en la historia - Acceso al sistema

Anuncio
HOWARD W. HAGGARD
EL MÉDICO
EN LA HISTORIA
(EDICIÓN RESUMIDA)
Ediciones del Sindicato Nacional de Trabajadores del Infonavit
México, D.F. Abril de 2009
RAFAEL RIVA PALACIO PONTONES
Secretario General del CEN
JOSÉ ENRIQUE RÍOS LUGO
Secretario de Prensa
LUIS EVERARDO PIEDRAS ARZALUZ
Secretario de Prensa Adjunto
MIGUEL ÁNGEL CHÁVEZ PUEBLA
Secretario de Prensa Adjunto
Edición resumida de la cuarta edición de Editorial Sudamericana, diciembre
de 1952
Portada: Como un merecido homenaje a Miguel Servet (1511-53), humanista,
fisiólogo, médico y heresiarca español, y, a la vez, haciendo honor a otro español
universal, amigo entrañable del Infonavit y de nuestra organización sindical:
José Ramón Jiménez de Garnica.
PREFACIO
Con el auge que han conseguido en los últimos tiempos los libros
conocidos con la denominación genérica de “obras de divulgación científica”, se tienen al alcance los medios de ir adquiriendo ciertos conocimientos, que hasta hace pocos años constituían
el patrimonio de una reducida minoría. Desgraciadamente, y en
particular en cuanto se refiere a los temas médicos, la eficiencia
cultural es muy escasa y hasta suele resultar nula o contraproducente al inducir a errores de apreciación.
Era necesaria la aparición del bello libro El Médico en la
Historia, de Howard W. Haggard, que al compendiar la larga
serie de supersticiones, equivocaciones y aciertos que ha debido
atravesar la Medicina hasta llegar a ser lo que es en la actualidad, nos facilita los elementos generales de una correcta interpretación.
La presente obra, que en 1940 fue publicada por la Universidad de Yale en su idioma original, bien puede ser designada
como una sumaria Historia de la Civilización, sobre cuya multitud de acontecimientos religiosos, políticos, militares y económicos, se alza la figura del ser humano -hechicero, sacerdote,
filósofo, médico- en pertinaz lucha contra la enfermedad, armado de sus supersticiones, de sus creencias, de su lógica y, por
último, de su conocimiento científico.
La Historia, tal y como la conocemos, es la lucha del hombre
contra el hombre y se nos narran los problemas humanos a través de la mirada del guerrero, del explorador, del político, del
economista, del sacerdote, del esclavo o del refugiado; pero nunca a través de los ojos del médico, a pesar de que la batalla más
ardua y perdurable ha sido la del hombre contra la enfermedad.
Estamos seguros que esta bella obra, escrita de manera sencilla y amena, aportará más conocimientos a los trabajadores
del Infonavit, a través de un largo viaje de veinte mil años siguiendo al médico en su dura disputa a favor de la salud. En esta
ruta se podrá ver al hechicero primitivo, sudoroso y maloliente,
luchando contra los espíritus causantes de la enfermedad, y se
le reconocerá como el que nos ha legado las bases de casi todo
lo que se ha llevado a cabo en la Medicina moderna y, también,
de todo aquello de que tantas veces hemos tratado de desembarazarnos.
En el mismo camino se podrán conocer las grandes plagas
que azotaron a la humanidad y en más de una ocasión nos haremos la pregunta: ¿Cómo es que subsistió la raza humana ante
tales embates? Calamidades espantosas como la peste bubónica,
la malaria, la erisipela, el tifo, la fiebre amarilla, etcétera, causaban verdaderas catástrofes entre la población desprotegida de
aquellos tiempos, cuando se desconocían los enemigos invisibles
que provocaban las enfermedades y, por consiguiente, los medios para curarlas.
El Comité Ejecutivo Nacional del Sindicato Nacional de Trabajadores del Infonavit, a través de su Secretaría de Prensa, desea que el esfuerzo compartido para que esta importante obra
llegue a los trabajadores, se vea compensado con el hecho de que
cada lector experimente nuevas emociones, aumente su acervo
cultural y el deseo maravilloso por la lectura se incremente todavía más.
J. E. R. L.
PRIMERA PARTE
Un desconocido héroe de la medicina
Espíritus, demonios, espectros y brujas
Hechos y teorías
13
CAPÍTULO I
Un desconocido héroe de la medicina
Las enfermedades son más antiguas que el hombre. Desde el jurásico, por lo menos, la historia de las enfermedades está escrita en
archivos de roca y tierra.
En la documentación geológica hay pruebas de la existencia
de infecciones. Los grandes reptiles –esmilodontes, tirannosaurus
rex, iguanodontes, alosaurios, triceratops- y posteriormente, osos
de las cavernas y otros mamíferos, sufrieron de dolores intensos,
como lo prueban evidencias en dientes y huesos fosilizados, con
formaciones esponjosas que demuestran la preexistencia de una
especie de reumatismo articular. En una pata de un esqueleto de
dinosaurio se encontraron huellas de un absceso que contuvo casi
dos litros de pus.
Desde esas remotísimas eras geológicas estaban ya preparadas
las fuerzas, y el escenario listo, para la gran batalla que más adelante
iba a tener que afrontar la raza humana: la de las enfermedades
contra el hombre y el hombre contra las enfermedades.
Hace 30 o 40 mil años, comenzó el deshielo de la glaciación que
había cubierto la parte septentrional de la tierra. Torrentes de agua
del hielo derretido hendieron anchos valles y el nivel de los mares
comenzó a subir, pero no alcanzó a cubrir el trecho de tierra que unía
Inglaterra con el continente europeo: el Canal de la Mancha aún no
existía. El Báltico era un gran lago de agua dulce. Comenzaban a
crecer los bosques y las praderas avanzaban a medida que el hielo se
retiraba. La yerba, tenuemente esparcida, comenzaba a crecer.
Los archivos de piedra y roca dan cuenta del arribo de los mamíferos a esos lugares: los fósiles identifican al rinoceronte lanudo, al
mamut de enormes colmillos, al carnero almizcleño, al bisonte, al
mono y al caballo salvaje.
Los depredadores siguieron a los herbívoros: el oso, el zorro,
la hiena de las cavernas… y el hombre, que llegó de África del
14
Norte, en lenta migración hacia las tierras de un mundo en plena
metamorfosis.
Llegó a lo que hoy es Francia, aunque no eran los primeros, sí
eran los físicamente iguales al hombre moderno, el Cro-Magnon,
cuyos fósiles se encontraron en la cueva de ese nombre, en la región
francesa de Dordogne.
Este grupo primitivo tiene interés especial, porque en él hallamos
las primeras pruebas de la existencia de un médico.
La batalla entre el hombre y la enfermedad data de hace 20
mil años. El animal lucha solo contra sus dolencias; ninguno de su
especie puede prestarle ayuda. La bestia enferma se esconde de las
demás por temor a ser despedazada, se arrastra a un rincón y muere
solitaria.
No hay duda que así procedía el hombre primitivo, cuando
enfermo o herido, el sano y fuerte mataba al débil y le despojaba de
sus pieles y armas. La caridad, la intención de ayudar al incapacitado
y luchar contra sus dolencias, fue el primer gran paso adelante que
dio el hombre en la lucha contra las enfermedades, y esto se dio en
la especie Cro-Magnon.
Estos humanos antiguos nos legaron el principio básico de la
medicina: que debe haber hombres dedicados al cuidado del enfermo
y del inválido y que harán todo lo posible para curarlos.
En Ariége, Francia, hay una cueva notable. La descubrieron los
tres hijos del conde de Begouën, por lo que se le denomina en su
honor Les trois Fréres, los tres hermanos. En ella se encuentra una
de las pocas pinturas rupestres representando a un hombre, que es un
hechicero Cro-Magnon. Esta es la primera representación pictórica
de un médico que se haya conocido.
El hechicero está ataviado con la piel de un animal; en la cabeza
lleva los cuernos de un reno; sus orejas parecen ser de oso; en las manos, calza guantes con garras. Luce larga barba ondulada y la cola de
un caballo. Todo indica que ejecuta una danza ceremonial, con el torso doblado hacia delante y preside sobre los animales ahí pintados.
En esa cueva está la imagen del primer caudillo en la lucha del
hombre contra la enfermedad. A él y a los suyos debemos el principio
básico de la Medicina: que tiene que haber médicos.
15
CAPÍTULO II
Espíritus, demonios, espectros y brujas
El concepto del médico lo debemos al hombre primitivo pero, paradójicamente, durante milenios se encaminó por el sendero erróneo
del pensamiento mágico. Se apartó del camino que pudo llevarlo a la
ciencia y se perdió en el mundo de la magia y la superstición. Buscó
donde la enfermedad no existía.
Las creencias falsas paralizaron el progreso de la medicina y
sólo hubo avances gracias a la casualidad y a la suerte. El hombre
primitivo estableció la idea de que las enfermedades eran generadas
por causas sobrenaturales, es decir, por obra de espíritus enemigos,
por demonios o brujerías. Así, se dedicó a inventar encantamientos
mágicos y hechicerías para combatir esos demonios.
El avance más grande que se ha dado jamás en la medicina no
ha sido a base de adquirir algo nuevo, sino de abandonar lo viejo,
de repudiar una falsa creencia. La gran diferencia que hay entre los
esfuerzos inútiles del hechicero de Cro-Magnon y los éxitos que obtiene el médico moderno previniendo y curando las enfermedades,
no consiste tanto en la habilidad relativa de ambos, como en sus
creencias opuestas.
El hechicero de Cro-Magnon, debido a las suyas, intentaba curar
las enfermedades entrando en tratos con espíritus y espectros, mientras que el médico moderno trata de desentrañar los fenómenos de la
naturaleza. El primero peleaba una batalla ilusoria, el segundo ataca
al enemigo en su propio campo.
Podemos colegir el modus operandi del hechicero del Cro-Magnon, pese a que no contamos con ningún documento sobre sus técnicas, porque la clave de sus teorías nos la da su atavío ceremonial
con que espantaba a los espíritus del mal.
Adicionalmente, sabemos que todos los hechiceros de todos los
pueblos primitivos, en todos los tiempos, han tenido y tienen las
16
mismas creencias acerca de las enfermedades y tratan de combatirlas con los mismos medios.
En islas y selvas tropicales de remotos lugares, se pueden aún
encontrar hechiceros de pueblos primitivos y ellos relatan en detalle
lo que piensan de las enfermedades, obra de espíritus y demonios, y
se verá cómo los miembros de esas comunidades creen firmemente
en la magia y la brujería como único medio de cura.
Se puede ir al África, a miles de kilómetros de la isla y en una
aldea escondida del continente, con gente de raza distinta y con lenguaje totalmente diferente, nos dirán que las enfermedades son producto de espíritus y demonios. Y en cualesquiera lugares del mundo
donde haya pueblos primitivos se encontrarán creencias exactamente iguales.
La historia de los indios americanos nos genera la misma
información. Veamos un retrato con la imagen de un hechicero de
la tribu de los Blackfoot (Piesnegros) con su vestimenta profesional.
Se cubre con la piel de un oso amarillo, animal poco común, de la
que cuelgan pieles de serpiente, de rana y de ratón, plumas de pájaro
y pezuñas de ciervo y de cabra; con una mano coge una vara con
ornamentos y con la otra, una especie de pandereta con cascabeles.
Cuando iba a visitar a un enfermo, sacudía la vara, agitaba la
pandereta, saltaba y brincaba alrededor del paciente, daba aullidos
salvajes, gruñía imitando al oso y, finalmente, ordenaba al demonio
de la enfermedad que se marchase.
Son esas las mismas creencias de los druidas (sacerdotes) celtas de la Gran Bretaña, de hace mil 500 años; de los bárbaros que
habitaban los bosques de Alemania y de los más antiguos anales
de Egipto, Babilonia, Grecia y Roma. Lamentablemente, el pensamiento mágico persiste hoy en día.
Algunos científicos que han investigado el tema suponen que la
idea tuvo un origen común y se esparció a través de las primeras migraciones del Cro-Magnon por todo el planeta. Empero, las migraciones a lo largo de milenios pueden explicar cómo se difundieron
esas ideas, pero no aclara cómo se originaron.
Otros hombres de ciencia no consideran necesariamente que
las migraciones prehistóricas hayan prohijado la uniformidad de
17
creencias, que parecen ser las que naturalmente surgirían en todo
pueblo primitivo y que pudieron brotar independientemente en
diferentes lugares.
El hombre es, esencialmente, el mismo en todo el mundo, y
debido a una tendencia natural, razona sobre los peligros que lo
rodean y amenazan, de una manera determinada. Esta manera de
razonar, peculiar de la raza humana, explica el que se atribuya a los
espíritus la causa de las enfermedades.
Una cultura extensa y madura puede corregir los errores
naturales del razonamiento. La educación de los pueblos primitivos
se limitaba a repetir los usos y costumbres de los suyos. El niño que
nace en el mundo civilizado, durante los primeros diez o doce años
que va a la escuela recibe la misma educación: los usos y tradiciones
de su país, pero debido a los conocimientos acumulados durante
siglos y a que costumbres y tradiciones han evolucionado, el niño
de hoy día aprende una serie de cosas desconocidas de los salvajes
y de continuar su proceso educativo, podrá pasar del mero estado
de adquirir conocimientos a corregir por sí mismo los errores de su
razonamiento y pensar independientemente, lo cual es la forma ideal
de educación, propia de los pueblos civilizados.
Por otro lado, se ha demostrado que si un niño, hijo de padres
civilizados, fuera entregado a unos salvajes para que lo educaran,
crecería pensando y creyendo como ellos. El hecho ha ocurrido y
el niño, al contrario de héroes de ciertas leyendas de la selva, no
demostró más adelante que fuera superior intelectualmente a los indígenas que lo rodeaban, ni aprendió por sí mismo a leer y escribir,
ni a pensar lógicamente; toda su vida siguió siendo un salvaje, presa
de los temores y las creencias de los salvajes.
El hombre primitivo es como un niño que no ha recibido la educación necesaria para pensar independientemente. Sus ideas acerca
de la salud y la enfermedad, de la vida y la muerte, son resultado de
las características naturales y peculiares de la mentalidad humana
con que nacemos.
Una de estas características es la curiosidad, que no necesita de
la instrucción para despertarse; la vanidad y el egoísmo son otras
dos. La vanidad nos hace creer que todo éxito conseguido es por
18
nuestra gran capacidad, y que los fracasos son por factores externos.
Como el salvaje, todos queremos que se nos adjudique la gloria por
nuestros éxitos y que los errores se imputen a los demás.
Cuando los pueblos primitivos enfrentaron las enfermedades,
las atribuyeron a causas ajenas a su voluntad y no a su propia
ignorancia, y su curiosidad los llevó a la conclusión de que eran las
malas influencias de los espíritus malignos.
Fuerzas invisibles eran las causas de sus calamidades, mas ¿Qué
fuerzas eran ésas? ¿Dónde estaban? En sus sueños, el hombre primitivo veía a otros hombres que sabía muertos o en lugares lejanos
y veía animales que le amenazaban. Al despertarse sobresaltado, se
encontraba con que hombres y animales habían desaparecido. Creyó que tanto hombres como animales poseen un espíritu que puede
desprenderse de ellos y viajar grandes distancias y que sobreviven
a la misma muerte.
En su razonamiento, el hombre salvaje concluyó que todos los
seres vivientes se mueven y todo lo que se mueve está vivo. Se
mueve el agua de los ríos y las nubes del cielo, las ramas de los
árboles y las estrellas del firmamento, igual que los vientos. Todas
estas cosas están vivas y por lo tanto, poseen espíritus.
Como un niño contemporáneo, el salvaje no pudo distinguir entre
lo vivo y lo inanimado: si tropezaba con un palo y una de sus puntas
al levantarse le golpease, se volvía y le daba una patada al palo en
represalia. El hombre primitivo atribuía a todo lo que le rodeaba las
cualidades inherentes al hombre: los árboles hablaban, los truenos
eran la voz de un gran espíritu, el sol se comía a la luna todos los días
y las piedras con que tropezaba se habían colocado deliberadamente
en su camino.
El salvaje no pobló el mundo de espíritus para deleite de la fantasía, sino que eran los agentes de los grandes infortunios que podían
caer sobre el hombre, herirlo o matarlo.
La teoría de los espíritus ofrecía al hombre una explicación para
cada uno de los infortunios de que era víctima y satisfacía la necesidad de ubicar la causa de tales desgracias y adulaba su egoísmo:
los espíritus eran los culpables de toda calamidad, una idea muy
consoladora.
19
Empero, no puede llamarse superstición. Así sería en caso que alguien en nuestra época abrigara tales ideas en contraposición con los
conocimientos adquiridos a lo largo de siglos de civilización. En el
caso del hombre primitivo, cuando veía su imagen reflejada en un
espejo, y creía que era su espíritu, no hacía sino aceptar las ideas arraigadas entre los suyos. Si rompía el espejo, dañaba su espíritu y le
traería mala suerte.
Cuando se descubren los principios de la óptica y supo que la
imagen no era su espíritu, sino la refracción de la luz, demostró que
las conclusiones del salvaje eran erróneas. Así, seguir creyendo que
romper un espejo atrae la mala suerte es una superstición.
Quien toca madera para alejar la mala suerte, repite la práctica
primitiva de hace 15 mil o 20 mil años, de ahuyentar los malos
espíritus. Estas ideas infantiles, que los ignorantes de hoy aceptan
con seriedad, guiaron a los hombres primitivos en su lucha contra
las enfermedades.
Si a pesar de tocar madera o echar sal por encima del hombro,
de todos modos el salvaje caía enfermo, lo cual ocurría a menudo, el
hechicero entraba en acción.
El hechicero conocía los puntos débiles de los espíritus: a unos
les molestaban los ruidos, otros temían al agua, otros más huían del
humo o bien se desvanecían al conjuro de palabras mágicas.
Así, el hechicero gritaba y aullaba, echaba agua sobre el enfermo
o bien llenaba el cuarto de humo, también le daba a probar pociones
de sabor horrible para espantar al espíritu y al final murmuraba palabras misteriosas e incomprensibles.
Esto impresionaba profundamente, tanto al enfermo como a sus
familiares. Esta impresión, en algunos casos, ayudaba al enfermo a
recuperarse, cuando la fe en la cura revitalizaba su sistema inmunológico, como se ha sabido recientemente.
De hecho, casi todos hemos hecho de “hechiceros” cuando un
niño sufre una herida leve en sus juegos. Le sobamos, le cantamos,
le decimos palabras amables y al final le damos un chocolate para
que olvide el golpe. Obviamente, si la herida es seria, lo llevamos al
médico y dejamos la hechicería para otra ocasión.
20
Asimismo, como puede suponerse, es también milenaria la explicación a modo que daba el hechicero por sus fracasos. La más
socorrida era que el enfermo era víctima de una maldición que le
enviaba un miembro de su misma tribu o de otra aldea lejana y en
tanto no se identificara al enemigo, era imposible echar fuera del
cuerpo del paciente al espíritu maligno. Y el enfermo regularmente
moría antes que la investigación para encontrar al causante del maleficio diera resultados.
Y aquí surgía el aspecto más sórdido del oficio de hechicero:
en la tarea curativa, ejercía la “magia blanca”, pero también ejercía
tareas para alejar los enemigos de la tribu con la “magia negra”,
en la que invocaba a los espíritus malignos para que atacaran a los
miembros de la tribu enemiga.
Es del todo improbable que la “magia negra” afectara a los
miembros de una tribu a cientos de kilómetros de distancia, pero en
cambio, sí tenía una demoledora influencia entre los miembros de su
propia tribu, los que vivían aterrorizados por la mera posibilidad de
ser víctimas de sus hechicerías. Creían ciegamente en la efectividad
de su magia negra y temían constantemente en ofenderlo. El terror
que inspiraba, generaba que algunos enfermaran de verdad y llegaran
a morir.
Como es evidente, esas creencias absurdas no desaparecieron
con los pueblos primitivos sino que han persistido, casi intactas, a
pesar de los progresos de la civilización.
21
CAPÍTULO III
Hechos y teorías
Algunos miles de años previos al surgimiento de la civilización propiamente dicha, los pueblos primitivos dieron forma a la teoría de la
enfermedad, de que los espíritus eran causantes de todos los males
físicos.
Sucede que cuando las teorías se aproximan a la realidad, son
una gran ayuda, porque guían en la búsqueda de los factores que
producen la morbilidad, pero cuando es lo contrario, oscurecen la
verdad y dan lugar a confusiones. Así sucedió a principios del siglo XIX, cuando la mayoría de los médicos sostenía la teoría de
que las infecciones eran causadas por malos olores y por humores
suspendidos en el aire. Pero esa teoría no conseguía el éxito en el
tratamiento de las enfermedades infecciosas y finalmente se aceptó
que era falsa.
Más tarde, a mediados de ese mismo siglo, otros hombres de
ciencia postularon la teoría microbiana, la que se comprobó evitando la propagación de los microbios, lo que eliminaba la difusión de
las infecciones.
De vez en cuando sucede que siguiendo una teoría falsa se tropieza accidentalmente con hechos importantes. Muchos pueblos antiguos creyeron que el sol moría y nacía con la noche y el día; los
antiguos griegos creían que el sol era un carro incandescente guiado
por Apolo. Ambas teorías eran erróneas, pero no fue obstáculo para
que se descubriera que por la posición del sol se podía saber la hora.
De la misma forma, pese a que su teoría de la causa de las
enfermedades era falsa, los hombres primitivos tropezaban a veces
con hechos importantes, y pudo verse que las falsas teorías no alteran
hechos fundamentales que permanecen inalterables.
El hombre primitivo comía fruta verde y padecía inflamación y
dolor de estómago. Nadie podía explicarle que sustancias indigestas
irritan el estómago, pero ni siquiera sabía que tenía estómago. Pero
22
poco a poco, a fuerza de padecer dolores, tuvo la luminosa idea que
relacionó los dolores con comer fruta verde. Firme en su idea de los
espíritus, concluyó que éstos habitaban dentro de la fruta verde y
dejó de comerla.
De esa forma lenta y dolorosa, el salvaje aprendió muchos de los
principios de lo que ahora se denomina higiene: aprendió que había
ciertas frutas habitadas por espíritus que mataban a los hombres; cómo
el pescado podrido al sol, estaba poseído por un espíritu muy violento
que causaba fuertes dolores y vómitos; que acercarse a ciertas plantas,
se metía un espíritu debajo de la piel que ponía la carne viva.
De ese modo supo que había que comer el pescado fresco, apartarse de las plantas misteriosas que ocultaban espíritus malignos y
también apartarse de ciertos lugares llenos de moscas que picaban
a hombres y animales y que ocasionaban la enfermedad del sueño,
porque las habitaban espíritus dañinos y que debía alejarse de pantanos donde había insectos con espíritus que causaban temblores,
escalofríos y fiebres.
Paso a paso, a fuerza de calamidades, el hombre iba adquiriendo
el conocimiento práctico de la higiene, conocimiento que fue
legando a sus descendientes.
Pero no siempre fue un observador sistemático ni cuidadoso en
cuanto a higiene. Temores y falsas teorías le hacían ver peligros
inexistentes y así se equivocó en cuanto a la morada de los espíritus
y comenzó a establecer un cúmulo de prohibiciones que llegaron a
agobiar y limitar sensiblemente su vida.
Los esfuerzos para ahuyentar a los espíritus en presencia de la
enfermedad, dieron como resultado el primer uso de medicamentos.
Atribuyó a los espíritus gustos y fobias. Y supuso que las hierbas
amargas o de sabor detestable, también debían repugnar al espíritu
que debía huir del cuerpo enfermo.
Así, confeccionó medicamentos compuestos de frutas amargas,
cortezas, raíces, cieno, carne de ciertos animales, o cualquier otra
cosa que detestara el espíritu que debía atacar.
La mayoría de estos brebajes no servían, pero algunos hacían
vomitar al enfermo o actuaban de purgantes, y unos pocos, por casualidad, eran auténticos curativos de la enfermedad o bien de sus
síntomas.
23
Cáñamo, muérdago y la infusión de adormidera ahuyentaban
a los espíritus del dolor. La corteza del sauce y de abedul negro
calmaban los dolores reumáticos. A los enfermos de hidropesía se
les daba un sapo hervido en agua y hecho revoltijo como caldo de
brujas. Hasta hace muy pocos años, muchos hombres de ciencia
creían que eran pura fantasía primitiva, hasta que descubrieron que
la piel del sapo contiene una substancia llamada bufonina que es
muy eficaz en el tratamiento de la hidropesía.
Los antiguos chinos creían que para curar a los niños recién nacidos de unas convulsiones, había que darles trocitos de huesos de
dragón. Eran realmente huesos de dinosaurios enterrados en el desierto de Gobi. Hoy día los médicos recetan calcio para algunas convulsiones de recién nacidos. Los huesos de dinosaurios, como todos los
huesos, tienen calcio.
Asombroso también que el tratamiento para hinchazón de cuello
a base de cenizas de una esponja quemada fuera totalmente efectivo.
Ahora la ciencia demuestra que el bocio es consecuencia de la ausencia
de yodo en la alimentación. Las cenizas de esponja contienen yodo.
Pero claro, no todos los medicamentos eran eficaces. La mayoría
sólo eran mixturas fantásticas y mezclas asquerosas. Entre miles,
sólo uno o dos tenían capacidad curativa real. Lo que debemos agradecer al hombre primitivo, con todo y su teoría falsa, es el gran principio del uso de medicamentos, lo que pasó a la civilización, pero
también muchas mezclas espantosas que los salvajes usaban.
Así, el romano Plinio, en su obra Historia Natural recomienda comer rata para el dolor de muelas; los médicos del siglo XVI
prescribían momia molida y cuerno molido, joyas pulverizadas y
excrementos de mosca para algunos males.
El eminente científico del siglo XVII, Robert Boyle, “padre de
la química moderna”, al revisar la lista de medicamentos útiles, la
farmacopea, incluyó suela molida de zapato viejo para el dolor de
estómago. Y todo esto ni siquiera era lo más repugnante. Los científicos del siglo XVII compartían con los salvajes de miles de años
atrás el mismo error de lógica y eso explica que inclusive hoy en
día, haya tanta gente que cree en curas que el médico sabe que son
absolutamente inútiles.
24
El error de razonamiento es el mismo que permitía al hechicero
de los Cro-Magnon adjudicarse el mérito de haber curado a todo
aquel que se recuperaba de una enfermedad. Esto se sintetizó miles de años después con la frase latina: Post hoc; ergo, propter hoc
(Después de ello; por consiguiente, a causa de ello). Es la confusión entre causa y efecto. Que una cosa suceda después de otra, no
significa forzosamente que la segunda haya sucedido a causa de la
primera.
Muchísimo tiempo después, esto fue cuestionado por el método
científico y el uso de estadísticas y experimentos controlados. Así, el
médico moderno emplea medicamentos probados científicamente.
Pero si el salvaje nos legó el gran principio del uso de medicamentos, también le debemos el origen de lo que ahora se llama fisioterapia, o tratamiento externo, que consiste en ejercicios, masajes,
baños y la aplicación de calor o frío.
Al tratar de sacar los espíritus del cuerpo del enfermo, el
hechicero comenzó a darle masajes. Ponía al paciente en el suelo y
lo pisaba, machacaba y apretujaba. Así sacaba a los espíritus de las
articulaciones rígidas y los músculos adoloridos. Las articulaciones
se hacían flexibles y el dolor muscular se iba.
El médico moderno obtiene buenos resultados al aplicar el método
con discernimiento, pero podía ser muy peligroso en manos del hechicero, que lo aplicaba para todo tipo de enfermedades. Hoy se sabe que
el masaje puede ser perjudicial en padecimientos infecciosos.
Otra práctica de los pueblos primitivos que pasó a la civilización
es la sugestión. Toda la parafernalia del hechicero, con su ceremonia,
batir de palmas, el tan tan y la gritería no afectaba a los espíritus,
pero sí al enfermo, haciéndole creer en su mejoría. La influencia de
la mente sobre el cuerpo, puede ser eficaz, inútil o muy peligrosa, y
el médico moderno sabe que debe aplicarla con gran cuidado.
Otro aporte de los pueblos primitivos fue la cirugía. Cuando el
hechicero trataba de enderezar alguna pierna rota, utilizaba una cirugía extremadamente rudimentaria y terminaba la mayoría de las veces mutilando. Así, cortaba el extremo de un dedo para darle medio
de escape al espíritu maligno o hacía un agujero en el cráneo para
sacar al espíritu que generaba el dolor de cabeza. Se han encontrado
tumbas prehistóricas con cráneos horadados de esa forma.
25
El médico moderno comenzó a usar antisépticos en el siglo XIX,
pero el hechicero primitivo también usó un antiséptico, que era el
fuego, como el espíritu que podía ahuyentar a otros espíritus. Una
braza candente o una piedra al rojo, aplicada en la herida, hacía huir
a los demonios, e incidentalmente, destruía a los microbios, aunque
el salvaje lo ignoraba.
El hombre civilizado continuó aplicando el fuego como desinfectante, hasta el siglo XVI, porque creía que las heridas estaban
envenenadas y que el fuego destruía el veneno. Actualmente, a falta
de otro desinfectante, se aplica la cauterización por fuego en caso
de emergencia.
Otro legado del hechicero fue la sangría, práctica casi desechada
en la actualidad, y se hace abriendo una herida con una lanceta y se
deja correr la sangre. Hasta finales del siglo XVIII era una de las prácticas más comunes de la medicina. En los pueblos primitivos la sangría se usó como ritual, como oferta de paz hacia los espectros y los
demonios, tratando de halagarlos con ofrenda de la propia sangre.
Así como ahora tenemos famosas facultades de medicina donde
se gradúan los médicos, también los pueblos primitivos tenían instituciones rudimentarias basadas en principios similares.
Los hechiceros eran muy celosos de sus conocimientos y sólo los
transmitían a grupos de jóvenes seleccionados – entre éstos, algunas mujeres- que en calidad de aprendices estudiaban bajo su tutela.
Para acceder a la calidad de hechicero, debían demostrar ante toda la
tribu, reunida en asamblea, las habilidades adquiridas. Es el primer
antecedente del examen profesional.
Una vez nombrado hechicero, pasaba a una posición altamente
privilegiada. Infundía respeto y veneración, vivía con ocio y se le
proveía de comida, vestido y vivienda, sin tener que realizar ninguna tarea ordinaria.
El reverso de la medalla era que cuando a la tribu la azotaban
calamidades como epidemias, inundaciones, sequías y hambre, si no
podía dar una explicación convincente o el período aciago se prolongaba más de lo soportable, se veía en serias dificultades: los pueblos
podían ser muy crédulos, pero también muy violentos y el hechicero
inepto pagaba con su cabeza.
26
El médico moderno y el hechicero primitivo son los extremos de
por lo menos 20 mil o más años en la historia de la medicina. A lo
largo de este período vemos reaparecer, una y otra vez, bajo formas
distintas, las viejas teorías de los demonios y los espíritus, mismas
que se incorporaron en distintas etapas, a las civilizaciones de Egipto, Grecia, Roma y en la Europa cristiana.
SEGUNDA PARTE
Imhotep, el dios
Esculapio, el mito
Hipócrates, el nombre
29
CAPÍTULO IV
Imhotep, el dios
El hombre ascendió a tropezones hacia el estadio de civilización.
El descubrimiento de la agricultura permitió el surgimiento de
ciudades y fue así que tuvieron lugar los avances más importantes.
Instalado en una ciudad, el hombre dispuso de tiempo y condiciones
para dedicarse a la cultura y logró mejoras que eran imposibles en
el nomadismo.
Las ciudades proliferaron en lugares de clima cálido y agua
abundante. Uno de esos lugares fue el valle del Nilo, protegidos
por las fronteras naturales que eran, por un lado el desierto y por el
otro, el mar.
Esa cultura adquirida en la vida citadina, muy superior a las tribus
nómadas y a los clanes cavernarios, no consistía en innovaciones
sino en el mejoramiento y refinamiento de lo tradicional existente: el
jefe de la tribu pasó a ser rey; la cueva o la choza, una casa de piedra
o ladrillos; las pinturas primitivas de las cuevas se convirtieron en
escritura.
La escritura, el uso de símbolos con los que se perpetúan los pensamientos, la cultura y los hechos de los hombres, marca uno de los
pasos más grandes que el hombre ha dado en el camino hacia el progreso y eso, por encima de todo lo demás, le convierte en un hombre
civilizado.
La escritura creó la historia que, al contrario de la leyenda, tiene
sus orígenes en documentos escritos. Cuando la cultura pasaba de
una generación a otra solamente por medio de la palabra, lo dicho se
tergiversaba, aumentaba y corregía, como sucede actualmente con
la maledicencia.
Pero con la invención de la escritura se pueden desentrañar los
hechos en su versión original, siempre que los documentos se hayan
conservado.
30
En regiones de clima seco y arenoso, como Egipto, Asiria y Babilonia, los escritos, como los edificios, se han conservado a lo largo
de los siglos. Muchas inscripciones han sido descifradas y sabemos
cómo pensaban y en qué creían los hombres del antiguo Egipto, la
tumba de los orígenes de la civilización.
Se obtuvieron registros puntuales de cómo se pasó de un estado
primitivo al de una gran cultura y arte refinado. Se ven los comienzos
de la albañilería y se conservan edificios planificados con gran magnificencia, con cañerías de agua y servicios sanitarios, muebles exquisitos, tapicería y joyas maravillosamente talladas. Conocían velas,
navajas de afeitar, juegos de manicurista, maquillaje y lápiz labial.
El arte de embalsamar a las momias nació en la creencia en que
después de la muerte, el espíritu se iba a vivir a otro mundo, donde
necesitaría su cuerpo y alimentos. Se aprendía de memoria el Libro
de los muertos, una especie de guía hacia ese mundo desconocido.
El cuerpo de momificaba y se enterraba rodeado de alimentos, ropa,
armas, joyas y artículos de uso diario.
Gracias al estudio de las momias podemos saber algo de las enfermedades de los egipcios: huesos rotos, infecciones, caries dental,
reumatismo y muchas otras que se padecen hoy en día.
Una momia aún no encontrada, pero que se sabe está enterrada
cerca de Menfis, cuando se llegue a encontrar, veremos al primer
médico de cuya existencia existen documentos escritos: el médico
Imhotep.
¡Cuán diferente es su historia a la del hechicero de Cro-Magnon,
cuyo retrato vemos en la cueva de Ariége, en Francia! De éste sólo
conocemos su apariencia física y nada de lo que hizo, pero Imhotep
vivió en la época de la palabra escrita y por los anales de su tiempo,
sabemos lo que hizo, cuáles eran sus ideas y cómo medicinaba a sus
pacientes. Nos dicen que Imhotep, cuyo nombre significa “el que
viene en paz”, vivió hace unos cinco mil años, durante el reinado
de Zoser, Faraón de la Tercera Dinastía. Era hijo de un arquitecto
y cuando llegó a la edad viril, era tal su ingenio y sabiduría, que el
Faraón le hizo su Gran Visir. Ostentaba los títulos de “Juez supremo,
superintendente de los archivos del rey, portador del sello real, jefe
de todos los trabajos del rey, sobrestante de todo aquello que da el
31
cielo, crea la tierra y produce el Nilo, y superintendente de todo lo
existente en estas tierras”.
Se puede advertir que el Gran Visir tenía de hecho todas las responsabilidades de gobierno y en el antiguo Egipto se elegía para el
cargo al hombre de mayor sabiduría en todo el reino. Y de todos los
visires, Imhotep fue el más sabio y discreto.
Se le atribuye la manufactura de los planes de la pirámide graduada, todavía en pie cerca de Menfis y del templo de Edfú, quizá
el mismo templo donde él oficiaba de sacerdote y de mago, pues en
Egipto, como en la tribu de los Cro-Magnon, el médico era también
mago y hechicero.
Creían pues en los espíritus, pero ese mundo tenía en los egipcios
una organización superior a los salvajes, porque con la civilización,
el mundo fantástico de los espíritus también se había hecho más complejo.
Había una jerarquía entre sus dioses, similar a los grados militares.
La mayor jerarquía era la de Ra, el dios sol, pero tenía un enemigo,
Apepi, el dios de las tinieblas, el cual a diario sostenía con Ra grandes
batallas, para evitar que el sol saliera y era siempre derrotado.
Estas pendencias entre dioses traían aparejadas una serie de calamidades sobre los egipcios. El dios Osiris tuvo una contienda con
su hermano Set, dios del Alto Egipto, el cual al ser derrotado, se
convirtió en malhechor empedernido. Tanto Set como sus amigos
se dedicaron a diseminar enfermedades; sus lágrimas, al caer a la
tierra, envenenaban las plantas y su sudor se convertía en escorpiones y serpientes venenosas, y estos demonios se dedicaban a causar
desgracias y la única forma de combatir esta maldad era por medio
de la magia, invocando la protección de los dioses amigos.
Los dioses podían ser también víctimas de enfermedades. Ra,
periódicamente se enfermaba de un ojo, y reinaban las tinieblas por
un tiempo, lo que la astronomía denomina eclipse. Y poco le faltó
para morirse, cuando un escorpión le picó en un talón. Horus, el hijo
de Isis, tenía dolores de cabeza y como Ra, estuvo a punto de morir
por piquete de escorpión.
Cuando un dios caía enfermo, acudía a otros dioses amigos para
auxilio y lo mismo hacían los hombres cuando acudían al templo en
busca de alivio a sus dolencias.
32
El mejor sacerdote de Egipto, el que mejor combatía los malos
espíritus y que mejor conseguía la protección de los dioses amigos, fue Imhotep. No sólo cuidaba del enfermo sino que escribía,
en forma de proverbios, todo lo que aprendía de los hombres y de
la vida.
Fue de tal magnitud el prestigio de Imhotep, que sus textos
formaron parte de la tradición nacional.
A su muerte, en el funeral le rindieron los más altos honores. Su
fama le sobrevivió mucho tiempo. Un hombre tan bueno, con tanta sabiduría, y que librara a tantos de sus enfermedades, tenía por fuerza que
continuar ayudando a los hombres desde el otro mundo. Y el pueblo oró
a Imhotep, invocando su ayuda en sus enfermedades. Se le erigieron estatuas que tenían virtudes curativas. Su fama crecía al paso de los siglos
y finalmente fue colocado al lado de los dioses.
Cuando los persas conquistaron Egipto, con Cambises, hace dos
mil años, Imhotep fue deificado como el dios egipcio de la salud y la
medicina; se levantaron templos en su honor, los que al mismo tiempo
eran hospitales y escuelas de medicina.
Allí se descubrieron papiros donde se describían tratamientos. En
uno de ellos se relatan 48 casos clínicos, heridas y fracturas y el tratamiento correspondiente. Fueron los primeros libros de medicina.
33
CAPÍTULO V
Esculapio, el mito
Como los hombres, las civilizaciones envejecen. El hombre gusta
de relatar a sus nietos sus hazañas de juventud, reales o imaginarias.
Una civilización vieja se aferra a las tradiciones sacralizadas. El
progreso se detiene.
Hace tres mil años que la civilización egipcia había alcanzado
su cenit y comenzaba su declive. La rigidez imperaba en todos los
ámbitos: arte, arquitectura, literatura, se habían hecho inmutables.
No obstante, este país de tumbas y momias, fue el gran archivo de
sabiduría donde otras civilizaciones, más jóvenes y dinámicas, iban
a abrevar conocimientos en que basaron su desarrollo.
Una de esas civilizaciones se levantaba hacia el noroeste de
Egipto. Eran guerreros indómitos que conquistaron esos territorios
y habían fundado las ciudades de Atenas, Esparta, Tebas y Corinto.
En ellas se hablaba el mismo idioma y las habitaban los helenos, que
serían mucho después bautizados por los romanos como griegos. Se
dividían en ciudades-estados, independientes unas de otras.
Estos pueblos tenían en común la energía y la ambición, tanto
de tierras y riqueza, como de saber, de nuevas ideas y creencias. A
diferencia de los egipcios, no se sujetaban a la rígida autoridad de sus
dioses, respetaban los dioses ajenos, pero ningún dios les inspiraba
reverencia alguna. Por eso, cuando sus barcos llegaron a Egipto, no
vieron en Imhotep una deidad rival, sino a su mismo dios con nombre
diferente. Lo llamaron Imuthes y lo enlazaron a su dios de la medicina, Esculapio.
Igual que los egipcios y los pueblos primitivos, los griegos creían
en el origen sobrenatural de las enfermedades y pedían ayuda a sus
dioses para curarse. Los dioses griegos eran supremos, todopoderosos, con infinitas virtudes mágicas, pero como los hombres, con
malas costumbres y llenos de debilidades.
34
Deambulaban por la tierra, se mezclaban con los mortales y
gozaban de los mismos placeres. Eran dioses accesibles con los que
se podía hablar de hombre a hombre. Al principio, cada ciudad tenía
su dios o diosa favorita, y respetaban a los demás, pero la fama
de algunos dioses fue extendiéndose gradualmente hasta tener
supremacía. A nuestra época han llegado las leyendas de Zeus,
Apolo y Artemisa y el resto de la Vía Láctea de deidades.
Apolo era el dios supremo de la medicina, porque si bien sus
flechas llevaban plagas y pestilencias, podía él, con sólo quererlo,
dominarlas y librar al hombre. Apolo era el médico de los dioses del
Olimpo, cuyas heridas curaba con raíz de peonía.
La leyenda cuenta que Apolo transmitió sus conocimientos de
medicina al centauro Quirón, hijo de Cronos. Este centauro, mitad
caballo y mitad hombre, que era muy versado en historia, música
y medicina, tuvo a su cargo la educación de Jasón, Hércules y
especialmente, Esculapio, el que con el tiempo sería el gran dios de
la medicina, por encima de Apolo.
