discurso - Universidad Pontificia Comillas

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LA REALIDAD POLÍTICA DE AMÉRICA LATINA
Óscar Arias Sánchez
Ex Presidente de Costa Rica
Cátedra de América Latina
Universidad Pontificia Comillas / ICADE
Madrid, España
13 de abril de 2015
Su Majestad Don Juan Carlos de Borbón; estimados Rector Magnífico don Julio
Martínez, Doctor Enrique Iglesias; distinguidas autoridades; amigas y amigos:
¡Dichoso el peregrino cuya ruta conduce a la casa de un viejo amigo! ¡Dichoso el
viajero que, cubierto por el polvo del camino, reconoce los trazos de la calle tantas veces
recorrida, los faroles que iluminan el umbral que lo espera, el aldabón que convoca a la
puerta al compañero de luchas y el abrazo fraterno que lo invita a ocupar un espacio
junto a la hoguera!
Vuelvo a España como tantas veces en el pasado, como el caminante que anhela
la espléndida hospitalidad de un amigo que los años han convertido en hermano. Aquí
he vivido días de maravillosa dicha y recompensa. He vivido también momentos de
angustia y desazón. Pero nunca he sido víctima de la apatía o de la indiferencia. Desde
el improbable proyecto de la paz en Centroamérica, al que España se unió con
entusiasmo joven e idealista, hasta las más recientes cruzadas por la consolidación
democrática en América Latina, la protección de los derechos humanos y el control del
comercio global de armas, España ha sido siempre un aliado sincero de las causas del
pueblo de Costa Rica, que son las causas a las que he dedicado mi vida.
Una conversación entre amigos, luego de una temporada sin verse, inicia siempre
con un recuento. Lo primero es contarse qué hay de nuevo, qué ha pasado desde la
última visita. Y ese recuento lleva, inevitablemente, a la más importante y delicada tarea
de reflexionar sobre el estado general de las cosas – la discusión sobre cómo estamos,
más allá de lo que nos ha ocurrido. Hoy quisiera dividir mi intervención de esa manera:
refiriéndome primero a algunos acontecimientos recientes en América Latina y pasando
luego a una conversación de mayor perspectiva, sobre el rumbo general que denota la
región.
No es mi intención soslayar la importancia de eventos particulares en
cualesquiera países de América Latina: de la terrible situación de inseguridad en algunas
partes de México; de los escándalos políticos que sacuden a los gobiernos de Argentina,
Chile y Brasil; de la inestabilidad social que experimentan ciertas regiones andinas; del
naufragio político y humanitario que atormenta al pueblo de Haití. Sin embargo, esta
noche quiero enfocarme en cuatro acontecimientos recientes que constituyen, en mi
opinión, cambios sustanciales que alteran el balance de poder regional, inciden en la
agenda del hemisferio y demandan la atención de quien se encuentre interesado en el
futuro latinoamericano. Me refiero a los acontecimientos en Cuba, en Colombia, en
Centroamérica y en Venezuela.
El histórico anuncio del acercamiento entre los gobiernos de Cuba y los Estados
Unidos, el pasado mes de diciembre, tendrá efectos que se sentirán más allá de los
confines de la pequeña isla caribeña. El proceso será largo y encumbrado. Es improbable
que observemos un levantamiento del embargo en el corto plazo, pero el relajamiento
de las restricciones relativas al turismo y la inversión tendrá consecuencias positivas
para el desarrollo económico de Cuba y, quizás, para su apertura política, aunque esto
no está garantizado.
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El proceso tiene consecuencias para la región en varios frentes: primero, socava
los argumentos de una retórica antiimperialista que tenía en el caso de Cuba su perla
discursiva. En el aislamiento por parte del gobierno estadounidense muchos
encontraban –con razón- prueba de la inconsistencia en la política exterior de los Estados
Unidos y de la necesidad de conformar bloques regionales que excluyeran al país
norteamericano. Para otros, la capacidad de supervivencia del régimen castrista
demostraba la viabilidad política y económica de la autarquía. Independientemente de
que se acepte el parentesco, la revolución cubana es la bisabuela de otros movimientos
de izquierda en Latinoamérica que, aunque más modestos, han utilizado argumentos y
técnicas adoptadas y reformadas del ejemplo cubano. Esos argumentos aislacionistas y
antiamericanos pierden poder en las circunstancias actuales.
