Corrupto Mi relato es efectuado de cara a la muerte. No con el

Anuncio
Corrupto
Mi relato es efectuado de cara a la muerte. No con el objetivo de pedir perdón por los
excesos cometidos, como si se tratase de aprovechar la última oportunidad para reparar
los daños causados. Ya es demasiado tarde para ello, y aunque no lo fuese, no tendría
ninguna intención de perseguir tal objetivo; las circunstancias de los últimos meses me
han transformado y definitivamente no soy el mismo de antes.
Me es importante advertirle que en esta historia no abundan las mariposas ni las flores,
por lo que si usted anda en busca en aquellos nobles elementos, este no es lugar
correcto. Como ustedes saben, a mí también me gustaban; al igual como tienen
consciencia de que amo el pescado, que odio dormir bajo el sol y que a veces me pongo
algo irritable. Lo que yo no sabía es lo despiadado que uno puede llegar a ser ante la
adversidad de ciertas situaciones. Y no creo exagerar; es posible que entienda a que me
refiero al final de este relato, aunque probablemente lo haga mucho antes.
Me desperté aquel día envuelto por una atmósfera seca y angustiante. Sentía que apenas
había descansado; mi mente, asfixiada por la incesante tensión, permanecía alerta en
todo momento y se negaba a abandonarse a un sueño que se hacía indispensable. Entre
todas las sensaciones que me agobiaban en el despertar, había una que prevalecía
categóricamente sobre las otras: el hambre. Hace mucho tiempo que era presa de sus
torturas, pero ahora la situación era alarmante; me estremecía al recordar que ya llevaba
3 días sin echarme algo a la boca. Lo último que había encontrado habían sido los
putrefactos restos de un pescado, el cual parecía haber sido desechado por otros
animales. Desde entonces había vagado por las calles en búsqueda del alimento que mi
cuerpo reclamaba desesperadamente, mas la suerte no me sonreía. La soporífera ciudad,
con sus fantasmales avenidas y su aire muerto, me daba la espalda una vez más.
Había perdido a mis hermanos poco a poco. Con el correr del tiempo, la crisis nos había
obligado a separarnos durante el día para ser más eficientes en la búsqueda, pues
moverse como un solo grupo reducía considerablemente las posibilidades de encontrar
algo para comer. De esta forma, junto con la salida del sol, la manada se separaba y cada
uno partía en dirección distinta al otro. Además de eludir los crecientes peligros de la
noche, la estrategia nos permitía explorar profundamente los barrios aledaños, todos con
sus sentidos alerta a fin de detectar el menor indicio de sustento. No era fácil la tarea,
pues debíamos competir con toda clase de animales para lograr obtener algo de valor. El
hambre ya no era el mal de unos pocos desafortunados, si no que se expandía como una
epidemia incontrolable y su látigo castigaba con cada vez más dureza a los habitantes de
la ciudad. La competencia por el alimento derivaba en rivalidades, y las rivalidades se
resolvían con violencia. Sin embargo, la discreción para trasladarse y la velocidad para
escabullirse de sus perseguidores son herramientas que los gatos sabemos utilizar de
manera notable, por lo que de una forma u otra todos lograban zafar de las amenazas.
Después de luchar sobre postes y cables, cada jornada culminaba con la hermandad
reunida en torno al botín. No lográbamos conseguir gran cosa, pero al menos durante los
primeros meses, el sistema nos había proporcionado lo necesario para subsistir.
Al llegar el cuarto mes de haberse iniciado la hambruna, esta se agudizó repentinamente
e hizo la situación insostenible. Pese a las obsesivas búsquedas, el alimento ya no
alcanzaba para todos y los cuerpos lo comenzaban a notar. Cada día que pasaba los ojos
se hundían más en las órbitas y las costillas se hacían más prominentes sobre nuestros
pechos. La desdicha se apoderaba de nuestros pensamientos, dando lugar a una serie de
preguntas que la sensatez no lograba responder: ¿Era justo seguir repartiendo la comida
entre todos, si las porciones no eran capaces de satisfacer nuestros requerimientos
mínimos? La distribución igualitaria nos llevaría invariablemente a una muerte por
inanición. Todos estábamos conscientes de ello, de la misma forma como sabíamos que
si los recursos se distribuían entre menos bocas, probablemente algunos lograríamos
sobrevivir. Las dudas, que se instalaban en nuestros corazones al mismo paso que el
hambre, fueron dando lugar a posibilidades, las posibilidades a teorías, y las teorías,
finalmente, se arraigaron como convicciones.