Esculapio es menos famoso que Jasón, Hércules y Aquiles y
hay diferentes versiones sobre su vida. Una de ellas se encontró en
los escritos del poeta Hesíodo, quien vivió hace dos mil 700 años.
Dice que Apolo era el padre de Esculapio y su madre, Coronis, una
doncella de Tesalia, la que debía guardar el secreto de su matrimonio
con el dios, y su padre la obligó a casarse con su primo Ischis.
Apolo supo de su casamiento por el cuervo que hacía de espía.
Colérico, el dios la tomó contra el mensajero y de blanco que era, lo
volvió negro y desde entonces negro es el color del duelo.
Después arremetió contra Ischis, a quien mató con una flecha.
Coronis murió a manos de Artemisa, hermana gemela de Apolo.
Cuando la cólera de Apolo se desvaneció, sintió remordimientos
y alcanzó a sacar a su hijo de la pira funeraria de Coronis y se lo
llevó a Quirón, el centauro, al Monte Pelión.
Quirón enseñó al niño Esculapio a curar y éste logró pronto grandes hazañas en medicina. Pero, dominado por la soberbia, o por el
oro, se aventuró demasiado. De Atenea consiguió la sangre de Medusa, con la cual podía hacer grandes obras de magia, como sanar
enfermos y resucitar muertos, pero fue esto último lo que le metió en
35
problemas. Plutón, rey de los infiernos, se quejó con Zeus de que Esculapio, con su magia, amenazaba con despoblar el averno. Furioso,
Zeus castigó a Esculapio. El poema describe así el episodio:
Y arrebatado y cegado por la ira
Desde su cumbre, allá en el alto Olimpo,
El rayo lanza de rutilante fuego
Que de Latona, el hijo amado
Mata y destruye; su cólera fue tanta.
En vida, Esculapio se casó y tuvo varios hijos con su mujer Epione, hija de Mérope, rey de Cos. Sus hijos más famosos fueron Macaón y Podalirio, además de Hygia y Panacea.
Hygia fue la diosa griega de la medicina y de su nombre se derivan higiene, higiénico e higienista. Panacea fue la diosa de las virtudes curativas y el diccionario usa la palabra como la medicina que
cura todo.
Macaón y Podalirio aparecen en el libro cuarto de La Ilíada,
donde se relata que Macaón extrae una flecha que atraviesa el
cinturón del rey de Esparta: “Cuando viera la herida que el dardo
había causado, luego de haber chupado la sangre con sus labios,
con gran maestría derramó sobre ella bálsamos calmantes que el
bondadoso Quirón había dado a su padre”.
Homero describe en la epopeya troyana 147 heridas de arma
blanca y de éstas, 114 causaron la muerte, a pesar de chupar la
sangre y aplicar bálsamos de yerbas calmantes que recomendara el
gran Quirón, y no dice mucho de la maestría de los cirujanos de
aquella época.
Esto de chupar la sangre, no solamente nos hace pensar en algo
muy desagradable, sino en un tratamiento poco saludable. Nada se
sabía en aquellos tiempos de las causas de las infecciones, pero dos
mil años después seguía en uso esta práctica.
Los descendientes de Esculapio –o que se ostentaban como
tales- monopolizaron en Grecia el arte de curar; unos, siguiendo el
ejemplo de Macaón y Podalirio, se dedicaban a la cirugía, como
médicos particulares; otros oficiaban de sacerdotes curanderos en
los templos erigidos a la memoria de su antepasado.
36
Los griegos consideraban las heridas como algo totalmente
diferente del resto de las dolencias del cuerpo, nada había de
misterioso en ello, todos podían ver causa y efecto. Pero en cuanto
a otros malestares, todavía se atribuían a espíritus, dioses, demonios
y héroes mitológicos y los templos de Esculapio se usaban más en
atención de los enfermos que de los heridos.
Estos templos eran bellísimos edificios de piedra con peristilos
sombreados, alamedas de olivos y grandes fuentes. El tratamiento
era casi igual a los templos de Imhotep o las cuevas de los CroMagnon. Los sacerdotes no chillaban, ni gritaban, ni bailaban, ni
ahumaban, pero sí usaban la sugestión.
En cada templo había una estatua de Esculapio, empuñando un
báculo al que se enrollaba una serpiente, báculo y serpiente que son
hoy el emblema de la medicina. Algunas veces se veía también la
estatua de Hygia.
De cerca y de lejos acudían los enfermos al templo, pero no estaban muy graves, porque hubiese sido una enorme falta de respeto
al dios, morirse en su propio templo; tampoco eran admitidos inmediatamente, sino que tenían que esperar turno y entretanto vivían en
posadas alrededor del templo.
En la espera, el enfermo debía observar reglas de purificación
antes de ser llevado a la presencia del dios: debía reposar, no podía
beber vino, llevar un régimen alimenticio y tomar baños de agua
fría salada. Sin saberlo, los pacientes en espera estaban ya en
tratamiento.
A diario se agolpaban para leer en unas tabletas, las curas que el
dios había hecho en las últimas 24 horas. Ansiosos de creer, estos
enfermos no sabían que los que se libraban de sus dolores, eran víctimas de enfermedades mentales, lo que alguna gente llama “estar
mal de los nervios” o histeria. Pero a los escasos afortunados cuyas
dolencias cedían a la sugestión, había otros enfermos del cuerpo,
cuyos males seguían el curso fatal, pero la turba no sabía de esos
casos, ni quería saberlo.
Parece que el sacerdote de Esculapio, quizá sin conocerlo, funcionaba como un gran “director de escena”. Antes de ser admitidos
para tratamiento, ya se imbuía en los enfermos la convicción de que
37
se curarían. Cuando finalmente eran admitidos, un sacerdote que
actuaba de guía llevaba al enfermo a recorrer el templo mientras
le contaba de curas maravillosas. Un aire de santidad, de profunda
dignidad religiosa dominaba todo el santuario y el enfermo acababa
por creer, sin sombra de duda, que pronto quedaría curado.
Al final del día, el paciente envuelto en blancas vestiduras, se
echaba sobre un diván, se ofrecían oraciones, las lámparas se extinguían y reinaba el silencio. El paciente se adormecía y ya dormido
profundamente, se le aparecían en el sueño imágenes de Esculapio y
de Hygia, que le dirigían palabras de consuelo. Al despertarse, veía
a un sacerdote ataviado con las vestiduras del dios, y tenía junto
una serpiente y un perro. La serpiente se arrastraba por el lecho y el
perro le lamía las manos, mientras el sacerdote le hacía preguntas
sobre su enfermedad, le daba consejos, le recetaba medicamentos y
se iba con serpiente y perro a ver otro paciente.
Su caso se convertía en un testimonio más en las tabletas. De
regreso a su pueblo, hablaba ante todos de las glorias de Esculapio.
El culto se multiplicó en Grecia, los templos proliferaron. Pronto
faltaron descendientes de Esculapio para llenar vacantes de médicosacerdote y adoptaron a jóvenes extraños a quienes entrenaban en
las artes medicinales.
Pero las familias que se acreditaban como descendientes de Esculapio guardaban celosamente su reputación y temían que los miembros adoptados pudieran desacreditar su buen nombre en el campo
de la medicina.
Así, impusieron a los elegidos un juramento de que debía llevar
una vida como corresponde a un miembro de la familia de Esculapio.
Este juramento ha llegado a los tiempos actuales en versiones diferentes y en algunas facultades de medicina los graduados tienen que
prestarlo, en cuanto a las graves responsabilidades que adquieren con
la profesión de médicos. La fórmula que se conoce como “juramento
hipocrático”, compendia el código de “ética médica” y los deberes
morales del médico.
A continuación, parte de la fórmula del juramento:
“Juro por Apolo, el médico, y Esculapio, Hygia y Panacea y todos
los dioses y diosas que, de acuerdo con mis capacidades y mejor
38
discernimiento, he de cumplir este juramento y lo en él estipulado,
que he de considerar al que me ha instruido en este arte como a mis
propios padres y como tal he de amar y con él repartiré mi hacienda
y lo he de remediar en sus necesidades, siempre que para ello fuere
requerido; que he de mirar por sus hijos al igual que por mis propios
hermanos, y he de instruirlos en este arte, en el caso de que quisieran
aprenderlo, sin recompensa alguna ni estipulación previa de ninguna
clase y que por medio del precepto o la plática, o de cualquier otra
forma de enseñanza, he de instruir en este arte a mis propios hijos…
y a discípulos constreñidos por este juramento, según las leyes de la
medicina, pero a nadie más. Que he de seguir la forma de tratamiento que,
de acuerdo con mi mejor saber y discernimiento, considere mejor para
beneficio de mis pacientes, absteniéndome de todo aquello que pudiera
ser peligroso o dañino. Que no he de dar venenos mortales a nadie,
aunque para ello fuere requerido, ni he de sugerir a nadie tal consejo…
que he de vivir y practicar mi arte en pureza y santidad… Cualquier
cosa que viere u oyere, en la vida de los hombres que no deba repetirse,
no la he de divulgar, teniendo siempre en cuenta que tales cosas deben
guardarse secretas. Que mientras guarde este juramento inviolado, me
sea concedida una vida feliz en la práctica de mi arte, respetado de
todos los hombres en todos los tiempos. ¡Mas si transgrediera o violara
este juramento, que todo lo contrario sea mi suerte!”.
39
CAPÍTULO VI
Hipócrates, el nombre
En el siglo V antes de Cristo tuvo lugar en Grecia un gigantesco acontecimiento en materia de ciencia y filosofía, que cambió la historia
de la medicina y más aún, la historia del pensamiento en general.
Fue, simplemente, un nuevo sistema para estudiar las enfermedades,
el que descubrió dónde estaba el enemigo.
A partir de ese momento, el hombre y no la enfermedad, iba a ser
el vencedor. Durante milenios, el hombre luchó contra las dolencias
del cuerpo, pero siempre dominado por la idea fija en espíritus,
demonios y espectros. Peleaba contra sombras y nunca daba con el
enemigo real. Y las enfermedades brotaban sin obstáculo alguno.
Y fue cuando dejó de buscar en lo sobrenatural la causa de las
enfermedades para buscarla en donde realmente se halla: en la naturaleza, en el mecanismo interno del cuerpo humano. Este cambio
marca el comienzo de la medicina moderna.
En el tiempo que ocurrió esto, Atenas era la ciudad suprema de
Grecia, pero no fue allí donde tuvo lugar el cambio, sino en Asia
Menor, en la colonia griega de Jonia. Un hombre nombrado Tales,
después de estudiar en Egipto, regresó a su pequeña ciudad llamada
Mileto.
Tales llevaba consigo el método que iba a destruir la fe en dioses
que curaban y en demonios causantes de males. Tales se dedicó a
profetizar un eclipse para el año 585 a.C. Lo novedoso del caso
es que el sabio no fundaba su vaticinio en la exploración de las
entrañas de animales sacrificados, como hacían adivinos a lo largo
de siglos, sino estudiando la posición de las estrellas, así como del
sol y la luna.
Tales provocó lo mismo indignación que burlas. Era mucho su
atrevimiento, al querer sustituir el poder de los dioses, metiéndose
en terrenos reservados a lo divino.
40
Pero el eclipse llegó tal y como lo pronosticó Tales de Mileto.
Entonces muchos conjeturaron que algún dios habló con Tales y le
dio la información. Pero el filósofo insistió en que todo fue producto
de sus propios cálculos. Los atenienses también se burlaron de la
afirmación de Tales de que el agua era el elemento primario del que
todo, inclusive el hombre, se derivaba. Dijeron en Atenas que en
Jonia debían ser estúpidos para escuchar a Tales afirmar eso, ya que
todos sabían que Prometeo, el titán, había hecho al primer hombre
de barro y le había soplado el espíritu y luego había robado el fuego
de los cielos para uso del género humano.
Peor aún: además de Tales, en Jonia otros filósofos habían caído
en la tentación de la especulación y de manera más sacrílega daban
forma a nuevas filosofías. Comenzaron a dudar de la obra de los dioses y hablaban de la naturaleza y de números. Empédocles, de Akragas, decía que todo el mundo estaba compuesto de cuatro elementos:
tierra, aire, fuego y agua.
Pitágoras, de Samos, usaba las matemáticas para resolver el
enigma de la vida. Pero el mayor sacrilegio fue que el filósofo, haciendo a un lado a los dioses, decía que las enfermedades se debían
a causas naturales. Cuando el hombre entraba en desequilibrio con
la naturaleza, y cuando había o no, bastante sangre, o bilis, o flema,
o cuando su organismo estaba demasiado húmedo, o frío, o seco, o
caliente, entonces se enfermaba.
Planteaba que para hacerlo recuperar la salud, no era cosa de invocar a dioses para combatir demonios, sino restableciendo el equilibrio normal de los humores humanos.
Claro que hoy en día se puede coincidir, pero por razones diametralmente opuestas, con los atenienses del siglo V a.C., que esas
teorías de los humores y de los números eran ridículas, pero lo trascendente era que eliminaban a dioses y demonios.
Los filósofos de Jonia sentaron las bases de la nueva medicina
al abandonar creencias fijas durante casi 20 mil años. Su increible
atrevimiento dio frutos en los tiempos por venir. Las explicaciones
que dieron eran erróneas, pero el camino seguido era el correcto. La
filosofía jónica estaba destinada a poner una enorme responsabilidad sobre el ser humano, aunque seguramente ninguno de esa gran
pléyade de sabios pudiera darse cuenta de ello.
41
En tanto se creía firmemente que las enfermedades eran obra de
dioses, demonios y espíritus, el hombre era impotente contra los
males. Si enfermaba, no era su culpa, sino del destino que le había
sellado.
Pero los filósofos jónicos planteaban que en última instancia,
el hombre era responsable de su salud y enfermaba por lo mismo.
Entonces debía estudiar las fuerzas de la naturaleza hasta llegar a
dominarlas.
Pero esto significaba, asimismo, que el hombre debía abandonar
los mitos infantiles y asumir sus responsabilidades ante la vida. Ya
no podía cargar todas las calamidades y el posible alivio, a la generosidad de Esculapio e Hygia. Según parece, los filósofos jónicos no
fueron muy populares.
Esa escuela de pensamiento nos empujaba a tomar los problemas
por nuestra cuenta y tratar de resolverlos, algo no muy agradable
cuando nunca se tuvo esa costumbre. Quizá por lo mismo, el hombre se descarrió más de una vez de esa senda estrecha en los siglos
venideros, y volvió a colocar las responsabilidades en los dioses,
demonios y espíritus. Pero el legado de los jónicos del siglo V ahí
quedó, con su bagaje de decisión, sutileza e insaciable curiosidad.
Esta filosofía racional llegó a Atenas en el momento propicio,
cuando las ciudades griegas estaban unidas, como nunca en su historia, para enfrentar al gran enemigo común: los persas, que los atacaron bajo el mando de Darío, primero y después con Jerjes, en las
batallas de Salamina (480 a.C.) y Platea y Micala, el año siguiente.
Y después de salir victoriosos, los griegos vivieron medio siglo en
completa paz entre las ciudades.
Este período de paz y prosperidad fue posible debido al gran
gobernante Pericles, y los atenienses dispusieron de tiempo para el
estudio y la reflexión. De Jonia llegó Anaxágoras, para explicar la
razón de los eclipses, el arco iris, las estrellas y los meteoros. Dijo
que la tierra era redonda. Anaxágoras fue arrestado y juzgado por ir
contra las creencias religiosas vigentes. Fue notable el hecho de que
Pericles en persona tomó su defensa, aunque finalmente tuvo que
salir de Atenas, pero había dejado sembrada la semilla.
42
Poco después surgió en Atenas el grupo de filósofos más grande
conocido jamás, encabezados por Sócrates, Platón y Aristóteles.
Este maravilloso trío de gigantes, junto con otros muchos, se dieron
a la tarea de descubrir la verdad oculta tras los mitos.
Algunos de estos pensadores eran médicos y aplicaban el método
racional para explicarse sus causas, a través de la observación. Una
vez que los filósofos establecieron dónde se hallaba la causa de las
enfermedades, la especulación que utilizaron dejó de ser necesaria
y lo que pasó a ser importante fueron los hechos que confirmaban
las teorías.
Las teorías son muy importantes, porque guían al médico en busca
de los hechos. Si los hechos no corroboran la especulación teórica,
ésta debe desecharse y probar de nuevo. Sólo mediante el acopio
de datos podía llegarse a elaborar teorías sólidas y explicaciones
plausibles.
Hipócrates de Cos, médico y filósofo, fue quien rescató a su vez a
la medicina de la especulación, para dar paso a la clasificación de datos
sobre enfermedades. Es considerado como el padre de la medicina.
Hipócrates hizo lo que nadie antes: examinar con sumo cuidado
al enfermo y describir los signos y síntomas de la enfermedad. No
buscaba pruebas de la existencia de espíritus ni trataba de demostrar
que los humores estaban desequilibrados; sólo estudiaba con toda
exactitud en qué se diferenciaba un hombre enfermo de uno sano y
un enfermo de otro enfermo.
La enorme importancia de la obra de Hipócrates se basa en que
observó y recopiló los síntomas de las enfermedades y empezó la
acumulación de datos, que es la base de cuanto se sabe en la medicina moderna.
Este método, inventado hace dos mil 500 años, es lo que en
general sigue el médico hoy en día cuando visita por primera vez a
un paciente: debe preguntar cómo se siente, cuántos años tiene, qué
enfermedades ha tenido, si ha estado recientemente cerca de personas
enfermas y qué padecían. Después pasa al reconocimiento: mira la
garganta, los ojos, los oídos, trata de encontrar partes doloridas y
practica una minuciosa auscultación.
43
El médico moderno se guía por la clave que le dan los síntomas,
para discernir qué padecimiento sufre el paciente. Así llega al
diagnóstico y prescribe el tratamiento adecuado.
El diagnóstico es uno de los elementos más importantes en la
medicina y si no se dispone de eso, no podrá haber base sólida para
el tratamiento. Es el resultado de saber que varias enfermedades,
distintas e independientes unas de otras, pueden atacar al enfermo,
lo que ignoraban los médicos en tiempos de Hipócrates, quien creía,
como creyeron todos hasta el siglo XVII, que fueran los síntomas lo
que fueran, todas las enfermedades eran causadas por un desorden
común del organismo. Pero él mismo reconoció que cuando los
síntomas se combinaban de cierta manera, la enfermedad seguía
un curso determinado, pero seguía otro diferente si los síntomas
aparecían distintos.
Hipócrates dio forma a lo que ahora se conocen como “historias
clínicas”. Cuando reunía varias de éstas, extraía conclusiones
de orden general y así podía vaticinar el curso que seguiría una
enfermedad.
Estas conclusiones las escribía en forma de proverbios o
aforismos: Cuando el sueño pone fin al delirio, es buena señal.
La apoplejía es más común entre los 40 y los 60 años. Lasitud y
cansancio sin causa es indicio de enfermedad.
Hipócrates nunca pudo diagnosticar, como lo hace un médico
moderno, pero sí podía formular un pronóstico, uno de los aspectos
que más interesaba a los griegos. Pronosticar, en medicina, es prever
el curso que seguirá la enfermedad: la respuesta a las preguntas que
siempre hace el enfermo: ¿Qué me va a suceder? ¿Cuánto tiempo
tendré que estar en cama?
Hipócrates dijo: Saber es una cosa: mas simplemente creer que
se sabe es otra. Saber es ciencia: mas simplemente creer que se
sabe, es ignorancia.
TERCERA PARTE
La senda de la medicina
Los mensajeros de la ciencia
La senda se divide hacia oriente
y occidente
47
CAPÍTULO VII
La senda de la medicina
En el 430 a.C., Atenas padeció una terrible epidemia conocida como
“la peste de Atenas”, que azotó la ciudad cinco años completos.
Entre los miles de atenienses que se llevó la enfermedad infecciosa,
murieron la hermana y los dos hijos del gobernante Pericles, quien
ya padecía los efectos de intrigas políticas y al año siguiente la peste
lo llevó a la tumba, con lo que Grecia perdió al más grande estadista
de su historia.
Atenas vivió tiempos convulsos, pero los progresos en la medicina siguieron adelante gracias a que los valiosísimos archivos
de Hipócrates se conservaron intactos, pese a epidemias, guerras y
conquistas. Y los principios del padre de la medicina se difundieron
por todo el mundo antiguo y, arrastrados por la corriente de la
civilización, llegaron a nuestros días.
El mismo año que murió Pericles, nacieron en Atenas dos niños
destinados a pasar a la posteridad: Platón y Jenofonte. Platón fue un
gran filósofo y maestro en Atenas; Jenofonte, muy joven, marchó con
otros griegos a la guerra que Ciro hacía contra su hermano Artajerjes
II, rey de Persia. Ciro fue derrotado y los griegos regresaron a su país
al mando de Jenofonte, epopeya que relató en su obra La Anábasis,
mejor conocida como “la retirada de los 10 mil”.
De regreso en Grecia, los soldados contaron en sus respectivas
ciudades la riqueza que vieron en Persia, las malas defensas de ese
país y la tentación del saqueo. Al norte de Grecia, en Macedonia,
dos jóvenes comenzaban carreras opuestas: Filipo, hijo del rey de
Macedonia, y Aristóteles, hijo del médico del rey.
Aristóteles fue a Atenas, donde estudió en la Academia de Platón,
en tanto Filipo subió al trono de Macedonia. Filipo engrandeció su
reino tras varias conquistas y unificó a todos los griegos en guerra
contra los persas.
48
Aristóteles, por su parte, concibió la idea de estudiar los fenómenos de la naturaleza, como Hipócrates había estudiado las enfermedades: sin especular sobre ellos, mediante la observación, descripción y el ordenamiento metódico y regular.
Aristóteles fue el primero que trató de la historia natural; además,
se impuso a sí mismo la tarea de clasificar el mundo entero, cosa que
otros continúan y que en estos años está aún lejos de llegar a su fin.
Filipo y Aristóteles se unieron en una obra común: la educación
de Alejandro, hijo de Filipo, quien fue instruido en la ciencia y la
filosofía y desarrolló gran afición por la historia natural.
Surgieron conflictos entre Macedonia y Atenas. El tribuno Demóstenes lanzó sus famosas Filípicas. Los ejércitos se enfrentaron y
Filipo fue el vencedor. De inmediato, éste comenzó el proyecto de
la invasión de Persia desde Atenas.
Pero en el momento mismo de comenzar la marcha de sus ejércitos, Filipo fue asesinado. Alejandro, discípulo de Aristóteles, fue
coronado rey de Macedonia, a los 20 años de edad, y tomó el mando
del gran ejército, llevando al cabo el plan original de su padre.
Con sus ejércitos iban hombres de ciencia que, en cada país,
recopilaban para Aristóteles la información que se registraría en sus
obras de historia natural.
Alejandro conquistó Egipto, Medio Oriente, Persia, Sogdiana,
Ecbatana (lo que ahora es Afganistán y Pakistán), la India y trece
años después murió en Babilonia, de fiebres. Su gigantesco imperio se despedazó, pero en todas partes había dejado gobernadores
griegos, colonos griegos y eminentes sabios griegos.
Se diseminó por el mundo conocido la cultura griega, con desigual
fortuna, pero hubo un lugar en particular donde sí echó raíces y dio
generosos frutos: Alejandría, fundada por Alejandro y gobernada por
la dinastía griega de los Ptolomeos, de quienes descendería Cleopatra, la última soberana de esa dinastía.
Esos gobernantes fueron grandes promotores de la ciencia y las
artes. Fundaron el primer museo de la historia y llegaron a formar la
más grande biblioteca del mundo antiguo. El museo fue en realidad
la primera universidad que existió y Atenas fue desplazada como
centro mundial de la cultura.
49
Los estudiantes iban a Alejandría a tomar clases con Euclides,
creador de la geometría que por dos mil años sería el modelo
en Occidente; allí fue donde Eratóstenes hizo la medición de
la circunferencia terrestre y falló por pocos kilómetros; donde
Arquímedes estudió problemas de ingeniería y donde Herón fabricó
la primera máquina de vapor.
En Alejandría florecieron la literatura, las matemáticas, la astronomía y la ingeniería, pero también la medicina. Entre los siglos
III y II a.C., los médicos más prominentes de diferentes países se
congregaron en Alejandría y llevaron a la práctica algo que fue el
adelanto más importante desde Hipócrates, aunque lamentablemente
pronto quedó en el olvido: el estudio de la anatomía a base de la disección del cuerpo humano.
Actualmente lo vemos como algo común, porque damos por
hecho que un médico debe conocer forzosamente la estructura del
cuerpo humano, pero hasta inicios del siglo XX, la oposición a la
disección era enorme. Uno de los capítulos más sórdidos de la historia de la medicina, es el de los “motines contra la anatomía” y los
ladrones de cadáveres, a principios del siglo XIX, cuando aún no
había leyes para proteger los estudios anatómicos.
Herófilo, médico de Alejandría, escribió un tratado de anatomía
del que apenas se conocen fragmentos. Descubrió los nervios, en
tanto que Aristóteles confundió nervios con tendones y creyó que
las arterias contenían aire en vez de sangre. La palabra “arteria”
significa pasaje para el aire.
Todos los avances de Alejandría se perdieron y los progresos en
medicina, después de haber alcanzado la cima, se estancaron por más
de mil 800 años.
En la península itálica, un pueblo belicoso se había extendido
militar y políticamente, los romanos. Hacia el año 293 a.C., la ciudad
de Roma fue atacada por una epidemia parecida a la de Atenas, un
siglo antes. Los romanos pidieron prestado a los griegos un dios
para combatir la peste, ya que sus deidades no podían. Así fue que
en una isla del río Tíber se erigió un templo a Esculapio, que más
tarde se convertiría en el primer hospital.
50
Los romanos pasaron de agricultores a conquistadores en
tiempo récord. Después de sortear el grave peligro de Cartago y
del magnífico general Aníbal, que durante diez años asoló Italia, los
romanos se expandieron por el mediterráneo, llegaron a los bosques
de la Galia, la Germania, la Dacia; invadieron la Isla que los griegos
llamaban Albión (Inglaterra) y se extendieron por el norte de África
y el Medio Oriente.
A diferencia de los griegos, los romanos no tenían hombres de
ciencia. Eran muy pragmáticos y estimaban la carrera de derecho,
la guerra y la política como actividades honorables. Y los médicos
griegos, como esclavos u hombres libres, iban a Roma en busca de
fortuna.
Con la caída de Corinto, la cultura griega obtuvo gran prestigio
en Roma; con el lujo y la molicie, también llegó la medicina griega
a través de sus médicos. Muchos de éstos se hicieron famosos y
amasaron grandes fortunas.
Los romanos no tenían médicos, pero hicieron en cambio grandes
adelantos en materia de sanidad y salud pública. Construyeron
cloacas y grandes acueductos. En su esplendor, Roma recibía dos
millones de galones de agua por día, volumen que apenas igualaban
grandes ciudades del siglo XX.
Pero la contribución más importante de Roma fue la del hospital.
En el reinado de Claudio (41-54 d.C.) se fundó el primer hospital de
la historia. En Grecia, los templos de Esculapio no eran considerados
hospitales; los enfermos no pasaban ahí más de una noche y por
razones religiosas. No había lo distintivo de un hospital, que es
cuidar a los enfermos el tiempo suficiente para la curación, para que
se alimentaran y se lavaran adecuadamente.
Suetonio relata que “en la isla de Esculapio, ciertos individuos
exponían a sus esclavos enfermos y medio muertos, debido a las
molestias que significaba tener que cuidarlos”. Añade el cronista
romano que “el emperador Claudio, sin embargo, decretó que tales
esclavos eran libres y que si se curaban, no volverían a estar bajo la
autoridad de sus amos”.
Con el tiempo, la isla pasó a ser un lugar de refugio para todos
los pobres que estaban enfermos; allí se les cuidaba y el viejo templo
se convirtió en una especie de hospital rudimentario.
51
Pronto se construyeron otros hospitales e inclusive los ciudadanos
libres acudían a ellos. El desarrollo máximo vino con la expansión
del imperio y la necesidad de atender a los soldados heridos, hizo que
se construyeran hospitales en lugares estratégicos. Aún se pueden
ver ruinas de esos nosocomios, planeados y construidos en forma
mucho más adelantada que ningún hospital posterior a la caída de
Roma, hasta los tiempos modernos.
No eran instituciones caritativas, pero ya en la época cristiana,
una mujer llamada Fabiola, fundó el primer hospital de caridad.
53
CAPÍTULO VIII
Los mensajeros de la ciencia:
Dioscórides, plinio y galeno
Cuando Roma ascendía como potencia mundial, la medicina como
ciencia impulsada por Hipócrates y por los eminentes sabios de
Alejandría, era privilegio de minorías. La inmensa mayoría seguía
fiel a la magia y la hechicería; la gente no acudía a los médicos
griegos, sino que confiaba en la superstición ancestral.
En Roma y en el resto del mundo conocido, la ciencia médica
avanzada no libró a las masas de las creencias en dioses, espíritus y
demonios causantes de las enfermedades, ni de las virtudes mágicas
de hechizos y encantamientos.
El grueso de la población iba a ver a los “cortadores de raíces”
en busca de yerbas mágicas. Éstos proveían las raíces junto con la
fórmula de rituales mágicos que debían ejecutar al tiempo que se
ingería el medicamento. La raíz más popular entre los herbolarios
era la famosa mandrágora. Es una planta con raíz parecida a una
zanahoria que se bifurca y el imaginario colectivo veía la figura de
las piernas y torso humanos y de ahí se le atribuían virtudes curativas
maravillosas.
Tal vez para asegurar su negocio, los herbolarios elaboraron un
cuento que hoy parece inocente, pero muy exitoso durante siglos:
la raíz de mandrágora debía recogerse mediante un procedimiento
estricto, o de otra forma, se corría peligro de muerte. Debía atarse la
punta de un cordel a la planta y la otra, al cuello de un perro. Acto
seguido, el dueño del perro le llamaba y de inmediato debía taparse
los oídos, porque la planta, al ser arrancada, emitía un chillido que,
quien lo escuchaba, caía muerto allí mismo. El perro arrancaba la
planta y moría porque escuchaba el chillido.
Según parece, los clientes no se molestaban en indagar cómo podía
ser que se supiera del tal chillido, si todo el que le escuchaba moría
de inmediato. Pero la mandrágora alcanzaba precios astronómicos.
54
En el cuarto acto de Romeo y Julieta, Shakespeare hace decir a
Julieta: “…y chilla como las mandrágoras arrancadas de la tierra, que
los mortales vivos, al oírlas, huyen enloquecidos”. Esto evidencia
que la leyenda de la mandrágora seguía vigente mil 600 años después
de Cratevas, el más famoso de los herbolarios griegos.
Este Cratevas era el herbolario de cabecera de Mitrídates VI, rey
de Ponto, un siglo antes de la era cristiana. Su fama no se debió a sus
éxitos en curaciones, sino porque fue el primero que describió las
plantas curativas con dibujos. Escribió un libro pleno de fórmulas de
encantamientos mágicos, muy conocidos por los demás herbolarios,
pero con la novedad de las ilustraciones.
Antes de Cratevas, otros habían descrito plantas, como el notable Teofrasto, discípulo de Aristóteles, pero ninguno con dibujos.
Un siglo después, Dioscórides, cirujano de los ejércitos de Nerón,
clasificó las plantas de forma novedosa, de acuerdo con las enfermedades que curaban. Primero trataba la enfermedad, luego daba una
corta descripción de la planta que la curaba, dónde crecía, qué forma
tenía y de qué manera había que administrarlas como remedio.
Dioscórides pasó a la historia de la medicina por esta clasificación,
por lo que se le conoce como fundador de la materia médica, la lista
de sustancias y remedios para el tratamiento de las enfermedades.
Al viajar con el ejército romano por el mundo, Dioscórides tuvo
la oportunidad de conocer plantas de diferentes países. Su libro describe unas 600 plantas y sus derivados. En tiempos de Hipócrates,
los médicos griegos conocían unas 150 y de éstas, alrededor de 90
continúan en uso. El libro de Dioscórides, llamado Herbario, tuvo
mucho éxito y se difundió como libro de consulta en los hogares.
En algunas copias, los dibujos son auténticas obras de arte, pero con
el tiempo, las copias tenían pequeños errores y omisiones aparentemente insignificantes, aunque después de varios siglos, los dibujos
ya no guardaban parecido con las plantas.
Fue traducido a todos los idiomas conocidos, y estuvo vigente más
de mil 500 años, pero nadie se tomó el trabajo de corregir los errores
en los dibujos. Esto fue ilustrativo de la copia servil de lo viejo en el
período de oscuridad que siguió a la caída del imperio romano.
55
Pero el Herbario, de Dioscórides y la Historia Natural, de
Plinio, fueron las grandes fuentes de información científica durante
los primeros quince siglos de la era cristiana.
Plinio, nacido en Como en el año 23 d.C., fue de los pocos romanos que escribió sobre asuntos científicos. Gran erudito, versado
en humanidades y los temas en su tiempo considerados esenciales:
retórica, sistemas filosóficos, derecho y ciencia militar. También estudió botánica en los jardines de Antonio Castor, en Roma. Empero,
no poseía formación suficiente para dilucidar un problema determinado. Todo lo que leía u oía, lo aceptaba sin analizarlo y daba
por verdaderas, cosas que no había tratado probar por medio de la
observación o la experiencia.
Y pecaron de lo mismo quienes le sucedieron, porque con nulo
espíritu crítico, fueron totalmente crédulos en cuanto a sus escritos.
Su sobrino, Plinio El Joven, nos legó un relato de las tareas cotidianas de su tío: Al despuntar el alba, presentaba sus respetos al
emperador; después despachaba asuntos de sus cargos públicos;
después iba a casa, donde un esclavo leía en alta voz o bien copiaba
lo que Plinio le dictaba, en escritura abreviada. Luego venía el almuerzo, se recostaba y escuchaba de nuevo la lectura del esclavo.
Llegada la tarde, tomaba un baño y una comida ligera y hacía la
siesta. Al despertar, continuaba sus estudios hasta la hora de cenar,
exactamente momentos antes del anochecer. Nunca caminaba y se
trasladaba en carruaje en compañía de un secretario, por si se le
ocurría dictar algo en el camino.
Para escribir su Historia Natural, Plinio leyó casi dos mil libros,
de 140 autores romanos y 326 autores griegos. Murió a los 56 años,
en Stabies, a donde fue para observar la erupción del Vesubio, que
sepultó Pompeya, a causa de los gases venenosos que expulsó el
volcán. Su Historia Natural se copió y recopió, pasando a ser la
fuente en que saciaron la sed de saber, las 50 generaciones que le
sucedieron.
El libro empieza con una descripción del universo. Plinio, como
todos los hombres instruidos de su tiempo, sabía que la tierra era
redonda. Paradójicamente, quienes siglos después leyeron su obra,
56
dudaron y negaron esta descripción. Entra luego en la geografía y
los orígenes del hombre, trata de animales y plantas, después medicina y finalmente, de los minerales y el arte.
En botánica y medicina, Plinio sostenía que cada planta tenía un
valor medicinal determinado al que podía dársele aplicación práctica.
Esto fue muy popular entre los cristianos, que pocos siglos
después dominarían todo el Occidente europeo. Estos cristianos de
los primeros tiempos sostenían creencias teleológicas, en que todo
en este mundo había sido creado con un designio práctico y para el
solo y único objeto de beneficiar a la humanidad.
Plinio escribió: “La naturaleza, como la tierra, nos llenan de admiración… cuando consideramos que han sido creadas para satisfacer
las necesidades de la humanidad y deleitarla”. Aunque pagano, Plinio
sostenía puntos de vista que estaban de acuerdo con los principios
del cristianismo y por ello, sus libros gozaron de gran favor entre los
cristianos.
Pero la Historia Natural contiene historias maravillosas de hombres (de países lejanos) que tenían los pies hacia atrás y otros que no
tenían boca y se alimentaban solamente de la fragancia de las flores,
mientras que otros tenían unos pies tan descomunales que con ellos
podían cubrirse la cabeza para protegerse de los rayos del sol.
Mezcladas con hechos ciertos, hay fábulas de caballos alados,
unicornios, sirenas y delfines casi humanos, las que hubiesen pasado
tan solo como cuentos divertidos, de no haberse tomado siglos
después como verdaderos.
Así hallamos estas historias en Las mil y una noches, en el folclor
europeo y entre gente ignorante hoy día. También entremezcladas
con los principios médicos de Europa en tiempos tan cercanos como
el siglo XVI. Un rey de Francia pagó una suma enorme por un
cuerno de unicornio para usarlo como medicamento, sin duda algún
cuerno de venado que un pillo mercader le vendió.
Plinio tuvo gran influencia en la medicina en siglos posteriores,
aunque realmente sabía muy poco sobre el tema; no se fiaba de
teorías y se decía “hombre práctico”, creía en lo que él definía como
“experiencia”, cuyo concepto se reducía a aceptar lo que oía de
otros y lo que él mismo creía cierto. No tenía disciplina científica y
57
frecuentemente aceptaba como pruebas indudables de hechos ciertos
lo que no eran ni pruebas ni hechos y nunca trataba de corroborar su
experiencia con experimentos.
Una “prueba típica” de Plinio: “La yerba llamada marrubio tiene
el poder de extraer las flechas, lo cual ha sido observado en ciervos
a los que, habiendo sido atravesados por estas armas, se les desprendieron cuando comieron tales plantas”. Este asunto, de muy fácil
verificación, flechando un grupo de ciervos y dándoles a comer la
yerba, para observar que si acaso los dardos se desprendían o no,
nunca fue verificado por Plinio.
En descargo de Plinio, debe decirse que el método experimental
no estaba en boga en su tiempo ni muchos siglos después y fueron
poquísimos los que lo ejercieron.
De los tres hombres cuyas obras predominaron en la medicina
europea por unos mil 500 años, sólo uno, Galeno, intentó llevar al
cabo algunos experimentos.
Hacia el año 131 d.C., nació en Pérgamo el famoso Galeno,
hijo del ingeniero Nicón. Esta antigua colonia griega era dominio
romano porque 130 años atrás, el rey Atalo III la había heredado
al pueblo de Roma. Estaba destinado Galeno a ganar la reputación
más grande alcanzada por ningún médico, con la sola excepción de
Hipócrates.
A los 20 años, Galeno ya había asimilado todo lo que los médicos de su tiempo sabían. Los médicos con ambición de saber
acostumbraban viajar de ciudad en ciudad para acumular experiencias
y por lo mismo, durante diez años, Galeno erró por el mundo, con
Alejandría como meta final.
Empero, no era ya Alejandría el gran centro de enseñanza que
había sido 500 años antes, aunque se conservaban aún los esqueletos
de los cuerpos antiguamente sometidos a disección y se podía aprender la forma de los huesos humanos y cómo estaban unidos entre sí,
algo imposible en las demás ciudades romanas o griegas.
Galeno tuvo que conformarse con la disección de cerdos y monos
y concluyó, desafortunadamente, que los órganos observados en esos
animales eran iguales que los humanos, lo que tuvo gran influencia
en la medicina por muchos siglos.
58
En el año 157 d.C., Galeno regresó a Pérgamo a practicar la medicina y así inició una carrera asombrosa donde inclusive participó
en cierta medida el ingrediente de la suerte, entendido esto como la
capacidad de aprovechar las oportunidades que les salen al paso.
Galeno era un médico muy versado en su oficio, era inteligentísimo
y dotado de lo que ahora se conoce como carisma: su personalidad
notable agradaba a muchos y despertaba admiración; estaba muy
seguro de sí mismo y siempre dispuesto a asumir responsabilidades,
lo que inevitablemente atrajo a la fortuna.
A su regreso a Pérgamo, estaban por empezar los espectáculos
veraniegos del circo y se hallaba vacante el puesto de cirujano de
los gladiadores. En honor a su ilustre padre, Nicón, se le confirió el
cargo, pese a su juventud. A los gladiadores heridos y algunos muy
mal heridos, Galeno los atendió y ninguno murió, lo cual fue notable
y redundó en su gloria temprana.
Tres años consecutivos fue Galeno cirujano de los gladiadores,
pero siguió estudiando medicina y filosofía para perfeccionar su
oficio y en el año 161 renunció al puesto y marchó a Roma, la
ciudad donde iban todos los ambiciosos del mundo. Pero allí nadie
le conocía. Sin amparo ni amigos, Galeno llegó a la gigantesca urbe
a buscar fortuna.
En tanto intentaba colocarse, frecuentaba a sus paisanos de Pérgamo avecindados en Roma. Uno de ellos, Eudemo, enfermó y
acudió a uno de los médicos famosos de la capital del imperio. Pero
cada día su salud empeoraba y creyendo que su muerte era cosa
segura, decidió llamar a Galeno. Con serenidad pasmosa, el joven
médico manifestó su desacuerdo con el gran médico, que el tratamiento aplicado no era el conveniente y que si Eudemo seguía sus
consejos, se salvaría, lo cual era una enorme audacia.
El paciente se salvó, fuera por acierto o por casualidad, y no se
trataba de un paciente vulgar, sino que Eudemo ocupaba un lugar
prominente en Roma, quien proclamó en toda la ciudad cómo el
joven médico le había salvado la vida, cuando el famoso médico le
había dado ya por muerto.
Pronto, los pacientes se agolparon a la puerta de Galeno, con
la envidia y los ataques de los demás médicos de Roma. La esposa
59
del cónsul Flavio Boecio cayó enferma, se llamó a Galeno y la
curó. Flavio fue su gran amigo y admirador, puso a su disposición
una habitación en su propia casa para que pudiera dedicarse a la
disección de animales y preparar un libro de anatomía.
En cuatro años se convirtió en el médico más famoso de Roma.