El restablecimiento de relaciones diplomáticas con los Estados Unidos también
acerca a Cuba a los demás países latinoamericanos y debería someterlo a nuevos
estándares. Durante más de medio siglo, los acontecimientos en la isla han sido
abordados bajo un velo de excepcionalidad derivado de su estatus especial, de su
condición de país suspendido del sistema interamericano y durante muchos años
separado diplomáticamente de otras naciones de la región. La plena reinserción de Cuba
a la dinámica multilateral, subregional y bilateral debería llevar aparejada una discusión
más franca sobre la situación de los derechos humanos bajo el régimen del Partido
Comunista, en particular la situación de los presos políticos y el ejercicio de la libertad
de expresión. Eventualmente, esa conversación debería abordar la necesidad de abrir el
régimen a la competencia política.
Como dije, esto último no está garantizado. El gobierno cubano ha evitado hacer
promesas de cambio en su política interna, al menos públicamente. Las presiones, sin
embargo, se irán acumulando. A la duda sobre la sucesión política después de los Castro,
se suma la existencia de un partido hegemónico anquilosado, cuya conexión con el
pueblo depende de la existencia de líderes carismáticos cada vez más escasos. Incluso si
el Partido Comunista, apoyado por las fuerzas armadas, logra navegar una transición
política en una era post-Castro, es de esperar que mayores grados de libertad económica
y empresarial traigan consigo exigencias sobre la clase política. Irónicamente, puede que
observemos en Cuba la aplicación de una de las principales lecciones de Marx: que los
cambios económicos tarde o temprano llevan aparejados cambios en las estructuras del
poder. El tiempo solo determinará los efectos del proceso de reforma. Parafraseando a
Silvio Rodríguez, no sabemos si nos “espera el ahora o el todavía”, si el futuro de Cuba
habrá de alcanzarnos con pausa o con prisa. Yo espero que la decisión de diciembre se
convierta en el punto de giro hacia la democratización de la isla.
El segundo acontecimiento que deseo comentar es el avance en las negociaciones
de un Acuerdo de Paz en Colombia. Este conflicto armado, uno de los más largos y
sangrientos de la historia latinoamericana, parece estar llegando a su fin, en medio de
un largo proceso de conversaciones en La Habana. Las encuestas demuestran que la
población colombiana oscila entre la esperanza y la suspicacia, entre la ilusión y el recelo
ante los resultados de las negociaciones. Esto se debe al desgaste de un proceso que ha
durado ya más de dos años, a la polarización y politización en torno a algunos de los
temas álgidos de las conversaciones, a la desconfianza frente a las promesas de las
Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el rechazo a su participación
política, y a la dificultad para aceptar los términos de una posible amnistía en un
conflicto que registra miles de víctimas.
La decisión debe adoptarla soberanamente el pueblo colombiano. Por mi
experiencia en Centroamérica sé que, cuando se trata de negociar la paz, no existen
acuerdos perfectos ni fórmulas mágicas. No hay garantías ni planes a prueba de fuego.
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Lo que hay es un compromiso con la vida y la convicción de que la paz, incluso la paz
imperfecta, es siempre preferible a la guerra.
Yo estoy convencido de que la paz en Colombia no sólo es posible, sino que
merece todo el respaldo de la comunidad internacional. Este puede ser el fin de una
sangría de medio siglo, el inicio de una era sin precedentes en el desarrollo de un país
que tiene el potencial de asumir un mayor rol político y económico en Suramérica. Es
necesario que prestemos atención durante los próximos meses, y es aún más necesario
que no perdamos interés en los próximos años. El establecimiento de una paz duradera
en Colombia depende de un acompañamiento paciente y meticuloso, que no sólo
procure silenciar las armas sino que aborde las causas que llevaron a la violencia.
Este es un aprendizaje doloroso del caso centroamericano. El Plan de Paz
contenía un apartado dedicado a la consolidación democrática de la región y a la
promoción del desarrollo humano. Sabíamos desde entonces que el hambre recluta
tantos soldados como la ideología. Sabíamos que la injusticia y la desigualdad abismal
constituían una amenaza a la seguridad nacional. Sabíamos que los jóvenes que no
encuentran trabajo en una empresa, siempre encontrarán espacio en una pandilla; que
las familias que no encuentran protección en los jueces y en la policía, buscarán
protección en los carteles y en las bandas criminales; que aquellos que no se sientan
valorados y respetados como miembros de una comunidad política, buscarán sentirse
valorados como miembros de una comunidad delictiva.
