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Goya; el ocaso de los sueños es una novela histórica en un sentido estricto;
novela, porque desarrolla una propuesta de ficción, histórica porque se ciñe a la
realidad del personaje y del tiempo sin subterfugios que desvirtúen los hechos en
beneficio de una trama inventada.
La novela se centra en cinco aspectos de la vida y la obra del genial artista aragonés Francisco de Goya; su controvertida relación con la Duquesa de Alba; su
relación con Asensio Juliá, la relación con su esposa Josefa Bayeu, la relación de
Goya con el rey de España, Carlos IV, marcada por un diálogo entre el monarca
y el pintor difícil debido a la necesidad imperiosa del artista de pintar como él quiere, sin imposiciones, lo cual le lleva a luchar contra los dictados pictóricos de la
Academia y las exigencias del rey español. Por último se trata de la relación de
Goya con la mujer que le acompañó hasta el final de sus días: la enigmática
Leocadia Weiss (o Zorrilla), cuando ya el artista era bastante anciano. Este último
aspecto de la vida de Goya y, en concreto, toda la temática referida a las denominadas Pinturas Negras, es analizado obra por obra con una interpretación y
valoración personalísima de estas pinturas demoníacas y brujeriles. Es la historia
de una vida atormentada.
Aurelia María Romero Coloma nace en Jerez de la Frontera (Cádiz), en el seno de
una familia de profundas raíces literarias. Se doctora en Historia del Arte con su
Tesis sobre “Estudio histórico-artístico de la imaginería procesional jerezana”, en la
Facultad de Geografía e Historia de Sevilla. Publica artículos como “Goya y su
obra”, “Goya y los retratos”, “Goya y las pinturas negras”, así como trabajos dedicados a Velázquez y El Greco. Trabaja en Publicaciones del Sur, publicando fichas
monográficas sobre temas como “Historia y Patrimonio de las Cofradías penitenciales de Jerez”, “La imaginería procesional pasionista de la ciudad de El Puerto
de Santa María” y “La iconografía del Crucificado a lo largo de los Siglos.”
Destacan sus libros “La escultura andaluza en el Siglo XVII”, y “Estudio históricoartístico de los Crucificados de Jerez”. Ganadora del Premio Fundación Montero
Galvache en 2.005, por su labor investigadora histórica-artística. En 2.005 gana
el Primer Premio de la Fundación Escritor Francisco Montero Galvache.
Es Doctora en Derecho por la Universidad de Sevilla. Académica de Ciencias,
Artes y Letras de la Real de San Dionisio, de Jerez. Ha publicado veintitrés
Monografías jurídicas. En Marzo de 2.007 publicó su primera Novela, “Surcos de
soledad”.
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La noche marcada
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Donde no llegan los sueños
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Soledad de otoño, infancia de silencio
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AURELIA MARÍA ROMERO COLOMA
Goya; el ocaso de los sueños
Colección Aqueronte
Ediciones Irreverentes
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Prólogo
Goya: el ocaso de los sueños, es tanto una obra histórica como una novela. Se trata en este libro la relación de
Francisco de Goya –no siempre fácil- con Francisco Bayeu
y con Asensio Juliá; su relación sentimental con la Duquesa
de Alba, controvertida y difícil, vista por el artista aragonés
como un cúmulo de desengaños y frustraciones; se estudia
su matrimonio con Josefa Bayeu; y de una forma seria y
exenta de complacencia su relación con el rey de España,
Carlos IV y la necesidad del artista de libertad, la misma que
no puede tener en contacto con la Corona de España; por
último, Aurelia María Romero Coloma escribe sobre la relación que Francisco de Goya mantuvo con la mujer que le
acompañó hasta el final de sus días: la misteriosa Leocadia
Weiss, cuando el pintor ya era un hombre anciano. Y todo
ello enmarcado en una España que padece una profunda crisis, la España de finales del S.XVIII y principios del XIX,
invadida por el ejército de Napoleón, dividida, a punto de
caer en manos de un rey negrísimo para la historia de nuestro país, Fernando VII.