El cónsul Flavio Boecio y un amigo suyo, Marco Bárbaro, yerno del
emperador Marco Aurelio, le promovieron como médico de la corte
imperial, y cuando ya estaba todo listo para recibir la investidura, el
honor más grande de su carrera, Galeno hizo lo más inesperado: se
marchó a Pérgamo a practicar la medicina. Nadie jamás pudo saber
por qué razones tomó tal decisión.
Este episodio oscuro de Galeno se oscurece aún más por la conjetura de que en realidad, había advertido el azote de una terrible
epidemia que se avecinaba sobre Roma y decidió huir, ante la imposibilidad de hacer algo en contra de esa peste que flageló a la ciudad
durante 16 años.
Sin embargo, a los dos años de estar en Pérgamo, el emperador Marco Aurelio le mandó llamar para reunirse con su ejército y
además le ordenó aceptar el nombramiento de médico de la corte.
Galeno alcanzó al ejército imperial en Aguileia, ciudad en la costa
norte del Mar Adriático, hacia donde había llegado la epidemia.
Marco Aurelio huyó a Roma, pero Galeno permaneció en Aguileia.
El emperador filósofo murió diez años después, cuando estaba en
campaña en la Germania y Galeno permaneció en Roma, ejerciendo
la medicina, estudiando y dando conferencias. Cómodo subió al
trono y doce años después fue asesinado, pero Galeno continuó en la
corte trabajando. Llegaron los emperadores Pertinax, Didio Juliano
y Séptimo Severo, durante cuyo reinado murió, en el año 200 d.C.
Muy pocos médicos han gozado de tan grande prestigio y celebridad, tanto en vida como después de muerto, como Galeno. Muy
pocos médicos han escrito obras que durante muchos siglos hayan
gozado de tanta autoridad como las que escribió Galeno,
En el siglo XVI, cuando el belga Andrés Vesalio escribió la auténtica anatomía del cuerpo humano, se dijo que no podía estar en lo
cierto porque contradecía los tratados de Galeno. En el siglo XVII,
cuando el inglés William Harvey, médico del rey Carlos II de Ingla-
60
terra, descubrió el mecanismo de la circulación de la sangre, se dijo
que estaba equivocado porque Galeno lo describía de otra forma.
¿Por qué fueron las obras de Galeno tan célebres? ¿Qué había en
ellas que inspiraban tal confianza? Pues no hay duda que hubo médicos más grandes que él; el mismo Hipócrates lo fue mucho más.
Hay dos razones: Primero, la confianza que tenía en sí mismo y
segundo, la pasión que tenía por sistematizarlo todo. Galeno estaba
muy seguro de sí mismo, convencido de que siempre estaba en lo
cierto, sin que jamás la sombra de la duda se dibujara en sus escritos;
siempre tenía a mano una explicación de todo lo que pudiera ocurrir y era lo bastante inteligente para que estas explicaciones fueran
aparentemente plausibles, y a la gente, al no poseer una disciplina
científica, le encantan las explicaciones plausibles, que desvanecen
las dudas y ahorran el esfuerzo de pensar.
Hipócrates no estaba seguro de nada a menos de lo que él podía
por sí mismo verificar; sabía que el razonamiento humano no es
siempre perfecto y uno de sus dichos sobre este punto se ha perpetuado a través de los siglos en todos los idiomas; la primera mitad
es muy conocida y dice: “La vida es corta y el arte es infinito”. Y
continúa: “La experiencia es falaz y el juicio difícil”.
Hipócrates evitaba las explicaciones gratuitas a cuyo efecto dijo:
“Observa y ve por ti mismo y prueba que es así con muchas observaciones”. Mientras que Galeno parece que dijera: “Yo lo explicaré
por ti”.
Después de Galeno, la ciencia médica no avanzó en muchos siglos; el hombre se entregó apasionadamente a la religión que enseñaba la fe, el creer en la palabra escrita y la obediencia a la autoridad.
Y debido al tono de infalibilidad que puso en sus escritos, Galeno fue consagrado como la autoridad suprema en medicina. Él
afirmaba que estaba en lo cierto y así se le creyó. Dijo: “Nunca,
hasta el presente, he cometido error alguno, ya sea en el tratamiento
o en el pronóstico, como le ha sucedido a muchos otros médicos de
gran reputación. Si alguien hay que debe alcanzar renombre… lo
único que necesita para ello es aceptar lo que yo he sido capaz de
demostrar”.
61
Galeno no sólo recopiló todo lo que había oído, leído y lo que él
mismo aprendió, sino que incluyó todas las teorías y especulaciones
conocidas. A observaciones justas y hechos ciertos añadía la
numerología de los pitagóricos y el sistema de los cuatro humores y
los cuatro estados.
Recetaba las semillas de pepino, como vegetal refrescante, para
el tratamiento de la fiebre. La cosa podría prestarse a risa, a no ser
por el hecho tristísimo de que, 14 o 15 siglos después de Galeno,
todavía se recetaba a los enfermos yerbas absolutamente inútiles
que Galeno recomendara, los mismos medicamentos que hoy en
día siguen usando las viejas campesinas como remedios caseros:
marrubio, jarabe de agua y cebollas, té de sasafrás y guisado de
tanaceto.
Galeno sostuvo que el pus era necesario para que se curasen
las heridas. Obvio que nada sabía de los microbios que causan la
infección, lo que ignoraban absolutamente todos en su tiempo, pero
él se atrevió a formular una afirmación categórica.
Nueve siglos y también, trece siglos más tarde, hubo médicos
que dijeron que había que cuidar las heridas de modo que el pus
no llegara a formarse, pero nadie les hizo el menor caso porque
Galeno había dicho todo lo contrario. Fue hasta el siglo XIX, cuando
el gran médico Lister demostró que Galeno estaba completamente
equivocado y que podía usarse desinfectante que evitara la infección
y la formación de pus.
Pero Galeno merece admiración por ser el primero que hizo experimentos en medicina. Galeno cortó la médula espinal de un paciente paralizado de las piernas y demostró que la parálisis se debía
a lesiones en los nervios que van a las piernas.
Quienes le sucedieron olvidaron el método experimental y en
cambio dieron gran importancia a sus teorías inútiles y sus sistemas
disparatados. ¿A quién hay que acusar? Galeno ofreció la espuma
deslumbrante de la especulación y el oro sin lustre de la ciencia
verdadera, y el hombre eligió la espuma.
63
CAPÍTULO IX
La senda se divide hacia oriente y occidente
Cuando Galeno, en su vejez, dejó de escribir, le puso finis a un
capítulo en la historia de la medicina. Los primeros signos de la
decadencia de Roma comenzaban a presentarse.
Lenta, pero consistentemente, la vida romana inició un imparable
proceso de degradación social. Y eso afectó también a la ciencia
médica. Ya nadie se ocupaba de buscar la causa de los hechos, ni
siquiera la ciencia al estilo de Plinio.
Ya quedaban muy pocos de aquellos médicos que acudían a Roma
que valiera la pena registrar. Roma se fue poblando de charlatanes,
vendedores de drogas y hechiceros, que pretendían curar con talismanes y encantamientos; adivinos, astrólogos, embusteros y falsarios
todos ellos.
Cuando una sociedad y una civilización decae, se abre el campo
propicio para los falsos profetas de la medicina, igual que en otros
rubros del quehacer social. Fue así como Roma experimentó un
doloroso retroceso: los charlatanes, hechiceros y astrólogos practicaron la medicina de los tiempos salvajes.
Lo sucedido en los años de la decadencia romana dejó huella en
la medicina durante muchos siglos: la forma de vida en la Europa
medieval, las enfermedades que padecería, las creencias que iban a
prevalecer en la sociedad y los médicos que iban a profesar.
En tiempos de Galeno, el imperio se extendió a su máximo. Con
Roma en el centro, el mapa se veía como un anillo que formaban
África del Norte, Egipto, Palestina, Grecia, Francia y España. Las
legiones habían penetrado hasta las Islas Británicas.
Los tributos sumaban cantidades fabulosas en forma de impuestos, levas, esclavos y botín.
Atrás de las fronteras del norte europeo se hallaban los llamados
bárbaros: godos, anglos, sajones, francos, vándalos. En Oriente, los
64
hunos. Y todos estaban al acecho de una Roma dedicada a la intriga
y la molicie.
El equilibrio del imperio era frágil. En este escenario fue ganando terreno la secta de los cristianos. Millares y después millones,
adoptaron la doctrina cristiana, que preconizaba “amar a los enemigos” y sostenía que el patricio y el esclavo eran iguales a los ojos
de Dios.
En un pueblo cuya mente está sólo en el cielo, que busca milagros y la ayuda de Dios, no hay lugar para la ciencia, ni para la clase
de medicina que Hipócrates, e inclusive Galeno, habían practicado;
la fe, la esperanza y las oraciones habían sustituido a la ciencia.
Así, cuando los bárbaros se echaron sobre Roma, nadie se levantó para defender al estado imperial: unidos por la nueva religión,
los romanos no conservaron nada del fervor patriótico de siglos anteriores.
¿Qué podía importarle al oprimido que se saquearan los palacios
de los patricios, se quemaran los templos paganos y se demolieran
los anfiteatros donde luchaban los gladiadores?
El saqueo de Roma por los celtas de Breno, en el 410, y la
embestida final de los vándalos de Odoacro, en 455, no tuvieron
para los romanos gran importancia. Vieron estas desgracias como la
consecuencia natural de un imperio enfermo hacía ya mucho tiempo.
Un siglo antes se había instalado otra capital en Bizancio, al Oriente,
llamada Constantinopla, donde se hablaba más griego que latín.
Constantino El Grande dividió al imperio en Oriente y Occidente
y con eso, se bifurcó también la historia de la medicina. El imperio
de Occidente cayó en manos de los bárbaros y se estableció una
medicina primitiva, por el retroceso que significó la Edad Oscura del
Alto Medioevo, que agravó las carencias de la decadencia romana.
Los pueblos bárbaros se mezclaron con los hombres civilizados
de las ciudades romanas. Las lenguas indígenas se fundieron con el
latín y se formaron así los idiomas europeos: francés, italiano, español, portugués, rumano y otros dialectos. Al caos inicial de la caída
del imperio, siguió la formación del sistema feudal, donde un gran
señor guerrero daba protección a labriegos, los que hacían producir
la tierra y sostenían a los señores de la guerra y a los clérigos.
65
El sistema feudal pulverizó al extremo el sistema político-social
de Europa. Hubo una red complicadísima de dominios, cada uno con
su señor feudal, su castillo, sus soldados y las tierras que dominaban
eran habitadas por campesinos sometidos a su jurisdicción, con
juramento de sumisión total.
Tiempo después se afianzó el sistema monárquico, pero siempre
en tensión, por muchos siglos, con el sistema feudal.
De nuevo en la Roma de los últimos días, vemos que el cristianismo, que en su forma de poder católico dominó el mundo medieval (Constantino estableció la Iglesia Romana, la que pronto perdió
mucho de la esencia cristiana primitiva), tenía una característica
que era el eslabón que le unía a la medicina: Jesucristo enseñó que
había que sacrificarse, lo que fue interpretado por algunos de sus
seguidores como la mortificación de la carne, llevándoles a autoinfligirse toda clase de torturas físicas en su propósito de librarse de
los deseos carnales; dejaban a familia y amistades y se iban a vivir
a desiertos y en cuevas, en total soledad, se azotaban y torturaban y
oraban durante horas y más horas, convencidos de que mortificando
así la carne y renunciando a todos los placeres terrenales se harían
agradables a los ojos de Dios, asegurándose un lugar en el cielo.
Pero otros, hombres y mujeres, dieron una interpretación más
amplia a eso de sacrificarse y en lugar de convertirse en anacoretas,
dedicaron sus vidas al cuidado del pobre y del enfermo, algo muy
oportuno en esos momentos en que el imperio romano era azotado por
epidemias terribles y urgían individuos y agrupaciones caritativas.
En tanto que los romanos paganos huían de la peste, los cristianos reconocieron como uno de sus deberes quedarse a cuidar de los
enfermos y sacrificar sus propias vidas, si fuera necesario, al servicio del desvalido.
Una mujer cristiana, llamada Fabiola, fundó en Roma el primer
hospital de caridad, idea inspirada precisamente en el concepto de
sacrificio establecido por Jesucristo.
Un siglo después de que Fabiola fundara su hospital de caridad,
en los albores del feudalismo y ya entrada la Edad Oscura, un joven
llamado Benedicto (San Benito) se hizo anacoreta cristiano, se metió
a una cueva y flageló su cuerpo tres años con la disciplina y el cilicio.
66
Adquirió reputación de santo e iban a verlo por miles. Pero de pronto
dio un vuelco: abandonó la cueva y se dedicó a fundar monasterios
como centros de estudio para jóvenes formados como sacerdotes de
la religión cristiana. Los monjes de esta orden se diseminaron por
toda Europa, ejercían la caridad hacia el pobre y cuidaban de los
enfermos. Los monasterios constituyeron los únicos centros donde
sobrevivió la cultura, servían de hospitales y los monjes, únicos que
poseían instrucción y sabían leer y escribir, también la hacían de
médicos.
Pero la sociedad feudal había retrocedido sensiblemente respecto
de las sociedades romana y griega; era en muchos aspectos primitiva,
y por lo tanto, también tenía una medicina primitiva. Los sacerdotes,
sobrados de buenas intenciones, en la gran mayoría de las veces no
podían hacer más que orar y dar consuelo espiritual.
Por el contrario, en el Imperio de Oriente, en Constantinopla
(la actual Estambul turca), preponderaba el lujo y refinamiento; los
emperadores mantenían el esplendor ya aniquilado en Occidente.
Era una metrópoli multicultural, con tradiciones llegadas de Egipto,
Siria y Grecia y había una mezcla de derecho romano, religión
cristiana, magia egipcia y cultura griega.
Pero la cultura griega de Constantinopla difería de la de los
tiempos de Alejandro en algo básico en cuanto a medicina: el interés
respecto al estudio seguía predominando, pero la inquietud, el deseo
de ir en pos de la verdad ya había desaparecido.
Los eruditos del Imperio Bizantino eran simples copistas que
no hacían sino repetir lo que otros dijeron –especialmente Galeno,
Dioscórides y Plinio- y en sus escritos también se deslizaban algunas
de las creencias de los cristianos de aquella época, como la fe en los
milagros, en la eficacia de la oración para curar las enfermedades, y
en la magia y la hechicería.
Tal influencia puede verse en los escritos de los médicos de entonces, como es el caso de Aecio, médico del emperador Justiniano,
quien para sacar un hueso que se hubiera atragantado, recetaba la
siguiente oración: “Así como Jesús sacó a Lázaro de la tumba y a
Jonás de la ballena, así, Blasio, mártir y siervo del señor, ordena:
‘Hueso, sal o vete para abajo”. El autor de estas necias palabras ocu-
67
paba, en la corte romana de Bizancio, el mismo puesto que ocupó
Galeno cuatrocientos años antes, en la Roma Imperial.
Hacia el siglo VI d.C, la medicina había retrocedido en forma
muy lamentable desde los tiempos de Hipócrates, 900 años atrás, o
de Galeno, 400 años antes.
La única aportación valiosa, pero por cierto, en buena medida
decisiva para la recuperación de la ciencia muchos siglos después,
nos la proporcionó Bizancio con la tarea de recolección, conservación y reproducción mediante el copiado, de las obras antiguas de
Hipócrates, Galeno y muchos otros médicos eminentes de la antigüedad, las que estuvieron disponibles para generaciones posteriores de hombres curiosos y ávidos de conocimientos.
CUARTA PARTE
Las enfermedades y la conquista
La ciencia bajo los califas
La medicina va en pos
de las cruzadas
71
CAPÍTULO X
Las enfermedades y la conquista
Dos plagas mortíferas cayeron sobre el Imperio Bizantino: la peste,
resultado del tránsito de viajeros debido al intercambio comercial y
el enemigo bárbaro que mata en el campo de batalla y posteriormente
saquea la ciudad.
En Constantinopla, primero llegaron las epidemias. Cuando la
población se agrupa en pequeñas comunidades aisladas, las enfermedades infecciosas agudas no pueden extenderse muy lejos de su
punto de origen. Se entiende por infección aguda las enfermedades
de curso rápido y muy graves, en que el paciente muere o está en
plena recuperación al cabo de unos días, o cuando mucho unas pocas semanas. En cualesquiera de los dos casos, ya no puede contagiar a los demás.
En las regiones del mundo donde para ir de una ciudad a otra
pasan semanas o meses de viaje, la propagación de epidemias por
infecciones agudas es muy rara, que sólo se contagian cuando el
sano está en contacto con el enfermo.
Esto es: suponiendo que unos viajeros atacados de viruela emprendieran el viaje hacia una ciudad lejana, pasarían la enfermedad
durante el viaje; unos morirían y otros que llegarían a destino se
habrían curado sin poder transmitir la infección.
Cuando hay comunicación constante entre grandes poblaciones
y las ciudades están cerca unas de otras y los medios de transporte
son rápidos, entonces las enfermedades infecciosas agudas viajan
por las mismas rutas y a la misma velocidad que el hombre.
Los romanos construyeron caminos pavimentados, puentes
sobre ríos y barrancas. Acortaron distancias y el transporte de los
mercaderes fue más rápido. Comerciaban con China y con muchos
otros puntos del mundo conocido, antes que la medicina hallase los
medios de cortar el paso a las epidemias. La peste y el tifo viaja-
72
ban en las caravanas de los mercaderes y en las legiones del ejército. Cuando llegaban a la ciudad, como avalancha arrasaban todo.
Ante la epidemia, la gente huía y sólo regresaban cuando las últimas
víctimas de la enfermedad morían. De nuevo, se organizaban las
comunicaciones, el comercio volvía a moverse y después de un intervalo que podía ser de diez o cien años, la plaga volvía a difundir
la muerte y el espanto en la ciudad.
Cuando los bárbaros conquistaron el Imperio de Occidente,
la cultura y el sistema económico y comercial se colapsaron;
poco a poco declinaron los viajes, los caminos pavimentados se
deterioraron y el tráfico comercial con el exterior de la península se
acabó, menos en el interior del país; en consecuencia, las epidemias
desaparecieron.
Pero en el Imperio Bizantino se mantenía el comercio, la guerra
y los viajes. Allí las epidemias continuaron. En el año 542 d.C.,
unos viajeros llegaron a Constantinopla, en tiempo del emperador
Justiniano, con noticias de que una epidemia azotaba el Bajo Egipto.
Lentamente, por la costa donde había mayor tráfico comercial, se
expandió la peste y en el 543 llegó a Constantinopla, donde en un
solo día mató a diez mil habitantes.
Gibbon, en la Historia de la decadencia y caída del Imperio
Romano, relata: “No existen datos que puedan darnos la cifra o
nos permitan siquiera conjeturar cuántos fueron los que perecieron
víctimas de tan horrible mortandad. Todo lo que he podido averiguar
es que, en Constantinopla, durante tres meses murieron diariamente
entre cinco y diez mil personas; que muchas ciudades del Este fueron
completamente abandonadas y que, en varias regiones de Italia, no
hubo ni cosecha ni vendimia”.
Durante 52 años, la pestilencia continuó haciendo estragos en
forma de epidemias que se presentaban periódicamente.
En los años en que esta plaga seguía haciendo estragos en el
Imperio Bizantino, nació en la ciudad de La Meca, un hombre
llamado Mahoma. La Meca está en Arabia, una gran península situada
entre el Mar Rojo y el Golfo Pérsico, separada del Mediterráneo por
Siria y Tierra Santa. Tiene una reducida franja de tierra fértil y en el
73
centro un desierto de arena. Hay unas pocas ciudades amuralladas y
las únicas de importancia son La Meca y Medina.
Hacia el siglo VI la mayoría de sus habitantes eran nómadas,
organizados en tribus, sin aceptar más ley que la del jefe que ellos
elegían. Adoraban a varios dioses, entre ellos a un meteorito, alrededor del cual habían construido un templo en La Meca.
Mahoma estaba destinado a unir a todas las tribus errantes en una
causa común con la fuerza de la religión. Predicaba como el profeta
de un dios viviente, que era Alá.
Elocuente orador, Mahoma cimbró a toda Arabia con su palabra,
al pronunciar discursos extensísimos. Hubo choques entre fieles a los
dioses de La Meca y el Alá de Mahoma, pero poco a poco, el nuevo
profeta se impuso. Acto seguido, en el año 628, aproximadamente,
Mahoma envió mensajes a los jefes de los territorios vecinos, para
que se rindieran a su causa, y sólo provocó sonrisas despectivas,
que sin embargo desaparecieron cuando en menos de diez años,
las tribus árabes unidas tomaron por asalto las puertas de Siria y
Tierra Santa, que se rendían al paso de la caballería que avanzaba al
grito de “¡Allah, allahuakbar!” (¡Alá es grande!). Los persas fueron
derrotados. Después cayeron Egipto, Armenia, Turquestán, África
del Norte y España. Alá triunfaba.
Constantinopla resistió, igual que a la plaga, los ataques de los
árabes, los que quemaron la gran biblioteca de Alejandría porque el
jefe de la expedición consideró que no había necesidad de otro libro
que El Corán, la Biblia musulmana.
75
CAPÍTULO XI
La ciencia bajo los califas
A partir de La hégira (la expansión) desde el 622 d.C., los árabes
y el credo musulmán, en el curso de un siglo, abarcaron territorios
vastísimos. Salieron de Arabia siendo un pueblo rudo y cruel, simple
y primitivo en su modo de vivir; un pueblo de caballos y tiendas de
campaña, que subsistía a base de leche de cabra, leche de burra y
dátiles.
Empero, los árabes no esclavizaron a los pueblos sometidos, sólo
exigían que aceptaran la palabra de Mahoma, tal y como estaba en
El Corán. Pero como estaba prohibido traducir El Corán, los pueblos
conquistados tuvieron que aprender el árabe, que se convirtió en
lengua universal en todos los países y nacionalidades regidas por el
nuevo Imperio Musulmán.
A su vez, los árabes cayeron en lo que en sociología se conoce
como aculturamiento. En los países conquistados encontraron novedades y maravillas: vieron castillos, puentes, acueductos, máquinas
de guerra; se acomodaron al lujo y bienestar, desconocido en la vida
que llevaban en el desierto; descubrieron que había hombres versados en medicina, cuyas pociones libraban del dolor mucho mejor que
las palabras mágicas de los hombres sabios del desierto y supieron
que la sabiduría se hallaba formulada en libros, pero en un lenguaje
que no entendían.
Como todos los conquistadores, los árabes acumularon grandes
riquezas con el saqueo, pero a diferencia de muchos otros conquistadores, las riquezas excitaron su curiosidad: Eminentes eruditos
judíos, persas y sirios recibieron generosas dádivas por traducir al
árabe los libros de griegos y romanos; esto es, la mayoría de los
letrados y sabios del Imperio Musulmán no eran árabes, sino judíos,
sirios y griegos cristianos, entre otros.
76
Quienes enseñaron a los árabes los principios de la medicina
griega fueron los discípulos cristianos de Nestorio, un sacerdote
bizantino. Éste había sido obispo de Constantinopla, pero fue
expulsado junto con sus discípulos porque disentía de las doctrinas
de la iglesia bizantina. Todos ellos se refugiaron en Persia, donde
se dedicaron a cuidar a los enfermos, con base en la medicina que
había sobrevivido en el Imperio Bizantino.
Protegidos por los árabes, estos sabios no se contentaron con
copiar simplemente los libros de griegos y romanos, sino que
hicieron más, y las ciencias florecieron en Arabia igual que en
Alejandría bajo la égida griega.
Se fundaron disciplinas como la química, la geología y el álgebra. En todo el mundo se usan desde hace muchos siglos los números
arábigos. Yerbas y sustancias como el alcanfor, la nuez moscada,
clavo y almizcle, procedentes de Oriente, junto con las recetas de
Dioscórides tuvieron usos medicinales
Con el tiempo, la medicina árabe llegó a Europa. Su influencia se
advierte muchos siglos después, cuando al rey de Inglaterra Carlos
II, a finales del siglo XVII, los médicos le administraron especias
como nuez moscada, alcanfor, macis y clavo.
El uso de estas especias dio lugar a un tráfico entre Oriente y
Occidente. Cuando Colón salió en busca de una nueva ruta hacia
la India y llegó a América, las especias que buscaba no eran para la
cocina, sino para los médicos.
Evidencia palpable de que gran parte de nuestros conocimientos
vienen de Arabia está en las muchas palabras que forman parte de
nuestro idioma. Los sabios de Europa buscaban datos científicos en
libros en árabe, traducciones del griego y sirio y a su vez, utilizaron
traductores al latín y por falta de palabras equivalentes (como sucede con el lenguaje científico moderno que nos viene del inglés)
muchos de los conceptos en árabe quedaron en forma original apenas modificada.
Así tenemos palabras como alcohol, alfalfa, almirante, almohada,
cifra, álgebra, cero, cenit, jarabe y julepe, entre muchas otras.
En paralelo a los chinos, los árabes también inventaron los fuegos
de artificio y fueron los primeros en poner cristales en las ventanas,
77
alumbrado público y el cultivo de frutas. Los químicos árabes descubrieron el alcohol, el ácido sulfúrico, el ácido nítrico, el nitrato de
plata y el bicloruro de mercurio, aunque lo verdaderamente importante era la filosofía que había detrás de esos descubrimientos.
Esta química se combinaba con la astrología y la teoría del elíxir de
la vida, que daba juventud eterna y curaba de todas las enfermedades.
Según los árabes, los siete cuerpos celestes: El Sol, la Luna, Mercurio,
Marte, Venus, Júpiter y Saturno, correspondían a los días de la semana
y a los siete metales conocidos entonces: oro, plata, hierro, mercurio,
estaño, plomo y cobre. Bajo la influencia de los planetas, estos metales
nacían en la tierra de una sustancia común, y los alquimistas trataban
de encontrarla, y así, convertir el plomo y hierro en oro; y trataron de
disolver el oro para darlo de comer y beber, porque era “el elíxir de
la vida”.
Ahora nos parecen absurdas, pero hasta hace tres siglos apenas,
a estas teorías se les daba la mayor importancia. Muchos fueron
los que pasaron toda su vida y gastaron toda su fortuna en tratar de
convertir el plomo en oro y encontrar la fuente de la juventud eterna.
En esta búsqueda hubo descubrimientos accidentales de muchas
sustancias químicas de gran utilidad.
De la química árabe salieron las teorías médicas más fantásticas,
en particular la de los siete planetas que regían las siete partes vitales
del organismo. El Sol regía el corazón; la Luna, el cerebro; Júpiter,
el hígado; Saturno, el bazo; Mercurio, los pulmones y Venus, los riñones. Inclusive en la actualidad circulan en ciertos almanaques los
grabados tradicionales que representan los planetas que rigen los órganos del cuerpo humano, y es cosa de ver el éxito de los astrólogos
en la televisión.
En su esplendor, las ciudades dominadas por los árabes se caracterizaban por su activísimo comercio de telas de tejido exquisito,
tapices, alfombras, metales delicadamente cincelados, joyas, cristalería, alfarería, confituras secas; bajo los toldos de sus tiendas, los
mercaderes sorbían lentamente lo que más tarde iba a ser nuestra
gaseosa y nuestro sifón; los árabes fueron los primeros en preparar
bebidas aromáticas, con esencias de rosas, limón y especias. En los
patios de casas particulares se veía riqueza, lujo y comodidad. Los
78
edificios públicos, escuelas, hospitales y universidades eran de gran
belleza. Tiempos de los que se habla en Las mil y una noches, los
tiempos del gran Califa Harún Al Raschid.
La medicina árabe poseía una particularidad que la distingue de
todas las precedentes, que resultaba de una característica oriental:
Tanto el árabe como el persa amaban la discusión. La cuestión era
discutir, no importa qué; engañarse mutuamente con subterfugios y
argucias era una especie de juego en que la habilidad, la sagacidad
y la sutileza se admiraban más que la verdad y los argumentos
sólidos.
Con gran minuciosidad desmenuzaban los detalles más insignificantes, pero en general, sus argumentos en nada alteraban la esencia
del tema a discusión. Y algo de este amor por la polémica que sustituía el anhelo de descubrir realidades, llegó a Europa junto con la
medicina árabe.
Tal ostentación de astucia y superchería causaban también admiración cuando los médicos la ponían en juego y por consiguiente,
muchos médicos árabes no eran sino embaucadores que alcanzaban
reputación simulando curas maravillosas por medio de individuos
–que hoy llamaríamos paleros- que se hacían pasar por enfermos.
Pero junto a farsantes los había también algunos discretos,
sinceros y austeros y entre éstos, dos destacaron prominentemente:
Razis y Avicena.
Ambos eran persas y sus nombres reales eran Abu Bekr Mohammed Ibn Zakhariya Ar-Razi y Abu Ali al-Husain Ibn Abdullah Ibn
Sina.
Razis vivió de 860 a 932. En su juventud estudió filosofía y
música y no estudió medicina hasta muchos años después, pero su
fama como médico se extendió muy rápido y lo mandaron llamar a
su pueblo natal, Raj, para encargarle un nuevo hospital en Bagdad.
Se le encomendó seleccionar el lugar para construir el hospital. Se
cuenta que Razis recorrió varios lugares donde colgó un gran pedazo de carne. Observó en qué parte la carne tardaba más en pudrirse y ese fue el lugar que escogió para edificar el hospital, en la
creencia de que ahí el aire era más puro.
79
Como puede colegirse, Razis nada sabía de microbios ni de infecciones, pero pudo darse cuenta que la putrefacción y la enfermedad tenían algo en común.
Por descubrir esta asociación entre putrefacción y enfermedad,
Razis fue un personaje legendario. Su contribución fue la descripción de los síntomas de las enfermedades, siendo el primero que
describió detalladamente los de la viruela. También escribió un libro
sobre el tratamiento de las enfermedades siguiendo de cerca los métodos de Galeno, mismo que se leyó profusamente en Europa hasta
el siglo XVII.
Avicena, quien fue reconocido como “el príncipe de los médicos”, vivió de 980 a 1037. Según versiones de la época, era una
especie de joven superdotado: a los diez años sabía El Corán de
memoria y se perfeccionó en filosofía, leyes y matemáticas. A los
16 años se dedicó a la medicina y a los 18 ya era famoso como
médico.
Recorrió las cortes de los emires, a veces con buena suerte y en
otras con mala; en ocasiones era nombrado visir y primer ministro
y en otras tenía que salir huyendo para salvar la vida, a causa de
revueltas políticas.
Influido por Galeno, Avicena escribió extensamente sobre
medicina, y al igual que el romano, quería hacer de la medicina un
sistema tan exacto y seguro para el tratamiento de las enfermedades,
como las mismas matemáticas. Su sistema tenía todos los defectos
de Galeno y algunos más, pero como a la gente le gustaban los
sistemas, inclusive los malos, sus escritos fueron muy célebres
durante muchos siglos posteriores.
De hecho, la medicina europea iba a convertirse en forma general,
en la medicina galénica interpretada por Avicena.
Ningún médico árabe practicó la disección del cuerpo humano
por prohibición religiosa, ni utilizó la cirugía, salvo casos extremos.
Avicena decía en sus clases que la cirugía era una práctica menor a
la medicina y que debía practicarse por gente de rango inferior. En
Europa fue ejercicio de barberos y sacamuelas, hasta el siglo XVIII.
81
CAPÍTULO XII
La medicina va en pos de las cruzadas
Constantino El Grande fundó Constantinopla y trasladó la capital
del imperio a Oriente, pero la sede de la iglesia, llamada por algunos
historiadores como “constantiniana”, permaneció en Roma, donde
el obispo se denominó Papa y se hizo reconocer como cabeza de esa
iglesia redefinida como católica y romana. El Imperio de Occidente
cayó después en manos de los bárbaros de la Germania, pero el poder
papal se mantuvo intacto e, inclusive, se acrecentó con mayores
poderes como representante de todas las fuerzas espirituales y
materiales de la cristiandad. Del Papa romano emanaba la autoridad
que manejaba a los monjes de los monasterios, diseminados en la
Europa feudal. Los misioneros propagaban el cristianismo con pocos
obstáculos entre los pueblos bárbaros, con la conversión inicial de
los reyes y de éstos, la religión prendía en los pueblos, y a su vez, el
Papa extendía su autoridad sobre esos reyes cristianizados.
De esa forma, el cristianismo en versión romana fue convirtiéndose en fuerza unificadora, la causa común, el poder que gobernaba los dominios feudales extendidos por toda Europa. A la unidad
religiosa siguió la unidad política y de ahí comenzaron a formarse
las monarquías. Todo el territorio comprendido entre Bélgica y Los
Pirineos estaba bajo el poder del reino franco que, sin problema alguno, iba convirtiéndose en dominio cristiano. Empero, los francos
omitieron un aspecto toral en el fomento de la unión: a diferencia
de los mahometanos, que lograron un idioma universal en su imperio, el árabe, en el reino franco, los habitantes de la mitad Oeste,
la actual Francia, hablaban dialectos surgidos del latín, pero en la
mitad Este, la Alemania actual, conservaban la lengua bárbara de los
germanos. Con el tiempo, la barrera lingüística sería insuperable, lo
que impediría la unión europea, pero en la Edad Oscura, del siglo V
al IX, predominó el poder de los reyes francos.
82
En el año 800 subió al trono un hombre llamado Carlos, quien el
día de su coronación, fue ungido no como rey, sino como emperador
de toda la cristiandad. Fue llamado Carlomagno y sólo el Papa
tenía autoridad –un tanto virtual– sobre él. Inició guerras por el
cristianismo y con la espada logró la conversión de los reductos
bárbaros del norte europeo.
Así, el cristianismo que en los primeros siglos había predicado la
sumisión y “amar a los enemigos”, dio paso al cristianismo guerrero
y la espada se izaba como su instrumento.
Lo que los adeptos a Mahoma hicieron en Oriente, ahora lo
hacían los súbditos de Carlomagno en Occidente. Nunca más la
religión de Cristo sería pacifista.
Si los musulmanes advertían a los pueblos que conquistaban,
“Ríndete a Alá, o muere”, los cristianos de Occidente decían a los
paganos del Rhin: “Conviértete al cristianismo, o muere”.
Mientras Carlomagno hacía la guerra cristiana en Europa, el
Califa Harún Al Raschid gobernaba en Oriente. Hay versiones de
que había tal amistad entre ambos, que el gobernante oriental envió
a Carlomagno las llaves del Santo Sepulcro.
Pero fue la guerra, en nombre de la religión, lo que hizo canalizar
la medicina oriental hacia Occidente. Harún Al Raschid permitía
a los cristianos visitar Tierra Santa. La intolerancia inicial de los
mahometanos se había diluido bajo el peso del lujo, las riquezas y
las contiendas políticas. Los árabes habían sido asimilados casi por
completo por la civilización que habían conquistado.
Pero hacia el Noroeste, en el Turquestán, seguía propagándose
el mahometanismo, bajo el sistema de luchas y guerras, porque los
turcos eran mucho menos civilizados que los demás musulmanes
de Siria, Palestina, Egipto y España. A fines del primer milenio de
la era cristiana hubo un considerable intercambio de población por
migraciones constantes y en los comienzos del nuevo milenio. A
finales del año mil, los turcos cayeron sobre el Medio Oriente y
asediaron las murallas de Constantinopla.
Se declararon enemigos jurados de los cristianos, que ya no
podían ir en peregrinación a Tierra Santa. Así fue como la cristian-
83
dad europea comenzó a unificarse en la causa común de rescatar
los Santos Lugares, en una Guerra Santa contra los infieles musulmanes. Príncipes y caballeros vistieron sus armaduras para lanzarse
contra los sarracenos y la flor y nata de la caballería europea se
batiría en los lejanos desiertos del Asia Menor.
Pero un hombre entró en escena para predicar, no una guerra,
sino una cruzada. Un tipo estrafalario, vestido con ropas rústicas,
descalzo y montado en un asno, con una cruz en hombros, recorrió
Francia y Alemania. Se llamaba Pedro El Ermitaño, quien hizo su
prédica entre 1094 y 1095, en tanto que en Alemania hacia estragos
el hambre y la peste. Un pueblo exasperado por esas desgracias
recogió las palabras del predicador iluminado y la exasperación se
tornó en locura colectiva.
Grandes multitudes emprendieron el camino hacia Jerusalén, sin
jefes, sin organización, sin comida. Los primeros grupos llegaron
a Hungría, donde fueron diezmados violentamente; el tercer grupo
fue desbandado por los húngaros y el quinto y sexto, encabezados
por Pedro El Ermitaño, llegaron hasta Constantinopla, cruzaron el
estrecho del Bósforo y fueron degollados por los turcos, en 1096.
La primera cruzada de tipo militar se organizó en 1097, con Godofredo de Bouillon a la cabeza. Puso sitio a Antioquía y después
tomó Jerusalén. Los turcos lucharon los años siguientes y reconquistaron los Santos Lugares, y por consiguiente, se organizaron
otras cruzadas, y así pasaron más de 200 años.
En la historia de la medicina, las cruzadas tuvieron una influencia
más para el retroceso que el progreso de la ciencia médica. Como se
ha visto, con la caída del Imperio Romano de Occidente, la medicina
quedó en manos de embaucadores, charlatanes y en el mejor de
los casos, en monjes y por excepción, había médicos judíos bien
preparados, pero los cristianos no acudían a los médicos judíos por
prohibición de los sacerdotes. Salvo en Italia, en Salerno, no había
lugar en Europa donde estudiar medicina.
En toda la Edad Oscura y aún ya entrado el Medioevo, los médicos
corrían grandes riesgos, no sólo de fracasar en sus curaciones, sino
que frecuentemente pagaban con su vida cuando no podían curar
a señores feudales poderosos o a sus familiares. En esta situación,
84
únicamente los sacerdotes quedaban libres de estas represalias en el
ejercicio de la medicina; pero en el 1163, la iglesia publicó un edicto
que puso límite a su actividad y de paso, marcó a la cirugía con
el sello de la ignominia. Los monjes, esporádicamente, realizaban
operaciones quirúrgicas rudimentarias, y la iglesia advirtió que
esto podría provocar la muerte accidental de algún paciente. Con
la buena intención de librar a los curas de este riesgo, se publicó un
edicto que comenzaba así: Ecclesia abhorret a sanguine (La iglesia
aborrece el derramamiento de sangre).
Esto se interpretó como que la iglesia prohibía la práctica de
la cirugía. En el año 1300 se publicó otro edicto, también mal
interpretado y provocó gran oposición contra la disección anatómica.
El Papa Bonifacio VIII decretó que cualquiera que se atreviese a
despedazar un cuerpo humano o hervirlo, sería excomulgado, lo
que pretendía prohibir una práctica de los cruzados. Cuando uno de
los suyos moría en lugar lejano, los compañeros despedazaban el
cadáver y lo hervían para obtener los huesos y transportarlos para
entregarlos a los familiares. La prohibición de la iglesia pretendía
corregir esta costumbre y nada más.
Pero un cierto adelanto en la época de las cruzadas fue la fundación de hospitales. Se fundaron órdenes religiosas para cuidar de
los enfermos y los heridos en las batallas de cruzados y musulmanes,
como la de los Caballeros Hospitalarios y la Orden de los Caballeros
Teutónicos, los que vestían hábitos especiales, y como los benedictinos en Los Alpes, también se auxiliaban con perros para localizar a
los heridos. En Tierra Santa hicieron una labor valiosa y de regreso
a Europa fundaron hospitales. Claro que no eran como los hospitales
de hoy en día, ni mucho menos. Eran edificios rudimentarios, con
paja esparcida por el suelo en lugar de camas y se daba comida y
abrigo a los pacientes, ya que los cuidados médicos eran insignificantes.
Enfermos y sanos se amontonaban en la misma sala, pues no
se tenía idea del mecanismo del contagio. Ocho enfermedades se
consideraban contagiosas: peste bubónica, tuberculosis, epilepsia
(que no es contagiosa), sarna, erisipela, la enfermedad del ganado (o
ántrax), el mal de ojo (tracoma) y la lepra.
85
La propagación de la lepra fue resultado de las cruzadas, que con
el continuo ir y venir a Tierra Santa se extendió de modo general.
Los monjes crearon hospitales llamados lazaretos para cuidar a los
leprosos y evitar contacto con la gente sana. En Francia llegó a haber
dos mil lazaretos y en Inglaterra, unos 200. El aislamiento, puesto
en práctica hace 800 años en Europa, acabó con la epidemia, con
excepción de unos cuantos focos de infección que aún existían a
principios del siglo XX.
Así, gracias a las cruzadas se fundaron los hospitales y también
las escuelas de medicina. Ningún historiador puede explicar, de
momento, cuándo, cómo y por qué se fundó una escuela de medicina
en la población de Salerno, cerca de Nápoles. Lo que se sabe de cierto
es que esta pequeña escuela de médicos cobró fama en tiempo de las
cruzadas, porque estaba dentro de una de las rutas hacia Tierra Santa.
Formaba parte de un monasterio y fue en toda la Europa cristiana,
el primer centro de enseñanza no eclesiástico. Allí, curiosamente,
persistían algunas chispas de la medicina griega y romana, las que
con las marchas hacia las cruzadas se reanimaron hasta despedir
una llama por un hombre llamado Constantino de África. Nacido
en Cartago, alrededor del año 1010, unos años viajó por Arabia y
la India, estudiando la medicina de esos países y regresó a Cartago,
donde fue visto con recelo y se le acusó de nigromante –practicante
de la magia negra- y finalmente lo expulsaron de la ciudad.
