MADRID SIGLO XX Proyecto de un "gran Madrid". Tan intensa llegará a ser esa nueva mirada sobre la ciudad que ni siquiera el Ayuntamiento escapará a su influjo. En 1929, decide convocar un concurso internacional de anteproyectos, para la urbanización y extensión de Madrid, que acompaña de una exhaustiva "Información sobre la ciudad", un documento preciso, por ser a la vez un minucioso retrato de la ciudad, tal como había llegado a ser desde el Plan Castro de 1860 y una llamada a resolver los problemas que aquel Plan había provocado o no resuelto. Los técnicos municipales distinguen en 1929 tres grandes zonas perfectamente diferenciadas: el "Interior", con un área de 7,77 millones de metros cuadrados; el "Ensanche", que ocupa 15,16 millones y el "Extrarradio", que se extiende por otros 43,81 millones. En el "Interior", los técnicos identificaban cuatro núcleos, de los que el central aparecía dividido en tres zonas que reunían, − en un limitado espacio urbano −, las más dispares actividades comerciales, industriales, financieras o de ocio y a los más diversos sectores sociales. Había, ciertamente, algunos grandes almacenes, pero unos metros más abajo abundaba un miserable comercio callejero, al que acudían a abastecerse desde todos los puntos de la ciudad. La Puerta del Sol, corazón de este núcleo, estaba a un paso de los grandes bancos y de las sedes centrales de numerosas sociedades anónimas, pero no quedaba lejos de los talleres y tiendas en que se afanaban impresores, chamarileros, joyeros, modistas o carreteros. Las vías que cruzaban el núcleo comenzaban a sentirse atiborradas de automóviles, autobuses y camionetas, pero no era raro ver en ellas a los mulos tirando de carros. Los oficinistas, empleados y dependientes que salían a tomar su café con leche en alguno de los 166 cafés y cafés−bares de la zona, podían tropezarse en su camino con los directivos de las más importantes sociedades anónimas, los financieros de mayores recursos, los políticos de más renombre, pero también con una nube de pobres y mendigos, con los vendedores de "corbatas a peseta" o con el obrero que todavía bajaba a la calle desde su vivienda, en alguna buhardilla de la calle de Alcalá. Quedaba todavía mucho dependiente, mucho obrero y mucho artesano viviendo en este centro de Madrid y este hecho, añadido a la atracción que el comercio ejercía sobre toda la periferia, es lo que daba a la zona su singular carácter popular. El segundo gran núcleo del interior era todo lo que quedaba al sur del primero, bajando por la calle de Segovia, la Cuesta de las Descalzas y pasando por las rondas de Segovia, Toledo, Valencia y Atocha, para desembocar en Puerta Cerrada. Una gran variedad típica definía a estos barrios llamados "bajos" por la declinante pendiente del terreno hacia el Manzanares, pero también por la altura de las clases que los habitaban, con calles de "mezquino caserío" y de "aspecto poco decoroso", en las que abundaban posadas, paradores y casas de dormir para la población forastera de escasos medios. Eran los barrios de más alta mortandad porque a las pésimas condiciones generales de la vivienda se añadía la gran abundancia, todavía en 1930, de fosas sépticas y pozos negros. En sus calles alternaban "una posada con una taberna, luego una barbería, más allá un alabardero junto a un 1 herrador, enfrente de un bodegón o de una espartería, ..." Era frecuente encontrar a la pequeña industria en los pisos de vivienda, lo que daba a toda la zona una nota de "vida intensa de trabajo", muy lejos del tercer núcleo que ocupaba la zona occidental del interior, con las grandes arterias, los más importantes edificios oficiales, los palacetes y edificios de viviendas burguesas, los museos y bibliotecas, los bancos, teatros, casinos, hoteles, cafés y bares de más alcurnia. Además del comercio de gran lujo, aquí es donde más se había construido para que la "clase acomodada" dispusiera de viviendas a la altura de su condición. Pegado a este núcleo por su parte oriental, ese otro Madrid "célebre en hechos de los chisperos", con calles "famosas por los prostíbulos de ínfima categoría" y en las que abundaba la vivienda de empleados, pequeños industriales y estudiantes. El carácter apacible y acogedor de sus calles no se reñía con la procacidad de algunas de sus esquinas. Sobre la vieja ciudad, popular en el centro, baja en el sur, aristocrática en el este, media en el norte, se había ya superpuesto, a la altura de los años treinta, − rompiéndola y transformando su carácter − una nueva ciudad cuyas características especiales concuerdan con las propias de todas las ciudades, − en los comienzos de su industrialización −, a la búsqueda de una zona funcional y social. Lo notable fue que en Madrid esa nueva ciudad tardó decenios en arrancar porque su proyecto nació sin que, simultáneamente, se multiplicara el tipo de industrias que constituyen el fundamento económico de las ciudades industriales. De ahí que costara tanto tiempo, y alguna ruina, que los madrileños se decidieran a ocupar la zona identificada por los técnicos − el Ensanche−, que había crecido "pequeño". Se identificaba una zona nororiental ocupada por gentes que, "sin ser acaudaladas, tenían medios económicos desahogados", otra noroccidental para "clase media de limitados recursos" y otra, en el sur, − donde se habían establecido, por la proximidad del ferrocarril y por su creciente especialización industrial − obreros, artesanos y modestos empleados. El secular problema de Madrid fue que ni el interior, − ya asfixiado − ni el Ensanche − donde no era barato alquilar una vivienda − pudieron acoger la riada de emigrantes que descendió sobre la capital desde el último tercio del siglo XIX y que aceleró y multiplicó su llegada durante los años diez y veinte del siglo XX. Muy pronto, pudo apreciarse que el principal problema derivado del plan de ensanche radicaba en que, antes de ocuparse la zona limitada por los paseos de ronda surgía un nuevo arrabal, fuera de su contorno. Cuando los técnicos redactaban su "Información", la amplia zona comprendida entre el límite norte del ensanche y Tetuán de las Victorias había sido ocupada por grupos de viviendas que levantaban, sin atenerse a plano alguno, los propios inmigrantes. Del carácter de la zona nadie dudaba. Lo que allí había crecido era una "ciudad obrera" de la que cada mañana salía un "torrente proletario" para trabajar en las obras del Interior o del Ensanche. Idéntico proceso, con muy parecidos habitantes, ocurría en los alrededores de las preexistentes vías de tráfico que unían a Madrid con Carabanchel, Vallecas y Canillejas y cuyo producto final fue lo que el Ayuntamiento definió como el magno proceso del extrarradio, "un problema de arrabal desordenado y antihigiénico". Pues todavía, − más allá de estos núcleos habitados por los jornaleros recien llegados − se acumulaban las montañas de basura y detritus que los 4.000 traperos conducían a las afueras cada mañana, en sus pesadas 2 carretas, y que servían a un indeterminado número de madrileños para rebuscar entre los desechos de la Villa la fuente de su sustento. La magnitud misma del problema del extrarradio, con el rápido incremento de la población, dejó todavía amplio margen de iniciativa a los técnicos municipales que se obstinaban en trasladar a los años diez de este siglo las ideas de los años sesenta del pasado, como si la única fórmula consistiera en repetir, para el extrarradio, la solución que, desde mediados del siglo anterior, se había ensayado para el ensanche. A este propósito respondía el proyecto del ingeniero municipal Nuñez Granés de urbanizar todo el perímetro del extrarradio, prolongando, con tiralíneas, las cuadrículas y las vías de circulación del ensanche, hasta el mismo límite del municipio. El proyecto se aprobó dos veces por el Ayuntamiento de Madrid, en 1911 y en 1916 y hasta por real decreto de agosto de ese mismo año, pero no hubo manera de hacerlo avanzar. El propio Nuñez Granés lamentará − en 1923 − que su querido y demorado proyecto "no se cumplió o se cumplió muy mal". En 1919, Amós Salvador presentó, por vez primera, un plan general que