Presentación del libro El mundo en vísperas. Filosofía y conciencia histórica (Buenos Aires, Biblos) de Augusto Pérez Lindo Senado de la Nación, 15/11/2012 Por María José Rossi Augusto comienza diciendo que este libro le provocó angustia. Atrapada todavía por la potencia de estas palabras, raras en él, mientras pegaba una ojeaba general al libro sin poder pasar todavía de esas primeras líneas, me acuerdo que pensé, ¡qué productiva puede ser la angustia! Es que ni la zozobra, ni las peripecias de un país siempre en llamas, ni la fuga a un exilio involuntario lograron quebrantar esa voluntad, a esta altura, diría, casi obstinada, de Augusto, de componer mapas del mundo. Una cartografía del mundo contemporáneo: así resumiría la esencia de este libro. Como lo es el de muchos otros que compuso Augusto a lo largo de su productiva vida. Tal vez habría que ver en esta capacidad de figurarse un mundo, una clave para fugarse (¡una vez más!), aunque por supuesto no de manera escapista, de las turbulencias e incertidumbres que suelen acechar nuestra existencia, sobre todo en este, nuestro país. Pero acaso este libro sea, y esto para sentar una diferencia con los otros, el más personal, el más confesional, de Augusto, sobre todo si uno se detiene en el cap. 1, que es el que le da el título al libro, y en el que se ve que esta cartografía tiene sus primeros esbozos en una historia de vida. Y lo digo con conocimiento de causa. Yo recuerdo a Augusto desde que tengo uso de razón. Y antes también. Recuerdo las tardes de truco en casa de mis viejos, y las citas en latín que se intercalaban entre los envidos y los quiero vale cuatro. Recuerdo que se hablaba de filosofía y de matemática. Y responsabilizo en parte a esas charlas que pescaba sin entender demasiado el nacimiento de mi propia vocación filosófica. Había tardes de verano en las que se oían los chapuzones de los que se tiraban al agua en las piletas de las quintas vecinas mientras que en el jardín de mi casa, en la que no había pileta, se hablaba de Sartre y de la dialéctica. ¿Qué manera de perder el tiempo, no? Digo, los que se recreaban en la pileta. Porque para mí era una fiesta, una hermosa aventura. El movimiento del espíritu era mucho más atractivo que el de unas simples brazadas, y aventajaba con creces la quietud de unos cuerpos tendidos a un sol que todavía no quemaba. Pero después vino el exilio, y el fin de las largas tardes de verano. Llegó la incertidumbre. O esa tensa calma que precede a las tormentas. El haz de espada que pone fin a la partida. Que corta vidas y sesga muchas ilusiones. Y vino, efectivamente, la partida. Pero también, con la partida, empezaron los primeros esbozos y los itinerarios que iban a encontrar su cauce necesario en los libros (Universidad, política y sociedad, Mutaciones, Nuevos paradigmas y filosofía, Acción e inercia social, y tantos otros). Los libros como resultado de una necesidad, por decir así, de inventariar lo que pasa para que la historia no nos pase por encima sin saber qué pasa, sin saber dónde estamos parados, sin que se pueda al menos hacer algo. Porque libros como este no quieren sólo ser el mapa de ruta del transeúnte de la historia. O la brújula que nos indique dónde está nuestro norte. Lo que quieren es (y me consta, además, por su historia de vida, por la hoja de ruta de este filósofo viviente que es Augusto) incidir en el curso de las cosas humanas, crear conciencia política, mostrar una filosofía comprometida, intervenir en educación. Confieso que uno de los libros que más me influyó fue de los primeros, Universidad, política y sociedad. El capítulo 7 lo resume de alguna manera (por eso este libro sería de alguna manera el libro de todos los libros). Universidad, política y sociedad habla de la necesidad de articular la universidad con la esfera empresaria, con la política, con la sociedad civil. Y esa fue también la constante del Augusto-docente, además del Augusto-escritor: anclar la filosofía a este mundo, vincularla con las cuestiones ecológicas, con los adelantos científicos, con los desafíos éticos que plantea la realidad contemporánea. Contra la tendencia de los filósofos a habitar el mundo metafísico y quedarse allí, que ya Platón decía que era lo que no había que hacer, las clases de Augusto se parecían mucho a este libro, en el sentido de hacer arraigar a la filosofía en su suelo, antes que en el cielo. Por eso, hablando de filiaciones platónicas, una de las claves ‘secretas’ del autor para anclar la filosofía a su suelo es tener contacto con lo que la gente dice, con lo que piensan nuestros contemporáneos. Y es que el autor de este libro se nutre, literalmente, de las conversaciones que mantiene con la gente. Más allá de la extensísima bibliografía que sirve de base a estas páginas, la escucha es una de sus fuentes