Dominados por la presión, los integrantes más fuertes nos congregamos y decidimos no
solo eliminar a los más débiles, sino que también devorarlos. De este modo, sin ningún
sentimiento de remordimiento o traición, mucho menos de estar haciendo algo anti
natural, cada semana nos aprovechábamos del sueño de alguno de nuestros pequeños
hermanos para asesinarlo. Lo engullíamos en el mismo lugar, frente al resto de la
aterrada manada, pues estos sabían que no podían competir contra nuestra superioridad.
Tampoco podían escapar; separarse de la manada hubiese significado renunciar a
cualquier opción de sobrevivencia. Solo podían esperar, aferrados a la esperanza de que
la resolución de la crisis se anticipara a su turno como víctimas de aquella fratricida orgía.
¿Me creían capaz de convertirme en un caníbal? ¿De devorar sin pudor a aquellas
débiles criaturas, sangre de mí sangre? Al igual que usted, yo jamás hubiese admitido una
atrocidad como esa dentro de mi corazón. Pero llega un momento en que ya no se trata
de lo que uno acepta o no. La perversidad más horrenda se encuentra profundamente
escondida, en lo más recóndito de nuestro ser; cuesta mucho que salga a descubierto,
pero una vez que se abre la caja que la encierra, les aseguro que ninguna clase de
crimen es suficientemente malvado.
De esta forma, desprovistos de la más elemental noción de nuestra naturaleza, nos
abandonamos al horrible ciclo de homicidios que ya les he descrito. Sin embargo, al poco
tiempo de iniciarse éste, algo extraño comenzó a suceder. Cada vez que un miembro de
la mitad abusada era aniquilado, también desaparecía un integrante del grupo que yo
lideraba.
“Lo debe haber apaleado algún humano al encontrarlo hurgando en sus
bodegas”, pensaba poco convencido. En el fondo, sabía bastante bien que mis
compañeros estaban capacitados para superar los ataques de cualquier animal que se les
enfrentara, sobre todo si el agresor era un humano. No lograba explicarme la causa de
aquellas desapariciones tan repentinas, por lo que la perplejidad dio paso rápidamente a
un creciente temor. Pero ese era solo el comienzo; desde el momento en que el primer
miembro de mi grupo no regresó al lugar acordado, cada asesinato que cometíamos hacia
los pequeños conllevaba al día siguiente una desaparición. Comenzamos a tomar todo
tipo de precauciones, organizándonos para evitar las amenazas de la ciudad, evaluando
los sectores más peligrosos y las horas de mayor riesgo para transitar. Pero a pesar de
todas las medidas adoptadas, pasaba el tiempo y la luna entrante me sorprendía con
cada vez menos cómplices a mi lado. La manada disminuía inexorablemente, doblegada
por la escasez, el crimen y el misterio.
Pese a seguir entorpecido por el sueño, me esforcé por evadir los tormentos con que me
intentaba castigar mi memoria. No me resultaba difícil, pues mis actos nunca lograron
hacerme sentir remordimiento ni nada similar. Las privaciones parecían haberme
transformado, pero los recuerdos no se daban por vencidos e intentaban conmover mi
corazón, justo cuando se cumplían 3 semanas del fin de mi familia. El siniestro plan urdido
entre los integrantes más poderosos de la manada había terminado de la misma forma a
como había empezado: bajo la sombra de la traición. La secuencia de crímenes y
desapariciones terminó por dejarme con vida junto a un integrante del grupo dominante y
a uno del grupo compuesto por los más débiles del clan. Mientras la inofensiva víctima
temblaba de terror, acordé con mi cómplice matarlo sin demora y compartir su carne. Le
cortamos el pescuezo entre ambos, pero mientras comenzábamos a despellejarlo, una
irreprimible exacerbación de egoísmo y crueldad se apoderó mí. Con el objetivo de no
tener que compartir al animal sacrificado, saqué mis garras y le rebané el cuello a mi
último hermano.
Un profundo y calcinante odio hacia todo lo que me rodeaba había comenzado a
incubarse en mi interior desde la primera ejecución. Pero ahora, al enfrentarse a la
soledad, se había vuelto incontrolable. Abandoné las conservadoras rutinas que me
hacían serpentear entre callejones y túneles, y decidí enfrentarme al descubierto con las
anchas avenidas. Para mi sorpresa, la población original de la ciudad había disminuido
drásticamente. El hambre erosivo y violento se había apoderado finalmente de todos los
animales, conduciéndolos vertiginosamente al mutuo exterminio. Los perros, torpes e
ingenuos frente a la adversidad, habían sido los primeros en perecer. La mayoría de las
palomas
habían
volado
muy
lejos
y
las
ratas
parecían
haberse
esfumado.