La novela arranca con el fracaso de Francisco de
Goya al pintar, al fresco, la cúpula del Pilar de Zaragoza
–fracaso simplemente por la incomprensión de los otros- y
su llegada a Madrid en una época en la que se le harán
muchos encargos de obras religiosas, como las pinturas para
San Francisco el Grande en 1781, las del convento de Santa
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Ana de Valladolid en 1787, los frescos de la madrileña
Capilla de San Antonio de la Florida, o las de la catedral de
Valencia en 1788.
El comienzo de sus trabajos para la Casa Real en
1786 supuso un periodo de estabilidad económica y al
mismo tiempo de falta de libertad, aunque él procure reunirse con los círculos ilustrados de la capital, especialmente
con Jovellanos y con Cea Bermúdez.
¿Qué lleva a Francisco de Goya, siendo pintor de
Cámara de Carlos IV, a la infelicidad y la amargura? Sobre
ellos medita Aurelia María Romero, y muestra retazos de su
vida que nos dan pistas a seguir.
Cuando en 1792 cae enfermo y queda sordo, se
vuelve más ácido su carácter y su genio se verá fortalecido,
convirtiéndose más que nunca en introvertido y malhumorado, y se abre paso a la que quizá sea su etapa creativa más
gloriosa. Le atormentarán seres oníricos, -brujas, asnos profesores, viejas comiendo sopa, cadáveres en la guerra- pero
quizá esos seres no sean sino la representación más real
posible de su época.
La autora ha tratado de encontrar entre tanta amargura de sus últimos años –incomprensión y exilio- las señales de felicidad de los últimos tiempos de la vida de
Francisco de Goya y los ha encontrado en el amor y en su
descendencia. Ha escrito una novela intimista extrayendo
fragmento de realidad de una vida de lucha y al mismo tiempo que nos muestra los momentos estelares de la vida del
genial pintor, juega con los claros y las sombras, escondiendo cuanto conviene, para que el lector desee ir más allá.
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Cuanto ocurre entre 1746 y 1828, nacimiento y
muerte de Francisco de Goya, es esencial para comprender
la España actual. Aurelia Mª Romero hará revivir ese tiempo al lector en compañía de un Francisco de Goya humano,
dolido y con razones para el cansancio y el abatimiento.
Miguel Angel de Rus
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Goya; el ocaso de los sueños
El 11 de Febrero de 1.781, Goya termina de pintar,
al fresco, la cúpula del Pilar de Zaragoza. El 10 de Marzo,
los bocetos que había realizado para las pechinas de dicha
cúpula fueron rechazados; el 17 de Abril presentó otros. El
4 de Julio ya estaba terminada la pintura de las pechinas.
Pero Francisco Bayeu, su cuñado, y su ámbito académico,
desaprobaron la obra del Pilar. Goya regresó a Madrid.
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I
Francisco Bayeu, en actitud pensativa, y con unos
documentos en la mano derecha, pasea por la Basílica del
Pilar, en Zaragoza. A su lado, Goya parece esperar.
“Temo que soy portador de malas noticias, Goya.”
“No tengo mucho tiempo. Quisiera saber ya qué
tenéis que decirme y por qué esa urgencia.”
Bayeu despliega un documento ante la mirada, que
ya empieza a tornarse furiosa, de Goya. Con un tono de voz
que irradia un cierto deje de petulancia, lee: “Nosotros, don
Francisco Bayeu, y los artistas academicistas de su círculo,
declaramos, por este documento, que no aceptamos los bocetos realizados por don Francisco de Goya y Lucientes para la
Basílica del Pilar de Zaragoza, al no haberse ajustado el mencionado artista a las directrices académicas y clásicas que se
exigían en este concurso. Firmado en Zaragoza, a
Día 9 de Marzo de 1.781.”
Goya, que ha escuchado con atención cada palabra
del documento, no reprime ahora su furia ante el desdén del
que se le está haciendo objeto.
“¿Queréis decirme, Bayeu, que mi trabajo, todo mi
esfuerzo, ha sido inútil? Vos y vuestros pintores academicistas juzgáis lo que no estáis en condiciones de juzgar.”