Escapó a Salerno disfrazado de mendigo. Ingresó al monasterio
de Monte Casino, se hizo monje y tradujo del árabe al latín los libros
de medicina, y así fue como las obras de Galeno y Dioscórides
viajaron de Roma a Salerno, dando la vuelta por Arabia, y llegaron
impregnados de aromas orientales: los medicamentos eran especias
y la cirugía y las descripciones anatómicas, eran de los médicos
persas y sirios del Imperio Musulmán.
Bajo Constantino de África, la medicina floreció en Salerno y los
médicos egresados escribieron y reescribieron sobre los adelantos logrados en el pasado, además de algunas de sus propias observaciones.
Salerno se hizo famosa y caballeros y nobles llegaban a someterse
a tratamiento y fundaron escuelas de medicina en sus ciudades con
el reclutamiento de médicos de la misma Salerno. De las muchas
86
leyendas surgidas en esa ciudad sobre la escuela de medicina,
hay una que nos ofrece un indicio de la clase de medicina que se
practicaba en la Europa de los siglos XI, XII y XIII y aún en épocas
posteriores. Esa leyenda dice que “entre los visitantes de distinción
que honraban a Salerno con su presencia, era uno Roberto, Duque
de Normandía (hijo de Guillermo El Conquistador), que habiendo
ido con las primeras cruzadas a Palestina, y habiendo recibido ahí
una herida en un brazo por una flecha, había venido a Salerno en
busca de consejo médico, en el año 1100, en compañía de su esposa,
Sibila, hija del Conde de Conversana, dama de extraordinaria
belleza y notable discreción, y por la cual Roberto había sacrificado
la oportunidad de suceder a su hermano, Guillermo Rufo, en el trono
de Inglaterra, ya que a la muerte de éste se dedicó a perder el tiempo
con ella en Italia, mientras que debió emprender de inmediato el
camino a Inglaterra.”
Cabe señalar que la herida de Roberto se había infectado.
Continúa el relato: “La herida de Roberto había, por negligencia,
degenerado en una llaga supurante, y después de haberse celebrado
consulta entre los doctores en medicina de Salerno, se decidió que
la única manera de extraer el veneno, que impedía que la herida se
cerrase, era chupándolo (chupar heridas formaba parte, en algunas
ocasiones, de los deberes del cirujano de aquellos tiempos), en caso
que se hallase una persona lo bastante valiente para prestarse a tal
menester. El muy generoso y magnánimo príncipe se negó a escuchar
tal propuesta, de aplicársele un remedio que de tan grave peligro
amenazaba al que lo llevase a cabo; mas el consejo de los médicos
llegó a oídos de su esposa, que con su mano le había entregado todo
su amor, y que decidió no cederle en generosidad, y aprovechando
una oportunidad en que Roberto, dominado por el sopor no era
dueño de sus sentidos, extrajo el veneno con su propia boca y así
rescató de la tumba, a cambio de su existencia, al esposo sin el cual
el don precioso de la vida carecía de todo valor”.
Muy romántico el relato, aunque se puede afirmar que aún habiendo hecho tal cosa, Sibila no tenía por qué morir, ya que el pus
no es venenoso.
87
Hubo un libro, escrito un siglo después de la partida de Roberto, titulado Regimen Sanitatis Salernitatum (Régimen sanitario de
Salerno), quizá el libro de medicina más famoso jamás escrito. Se
copió y recopió y cuando se generalizó el uso de la imprenta se
publicaron más de 200 ediciones. Sir John Harrington, ahijado de
la reina Isabel I, lo tradujo al inglés y fue libro de cabecera de la
familia real inglesa.
En una parte de esa obra, se recomienda para el dolor de muelas
la limpieza con incienso quemado, con beleño y semilla de cebolla,
y soplar el humo por un tubo al hueco de la muela. En esos tiempos
se creía que los huecos por las caries eran causados por gusanos,
igual que las manzanas podridas, y esa idea procedía de tiempos
muy antiguos, probablemente de Egipto.
QUINTA PARTE
En la calle y en el aula
La muerte negra
El contagio mental
91
CAPÍTULO XIII
En la calle y en el aula
En los siglos XII y XIII hubo importantes acontecimientos en Europa
que prefiguraron desde entonces, aunque nadie lo hubiese notado ni
anticipado, el grandioso fenómeno del Renacimiento, que llegó a
su apogeo en el siglo XVI y que se significó por decisivos avances
científicos, artísticos, políticos y sociales.
En esos tiempos, el sistema feudal clásico había dado paso al
poder monárquico centralizado; habían resurgido, finalmente, las
grandes ciudades y se vio el nacimiento de las grandes universidades
europeas. Cada uno de estos sucesos fue un paso hacia el
Renacimiento, donde se origina nuestra actual civilización, y cada
uno de ellos tuvo influencia directa o indirecta sobre la medicina.
A la caída del imperio romano de Occidente, durante muchos
siglos no hubo un poder central con suficiente fuerza para proteger
al pequeño propietario de tierras, al campesino, al peón, al mercader,
quienes no podían defenderse de ladrones o de invasores y tenían que
acogerse a la protección de algún vecino rico y poderoso, caballero o
perteneciente a la nobleza, el señor feudal. El precio de la protección
lo pagaban los vasallos con servicio militar y los siervos con trabajo
manual y parte de la cosecha.
Los feudos vivían en conflicto constante entre ellos y así no
podía haber suficientes comunicaciones, lo que generaba muy poco
comercio y ninguna instrucción general.
Con el tiempo, los reyes acrecentaron su poder, conquistando uno
a uno, en el curso de siglos, los dominios de los señores feudales, los
que debían jurar vasallaje al monarca. Los reyes se convirtieron en
el poder supremo del feudalismo.
La nobleza, con menos poderío, siguió siendo una clase privilegiada en la estructura social; nobleza hereditaria cuyos derechos y títulos iban de padres a hijos. Y no hubo más siervos, sino
92
campesinos, mercaderes y artesanos independientes, que seguían
pagando tributo, ya no en servicio militar ni en trabajo manual, sino
en dinero en efectivo y con eso, los señores y los monarcas pagaban
soldados mercenarios.
Con los gobiernos centrales asentados, aumentaron el comercio y
las comunicaciones, hubo más condiciones para viajar y las ciudades
se agrandaron y multiplicaron.
La vida en las ciudades de los siglos XII y XIII era muy parecida
a la de los siglos XIV, XV y XVI y esto tiene importancia en la
historia de la medicina, porque nos enseña cómo las enfermedades
andan aparejadas con la suciedad y los parásitos.
En la Europa medieval, la limpieza no se estimaba gran cosa.
Los romanos paganos, al menos los de clase acomodada, eran gente
limpia, habían hecho del baño un placer y de la limpieza y del aseo
del cuerpo una cuestión de comodidad y satisfacción física.
Pero los primeros cristianos, al oponerse a los deleites que
consideraban decadentes y corruptos de los paganos, se opusieron
también a la cultura del aseo y por el contrario, la suciedad y la
porquería eran para algunos de ellos la prueba de que, apartados del
mundo y sus tentaciones, no se preocupaban más que de la pureza
del espíritu.
Hubo santos cristianos que, para demostrar cuánta era su
santidad, se jactaban de que jamás habían tomado un baño. Y en la
Edad Media se seguía considerando a la limpieza como prueba de
flaqueza carnal, de amor al lujo y de inclinaciones mundanas.
Hasta que no se hizo el descubrimiento moderno de que los
microbios son causa de la infección, no había razón alguna de orden
científico a favor de la limpieza, mas en los últimos 200 años, el
hombre civilizado ha vuelto a poner en práctica las costumbres de
los romanos en cuanto atañe a limpieza e higiene, no sólo por placer
y comodidad, sino para conservar la salud.
Con las ideas actuales de cómo debe ser el aspecto de una ciudad
y cómo debe oler, quedaríamos horrorizados ante el espectáculo que
ofrecían, hace 500 o 600 años, aquellas ciudades amuralladas que eran
increíblemente sucias. La gente vivía amontonada, las calles eran encorvadas y estrechas, tanto que los rótulos que colgaban de los pisos
93
superiores se tocaban con los del lado opuesto. No había cristales en
las ventanas, que sólo estaban protegidas por rejas o con papel untado
en aceite, sin que nada protegiera de las moscas que, a millares, corrían sobre las paredes, los techos y la comida en la mesa.
No había agua corriente, ni cuartos de baño, ni alcantarillas; la
basura se tiraba en las calles que, cada año, con la porquería que se
amontonaba, se levantaban de nivel; por ellas corrían los cerdos,
husmeando, y se refocilaban en el cieno que burbujeaba a causa
de la fermentación producida por las inmundicias que tiraban de
tiendas y casas.
Todas las mañanas salían las manadas de cerdos que cruzaban la
ciudad para ir a las afueras a olisquear en la yerba; cerdos y corrales
ocupaban un lugar normal en el panorama doméstico de la ciudad.
Las primeras regulaciones que prohibieron los cerdos en las calles
se publicaron en Londres, en 1281; y las primeras que prohibieron
la cría de tales animales en las ciudades se publicaron en 1481, en
Francfort sur Main; Leipzig siguió el ejemplo en 1645. Se dice que
en Nueva York, a mediados del siglo XIX, aún podía verse uno que
otro cerdo por Broadway.
En los señoriales palacios de las ciudades amuralladas, el galante, cortés y devoto señor de la casa y las damas, vivían muy felices
en medio de la mayor inmundicia. En el comedor, unos juncos esparcidos por el suelo y unos platos sobre la mesa, ya que la mayor
parte de la comida se servía sobre pedazos de pan y se comía con las
manos y un cuchillo, pues entonces no había tenedores; las sobras
se tiraban al suelo para que las comieran el perro y el gato, o se
pudrieran sobre los juncos y así atrajeran a enjambres de moscas del
establo. El olor de la letrina abierta, en la parte de atrás de la casa,
hubiera quitado el apetito a cualquiera de esta época, si acaso no lo
había perdido ya al ver el comedor.
Pero la vida comenzó a cambiar bajo la influencia de los avances
de la medicina. Para evitar contagios, se prohibió escupir en las aceras y en los edificios públicos; con el paso del tiempo, escupir fue
considerado como acto de pésima educación, terriblemente antisocial y extremadamente condenable.
94
Pero en los siglos de que tratamos, no lo era ni con mucho, ni se
tenía la menor idea de que pudiera existir relación alguna entre el
contagio de las enfermedades y las secreciones del organismo.
La saliva se consideraba como un fluido lleno de virtudes
curativas. Plinio nos dice de su uso para el tratamiento de muchas
enfermedades y Jesucristo, como se sabe, usó saliva mezclada con
polvo para devolverle la vista a un ciego.
En la Edad Media, escupir donde fuera y en cualquier lugar, no
era de peor educación que toser y estornudar, además de que cuando
tosían no se tapaban la boca con un pañuelo.
En realidad, el pañuelo no estaba de moda en aquellos tiempos,
como tampoco lo estaba la ropa interior, camisas de dormir y sábanas. Los hombres en general, vestían ropas de cuero o gamuza y las
mujeres, vestidos de telas gruesas. Solamente la gente rica dormía
en camas; el resto lo hacía sobre montones de paja. Pero lo que igualaba a ricos y pobres eran los parásitos. Las casas y sus moradores
estaban inundados de pulgas y piojos. En comparación con el modo
moderno de vivir, las ciudades medievales eran lugares de pesadilla,
y en el campo, las casas de aquel entonces no eran mejores.
No hay que maravillarse de que en tales condiciones ambientales, las enfermedades florecieran y se multiplicaran. En el siglo
XIV, la gran epidemia llamada “La muerte negra”, mató a casi la
mitad de la población europea y a la otra mitad la dejó deshecha
y desmoralizada, y se acercaba, lenta e implacable, a las ciudades
amuralladas. Pero antes que la terrible epidemia devastara al continente, la contribución más grande que la Edad Media hizo a nuestra
cultura, se había consolidado: se habían fundado las universidades y
la vida intelectual había comenzado a revivir.
Con la caída del imperio romano de Occidente, la historia
intelectual de Europa cayó al punto más bajo registrado jamás. Del
siglo VI al IX, en la llamada Edad Oscura, los europeos estuvieron
completamente aislados de la civilización de Bizancio y de todo el
Oriente. La cultura sobrevivía precariamente en los monasterios,
donde todo se limitaba a leer y escribir.
Al caer el oscurantismo sobre Europa, los monjes eran los únicos
que sabían leer y escribir, pero eran muy pocos los que tenían
95
principios elementales de una instrucción general; utilizaban el latín
para los oficios religiosos y la Biblia estaba escrita en esta lengua;
los dialectos surgidos del latín vulgar de las guarniciones militares,
que con los siglos serían las lenguas romances, no eran palabra
escrita.
Era tan raro saber leer y escribir –como en nuestro tiempo ser
experto en física nuclear- en la Edad Media, que quien podía hacerlo
tenía derecho a privilegios especiales ante la ley, denominados
beneficios del clero, o sea que tenía derecho a ser juzgado en
tribunales eclesiásticos, por cualquier crimen que pudiera cometer,
excepto el de traición.
El beneficio del clero era algo así como un permiso para asesinar
impunemente y este privilegio se les concedía a los que sabían leer y
escribir. Era evidente que en la Edad Oscura, el individuo con cierta
instrucción era un ciudadano de valor inapreciable.
Carlomagno fue el primer gobernante europeo de ese período
que hizo un esfuerzo por difundir la enseñanza. Él podía leer, pero
es muy dudoso que pudiera escribir, no obstante lo cual, ordenó
instalar escuelas en los monasterios y en estas aulas monásticas se
generó la institución precursora de las universidades.
Antes de los tiempos de Carlomagno, los cristianos de Occidente
habían sostenido que el mucho saber era incompatible con la virtud,
la devoción y la santidad. El emperador no compartió esto e hizo
posible que los jóvenes estudiaran las siete artes liberales. Las tres
primeras, llamadas el trivium, eran la gramática, la retórica y la
lógica, y ésta última, la más estimada. El cuadrivium la conformaban
la aritmética, la música, la geometría y la astronomía, que en realidad
era aún la astrología.
A cualquier maestro que enseñara estas artes, se le llamaba
Doctor Escholasticus, aunque en general el título de doctor era para
los maestros de lógica. Al proliferar las universidades, el tratamiento
de doctor se dio a los que enseñaban derecho y teología. Hasta el
siglo XIV no se dio a los médicos el título de doctor y en América,
entrado el siglo XVIII se usó únicamente el de Señor.
96
El término Universitas se aplicó originalmente a la residencia de
una corporación o gremio de estudiantes que iban de un lugar a otro.
El edificio donde se estudiaba se denominaba studium generale.
Acudían a los studia medievales estudiantes de diferentes partes,
que hablaban idiomas y dialectos diferentes y por esta razón, pero
también por la relación entre enseñanza e iglesia, se usaba el latín,
hablado y escrito, como idioma universal de los universitarios.
Un muchacho que aspiraba a una universidad tenía primero que
acudir a una escuela de latín (lo que ahora se llamaría un “curso
propedéutico”) y, en más de una ocasión, su examen de admisión
consistía en presentar su caso al rector en latín aceptable y saber
responder preguntas en la misma lengua. Ya admitido, se le requería
que no hablase más que latín, aún en las horas de recreo; y en algunos
casos había espías, llamados lupi (lobos), cuyo deber era descubrir y
denunciar a los que hablasen su idioma natal. Los estudiantes tenían
prohibido toda clase de juegos deportivos, catalogados entonces,
como el baño, por “prácticas profanas”.
Como ahora, había estudiantes que tenían que ganarse la vida y
lo hacían lo mismo pidiendo limosna que robando…y gozaban del
beneficio del clero.
Con la fundación de las universidades fue posible estudiar
medicina y muy pronto hubo médicos con título oficial, cuyos
servicios acaparaba la nobleza y los altos dignatarios eclesiásticos.
En general, estos médicos no practicaban la cirugía, sino sólo en
casos de gran necesidad, y no usaban anestésicos ni antisépticos y
sabían muy poco de la estructura del cuerpo humano.
Los médicos despreciaban a los cirujanos y eran pocos los hombres
de alguna cultura que quisieran dedicarse a esta profesión. En cuatro
siglos, de 1100 a 1500, quizá no hubo más de unas cuantas docenas
que fuesen gente instruida y estos pocos, a su vez, menospreciaban
a los barberos analfabetos, que eran los que realmente realizaban la
mayor parte de las operaciones.
El origen del barbero cirujano se debe a dos edictos de la iglesia.
En esos tiempos la mayoría de los hombres se dejaba la barba, pero
en 1092, la iglesia publicó un edicto para que los monjes anduvieran
97
afeitados. Eso dio lugar al oficio de barbero. Luego vino el ya citado
Ecclesia abhorret a sanguine, que prohibía a los eclesiásticos llevar
al cabo ninguna operación quirúrgica.
Los barberos cuidaron entonces de hacer sangrías, abriendo
abscesos, corrigiendo huesos dislocados, entablillando extremidades
rotas, o cortando piernas o brazos. También eran dentistas, porque
arrancar muelas era el único tratamiento dental conocido.
Como no hablaban latín, por no haber pasado por la universidad, eran llamados “cirujanos de toga corta”, para distinguirlos de
los de carrera, de toga larga. Tiempo después, ambos entraron en
conflicto.
El solo hecho de que se volviera a estudiar medicina ya era un
adelanto en sí mismo, pero se impusieron limitantes que afectaron el
desarrollo de la ciencia médica; se podía estudiar a Plinio y Galeno,
a Dioscórides y Avicena, pero sin poner en duda la sabiduría de
estos hombres, que habían descubierto todos los secretos y hallado
solución a los problemas médicos. Nada nuevo había que investigar
ni solución que descubrir ante nuevos hechos.
En la Edad Media, la actitud general en cuanto a la medicina estaba casi en un punto medio entre la posición de tiempos primitivos,
que la enfermedad era causada por espíritus, dioses y demonios, y
la medicina hipocrática, que la enfermedad se debía a causas naturales. Los maestros medievales intentaron combinar ambas posiciones: combinar lo natural con lo sobrenatural. Se ponía énfasis en lo
sobrenatural. En las escuelas monásticas, los monjes no tenían otra
fuente que las obras de los santos cristianos, que ya formaban parte
del Nuevo Testamento. Así, las enfermedades eran obra de la cólera
de Dios ante los pecados de los hombres y por lo tanto, había que
librarse de ellas por medio de la oración y la penitencia.
Todos los escritos antiguos se tomaban como verdades asentadas.
Aristóteles tuvo la ocurrencia de afirmar que las mujeres tenían
menos dientes que los hombres. Durante muchos siglos a nadie se le
ocurrió contar los dientes de unos y otras y comprobar de inmediato
la falsedad aristotélica. Las Sagradas Escrituras dicen que Adán
perdió una costilla para darla a Eva y que por eso los hombres tenían
98
una costilla de menos. Pero por siglos a nadie se le ocurría contar el
costillar de ambos.
Galeno, Aristóteles, Plinio, Avicena y algún padre de la Iglesia
tenían puntos de vista divergentes, contrapuestos, contradictorios y
diversos sobre una epidemia. Entraba en acción el dialéctico medieval,
que era el profesor de lógica. Citaba, analizaba, desmenuzaba y
concluía: Todos tenían la razón al justificar la proposición general
planteada por el dialéctico: “La plaga es un acto de Dios”.
Todo era un acto de Dios. Eso era evidente e irrefutable:
¿Quién se hubiese atrevido a ponerlo en duda? La duda planteada
por Lactancio, en el capítulo XIII de su obra “La cólera de Dios”,
en el siglo I de la era cristiana quizá estaba arrumbada, polvosa y
escondida en una oscura biblioteca de un monasterio perdido en la
geografía europea.
En el Medioevo, los pecados de la carne –frecuentes, siempre
presentes entre clérigos, nobles y hombres comunes- podían
alcanzar el perdón por medio de la penitencia; eran debilidades
propias de mortales deleznables, de quienes Dios tenía compasión.
Pero pecar de pensamiento era otra cosa: dudar, discutir, era herejía
y ésta, una amenaza para la seguridad de la Iglesia y minaba los
principios básicos de la fe cristiana. A los herejes se les excomulgaba
y quemaba vivos, además de advertirles que irían al infierno por
toda la eternidad.
En esas condiciones funcionaban los hombres de pensamiento
en la Edad Media. En el terror cotidiano. No había lugar para el
pensamiento, sólo para la superchería escolástica.
99
CAPÍTULO XIV
La muerte negra
Después de la aparición del hombre sobre la tierra, la verdadera
maravilla es que haya podido sobrevivir. El homo sapiens llegó a
un mundo hostil, aterrador, en donde otros animales más fuertes,
con mayor resistencia física, se habían extinguido. Físicamente mal
preparado, el hombre se hallaba indefenso ante animales enormes
que le acechaban, no podía asegurarse su alimentación y tenía que
luchar contra las enfermedades.
Pero sobrevivió y se multiplicó por su inteligencia superior. El
hombre dominó a la bestia para su beneficio y además, fabricó instrumentos y armas: palos, cuchillos, arpones, flechas y, finalmente,
armas de fuego.
La misma inteligencia superior que le hizo diseñar armas, le
sugirió los medios de asegurarse los alimentos necesarios. Así,
domesticó los animales, cultivó la tierra y aprendió los elementos
de la agricultura.
De los tres grandes peligros que amenazaban la existencia de la
raza humana, sólo una sobrevivía: las enfermedades. En su lucha
contra las dolencias físicas, el hombre no supo utilizar su inteligencia, como lo hizo contra otros peligros, quizá porque la enfermedad
era y es un enemigo invisible, contra el que no valían palos ni flechas,
mucho más difícil de atacar que a las grandes bestias que rondaban
por selvas y llanos.
Resultaba mucho más sencillo aprender a trabajar la tierra que
descubrir la esencia de la enfermedad.
La adquisición de esos conocimientos ha sido muy lenta. El
proceso de aprendizaje pasa por la historia de los falsos senderos
que se tomaron y los obstáculos que el mismo hombre se colocó en
el camino que lo conducía a la salvación.
La idea de las causas sobrenaturales de la enfermedad era una
senda falsa y el escolasticismo medieval era un obstáculo para el
100
progreso. Afortunadamente vivimos en una época en que estos
conocimientos, tan lenta y difícilmente adquiridos, están venciendo
a la enfermedad, y desde nuestra posición actual podemos mirar
hacia el pasado y admirarnos de que el hombre haya sobrevivido
sobre la tierra. Y podemos mirar hacia el futuro con la convicción de
que si el hombre continúa buscando, hallando y descubriendo, sus
victorias sobre las enfermedades serán más grandes, victorias que
sólo alcanzará con el uso de su inteligencia.
Cuando miramos las enfermedades que azotaban a la población en
los siglos XIII y XIV, podemos ver que cuando se encontró el modo
de curarlas y en qué consistían, en más de una ocasión se debían a
algo insignificante y aparentemente obvio después de sabido, y que
sin embargo, eran lo bastante para diseminar sufrimiento y muerte.
Trataremos de las enfermedades que se presentaron en forma
de grandes epidemias, llamadas pandemias, espantosas y que se
extendían por el mundo entero. De estas epidemias de la Edad
Media, la mayoría de la gente de hoy no ha oído hablar jamás, salvo
que sea aficionado a la historia universal.
Una de estas epidemias se llamaba “el fuego de San Antonio”,
nombre que se daba a la erisipela, pero también a una enfermedad
horrible que dejaba al paciente tullido y que era muy frecuente entre
la gente pobre. Si durante el verano llovía copiosamente y hacía un
calor húmedo, el cielo estaba constantemente nublado y la cosecha
de centeno, del que se hacía el pan negro, era escasa, y en las semillas se veían unas manchitas pequeñas, como de moho, en el octubre
siguiente, a las puertas de la ciudad no faltaba algún desgraciado
que, con piernas y brazos ennegrecidos y encogidos, tratara lastimosamente de arrastrarse hasta el monasterio.
Al verlo, la gente huía aterrorizada y sólo los frailes de San
Antonio le ayudaban a llevarlo a su monasterio.
La ciudad se sumía en el silencio, la gente se encerraba en sus
casas y se esparcía el rumor de que “el fuego de San Antonio”
andaba suelto por la tierra.
La enfermedad se propagaba rápidamente de casa en casa, y era
raro que quedase un hogar donde no apareciera un enfermo. Los
afectados sentían primero que los brazos y las piernas se les enfria-
101
ban gradualmente y después aparecían dolores espantosos en esas
extremidades, las que finalmente se volvían completamente negras.
Unos morían y otros se curaban, pero entre éstos, la mayoría
perdía un brazo o una pierna, que se secaba hasta desprenderse. En
algunos casos un enfermo perdía brazos y piernas y se quedaba con
el torso, lo que provocaba auténtico horror a esa enfermedad.
Se creía que la humedad envenenaba el aire, de acuerdo con la
teoría de que las enfermedades eran resultado de malos olores, idea
que persistiría hasta muy entrado el siglo XIX.
La malaria, muy conocida en Italia, y que iba extendiéndose hacia el Oeste europeo, debe su nombre a las palabras mala aria, o
sea el mal aire. Otros creían que las epidemias eran causadas por
eclipses, lluvias de estrellas y temblores de tierra, y otros más la
seguían atribuyendo a la cólera de Dios ante los pecados de los hombres, mientras que los había convencidos de que los judíos habían
envenenado los pozos. En el año 1161 se condenó a la hoguera a los
médicos judíos de Praga, acusados de ese crimen.
¿Qué hacían para librarse del fuego de San Antonio? Rezar,
llevar amuletos benditos y tomar las medicinas que Dioscórides
recomendaba en su herbario, pero la enfermedad seguía arrasando
vidas, lisiando y matando, a pesar de oraciones y amuletos. La
epidemia duraba un año, aproximadamente y al año siguiente, con
la nueva cosecha, desaparecía, a menos que también hubiera lluvias
y humedad.
Hasta 1597 no se empezó a adivinar la verdadera causa de la
enfermedad, y hasta 1630 hubo seguridad del caso, pero todavía
pasaron dos siglos para que se sacara provecho de ese descubrimiento
y la enfermedad desapareció por completo.
Era que el centeno, debido a la humedad, se cubría de manchitas
mohosas, y ese moho era venenoso. Eran hongos llamados cornezuelo del centeno, que como la mayoría de los hongos, son mortales.
Al ingerirlos en cantidades bastante grandes, se contraen los vasos
sanguíneos al grado que eliminan la circulación de la sangre en brazos y piernas. Los miembros se secan y mueren. Todo lo que había
que hacer era no comer centeno envenenado.
102
En la Edad Media, el promedio de vida era de ocho años, debido
al azote de las epidemias. Los avances en la medicina en los últimos
seis siglos han añadido poco más de 60 años al promedio mundial
de vida.
Y cuando la vida es corta, difícil e incierta, se le adjudica menos
valor. En los últimos 600 años, o en realidad en los últimos 150
años, el hombre se ha vuelto mucho más humanitario de lo que
era en el Medioevo y en la antigüedad. La vida humana tiene hoy
mucho más valor y se hacen muchísimos más esfuerzos por eliminar
los sufrimientos por enfermedades.
Cuando el fuego de San Antonio era común, innumerables
personas perdieron brazos y piernas, pero muchos otros quedaron
inválidos en las guerras y además, algunos delitos se castigaban
cortando una mano o un brazo por faltas, a veces, insignificantes.
Después de las enfermedades, el hombre ha sido siempre el peor
enemigo de su especie.
El fuego de San Antonio y la lepra fueron grandes azotes en la
Edad Media, pero no los únicos. La viruela, que mató a millones,
vino más tarde; la difteria asoló al mundo entero, mató a Josefina, la
esposa de Napoleón y a George Washington. Las grandes epidemias
de difteria sucedieron entre los siglos XVI y XX.
Cabe señalar a la tuberculosis, que en cierta época fue llamada
“el capitán de los soldados de la muerte”, la que ha existido siempre,
pero no se ha presentado como enfermedad epidémica aguda como
otras pandemias.
El tifo era una de esas enfermedades pandémicas. La palabra
tifo viene del griego y significa humo o nube, ofuscamiento de la
conciencia o estupor. En un tiempo se confundió el tifo con la fiebre
tifoidea, que es completamente distinta, excepto que también da
fiebre con estupor, por lo que tifoidea quiere decir “parecida al tifo”.
El tifo es mucho más grave que la tifoidea. Es una enfermedad
de guerras y hambre, de cárceles, de barcos y ciudades medievales.
En la guerra ha matado más hombres que la lanza, la espada o las
armas de fuego.
En la Edad Media se creía que era una aflicción que Dios
mandaba, pero en la actualidad sabemos que es un germen que
103
se contagia a través de piojos del enfermo al sano. El tifo leve, o
tifoidea, se contrae por medio de la comida o por agua contaminada
de las cloacas.
Esto se descubrió a principios del siglo XX, justo a tiempo de
evitar su propagación en la Primera Guerra Mundial, la primera
guerra en que el tifo dejó de matar a millones. En Serbia hubo
brotes de tifo en esa guerra, pero las medidas sanitarias adoptadas
impidieron la propagación en forma de epidemia hacia los soldados
en las trincheras del frente Occidental, las que consistieron en
establecer unos puestos donde todos los viajeros de Este a Oeste se
limpiaban de piojos, en caso que los tuvieran.
Una de las epidemias que se presentó repetidamente en la Edad
Media fue la influenza o gripe, la más leve de las grandes pandemias.
La palabra influenza viene de la causa que se atribuía a la pandemia,
que se denominaba como influenza coelestia, influencia celeste.
Ocurría en estaciones muy lluviosas, cuando las paredes y la ropa
blanca se llenaban de manchas rojas, parecidas a la sangre, que no
eran otra cosa que oxidaciones y nada más.
Esas manchitas nada tenían que ver con la enfermedad; la gripe
se contagia a través de un germen cuando un enfermo estornuda y
como no hemos encontrado la forma de evitar el contagio, sigue
habiendo epidemias de gripe.
Pese a que es la más leve de las pandemias, cuando se recuerda
la última, del año 1918, se duda que realmente sea leve. Sólo en
Estados Unidos hubo 40 millones de contagiados, de los que murieron aproximadamente 300 mil. Sin embargo, es un número insignificante, tratándose de una pandemia, si se comparan las cifras con
las que hubieran tenido lugar si en vez de una pandemia de gripe
hubiese sido de peste bubónica oriental, como la del siglo XIV. En
ese hipotético caso, en lugar de 300 mil muertos, hubieran fallecido
por lo menos 50 millones, familias enteras hubieran desaparecido y
no hubiera sido posible enterrar a los muertos, esparcidos en calles,
campos y casas.
Una pandemia que atacara hoy día a un país determinado, su vida
social, comercial e industrial se paralizaría por completo. No habría
104
obreros en las fábricas, no funcionarían los ferrocarriles; se cerrarían
escuelas, las calles estarían desiertas y enfermos y moribundos
clamarían por médicos, pero la mitad de éstos ya habrían muerto. Se
tardaría casi un siglo en reconstruir el país.
Esta enfermedad era el azote de la Edad Media, que ante la
ciencia impotente, amenazaba exterminar la raza humana.
La peste bubónica que azotó Constantinopla en el año 543 d.C.,
no llegó a penetrar mucho dentro de Europa occidental, porque no
había apenas comunicaciones y la enfermedad se detuvo por el aislamiento de las pequeñas ciudades europeas. Pero en el siglo XIV ya
se habían restablecido las comunicaciones terrestres y la navegación
y los diversos países estaban constantemente invadidos de vagabundos, estudiantes y mercaderes que iban de ciudad en ciudad y contingentes de soldados que frecuentemente cruzaban el continente de
punta a punta.
Fue un siglo guerrero: la pólvora se usó por primera vez en 1330
y la Guerra de los Cien Años empezó en 1336, esto es, que las condiciones se habían combinado idealmente para propagar la plaga.
En la primavera de 1347, la epidemia llegó a Constantinopla
procedente de Asia. En el otoño se había diseminado en Sicilia y
para diciembre llegó a Nápoles, Génova y Marsella. A principios de
1348 se había expandido por todo el sur de Francia, Italia y España.
En junio llegó a París y en agosto alcanzó a Inglaterra e Irlanda. En
quince meses, la plaga viajó de Constantinopla a Londres, desde
donde, incontenible, se desparramó a Holanda, Alemania, Escandinavia y Rusia. A su paso, la epidemia dejaba a cada país destrozado,
desmoralizado y casi despoblado.
Muchos abandonaron a sus familias y se escondían en las
catedrales, donde les alcanzaba el contagio y morían; otros se
embarcaban y morían en los barcos; los menos dedicaban sus últimos
días a cuidar y dar consuelo a los enfermos y algunos se entregaban
a grandes orgías de bebida, comida y baile.
El célebre escritor Giovanni Bocaccio nos dejó este relato en El
Decamerón: “Tal fue la crueldad de los cielos y tal vez también de
los hombres, que de marzo a julio, se supone, y es casi seguro que
105
en la ciudad (Florencia) solamente, perecieron más de cien mil almas, mientras que antes de tal calamidad no se suponía que tuviera
tal cantidad de habitantes. ¡Cuánta morada magnífica, cuánto noble
palacio, quedaron deshabitados hasta la última persona! ¡Cuántas
familias se extinguieron, dejando riquezas y posesiones vastísimas,
sin sucesor conocido que pudiera heredarlas! ¡Cuántos hombres y
mujeres llenos de vigor y en el apogeo de la juventud, que a la mañana, Galeno, Hipócrates o el mismo Esculapio hubieran declarado
gozar de una salud perfecta, después de haber comido aquí con sus
amigos, cenaron en el otro mundo con sus amigos ausentes!”
Uno de los problemas más graves era enterrar a los muertos. En
Aviñón, el Papa consagró el río Rone para que se pudieran arrojar
los cadáveres. En otras partes se arrojaban al mar y la marea,
frecuentemente, los traía de regreso.
El cisma eclesiástico hizo que durante un tiempo, la sede del papado se estableciera en Aviñón, Francia. El Papa Clemente VI tenía
a su servicio al cirujano más famoso de su tiempo, Guy de Chauliac,
quien dejó un relato: “La gran mortandad hizo su aparición en Aviñón en enero de 1348, cuando estaba yo al servicio del Papa Clemente VI. La epidemia fue de dos clases: la primera duró dos meses,
con fiebre continua y continuo escupir de sangre y la gente moríase
en tres días. La segunda duró todo el resto del tiempo, también con
fiebre continua e hinchazones en las axilas y las ingles y la gente se
moría en cinco días. Era tan contagiosa que no solamente a causa
de estar juntos, sino con mirarse uno a otro, la gente la cogía y así
sucedía que morían desatendidos y que los enterraban sin sacerdote;
el padre no iba a ver a su hijo, ni el hijo al padre, la caridad había
muerto y la esperanza apenas respiraba.
“Yo la llamo grande porque se extendió por el mundo entero, o
poco faltó para que así fuera… y fue tan grande que apenas si dejó
una cuarta parte de la población.
“Muchos fueron los que estuvieron en grandes dudas sobre cuál
sería la causa de esta gran mortandad. En algunos lugares se creyó
que los judíos habían envenenado al mundo y en consecuencia los
mataron; en otros, que la gente pobre y deforme era responsable de
ello y los echaron fuera del pueblo; en otros, que habían sido los
106
nobles y éstos tenían gran temor de salir de sus castillos. Finalmente
llegaron a tal estado que pusieron guardas en pueblos y ciudades para
que no permitieran la entrada de nadie que no fuera bien conocido y
si se encontraban sobre alguien polvos o ungüentos de alguna clase,
se los hacían tragar unos u otros, para así estar seguros que no eran
venenos”.
Las hinchazones en las axilas e ingles eran los ganglios linfáticos
que se abultaban e infectaban y se les llamaba bubo, y de ahí vino lo
de “peste bubónica”. En muchas otras infecciones, incluso en algunas
muy leves, los ganglios se inflaman, como sucede con los del cuello
cuando se tiene dolor de garganta. Cuando una persona era atacada
por la peste bubónica, no sólo se le hinchaban los ganglios sino que,
en caso de que viviera el tiempo suficiente, se le llenaban de pus,
reventaban y se formaban llagas supurantes, o llagas pestilentes.
Debajo de la piel de cada una de las víctimas, podían verse
pequeñas hemorragias que aparecían como puntitos negros y azules,
llamadas prendas de la plaga y que dieron lugar al nombre de Muerte
Negra.
Guy de Chauliac, en su breve descripción, dice algo muy
importante sobre cómo acabar con la enfermedad: “Finalmente,
pusieron guardas en pueblos y ciudades para que no permitieran la
entrada a nadie que no fuera bien conocido”. Esta fue la primera vez
que se pusieron en vigor precauciones de esta índole: la primera vez
que se puso en práctica la cuarentena.
La cuarentena, que fue un resultado de la epidemia, se siguió
poniendo en práctica inclusive después que ésta comenzó a declinar.
En 1383 se impuso de modo regular; todos los viajeros que llegaban
a Marsella a bordo de barcos sospechosos, antes de desembarcar
tenían que permanecer 40 días aislados.
Un hecho insignificante es el causante de la peste bubónica y el
famoso médico Avicena estuvo a punto de descubrirlo. Había observado que, antes que la plaga se extendiera, ratas y ratones salían
de su madriguera tambaléandose como si estuvieran borrachos y la
mayoría se moría. Hasta finales del siglo XIX no se aclaró lo que significaba. Hoy se puede evitar gracias a que se supo que es una enfermedad de roedores, causada por un germen que transportan las pulgas
de los roedores.
107
CAPÍTULO XV
El contagio mental
El siglo XV fue una época de curiosas contradicciones: en ese siglo
nacieron Juana de Arco y el extraño y monstruoso asesino Gilles de
Rais; vino al mundo el enorme genio Leonardo da Vinci y también
Cristóbal Colón. Comenzó el siglo con la epidemia de un trastorno
emotivo espantoso y terminó con los primeros días de la Edad Moderna, con la imprenta, la brújula y el uso generalizado del papel.
El siglo XIV fue el de la Peste Negra; el XV, el de la Manía del
Baile, el desorden emotivo más extravagante que atacó a un grupo
numeroso de seres humanos.
Las enfermedades de personajes importantes, de generales en
tiempo de guerra o líderes del tipo de Pedro El Ermitaño, generan
peculiaridades en su conducta que pueden cambiar decisivamente el
destino de una nación, inclusive, de toda una civilización.
La indigestión de un rey puede influir más sobre la política que
el consejo de sus ministros y un dolor de muelas puede precipitar
una guerra civil. La conducta singular de un monarca puede llevar
al país a la ruina o al progreso.
Siempre podremos preguntarnos qué curso hubiera seguido la
historia universal si Alejandro no muere a los 32 años; si Guillermo
de Orange no hubiese padecido tuberculosis; Si Ana de Inglaterra
no hubiese padecido de la vista; si Luis XIII no hubiese sido débil
mental o si Juana de Arco, en vez de visionaria, hubiese sido una
campesina común y corriente.
Juana de Arco fue a la hoguera acusada de bruja, algo característico
de aquellos años. Y el tenebroso asesino Gilles de Rais, con sus
actos criminales, hizo que las crónicas de la época nos legaran el
cuento de Barba Azul.
El barón de Rais quiso reponer la fortuna que dilapidó por medio
de la magia y con la invocación del diablo en su auxilio.
108
Muy joven, Gilles heredó grandes posesiones y una gran fortuna
en la Bretaña. Financió al rey de Francia en la guerra contra Inglaterra
y cabalgó al lado de Juana de Arco. Le dieron el título de Mariscal
de Francia. Al concluir la guerra, se dedicó a derrochar su fortuna
en festines con cientos de invitados de sus dominios. Al ver que iba
a la ruina, llamó a su palacio a los alquimistas y hechiceros más
célebres del reino, con quienes celebró ritos misteriosos en busca de
la piedra filosofal.
Pero en la zona aledaña de su castillo comenzaron a desaparecer,
misteriosamente, decenas de niños y niñas entre cuatro y siete años de
edad. Cuando las desapariciones se contaron por docenas y después
por centenas, vino la desesperación y el terror de las familias, que
llegaron a pensar que la comarca estaba embrujada.
Con todo y el pensamiento mágico, los rústicos campesinos empezaron a relacionar las desapariciones con el paso de los hombres
a caballo del barón de Rais. Comenzaron así a sospechar del corpulento Mariscal de la barba azulada, de tan negra que era.
En el siglo XV ya no era posible sacrificar vidas humanas con
la impunidad de otras épocas, incluyendo la misma Edad Media,
por poderoso que fuera un señor feudal. El barón fue denunciado.
Se inició una averiguación, fue arrestado y la autoridad encontró
en los sótanos de su castillo los restos mutilados de algunos niños
desaparecidos. Gilles de Rais y sus hechiceros se habían entregado
a orgías sangrientas en invocación del demonio.
Fue juzgado en un tribunal eclesiástico por el delito de herejía
y en un tribunal civil, por asesinato. Se le declaró culpable por partida doble, fue excomulgado, condenado a la horca y a ser quemado
en la hoguera. Gilles de Rais no mostró temor a la muerte, pero la
excomunión, que le condenaba al infierno por toda la eternidad, le
aterrorizó.
Con lágrimas en los ojos, este guerrero alto y musculoso, nigromante y asesino, suplicó que le mataran, pero que no le excomulgaran. Se accedió a su ruego, se le oyó en confesión y se le absolvió de
todos sus pecados, sin más castigo que la horca y la hoguera.
Cuando le llevaron al patíbulo, se subió a un alto escabel, le
pasaron una cuerda alrededor del cuello y de un puntapié apartaron
109
el escabel, encendieron una hoguera bajo sus pies, el fuego quemó
la cuerda y el cuerpo cayó a las llamas. Sucedió algo curioso: los
espectadores, que primero estaban sedientos de venganza, tuvieron
un cambio repentino; varias mujeres se precipitaron a rescatar el
cuerpo de entre las llamas y se le dio cristiana sepultura. En el lugar
donde murió se erigió una urna y con el tiempo corrió la leyenda de
que esa urna podía hacer milagros. Las mujeres acudían a rezar a
ella y así tener leche abundante para criar bien a sus hijos.