Misteriosamente, tampoco había indicios del resto de los gatos de la ciudad; me costaba
muchísimo creer que la población felina en su totalidad hubiese sucumbido ante la
desgracia. Los únicos que se mostraban abiertamente eran los buitres, quienes
sobrevolaban el cielo agrupados en grandes bandadas, al acecho de los moribundos que
se rendían ante el calor.
Las horas pasaron sin novedad, extendiendo a cuatro los días que llevaba sin comer.
Pensaba que podría aguantar uno o dos días más en ese estado; había demostrado tener
una excepcional resistencia a la falta de alimentos, pero la acidez de la rabia que me
poseía desde las últimas semanas me degastaba de manera mucho más violenta. Pese a
que la noche comenzaba a asomarse por las calles, seguía recorriendo la desgraciada
ciudad. Había entrado en el primer piso de un edificio en ruinas, y me encontraba
registrando minuciosamente un cúmulo de basura en medio de los escombros. Otro lugar
desolado, sin indicios de vida o comida. El polvo que flotaba en el ambiente me impedía
respirar bien y me enceguecía, por lo que las escazas esperanzas de éxito que me había
inspirado el lugar al verlo desde la calle, empezaron a desvanecerse rápidamente.
De pronto, justo cuando ya había decidido abortar la misión, sentí ese olor que todos los
de mi especie nacen reconociendo. Ese olor húmedo, sucio, concentrado y enemigo, que
de inmediato hace a nuestros corazones acelerarse, a nuestras pupilas contraerse y a
nuestros músculos tensarse al máximo, en preparación para dar inicio a la obligada
persecución. Mi mente se quedo en blanco. Hace muchísimo tiempo que mis sentidos no
me reportaban una información de tal magnitud. Me esforcé al máximo por dominarme y,
haciendo uso de mi natural talento para desplazarme sin ser percibido, enfilé el rumbo
hacia el lugar que mi olfato me sugería como destino. No parecía estar muy lejos de mi
objetivo. Me encaramé ágilmente sobre el montículo de piedras que me separaba del
resto de la habitación y me dirigí hacia la puerta más cercana. Aceleré el paso, temiendo
desperdiciar una oportunidad impensada. Sabía que el factor sorpresa me había hecho
perder el control de mí mismo por varios segundos, los que podían significar el fracaso
total. Mi corazón latía con más fuerza sobre mi enflaquecido pecho, mientras la excitación
le devolvía el vigor a unas patas que hace mucho no se veían enfrentadas a una tarea tan
importante. Trepé por las escaleras a toda velocidad sin producir el más mínimo ruido,
sintiendo que los escalones eran los suaves colchones que antecedían al trono del
desquite y la satisfacción. Cuando ya había subido varios pisos mi instinto me ordenó
interrumpir el ascenso y adentrarme en el nivel en el cual me encontraba. Me deslicé
entre las paredes caídas y, tras subirme a un enorme y viejo mueble que me cerraba el
paso, mi cuerpo se quedo tieso como una estatua grisácea y desteñida.
Una enorme, peluda y apetitosa rata se encontraba en la esquina de la habitación, a
pocos metros del guardarropa de madera sobre el cual había saltado. Sentí que mi
corazón se detenía. ¡Cuánto tiempo de horribles privaciones había soportado! Meses y
meses de búsquedas y frustraciones, atormentado por un apetito lacerante. Pero ahora el
destino parecía recompensar mi perseverancia, regalándome el más suculento manjar
que pudiese desear. La miraba fijamente, pero la rata no daba ningún indicio de estar
alerta. Analizaba el rincón de la pieza con su larga cola deslizándose a ras de piso,
mientras los enormes bigotes parecían aletear a cada movimiento de su cabeza.