Quien visite ahora los países que componen el Triángulo Norte (El Salvador,
Guatemala y Honduras) puede corroborar, con tormentosa claridad, que la ausencia de
guerra no quiere decir, automáticamente, la consolidación de la paz. Es bien sabido que
algunas ciudades centroamericanas experimentan tasas de homicidio superiores a zonas
de combate.
La combinación entre inseguridad, pobreza y falta de oportunidades motivó una
de las peores crisis migratorias que se hayan observado en el hemisferio en los últimos
años: la crisis de los menores no acompañados. En el 2014, y por primera vez desde que
se lleva registro de la nacionalidad de los indocumentados detenidos en la frontera sur
de los Estados Unidos, los migrantes centroamericanos excedieron a los mexicanos en el
afán por ingresar ilegalmente a los Estados Unidos. Más de 50.000 de estos migrantes
detenidos eran niños y adolescentes provenientes del Triángulo Norte, enviados en un
terrible viaje en tren y autobús, atravesando desiertos, sufriendo maltratos,
exponiéndose a riesgos que oscilan desde la esclavitud, la prostitución y la inanición,
hasta la muerte. Sólo la más absoluta desesperación puede explicar la voluntad de estos
menores, y de sus familiares, de invertir sus eximios recursos para cubrir el costo de un
éxodo infernal con tan bajas probabilidades de éxito.
¿Qué es esto sino un ejemplo de desplazamiento forzado por causa de un
conflicto armado? Los países del Triángulo Norte centroamericano demuestran que el
fracaso en elevar las condiciones de vida de los pueblos, en un escenario post-conflicto,
produce condiciones que amenazan no sólo la seguridad interna de estos países, sino
también la estabilidad de toda una región. La pobreza y el temor no necesitan pasaporte
para viajar. No requieren sellos, ni visas. No los detienen muros, ni cercas electrificadas.
El istmo centroamericano requiere ayuda urgente de la comunidad internacional, no
sólo por razones políticas, o razones económicas, sino por razones humanitarias. En el
plano inmediato, es urgente asegurarnos que los niños y los jóvenes que son detenidos
intentando ingresar ilegalmente a otros países reciban un trato acorde con su dignidad
y acorde con su condición de menores de edad. En el mediano y largo plazo, es
indispensable canalizar toda la cooperación financiera y técnica posible, a fin de
fortalecer la capacidad del Estado en estos países y contribuir en la lucha inteligente,
estratégica y concertada, contra el crimen organizado. Para este fin, el Gobierno del
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Presidente Barack Obama ha enviado recientemente un proyecto al Congreso de los
Estados Unidos, destinando mil millones de dólares a los países centroamericanos.
Sé bien que la situación fiscal actual de casi todos los países del mundo hace
difícil un aumento drástico de la cooperación internacional. Sé bien que los problemas
en Centroamérica coinciden con crisis en Siria, en Iraq, en Nigeria, en Somalia, en Yemen
y en tantos otros lugares sacudidos por la guerra, por el terrorismo, por la enfermedad
o por los desastres naturales. Sin embargo, también sé que la política es el arte de definir
prioridades. Una reducción modesta del gasto que actualmente dedican muchos países
a aparatos militares excesivos puede aliviar no sólo la pobreza extrema en
Centroamérica, sino en el mundo. En el año 2013, el gasto militar global ascendió a 1.75
trillones de dólares, según cifras de SIPRI, mientras Jeffrey Sachs ha estimado que se
necesitan unos 175.000 millones de dólares anuales para erradicar la pobreza extrema en
el mundo. No podemos permanecer impasibles cuando los gobiernos del orbe se reúsan
a reducir sus millonarias compras de aviones, helicópteros y misiles mientras un sexto
de la población mundial padece hambre.