La historia de Gilles de Rais pasó de una generación a otra. Y con
el tiempo se confundió con la de otro monstruo de Bretaña, llamado
Camorre el Maldito, que vivió en el siglo VI, pero la barba azulada
de Gilles se conservó en la memoria colectiva y pasó, modificada,
al cuento de Barba Azul, que escribió el francés Charles Perrault,
autor también de La Cenicienta y la Bella Durmiente del Bosque.
Paradójico destino de la memoria del monstruoso asesino de niños,
que el lugar de su ejecución se convirtiera en urna milagrosa y la
historia de su vida, en cuento infantil.
La naturaleza humana, su comportamiento y sus reacciones
muchas veces son asombrosamente inexplicables. Pero mucho más
extraño que el episodio del barón Gilles de Rais, fue el caso de la
Manía del Baile, que tuvo lugar en el mismo siglo.
Las tumbas de las víctimas de la peste bubónica estaban cubiertas,
pero el recuerdo del horror había quedado grabado y perseguía a
los sobrevivientes; había una sensación de inestabilidad, de pánico.
Las emociones reprimidas se desencadenaron primero en la ciudad
francesa de Aix-la-Chapelle, donde una mañana fue invadida por un
nutrido grupo de gente extraña llegada de Alemania. En silencio, esta
gente llegó a una plaza, formaron un círculo y se pusieron a bailar, un
baile muy extraño que nadie había visto nunca. Primero lentamente,
luego cada vez más de prisa, los danzantes se contorsionaban,
hasta torcerse y retorcerse y saltaban con frenesí, chillando hasta
desgañitarse, con la mirada perdida y con espumarajos en la boca.
Uno tras otro se desplomaban en el suelo, exhaustos, pero sus
puestos los ocupaban gente de la ciudad. Por el solo hecho de verlos
bailar, comenzó el contagio mental, por medio de la sugestión. Y
la procesión de bailarines tomó los caminos rurales, de pueblo en
110
pueblo y de ciudad en ciudad, arrastrando tras de sí a una muchedumbre, que abandonaba por completo sus hogares, sus negocios,
sus talleres. Unos, por curiosidad; otros eran padres que buscaban
a sus hijos y se daba el caso de niños llorando, que iban gateando
entre los espectadores, buscando a sus padres, que se habían unido
a los bailarines.
En 1418, este caos mental alcanzó el máximo en la ciudad de Estrasburgo. Los sacerdotes trataban de consolar y calmar a las víctimas de esta manía, que tomaron a San Vito como su santo patrón y a
quien rezaban para que los librara de esa pasión que los dominaba.
A casi 600 años de distancia, el Mal de San Vito o el Baile de
San Vito se aplica a una enfermedad nerviosa llamada corea, que
produce contracciones nerviosas en la cara y en las manos.
Se llegó a creer que los bailarines habían sido picados por
tarántulas, cuyo veneno les hacía contraerse y retorcerse y para
curarlos les tocaban la música de “La Tarantela”, un baile italiano.
El furor por bailar y bailar era una forma física de expresar
una excitación emotiva muy intensa, algo similar a casos de gran
exaltación religiosa, en que el individuo es poseído por un fervor
paroxístico, se pone a temblar y agitarse hasta que pierde el
conocimiento.
Hubo otras epidemias mentales, como las cruzadas a Tierra
Santa, en particular la organizada por Pedro El Ermitaño y sin duda,
la Cruzada de los Niños, que fueron consecuencia de un contagio
mental. Y también lo fue la Manía de los Tulipanes, en Holanda,
cuando en el frenesí de la especulación, gente aparentemente normal,
daba toda su fortuna por unos cuantos bulbos de tulipán.
Pero una manía mucho más perjudicial que la de los tulipanes fue
la de perseguir a las brujas, que empezó en el siglo XV y duró hasta
bien entrado el XVIII. Millares de viejas pobres, inofensivas, fueron
acusadas de brujas y a morir en la hoguera o ahogadas. América no
escapó de esta locura colectiva.
Había individuos especializados en descubrir brujas, quienes
inspeccionaban a mujeres sospechosas en busca de unas verrugas
llamadas “lunares de bruja”. La exaltación general por esto era terrible. Jueces solemnes presidían tribunales que prestaban oídos,
111
con severidad, a historias fantásticas, propias de tiempos primitivos
y condenaban a pobres viejas, en su mayoría dementes.
En todas las épocas, en pueblos, ciudades o naciones, la gente ha
sufrido el contagio mental. No se transmite por gérmenes patógenos,
sino que es una monomanía producto del prurito de imitación.
¿Por qué una idea o un solo ejemplo pueda tener tal influencia
colectiva? Muchos años atrás, en un convento, una de las monjas, de
pronto comenzó a maullar como un gato. Enseguida, otra la imitó, y
otra más, hasta que toda la comunidad acabó maullando. No bastaron
las amenazas de castigo para acabar con esa conducta; fueron flageladas y a pesar de eso, siguieron maullando. Tiempo después, esa
manía inofensiva fue desapareciendo y cesó por completo.
En otros mil conventos, la monja hubiera maullado en vano, sola
o simplemente, caído en el ridículo.
¿Por qué se contaminó así ese convento en particular? Condiciones propicias, una actitud mental receptiva. Hemos visto cómo
se propagan modas en vestir o hablar, no necesariamente del mejor
gusto. Así se explica la oleada de entusiasmo por una canción que se
canta y se canta, luego se deja de cantar y al poco tiempo se olvida.
De las manías epidémicas, la guerra es quizá la más grande y
más nociva. Se levanta una ola de excitación patriótica, el contagio
mental se extiende por el país, y allá van hombres a matar a otros
hombres que no han visto jamás. Con el tiempo, el espíritu guerrero
se apacigua, se apagan los odios y vuelve la paz y las buenas relaciones internacionales.
No todos los contagios mentales son perjudiciales o absurdos,
ni todos merecen ser calificados de “manías”, que quiere decir excitación sin razón. Algunos contagios mentales, por ejemplo o imitación, son benéficos: grandes reformas humanitarias, tales como el
pacto internacional de la Cruz Roja, de cuidar a los heridos en las
guerras, de prestar cuidados humanitarios a los dementes y la lucha
contra la crueldad hacia los animales, se han dado por el contagio de
una idea, que se propaga y se acepta y se establece definitivamente
en la vida diaria.
Nuestra educación mundana actual tuvo su inicio en una moda,
que se puso en boga en Italia, en el siglo XV. A finales del siglo
112
XIV se descubrió por primera vez la belleza de los escritos de la
antigüedad clásica. Primero, nadie se interesaba más que por los
autores latinos, pero era tanto lo que estos autores encomiaban
de la literatura griega, que se empezó a aprender esta lengua y
se descubrió la belleza de las obras de Homero, Platón, Esquilo,
Sófocles, etcétera.
Una ola de entusiasmo por los clásicos se levantó por toda Italia y
se pusieron de moda. Ser hombre de mundo significaba que se tenía
una erudición clásica. En las universidades, las aulas de profesores
de retórica y poética se llenaron de estudiantes que, sin profundizar
en nada, aprendían un poco de medicina, filosofía, arte, para tener
una cultura extensa, sin llegar a ser expertos en cosa alguna.
El objetivo era la conversación de salón y poder escribir con
el estilo de Ovidio y Cicerón. Los italianos descubrieron que los
griegos concebían la vida en un sentido amplio; su arte representaba
a hombres y mujeres de una belleza idealizada, miraban la vida cara
a cara, en tanto que el hombre de la Edad Media había envuelto
todo en el misterio de lo sobrenatural. Los griegos pensaron que
el hombre tenía derecho de gozar los placeres terrenales que la
naturaleza le ofrecía, algo diametralmente opuesto a las ideas de los
cristianos medievales.
El Renacimiento ascendía pujante y se difundía por otros países
europeos. Empero, en Italia, la intensa reacción del fenómeno renacentista tuvo efectos sociales nocivos. El hombre se lanzó a toda
clase de aventuras sensuales sin el freno que tuvo en el Medioevo,
y cedió tanto a lo bueno como a lo malo. Italia cayó en la ignominia
de las intrigas políticas, los asesinatos brutales y envenenamientos
entre caballeros y damas de la alta nobleza.
En la depravación extrema, la gente carecía de principios básicos
de decencia. César y Lucrecia Borgia y Lorenzo de Médicis, ensangrentaron las páginas de la historia de esa época, al tiempo que se
mofaban de la religión y del pecado y no temían ni al infierno ni a la
cólera de Dios.
Pero esta corriente accesoria del tiempo renacentista no era mayoría, en tanto que el contagio y el afán de instruirse y del libre
113
pensamiento se extendió por toda Europa, lo que además se aceleró
con la invención de la imprenta, que fue el instrumento más importante en la difusión del Renacimiento.
Poco después de 1440, la imprenta empezó a utilizarse en Alemania, y en 1462, cuando Adolfo de Nassau entró a saco en Metz,
los impresores tuvieron que buscar refugio en otros países de Europa. Los libros salían de muchas partes y entre los primeros, varios
eran de medicina. En 1457, se imprimió un calendario de purgas,
que indicaba cuándo estaban propicias las estrellas para tomar un
purgante y, en 1462, apareció otra obra astrológica similar acerca
de las sangrías.
Las obras de Avicena se publicaron en 1479 y un año después se
imprimió la primera de muchas ediciones del Régimen Sanitario de
Salerno.
El Renacimiento de la medicina tuvo lugar en el siglo XV; las
obras de Galeno e Hipócrates se tradujeron e imprimieron del latín
y griego originales, y se empezó a ver cómo las palabras de los
maestros se habían confundido al pasar por tantas traducciones de
romanos, sirios, persas, árabes y hebreos.
Apenas un año después del descubrimiento de América por
Colón, nació Aureolo Teofrasto Bombasto von Hohenheim, mejor
conocido como Paracelso.
SEXTA PARTE
Paracelso, el crítico
Vesalio, el observador
Paré, el experimentador
117
CAPÍTULO XVI
Paracelso, el crítico
El tumultuoso a la vez que fascinante siglo XVI, fue el escenario
de la exploración, el comercio mundial, la navegación, la política,
la guerra y la religión. Casi no había espacio para la ciencia y la
medicina. La voz de médicos y sabios era susurro apagado por el
estrépito de embarcaderos, el grito de grandes navegantes, el chirriar
de cordeles elevando cargamentos, el sonido acerado de cañones y
armaduras, de vítores guerreros.
Casi totalmente ignorados por sus contemporáneos, vemos a
un crítico, a un observador y a un experimentador. A Paracelso,
personaje extravagante que cruzaba el escenario con su banda
de estudiantes vagabundos; a Vesalio, el cortesano, mirando a
hurtadillas por encima del hombro, mientras escondido disecaba un
cuerpo robado; y Paré, el barbero, ejecutando proezas asombrosas
de cirugía en los campos de batalla de Francia.
¿Y la ciencia? El pobre doctor Gilbert, que escribió sobre el
compás magnético, médico oficial de la reina Isabel I de Inglaterra,
quien nunca era llamado para atender la salud de la soberana, quien
prefería la magia del astrólogo real.
Y Galileo, quien subía a la torre inclinada de Pisa para dejar caer
pesas y hacer cálculos para establecer una nueva ley de la física
y ridiculizar a los eruditos de la época, ya que todo mundo sabía
que un problema científico se solucionaba citando en su apoyo a las
autoridades en la materia y por medio de la controversia escolástica
y no por medio de experimentos directos.
Hoy los llamamos los grandes héroes de la medicina y la
ciencia, pero en su tiempo fueron hombres humildes, arrinconados,
oscurecidos por las hazañas de exploradores, los éxitos del comercio,
la política, la guerra y la religión.
118
Pero en rigor, nada había en aquel entonces que indicara, así fuera
levemente, que esos hombres llegarían a ser gigantescas figuras de
la historia mundial.
En fuerte contraste, Cristóbal Colón murió a principios de ese siglo y sin enterarse que había descubierto para los europeos un nuevo
continente; después, se precipitaron a las tierras por él descubiertas,
millares de españoles, arrogantes y extraordinarios aventureros, que
de punta a punta atravesaban el continente llevando a cabo proezas increíbles, explorando y conquistando enormes territorios, en
tanto que portugueses navegaban hacia la India costeando África y
también desembarcaban en costas americanas. El Papa Alejandro
VI avaló el Tratado de Tordesillas, que repartió América como un
pastel, dándole a España todas las tierras al Oeste del paralelo 50º y
para Portugal el resto. Ante la enormidad de estos acontecimientos
¿quién se ocupaba de un médico errante, un anatomista clandestino,
un cirujano militar, un anciano que jugaba con compases y otro que
tiraba piedras desde un peligroso edificio inclinado?
No menos relevante fue la disputa en el comercio mundial,
embrollos, litigios y disputas por la supremacía naval y el comercio marítimo. El dominio de los mares fue la base de la posterior
grandeza de Inglaterra y el nacimiento del Imperio Británico. La
pequeña ventaja que sacó de esto la medicina fue que las mercancías
eran, principalmente, drogas. Los medicamentos era el cargo más
ligero, más seguro y de mayor valor que podía llevar un barco. Dos
ducados de clavo en las Molucas se podían vender en Londres por
400 ducados. Y se traficaba con canela de Ceylán (Sri Lanka); aloes
y pimienta de Cochinchina (Vietnam y Camboya); jengibre y benjuí
de Sumatra (Indonesia); nuez moscada y macis de Bando y alcanfor,
almizcle y ruibarbo, de China; lo que hoy llamamos especias, pero
en ese tiempo eran medicinas. Yerbas de Oriente que Razis y Avicena añadieran a los medicamentos de Dioscórides.
También llegaba “momia” pulverizada, pedazos raros de cálculo,
que eran formaciones pétreas de los intestinos de las cabras, y
cuernos de narval, todo lo cual también se usaba en el tratamiento
de las enfermedades.
119
En barcos de exploradores se traía café, té, tabaco y papas; el
café y el té se usaban para curar la acidez y en el caso del tabaco,
más de un médico de los siglos XVII y XVIII, escribió encendidos
elogios sobre sus propiedades curativas, y las papas vendíanse por
sumas fabulosas para curar enfermedades y la debilidad.
Oro, plata y drogas eran los cargamentos más comunes en
aquellos días, y también seres humanos. Las plantaciones ya funcionaban en el Nuevo Mundo y en 1502 llegaron a las Indias los
primeros negros africanos.
En cuanto a religión, Martin Lutero predicaba la Reforma Protestante y el siglo se ensangrentó con las guerras religiosas: se proscribía, torturaba y mataba, no por el cristianismo, como en tiempos
de Carlomagno, sino por la libertad de creencias en el mismo seno
del credo cristiano.
En política, las intrigas maquiavélicas y la guerra se daban las
manos ensangrentadas. En tanto, Solimán El Magnífico ponía sitio
a Viena; pero para las casas reinantes europeas el peligro de este
poderoso musulmán, que reinaba de Bagdad a Hungría, no les quitaba
el sueño, metidos en sus propias intrigas.
En Inglaterra, ocupaba el trono Enrique VIII, quien selló el
destino de su país al romper con el papado y fundar su propia iglesia
anglicana; le sucedió el tuberculoso Eduardo, luego María Tudor
(“Bloody Mary”) y finalmente, después de múltiples rejuegos de
intrigas, fue coronada su hija, Isabel I.
En Francia reinaba el talentoso Francisco I, hecho prisionero y
luego rescatado; le sucedió Enrique II, quien murió por la herida en
un torneo de caballería; a éste le sucedieron los hijos de la florentina
Catalina de Médicis. Carlos V de Alemania y I de España reinaba
en ambos países, además de las vastísimas posesiones en América,
Italia, Filipinas, Flandes. Reinó en la mitad de Europa y peleó contra
la otra mitad. Sus tropas saquearon Roma, porque el Papa Alejandro
VI le estafó en el pago de un recate y se salvó de ser colgado al salir
huyendo del Vaticano. Ya viejo y enfermo, Carlos abdicó y cedió el
trono, sus problemas y sus guerras a su hijo Felipe II, quien mandó
su Armada Invencible contra Inglaterra, la que fue diezmada por un
temporal en el Mar del Norte.
120
Hubo cuatro pandemias de gripe, la peste bubónica estalló violentamente en cuatro lugares y hubo una docena o más de epidemias
menores.
El tifo apareció en los campamentos de los ejércitos e hizo estragos también en los tribunales de justicia, de donde se propagó de
las cárceles a los jueces, a los miembros del jurado y a los espectadores de los juicios, matando sin distinción de rango o dignidad. A
estas sesiones de tribunales se les llamaron las “sesiones negras”.
La difteria se propagaba por España y por las tierras a orillas
del Rhin; cada año aumentaba el número de los que la viruela había
marcado con sus huellas inconfundibles, y la pulmonía, que a mediados del siglo XX tomó proporciones alarmantes, tuvo entonces
sus comienzos.
El problema era que los médicos del siglo XVI, aunque habían
estudiado en la universidad, no sabían en realidad lo que era una enfermedad más de lo que sabía el salvaje. Aprendían muchas teorías
y uno que otro tratamiento eficaz, algún remedio valorable, algo útil
sobre cirugía, pero, mezclado con todo, no faltaban las teorías falsas
del pasado y éstas eran sus guías.
Médicos eruditos se sentaban con gran dignidad en cámaras de
consulta, sembradas de reliquias extravagantes, que habrían hecho
las delicias de un emplumado hechicero primitivo; escudriñaban
manuscritos amarillentos y dibujaban planos astrológicos, hacían
sus diagnósticos y recetaban una medicina compuesta por cien ingredientes, sin que quizá nunca hayan visto a su paciente.
Tales doctores no eran para la gente común, para la que bastaba
con encargados de casas de baños, charlatanes ambulantes y viejas,
y si fallaban, quedaba el altar ante el cual la esperanza, la oración
y la fe aliviaban la mente y el sufrimiento como en los tiempos de
Esculapio; aunque cuanto más grande era la fe, más aumentaban y
se propagaban las enfermedades.
Ni el médico, ni el cirujano ni el curandero sabían de la estructura
humana. Ninguno conocía las bases de la fisiología, cómo circula
la sangre y por qué el hombre respira; ni habían oído jamás de
microbios.
121
El médico del siglo XVI carecía de conocimientos, pero su
falta mayor fue el no tratar de adquirirlos; perfectamente feliz con
admirar a las autoridades del pasado, con aquellos volúmenes recién
adquiridos de Galeno, escritos trece siglos atrás, tenía primero que
romper con ese pasado antes de que pudiera mirar al futuro.
Era necesario un crítico que lo sacudiera y sembrara la semilla
del descontento. El hombre destinado a esa misión, el iconoclasta, era Paracelso, quien nació en las montañas de Suiza, de padre
alemán y madre suiza. Su padre era un médico, admirador de la naturaleza, quien puso a su hijo Teofrasto en honor al primer botánico,
discípulo de Aristóteles.
Cuando tenía diez años, su familia se mudó a Villach, Austria,
región minera con fundiciones de hierro. Observando a los mineros
aprendió los principios de la metalurgia y la química.
Ingresó a la universidad de Ferrara, en Italia, donde aprendió lo
mismo que todos los estudiantes de medicina de entonces. Teofrasto
no pasaba, como el estudiante moderno, horas y horas en la sala de
disección, en el laboratorio y en la cabecera del enfermo, sino que
estudiaba las obras clásicas de Hipócrates, Galeno y Avicena; aprendía latín, leía a los poetas, gramáticos, geógrafos e historiadores de
la antigüedad. En suma, una cultura clásica con algunos elementos
de medicina.
Empero, estaba destinado a convertirse en crítico. Teofrasto
quería realidades. Estaba hecho de fibra rebelde, para luchar solo,
para mandar y no para obedecer. Las aulas lo apresaron unos cuantos
años y luego llegó la libertad. En el mundo había mucho que ver,
que los antiguos no habían ni soñado.
Para el caso, primero se deshizo de sus ropajes académicos y
como simple viandante viajó de un lado a otro; algo extraordinario, un
erudito que se mezclaba con gente común y la escuchaba: barberos,
cirujanos, encargados de casas de baños, viejas llenas de experiencia,
todos le confiaban su caudal de sabiduría práctica, cosas que los
catedráticos en las aulas nunca oyeran. Muchas supersticiones, pero
entremezcladas con erudición profunda, adquirida por medio de la
observación hecha con ojos agudos.
122
Mientras viajaba y cambiaba sus ideas, también cambiaba sus
modales y lenguaje. Encontró que el habla tosca y simple era de su
gusto y que la compañía vulgar en las tabernas era más agradable
que los caballeros letrados. Paracelso se convirtió en un ser ordinario y agriado que no discutía, sino que luchaba para demostrar a
los eruditos refinados que vivían en la falsedad.
No escribía en latín sino en alemán para que le entendieran lo
que realmente era la enfermedad y cómo aplicar el tratamiento
adecuado.
Sin embargo, no obstante su sentido crítico, Paracelso era un
producto del siglo XVI: creía en la astrología, en los espíritus y
en salamandras que andaban sobre el fuego sin quemarse. Tenía
una mezcla de sentido común, don de observación y misticismo
absurdo.
Se aceptaba entonces que para curar una herida, había que aplicar el ungüento, no a la herida, sino a la hoja del arma que la había
causado. Paracelso observó que, efectivamente, funcionaba el tratamiento y las heridas se curaban mejor así. Pero creyó en una fuerza
sobrenatural que irradiaba del arma a la herida. Su observación era
correcta pero su teoría equivocada. Los ungüentos de aquella época
estaban hechos de elementos asquerosos: trizas de animales podridos y estiércol. Por eso, era mejor no aplicarlos a las heridas.
Comenzó a prescribir medicamentos a base de minerales, en
lugar de las yerbas galénicas. Un siglo más tarde, esto dio lugar
a un conflicto entre los médicos fieles a las yerbas galénicas y los
seguidores de Paracelso. Las yerbas en general no servían para nada,
pero en cambio eran inofensivas, mientras que los minerales eran
muchas veces eficaces, pero en ocasiones podían ser venenosos y su
uso excesivo era capaz de causar grandes males.
Pero la introducción de nuevos métodos de tratamiento médico
le hizo un héroe de la medicina; su gran contribución se basa en su
crítica de las autoridades, que rompiera con el pasado e inclusive, sus
nuevos medicamentos ayudaron a llevar esto a cabo. Esgrimiendo
el arma de la palabra escrita, iba a luchar contra las autoridades del
pasado, hasta desvanecerlas, con la excepción de Hipócrates, que era
su ídolo adorado.
123
Los badulaques con alma de esclavo de la medicina, los graves
doctores que creían que la verdad únicamente estaba en las doctrinas
tradicionales, vieron cómo un hombre inteligente, que confiaba en
sus sentidos y su propia razón, llevaba a cabo la tarea de solucionar
los problemas de la medicina.
Publicar no era fácil, pero por un tiempo, Paracelso corrió con
buena fortuna. Se instaló en Estrasburgo y su fama se extendió a
Basilea. Un rico impresor, Frobenio, había sufrido de dolores en
un pie y un médico dictaminó cortar la pierna. El paciente decidió
consultar al famoso médico de Estrasburgo y le libró de los dolores
con su tratamiento. El impresor le publicó sus libros, consiguió el
cargo de médico de la ciudad de Basilea e ingresó como maestro a la
universidad. Allí comenzó por decirles a los doctores lo que pensaba
de ellos en un folleto escrito en alemán, donde decía: “¿Quién es el
que no sabe que los doctores de hoy en día cometen equivocaciones espantosas y causan grandes daños a los pacientes?” y afirmaba
tajante: “Yo no hago como los otros autores de libros de medicina,
que componen tales libros de extractos de Hipócrates y Galeno, sino
que con afán sin fin, los creo nuevos sobre la base de la experiencia,
maestra suprema de todas las cosas. Si yo quiero probar algo, no
trato de hacerlo a base de citar autoridades en la materia, sino por
medio de la observación, de pruebas y de argumentos…”
El folleto fue un bombazo que explotó en los sosegados recintos
de la universidad de Basilea. Los doctores decidieron expulsar a este
charlatán camorrista, pero Paracelso se quedó un tiempo y lo peor:
impartió sus clases en alemán. Provocador, retó a las autoridades del
pasado y se querelló con sus discípulos. Proclamó que él, Paracelso,
era el único que sabía medicina y conocía la senda de la verdad.
“Todas las universidades –afirmó- poseen menos experiencia que
mi barba; la pelusa de mi cogote es más letrada”. Grosero, ordinario,
egoísta, megalómano, agresivo y fanfarrón, pero mezclado con sus
bufonadas había sabiduría profunda.
Durante su corto paso por la universidad, los estudiantes no
supieron aprovechar su enseñanza ni el verdadero sentido de sus
palabras: se rieron, lo ridiculizaron y lo satirizaron con un poema
124
procaz y difamatorio, al estilo de la época, clavado en la puerta
de su clase. Paracelso pidió a las autoridades municipales que le
protegieran de sus propios estudiantes. Pero trató a los jueces con
el mismo desprecio que a los catedráticos: él era el gran Paracelso y
los demás unos seres estúpidos e inútiles. Eso creía sinceramente y
se llenó de enemigos.
Se dedicó a escribir y murió a los 48 años. Sus numerosos
oponentes difundieron la versión de que fue asesinado en una
pendencia de borrachos. A nadie le importó que en 1541 muriese
un hombre vulgar y grosero, que se jactaba ante sus discípulos y
se mofaba de sus superiores. A nadie le importó que el primero
de los médicos modernos feneciera. Tenía el espíritu de la verdad,
de la observación, de la independencia, pero murió totalmente
incomprendido.
125
CAPÍTULO XVII
Vesalio, el observador
Nacido en 1514 -cuando Paracelso tenía 21 años- Andrés Vesalio se
aficionó desde niño a un pasatiempo que para su época se le tenía
por muy extraño: hacía la disección de ratones, ranas, perros y gatos.
Hurgaba para ver qué había dentro de ellos. Tenía sed de saber y
desentrañar los secretos de la naturaleza.
Fue hijo de un boticario de la corte imperial del Emperador Carlos
V, originario de la ciudad de Wessel, de donde tomó su apellido,
latinizado: Vesalio.
En el año 1533, en París, se enseñaba anatomía, no a base de
disecciones sino como la impartía en la Edad Media el doctor Mondino de Suzzi, conocido como Mundinus. Antes de la era cristiana,
el estudio de la anatomía había nacido y muerto en Alejandría, con
Herófilo. Galeno escribió un libro de anatomía muy complicado,
pero por prohibiciones religiosas, nunca diseccionó un cuerpo humano y sólo trabajó con cerdos, bueyes y monos. Pero Galeno no
admitió que nunca diseccionó un cuerpo humano, y al traducirlo los
árabes, no dejaron duda que los órganos que describió pertenecían a
hombres y que la forma y descripción eran correctas.
Durante mil 300 años, las descripciones de Galeno fueron tomadas sin reserva por los doctores europeos. Pero Mundinus llegó a
tener el atrevimiento de que una disección, una demostración práctica de vez en cuando, hacía que el conocimiento se grabara mejor
en el estudiante. Y a principios del siglo XIV empezaron a hacerse
las primeras disecciones humanas, desde los tiempos de Herófilo de
Alejandría.
Se utilizaban cuerpos de criminales ejecutados, a lo más, uno o
dos en todo un año.
El profesor de anatomía se sentaba en una plataforma elevada y
frente a él, los discípulos. A los pies del maestro estaba el cadáver
y al lado un barbero cirujano. El profesor leía el libro de Galeno y
126
a medida que nombraba las diferentes partes del cuerpo, el barbero
señalaba. En la época de Mundinus, el cursillo -que no era una
disección- se reducía a cuatro clases. Hoy día, un estudiante se pasa
cuatro horas diarias en la sala de disección en todo el año escolar.
Así continuaba enseñándose en París, cuando llegó Vesalio y
calificó la disección que presenció como “un rito execrable”. No era
una disección sino, simplemente, una farsa.
Vesalio se vio obligado a estudiar como todos, pero él quería
estudiar de un modo diferente. Quería hacer lo que nadie había
hecho en medicina. Quería especializarse, dedicar la mayor parte
del tiempo a un tema: la anatomía, y que haría todo lo posible para
que la disección, la descripción y la comprensión del cuerpo humano
llegaran a una perfección, igual como los antiguos.
Al principio, Vesalio creyó que Galeno realmente se refería a la
anatomía humana en sus descripciones. Cuando más tarde se enteró
que Galeno nunca había diseccionado a humanos, tal descubrimiento
dio origen a la crisis que decidió el curso de su vida.
Desde muy joven, junto con otros estudiantes contagiados por
su entusiasmo, iba en busca de huesos en los cementerios. Los
ataúdes se hacían de madera que se pudría fácilmente. Por lo mismo,
periódicamente aparecían cráneos y huesos de brazos y piernas en la
superficie. Vesalio llegó a conocer tan a fondo los huesos, que con los
ojos vendados los reconocía por el tacto. Pero no tuvo oportunidad
de conocer los órganos, ni los músculos, ni los nervios o los vasos
sanguíneos.
En 1536, la guerra de Francia contra España y Alemania interrumpió los estudios de Vesalio en París y tuvo que continuarlos en
Lovaina. Allí tuvo lugar un incidente curioso: Vesalio llegó a las horcas en las afueras de la ciudad para robar el esqueleto de un convicto
que habían ahorcado y dejado colgando de acuerdo con la costumbre, para ejemplo y advertencia a los malhechores. Si le hubieran
sorprendido, no hay duda que hubiese corrido la misma suerte.
Pasó un año en Lovaina y luego en Venecia, donde encontró
a un paisano, Juan Calcar, discípulo de Tiziano, y pintaba con tal
maestría, que sus obras podían confundirse con las de su maestro.
127
Ambos fueron juntos a Padua, en cuya universidad Vesalio concluyó
sus estudios.
Al día siguiente de graduarse como doctor, lo nombraron profesor
de cirugía y anatomía, a los 23 años de edad. Al año siguiente, en
1538, para ayudar a sus estudiantes, publicó su primer libro de
anatomía, con seis grandes láminas representando el esqueleto, los
vasos sanguíneos y los diferentes órganos. Su amigo Calcar había
hecho los dibujos.
Lo curioso de esos dibujos es que la anatomía era igual a la
descrita por Galeno: el esternón tenía siete segmentos, el bazo era
oblongo y el hígado tenía siete lóbulos. Era imposible que Vesalio
hubiera visto tales estructuras en el cuerpo humano, de la manera
como las describía. ¿Mas quién era él para comparar su corto
aprendizaje con la sabiduría del maestro, la gran autoridad, Galeno?
Vesalio podía estar equivocado; Galeno, jamás.
En la medida que seguía practicando disecciones, con cuerpos
obtenidos en secreto, más grande era su sorpresa y su perplejidad.
En todos los cuerpos estudiados, las estructuras de los órganos no
eran como Galeno las describía. Un día del año 1541 encontró la
respuesta. Vesalio estaba diseccionando un mono y en una de las
vértebras de la espina dorsal vio que el hueso se proyectaba hacia
afuera, cosa que no había podido hallar en los humanos, pero en
cambio era exactamente igual a como Galeno las había descrito.
Dedujo que Galeno no había hecho disección de seres humanos,
sino de animales. Durante más de un milenio, los médicos y hombres
de ciencia no habían visto con sus propios ojos, sino que habían
estado cegados por el deslumbrante prestigio de Galeno.
¡Era ridículo! Había querido resucitar la gran ciencia anatómica
de Galeno y durante todo este tiempo, él sabía más anatomía humana
que el mismo Galeno.
A partir de ahí, todo su entusiasmo se dirigió a un nuevo objetivo:
dar a conocer la verdadera anatomía humana. Su celo se incrementó
más y más, con Calcar a su lado, para hacer los dibujos y grabarlos
en madera. Disecó, escribió, describió. Un año y medio de actividad
febril, y la gran anatomía estaba lista para la imprenta.
128
Y se fue a Basilea, el centro industrial de los impresores; cruzó
los Alpes, con mulas que llevaban en lomos las planchas de los
grabados, y con ellas iba Vesalio, quien inspeccionó cada paso de
la impresión. En junio de 1543, apareció completo el gran libro: De
Fabrica Humani Corporis, de 663 páginas y más de 300 grabados.
Vesalio tenía 28 años y ya había hecho su obra.
En los 21 años de vida que le quedaban no hizo nada más sobre
anatomía. De ahí en adelante habría reposo para él, que había osado
rebelarse contra el ídolo. Los médicos eruditos y los catedráticos de
anatomía lo difamaron. Si la anatomía del hombre no era tal como
Galeno la describiera, entonces era que la anatomía del hombre
había cambiado desde los tiempos de Galeno. ¡Ciertamente, es extraordinario cómo los hombres se empeñan en refutar los hechos
irrefutables!
Esto no fue lo peor: sus discípulos lo abandonaron, sus colegas
le retiraron su amistad y las autoridades le pusieron obstáculos en
su camino.
Lleno de indignación, Vesalio quemó sus manuscritos, se fue de
Padua, abandonó la anatomía y aceptó el cargo de médico de la corte
de Carlos V. Quizá se precipitó. Vesalio estaba enterrado en vida en
su nuevo cargo, pero muchos empezaron a mirarlo tímidamente, pensando si acaso por casualidad no estaría él en lo cierto… y hallaron
que si lo estaba.
Sin dar crédito a Vesalio, tomaron su misma ruta, donde él la
había dejado. Muy pronto Vesalio no fue más que un hombre, médico
cortesano retirado, muerto para la medicina.
En 1563 dejó la corte y fue a Venecia. De ahí, sin que nunca se supiera por qué, embarcó a Palestina. A toda prisa regresó en 1564, por
la invitación para retomar su clase en Padua. Murió en el camino.
129
CAPÍTULO XVIII
Paré, el experimentador
El rey Enrique II, de la casa de Valois, reinaba en 1559 en Francia. Era
afecto a cabalgar, practicar la esgrima y a los torneos de caballería.
Era atlético y gustaba impresionar a las damas de la corte. Había
firmado la paz con España y Alemania. Daría la mano de su hija
Isabel al rey de España y la de su hermana al Duque de Saboya.
Para festejar esos acontecimientos se programaron festejos,
bailes, cacerías y justas caballerescas. El rey retó a Gabriel, conde de
Montgomery, Señor de Lorges, Teniente de la Guardia Escocesa.
Nunca se pudo saber por qué Montgomery acometió con tanta
decisión al rey, en lugar de permitir ser derribado y dejar al monarca
recibir los aplausos. El caso es que acertó al casco de Enrique, la
lanza se astilló y un trozo entró por la visera, atravesó un ojo y
penetró en el cerebro.
Alejandro Dumas, el célebre novelista del siglo XIX, relata el
incidente en una de sus novelas. Se llamó de inmediato al cirujano
real, Ambrosio Paré, quien a su vez pidió llamar de urgencia a
Andrés Vesalio. Éste, prestado por la corte de España, cabalgó noche
y día hasta llegar a París. Reconoció al rey. Pidió que le llevaran las
cabezas de dos maleantes ejecutados; y en la misma cámara del rey,
él y Paré diseccionaron las cabezas para tener la precisión anatómica
necesaria para la operación, pero el rey murió de una infección del
cerebro.
Dumas era, al fin novelista, muy imaginativo. En sus entretenidas novelas frecuentemente, como recurso dramático, inventaba
sucesos históricos ficticios. Pero no deja de ser significativo que
Paré estuviera al tanto de los conocimientos anatómicos de Vesalio.
Es un hecho que Paré aplicó a la cirugía la anatomía descrita
por Vesalio y significó grandes adelantos en el campo quirúrgico.
Cuando Paré comenzó a dedicarse a la cirugía, ésta era una profesión
130
degradante, pero cuando la dejó, ya era una rama digna y útil de la
medicina. Él fue el primero que comenzó a desvanecer el prejuicio
instituido por los árabes, que reducía al cirujano a simple sirviente,
infinitamente inferior al médico.
Paré era muy diferente a Paracelso y Vesalio. Éstos eran hombres
instruidos y educados. Ambrosio Paré era simplemente un barbero
cirujano.
Nació en 1510 y de joven trabajó de aprendiz en una barbería,
donde aprendió a cortar el cabello, afeitar y asimismo, a sacar muelas,
hacer sangrías y vendar heridas. Después fue a París a trabajar en el
gran hospital del Hotel Dieu.
El recinto no era sino un edificio de piedra, mal iluminado por
ventanas estrechas y polvorientas, con grandes salas con filas de
camas de lado a lado, cubiertas por un dosel. Era un refugio para
pobres y metían a dos, tres y hasta cuatro y cinco pacientes en una
cama, sin cuidado de las enfermedades que pudieran tener; ni los
vestíbulos se salvaban de ser ocupados y sobre haces de paja se
alojaba a otros enfermos, hombres, mujeres y niños. Las enfermeras
eran Damas de la Caridad, sin estudio alguno de medicina y
que desarrollaban su trabajo por amor a Dios. La suciedad era
indescriptible, estaban invadidos de parásitos y por el olor más
insoportable de inmundicia, enfermedad y carne podrida. La única
sala de operaciones se ubicaba en cualquier rincón, algún cuartucho
o un vestíbulo mal iluminado.
Allí Paré estudió, aprendió a vendar heridas, entablillar huesos
rotos y donde alguna que otra vez le cortaba una pierna o un brazo
a algún desgraciado a quien sujetaban unos hombres forzudos y que
daba alaridos espantosos. Muy pocas eran las probabilidades de que
pudieran recobrar la salud, ya que la infección los mataba pese a
todos los esfuerzos.
En 1536, la misma guerra que obligó a Vesalio a salir de París,
hizo que Paré ingresara en el ejército. Acompañó al mariscal
Montejan en el sitio de Turín, en calidad de cirujano militar.
En esa campaña hizo Paré su primera gran innovación acerca del
tratamiento de las heridas por arma de fuego, que eran una novedad
en la guerra. El arcabuz, que disparaba balas del tamaño de una
131
nuez, causaba heridas horribles, mientras que la espada, la lanza y
el machete causaban heridas abiertas, limpias, que en general sólo se
infectaban levemente. Pero la herida de arma de fuego era profunda
y estrecha, y con la bala entraban trozos de tela y suciedad y se
infectaban en gran manera.
El erudito más importante de la época sobre cirugía era Juan di
Vigo, el médico del Papa Julio II, quien afirmaba que las heridas
de arma de fuego estaban envenenadas por la pólvora. Los árabes
dijeron muchos siglos antes que “las heridas que no se curan con el
hierro, se curan con el fuego”, que si el cirujano no podía aliviar con
el bisturí, debía usar el cauterio. Por tal teoría, la primera cura sobre
ellas consistía en derramar aceite hirviendo.
Paré relata la primera vez que utilizó los métodos de esa
época: “En esto, todos los soldados que estaban en el castillo, al
ver cómo los nuestros atacaban con gran furor, hacían todo lo que
podían por defenderse y mataban y herían a muchos de nuestros
soldados con picas, arcabuces y piedras, y así era mucho el trabajo
que se preparaba para los cirujanos. Yo era entonces un soldado sin
experiencia alguna y nunca había visto aplicar las primeras curas a
las heridas de armas de fuego, si bien había leído en Juan di Vigo
que las heridas de arma de fuego eran heridas envenenadas a causa
de la pólvora y que debían curarse cauterizándolas con aceite de
sauco caliente hasta abrasar, en el que debía mezclarse un poco
de teriaca, y para estar seguro de no errar antes de usar el aceite,
sabiendo que producía gran dolor en el paciente, quería primero
saber cómo hacían los otros cirujanos en la primera cura; así, me
armé del valor necesario para hacer lo que ellos hacían. Finalmente
se terminó mi provisión de aceite y me vi obligado a aplicar en su
lugar un digestivo compuesto de yemas de huevos, aceite de rosas y
trementina. Aquella noche apenas si pude dormir lleno de temor de
que al día siguiente iba a encontrar a los heridos a quienes no había
aplicado el cauterio, muertos o envenenados, lo cual fue causa que
me levantara muy temprano para ir a verlos y, muy en contra de lo
que me esperaba, encontré que aquellos a quienes no había aplicado
el aceite, sufrían muy poco dolor, tenían las heridas sin inflamación
132
alguna y habían descansado relativamente bien durante la noche,
mientras que a los otros a quienes había aplicado el aceite hirviendo
estaban febriles, con grandes dolores y con las heridas inflamadas.
Entonces resolví que nunca volvería a quemar de manera tan cruel a
los pobres heridos de arma de fuego”.
Ambrosio Paré era un cirujano extraordinario para su época,
que podía hacer lo que pocos en su oficio: confiar en su propia
inteligencia y razón, prescindiendo de las recetas que las autoridades
habían sentado. No le importó lo que Juan di Vigo, médico del Papa,
pudiera decir. Él vio con sus propios ojos y decidió nunca volver a
quemar de manera tan cruel a pobres heridos.
Esta compasión llevó a Paré a crear muchos otros métodos importantes en cirugía. Reintrodujo la ligadura para parar la hemorragia, que los romanos ya habían usado muchos siglos antes. En su
tiempo, los cirujanos paraban la hemorragia con hierros candentes
que abrasaban la carne y producían heridas dolorosas que tardaban
mucho en curarse, mientras que Paré usaba bramantes con los que
ligaba los extremos de los vasos sanguíneos, mismos que usan los
cirujanos hoy en día.