Me preparé a dar el salto, con las garras listas para degollarla. Pero la rata, haciendo
gala de un oído tan privilegiado como el mío, solo necesitó escuchar la flexión de mis
rodillas para percatarse de que algo andaba mal. Con la fugacidad de un relámpago giró
sobre sus pies y se abalanzó sobre la puerta, sin ni siquiera detenerse a identificar al
intruso. Pese al imprevisto, tuve la agilidad mental suficiente para lanzarme en el mismo
instante a la persecución escaleras abajo. La rata espantada chocaba con las paredes, se
tropezaba, rodaba una y otra vez, pero seguía corriendo a una velocidad asombrosa,
mientras mis amenazantes garras alcanzaban incluso a recortar su pelo. Bajamos
escaleras como si fuesen escalones, ingresamos al salón, sorteamos los escombros en
su interior y nos precipitamos por la puerta de salida. Todavía líder de la carrera, la rata se
asomó al exterior y torció a mano derecha. Unos metros más allá había una intersección
con otra calle. Se exaltó aún más al pisar el asfalto, como si sólo le bastase un último
esfuerzo para librarse de mí. Poseído por el miedo a perder una oportunidad única, justo
cuando la rata ya doblaba por el cruce de calles, di un último salto. Sentí mi garra
deslizándose a lo largo del cuerpo enemigo, cortando su piel como si de una suave tela se
tratase. Di vuelta a la esquina a toda velocidad, enceguecido por la saciedad inminente.
Mas al enfrentarme a la calle que ahora se abría, mi cuerpo se detuvo súbitamente.
Donde esperaba ver a una rata moribunda y entregada, solo veía una cola escurrirse
precipitadamente entre las rejillas del alcantarillado.
Mi mente se nubló como nunca, presa de una tormenta que enfrentaba los más radicales
impulsos y pensamientos, debatiéndome entre el apego a la vida, la desesperación y el
miedo a lo desconocido. ¿Entrar al alcantarillado? Cuántos mitos, cuántas historias de
muerte y perdición había escuchado sobre aquellos tenebrosos túneles que drenaban la
ciudad. Señalado como el único lugar prohibido para los gatos, sus puertas representaban
un incuestionable punto de término para cualquier clase de cacería.
Sin embargo, la cuestión ya no se podía zanjar en base a prejuicios, creencias o temores.
El pánico al abismo que se cernía bajo mis pies se enfrentaba a un irreprimible impulso
que me empujaba en pos de la rata. Ya no podía ignorar por un segundo más la imperiosa
necesidad de satisfacer el hambre. No había tiempo para pensarlo. Con la prudencia
pisoteada por el desatado instinto de supervivencia, sin ningún control de mi cuerpo, mis
patas me impulsaron a arrojarme al interior de aquel mundo desconocido.
Caí, naturalmente, de pie. Sin embargo, la fuerza del impacto fue tal que al tocar el suelo
sentí un terrible dolor en una de mis patas traseras. Intenté incorporarme, pero el ardor en
la extremidad me dejó postrado en mi primer intento. Levanté mi cabeza en dirección al
lugar desde el cual había saltado, pero ver un diminuto y lejano orificio de luz en la altura
me hizo comprender que no había vuelta atrás. Esforzándome por sobreponerme a la
evidente fractura de mi pata, reparé en el lugar en el que me encontraba. Mi cuerpo
estaba inmerso hasta la mitad en una espesa acumulación de fecas y desechos, mi olfato
soportando el olor más intenso y repugnante que hubiese sentido. La oscuridad era casi
absoluta, solo atenuada por los débiles rayos que se escurrían entre las rejillas sobre mi
cabeza, a muchos pies de altura. Desde el primer momento fui invadido por esa
aterradora sensación de estar siendo observado por miles de ojos. No sabía por quien ni
por cuantos, pero entre todos los pensamientos que se arremolinaban en mi interior, era
imposible evitar sentirme acosado por aquella inexplicable percepción. Un absoluto e
inescrutable silencio reinaba en el lugar. El arrojo de mi instinto me dejaba marginado en
las desoladas profundidades de la ciudad, hambriento, inválido y enceguecido por las
impenetrables tinieblas.
Un agudo chillido me sacó rápidamente del estado en que me encontraba. Era la rata, no
cabía duda. Pese a sentirme medio muerto, recordé el propósito de mi situación.
Cojeando y luchando contra la resistencia de esa adherente sustancia que parecía lodo,
logré comenzar avanzar hacia el lugar del cual parecían provenir los gritos. No veía los
límites de la caverna, por lo que sin ninguna referencia más que la auditiva, comencé a
correr hacia mi objetivo. Conocía muy bien ese aullido; era el lamento del animal
moribundo que entrega sus últimas energías antes de abandonarse al destino. Me
apresuré. No aguantaba el éxtasis de hundir mis dientes en aquel cuerpo escurridizo. Mi
corazón latía con más fuerza que nunca, golpeando las costillas como el martillo de un
herrero al caer sobre el metal. La profundidad de mi respiración me ensordecía, y mis
pupilas dilatadas al máximo de poco me servían al adentrarme en un pasillo en el cual ya
no quedaba ningún rastro de luz.