“No se os nuble el juicio, Goya. Vos sabéis, tan bien
como yo, que, para pintar, hay unas normas, unas reglas
inviolables. Y las habéis quebrantado. Habéis pintado a
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vuestro aire, sin pensar en el pasado artístico, sin tener en
cuenta los dictados de los artistas más afamados, postergando el dibujo, abocetando sin colorear, en fin, descuidando
los más elementales principios del arte de la pintura. Me
pregunto por qué lo habéis hecho, qué pretendéis con esto.
¿Pensáis acaso que ibais a salir bien parado de este trance?”
Goya parpadea, enojado, antes de replicar.
“Escuchad, Bayeu. No hay, en este mundo, ningún
ser humano, ninguna persona, oídlo bien y tomad buena
cuenta de ello, que pueda decirme a mí lo que he de hacer,
y lo que no he de hacer. Mi pintura es como el alma de mi
existencia, la luz en medio de las tinieblas. Pintando, soy
libre. Y pintando lo que quiero, y como quiero, siento que
mi espíritu se expande, que unas bocanadas de aire fresco
me rozan la piel. No hay nada como pintar siguiendo solamente los dictados de la libertad, es decir, ningún dictado,
ningún postulado, ninguna tesis irrebatible o irrefutable. No,
Bayeu, no sois quien para decirme que mi pintura no es
buena, o recta, o clásica. No admito esos calificativos para
lo que hago, para mi arte. Vos pintáis de una manera, yo lo
hago de otra muy distinta. Vos sólo os ocupáis de rememorar, una y otra vez, como si de un estribillo se tratara, lo clásico: el dibujo, la perfección en el color, la simetría en los
rasgos, la perspectiva... Pero, ¿quién os ha mandado ser juez
y árbitro, a un tiempo, de mi pintura? ¿Quién os da derecho
a rechazar mis bocetos? Nadie me forzará jamás a hacer
aquello que en pintura no quiera hacer. NO hay poder humano sobre esta tierra que pueda otorgarse tal derecho.”
La expresión, ahora escandalizada, de Bayeu es
patente.
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“Vuestra soberbia y arrogancia, Goya, me dejan
perplejo. Decís que no hay poder humano sobre la tierra que
os ordene lo que tenéis que hacer en la pintura. ¿Estáis seguro de esa afirmación?”
“No entiendo a donde queréis llegar a parar. Hablad
claro. No me gustan lo subterfugios.”
Los ojos de Bayeu denotan ahora un brillo triunfal.
“Pensad un poco. El año pasado se produjo vuestro
ingreso en la Academia de San Fernando. A pesar de vuestras ansias de libertad pictórica, ingresasteis en una institución que preconiza, como postulado esencial, el clasicismo
del que tanto abomináis ahora.”
Goya escruta el rostro de su cuñado.
“Ése es un golpe bajo, y vos lo sabéis.”
“¿De verdad? Yo creo que no. Y el Crucificado que
pintasteis para el ingreso es una buena muestra de lo que
estoy diciendo.”
Goya guarda silencio unos segundos. Después sonríe con sarcasmo.
“Como siempre, Bayeu, como en tantas otras ocasiones, no sabéis interpretar la pintura, desconocéis la valoración que hay que dar a cada obra pictórica. ¿Y sabéis por
qué os sucede esto? Pues es muy sencillo: porque opináis
sobre cuadros cuya interpretación sólo corresponde a su
autor.”
“Sin embargo, no me negaréis que la Academia, a
pesar de algunas pequeñas reticencias por parte de los más
clasicistas, admitió la pintura del Crucificado. Eso quiere
decir que les pareció, a pesar de tanta “libertad”, suficientemente clásica, ¿no creéis?”
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“No. Mi Crucificado no era clásico o clasicista,
como vos decís. Se ve que no os habéis dado cuenta de algunos detalles que a otra persona, más observadora que vos, no
se le habrían pasado por alto. Pensad un momento: ¿recordáis el Crucificado de Velázquez, mi gran maestro? Cabría
preguntarse: ¿era barroco, o era clásico? ¿Qué respuesta
daríais a esa interrogante?”
Bayeu intenta pensar rápidamente. Sabe que su
cuñado le está tendiendo una trampa, pero no alcanza a comprender cómo puede salir del paso sin caer en alguna contradicción.