Hay también otras formas, más sutiles, de contribuir al mejoramiento de las
condiciones de vida de los centroamericanos. Una de las más obvias es detener el flujo
de armas pequeñas y livianas que pasa impunemente a manos de las maras y los carteles
que operan en la región. Para alcanzar este objetivo, durante mi segunda administración
Costa Rica presentó ante la Organización de las Naciones Unidas el proyecto para el
Tratado sobre el Comercio de Armas (o ATT, por sus siglas inglés), que entró en vigencia
el 25 de diciembre del año pasado gracias al apoyo abrumador de los países que integran
la Asamblea General de la ONU, incluida España.
Agradezco el apoyo del gobierno español y agradezco también la atención que
España ha prestado a los acontecimientos recientes en Venezuela, el último país al que
quisiera dedicarle una mención particular. Muchas veces he dicho que es incorrecto
afirmar que Venezuela equivale a una dictadura, pero cada vez resulta más evidente que
también dista mucho de ser una democracia plena, en los términos poliárquicos
planteados por Robert Dahl.
Desde sus inicios, el régimen chavista se sostuvo sobre la aparente estabilidad de
dos pilares: la popularidad de su líder, o la “autoridad carismática” de la que hablaba
Max Weber, y el desempeño de la economía, derivado en gran medida del precio
internacional del petróleo. Ambos pilares se han venido derrumbando en los últimos
meses, con los índices de aprobación de Nicolás Maduro en el nivel más bajo desde el
ascenso al poder del chavismo, y el precio del petróleo oscilando alrededor de los 50
dólares por barril de crudo, por debajo de las peores predicciones del gobierno
venezolano para el año 2015. La corrupción, la inflación rampante y la pérdida de
productividad como consecuencia de ruinosas distorsiones de mercado, se han
combinado para arrojar un panorama de escasez y desabastecimiento.
Yo dudo que Nicolás Maduro crea incluso parte de la versión que ha intentado
venderle al pueblo venezolano, proponiendo la existencia de una conspiración
internacional para derrocarlo, orquestada en un triple eje conformado por Estados
Unidos, Colombia y España. Dudo que genuinamente crea que la falta de artículos de la
canasta básica en los supermercados se deba a una “guerra económica” librada en su
contra por los empresarios del mundo unidos. Por el contrario, creo que sus
declaraciones forman parte de un ejercicio cada vez más retorcido del poder, en donde
el régimen provee explicaciones imposibles de creer, pero castiga a quien se atreva a
cuestionarlas. Se trata de un escenario típico de maniqueísmo, donde los ciudadanos
tienen la opción de ser percibidos únicamente como patriotas o como golpistas.
En ninguna democracia la gente sufre prisión por disentir o por cuestionar. El
líder opositor Leopoldo López ha cumplido ya un año en la cárcel sin que se celebre un
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juicio en su contra, mientras María Corina Machado ha sido removida de su cargo
legislativo. Ha sido arrestado el Alcalde de Caracas, Antonio Ledezma, junto con
decenas de funcionarios electos, líderes sociales y estudiantes. Todos ellos enfrentan
investigaciones que carecen de adecuadas garantías procesales, mientras los clamores
internacionales por su liberación alcanzan oídos sordos.
Lejos de actuar de la forma que se espera en un régimen democrático, el gobierno
venezolano ha procedido a transferir mayores poderes a las autoridades de inteligencia,
a autorizar el uso de fuerza letal para controlar protestas y, más recientemente, a
concederle al Presidente amplias facultades para legislar por decreto, esto último
motivado por la firma de una Orden Ejecutiva por parte del Gobierno de los Estados
Unidos, imponiendo sanciones a varios funcionarios venezolanos. La firma de esa Orden
Ejecutiva amerita discusiones que van desde lo político hasta lo jurídico, pero debemos
ser muy cuidadosos de abandonar una discusión sobre derechos humanos en medio de
una alucinada discusión sobre soberanía nacional.
Es urgente que alcemos la voz por la situación de la democracia y los derechos
humanos en Venezuela. Es urgente que abandonemos la propensión a justificar el
comportamiento de un gobierno únicamente por el hecho de que ese gobierno haya
ganado las elecciones. Un verdadero demócrata sabe que, el día que recibe la banda
presidencial, es también el día que asume la mayor responsabilidad de su vida: la
responsabilidad de ejercer el poder de forma legítima. El poder democrático es aquel
que se ejerce en presencia de una oposición libre. El poder democrático es aquel que se
ejerce bajo el control de órganos de supervisión independientes y un sistema imparcial
de administración de justicia. El poder democrático busca la distribución y no la
concentración de atribuciones; la diversidad y no la restricción de opiniones; la
participación y no la represión; el diálogo y no la amenaza. El régimen chavista no está
promoviendo una versión distinta de la democracia: por el contrario, está ejerciendo de
forma antidemocrática el poder recibido en las urnas.