Usó prótesis, es decir, ojos, piernas y brazos artificiales de gran
perfección, que fueron algunas contribuciones de Paré a la cirugía.
Pero las más importantes las hizo a la anatomía que había descrito
Vesalio.
Con el conocimiento de la anatomía, un nuevo campo se abría
ante el cirujano y la cirugía había dejado de ser un oficio, ya que
sabiendo qué había debajo del bisturí, el cirujano podía planear
las operaciones de modo inteligente y variarlas de acuerdo con las
necesidades del momento. Paré transformó la cirugía en un arte de
gran habilidad y así permaneció todo un siglo.
Introdujo también la implantación de dientes postizos. Ordinariamente, la extracción de dientes se hacía con unos instrumentos
llamados pelícanos y llaves, que atenazaban el diente enfermo y uno
o dos en perfecto estado; era una forma brutal de dentistería, pero
era la única en ese tiempo. Para cubrir el hueco se ponían algunas
veces dientes artificiales de hueso o de marfil, sujetos con alambre.
133
El método de implantación de Paré era de arrancar el diente enfermo
e insertar en la herida un diente sano, arrancado de algún desgraciado
dispuesto a vender su diente. La pieza así colocada comenzaba a adherirse a la mandíbula y la mayoría de las veces duraba varios años.
Paré hizo de la cirugía una profesión respetable y la enseñanza
de este arte tomó cada vez más importancia en la instrucción médica. La distancia entre cirujanos de toga larga y toga corta iba desapareciendo en la medida que la cirugía se convirtió en una profesión
respetable.
Paré era un hombre que estaba en su ambiente, tanto en el campo
de batalla, como en el campamento y también en medio de las
intrigas de una corte refinada; vivió adorado de los simples soldados
y respetado por los reyes. Su afán era el mismo que ha inspirado a
los médicos auténticamente grandes: el deseo de ayudar, de curar,
de librar del sufrimiento a sus semejantes. Paré era un luchador de
fibra dura, pero no se avergonzaba de dar muestras de gentileza y
humildad como lo demuestran claramente estas palabras, con que
terminaba los casos a su cuidado: “Yo cuidé de sus heridas y Dios
lo curó”.
Algo importante que decir de Paré: fue el primero, en la medicina
moderna, en hacer experimentos y aún más importante, el primero
en hacer experimentos con control. Un ejemplo sería el siguiente:
Estando en el ejército, le llamaron para que atendiera un paciente
con quemaduras muy graves y cuando iba a la tienda de abastecimientos en busca de un ungüento curativo, en el camino se encontró con una vieja de las muchas que pululaban entre los seguidores
del ejército. Le dijo esta vieja que la mejor manera de curar una
quemadura era aplicando sobre la herida cebolla picada, y Paré, que
siempre prestaba atención a los consejos de los demás, puso a prueba
lo de la cebolla. La cara del herido se curó y el tratamiento parecía
eficaz. Pero un hombre que no poseyera, como Paré, el don precioso
del escepticismo, hubiera dicho: “La cebolla cura las quemaduras”.
Por este tipo de razonamiento, desde los tiempos primitivos, la medicina ha llevado la carga de los medicamentos inútiles. Pero Paré se
hizo la pregunta que hacía de él un hombre de ciencia: “¿No pudiera
134
ser que la herida se hubiese curado con la misma rapidez que se
curó sin habérsele aplicado la cebolla? ¿Es que la cebolla ayudó a la
curación o es que la herida se curó a pesar de la cebolla?”.
Y para hallar la respuesta llevó al cabo un experimento. Al poco
tiempo acudió a él un soldado con la cara quemada en los dos lados
y Paré puso cebolla picada en una mejilla y nada en la otra, que era
el control, la medida de comparación, y encontró que el lado de la
cebolla se había curado más de prisa que el otro. Así, con evidencia
experimental indudable, probó que tal tratamiento era eficaz.
Otro de los experimentos de Paré nos da una idea del uso de los
medicamentos en la época. Había cuatro medicamentos que inspiraban gran confianza a los médicos: la teriaca (formulado a base de
carne de víbora y 63 otros ingredientes, ninguno con el menor efecto
medicinal), luego “momia” pulverizada de Egipto, para las heridas;
cuerno de unicornio, para descubrir venenos en los vinos y una piedra llamada bezoar, como antídoto para los venenos.
Paré escribió demostrando la inutilidad de la “momia” y, como
cirujano en jefe del rey, dijo a su Majestad que el cuerno de unicornio
que el catador echaba en el vino real no tenía el menor valor, y probó
que el bezoar no era antídoto contra los venenos.
Una leyenda decía que el bezoar era una lágrima cristalizada de
ciervo que había sido mordido por una serpiente, pero en realidad
era un cálculo biliar en el estómago e intestinos de cabras. No tenía
el menor valor medicinal, pero en esa época se creía firmemente que
esa piedra, en caso de envenenamiento, debía tragarse y anulaba
el veneno. Lo había hecho mucha gente que se creía envenenada
y habíase curado. Mas Paré hizo la siguiente pregunta: “¿Es que
estaban realmente envenenados o sólo lo imaginaban?”
El rey Carlos IX, quien estaba tan marcado por la viruela, que
tenía la nariz dividida en dos partes, poseía un bezoar valiosísimo y
que él tenía en gran estima, y Paré sugirió, para probar si realmente
era o no un antídoto, se hiciera el siguiente experimento: probar la
piedra en un condenado a muerte y a quien se le hubiera previamente administrado veneno. El rey mandó buscar a su Preboste y
le preguntó si tenía un preso en tales condiciones y el funcionario
le dijo que había un cocinero que por haber robado dos bandejas de
135
plata de su amo, y que de acuerdo con la costumbre cruel de aquel
tiempo, iba a ser ahorcado.
“El rey –relata Paré– dijo al Preboste que quería hacer un experimento con una piedra que, según se decía, era buena contra el
veneno y que le preguntara al cocinero si se avendría a ingerir cierto
veneno y que inmediatamente se le daría el antídoto, a lo cual el
cocinero accedió con la mejor voluntad, diciendo que prefería morir
de veneno en la prisión, antes que lo ahorcaran a la vista de todos. El
prisionero ingirió el veneno y se tragó la piedra y murió siete horas
después. Se le entregó la piedra al rey y éste la tiró al fuego”.
El método de experimento con control, aunque sin usar seres
humanos, es el que se acostumbra hoy en día para probar la eficacia
de los medicamentos que utiliza el médico moderno.
De no ser por el espíritu científico y los resultados prácticos
que han surgido de este método, se nos administrarían hoy en día
horribles mezcolanzas inútiles, leeríamos nuestro destino en las
estrellas y nos retorceríamos de dolor mientras nos mutilaba un
barbero cirujano que no sabría nada de anatomía.
SÉPTIMA PARTE
La ciencia de la medicina
Las supersticiones de la medicina
La práctica de la medicina
139
CAPÍTULO XIX
La ciencia de la medicina
En 1581, cuando tenía 17 años, Galileo Galilei fue a Pisa a estudiar
medicina. Su padre temía que la marcada afición a las matemáticas
de su hijo adolescente le hiciera perder el interés en la medicina; le
prohibió estudiarlas y le ordenó que no pensara siquiera en tal tema
durante su estancia en la universidad.
Muchacho devoto y cumplido, Galileo estaba sentado un día en la
catedral de Pisa; comenzó a observar una lámpara que se balanceaba
colgada de una cadena, con típico movimiento pendular. Galileo no
pudo evitar ser capturado por ese movimiento y observarlo; uno,
dos, tres, cuatro. El impulso empezaba a disminuir; cinco, seis, siete,
ocho. Galileo comenzó a tomarse el pulso: nueve, diez, once, doce y
notó que péndulo y pulso iban al unísono: tantas oscilaciones, tantas
pulsaciones. Recordó la prohibición de pensar en matemáticas.
Pero tenía que ser muy importante saber que el mismo número de
oscilaciones coincidían con el mismo número de pulsaciones, a
pesar que la distancia de aquellas disminuía más y más.
Nadie había sabido antes que la frecuencia de las oscilaciones
del péndulo era en gran manera independiente de la distancia a que
se desplazaba.
Siguió estudiando medicina, pero las matemáticas prohibidas
le salían otra vez al paso. Por casualidad oyó una conferencia
sobre geometría. El tema le resultó fascinante: por medio de las
matemáticas se podían probar hechos y medirse cosas con completa
exactitud; comparada con las matemáticas, la medicina, el curar
enfermedades, era una ciencia confusa e incierta.
Con aprensión, el padre cedió al entusiasmo y autorizó a su hijo
dejar la medicina y emprender el estudio de las matemáticas, con lo
que la ciencia se benefició enormemente con este cambio. Galileo
descubrió varios principios de la física, la ley del péndulo, la de la
140
caída de los cuerpos y la del movimiento de los proyectiles; mejoró
el telescopio, inventó el microscopio y el termómetro.
Pero lo más importante fue su método de estudio: determinar los
fenómenos de la naturaleza por la medición, de atenerse a pruebas
matemáticas en lugar de sujetarse a conjeturas vagas y muchas veces
equivocadas.
Resulta paradójico decir que fue mucha suerte para la medicina
que un gran hombre desertara de sus filas, pero es cierto en el caso
específico de Galileo. Cuando un médico toma la temperatura de
su paciente, cuanta sus pulsaciones y respiraciones, determina la
presión de la sangre en las arterias, lo pesa y lleva al cabo cálculos
precisos que hacen de la medicina una ciencia mucho más exacta de
lo que era en el pasado, lo hace siguiendo los métodos de Galileo.
Hasta entonces, la ciencia médica seguía solamente dos métodos:
el de Vesalio, cuando en sus disecciones observaba y describía, y el
de Paré, cuando experimentaba con medicamentos, ensayando y comparando.
En el siglo XVII entra en acción el tercero, de Galileo, basado en
las mediciones y la prueba matemática.
El primer médico en utilizar la metodología galileana fue Santorio Santorio, conocido como Sanctorius. En 1582 se graduó en la
universidad de Padua y ocupó varios cargos de importancia, como
médico de la corte en Polonia, catedrático en Padua, y finalmente
se retiró a Venecia a practicar la medicina privada y llevar a cabo
estudios científicos que mucho le entusiasmaban.
Muchos siglos antes se sabía que la enfermedad va acompañada de
fiebre, pero nadie había medido ese aumento de fiebre ni se sabía que
en salud, el cuerpo humano mantiene una temperatura constante.
Santorio fue el primer médico que usó el termómetro para medir
la temperatura del organismo, y su termómetro, muy diferente
al que el médico hoy se saca del bolsillo, se componía de un tubo
de cristal retorcido que terminaba en una forma de huevo en su
extremo superior y cuyo extremo inferior abierto se introducía en
un receptáculo lleno de agua. El paciente se introducía el huevo en
la boca y el aire en el interior del tubo, al calentarse, se dilataba y
141
escapaba por el agua y cuando ya no salía más aire, se sacaba el
huevo de la boca, se dejaba enfriar el tubo y el aire, al enfriarse, se
contraía y entraba agua dentro del tubo; la altura a que llegaba el
agua era la medida del aire escapado del tubo y por consiguiente, de
la temperatura concentrada en el huevo, es decir, la del paciente que
lo tenía en la boca.
Durante muchos siglos los médicos habían tomado el pulso de
los pacientes y habían discernido acerca de la enfermedad de acuerdo con su fuerza y regularidad, pero ninguno había contado sus pulsaciones. Galileo, lo que hizo fue calcular la oscilación del péndulo
en relación con el pulso. Santorio fue el primero que contó el pulso;
no usaba el reloj, inventado en 1510, pero a principios del siglo
XVII no tenía todavía minutero; Santorio usaba un péndulo, cuyas
oscilaciones graduaba hasta llegar al unísono con el pulso del paciente. Medía las pulsaciones a tantas por centímetro; hoy día, reloj
en mano, se miden por minuto.
Santorio llevó al cabo varios experimentos acerca del sistema
de medidas y uno de los más famosos es sobre el peso del cuerpo
humano: del techo de su comedor tenía suspendida una pesa romana
de la que colgaba su silla; al tiempo que comía también se pesaba
y ahí permanecía después hora tras hora para observar cómo perdía
peso debido a la transpiración insensible.
Para los métodos modernos, los sistemas de Santorio eran muy
rudimentarios, pero los principios metodológicos son los mismos en
los procesos refinados de la ciencia moderna; el principio de medir y
pesar, de expresar los hechos con cifras, expresarlos objetivamente.
En el siglo XVII este método dio lugar a uno de los descubrimientos científicos más importantes en la medicina: el mecanismo del corazón. El inglés William Harvey demostró que el corazón
aspira la sangre y que ésta circula por los vasos sanguíneos. Harvey
descubrió estos hechos por medio de la observación, demostró que
así era por medio de la experimentación y lo probó por medio de las
matemáticas: los tres grandes métodos científicos.
En la antigüedad había diversas teorías sobre el funcionamiento
de los órganos. Según Galeno, el hígado era el centro del sistema
sanguíneo y la comida, que iba a parar al hígado, se transformaba
142
de una forma misteriosa en una sustancia igualmente misteriosa
llamada “espíritus naturales” y la sangre que los contenía fluía del
hígado, aunque fluir no significa lo que hoy día, sino que más bien,
la sangre, lentamente, como el subir de una marea, del hígado se
repartía a todo el organismo y así distribuía los “espíritus naturales”.
En el cerebro, tales espíritus se transformaban en “espíritus animales”
y en tal forma recorrían los nervios hasta volver a introducirse en
las venas. Las arterias latían a través de todo el organismo cada
vez que el corazón, a su vez, latía; pero el latido del corazón, que
podía percibirse contra las costillas, era debido, según se aceptaba
entonces, a que se dilataba igual que las arterias.
Se sabía que el corazón tenía cuatro cámaras, dos en el lado izquierdo y otras dos en el derecho y que con éstas se comunicaban
las venas que contenían sangre negra, azulada, mientras que con las
del lado izquierdo, comunicaban las arterias que contenían sangre
color rojo brillante. En la pared que dividía los dos lados del corazón
había, según Galeno, unos poros minúsculos a través de los cuales la
sangre azulada y la roja se mezclaban.
Nunca se le ocurrió a Galeno que el corazón era una bomba
aspirante-impelente y, como Aristóteles, lo consideraba una especie
de batidora y como una hornaza que calentaba sangre y estimulaba
la creación de “espíritus vitales”. Los pulmones eran una especie de
ventiladores donde la sangre se enfriaba.
Esta teoría de Galeno era la base sobre la que se apoyaba la
práctica antigua de la sangría, que perder sangre era bueno para el
tratamiento de las enfermedades. Esta creencia tuvo su origen en
los pueblos primitivos y mereció gran aceptación debido a teorías
erróneas. Se practicó desde la antigüedad y en forma intensa de los
siglos XV al XVIII y, tristemente, ya avanzado el siglo XIX.
Convencidos de la veracidad de las teorías de Galeno, creían que
la sangría liberaba al cuerpo de “sangre mala” y que la buena que se
formaba sustituía a la otra. Hubo una época en que la sangría era el
procedimiento en uso más común para tratar de curar las enfermedades. En la novela picaresca Gil Blas de Santillana, se describe al
“doctor Sangrado”. La historia contada por el francés Lesage se basa
en hechos reales de la época. En el siglo XVII, un médico famoso de
143
París, llamado Guy Patin, escribió que habíase sangrado a sí mismo
siete veces a causa de un resfriado de cabeza que sufría, y veinte a su
hijo en el curso de pocos días. Y este caso no era excepcional.
La historia del descubrimiento de la circulación de la sangre nos
lleva a la Padua de Vesalio y de Santorio. Después de graduarse en
Cambridge, William Harvey fue a estudiar medicina a la universidad
de Padua y en 1602 se graduó. Allí obtuvo lo que ninguna otra
universidad podía darle, un verdadero amor por la observación
anatómica.
Quizá leyó a Vesalio, en escritos donde daba por buena la idea
de Galeno acerca de los poros minúsculos que trasvasaban la sangre de un ventrículo a otro, aunque se podría suponer que Vesalio
sospechaba algo, que no podía atreverse a plantear, por los peligros
que implicaba.
Otro médico, el español Miguel Servet, conocido como Servetius, menos prudente que Vesalio, publicó su descubrimiento de que
la sangre pasaba del lado derecho al izquierdo, no a través de los famosos poros, sino pasando por los pulmones; y no se le ocurrió nada
mejor que imprimirlo en un libro en que trataba lo que según él, eran
errores religiosos y entre éstos enumeraba uno que era la equivocación de Galeno. Miguel Servet murió en la hoguera en 1553.
El descubrimiento de Servet no ponía en claro el mecanismo del
corazón, lo que estaba reservado a Harvey, quien después de doctorarse regresó a Londres a practicar la medicina.
En esos años, Londres tenía poco menos de 250 mil habitantes
y era un lugar predilecto para la peste bubónica. Epidemia tras epidemia tenía a la gente en la mayor tortura, hasta que llegó la peor
de todas, en 1665, un año antes en que gran parte de la ciudad fuera
destruida por un incendio.
Entre visita y visita a sus pacientes, Harvey continuaba sus estudios de anatomía, que había empezado en Padua y cuyo interés principal estaba en el corazón. Harvey veía cómo se movía el corazón
en peces, tortugas y ranas. Algo había en ese órgano que difería de
las descripciones de Galeno y Aristóteles.
Se hizo una pregunta: Si el corazón expele la sangre ¿Cómo es
que la sangre vuelve al corazón cuando éste deja de contraerse? Era
144
necesario hacer un experimento y Harvey ató una cuerda alrededor
del antebrazo de un hombre, comprimiéndolo lo bastante para que
la sangre no pudiera fluir a las venas, pero sí a las arterias. Con cada
latido del corazón la sangre afluía al brazo y las venas de la mano
se distendían y el brazo se hinchaba, mientras que las venas encima
de la cuerda, habían desaparecido. El experimento demostraba que,
sin lugar a dudas, la sangre fluía del corazón a las arterias, pero
que no volvía al corazón a través de las mismas cuando el corazón
dejaba de contraerse, sino que iba de las arterias a las venas. Pero
no bastaba para dar respuesta a todas las preguntas que Harvey se
planteaba.
¿A dónde iba la sangre de las venas? Y si el corazón seguía aspirando sangre ¿De dónde venía ésta? ¿Sería posible que fuera la
misma sangre que aspirada y expelida fuera dando vueltas y más
vueltas alrededor del organismo? Medidas y matemáticas darían la
respuesta.
Harvey calculó que cada vez que el corazón se contraía y expelía
la sangre que contenía, dos onzas de ésta afluían a las arterias; el
corazón de un hombre en reposo late 72 veces por minuto; 72 por dos
onzas igual a 144 onzas por minuto, 540 libras por hora, o sea, más
de 16 toneladas en 24 horas. Y como era absurdo que el organismo
pudiera producir tal cantidad de sangre, la única respuesta era que
la sangre tenía que circular. Del lado izquierdo del corazón iba a
las arterias; de las arterias a las venas; de las venas al lado derecho
del corazón; y del lado derecho, como Servet había demostrado,
atravesaba los pulmones y volvía al punto de partida. El corazón era
una bomba aspirante-impelente y la sangre circulaba.
Harvey hizo este descubrimiento en 1618. Diez años después,
cuando estaba seguro de ello sin lugar a duda, las publicó en su libro
Exercitatio anatomica de motu cordis et sanguinis in animalubus y
que es una de las grandes joyas de la medicina.
De inmediato brotó una oleada de críticas, pero parece que el
grito destemplado de “¿Vois negáis a Galeno?” se había hecho un
tanto monótono, incluso para aquella época. Habían pasado 85 años
desde que Vesalio había tenido que abandonar Padua. Harvey perdió
algunos pacientes, tuvo que soportar alusiones molestas, pero la
tempestad no duró mucho tiempo.
145
Continuó en su puesto de médico real de su Majestad el rey Carlos
I y vivió lo bastante para ver cómo aceptaban sus descubrimientos.
Harvey murió en 1657, cuatro años antes de que fuera posible
que la humanidad conociera la respuesta al dilema que le preocupó
toda su vida. ¿Cómo pasaba la sangre de las arterias a las venas?
¿Cómo atravesaba los pulmones?
El médico italiano Marcelo Malpigio descifró el enigma, también
con el método de observación, pero tenía a la mano un nuevo
instrumento: el microscopio que Galileo había inventado.
Bajo las lentes rudimentarias de ese microscopio, habríase para
los médicos un campo de estudio completamente nuevo. En 1661,
Malpigio, catedrático de la universidad de Bolonia, informó que en
los pulmones e intestinos de la rana había visto vasos sanguíneos
minúsculos, tanto, que no podían verse sin la ayuda del microscopio,
que unían a las arterias y las venas y que, en animales vivos, veía
cómo la sangre se movía dentro de esos vasos capilares, pasando de
las arterias a las venas.
Harvey, Servet y Malpigio dieron a conocer los hechos más importantes de la circulación de la sangre, y desde su tiempo no se han
añadido a su obra más que detalles.
Pero ¿Qué cosa era la sangre? En el microscopio podía verse que
era un líquido claro, amarillento, con unos discos rojos suspendidos,
que Malpigio creyó eran gotas de grasa roja.
¿Pero qué hacía este fluido? ¿Por qué y para qué circulaba? Ninguna de las creencias antiguas ha recibido un trato más cruel de
parte de la ciencia moderna. La sangre resultó ni ser la “esencia de
la vida”, ni tampoco definía el temperamento, ni las inclinaciones
sociales, religiosas ni sexuales.
Para el médico moderno, la sangre es el ingrediente menos activo
de todos los que componen el organismo. No tiene nada que ver con
el temperamento y las habladurías sobre la “sangre mala” son sólo
eso: habladurías. Su importancia reside en que es líquido que escapa
del organismo cuando recibe una herida, y la sangre es necesaria
para llevar oxígeno, nutrientes y productos de la desintegración de
una parte del organismo a otra. Es un vehículo.
146
Hasta el siglo XIX esto no se supo del todo, si bien en el siglo
XVII ya se había dado el primer paso. Un inglés de Cornwall, llamado John Mayow, demostró que la sangre azulada, que se hallaba
en las venas, se convertía en sangre roja al pasar por los pulmones,
debido a que asimilaba algo de aire, algo que él no sabía lo que era,
pero que llamó “nitro-aerial”, o sea, espíritu del aire, el oxígeno.
En el siglo XVII, la ciencia médica estaba en manos de hombres
de ciencia que cosecharon de la lucha de los reformadores del siglo
XVI: Paracelso, Vesalio y Paré.
Trabajaban independientemente, pero ya había cierta cooperación. Harvey siguió a Vesalio y Galileo y continuó la obra de Servet. La obra de Harvey la continuaron Malpigio y Mayow.
A partir de ahí, encontramos pocos reformadores, pero muchos
grandes hombres, en obra de conjunto. Los hombres de ciencia del
siglo XVII fundaron sociedades por medio de las cuales pudieron
intercambiar ideas en beneficio mutuo, las revistas científicas comenzaron a aparecer y una de las más importantes fue la Philosophical Transactions, editada por la Royal Society, de Londres, fundada
en 1645.
Unos años después de su fundación, se publicó en PT una carta del
conserje del ayuntamiento de Delft, Holanda, llamado Leewenhoek.
Este conserje tenía el pasatiempo de fabricar microscopios y enfocaba cuanto encontrara. En 1683 escribió que el sarro dentario estaba
plagado de algo que ahora conocemos como bacterias. Tuvieron que
pasar dos siglos para que el descubrimiento del conserje fuera comprendido a cabalidad.
La ciencia de la medicina es el conocimiento del cuerpo humano,
así en la salud como en la enfermedad, conocimiento que se prueba
por medio de la experimentación y que se reduce a reglas precisas,
exactas e invariables.
En el siglo XVII no se aplicaba a la práctica de la medicina la
ciencia que hemos descrito en este capítulo, a pesar de la gran importancia que tuvo para acontecimientos posteriores.
147
CAPÍTULO XX
Las supersticiones de la medicina
Un hechicero primitivo que de pronto apareciese en la corte del rey
de Inglaterra en el siglo XVII, con su desnudez apenas cubierta con
pieles, estaría totalmente fuera de lugar; con sus gesticulaciones,
gritos, encantamientos, sería algo realmente absurdo y un anacronismo. Sería una aberración, a menos que se tratara de un espectáculo
carnavalesco o de baile de máscaras.
Pero si el mismo hechicero se vistiese con las elegantes ropas de
los caballeros de la época, con calzones ceñidos de raso, capas de
terciopelo y pelucas empolvadas y que cambiara la forma, pero no
el fondo de sus ritos mágicos, sería un anacronismo, algo fuera de
tiempo y de lugar, pero dejaría de ser un absurdo.
Con esa idea, se puede leer un fragmento del diario de un escritor
inglés del siglo XVII, John Evelyn, caballero de amplia cultura y
amigo del rey Carlos II. Alude a un incidente que presenció el 6 de
julio de 1660: “Su Majestad empezó a tocar para ahuyentar el Mal,
de acuerdo con la costumbre, que era así: Su Majestad estaba sentado
bajo el dosel en la sala de los banquetes y los cirujanos dieron señal
de que se acercaran los enfermos o de que los llevaran hasta el trono,
donde se arrodillaban; el rey entonces dábales una palmada, en la cara
o en las mejillas, con las dos manos a la vez mientras un capellán,
solemnemente dice: ‘Él pone sus manos sobre ellos y Él los cura…’
Luego que todos hubieron sido tocados, volvieron a adelantarse en
el mismo orden y el otro capellán, arrodillándose, dale al rey, una
por una, las cintas blancas de las que pende una medalla de oro y que
el rey cuelga alrededor del cuello de los que habían sido tocados y
mientras éstos van pasando, el capellán va repitiendo: ‘Ésta es la luz
verdadera que viene al mundo’.Sigue luego una epístola con liturgia,
oraciones por el enfermo y bendiciones perdurables; y entonces, el
Lord Camarero Mayor y el Mayordomo de la Real Casa, traen una
jofaina, una palangana y una toalla para que Su Majestad se lave las
manos.”
148
Exactamente la misma ceremonia que describe Shakespeare en
Macbeth, Acto IV, escena 3 y que dice así:
Del dolor visitados
Hinchados, ulcerosos
Que la vista conmueven
Lo que la cirugía
De curar desespera
Él sana; a su cuello
Cuelga medalla de oro
Con plegarias sagradas.
De haberse llevado al cabo en la cañada de una selva cualquiera,
por un salvaje que saltara y diera alaridos, y sustituidas las medallas
de oro por conchas perforadas colgando de una cuerda hecha de
yerbas, no cabría la menor duda de su carácter primitivo. Y así
era en la corte de Inglaterra en el siglo XVII, donde, a pesar de
la elegancia y etiqueta real de que se hacía gala, se practicaba la
medicina primitiva, salvaje y llena de supersticiones.
El rey de Inglaterra era uno más, interpretando el papel de hechicero primitivo en la sucesión continuada que ha perpetuado, a través de
los siglos, las creencias médicas del salvaje hasta nuestros días.
La ceremonia del Mal del Rey era una de las muchas supersticiones
del siglo XVII, pero quizá la más sorprendente de todas. El Mal del
Rey era la escrofulosis, que según se conoce hoy día, es la tuberculosis
de las glándulas del cuello. Se sabe que desde el siglo XI, Eduardo El
Confesor ya extendía sus manos sobre los enfermos que sufrían esa
dolencia. De Enrique VII, en 1495, hasta Guillermo de Orange, en
1689, la ceremonia del Mal del Rey era un acto oficialmente aceptado
en la corte, aunque en el caso de Guillermo de Orange, que nada tenía
de supersticioso, la llevó al cabo sólo una vez y contra su voluntad,
diciendo cada vez que ponía sus manos en el enfermo: “Que Dios os
dé mejor salud y mejor sentido común”. En el siglo XVIII, la reina
Ana volvió a instaurar esa costumbre y el doctor Johnson, que fue
uno de los últimos enfermos a quien tocó cuando era niño, padeció la
escrofulosis toda su vida.
149
También los reyes de Francia, desde Clovis hasta Luis XVI,
llevaron al cabo esta ceremonia para curar el Mal del Rey. En 1775,
Luis XVI, el último rey antes de la Revolución, puso sus manos
sobre dos mil 400 enfermos el día de su coronación. De esos, sólo
cinco dieron señales de mejorarse. Ya había mucho escepticismo
sobre la eficacia de la ceremonia, pero asombrosamente, en 1824, el
rey Carlos X -muy chapado a la antigua- puso sus manos sobre 121
enfermos el día de su coronación.
Después de cortarle la cabeza a Carlos I, Oliver Cromwell
gobernó Inglaterra como Lord Protector y rechazó tajantemente
prestarse a tal ceremonia. En consecuencia, la gente se entregó en
manos de uno de esos personajes que en todas las épocas, inclusive
la actual, siguen practicando la medicina del hechicero. Se llamaba
Valentín Greatrakes, era uno de los soldados de Cromwell y decía
que en sueños supo que tenía el poder de curar el Mal del Rey, a lo
cual se dedicó con tanto éxito como lo habían tenido los reyes, es
decir, con la misma credulidad de parte de los pacientes. Pronto tuvo
más sueños que le revelaron que podía curar todas las enfermedades
existentes y acudían a él los enfermos por millares, sobre quienes
extendía las manos y “curaba”. Más asombro causa que prominentes
hombres de la época, como Robert Boyle, “el padre de la química
moderna” hicieron grandes elogios de Greatrakes.
En tiempos posteriores, los embaucadores iban a valerse de otros
medios para practicar la misma medicina: el mesmerismo, la electricidad, el manipular las articulaciones y también filosofías que curan.
El principio parece inmutable: el hechicero primitivo, cambiando su
apariencia y atavío de acuerdo con la situación, sigue su marcha a
través de los siglos para convertirse en un anacronismo en una era
de ciencia.
La medicina primitiva actúa por medio de la sugestión y si se obtiene la confianza del paciente, de manera que éste pierda el temor,
los síntomas pueden aliviarse durante un tiempo, pero la enfermedad
en sí misma no mejora. Lo importante de las curas que aplicaban lo
mismo los reyes que Greatrakes y todos los curanderos supersticiosos de todas las épocas, es que las aplicaban igual a las enfermedades físicas que a las mentales, sin que hicieran la menor distin-
150
ción, y solamente cuando el entusiasmo de creerse curado alcanzaba
el apogeo, sentíanse mejor, pero después las dolencias empeoraban
y finalmente estaban más enfermos que antes del tratamiento.
La fama de Valentín Greatrakes fue enorme durante unos meses;
luego su prestigio comenzó a declinar; los dolores y las molestias que
habían cedido ante la confianza que inspiraba volvieron a aparecer
y su reputación comenzó a disminuir y los enfermos dejaron de ir
a verle.
Otra de las supersticiones del siglo XVII eran los maravillosos
“polvos de la simpatía”, que explotaba Sir Kenelm Digby, quien en
diferentes ocasiones fue estudiante en Oxford, embajador de Inglaterra, delegado de la Marina, partidario de Cromwell y cortesano de
Jaime I, Carlos I y Carlos II, todo lo cual da una idea de su habilidad.
Era un hombre activísimo, lleno de proyectos extraordinarios que
sabía presentar con argumentos convincentes. Dícese que precipitó
la muerte de su mujer, tuberculosa y muy cruelmente tratada por
él, ensayando un remedio hecho con carne de víbora, que iba a
aumentar su belleza de gran manera.
Después de viajar un tiempo por Europa, Digby había regresado
a la corte de Jaime I con un remedio maravilloso, que eran “los polvos de la simpatía”, una variante del ungüento que usaba Paracelso
con las armas que infligían heridas. Como es de suponer, en muchos
casos era difícil obtener el arma que había causado la herida, ya
que el enemigo podía escapar llevándose la espada o la daga con
que había luchado, y en tales casos, los polvos de Sir Digby eran
tan eficaces, que ya no se aplicaban al arma, sino a pedazos de ropa
manchados de la sangre. Se empapaban las ropas en una solución
de los polvos y el dolor desaparecía instantáneamente y la herida
se curaba.
El rey Jaime I se interesó mucho en estos polvos y pidió que le dijeran de qué sustancias se componían. Ante la real petición, con gran
disgusto de Digby, no tuvo más remedio que divulgarlo y la sustancia
misteriosa resultó ser sulfato de hierro, es decir, vitriolo verde.
Todos los reyes, en aquellos tiempos, tenían sus particulares
supersticiones médicas. Enrique VIII tenía gran fe en los “anillos
para calambres” que llevaba para los dolores de estómago, pero en
151
realidad se le puede perdonar cualquier superstición, en mérito a la
gran contribución que hizo a la medicina, pues él fue quien decretó
que debían inscribirse con gran cuidado todos los nacimientos y las
defunciones, a las cuales les añadió más tarde la enfermedad que las
había causado y así comenzaron las estadísticas médicas.
La reina Isabel I de Inglaterra llevaba siempre colgado al cuello
un medallón que la protegía de las infecciones; Guillermo de Orange
usaba como medicamento contra la tuberculosis ojos de cangrejo
secos y después molidos.
El rey Carlos II fue víctima de las supersticiones en forma extraordinaria cuando sus médicos trataron de salvarlo de su última
enfermedad. Más adelante contaremos la historia.
Había supersticiones tales como la de la uña metida en un saco
para curar las convulsiones, la de llevar una castaña de indias en el
bolsillo para protegerse del reumatismo, la de hacer una hendidura
en un árbol, a través de la cual pudiera pasar un niño, para curar el
raquitismo, la de usar corales para librar de la malaria y para que los
perros no se volvieran rabiosos, la de las telas de araña para parar
las hemorragias, la de poner una serpiente negra alrededor del cuello
para curar el bocio, la de curar varias enfermedades con la sangre de
una gallina negra que debía matarse a la luz de la luna, y así por el
estilo, cientos de miles de estos remedios maravillosos, de los cuales
algunos continúan usándose hoy en día y que compondrían un volumen interminable.
En el siglo XVII hubo, por encima de las centenas que podrían
mencionarse, tres supersticiones principales, las más famosas, cuya
influencia sobre la salud y la enfermedad se daban por totalmente
ciertas: la quiromancia, la astrología y la brujería.
La quiromancia es una de las más antiguas artes adivinatorias.
Desde tiempos prehistóricos se ha creído que por la forma de las
manos, por las ondulaciones y las líneas que se ven en las palmas,
se puede adivinar la salud del individuo, cuál es su carácter y qué
futuro le espera.
Se leía la línea de la vida en la base del pulgar; la línea del hígado, a través de la muñeca y la línea del corazón, que termina cerca
del índice.
152
Esas líneas se forman debido a que la piel está firmemente
adherida a las capas musculares y no indican nada más que eso.
La astrología estaba llena de supersticiones médicas y así se
mantendría hasta el año 1758, tan lleno de acontecimientos. Halley,
el astrónomo, calculó que el cometa que ahora lleva su nombre,
haría su aparición ese año. Sucedió tal como lo dijo y entonces
comenzó a verse que los cometas no eran señales que enviaban los
dioses para anunciar enfermedades, sino que estaban sujetos a leyes
matemáticas.
La astrología tuvo sus orígenes, probablemente, en Babilonia o
entre los caldeos. En el siglo IV a.C., se extendió a Grecia y en el
medio helénico tuvo que ver con las artes, las ciencias y con cada
acto de la vida diaria; desde Grecia, la astrología fue siguiendo el
curso de la civilización y en Egipto tomó nueva forma bajo los Ptolomeos y llegó a Roma poco antes de la era cristiana, probablemente
con Julio César. A partir del siglo VIII se extendió por el Imperio
Musulmán y finalmente entró a Europa, donde predominó del siglo
XIII al XVII.
Hoy en día hay mucha gente ignorante que sigue creyendo en la
astrología (en los últimos tiempos, los medios de comunicación han
contribuido para incrementar esa superchería).
Los almanaques de patentes de medicinas, quizá por seguir la
tradición, siguen representando la imagen de un hombre rodeado
de constelaciones del Zodiaco, de donde sale una línea que va a
parar al órgano que está bajo su influencia. Decidores de la buenaventura confeccionan horóscopos a pedido, aunque hace tiempo
que son muy raros los periódicos y revistas de información general
que no incluyan un horóscopo y lo peor: de un tiempo a la fecha, los
“astrólogos”, quirománticos y brujos, se han convertido en estrellas
de los medios masivos; ya es común que los entrevisten a finales de
año para que hagan sus predicciones para el año nuevo, se les da
tratamiento de científicos y con eso, encarecen sus honorarios a los
incautos (para usar un término amable) que los consultan.
Hace 300 años, la astrología se aceptaba con toda seriedad
como una rama de la medicina. Así, había que saber cuándo estaban
propicias las estrellas para sangrar o tomar medicinas, inclusive se
153
decidía de esa forma la clase de tratamiento a aplicar. Por medio de
las estrellas se identificaba la enfermedad. El astrólogo real era un
personaje de la mayor importancia en la corte.
En 1621, el erudito Robert Burton publicó el libro Anatomía de
la melancolía, en donde daba a conocer su propio horóscopo, donde
se vaticinaba su muerte para el año 1640. Burton murió el 25 de
enero de 1640 y corrió la versión de que se suicidó con tal de probar
que su horóscopo no estaba errado.
Cromwell, poco dado a la magia, inclusive hablaba de sus “días
buenos” y el notable astrónomo Kepler dibujaba horóscopos de vez
en cuando.
Empero, desde el mismo siglo XVII ya muchos comenzaban a
dudar de la astrología, precisamente por los nuevos y espectaculares
descubrimientos astronómicos, como las órbitas excéntricas del
mismo Kepler. Poco después del siglo XVII, Jonathan Swift, el autor
de Los viajes de Gulliver, escribió una sátira sobre la astrología,
ridiculizándola y eso contribuyó a que esa práctica, al menos entre
las clases ilustradas y en la medicina, se eliminara.
El irlandés Swift era un maestro de la sátira, como después lo
fueron los franceses, como Voltaire. Escribió un folletito titulado
Una modesta proposición, en alusión a la miseria de las familias en
Irlanda, y ante los proyectos fútiles de los sociológos de la época, el
escritor proponía con fuerte tono sarcástico, que para que los niños
dejaran de ser una carga para sus padres y éstos a su vez, tuvieran
una fuente de ingresos, que engordaran a sus niños, como pollos, y
después comercializarlos en el mercado de carnes.
La sátira de Swift hacia los astrólogos se dio en la forma de un
hilarante debate. Había un impresor de almanaques, llamado Partridge, muy dado a predecir acontecimientos. Swift imprimió una
hoja con un horóscopo donde vaticinaba que el señor Partridge iba
a morir el 29 de marzo de 1708. Swift no firmó el anuncio con su
nombre, sino como Isaac Bickerstaff, y el día 30 de marzo del año
señalado, Bickerstaff publicó otra hoja donde confirmaba su predicción y que Partgridge había muerto. Inmediatamente y con tono
airado, Partridge informó al público que estaba vivo; Bickerstaff a
su vez, lo negó. Tuvo lugar una controversia de lo más ridícula entre
154
un indignado Partridge y el sarcástico e insistente Bickerstaff. El
público se divirtió a carcajadas. Como es muy difícil ver con seriedad algo que es objeto de burlas y parodias, la astrología comenzó
a declinar.
Sin embargo, se conservan palabras como en un archivo del
pasado, dcrivadas de la astrología, como “lunático”, que viene de la
leyenda de que el dormir a la luz de la luna generaba locura.
Pero de consecuencias mucho peores que la astrología era
la superstición, que aún estaba en boga en el siglo XVII, de la
brujería. Se creía que se podían echar sortilegios sobre las personas,
que enfermaban o eran víctimas de la desgracia; una creencia que
persistía desde los tiempos primitivos, cuando se suponía que el
hechicero podía hacer magia negra. Tanto en el siglo XVI como en
el XVII era muy común tratar de deshacerse de enemigos y rivales
por medio de la magia negra y una de las maneras de lograrlo era
moldeando figuritas de cera en las que, con la ceremonia debida,
se clavaban agujas donde se quería que la persona enfermara, o se
derretían al fuego para así llamar a la muerte. Era algo totalmente
inofensivo, pese al deseo de venganza.
Lo que estaba muy lejos de ser inofensivo era que la gente
enferma o infortunada creía que tales desgracias eran causadas por
medio de la magia negra y por lo tanto, trataban de encontrar al
enemigo que las conjuraba.
Así, se acusaba a alguna mujer que vivía sola, algo excéntrica y
que quizá deambulaba diciendo palabras sin sentido, se le acusaba
de ser bruja y se le quemaba o ahogaba.
A pesar de la civilización refinada que había en Francia, Inglaterra,
Alemania e Italia, se practicaba la caza de brujas, que no eran otra
cosa que dementes, en la mayoría de los casos.
Sin embargo, había algunas instituciones donde se cuidaban a los
locos furiosos y a otros incurables. La más famosa era el Hospital
de Santa María de Belén, en Londres, que los ingleses modificaron
a Bedlam, palabra inglesa que actualmente significa un lugar donde
todo son discordias y escándalos.
Esas supersticiones cobraron una víctima en la persona del rey
Carlos II. Una mañana, a las ocho del dos de febrero de 1685, el
155
rey perdió el conocimiento mientras se afeitaba. Inmediatamente se
requirió la presencia del médico, que lo primero que hizo fue sacarle
500 gramos de sangre del brazo derecho, después, 250 gramos del
hombro izquierdo. (y hacía 57 años que Harvey había descubierto la
circulación de la sangre), dióle luego un emético para que vomitara,
dos purgas y una enema que contenía antimonio, sal de piedra, hojas
de malvavisco, violetas, raíces de remolacha, flores de camamilla,
semillas de hinojo, linazas, semillas de cardamono, canela, azafrán,
cochinilla y aloes. Después se le afeitó la cabeza al rey y se le
produjo una ampolla en el cráneo y se le dieron polvos de estornudar
de semillas de eléboro para purgar su cerebro y polvos de prímula
para fortalecerlo. Todavía le administraron diez menjurjes más y
le colocaron un emplasto de estiércol en los pies. Desesperado, el
médico le aplicó 40 gotas de extracto de cerebro humano y se probó
¡la piedra bezoar! El rey murió.
