando el
carácter histórico del mismo; el sentido surge en sincrónico por efecto
de lo diacrónico. Para pensar el ser hay que considerar el tiempo
en su forma de cronos y en su forma de Aion. Iluminar procede de
“lumbre” y éste, del latín “lumen”, que significa cuerpo que despide
luz. La palabra, el lenguaje posee la capacidad de la iluminación del
ser, la palabra es la luz del ser en tanto que, por donde ella pasa,
las cosas aparecen en la luz del sentido o, más precisamente, en el
claro-oscuro del sentido y del sin sentido. En esta dirección plantea
Heidegger, —una y otra vez lo enuncia, en la introducción, en el
desarrollo de su disertación, así como en su conclusión— el concepto
de patria, el cual, como veremos, nada tiene que ver con sentidos
nacionalistas, sino con el sentido del morar específicamente.
Dado que el hombre sea capaz de pensar la verdad del ser o, más
precisamente, que el hombre pueda hacer “su pensar” del ser, pues
no hay “el pensar”, sino el pensar-en, entendido como pensar, en este
caso, desde la especificidad del ser del hombre; dada esta situación,
repito, el hombre mora en su “patria” (ontológica) cuando piensa, esto
es, cuando se avecina al ser. Pensar, etimológicamente proviene del
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latín “pensare” (pensar) el cual significa pesar cuidadosamente el
pro y el contra de algo. Pensar es pesar el ser.
Detengámonos un momento en su ensayo Construir, morar,
pensar para ampliar el concepto de “morar”. Lo primero que
advertimos al pensar en la relación entre “construir” y “morar” es que
el primero está subordinado al segundo: las grandes construcciones
se hacen para el reino de nuestro morar. Pero, desde el punto de vista
etimológico, “morar” y “construir” son equivalentes. El morar es la
manera del ser y del estar del hombre. El hombre está en la tierra
y es un ser mortal, luego el ser hombre significa morar en la tierra
como mortal.
El construir se manifiesta a través del cuidar —cultivo— y
del fabricar —erigir. El hombre construye su morar en el cultivo y
la fabricación. El morar del hombre se hace sobre la tierra, bajo el
cielo y en medio del convivir con los hombres, convivir en el cual
aparece la posibilidad de quedar o no ante los divinos. El morar
del hombre consiste, desde este punto de vista, en salvar la tierra,
aceptar el cielo, guardar a los divinos y acompañar a los mortales. Y
ello significa, cuidar la esfera que nos dio en nacimiento, la que nos
provee el sostén y el centro de nuestra gravedad; y también, cuidar
y recibir la amplitud del cielo, escuchar lo sublime y lo majestuoso
en su bóveda; pensar y destinar la existencia como seres que sobre
la tierra morimos, que quedamos ante la espera de los divinos sin
necesidad de crearlos, que vivimos para hacer de la muerte una
mejor muerte.
Los hombres satisfacen las demandas de esta visión del morar,
deteniéndose en las cosas, consideradamente en ellas. En cada
cosa pueden entrar en comunión las esferas del morar que plantea
Heidegger. El avión se levanta de la tierra y vuelve a ella cruzando
los cielos para que los mortales hagan sus vidas buscando la gracia
propia de los divinos. El construir erige cosas que aparecen como
lugares. El espacio no es tan sólo extensión. No es un compartimiento
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que posteriormente se llena con aquello que habrá de ocuparlo,
éste recibe su esencia de los lugares, y los lugares que habitan los
hombres reciben su impronta de sus construcciones. En palabras
de Heidegger, el construir está más cercano de la esencia de los
espacios que la geometría y la matemática. La esencia del construir
es el dejar morar.
Avancemos, entonces, afirmando que morar en la patria significa
mantener la unidad del cielo, la tierra, los mortales y los divinos en la
ec-sistencia. Morar en la patria, riesgo de jugarse en la iluminación,
de aventurarse en el lenguaje, en busca de advenimientos o de
acontecimientos, es condición de posibilidad de la gracia, y como tal,
de la vivencia de los dioses. En la patridad, la ausencia del dios o de
los dioses, se experimenta desde la pregunta por la verdad del ser.
En la apatridad, aunque se afirme a dios o a los dioses, al tiempo que
se olvida la pregunta por el ser, en tanto el hombre considera, valora
y labora solo el ente, en cuanto no cultiva la gracia, no hay “gracia”
en la relación con la divinidad, en la apatridad adviene la expresión
“Dios ha muerto”.