La situación de Venezuela es, sin duda, el ejemplo más claro de un fenómeno
mayor que se observa en el resto de América Latina. Quisiera ahora referirme a grandes
tendencias regionales. Empiezo por decir que América Latina es un conglomerado, cada
vez menos armónico, de realidades distintas. Es claro que la región participa de una
herencia común, una herencia cuyas arterias pulsan desde este espacio y se nutren del
corazón de España. Es cierto que casi todos los países de la región comparten el mismo
idioma, una arquitectura política similar, ordenamientos jurídicos análogos y algunos
valores fundamentales que han alentado, entre otras cosas, un sentido particular de la
justicia social. Debemos admitir, además, que la región exhibe también patologías
similares: una nefasta propensión al populismo y a la demagogia, un compromiso
vacilante con la democracia liberal y el Estado de Derecho, un récord de violencia
bárbaro y difícil de extinguir, un escandaloso expediente de corrupción, y una dificultad
proverbial para traducir las promesas políticas en realidades concretas.
No pretendo afirmar que estas virtudes y flaquezas son del dominio exclusivo de
América Latina. Antes bien, quiero llamar la atención sobre el hecho de que varían
enormemente a lo interno de la región. Cuando se habla de la situación de la democracia
en América Latina se debe tener cuidado de no asemejar la democracia de Chile a la de
Venezuela; o la de Uruguay a la de Nicaragua. Asimismo, cuando se habla de
inseguridad se debe distinguir entre el caso de Honduras y el de Costa Rica, o entre el
caso de México y el de Panamá.
Hay en la región un grupo de países que han alcanzado grandes avances en la
consolidación de la democracia y el fortalecimiento del Estado de Derecho. En el otro
extremo, sólo un país –Cuba- carece actualmente de las condiciones mínimas para ser
considerada una democracia electoral. En el centro, han surgido nuevas categorías que
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merecen estudio y abordaje. Hay países en donde los gobiernos son electos pero las
libertades individuales son irrespetadas. Hay países donde las libertades individuales
son reconocidas pero no exigibles, por la ausencia de órganos judiciales fuertes y
transparentes. Hay países en donde el gobierno promueve proyectos maravillosos pero
carece de solvencia fiscal para financiarlos y de burocracias eficientes para
implementarlos. Hay países donde los ricos casi nunca pagan impuestos, donde los
programas sociales casi siempre se distribuyen entre los partidarios, y los contratos
públicos a menudo los ganan los amigos. La democracia en la región no puede
considerarse plena en el tanto sobrevivan estas deficiencias, aún en presencia de
elecciones libres y justas. Es necesario que desarrollemos mecanismos para lidiar no sólo
con la dicotomía democracia-autocracia, sino con fenómenos más sutiles, como las
democracias iliberales y las democracias con Estados de Derecho endebles.
A la preocupación por la situación de la democracia se suma ahora la
preocupación por el desempeño económico de varios países que, durante la última
década, experimentaron tasas de crecimiento acelerado, motivadas por el boom de los
productos primarios, en particular los productos de industrias extractivas. Algunos
países de la región que se acostumbraron a crecer a tasas del 7% y 8%, crecerán apenas
un 3% o 4% este año, como Perú. Habrá países que aspirarán a tasas de crecimiento del
2% o 3%, como México o Costa Rica. Y habrá países que enfrentarán tasas de crecimiento
nulas o negativas, como Venezuela o Brasil. Esto acrecienta las posibilidades de conflicto
social y pone presión sobre gobiernos que tendrán dificultades para satisfacer las
demandas de la población, en particular de la clase media joven.
De nuevo, algunos se encuentran mejor preparados que otros. Existen países que
han venido diversificando sus economías, incentivando la productividad, invirtiendo en
investigación y desarrollo, y alcanzando mejoras en el clima de negocios. Es
indispensable que los gobiernos de la región se concentren en atender estos factores de
producción, en lugar de cruzar los dedos esperando otra primavera en el sector primario.