157
CAPÍTULO XXI
La práctica de la medicina
La práctica de la medicina en el siglo XVII era sin duda anticuada.
En la gran Facultad de Medicina de París estaba prohibido a los estudiantes leer o discutir las obras de Paracelso. El gran dramaturgo
Moliere ridiculizaba a los médicos ante un público que se desternillaba de risa.
En su comedia, llamada L’amour médecin, hay una escena en
la que cinco doctores, en su mejor estilo profesional, hacen uso
de los dones de la polémica que poseen, arguyendo acerca de si
convenía más a su dignidad, ir a casa de sus pacientes montados en
un caballo o en una mula. La última comedia que Moliére escribió
se llamó Le malade imaginaire, que trataba de un hombre que estaba
enfermo en su imaginación, un hipocondríaco que tomaba toda
clase de medicinas y que siempre estaba consultando a los médicos.
También ridiculiza la ceremonia de graduación, que databa de la
Edad Media, y se pasaba una semana de banquetes y discursos antes
que los estudiantes recibieran su grado. En forma burlesca, un coro
satiriza la ceremonia cantando en latín bufo.
El siglo XVII era una época de progreso científico y tenía lugar
un contraste extraordinario: por un lado florecía la ciencia en la obra
de Vesalio, Santorio, Harvey y Malpigio, y por otro, la práctica de la
medicina seguía estacionada en el siglo XIII.
Se presentaba una cruel paradoja: la ciencia no prestaba ayuda
alguna al médico práctico; el saber que la sangre circulaba no le
servía de nada, pues ignoraba cuáles eran las funciones de la sangre
en el organismo y el saber tal cosa no hacía más que llenarlo de dudas
en cuanto a la eficacia de la sangría, que tanto gustaba de practicar.
Las mediciones que utilizaba Santorio no ayudaban al médico en
el tratamiento de las enfermedades, pues nadie sabía entonces el
significado de tales cálculos y la anatomía de Vesalio ayudaba a los
158
cirujanos, pero no a los médicos, ya que no se había establecido
relación alguna entre anatomía y enfermedad.
Los médicos prácticos estaban en la mayor confusión; la estructura en la que se basaban sus conocimientos se derrumbaba a su
alrededor; Galeno estaba equivocado y la medicina árabe era superstición. Los científicos les decían todo eso, pero no les daban
nada que pudiera sustituir lo que destruían. Paracelso había dicho:
“Estudiad la naturaleza”; Descartes, el filósofo, que el organismo
era una máquina que se tenía que estudiar como una máquina y Van
Helmont, que era una reacción química. Los hombres de ciencia ni
siquiera podían ponerse de acuerdo entre sí, a no ser para decir que
Galeno estaba equivocado y que los árabes estaban equivocados.
La ciencia no hacía más por la medicina que lo que conseguían
las sátiras de Moliere: sacar a relucir que la medicina no había
marchado al unísono con los progresos de la época. Pero los mismos científicos, cuando practicaban la medicina, dejaban la ciencia
a un lado y trataban de curar las enfermedades de acuerdo con las
directivas de Galeno.
Esta era la situación, muy triste ciertamente, cuando apareció en
escena un hombre destinado a poner la práctica médica en la senda
del progreso: lo que Hipócrates había hecho por la medicina en el
siglo V a.C., lo hizo Tomás Sydenham en el XVII, llevándola a lo que
es hoy en día, en que está sujeta a una disciplina y puede beneficiarse
con los adelantos que llevan a cabo la ciencia experimental y la
ciencia de las matemáticas.
Sydenham era un inglés que practicaba medicina y si bien negaba
que practicara principio científico alguno, en realidad era un hombre
de ciencia, aunque no realizaba experimentos ni se servía de las
pruebas matemáticas, observaba, describía y aplicaba a la práctica
de la medicina los mismos principios que Vesalio a la anatomía.
Nacido en 1624, fue educado en los rígidos principios de los puritanos que apenas cuatro años antes habían desembarcado en Nueva Inglaterra. El mismo año que ingresó a Oxford, estalló la Guerra
Civil con la rebelión de los puritanos encabezados por Cromwell.
Sydenham dejó la universidad y se enlistó en las fuerzas que luchaban contra el rey. Cuatro años después, cuando se disolvió el ejér-
159
cito, a los 22 años, Sydenham creyó que era demasiado viejo para
reanudar los estudios secundarios y se decidió por la Facultad de
Medicina de Oxford, pero no aprendió mucho, ya que en sus años en
el ejército había casi olvidado el latín. Con influencias políticas consiguió el título de bachiller en medicina, en 1648. La guerra estalló
otra vez y Sydenham ingresó de nuevo en las filas puritanas como
capitán de caballería.
Los sucesos eran vertiginosos: en 1649, Carlos I fue acusado de
alta traición y decapitado. Su hijo, Carlos II, que estaba refugiado en
París, desembarcó en Jersey y luego en Escocia, donde fue coronado
Rey de los escoceses. Fue derrotado por Cromwell y huyó de nuevo
a París. En 1653, Cromwell fue proclamado Lord Protector de
Inglaterra y Sydenham se dedicó a la medicina en Westminster.
Incursionó en la política, pero a la muerte de Cromwell, Carlos II
subió al trono de Inglaterra y perdió toda perspectiva.
Pasó un año en la facultad de medicina de Montpellier, para
completar sus estudios. Tenía 39 años cuando presentó los exámenes
para practicar la medicina en Londres; a los 52 obtuvo el grado de
doctor en medicina.
Los deficientes estudios de Sydenham le dejaban en la condición
de un soldado que se había convertido en médico y era un hombre
práctico, que veía los problemas con la mente despejada. Sus estudios incompletos le dieron la ventaja de estar liberado de las creencias de los médicos de esa época.
La enseñanza da color a nuestros puntos de vista y determina la
manera de ver e interpretar los hechos, antes que nosotros tengamos
la oportunidad de hacerlo, y si tales colores son falsos entonces nos
cegamos a las realidades, sin que podamos darnos cuenta de su importancia, porque la realidad se nos presenta a través de los lentes coloreados y desenfocados que la educación ha puesto en nuestros ojos.
Sydeham no tenía nada de místico y parece que lo aprendido en el
ejército tuvo más influencia que la enseñanza médica. Eso determinó
la forma en que iba a enfrentar la solución de las enfermedades.
Desde tiempos primitivos se había considerado a la enfermedad
como algo común al organismo que se manifestaba de diferente forma.
Y desde entonces, se buscaba solucionar el problema como un todo.
160
Sydenham enfocó el problema de diferente manera. Sabía que
un buen general no organiza su plan de ataque contra varios enemigos como un todo, sino que lo hace contra cada uno separadamente.
En la guerra, el general trata primero de enterarse de todo lo que
se refiere al enemigo, y así, tiene que estudiar cuál es su posición,
número y armamento, y solamente cuando obtiene la información
necesaria, puede planear y llevar al cabo un ataque victorioso.
Él vio que los mismos principios eran aplicables a la medicina.
Concluyó que las enfermedades deben estudiarse a la cabecera del
lecho del enfermo y por medio de la observación y la experiencia
podemos llegar a saber cuál es su esencia.
Según Sydenham, una enfermedad determinada ataca al organismo, que a su vez, trata de resistir a la enfermedad y dominarla por
medio de sus defensas inherentes, y los síntomas son resultado de esta
lucha entre el organismo y la enfermedad. Tales síntomas, dolor, fiebre,
debilidad, no son la enfermedad, sino simplemente las pruebas de la
lucha que tiene lugar y son parte del esfuerzo que hace el organismo
para defenderse.
Y como en cada enfermedad diferente, el organismo lucha de un
modo diferente, los síntomas a su vez son también diferentes. Estudiando con gran cuidado el curso de la enfermedad, desde la aparición de los primeros síntomas hasta la desaparición de los últimos,
sería posible formular una descripción de la enfermedad en sí misma,
o la historia natural de cada enfermedad.
En 1675 hizo la primera descripción exacta y completa de la
fiebre escarlatina y del sarampión. También de la malaria, la viruela
y la disentería, pero su mayor logro, publicado en 1683, fue la descripción de la gota, enfermedad que él mismo padecía.
Sydenham afirmaba que el médico debe ayudar a las defensas
naturales del organismo; ayudarlas a vencer la enfermedad y no simplemente a los síntomas de la lucha. Y no se servía en absoluto de
las innumerables yerbas y brebajes asquerosos con que proveía al
médico práctico la farmacopea de su tiempo, usando sólo los pocos
remedios que la observación y la experiencia le habían mostrado
que eran realmente eficaces: hierro para la anemia, quinina para la
malaria, y sedativos, para hacer reposar y dormir al paciente para
reponer las fuerzas.
161
Introdujo innovaciones, como airear la habitación del enfermo,
indicar los paseos a caballo a los enfermos de tuberculosis y recetar
bebidas refrescantes a los atacados por la viruela.
La obra de Sydenham sustituyó la confusión reinante en medicina por un método ordenado y sistemático, y desde su tiempo
los médicos han continuado describiendo las enfermedades de la
manera como él lo hacía, o sea, separadamente.
Una mirada a un libro de medicina antiguo nos hará ver que trata
de una discusión de los síntomas; la mayor parte describe fiebres de
todas clases: simples, intermitentes, malignas, eruptivas, etcétera. En
cambio, un texto moderno no está encabezado por síntomas, sino por
los nombres de las enfermedades, clasificadas y descritas de manera
que puedan reconocerse.
Donde dice viruela, se resume: infección aguda que se presenta
de diez a quince días después de haber estado en contacto con un
enfermo atacado de esta enfermedad; empieza con escalofríos, dolor
de cabeza, dolor de espalda, y muchas veces, con vómitos seguidos
de temperatura alta y pulso rápido y generalmente, hacia el cuarto
día, aparecen unas manchas rojas que se presentan primero en la
cara, en los brazos y en las piernas, entonces, la temperatura baja.
Al quinto o sexto día las manchas rojas se convierten en pápulas
pequeñas y hacia el octavo día se forma pus en las pápulas y la temperatura sube de nuevo. En los casos de curso favorable, la erupción
cede, las llagas se curan, dejando cicatrices las más de las veces y
lentamente el paciente recobra la salud.
Después de leer una descripción detallada de la viruela y de
examinar cuidadosamente a un gran número de pacientes, el médico
posee mentalmente una concepción clara de la enfermedad en sí
misma, conoce su historia natural, sus variaciones y el curso probable
y así puede atacar cada enfermedad separadamente y no gasta sus
esfuerzos tratando de destruir a la enfermedad en un sentido general.
Para llegar a eso tiene que estudiar a cada paciente de una manera
completa.
Esta concepción de la enfermedad era nueva en medicina. Hipócrates había instigado a los médicos a que estudiaran al enfermo;
Paracelso les había dicho que se dejaran de libros y teorías y que
162
estudiaran el estado de la enfermedad; pero fue Sydenham quien les
dijo la manera de cómo tenían que hacerlo, cómo tenían que describir las enfermedades y cómo tenían que clasificarlas. Y esto era algo
concreto y práctico para los médicos. Era la historia natural de cada
enfermedad por separado.
163
OCTAVA PARTE
La medicina europea viene a américa
Un siglo en américa
Médicos en encajes y volantes
165
CAPÍTULO XXII
La medicina europea viene a américa
Hemos visto el camino de la medicina, desde los pantanos infectados
de espíritus del hombre primitivo, cómo se trasladó a Egipto con su
carga de falsas creencias; de ahí pasó a Grecia y con Alejandro se expandió; y más al Occidente a la vera de las conquistas romanas. Al derrumbe del Imperio Romano retrocedió al Oriente, en Bizancio y Siria,
y llega al Imperio Musulmán. Con las cruzadas tomó de nuevo la ruta
de Occidente, por Italia, Alemania, Francia e Inglaterra. Con marcha
lenta, finalmente en el siglo XVII vimos cómo empezó a ensancharse,
pese al lastre de ideas disparatadas y supercherías aberrantes.
Con los colonos ingleses, que trajeron su medicina a las playas
del nuevo mundo, tuvo lugar un contraste: los conocimientos médicos acumulados a lo largo de cinco mil años o poco más, de progreso
de la humanidad, volvieron a encontrarse con las fuentes de donde
brotaron. La medicina de los indios era primitiva, no había cambiado en 15 siglos, en tanto que la medicina de los colonos era de la
Europa del siglo XVII.
Los españoles llegaron al nuevo mundo poco más de un siglo
antes que los colonos ingleses de Virginia y Plymouth, y trajeron al
continente infecciones que nunca se habían sufrido y las epidemias se
difundieron amenazando con exterminar a los pueblos indígenas.
Se puede colegir que si los indios no hubiesen estado debilitados
por esas dolencias, hubieran opuesto mayor resistencia al desembarco
de los ingleses, y éstos, poco caritativamente, consideraron los
padecimientos de los indios como “una bendición especial de Dios”,
para establecerse fácilmente en las nuevas tierras.
Las descripciones de parte de testigos de la época sobre “las pestilencias prodigiosas” de los indios, no son lo suficientemente detalladas ni objetivas para que merezcan mucho crédito. Posteriormente,
algunos médicos las identificaron con la viruela, algo poco probable
166
porque los blancos no se contagiaron de los indios, aunque años
más tarde, la viruela fue un gran azote. Otros dijeron que era peste bubónica, pero no hay duda que los recién llegados la hubieran
reconocido inmediatamente; y otros más, que era fiebre amarilla,
algo imposible porque brotaban con el invierno cuando no hay mosquitos.
Lo más probable es que fuera sarampión, que aunque es una enfermedad leve en la infancia, puede ser también una dolencia muy grave
y mortal. Cuando una enfermedad aparentemente leve, brota dentro
de un pueblo que nunca la ha padecido, no presenta la menor resistencia orgánica y se vuelve de gran virulencia y casi siempre mortal.
Cual haya sido, todos los autores coinciden en que esa epidemia
los afectó gravemente. Daniel Gookin, en su descripción de las
tribus indias, dice sobre los indios Pawkunnawkutts, lo siguiente:
“Este pueblo había sido una nación fuerte en el pasado y podía levantar… cerca de tres mil hombres… un gran número de ellos fue
arrasado por una epidemia de una enfermedad insólita. Año 1612 y
1613 (Que eran en realidad, 1616 y 1617). Y así, la divina providencia hizo que los ingleses pudieran colonizar sin trastornos y pacíficamente aquellas naciones”.
En cuanto a los Pawtuckets, Gookin escribió; “También habían
sido un pueblo considerable en el pasado, cerca de tres mil hombres… mas también fueron destruidos casi por completo por esta
gran dolencia… de tal manera que no quedan más que 250 de ellos,
sin contar a las mujeres y niños.
El viajero inglés John Josselyn, señala cómo manejaban los indios las enfermedades infecciosas: “Sus médicos son los Powaws,
o sacerdotes indios, que algunas veces curan por medio de encantamientos o de medicinas, pero como las infecciones rara vez hacen
aparición entre ellos, en consecuencia usan sus propios remedios
que son sudar, etcétera… su sistema, cuando son presa de alguna
forma de plaga, en forma de viruela, es cubrir las chozas con corteza
de árbol, de manera que el aire no pueda penetrar… y haciendo un
gran fuego, hasta que están cubiertos de sudor, luego van corriendo
a echarse al mar o al río y vuelven después a sus chozas y, o bien se
curan, o bien dan el espíritu”.
167
John Lawson, quien a finales del siglo XVII era sobrestante en
North Carolina, describe cómo hacían los indios Seneca para evitar
que se les escapasen los prisioneros: “El indio que nos enseñara el
camino había sido hecho prisionero de los Sinnegars (Seneca), pero
había logrado escapar a pesar de que le habían cortado los dedos
de los pies y casi la mitad del pie, lo cual es una práctica común
entre ellos y que llevan al cabo levantando primero la piel, cortan
después la mitad del pie y cubren después el muñón con la piel y
curan luego la herida. De esta manera, los prisioneros en general
no pueden escapar, incapacitados para caminar normalmente, y si
a pesar de ello consiguen huir, la huella que dejan de medio pie
facilita su búsqueda y captura”.
Lawson describe además las ceremonias del hechicero: “Tan
pronto como el médico entra en la cabaña, se extiende el enfermo
sobre una estera o sobre una piel, completamente desnudo, con la
excepción de alguna bagatela… y el paciente está tendido de este
modo cuando hace su aparición el encantador y entra también el rey
de aquella nación, que viene a atenderlo con un sonajero hecho con
una calabaza en la que han metido guisantes y que el rey entrega en
manos del médico, mientras otro trae una jofaina llena de agua que
pone en el suelo. Entonces comienza el médico y profiere primero
unas palabras muy suavemente, y luego huele el ombligo y el vientre
del paciente y algunas veces le hace algunas escarificaciones con
un instrumento de una materia muy dura, o hecho a este objeto de
dientes de serpiente de cascabel; después chupa las escarificaciones
y llénase la boca de sangre y de suero… que escupe en la jofaina
llena de agua. Empieza después a murmurar palabras entre dientes y
a hablar con gran prisa hasta que finalmente se pone a hacer cabriolas
y a darse palmadas en los calzones y en los lados hasta que se pone
a sudar de tal manera que un extraño creyera que se había vuelto
loco, chupando a cada momento las heridas del enfermo, siempre
haciendo muecas y posturas tan grotescas que no se ve el igual en
Bedlam. Finalmente veréis que el médico está chorreando de sudor
y que apenas es capaz de decir una palabra del cansancio a que ha
llegado, y entonces cesa por unos momentos y otra vez vuelve a
empezar hasta que vuelve a entregarse a los mismos extremos de
168
delirio y locura aparente, como antes. Mientras tanto el enfermo no
hace el menor movimiento a pesar de que la lanceta y el chupar de
la sangre tienen que castigarle mucho el cuerpo… y finalmente el
encantador da la ceremonia por terminada y dice a los amigos del
paciente si éste ha de morir o vivir, y entonces, uno que es como
un sirviente en la ceremonia se lleva la sangre… y la entierra en un
lugar que nadie sabe sino el que la entierra”.
El ejemplo más famoso del encuentro entre la medicina primitiva
y la medicina del siglo XVII, es el tratamiento que se le aplicó el jefe
indio Massaoit, quien había brindado amistad a los colonos. Llegó la
noticia a Plymouth de que se estaba muriendo y Edward Winslow,
quien fue más tarde gobernador de Plymouth y John Hamden fueron
a ofrecer su amistad y sus cuidados al jefe. Winslow lo relata en
Buenas nuevas de Nueva Inglaterra: “Allá nos fuimos y encontramos
la casa tan llena de hombres que apenas si podíamos entrar en ella,
por más que hacían lo mejor por abrirnos paso. Estaban en esto
en medio de sus hechicerías para curar al jefe haciendo un ruido
tan infernal que nos enfermaba a nosotros que estábamos sanos…
alrededor del jefe había como seis u ocho mujeres que le restregaban
las piernas y brazos y las caderas para que se mantuviera caliente”.
Winslow consiguió finalmente hacerse paso entre los excitados
indios hasta llegar al lado del jefe y poderle ofrecer su ayuda.
Massaoit accedió con un movimiento de cabeza y dice Winslow:
“Y teniendo a mano algunas conservas de buen sabor, le di a comer
algunas de ellas con la punta de mi cuchillo, costándome gran trabajo
hacerlas pasar por entre sus dientes, y cuando las hubo disuelto en
la boca, se tragó el jugo, de lo cual se regocijaron mucho los que
lo rodeaban, pues decían que no había tragado cosa alguna en dos
días. Quise entonces ver su boca por dentro, que estaba llena de
sedimentos y la lengua estaba tan inflamada que no era posible que
pudiera comer lo que le estaban preparando, pues tenía la garganta
casi obturada. Entonces le lavé la boca y le raspé la lengua de la
que saqué mucha corrupción… entonces el jefe pidió de beber y yo
disolví de las conservas en agua y le di a que bebiera y, al cabo de
media hora, se produjo en él un gran cambio, ante todos los que allí
169
estaban”. Después de esto, Winslow mandó buscar una gallina a la
colonia para hacer un caldo.
Mientras esperaban al mensajero, Massaoit pidió a Winslow que
fuera donde estaban los indios “y me pidió que lavara también sus
bocas y les diera lo mismo que le había dado a él… cuya tarea llevé
a cabo de buena voluntad, si bien que me causaba gran desagrado,
por no estar acostumbrado a tales olores”.
Massaoit quedó curado y, en agradecimiento, reveló a Winslow
una conspiración de los indios para matar a todos los colonos ingleses.
Winslow no era médico, pero en aquellos días cada hombre en la
colonia aprendía algo de medicina práctica, igual que carpintería,
agricultura, caza y pesca.
No hubo facultades de medicina, en la América del Norte, hasta
bien entrado el siglo XVIII. El joven que intentaba dedicarse a esa
profesión se hacia asistente de un médico; vivía en su casa, cuidaba
de su caballo y de su carruaje, hacía píldoras y mezclaba polvos y
en los momentos libres leía los libros del médico y así se enteraba
de la teoría de la medicina.
Pero lo que aprendía realmente era cuando acompañaba al
médico en sus visitas a los pacientes y su maestro le enseñaba cuáles
eran los síntomas de la enfermedad y su tratamiento.
Este tipo de enseñanza era bien diferente de lo que se recibía en
Europa, donde en general todo salía de los libros. El aprendizaje
práctico de los días coloniales era, en su esencia, igual que a la
enseñanza que se da hoy día en los hospitales de las facultades de
medicina modernas; o sea, la instrucción clínica.
En los tiempos coloniales, los doctores jóvenes aprendían
medicina en la gran escuela de la experiencia.
171
CAPÍTULO XXIII
Un siglo en américa
Dos personajes prominentes en la medicina de las colonias británicas
en América no fueron médicos: Cotton Mather, predicador puritano
de Boston, y Benjamín Franklin, impresor, diplomático, filósofo e inventor.
Cotton Mather era enérgico y vehemente, con el interés principal centrado en la religión, pero su espíritu abierto le llevaba a
interesarse por muchos temas de su tiempo. Creía firmemente en la
brujería y escribió libros sobre ese asunto y se vio envuelto en los
líos de Salem, Nueva Inglaterra, en 1692. También escribió sobre
religión, ciencia e historia. Se ocupaba de curar dolencias físicas y
espirituales de sus feligreses.
Se llegó a decir que su remedio favorito eran “chinches de marrana”, ahogadas en vino. La fama de Mather como letrado y erudito
fue internacional y en 1713 fue elegido miembro de la Royal Society, de Londres, lo que, entre otros acontecimientos, propició que
tuviese un lugar preponderante en la medicina.
Como miembro de esa sociedad de élite, recibía la revista
Philosofical Transactions y ahí leyó, en la primavera de1721, que en
Turquía, la gente “compraba la viruela”. Se relataba que los turcos se
libraban de las consecuencias desagradables de la viruela por medio
de la inoculación (que no era vacunación, ya que ésta se descubrió
en 1798). Se sacaba pus de las pústulas de un enfermo y se ponía
una gota en la escarificación hecha previamente en la piel de un
individuo sano. El así infectado se enfermaba de viruela, pero lo
importante es que si el mismo individuo se hubiera contagiado por
los medios usuales de propagación –vía nasal o bucal- no hay duda
que hubiese sido gravísima, ya que morían del diez al 75 por ciento
y los que se salvaban no escapaban de las cicatrices. En cambio,
por la inoculación, no morían sino del uno al tres por ciento de los
172
inoculados y los sobrevivientes no quedaban marcados, y además
adquirían inmunidad.
Esto captó fuerte interés en Mather, porque le pareció un
excelente remedio contra el azote de la viruela y concluyó que los
habitantes de Boston debían inocularse. Obtuvo la colaboración del
prestigiado médico Zabdiel Boylston, quien empezó por inocular a
su único hijo de trece años y a dos sirvientes negros. Ninguno de
ellos enfermó de gravedad y quedaron inmunes.
También en ese año, en Inglaterra se llevó al cabo el mismo experimento por iniciativa de Lady Mary Wortley Montagu, esposa
del embajador inglés en Turquía, la que hizo inocular a su hijo y
cuando regresó a Inglaterra promovió esa práctica entre los médicos
londinenses.
Durante la epidemia entre 1721 y 1722, el doctor Boylston inoculó en Boston a 247 personas, mas otras 39 por otros médicos.
De éstas murieron seis, mientras que de cinco mil 759 personas que
se contagiaron por infección, murieron 844 y la mayoría de los que
sobrevivieron quedaron desfigurados.
Apenas cedió la epidemia, se desató una violentísima controversia
en torno a la inoculación. Los mismos médicos atacaron al doctor
Boylston, quien fue fustigado por clérigos y periódicos. Se sostuvo
que si un solo paciente moría, se debía ahorcar al médico.
Tiraron una bomba dentro de la casa de Cotton Mather, agredieron
al doctor Boylston en la calle, incendiaron su casa y tiraron otra
bomba en el salón donde se encontraba su mujer. El parlamento de
Massachusets prohibió la inoculación.
Entre los que se oponían con mayor violencia a la inoculación
figuraban los hermanos Franklin, Jaime y Benjamín, quienes habían
fundado el New England Courant, en cuyos editoriales se atacaba
tenazmente a la inoculación.
Benjamín tenía entonces 16 años y con el tiempo cambió de
opinión. En 1736 se le murió un hijo de viruela y en su Autobiografía
escribió: “Era un espléndido niño de cuatro años que murió de
viruela, de la que se contagió de manera corriente. Durante mucho
tiempo me ha pesado amargamente, y me continúa pesando, que no
le haya dado esa enfermedad por medio de la inoculación. Y esto
173
lo digo para que llegue a oídos de los padres que no llevan al cabo
esta operación, temiendo que nunca se lo perdonarían en el caso
de que su hijo pudiera perder la vida a causa de ello, ya que, como
lo demuestra mi ejemplo, la pena es la misma, sea como sea, y por
consiguiente, debe seguirse el curso menos peligroso”.
Benjamín Franklin se convirtió en uno de los partidarios más
acérrimos de la inoculación, cuya práctica quería que se adoptase en
Filadelfia, donde había establecido su imprenta después de separarse
de su hermano Jaime.
Pero no era cosa fácil, sobre todo entre los que Franklin llamaba
“la gente común”. La inoculación ya se había prohibido en Nueva
York por el gobernador Clinton.
La ley prohibe hoy día la inoculación, pero por razones muy
diferentes, ya que desde finales del siglo XVIII la vacunación había
reemplazado a la inoculación y los vacunados no propagan la viruela
como lo hacían los inoculados.
Sin embargo, la inoculación fue implantándose en Massachusets,
Connecticut y Pennsilvania. George Washington fue un gran partidario de la inoculación y durante la Guerra de Independencia ordenó que
todos los reclutas que no habían tenido la viruela fuesen inoculados.
Benjamín Franklin influyó decisivamente para la fundación del
primer hospital en las colonias británicas, iniciativa que tomó por
sugerencia de su amigo, el doctor Thomas Bond. El hospital se inauguró en Filadelfia, en 1752, en un edificio alquilado, y tiempo después
pasó al lugar construido con ese propósito y que aún funciona como
Pennsylvania Hospital. También fue en Filadelfia donde se fundó la
primera facultad de medicina en las colonias, de donde saldrían los
médicos que iban a hacerse famosos en la Guerra de Independencia,
los doctores Morgan, William Schippen junior y Benjamín Rush.
En 1775 se dieron los primeros pasos para la organización
de una sección médica en el ejército, por decisión del Congreso
Continental. No obstante de los grandes esfuerzos de los doctores
Morgan, Schippen y Rush, el servicio médico durante la revolución
de independencia fue ineficaz. Hospitales improvisados eran un foco
de infección, apenas si había instrumental quirúrgico y todos los que
podían fabricarlos estaban ocupados haciendo municiones.
174
Hubo médicos heroicos, pero no pudieron hacer mucho por las
condiciones tan desventajosas que prevalecían. Pero si los pacientes
no lograron beneficios, en cambio muchos médicos aprovecharon
el contacto que tuvieron con doctores llegados de Europa, con los
que hubo intercambio de ideas, se crearon intereses nuevos y se
ampliaron conocimientos.
La medicina de Norteamérica creció con la revolución, cuando
menos en espíritu. Esos médicos dejaron su condición colonial para
convertirse en médicos de un país nuevo: Estados Unidos, y como
tales, poseídos de una nueva energía y un sentimiento de unión.
Pero en el siglo XVIII tuvo lugar “la gran contribución” de
Norteamérica a la charlatanería en la medicina. En ese siglo,
la ciencia en las colonias había hecho descubrimientos acerca
de la electricidad por Benjamín Franklin y una media docena de
descripciones de enfermedades que hicieron algunos médicos a la
manera de Sydenham. Pero lo que causó sensación en Europa fue el
extraordinario timo medicinal del doctor Eliseo Perkins.
Perkins se graduó en Yale a finales del siglo XVII y después se
dedicó a la medicina, pero en 1798 hizo una invención que parecía
acabar con la profesión médica: el tractor de Perkins. Consistía en
una especie de compás con un extremo puntiagudo y el otro romo,
hecho de combinaciones de diferentes clases de metales, cobre y
zinc, oro y hierro, o platino y plata.
Se pasaba el tractor por encima de la piel, en la parte dolorida,
y el dolor desaparecía. Este instrumento bimetálico sugiere un descubrimiento que, en 1786, hizo Luis Galvani, de Bolonia, cuando
observó que las patas de una rana muerta se contraían cuando se las
ponía en contacto con dos metales diferentes. En 1792, el famoso
Alejandro Volta, de Pavía, inventor de la batería eléctrica, había
escrito sobre la electricidad animal y en América, Franklin había
extraído electricidad de las nubes. La electricidad estaba de moda,
se discutía y especulaba sobre el asunto, aunque muy poco se sabía
sobre sus propiedades y esencia.
Pero había una tendencia a atribuir milagros a ese efecto misterioso y por lo mismo, a creer en las virtudes de los tractores de
Perkins. Quien estaba realmente practicando lo mismo que el he-
175
chicero primitivo. El doctor Perkins era absolutamente sincero en
su creencia de los beneficios de sus tractores, como también lo eran
millares de personas que los compraron, los usaron y dieron testimonio de su eficacia.
En Londres se fundó el Instituto de “Perkinismo”, y el tractor era
el acontecimiento del día.
Pero en Europa cundía también el escepticismo y un doctor
llamado John Haygarth, en Londres probó los tractores por un
método que hubiera usado Ambrosio Paré: el experimento con
control. Hizo un par de tractores de madera, que pintó de modo que
parecieran de metal, y cuando los aplicaba a los pacientes, éstos
se libraban de los dolores y se curaban con la misma rapidez que
cuando les aplicaban los verdaderos tractores bimetálicos. Haygarth
también acumuló gran cantidad de testimonios a favor de la eficacia
del tractor y entonces descubrió el engaño. Inmediatamente se
desvaneció el entusiasmo por los tractores de Perkins, ya que la
gente estaba dispuesta a dejarse sugestionar por algo que sugiriese
la electricidad, pero bien sabía que un pedazo de madera frotado
sobre la piel no curaba las enfermedades.
177
CAPÍTULO XXIV
Médicos en encajes y volantes
El siglo XVIII fue “la edad de oro” de la charlatanería médica,
y muchos médicos eran petimetres a la moda; del artificio de
los ropajes, pelucas empolvadas, chorreras de encaje y etiqueta
complicada y, también, de la gran diferencia entre clases sociales,
de miseria y brutalidad.
Pero también fue el siglo de Lavoisier, quien halló la respuesta
a la pregunta de por qué respiraba el hombre; de Morgagni, quien
demostró los cambios que tenían lugar en el organismo a causa de
las enfermedades; y de Jenner, a quien la humanidad debe uno de los
dones más preciosos: la vacunación preventiva de la viruela.
La revuelta que tuvo lugar contra las injusticias no se escribió con
pluma y tinta, sino con hierro y sangre; con la pica y la guillotina de
la Revolución Francesa y con la espada y el mosquete de la Guerra
de Independencia de Estados Unidos.
Los médicos elegantes de Inglaterra se vestían como convenía
a unos aristócratas: casaca roja, calzones de raso, medias de seda,
zapatos de hebilla, peluca empolvada y sombrero de tres picos;
llevaban bastón con puño de oro y muy a menudo un manguito de
piel para protegerse las delicadas manos. Si caminaban por la calle,
algo muy raro, a distancia respetuosa les seguía un lacayo llevando
sus guantes y su bolsa, pero usualmente iban en carruaje tirado por
caballos lujosamente enjaezados.
Se decía que muchos médicos paseaban así por Londres para
causar admiración y dar la impresión de tener clientela numerosísima.
Por lo mismo, resultó fácil a los charlatanes la imitación.
El charlatán sólo necesitaba exhibir la misma ostentación, la
misma vanidad y la misma impudicia para que, de acuerdo con el
concepto de la época, fuese considerado un gran doctor. Y muchos
charlatanes hicieron fortunas.
178
El grabador Hogarth nos dejó los retratos de los tres charlatanes
más célebres de la época: eran Spot Ward, Chevalier Taylor y Sally
Mapp. El grabado tiene estilo heráldico y se titula: “Escudo de armas
del enterrador”.
Josué Ward, apodado Spot (mancha) por una marca de nacimiento
en la cara, había estudiado medicina, pero muy superficialmente. Primero se dedicó al comercio de fiambres salados en que fracasó; luego
quiso entrar a la política, pero también fracasó y finalmente inventó
una serie de medicamentos que tuvieron gran éxito. Entre sus pacientes estaban Lord Chesterfield, Horace Walpole y Edward Gibbon, el
historiador. Luego de tocarle la buena suerte de curar, por medio de un
tirón, el dedo dislocado de Jorge II, su fortuna estuvo hecha.
Se le dio una habitación en Whitehall, pidió que se le enterrara
en la Abadía de Westminster y pasó a la historia cuando el poeta
Pope y el lexicógrafo Johnson se dignaron darse cuenta de su
existencia. Pope escribió acerca de su persona unos versos célebres
en su momento y Johnson dijo: “Taylor es el hombre más ignorante
que he visto jamás y Ward el más insípido”.
Chevalier Taylor era ayudante de un boticario que se proclamó
a sí mismo especialista en los ojos, con lo que al principio no tuvo
mucha suerte, pero viajó como saltimbanqui y charlatán, vestido a
la última moda, dando conferencias desde su carruaje con frases
invertidas para hacer creer que hablaba como Cicerón. Gibbon, que
tenía debilidad por los charlatanes era uno de sus pacientes, igual
que el compositor Haendel. Taylor obtuvo el cargo de oculista del
rey Jorge II.
La señora Sally Mapp era especialista en poner huesos en su
lugar. Haciendo alarde de gran fuerza física, en una ceremonia
parecida a la del Mal del Rey, manipulaba piernas, pies, brazos y la
columna vertebral y “volvía a poner los huesos en su sitio”.
Hizo una pequeña fortuna y rivalizaba con los médicos en
ostentación de su atavío, sus lacayos y sus carruajes.
Pero el mayor absurdo médico del siglo XVIII estuvo a cargo
de otra inglesa llamada Juana Stevens. Afirmaba tener un remedio para curar los cálculos renales, dolencia común en aquella
época. Por una gruesa suma, accedió a publicar su “secreto”. Lo
179
relevante y asombroso es que esa cantidad se pagó mediante
un decreto del Parlamento –por considerarse de beneficio público- y, cuando se publicó en la London Gazette, la maravillosa
cura resultó ser una mezcla de cáscaras de huevo, jabón y caracoles,
junto con un surtido de plantas y yerbas.
La charlatanería se extendió a las teorías médicas. Si bien hubo
médicos que seguían pacientemente el método riguroso de Sydenham, muchos fueron los que dejándose llevar por las tendencias
imperantes, se dedicaban a crear sistemas y a inventar las clasificaciones de las enfermedades, que eran tan artificiales como las costumbres de la época.
Un caso por demás curioso fue el del médico, quien pasó a la
posteridad como botánico, Charles von Linné, o Linneo. A él se
debe la mejor clasificación que hay de las plantas y animales, la
que aún se utiliza, con algunas modificaciones, y fue quien clasificó
al hombre como un animal mamífero en el orden de los primates,
como Homo sapiens, un mono inteligente.
Linneo se enamoró de la hija de un médico acaudalado que no
consentía que su hija se casara más que con un médico; por lo tanto,
tuvo que estudiar esa profesión y una vez casado, volvió a sus investigaciones de botánica, porque su interés por la medicina fue más
amoroso que científico.
Lo práctico del sistema de clasificación de Linneo sirvió de excusa
para que muchos médicos intentaran clasificaciones similares de las
enfermedades, de sus síntomas y de todos los aspectos de la vida, y
lo que generó fue únicamente controversias, a veces, violentas.
El más tonto, pero el más célebre de esos sistemas fue creado por
el inglés John Brown, que tuvo una influencia tremenda en la especulación médica. Tanto, que en 1802, en la universidad de Göttingen,
las discusiones entre estudiantes brownianos y antibrownianos, llegaron a tal violencia que tuvo que intervenir la milicia. El sistema
browniano tenía la ventaja de la simplicidad y sostenía que lo esencial de la vida era la “excitabilidad”, y que el remedio era restablecer
el equilibrio normal de la excitabilidad, con dos medicamentos básicos: opio y alcohol. Como el doctor Brown ponía el ejemplo, murió
por el abuso de ambas prescripciones.
180
El adelanto más grande en fisiología en el siglo XVIII, equiparable
al de Harvey, un siglo antes, fue el descubrimiento del significado
de la respiración. Robert Boyle, quien desechó muchos –aunque no
todos- los medicamentos inútiles, llevó al cabo un experimento en
que demostró que en el vacío no podían vivir los animales ni arder
una llama.
Otros científicos se dieron cuenta que el aire poseía propiedades
importantes, químicas y físicas, y Van Helmont dio el nombre de
gases a sustancias parecidas al aire.
El químico francés Antonio Laurencio de Lavoisier demostró
que tanto el hombre como la llama necesitan del aire por la misma
razón, ya que el proceso de vivir es una combustión en el que se
queman los alimentos.
A lo largo de 150 años se fueron descubriendo indicios que iban
revelando el secreto de la respiración. Se descubrieron la mayoría de
los gases más comunes como el hidrógeno, el nitrógeno, el anhídrido
carbónico y el oxígeno. Se demostró que un animal podía mantenerse
vivo si se le soplaba aire con un fuelle sin que el movimiento del
pecho y los pulmones le fuera indispensable. Se demostró que, al
pasar por los pulmones, la sangre tomaba algo del aire que cambiaba
su color de morado a bermellón.
Lavoisier agrupó en un sistema estas observaciones aisladas y
demostró que cuatro quintas partes del volumen del aire las forman
un gas llamado nitrógeno y que no sirve para mantener la vida
y que la quinta parte la forma un gas llamado oxígeno y que es
indispensable para la vida.
Que el oxígeno es el que se combina con la sangre en los
pulmones y cambia su color. Cuando el hombre respira, la sangre
penetra en los pulmones, la sangre toma parte del oxígeno del aire y
a su vez despide otro gas, llamado anhídrido carbónico.
Y Lavoisier también demostró que cuando se quema carbón tiene
lugar el mismo intercambio, que se usa oxígeno del aire y se forma
anhídrido carbónico.
En consecuencia, un proceso de combustión tiene lugar en el
organismo y la energía de esa combustión aparece en forma de calor
que mantiene al organismo y al trabajo que hacen los músculos. Y
181
el aire es indispensable para la vida porque se necesita el oxígeno
para la combustión vital y si respiramos no es para enfriar la sangre
sino para obtener el oxígeno y despedir el anhídrido carbónico y, si
bien la parte mecánica de la respiración es más aparente, la química
es esencial.
Muy poco tuvieron los médicos que ver con el gran descubrimiento de por qué y para qué respira el hombre, pero sí tuvieron
que ver, desgraciadamente, con el descubridor. Lavoisier fue condenado a muerte por un médico y ejecutado en la máquina inventada
por otro.
Lavoisier era rico, era aristócrata, se entremetía en política y vivía
en Francia a finales del siglo XVIII, toda una combinación peligrosa
en aquellos convulsos días. Jean Paul Marat, el “fierabrás” de la
Revolución Francesa, era médico y fue él quien acusó a Lavoisier
de haber oprimido al pueblo cuando se desempeñaba como director
general de Agricultura. Lavoisier fue condenado a muerte, en la
guillotina del doctor José Ignacio de Guillotin.
La medicina le debe a un predicador inglés, Stephen Hales, el
primer intento que se hizo por medir la presión arterial. Tampoco
en esto tuvieron que ver los médicos. Hales combinaba su trabajo
religioso con la investigación científica y fue quien inventó la ventilación artificial. Una ley establecía un impuesto a las ventanas y para
no pagarlo, la gente tapió las ventanas de sus casas y de las prisiones, que estaban a cargo de concesionarios privados. Pero brotó una
epidemia de tifo, que se atribuía aún a los malos aires y los malos
olores. Para purificar el aire de la prisión de Newgate, Hales erigió
en su torre un gran ventilador movido por un molino de viento. No
alivió la epidemia, porque nada hizo a los piojos, pero el invento fue
de utilidad evidente.