“Velázquez era un pintor barroco. ¿Cabe acaso
hablar de clasicismo dentro del barroco? Y, en cuanto a su
Crucificado, sin lugar a dudas es una obra maestra de barroquismo.”
El gesto de sorpresa de Goya es bien expresivo.
“Bayeu, Bayeu, otra vez valorando e interpretando
erróneamente la pintura de otros. La respuesta a la pregunta
que os he planteado es más sencilla aún: el Crucificado de
Velázquez es un ejemplo, clarísimo, de clasicismo dentro
del barroquismo. Recordad que el genial artista sevillano
vivió una época de esplendor de las artes caracterizada, precisamente, por la formas expresivas y emotivas, por el
empleo del color como medio para provocar un fin pedagógico, en cuanto los postulados de la Iglesia Católica buscaban, ante todo, enseñar al espectador, conmoviendo su espíritu en orden a su mayor acercamiento a los misterios de la
Religión y del cristianismo.”
Bayeu niega repetidas veces con la cabeza, con
expresión desdeñosa.
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“Basta ya, Goya. Queréis confundirme y mezcláis
los conceptos, unos con otros, para formar vuestra propia
teoría. Y, sin embargo, no habéis podido contradecir mi tesis
acerca de vuestro Crucificado.”
Goya suspira con evidente cansancio.
“Aunque tuvierais la verdad delante de vos, no
podríais verla. Mi Crucificado se inspiró, precisamente, en
Velázquez. Mi inspiración fue frenada, inhibida, por el
modelo arquetípico que intenté recrear para poder ingresar
en una institución en la que la libertad es una palabra que no
existe. Tuve que doblegarme, pero sin abandonar mi estilo,
sin renunciar completamente a mi forma de pintar. Por eso,
aunque inspirado en Velázquez, y manteniendo algunas
inevitables notas clasicistas, es un Crucificado que, desde
mi punto de vista, refleja un movimiento, una expresividad
y un brío ajenos al espíritu académico.”
La expresión de sorpresa de Bayeu es ahora evidente.
“¿Queréis decir que vuestro Crucificado, a pesar de
sus notas anticlásicas, sigue un paradigma tradicional?”
Goya asiente con la cabeza.
“Naturalmente. ¿Qué pensabais? ¿Creíais, quizás,
que yo iba a amoldarme a realizar una pintura estrictamente
convencional, sin recurrir a la libertad y a la expresividad
propias de mi estilo? No, Bayeu, no os equivoquéis de
nuevo. Además, debo deciros que esos carcamales de la
Academia bien que sospechaban que no era fácil doblegarme a sus dictados.”
“Y ahora no queréis tampoco hacer lo que se os está
pidiendo.”
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“No se me pide, se me exige, y eso es algo que no
admito. Romped los bocetos, si os place hacerlo.
Probablemente, sentiréis satisfacción al destruirlos. Entre
vos y yo no queda más que hablar.”
Goya hace un ademán de saludo. Pero Bayeu le
detiene.
“Esperad. No seáis tan soberbio. Podéis hacer otros
bocetos. En realidad, podéis pintar lo que queráis. Pero si,
por fin, os decidís, por Dios, Goya, intentad dominar, aunque sea por esta vez tan sólo, vuestra veta brava.”
Goya escruta el rostro de su cuñado.
“Por el momento, vuelvo a Madrid. Me esperan mi
esposa, vuestra hermana, y mi hijo Francisco de Paula.
Como comprenderéis, no quiero demorar ya más mi estancia en esta bendita tierra.”
Bayeu alarga su mano hacia Goya y, al final, después de un breve titubeo, éste estrecha la de su cuñado.
“Quedad con Dios, Bayeu. Aunque nunca lograremos reconciliar nuestras ideas, podemos, al menos, seguir
teniendo una relación familiar.”
Bayeu duda un instante. Después, en sus ojos se
refleja un brillo, sutil, de satisfacción.
“Id con Dios y pensad lo que os he dicho. Podéis
volver a pintar los bocetos.”
Goya no contesta. Su silencio es interpretado por
Bayeu como un asentimiento.