Manipulado por la desenfrenada excitación, no me daba cuenta de que me sumergía más
y más en las raíces de la ciudad. A medida que avanzaba, mi paso se iba entorpeciendo
por lo que parecían ásperas piedras de diferentes formas y tamaños, las que se hicieron
cada vez más abundantes hasta terminar reemplazando el barro putrefacto. No obstante,
las irregularidades del piso y la pata herida no eran estorbo para mi implacable
determinación. Los chillidos de la rata azuzaban mi cruel apetito y lo mantenían
imperturbable en su trayecto por los húmedos corredores. Finalmente, cuando la tensión
ya era casi insostenible, escuché como el sonido que perseguía se hacía más nítido y
cercano. Trastabillando sobre el piso, corrí al fondo, bajé por una depresión de la galería y
torcí mi camino por última vez. Frente a mí, todavía a lo lejos, había un círculo de luz
reflejado en el suelo. La rata malherida yacía en su interior, retorciéndose de dolor.
Al aproximarme, los frenéticos chillidos de la rata se tornaron insoportables, como si
buscasen aplacar mi voluntad asesina. Parecía que el túnel se dilataba, y en la altura
apareció el foco de luz que envolvía al fugitivo. La iluminación parecía venir desde miles
de pies sobre mi cabeza, pues la persecución me había conducido a lo más profundo de
los laberintos subterráneos. La oscuridad, solo interrumpida por aquella exigua
luminosidad, me hacía imposible determinar los límites de aquella mazmorra perdida.
Había dejado de correr. Me acercaba paulatinamente a mi presa, con los ojos fijos en ella.
De pronto, cuando solo nos separaban un par de metros, un repentino escalofrío me
detuvo. La rata que tenía enfrente, que hasta hace un momento yacía retorciéndose de
dolor, emitía otra clase de chillidos, más agudos, rítmicos y desagradables. Los
desconcertantes sonidos cortaban el aire mientras su cuerpo ya no manifestaba rastro de
sufrimiento, si no que se agitaba compulsivamente en lo que parecían sádicas
contorsiones de risa. La rata, con su cara desfigurada por unas muecas macabras, se
burlaba extasiada.
El pánico se apoderó de mí, mientras un espeluznante presentimiento se infundía en mi
mente. Comencé a retroceder, pero mi pata rota se enredó entre aquella suerte de
piedras que cubría el lugar. Intenté deshacerme del escollo a toda prisa, pero cuál sería
mi expresión al ver que la pata no estaba atorada en ninguna clase de piedra, si no que el
estorbo consistía en un manojo de huesos de distintos tamaños. Agudicé la vista al
máximo, y descubrí que el piso que me sostenía no era más que la acumulación de
cientos de cadáveres de gatos. Horrorizado, comprendí que llevaba mucho tiempo
corriendo sobre los restos de mis hermanos, solo para dirigirme ingenuamente a la
emboscada que ahora nos reunía. Semana a semana, mis perversos compañeros habían
caído sistemáticamente en el mismo engaño del cual ahora yo era víctima. Aquel
cementerio subterráneo explicaba todo, erigiéndose como la última morada de todos los
gatos desaparecidos de la ciudad. Sentí mi cuerpo helado. Con un gran esfuerzo,
lentamente, levanté mi cabeza, apreciando como el recientemente oscuro túnel se había
convertido en una inmensa bóveda atiborrada de millones de ojos movedizos y saltones
en sus paredes. A lo lejos, unas desquiciadas risas de triunfo se acercaban, mientras el
suelo se comenzaba a agitar por las pisadas de los feroces roedores.
Antes de dar el último suspiro, con la extraña paz que adquiere quién asume su
sentencia, me fijé por última vez en la rata que con tanto esfuerzo había perseguido. Sus
pequeños y diabólicos ojos me miraban desorbitados por una euforia enloquecida,
mientras dirigía maliciosamente la orquesta de gula y subversión que se cernía sobre el
derrotado cazador. Parecía estar restregándome una mofa guardada con paciencia, pero
que a la hora de consumarse la trampa, se liberaba triunfante sobre la miseria marchita.
“Corrupto”
Felipe Turner Ruiz-Tagle
19513380-8
Medicina U. Andes
Cel: 99376607
Descargar