En la apatridad, el ser descansa en la opinión de que él es lo
abarcable, lo envolvente. En cambio, el hombre está en su patria
cuando capta el ser como destinación que destina verdades. Apatridad
del hombre moderno, experimentada por Nietzsche e identificada
en sus orígenes por Marx. Por cierto, y en relación con este último,
Heidegger afirma que para despertar la pregunta por el ser resulta
provechoso un diálogo con el Marxismo, justo porque éste logra una
visión esencial de la historia: la concepción dialéctica de la existencia
y la descripción y explicación de los efectos que un acontecimiento
—el advenimiento del capitalismo— produce sobre la condición
humana y, por lo tanto, sobre el advenimiento del ser. Recordemos
que para Marx el hombre no es un ser abstracto, agazapado por
fuera del mundo; el hombre es el mundo de los hombres, es su estado,
su sociedad, su religión, sus imaginarios, lo cual constituye una
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aproximación a la noción del Dasein de Heidegger. Que el hombre sea
reducido a estado de mercancía, que no sea considerado más que un
“mero” hombre, —que habite la apatridad— y que ésta sea pensada
“ser-históricamente” (1989, p. 37); que el marxismo aprecie el ente
como material de trabajo, de conducción, en un sentido en el que el
hombre puede ser liberado —ganado para su destino— o enajenado
—extraño para sí mismo— son razones por las cuales Heidegger
postula su interlocución con el marxismo.
Desde esta óptica, el trabajo aparece como expresión autopoiética
del hombre que objetiviza lo real desde lo subjetivo de su experiencia.
“Actuando sobre la naturaleza, fuera de él, el hombre modifica
al mismo tiempo su propia naturaleza” afirma Marx. Para el
materialismo, la técnica aparece como destinación ser-histórico de la
verdad del ser. Por su parte, los griegos denominaban tékhné a una
forma de hacer patente el ente. Dialogo con el Marxismo merced al
reconocimiento que éste hace de una destinación de la verdad del ser,
más que aceptación de la metafísica marxista, de su visión histórica
determinista y teleológica. Para Heidegger, es claro el fenómeno de la
posmodernidad como crisis de los meta-relatos: “Ninguna metafísica,
sea ésta idealista, sea ésta materialista, o bien cristiana, puede, por
su esencia y de ninguna manera sólo en los intentados esfuerzos,
desenvolver-se, envolver, aún la destinación, y esto quiere decir:
pensando alcanzar y juntar lo que en un sentido pleno es ahora el
ser”. Entablo una discusión con el marxismo como diálogo entre
tékhné y poiesis, potencias relacionadas con los advenimientos, —los
propios del construir y del morar— en lo real, en lo simbólico, pero
sobre todo, en lo ec-sistente.
Lo determinante en este recodo de la reflexión es la visión del
hombre como un ser que es más que él mismo, frase que anticipa la
expresión de Hannah Arendt en sus estudios sobre el imperialismo:
“parece que un hombre que no es más que un hombre ha perdido
precisamente las cualidades que permiten a los otros tratarlo como
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su semejante”. A propósito, Lyotard nos recuerda el papel fundante
del lenguaje en la instauración del “yo” y del “tú” entre los devenires
humanos —el yo dado por el sujeto de la enunciación y el tú por
el destinatario de la misma—, así como en el surgimiento de la
semejanza y del “nosotros” que establece el derecho a la interlocución.
La definición del hombre como animal racional al cual se le adiciona
su peculiaridad existenciaria, desconoce la radical transformación
que el advenimiento de la palabra o, mejor, del lenguaje entendido
en su más amplia acepción, produce en el ser del hombre. El asunto
de la palabra no es mera adición de una facultad a un ser, no es
enriquecimiento de un portafolio de capacidades, el asunto de la
palabra en el hombre es asunto de una profunda transformación de
su ser, del advenimiento del ser.
La definición del hombre como animal racional impide apreciar
los fenómenos de apertura del ser y de iluminación del ser. La verdad
es un acontecimiento histórico mediante el cual el ser ilumina los
seres. La verdad en el hombre es asunto de advenimiento de historia,
mundo, dioses; de apreciar al hombre como contra-abyecto del
arrojamiento que hace el ser de sí mismo a través de la destinación
iluminante, lo cual hace al hombre, —no ya señor del cosmos, del
ente, dueño o propietario del ente— sino, pastor-recolector del ser,
hombre como ser que es en “su esencia ser-histórico, ente cuyo ser
como ec-sistencia consiste en que mora en la cercanía del ser” (1970,
p. 40).