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En 1.799, Goya comienza a elaborar los primeros
ensayos para un retrato de grupo de la familia real española.
El artista, que ya se ha visto a las puertas de la muerte, tras
sufrir una gravísima enfermedad que le dejó aislado del
mundo, intenta rehacer su existencia al lado de su esposa,
Josefa Bayeu y de su mejor discípulo, Asencio Milá.
Asencio Juliá entra en el taller de Francisco de
Goya. El artista aragonés se encuentra ante el caballete. En
el lienzo que está contemplando aparece el rostro de Su
Majestad, Carlos IV. A su lado, la reina María Luisa de
Parma. De espaldas a Goya, Asencio Juliá se detiene, abstraído, en la observación del retrato que su maestro está realizando.
“Maestro Don Francisco, perdonad mi tardanza.
Hubiera deseado estar con vos desde hace más de una hora,
pero me he entretenido haciendo unos dibujos que creo
serán de vuestro agrado.
Asencio muestra a Goya unos dibujos de desnudos.
Son muy bellos, hechos, en realidad, a imitación de los que
el maestro realizó en su segunda estancia en Sanlúcar de
Barrameda, al lado de la Duquesa de Alba.
Goya no responde. Se limita a examinarlos uno por
uno, con gesto huraño y mirada reservada. Tras analizarlos
detenidamente, se vuelve a su discípulo y, tras larga pausa,
se dirige a él con expresión escrutadora.
“Se nota que habéis aprendido con gran provecho
mis enseñanzas, hijo. Pero es preciso que aprendáis también
a crear por vos mismo, sin recurrir nunca al fácil y tentador
recurso de copiar. Tenéis talento y está en vuestras manos
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llegar a ser un gran artista. Pero, para lograrlo, debéis fijaros,
como meta primordial, crear. Recordad siempre que el maestro no ha de considerarse mejor que el discípulo. Por ello,
inventad vuestra pintura, sin miedo a que la imaginación se
desborde, sin replegaros en un mundo cerrado, académico y
estrecho de miras. Tomad inspiración en la Naturaleza, que
es sabia, pues nunca hallaréis motivos de inspiración más
grandes y libres que los que ella misma ofrece.”
Asencio toma asiento frente a Goya y medita. Esta
postura la adopta siempre que quiere hablar con él. Si le
diera la espalda, sabe que su maestro no le oiría, pues, desde
hace algunos años, está completamente sordo. Su enfermedad le ha agriado el carácter, tornándole más introvertido y
malhumorado. Pero Asencio sabe bien que no hay otro artista en el panorama pictórico español mejor que Goya. Por
eso, y por sus geniales cualidades personales, poco apreciadas por el vulgo, sigue a su lado y no le abandonará jamás,
digan lo que digan, pase lo que pase. También sabe que el
maestro no es amigo de halagos ni de vanidades. Tampoco
le gustan la sensiblerías aparatosas, ni expresar sus sentimientos y emociones, lo que no quiere decir que no los
tenga. Nada de ello constituye un obstáculo para que su relación con el maestro sea, para él, lo más importante que le ha
sucedido en la vida.
Rápidamente, guarda los dibujos en la carpeta y
acerca su sillón al de Goya. De este modo, encara con franqueza una conversación con él, sabiendo que cualquier charla con su maestro encierra una sabia trascendencia.
“Maestro, para mí constituye un verdadero enigma
vuestra inmensa sinceridad. Bien conozco que forma parte
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de vuestra manera de ser, pero jamás dejaré de preguntarme
cómo os atrevéis a hacer gala de esa sinceridad cuando pintáis al rey, nuestro señor. Su Majestad podría darse por ofendido y ello os acarrearía inevitables e indudable complicaciones.”
Asencio señala con la mano a la figura del rey, tan
solo esbozada. Es un lienzo que está sin terminar y en el que
Goya está invirtiendo mucho tiempo.
El genial artista aragonés mira, con afecto, a su discípulo.