más importantes. “Filósofos del naufragio” llamó una vez a un grupo que armó con arquitectos, artistas, escritores y pensadores de toda la cancha, por así decir. Algunas de estas voces del naufragio se dejan oír entrelíneas, cuando las letras dejan de amontonarse y se hace un claro en el texto. O es lo que oigo yo, un murmullo apenas audible, porque es cierto aquello de que es el lector el que completa siempre un texto. Una vez reconstruida la génesis, una vez que se ha tenido la insolencia de invocar tramos de la vida, momentos de inspiración, fuentes secretas en las que abreva el autor, quizá sea la hora de hablar un poco más del espíritu de este libro. Esquivo a las puras abstracciones, tal vez lo anime una ilusión profunda: la de cubrir toda la realidad por la mención exhaustiva de corrientes de pensamiento, de creencias, de maneras de hacer política. Es la ilusión del nombre: por eso es importante saber si nos llamamos latinoamericanos, suramericanos o iberoamericanos. Que es una interesante discusión que mantiene en el capítulo 6, o al menos uno de los que más me interesó a mí, que heredo un grupo de investigación que se inició, precisamente, con el autor de este libro, y que se halla abocado en este momento al pensamiento latino-ibero-suramericano (después de la lectura de este capítulo no sabría decidirme por alguno de esos nombre en particular, aunque para el autor tenga que ser suramericano). Pero no sólo es la ilusión del nombre: es la ilusión del nombre asociado a la cosa, del nombre adecuado, es la convicción de que la palabra justa y la enumeración completa nos van a ayudar a salir del atolladero. En ese sentido el autor y este libro son hijos legítimos de la episteme del siglo XVII que tan bien supiera describir Foucault; son hijos de Descartes, de esa época en que lo que cuenta es lo que se puede ordenar, conforme con un criterio y con una medida. Y esto no sólo es muy loable sino que es muy útil. Hace falta tener un pensamiento muy panorámico y a la vez muy empírico para enlazar en una misma red el mundo todo en su complejidad y en sus mutaciones. Pero la empresa nos dejaría un poco afuera si tras este afán de cubrir toda la realidad con el compendio de las categorías y las nominaciones, no vislumbrásemos un intento por salir de la planicie de las ideas. O al menos esa es la actitud con la que interrogué el texto aún sin saberlo de entrada, con que lo forcé a salir del embrujo de las clasificaciones. Y esta salida que se dibuja es la de un velado, o no tan velado, pragmatismo. Un pragmatismo activo, que el autor llama, en el capítulo 5, ‘accionalismo’. Aquí se nota que es hijo de Sartre. Y lo dice sin ocultar filiaciones: “El accionalismo se opone al sustancialismo de los conceptos. En este sentido, sigue vigente la afirmación de Sartre en El existencialismo es un humanismo: no hay naturaleza humana, el ser humano no nace sino que se hace” (p. 147). Ya, entonces, desde la apuesta al accionalismo que se invoca cuando se habla de ideologías y de conocimiento, a la agnosis politeísta en materia religiosa, todo esto marca una tendencia: que en las vísperas o en las postrimerías, que en la proximidad o en la lejanía de los tiempos, en un mundo que es esencialmente contingente, en el que las elecciones son aleatorias, siempre conviene tener una pata en la realidad y una antena bien afinada para poder actuar. Que el desafío del pensamiento es plantearse problemas y también salir de los problemas. Y para esto hace falta coraje, sensatez, sentido común. Hay algo que quisiera agregar sobre el final. Se dice que eran “las cinco menos cinco” cuando se inventaron los dioses monoteístas y la escritura, cuando la época moderna descubrió la virtualidad, cuando se proclamaron los derechos humanos en vísperas de la revolución francesa. Leo un párrafo que me conmovió especialmente: “Cayeron los colonialismos. Eran las menos cinco. Cayeron los muros de Berlín. Eran las menos cinco. Nace Internet. Son las menos cinco. Renacen las religiones, triunfa el individualismo. Son las menos cinco. Crece el fundamentalismo terrorista. Son las menos cinco. La cultura machista entra en crisis. La emancipación de las mujeres se propaga. Son las menos cinco” (p. 21). O sea que siempre faltan cinco para las cinco. Es cierto que hay épocas que, retrospectivamente, parecen marcar hitos. Pero en el tiempo presente siempre nos faltan cinco. Siempre falta para lo que parece que tiene que llegar. Siempre falta. Lo que no faltan, si es que estamos atentos, son ocasiones como éstas que nos da la oportunidad de agradecer, de celebrar y de desear seguir pensando, junto con, contra con, los que alimentan a cada rato ese deseo. Gracias, Augusto, no sólo por este libro, gracias por las tardes de verano en que se hablaba de filosofía y se jugaba al truco.