Heidegger establece claramente su posición crítica frente al
concepto de “humanismo”, los humanismos se desprenden de una
metafísica —o fundan una metafísica— y en tanto ella olvida la
pregunta por el ser o confunde su formulación, los humanismos
no configuran un territorio propicio para el desarrollo del trayecto
que —encendiendo la disputa referente a la interpretación del
ser— pretende hacer Heidegger. Pero, igualmente, es cierto que la
crítica a la evidencia con la cual asumen los humanismos la esencia
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del hombre ha llevado a Heidegger a pensarla de una manera
más original: “Humanismo significa ahora, en el caso de que nos
decidamos a mantener la palabra: la esencia del hombre es esencial
para la verdad del ser, y por cierto, de tal modo, que de acuerdo a ello
no importa únicamente el hombre en cuanto tal” (1970, p. 44).
En Heidegger no nos encontramos con un humanista en el sentido
clásico del término, nos encontramos ante una crítica —desarrollada
desde el despertar de la pregunta por el ser— de los conceptos de
humanismo, lógica y valor, sólo en la medida en que obstaculizan
el pensamiento. Como ya lo hemos visto, los humanismos reducen
al ser del hombre porque desconocen su carácter ec-sistente, la
lógica reduce el pensar cuando se lo quiere limitar a la aplicación
de determinada normatividad —el pensar debe saber moverse entre
“lógicas” antes que someterse a una—, y pensar exclusivamente en
términos de valores —aunque imprescindible para el hombre en
virtud de su pertenencia al lenguaje— termina por olvidar al ser
como tal.
Pero aclaremos, en la medida en que Heidegger está pensando
algo que permaneció olvidado —por lo menos en el ámbito de las
instituciones académicas de occidente— por más de veinte siglos, en
la medida en que está haciendo una revisión crítica del pensamiento
metafísico, no es consecuente valorar su trabajo desde los estatutos
metafísicos. En la medida en que Heidegger cuestiona el imperio
de la lógica binaria excluyente, no es consecuente concluir que, por
hablar contra el humanismo es inhumano, o que por cuestionar la
lógica se hace falto de rigor, o que por cuestionar el pensamiento
fundado exclusivamente en valores, se convierte en un enemigo de
los más altos bienes del hombre, o que hablar del hombre como “ser
en el mundo”, lo hace destructor de sus posibilidades trascendentes,
o que por pensar la frase de Nietzsche “Dios ha muerto”, Heidegger
se profesa el ateísmo.
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Este pasaje del texto hace alusión, sin duda alguna, a una serie
de ataques recibidos a propósito de su pensamiento que tratan de
encontrar su “perversión”. Así lo ve el mismo Heidegger por la forma
como nos relata la situación académicamente. El pensamiento de
Heidegger es consciente de las limitaciones que produce la inmersión
en lo estudiado y que impone el devenir a través de la transformación
que manifiesta en su desarrollo el ser; dicho pensamiento
—pensamiento blando, de matices, paradójico— debemos apreciarlo
dentro de la historia del nihilismo, como él mismo lo promueve, para
no verlo como un teólogo negativo.
Uno de los factores que contribuye al surgimiento de esta sarta
de equívocos es que Heidegger introduce el pensamiento sobre
la verdad del ser utilizando la terminología de la metafísica. En
virtud de la apertura y la iluminación del ser —dada la primera por
el advenimiento del significante y la segunda por efecto del juego
significante—, en virtud del carácter ec-sistente de la esencia del
hombre como contra-arrojo del ser, —o como fruto de la instalación
en la búsqueda de sentido, en la inscripción en el lenguaje— dado que
el desdoblamiento producido por el significante que, con la atracción
propia de la cultura, arrebata de la inmediatez del entorno, se da
la fundación del “yo” y del “tú” y se abre la posibilidad de que el ser
propio sea buscado en el entrelazamiento con el ser de los otros.