Esto me lleva al último punto que quisiera mencionar: la situación de la
educación en la región. Nada es más importante para las expectativas futuras de la
economía, la política y la cultura latinoamericana que la calidad de su sistema educativo.
No obstante, sólo uno de cada dos jóvenes latinoamericanos concluye la secundaria –
uno de cada tres en el quintil más pobre, según cifras de CEPAL. Nuestros países se
ubican en los últimos lugares de los resultados de la prueba PISA, a pesar de dedicar un
gasto en educación equivalente o superior al de países que obtienen notas mejores.
Estamos enseñando poco y estamos enseñando mal y, sin embargo, las reformas
educativas son anatema en la mayoría de nuestros países, en parte por la presencia de
sindicatos educativos fuertes y reaccionarios, pero en parte también porque nuestras
sociedades exhiben una profunda aversión al cambio cuando se trata de alterar la forma
y el contenido de lo que aprenden los menores. Por sorprendente que parezca, la región
del realismo mágico es muy poco creativa cuando se trata de enseñar.
Mientras Alemania declara la educación terciaria gratuita y Finlandia anuncia el
abandono del sistema educativo basado en “materias”, en América Latina seguimos
enfrascados en una discusión sempiterna sobre los derechos laborales de los maestros y
profesores. Por supuesto que las condiciones de trabajo de nuestros educadores son
cruciales. Por supuesto que debemos aspirar a pagarles salarios competitivos, ofrecerles
incentivos para la capacitación constante y asegurarnos de reclutar a los mejores
profesionales para dedicarse a la enseñanza. Pero no debemos cometer el error de creer
que las reivindicaciones magisteriales constituyen reformas educativas. Si queremos
aspirar a un futuro distinto, debemos mejorar los estándares por los que medimos tanto
a nuestros maestros como a nuestros estudiantes. Debemos actualizar el contenido
curricular para preparar a nuestros jóvenes para el mundo que los espera, y no el de hace
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treinta años. Debemos alinear la oferta educativa con la demanda laboral. Debemos
enseñar destrezas y habilidades, en particular idiomas y el uso de tecnologías, y no sólo
la facultad de repetir de memoria lo que se lee en un libro de texto. Debemos promover
cambios que nos permitan crear ciudadanos informados, comprometidos, habilitados
para asumir la fundamental tarea de vivir en sociedad. De esto depende nuestra
capacidad de formar un electorado blindado contra el mesianismo y las tendencias
autoritarias. De esto depende nuestra capacidad de forjar economías productivas e
innovadoras. De esto depende nuestra capacidad de crear sociedades tolerantes e
inclusivas, donde sea posible la realización personal en libertad, donde cada quien
pueda encontrar su llamado y perseguir su estrella.
Amigas y amigos:
Quisiera dedicar unas palabras a Su Majestad Don Juan Carlos de Borbón, esa
figura de la España moderna que representa la alquimia improbable de un monarca que
es también un escudero de la democracia. Deseo expresarle mi humilde admiración por
la labor de su reinado, por su compromiso con la paz y con la libertad, y por el aprecio
que siempre ha profesado a los pueblos de Latinoamérica. Uno no escoge quiénes serán
sus compañeros en el viaje de la vida, no sabe con quién habrá de coincidir en la vereda
de los años. Para mí ha sido un honor haber compartido mis mejores luchas con el Rey
Juan Carlos, así como con mis queridos amigos Julio y Enrique.
No sé qué le espera a España y a Latinoamérica. La política es maravillosa en su
incerteza. El destino pertenece al ámbito de la religión, del misticismo o de la mitología.
En la política, en cambio, no hay más que preguntas insaciables y respuestas tentativas.
Por eso quizás nos atrae tanto la noción del pueblo en el desierto, porque ignoramos
detrás de cuál montaña se esconde la tierra prometida y de cuál gota de rocío habrá de
brotar el maná del cielo. El liderazgo político es una forma, siempre imperfecta, de
superar esa ignorancia; de encontrar la senda en medio de la arena. Me honro de haber
dejado mis huellas al lado de estos viejos amigos y los invito a ustedes, jóvenes de
España y de Latinoamérica, a emprender su propio éxodo hacia un mañana de mayor
justicia y esperanza.
Muchas gracias.
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