“Hijo mío, lo importante en la pintura no es decir las
cosas, sino saber decirlas. Yo he conseguido expresar lo que
llevo dentro a través de mi arte y, hasta ahora, ello no me ha
reportado más que algún pequeño disgustillo. Claro que mi
suerte puede cambiar rápidamente y, en cuestión de segundos, pasar de grande a villano. ¿A quién importaría semejante desaguisado? La vida es así y he de afrontar las consecuencias que mis actos puedan acarrearme, porque sólo de
este modo podré sentirme libre y no olvideis, mi buen
amigo, que la libertad es la más excelsa de todas las cualidades que hayan existido y puedan existir. Sin libertad, nada
soy. Si debo encasillar mi pintura o mis dibujos en moldes
estrechos y grises, vacíos de contenido y de sustancia, faltos
de la savia espiritual de mis vivencias y del bagaje de mi
experiencia vital, ¿qué me quedaría?”
Goya, tras pronunciar estas palabras, hace un gesto
de cansancio y fija sus ojos, tristes y escrutadores, en su discípulo. Hay muchas ideas que le gustaría inculcarle, pero,
ante todo, desea respetar su libertad y su propio estilo pictórico, aunque bien sabe el maestro, en su fuero interno, que
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Asencio podría aspirar a metas más elevadas en el arte, si se
lo propusiera.
“Para vos, la libertad es incluso más excelsa que el
amor.”
Goya rechaza esta afirmación con una expresión
vehemente e impetuosa.
“No me interpretéis mal, hijo. El amor y la libertad
poco o nada tienen que ver el uno con la otra. El amor nos
esclaviza y nos convierte en servidores de nuestras pasiones
e impulsos más primarios. La libertad, en cambio, nos redime y enaltece.”
“¿Habéis estado enamorado alguna vez, maestro?”
La pregunta de Asencio flota en el aire, mientras Goya
apoya su cabeza en el sillón. Un rictus de dolor ensombrece
su semblante de repente.
“Para contestaros a una pregunta tan compleja como
ésta, he de haceros una confidencia, que espero que encuentre en vos la oportuna discreción.”
“Tenéis mi palabra, don Francho. Nada de lo que
digáis, a partir de este momento, saldrá de mis labios.”
Goya estira las piernas, vacila unos segundos y, al
fin, tras un largo suspiro, comienza a hablar.
“Cuando era joven, no me detenía a pensar qué significado tenía, en realidad, la palabra amor. Ahí estaba y ahí
quedaba. Al ir cumpliendo años y dejando atrás experiencias,
me he dado cuenta de las hondas diferencias que existen entre
el amor propiamente dicho y el hecho de estar enamorado.”
Asencio se atreve a profundizar más en las vivencias de su maestro. Piensa que, al fin y al cabo, es una maravillosa oportunidad la que tiene, en este instante, para inda24
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gar en las interioridades de este hombre, polifacético, al que
admira más que a nadie en el mundo.
“Vos habéis experimentado las dos caras del amor,
¿verdad?”
Asencio se está refiriendo ahora al Capricho de
Goya titulado “El sueño de la mentira y de la inconstancia”.
El genial artista cierra los ojos un momento y reflexiona en silencio. Después, al volver a abrirlos, su mirada se
pierde en un inmenso océano de frustración y desesperanza.
“Una vez he amado y tan sólo una vez he estado
enamorado. Os confiaré, hijo, que el amor que he sentido
por mi esposa nunca he llegado a compartirlo con ninguna
otra mujer. Pero no he sido capaz de guardarle fidelidad y
esa incapacidad mía me ha hecho sentir infinitamente desgraciado. El dolor que causamos a las personas a las que
amamos es el más grande, el más intenso, el más cruel, porque nos lo causamos a nosotros mismos. El dolor, componente básico del amor, nos recuerda que nuestra fragilidad
es más intensa que nuestros propósitos e ideales. El ser
humano es inferior a otros seres, por mucho que se especule sobre su nobleza y superioridad.”
Asencio medita estas palabras, tan sinceras, tan
francas. Pero no cede en su empeño por llegar al alma de su
maestro.
“Pero vos, don Francho, en modo alguno habéis
perdido un ápice de vuestra nobleza por el hecho de haber
sido infiel a vuestra esposa, pues eso es algo que sucede con
mucha frecuencia y a nadie extraña.”
Goya hace un gesto firme y negativo con la cabeza
y su expresión se endurece.
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