Es preciso afirmar que como fruto de la iluminación, en la apertura
del ser, surge la descripción del hombre como “ser en el mundo“. El
mundo es como el efecto concéntrico que permanentemente crece y se
transforma, efecto prolongado del devenir de la palabra. En la obra
Ser y Tiempo, “el ser en el mundo” es planteado como estructura
fundamental del hombre. El hombre es abierto al ser, es un ente
que es él mismo y que tiene la propiedad de ser “en”. Pero el “en” no
señala la relación espacial, como sí la forma propia del habitar del
hombre “en” medio de las cosas, conduciéndolas a su ser. “Yo soy en”
significa desde esta perspectiva “habitar cerca del ser”.
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“Ser en el mundo” significa ante todo que el hombre habita entre
las cosas —por eso para él generalmente son útiles o instrumentos
antes que cosas—, que se encuentra familiarizado con ellas, que
las familiariza, que las hace suyas en el sentido de su destino. En
el mundo, un recipiente de cristal es un vaso. En el entorno es un
elemento no comestible —para algunos entes en particular— entre
otros elementos. El hombre, ser perteneciente y emergido de la tierra,
trasiega sobre ella y lo que recorre es mundo. Por otra parte, en el
mundo, los hombres experimentan la afirmación y/o la negación de
los dioses o de Dios. Pero la filosofía de Heidegger, específicamente,
que despierta la pregunta por el ser, se detiene en la duda sobre
Dios. Así lo afirma en este ensayo, aunque otra cosa, nos parece,
sostiene en “Hölderlin y la esencia de la poesía” cuando adjudica a
la palabra que nombra a los dioses la cualidad de ser respuesta a las
interpelaciones que los dioses mismos hacen a los hombres.
No cabe duda sobre la posición asumida en su Carta sobre el
humanismo: que trata de mantenerse en los alcances del pensar,
propósito por el cual, en lugar de proclamar la existencia de los
dioses, se opta por pensar desde la verdad del ser, el ámbito en el
que pueda pensarse a la divinidad: la esencia de la gracia. Sucede
con la pregunta por el hombre, como con la pregunta por los dioses:
es menester iluminarlas con la pregunta por el ser. “La estancia es
para el hombre la apertura para la presentación de dios”, afirma
Heráclito. Su reflexión se margina de las clasificaciones teístaateísta, práctico-teórica, por ejemplo: “ser en el mundo” es una
expresión que no tiene alcances en cuanto a la determinación del
hombre como un ser del más acá o del más allá, sino que señala
un rasgo de la estructura existenciaria del ser humano. Es decir, la
expresión indica esa cualidad de la ec-sistencia del ser del hombre
según la cual su ser emerge siempre al interior de un mundo... mundo
mágico, mundo científico, mundo consumista, etc., pero siempre en
un mundo. El mundo es la ec-sistencia misma, es la apertura que
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concéntricamente crece en virtud del advenimiento del lenguaje.
“Ser en el mundo” implica para quien formule la pregunta por el
ser del hombre, formular la pregunta por el mundo en el cual se
desenvuelve y, aún más, formular la pregunta por el mundo desde el
cual se pregunta por él.
Por esto, en Ser y Tiempo, emprende la analítica del “ser en
el mundo” en su búsqueda de una ontología fundamental. De ahí
que, para preguntar por el ser es menester dirigirse a ese ente que
tiene la peculiaridad de estar abierto al ser mismo, en la apertura
por la cual el ser mundanea, en la cual el ser del hombre está en
familiaridad con las cosas, en estrecha relación con ellas, haciéndolas
y haciéndose. El mundo es expresión del carácter poético del morar
del hombre. El hombre es “ser en el mundo” y “pastor del ser” y en
relación con la edificación de la casa del ser, se destacan dos labores:
el pensar y el poetizar.
Referencias
Corominas, Joan (1998). Breve Diccionario Etimológico de La Lengua Castellana.
3 ed. Madrid: Gredos.
Heidegger, Martín (1995). Caminos de Bosque. 2 ed. Madrid. Alianza Editorial.
(1970). Carta sobre el Humanismo. 3 ed. Madrid: Taurus.
(1989). Hölderlin y la esencia de la poesía. 1 ed. Barcelona: Anthropos.
(1993). Ser y Tiempo. 2 ed. Bogotá: Fondo de Cultura Económica.
Marchese, Ángelo & Forradellas, Joaquín. (1994). Diccionario de retórica, crítica y
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Nietzsche, Fiedrich. (1995). Así habló Zarathustra. Barcelona: RBA Editores.
(1992). Voluntad de Poder. Bogotá: Editorial Norma.
Platón (1985). El Banquete: Fedro, o de la belleza. Madrid: Sarpe.
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