contemplaba de forma conjunta el interior, el ensanche y el extrarradio, con zonificación para las distintas funciones y barriadas y con una red de circulación que comunicara a la ciudad con su región. La idea de ensanchar Madrid urbanizando progresivamente su periferia cede ante el proyecto de extenderlo y zonificarlo. En esa dirección se moverá, en adelante, todo el pensamiento que pretendía guiar un crecimiento, hasta entonces caótico y desordenado. La nueva clase profesional, con un lugar más sólido en la sociedad madrileña, más segura de sí que en tiempos de Larra, formada en el racionalismo y el empirismo europeos, cuando se dispone a pensar otra vez Madrid se siente liberada de cualquier sucedáneo de ciudad amurallada, tapiada o cercada. ¡Quiere un Madrid abierto, sin límites!. Es en este punto, cuando va a mostrar toda su potencialidad el mayor progreso realizado en la segunda mitad del XIX. El ferrocarril había roto el tradicional aislamiento de la capital y había unido ya eficazmente a Madrid con los puntos más dinámicos de la periferia peninsular. Por este solo hecho, la situación real de Madrid había cambiado radicalmente. De ciudad erguida en medio de una meseta, perezosa y meramente consumidora, predadora de su entorno, inexplicable como corte de una monarquía imperial, pasó a ser la ciudad mejor situada, la más cercana a todas las ciudades de la periferia. Y es significativo que sea ahora cuando se abra paso también una nueva conciencia de Madrid, que pugna por sustituir la estrecha visión de los ensanches y reformas interiores, de la urbanización del extrarradio por el más ambicioso intento de transformarla en "gran ciudad", sin tener en cuenta sus estrictos límites municipales. Por primera vez se habla de planes generales, de región, y la obsesión por el casco antiguo y el inmediato arrabal, − sin desaparecer −, cede ante la conciencia de que Madrid tenía que alcanzar el estatuto de una gran capital. No es que se abandonen definitivamente los proyectos de reforma interior, que abundan como siempre, sino que Madrid se comienza a concebir como centro de un territorio sin límites preestablecidos. Centro de su región, desde luego, pero también de toda España. Para la futura ciudad, la esencia de esa transición de los planes de ensanche a los de extensión y, finalmente, a los de región, se resume en que Madrid dejó de ser pensado en torno a un centro para ser planeado a partir de un eje. Centro por eje, Puerta del Sol por Paseo del Prado−Castellana. 3 En ese desplazamiento de la Puerta del Sol a los paseos del Prado y de la Castellana es donde se simboliza el paso de Madrid, corte mezquina y frustrada, capital de un ruinoso imperio, a Madrid, proyectada capital de nivel europeo. Es significativo que el arquitecto Grasés y Riera, pionero del proyecto de prolongar hacia el norte el paseo de la Castellana, haya titulado, a principios de siglo, la publicación en que dio a conocer su idea como "La mejor calle de Europa en Madrid". Y no lo es menos que, Secundino Zuazo, que será el urbanista por excelencia del Madrid de la República, tenga por seguro, casi treinta años después, que la elevación de Madrid al rango de capital de España "se significa en la comunicación grandiosa de norte a sur, del Paseo de la Castellana, avenida espléndida, que llega en su belleza natural a igualar a los Campos Elíseos". ¡De nuevo, y siempre, París, como referente simbólico de la capitalidad madrileña!. La Castellana − soñaba Zuazo en 1929 − agrupará los edificios más importantes para la cultura, la economía, el comercio privado, los grandes hoteles, la política y la administración, las representaciones extranjeras. Ella será, además de una especie de centro ceremonial destinado a maravillar al visitante, el principal nexo viario y en ella se situará la Estación Central, en la que recibirá el viajero "la primera grata impresión a su llegada a Madrid". Así es como creía Zuazo que estaría Madrid en condiciones de cumplir con su deber, que no era otro que "representar el carácter de España entera ante el mundo". 4