Hales midió la presión de la sangre, no en un ser humano, sino
en su caballo, al que aplicó en una arteria un tubo largo de cristal y
la sangre alcanzó en el tubo una altura de más de 180 centímetros,
latiendo al mismo tiempo que latía el corazón. Así vemos que los
más grandes avances en fisiología en el siglo XVIII fueron por un
químico y un predicador, en tanto que los médicos se preocupaban
mucho por la moda.
182
Empero, hubo médicos diligentes que lograron grandes avances
en la medicina práctica, como Juan Morgagni, Juan Hunter y Edward
Jenner.
En Padua, la universidad de Vesalio, Santorio y Harvey, Morgagni ocupó el cargo de profesor de anatomía, donde se interesó en las
estructuras anormales del organismo, causadas por la enfermedad, y
así comenzó el estudio lo que se conoce como patología.
Antes de Morgagni, muchos médicos habían notado ciertos
cambios en el cuerpo, como tumores, piedras en la vejiga y que los
pulmones, en lugar de blandos y encarnados, eran duros y del color
del hígado. De todos estos elementos se valió Morgagni para sus
descubrimientos y el por qué la enfermedad da lugar a síntomas.
En 1761, cuando tenía 79 años de edad, Morgagni publicó la
obra de toda su vida en un libro que fue el primero de patología, y
gracias a eso aprendieron los médicos lo referente a los cambios en
el organismo causados por las enfermedades y los síntomas que las
anunciaban.
Pero Morgagni no usó el microscopio en sus estudios y se limitó
a describir los cambios apreciables a la vista, y fue hasta mediados
del siglo XIX, que el gran científico prusiano Rudolf Virchow,
continuando la obra de Morgagni, demostró los cambios celulares
en los tejidos.
La primera rama de la medicina que se benefició de la patología
fue la cirugía, que tiene por método corregir, por medio de la
operación, los desórdenes internos de las enfermedades.
Juan Hunter hizo de la patología y la fisiología las bases de la
cirugía, que en sus manos se convirtió en la ciencia moderna que es
hoy día. A partir de ese momento, no fue suficiente que el cirujano
supiera de anatomía y la técnica de su oficio, sino que además tenía
que estudiar patología, fisiología, diagnosis, y en una palabra, tenía
que estudiar medicina además de cirugía. Bajo la influencia de Juan
Hunter, la cirugía se convirtió en una profesión. Igual que Sydenham,
Hunter no poseía más que unos fragmentos de instrucción. Se había
negado a aprender el latín y después de fracasar en varias ocupaciones,
fue enviado de Escocia a Londres para ayudar a su hermano, William,
cirujano y profesor eminente y halló su lugar en la sala de disección.
183
Trabajaba sin descanso y de sus ocupaciones coleccionó un gran
museo, conservado en el Royal College of Surgeons.
Al último de los héroes de la medicina del siglo XVIII, Edward
Jenner, discípulo de Hunter, que fue a practicar como médico de
pueblo en Gloucestershire. se le debe la vacuna contra la viruela.
Frecuentemente tenía que inocular contra la viruela a los
miembros de alguna familia campesina y cuando no prendía la
inoculación, los familiares le informaban que había tenido “viruela
de las vacas” y que por eso no se contagiaba. La viruela vacuna se
presentaba en forma de pústulas pequeñas en gente que cuidaba los
animales, y nunca se enfermaban de la otra viruela.
En 1796 brotó una epidemia de viruela vacuna en Gloucestershire.
Fue la oportunidad para experimentar. Obtuvo pus de una muchacha
con viruela vacuna y la inoculó en una pequeña raspadura en el
brazo de un niño de ocho años. Repitió el procedimiento dos veces y
verificó la total inmunidad. Envió un escrito a Transactions que no le
publicaron porque creyeron que era demasiado maravilloso para que
fuese cierto. Siguió con sus experimentos y en 1798 publicó un libro
con los resultados; se compone sólo de 75 páginas. El mundo pagó
tributo a Jenner. Los indios americanos enviaron una delegación a
presentarle sus respetos y darle las gracias. La emperatriz de Rusia
bautizó como Vaccinoff al primer niño ruso vacunado y le envió un
anillo; Napoleón ordenó vacunar a todos los soldados de su ejército.
Gracias a Jenner, millones de hombres nacidos en los últimos cien
años no sufrimos de viruela.
NOVENA PARTE
La medicina a la cabecera del enfermo
En la sala de operaciones
En los cuarteles y en las prisiones
187
CAPÍTULO XXV
La medicina a la cabecera del enfermo
La enseñanza de la medicina, tal y como la conocemos hoy día,
surgió con la Revolución Francesa. Del caos inicial propiciado por
la violencia revolucionaria y sus excesos, nació un nuevo sistema
de ver los asuntos oficiales, con base en los pensadores liberales
precursores de ese fenómeno. En cuanto a la medicina, se crearon
nuevas facultades con nuevas ideas.
En los días previos a la Revolución, los doctores eruditos mantenían tres siglos atrasada a la ciencia médica; no querían ni oír hablar
siquiera de Paracelso, de Sydenham, de Harvey ni de Santorio.
En 1782, el joven médico Nicolás Corvisart solicitó una plaza
en el hospital Necker, de París. Como no llevaba peluca empolvada,
se le negó.
Pero a partir de 1793, la escena francesa dio un vuelco en todos
los sentidos. Junto con las pelucas empolvadas, fueron al cesto de
la basura todas las ideas, creencias y métodos sobrevivientes de la
Edad Media. En las facultades parisinas había laboratorios para experimentar con el método científico y los estudiantes tomaban clase
a la cabecera del enfermo, como Sydenham les había enseñado. Y
el que impartía clase era ahora Nicolás Corvisart, el que no llevaba
peluca cuando 11 años atrás solicitó la plaza de médico. Era el profesor más importante y prestigiado.
Su consigna era: observad, aguzad vuestros sentidos de manera
que percibáis los síntomas de las enfermedades. Corvisart acumulaba
todas las observaciones precisas para aprender la historia natural de
las enfermedades y siempre que podía seguía el ejemplo de Morgagni
y anotaba, de las autopsias y las disecciones, los cambios en el
organismo que daban lugar a los síntomas de las enfermedades.
Era el espíritu moderno de la educación médica, pero en los
primeros años del siglo XIX, escaseaban los medios de diagnóstico
188
moderno con que contaba Corvisart. Como Hipócrates, como
Sydenham, no disponía más que de sus manos y sus sentidos para
estudiar las enfermedades, si bien era cierto que, más afortunado que
Santorio, disponía de un reloj para tomar el pulso. Pero Corvisart
quería obtener otros medios para penetrar en el estudio de las
enfermedades.
Corvisart descubrió que en 1761, el mismo año que se publicó el
libro de Morgagni, un médico vienés, Leopold Auenbrugger había
publicado un libro acerca de la percusión, de 95 páginas, que no
había obtenido mayor relevancia en el medio y estaba olvidado. Pero
Corvisart vio en ello la posibilidad de un medio de diagnóstico muy
necesario; tradujo el libro y con observaciones propias lo amplió a
400 páginas y dio a Auenbrugger todo el crédito.
El libro se titula Inventum ex percussione thoracis humani, y
Auenbrugger había escrito: “Aquí hago presente al lector un nuevo
signo que he descubierto para averiguar acerca de las enfermedades
del pecho. Que consiste en la percusión del tórax humano por medio
de la cual, de acuerdo con el carácter particular de los sonidos que
se oyen, se puede formar una opinión del estado interno… al hacer
públicos mis descubrimientos, no lo he hecho sin conocer los peligros
a que me expongo, ya que siempre ha sido el destino de aquellos que
con sus descubrimientos han ilustrado o mejorado las artes y las ciencias el ser acosados por la envidia, la malicia, el odio, la destrucción
y la calumnia”.
Pero Auenbrugger se equivocó en el pronóstico; su descubrimiento
pasó casi desapercibido y con el tiempo fue revisado con grandes
elogios por Corvisart. La percusión es hoy una de las cosas más
comunes en medicina y que identifica todo aquel que ha sido
revisado por un médico, quien da unos golpecitos con los dedos
en el pecho mientras escucha las ligeras diferencias que hay en los
sonidos a medida que percute en un lugar después de otro.
Al dar tales golpecitos encima de los pulmones, debido a que
están llenos de aire, se obtienen unas vibraciones parecidas a las de
un tambor envuelto en una tela, mientras que sobre el corazón y el
hígado, el sonido es opaco. Cuando en los pulmones hay áreas enfermas, también se obtiene un sonido opaco sobre estas áreas, o un
189
sonido que a los oídos del médico suena completamente diferente a
las vibraciones de un pecho normal. Es uno de los medios indispensables para diagnosticar las enfermedades de los pulmones.
En 1807, Corvisart era el médico de cámara de Napoleón Bonaparte y murió en 1821. Los principios que enseñó los mantuvieron sus
alumnos y uno de ellos encontró un instrumento que iba a ayudar a
descubrir los síntomas de las enfermedades, el estetoscopio, que se
usa para la auscultación, tan indispensable como la percusión.
Auscultar es escuchar los sonidos que provienen del corazón y los
pulmones. El “suiss” ligero de aire que pasa por los tubos bronquiales
diminutos puede alterarse cuando la persona está enferma, lo cual
puede dar lugar a sonidos como el romper de nueces y burbujeos,
y también el latido del corazón normal puede estar envuelto en una
nube de murmullos. Estos sonidos permiten que el médico, con su
oído aguzado pueda “ver” lo que pasa dentro del pecho, situar la
enfermedad y adivinar su naturaleza.
Renato Laënnec, médico en jefe del Hospital Necker, puso
mucho empeño en la auscultación, pero encontraba dos obstáculos:
por un lado, la mayoría de los pacientes llegaban muy sucios y con
parásitos y pegar el oído en un pecho plagado de piojos y de olor
nauseabundo era muy desagradable. Otro, que algunos eran tan
gordos, que algunos sonidos se perdían o eran muy confusos.
Laënnec tenía una paciente muy gorda que padecía del corazón
y el médico no podía escuchar sonido alguno a través de las
gruesas adiposidades. Un día observó a unos niños jugar entre unos
tablones. Vio como un niño pegaba su oreja a uno de los extremos
del tablón mientras que otro, al otro extremo, daba unos golpes que
se transmitían a todo lo largo del tablón de madera. Laënnec vio
inmediatamente que ésta era la solución a su problema. Se dirigió
de prisa al hospital y en la habitación de la paciente obesa, tomó una
revista, la enrolló como cilindro y ante el asombro de los presentes,
aplicó un extremo del rollo al pecho de la enferma mientras pegaba
su oreja al otro extremo. Y con gran satisfacción, oyó con toda
claridad los sonidos del corazón y la respiración.
Poco tiempo después, Laënnec fabricó en un torno una especie de
“trompetas” pequeñas de madera y de ahí evolucionó el estetoscopio
190
moderno que conocemos: un pequeño embudo que se aplica sobre
el pecho, unido a unos tubos de goma que el médico coloca en sus
oídos.
Ese invento fue de enorme utilidad para diagnosticar la tuberculosis, que mucho interesaba a Laënnec, y que padecían, según reveló
el estetoscopio, la mitad de los enfermos que acudían a su hospital.
Después de casi mil autopsias, Laënnec sabía casi tanto como se sabe
actualmente de esa enfermedad, con la excepción de un dato importantísimo: su causa. Laënnec y un colaborador llamado Boyle, demostraron que la enfermedad se encontraba en cualquier parte del organismo en forma de unos bultos llamados tubérculos, de lo que derivó
tuberculosis, pero faltaba aún medio siglo para que el alemán Robert
Koch demostrara que esos tubérculos los ocasionaba cierto bacilo.
En 1819, Laënnec publicó su famoso libro Traité de la
auscultation médiate y en 1826 murió de tuberculosis.
Los dos grandes instrumentos de que dispone el médico para
llevar al cabo el reconocimiento del paciente, la percusión y la
auscultación, se comenzaron a usar en los primeros años del siglo
XIX, y el tercero, el más asombroso de todos, los rayos X, se
descubrió a finales de ese mismo siglo.
El descubridor no fue un médico, sino un físico, porque la medicina ya estaba unida a todas las ramas de la ciencia. Apenas había
un descubrimiento científico, el médico inmediatamente veía cómo
podía aplicarlo al diagnóstico, tratamiento o terapia preventiva.
Wilhem Röntgen era profesor de física en la Universidad de
Würzburg, Alemania, y se dedicaba a experimentar con descargas
eléctricas con un cable de inducción a través de un tubo llamado de
Crookes. Cuando pasaba la descarga eléctrica, el tubo se encendía
con una luz amarillenta y si se ponía a esta luz un papel revestido de
ciertas sales metálicas, este revestimiento brillaba con una fosforescencia extraña.
El 18 de noviembre de 1895, estaba Röntgen trabajando en su
laboratorio con las luces apagadas y por casualidad se le ocurrió
cubrir el tubo de Crookes con un papel negro para que no hubiera
luz alguna y una vez que estuvo bien cubierto, produjo una descarga
eléctrica. Todo estaba a oscuras, más el papel revestido, que estaba
191
sobre la mesa, se iluminó con una luz fantasmagórica, brillando con
la misma intensidad que había brillado antes de que el tubo estuviera
recubierto del papel negro. Röntgen cogió el papel y le dio vuelta de
modo que la parte revestida estuviera debajo y continuó brillando,
como si un rayo invisible brillara a través del papel; puso un pedazo
de metal sobre el papel y se produjo la sombra, puso después sus
manos haciendo pantalla sobre el papel y vio lo que nadie había
visto jamás, o sea las sombras de los huesos de sus manos.
Los rayos invisibles que encendían el papel pasaban a través de
la carne humana y lo que era aún más, estos mismos rayos afectaban
la película fotográfica y así era posible sacar fotografías de los
huesos y las estructuras debajo de la superficie de la piel.
A principios de enero de 1896, Röntgen comunicó en Würzburg
a un grupo de científicos, su descubrimiento, lo que llamó el “rayo
X”. Pero antes de esta presentación, el secreto había salido de la
universidad y se daban descripciones del fenómeno en todos los
periódicos del mundo; pero las versiones periodísticas precipitadas
formaron en los lectores un concepto muy confuso, se creía que se
podían usar en cualquier parte y a cualquier hora, e inmediatamente,
un comerciante inglés se puso a anunciar telas “a prueba de rayos
X” para damas recatadas.
En Nueva Jersey se promulgó una ley prohibiendo el uso
de los rayos X en los gemelos de teatro y un profesor de Nueva
York propuso usar rayos X para penetrar las cabezas duras de los
estudiantes obtusos.
Pero en la medicina el asunto fue diferente. Apenas un mes
después de la presentación de Röntgen, la medicina se apropió del
invento y le había dado aplicación.
En el siglo XX, los rayos X se convirtieron en el método de diagnóstico de más valor de que disponía el médico, además de la nueva
tecnología computarizada. En la época en que se descubrieron los
rayos X, la enseñanza médica ya tenía un siglo de grandes progresos,
internacionalizados. Después de Francia, las facultades de Viena y
Berlín estuvieron un tiempo a la cabeza del progreso médico.
En Berlín, la patología hizo grandes progresos gracias a la obra de
Rudolph Virchow, nacido en 1821, mismo año que murió Corvisart;
192
en 1843 recibió su título de doctor y el mismo año comenzó como
profesor asistente en Berlín.
Se enfocó, como continuación del trabajo de Morgagni, en los
cambios en los órganos y el por qué de esas alteraciones. Se valió
del microscopio, cuyas aplicaciones comenzaban a solucionar el
problema de la naturaleza de las enfermedades.
En el siglo XIX se comprobó en el microscopio que los diferentes
órganos y músculos humanos se formaban de células, la unidad más
pequeña de los tejidos. Que un tejido es diferente a otro debido a las
células que los componen y que el crecimiento de los tejidos es por
la multiplicación de las células. Virchow descubrió que cuando las
células se alteran, el tejido se enferma. Descubrió la moderna teoría
celular de las enfermedades; vivió hasta 1902.
La estructura es uno de los aspectos de los tejidos y los órganos,
en tanto que la función es otro.
Un humilde médico militar, William Beaumont, a principios del
siglo XIX estaba comisionado en un puesto fronterizo llamado Fuerte
Mackinac. Nacido en 1785, en el pueblo de Lebanon, Connecticut,
en 1806 se lanzó a la aventura en su caballo, un barril de sidra y
cien dólares, hasta donde llegase. Después de vagar, se colocó como
aprendiz de un médico práctico y luego de dos años de estudio se
alistó en el ejército, en la guerra contra Inglaterra en 1812. Después
de la guerra lo estacionaron en un fuerte y puerto comercial, en
una isla entre los lagos Michigan y Hurón. Todas las primaveras,
los comerciantes de pieles, cazadores y tramperos llegaban al fuerte
Mackinac desde los bosques de los alrededores para vender pieles y
comprar provisiones. En la primavera de 1822, un día con el almacén
lleno a reventar, se disparó por accidente una escopeta y dio en el
abdomen de un francés de Canadá, llamado Alexis San Martin. Se
mandó llamar al cirujano Beaumont. Parecía imposible que le pudiese
salvar la vida, porque tenía una herida con abertura enorme en el
estómago. La herida, de hecho, no se cerró nunca. A los tres años de
cuidados, Alexis, con físico casi cadavérico comenzó a deambular
por el fuerte. Tenía un colgajo de piel y carne que podía separarse con
la mano y ver el interior del estómago.
193
Beaumont vio la gran oportunidad que eso le brindaba, para
observar desde una posición increíblemente privilegiada la digestión
y los movimientos del estómago. Lo tuvo bajo observación durante
dos meses, viendo lo que tardaban los alimentos en digerirse,
obteniendo las secreciones que se formaban y los efectos del alcohol
y alimentos indigestos.
A los dos meses, Alexis se le escapó, regresó a Canadá, donde
se casó y tuvo dos hijos. Beaumont lo encontró después de cuatro
años. Llegó a un acuerdo para pagarle una compensación y pudo
reanudar experimentos y observaciones durante otros dos años; y
en 1833, Beaumont publicó su obra Experimentos y observaciones
acerca de los jugos gástricos y de la fisiología de la digestión, la
primera contribución de Estados Unidos a la medicina experimental
y que fue la base de lo que se sabe acerca de la digestión.
Beaumont murió a los 68 años, pero su paciente, a quien aquella
tarde en la tienda del fuerte daban por muerto, falleció a los 83
años.
Beaumont aprovechó un incidente fortuito y pasó a la historia
de la ciencia experimental; pero el gran fisiólogo francés Claude
Bernard, el verdadero fundador de la medicina experimental,
continuó los estudios y algunos de sus descubrimientos fueron
también por accidentes, como el de Beaumont.
Por casualidad, Bernard descubrió que el hígado almacena, para
usarlo después, el azúcar que recibe por medio de la digestión que
tiene lugar en los intestinos. Estudios posteriores a esta observación
prepararon el terreno para uno de los grandes descubrimientos del
siglo XX, que dio los medios para el tratamiento de la diabetes. Las
investigaciones de Bernard dieron lugar a descubrimiento tras descubrimiento; la digestión intestinal, la manera como está controlado
el tamaño de los vasos sanguíneos, los primeros hechos acerca de
las secreciones internas (sustancias químicas que rigen las funciones
del organismo), la acción de ciertos venenos y muchísimos más.
Lo más importante del doctor Bernard, fue que hizo ver a los
médicos que los órganos no actúan de modo independiente, sino
que están relacionados entre sí, que llevan al cabo una función de
conjunto y que hay que estudiarlos juntos.
195
CAPÍTULO XXVI
En la sala de operaciones
El químico inglés Sir Humprey Davy, en el año 1800, hizo una
anotación en su cuaderno de experimentos donde señalaba que el
gas conocido como óxido nitroso hacía perder los sentidos cuando
se inhalaba y señaló: “Es probable que pudiera usarse con grandes
ventajas en las operaciones quirúrgicas”. Pero durante los siguientes
50 años, nadie le hizo caso.
Durante unos cuatro mil años, las operaciones de cirugía se realizaban con el auxilio de varios hombres muy fuertes, capaces de
inmovilizar al paciente en tanto le cortaban una pierna, un brazo o le
abrían el vientre. A lo largo de los siglos, se intentó operar sin dolor
por medio de drogas, alcohol, insensibilizando por medio del frío,
de la presión y el hipnotismo, sin resultado alguno.
Parecía que el dolor fuera inevitable y la operación una verdadera tortura, tanto para el paciente como para el cirujano, el que por
compasión operaba a toda prisa a fin de que el martirio durase lo
menos posible.
El primer médico que usó la anestesia fue el doctor Crawford
Long, de Georgia. Usó éter, sustancia que se conocía de muchos años
atrás y se sabía que producía una especie de borrachera y sopor.
En marzo de 1842, el doctor Long operó a un paciente de un
pequeño tumor en la nuca, que inhaló éter mientras era intervenido
y no sufrió dolor. Desgraciadamente, el doctor Long no publicó
los buenos resultados obtenidos, y no se supo de ellos hasta que se
redescubrieron los efectos del éter.
Pero antes de que se volviera a usar el éter, el dentista Horace
Wells, de Connecticut, experimentó con los efectos del óxido nitroso.
Sucedió que un tal Colton, en una conferencia en Hartford, en 1844,
difundió “nuevos descubrimientos” en química y llevó al cabo una
demostración de las propiedades del óxido nitroso.
Después, Wells preparó un saco de óxido nitroso y se hizo arrancar un diente sin que sintiera nada. Fue a Boston, al Hospital General
196
de Massachusets y dio una demostración fallida, ya que el paciente
despertó antes que la extracción se llevara al cabo y comenzó a dar
alaridos de dolor. Wells regresó a Hartford, descorazonado.
Otro dentista, conocido de Wells, William Morton, quien estudiaba
en la facultad de medicina de Harvard, continuó experimentando
con éter, consigo mismo y con su perro y pudo usar con buenos
resultados el éter para la extracción de dientes.
Para el siguiente paso, Morton pidió permiso al doctor Warren,
cirujano en jefe del Hospital General de Massachusets, para hacer
una prueba.
Esto pasó a los anales de la historia médica. Se corrió el rumor de
que un estudiante de medicina quería demostrar cómo evitar el dolor
en las operaciones. La galería del anfiteatro quedó repleta de observadores incrédulos. El cirujano, el paciente y los hombres forzudos
estaban listos, pero Morton no había llegado. Pasó un cuarto de hora
y el doctor Warren, volviéndose a los espectadores, dijo: “Como
el doctor Morton no ha llegado, me temo que otras ocupaciones lo
hayan detenido”. Cuando ya Warren se disponía a cortar la piel del
paciente, apareció Morton, quien se había tardado completando un
aparato para aplicar el éter. Morton administró el éter y al cabo de
unos minutos dijo: “Doctor Warren, he aquí vuestro paciente”. El
cirujano comenzó a operar y el paciente no dio muestra de dolor alguno, pero se podía ver cómo respiraba.
Al concluir la operación, Warren dijo a la concurrencia: “Señores,
esto no es una alucinación”.
La anestesia era una realidad palpablemente demostrada, pero
los que asistieron a la prueba no la llamaron así; se trataba de un
fenómeno nuevo y no había palabra en el lenguaje que lo describiera.
Oliver Wendell Holmes inventó más tarde las palabras anestesia,
anestésico y anestesiador.
La sala de operaciones del Hospital General de Massachusets, se
conserva exactamente igual que aquel día del año 1846, en memoria
de la primera demostración pública de la bendición de la anestesia.
Es una sala como todas las de la época: con suelos de madera,
alfombras y paredes tapizadas de tela gruesa pintada, sin mosaicos
blancos, ni metales relucientes, ni trazas de limpieza escrupulosa de
las salas de operaciones modernas. La historia de los cambios que
197
dieron lugar a la desaparición de la infección nos lleva de América
a Escocia.
José Lister llegó a Edimburgo en 1854 y seis años después ya era
profesor de cirugía de la universidad de Glasgow, en la senda que le
llevaría a ser el cirujano más famoso de todos los tiempos.
El problema que le preocupaba era la infección de las heridas, la
formación de pus y la fiebre que se presentaba, de la que morían más
de la mitad de los pacientes y que se atribuía a factores climáticos.
Una operación en el hospital de Lister o en cualquier otro de la
época, era tan peligrosa como la peste bubónica.
Ya fuese una intervención importante o insignificante, la infección
se presentaba de la misma forma.
Lister observó algo curioso. Entre los pacientes, había lesionados
que tenían piernas y brazos rotos, pero sus heridas eran internas y
no se infectaban. Tales heridas no estaban en contacto con el aire.
Lister concluyó que algo en el aire envenenaba la herida y causaba
la infección.
Otro factor vino en ayuda de Lister, el trabajo de un químico
francés, Louis Pasteur, quien trabajaba para una industria de vinos,
en el estudio de las “enfermedades” de los mostos que perdían aroma
y sabor. Vio que tales padecimientos se debían a bacterias que habían
caído dentro de los vinos desde el aire y para contrarrestarlas, aplicó
un tratamiento de calor, que fue conocido, por el nombre derivado de
su inventor, como “pasteurización”.
Lister relacionó la putrefacción del vino y las infecciones de las
heridas. Eso que provocaba la infección podrían ser las bacterias del
aire. Si tal cosa fuera verdad, entonces tenía que evitar que las bacterias penetraran en la herida y si fuera imposible, entonces tendría
que matarlas antes que se multiplicaran.
Lister decidió iniciar sus experimentos con una herida infectada,
y comenzó a buscar entre las sustancias químicas algo que matara a
los gérmenes. Recordó que para evitar malos olores en las cloacas,
se usaba ácido carbólico, y decidió probarlo. Después de esperar un
caso propicio para experimentar, le llevaron al hospital a un hombre
que sufría una fractura compuesta, en que los extremos de los huesos
rotos habían atravesado los músculos y la piel, produciendo una herida abierta, las que siempre se infectaban, mientras que las fracturas
simples, donde no había exposición al aire, siempre se curaban.
198
Lister aplicó ácido carbólico a la herida, encima de la cual construyó una especie de tienda para que no entrara el aire y a pesar de
todas las precauciones, se presentó la infección, se envenenó la sangre y el paciente murió.
Lister no se dio por vencido y en experimentos siguientes, lavó
los instrumentos en ácido carbólico, sumergió sus manos en el antiséptico, que pulverizó por la habitación y tomó así todas las precauciones posibles para que la herida estuviera limpia. Esta vez logró su
objetivo: ni se formó pus, ni se envenenó la sangre. Se había evitado
la infección.
Inmediatamente se puso a pulverizar el ácido carbólico en la sala
de operaciones y a llevar al cabo, en todas las cirugías, el procedimiento que tan buenos resultados le había dado. La fiebre y la infección desaparecieron, las heridas limpias se curaban rápida y seguramente y las defunciones disminuyeron de forma considerable.
Lister estaba convencido de que los gérmenes que causaban
la infección venían del aire e insistía que se pulverizase el ácido
carbólico en todas las salas de operaciones, pero se enfrentó a la
oposición de los cirujanos que creyeron que trataba de introducir
una nueva forma de medicina. Lister siguió realizando operaciones
que otros no se atrevían a hacer y salvaba vidas de los pacientes a su
cargo. La noticia se extendió por Europa y muchos cirujanos fueron
a estudiar con él los nuevos procedimientos. Estalló entonces la
Guerra Franco-Prusiana y se usaron los antisépticos con gran éxito.
A medida que se estudiaba más el problema, se vio que los
gérmenes no procedían del aire, sino de la suciedad que se metía en
las heridas, los instrumentos sucios, las vendas sucias y las manos
sucias de los cirujanos.
Así, la limpieza o asepsia, se convirtió en la base de la cirugía.
La sala moderna de operaciones, la limpieza escrupulosa de los hospitales, las batas blancas esterilizadas que se pone el cirujano, todo
ello fue resultado del descubrimiento de Lister, de que la infección
de las heridas es debida a las bacterias.
Lister murió en 1912, dos años antes que pudiera asistir a la gran
reivindicación de sus principios de antisepsia que tuvo lugar en los
campos de batalla de Francia y Bélgica. Millares de veteranos de
guerra sobrevivieron gracias a Lister.
199
CAPÍTULO XXVII
En los cuarteles y en las prisiones
En la vorágine de la Revolución Francesa, cuando tantos cambios
se operaban en todos los órdenes de la vida, tuvo lugar un acontecimiento escasamente conocido, pero de enorme relevancia; un movimiento humanitario promovido por un médico tímido y delicado
llamado Felipe Pinel, un personaje que dio origen a un cambio ético
fundamental en la civilización Occidental.
Pinel, en plena época de El Terror, tuvo el valor de presentarse
ante Couthon, el terrible líder de la Commune, para abogar en favor
de los derechos de sus pacientes. Pinel argumentó que si todos los
hombres tenían los mismos derechos, también los tenían sus pobres
dementes que estaban en la prisión de Bicetre, encadenados en calabozos inmundos y cuya condición era aún más injusta que la del
pueblo bajo los aristócratas, antes de la Revolución, y que debían ser
llevados a una vivienda decente y gozar de una libertad razonable.
El radical Couthon se emocionó cuando Pinel le tocó su fibra
sensible, que era la igualdad, y consintió en acompañarle a la prisión.
Cuando entró al recinto, por más que estuviera acostumbrado a ver
cosas fuertes, se horrorizó por lo que vio en Bicetre: en los corredores
húmedos de un subterráneo escuchó los gritos y execraciones de
300 locos, el resonar de cadenas y los golpes de los grilletes contra
las barras de hierro. Azorado, Couthon dijo a Pinel: “¿Qué es esto,
ciudadano? ¿Es que tú también estás loco, queriendo soltar a estos
animales?”. Pero Pinel insistió y mientras salía a toda prisa, Couthon,
le dijo: “Haz lo que quieras, mas vas a sacrificar tu propia vida en
aras de esta piedad falsa”.
Pinel empezó de inmediato su experimento de cuidar humanitariamente a los enfermos mentales. Primero lo hizo con un capitán
inglés, encadenado durante 40 años y que, con un golpe de sus esposas,
había matado a uno de los guardias de la prisión. Los guardianes se
le acercaban temerosos, vigilando sus menores movimientos, pero
200
Pinel entró a su celda solo y, hablándole con dulzura, le ofreció que
podría pasearse en el patio de la prisión si prometía portarse “como
un caballero”.
El capitán dio su palabra y se le quitaron las cadenas, pero por falta
de ejercicio por tanto tiempo, no podía caminar. Arrastrándose llegó
hasta la puerta y cuando vio los árboles se puso a llorar de felicidad.
En pocos días, Pinel liberó a más de 50 hombres que habían sido
dementes furiosos y que, al no sentirse aprisionados y ser tratados
con humanidad, cambiaron radicalmente. Continuaban siendo
dementes, sujetos a vigilancia y ayuda, pero la actitud violenta,
exacerbada por las cadenas y el manejo brutal, cedió al buen trato y
dejaron de comportarse de modo tan desordenado.
El experimento de Pinel comenzó a difundirse y a convertirse en
un gran movimiento humanitario y cambió la forma de tratar a los
dementes y el concepto de las enfermedades mentales.
Pinel había ingresado, primero, en un seminario; después se
interesó por la filosofía, luego por la historia natural; hasta que tuvo
30 años no se decidió por la medicina, y en un tiempo, creó una
clasificación de las enfermedades. Pero cambiaron sus intereses
cuando un amigo se volvió loco y, de acuerdo con las prácticas de
entonces, lo encerraron y trataron como animal peligroso. Se escapó
y se escondió en el bosque y al cabo de unos días, se encontró su
cuerpo semidevorado por los lobos.
Esto impresionó a Pinel de forma tan profunda, que con la
esperanza de poder ayudar a otros, decidió dedicarse al estudio de la
demencia. Gracias a su influencia, los asilos-prisiones de París, la de
Bicetre y de la Salpetriére, se convirtieron en hospitales.
La brutalidad con que eran tratados los dementes se debía a la
creencia de que eran seres llenos de maldad intencionada, y eran considerados no como seres humanos, sino como bestias salvajes que
había que traer con cadenas y torturas. Nadie se apiadaba de estos
enfermos y si bien a principios del siglo XIX se sentía lástima por
los sufrimientos físicos y se protegía a los animales, todavía no se
miraba con ninguna simpatía a los enfermos mentales.
La actitud hacia los dementes, en general, se determinaba por las
causas que se atribuían a la demencia. En algunos pueblos primitivos
201
se tenía mucho respeto por los locos, a quienes se suponía más cerca
de los dioses que los seres normales. El loco, en sus alucinaciones,
oía voces que los otros no podían oír y hablaba con criaturas
invisibles. Era un ser superior a los demás e inclusive hace unas
cuantas décadas, en algunos países orientales se trataba a los locos
y a los idiotas con cierta deferencia, debido a la creencia de que su
entendimiento estaba en el cielo.
Pero otra creencia acerca de los locos iba a tener malas consecuencias: la idea de que un loco estaba “poseído” por un espíritu.
Esta idea dominó el concepto de demencia por miles de años, persistió después del cristianismo, aunque con la idea de que eran los
demonios los que poseían a los hombres. Si la locura se manifestaba
en la forma de orar y mortificar la carne, entonces no estaba poseído, y era un posible santo; pero si era blasfemo, violento y rebelde,
se aseguraba que estaba poseído por un demonio. Con el paso del
tiempo, se fue desvaneciendo la idea de la “posesión”, pero el trato
a los dementes no mejoró y en muchos casos, empeoró.
Esta era la situación que encontró Pinel cuando pidió permiso
para tratar humanitariamente a los dementes. La idea de que la demencia era una enfermedad mental, que debía ser estudiada y medicinada como las enfermedades físicas, se difundió lentamente
entre los médicos y comenzaron a fundarse instituciones donde se
aplicaba el nuevo tratamiento.
Fue en América donde esta reforma se extendió hasta hacerle
llegar al público, en general, la idea de que la locura era una enfermedad. A principios del siglo XIX no había más que un asilo, en
Virginia, y se supo que en el Hospital de Filadelfia tenían celdas
para los locos.
Cuarenta años después ya había ocho instituciones donde se
cuidaba a los dementes, pero muy pocos eran mantenidos por el
Estado. A la mayoría de los dementes, si eran furiosos, se les encerraba en el granero o en algún cobertizo; si eran inofensivos, algunas
veces se les ponía en subasta para entregarlos a los cuidados del que
lo hiciera por menos dinero, o también se les abandonaba en algún
camino rural y seguían vagando por el campo.
202
En esto tuvo lugar un acontecimiento, el 28 de marzo de 1841,
cuando una maestra de Boston, Dorotea Lynde Dix, fue enviada a dar
una clase de catecismo a las internas de la Casa de Corrección al Este
de Cambridge. Allí vio las condiciones espantosas en que estaban las
cárceles de aquella época. La señorita Dix vio a 20 mujeres amontonadas en una habitación muy sucia, sin medios para calentarse; no
había estufas porque algunas eran locas furiosas y podían lastimarse.
Dix salió decidida a hacer algo para cambiar esa situación.
Pidió al doctor Howe que en su nombre protestara en los periódicos contra las brutalidades que había atestiguado. Howe envió la
carta, firmada con su nombre, pero no causó mayor efecto. Con toda
calma, la señorita Dix fue a visitar cada hospital y cada asilo para
pobres en Massachusets. Después de dos años mandó una memoria
al parlamento estatal, donde pedía una legislación “decidida, rápida
y vigorosa” para cambiar el estado de cosas.
Detalló las escenas horribles de las cárceles y en las fincas pobres, donde se tenía a los dementes encadenados y donde morían
de hambre y frío. La respuesta fue inmediata y el estado votó por
unanimidad la provisión de fondos para establecer hospitales, mantenidos por el Estado y para proveer de cuidados humanitarios a los
enfermos mentales.
Pero los abusos continuaban en otras regiones y la señorita Dix
dedicó los 40 años siguientes a recorrer cada estado de los Estados
Unidos, así como Inglaterra y Escocia. El mismo procedimiento:
investigación primero y luego la memoria. La respuesta era siempre la misma: provisión de fondos para la erección de un hospital.
Gracias a su trabajo, se fundaron en Estados Unidos 32 instituciones
mantenidas oficialmente; y no menos importante, sus revelaciones
hicieron cambiar los sentimientos populares hacia los dementes. Dorotea Lynde Dix es escasamente conocida hoy día, como por mucho
tiempo fue ignorada otra gran dama, que apenas avanzado el siglo
XX obtuvo reconocimiento a su trabajo: Florencia Nightingale, la
“Dama de la Lámpara”.
En 1915, en Londres, se erigió la primera estatua para una mujer
que no era miembro de la familia real. Era en memoria de Florencia
Nightingale, quien durante la guerra de Crimea fundó la profesión de
203
enfermeras graduadas. No inventó el oficio de enfermera, sino que
hizo de ello una profesión respetable. Cientos de años atrás, había
mujeres que cuidaban de enfermos y heridos, pero muy rara vez
tenían los estudios y preparación necesaria para la tarea. En siglos
anteriores, las Hermanas de la Caridad habían dedicado su vida al
cuidado de los enfermos, pero en el siglo XIX no servían de mucho,
en el sentido práctico, en hospitales modernos de Inglaterra y Estados
Unidos. Un pudor absurdo, propio de esa época, puso restricciones
a las Hermanas de la Caridad que vigilaban a los enfermos y
mantenían la disciplina en los hospitales, pero en cuanto a cuidados
propiamente dichos, lo hacían mujeres de condición inferior y de
inteligencia igualmente inferior, por lo que no se avergonzaban de
su oficio degradante de enfermera profesional. Esta era la situación
antes que Lister hiciera sus descubrimientos: los hospitales en manos
de enfermeras desaliñadas y de malas costumbres; eran lugares de
una suciedad indescriptible y a los que sólo acudían enfermos que
no podían librarse de ello.
Florencia Nightingale era una muchacha inglesa de buena familia,
con educación novecentista, pero que a pesar de ello se rebeló a la
idea de que las mujeres tenían que estar encerradas en sus casas
esperando el día del matrimonio. Soñaba con la independencia de
la mujer. Y su deseo manifiesto de ser enfermera fue un ultraje para
su familia y amistades. Para quitarle tales ideas, su madre la llevó
de viaje a las playas de moda en Europa. Florencia se le escapó y
fue a Kaiserwerth, cerca de Düsseldorf, donde el pastor luterano
Fliednar, había organizado una escuela para mujeres licenciadas de
presidio de las que intentaba hacer enfermeras graduadas. Después
de esto, regresó a su país y consiguió el cargo de superintendenta en
un pequeño hospital de Londres; pero entre las mujeres no cundió
su ejemplo y se le consideró una “excéntrica”. En eso, estalló la
Guerra de Crimea, con el choque de Inglaterra, Francia y Turquía
contra Rusia, en el Estrecho de Los Dardanelos. Hoy día podemos
leer en la poesía de Tennyson “Carga de la Brigada Ligera”, una
descripción romántica de aquella guerra, pero, en el año de 1854,
las noticias que mandaba a Londres un corresponsal, Rusell, eran
menos románticas: denunciaba las condiciones desagradables de los
204
hospitales de guerra, donde no había ninguna clase de enfermeras
para cuidar a los soldados ingleses heridos o enfermos.
Se pidió la ayuda de voluntarias y muchas mujeres respondieron
al llamado, pero únicamente Florencia Nightingale, entre todas,
tenía entrenamiento para cuidar enfermos y heridos.
Al frente del servicio de enfermeras de todo el ejército inglés,
Florencia reunió a 38 mujeres, de las que diez eran monjas que
sabían algo de enfermería práctica.
El cuatro de noviembre de 1854, desembarcaron en Scutari, un
barrio de Constantinopla, donde había un hospital con capacidad
para mil pacientes, pero había cuatro mil soldados ingleses heridos
hacinados, las ventanas estaban herméticamente cerradas, los suelos
podridos, sin lavandería y las puertas sólo se abrían por las mañanas
para sacar a los muertos.
De inmediato, Florencia se dio a la tarea de organizar todo,
aunque topó con la maquinaria burocrática. Pero Nightingale era
una muchacha llena de energía y voluntad, con carácter equiparable
al del coronel, cuyo sarcasmo era igual al suyo; no aceptó órdenes
y dio las suyas. Se consiguieron abastecimientos para el hospital, se
abrieron las ventanas y se construyó una lavandería.
Para los soldados heridos fue un ángel de la guarda. Ningún
sacrificio era lo bastante grande y todas las noches recorría las salas
larguísimas atendiendo a los soldados con una lámpara en la mano,
que se convirtió en su emblema.
En 1856 terminó la guerra, los soldados regresaron y millares de
ellos contaron la historia de la “Dama de la Lámpara”, a quien debían
la vida y fueron los promotores involuntarios del concepto de la enfermera profesional. Ante su demanda, se desvaneció la gazmoñería
y se consiguieron los fondos necesarios para abrir escuelas donde
mujeres jóvenes pudieran estudiar la carrera de enfermera.
Su inspiración iba a dar lugar a una reforma humanitaria todavía
más importante. En 1859, el suizo Enrique Dunant atestiguaba, desde la cima de una montaña, las batallas de Magenta y de Solferino,
y lleno de horror ante lo que veía, pensó en la tarea de Florencia
Nightingale y reflexionó: ¿Podría esa obra extenderse hasta el campo de batalla? Dunant concibió entonces los principios básicos de lo
que es ahora la Cruz Roja Internacional.
205
Dunant vio cómo los ejércitos aliados de Francia e Italia, bajo
Napoleón III, luchaban contra el ejército austríaco. En el campo
había, entre muertos y heridos, 40 mil hombres y como no existía
tratado que protegiera a los médicos militares, éstos debían limitarse
a seguir a las tropas aliadas en la medida que obligaban a los
austriacos a dejar el campo y los heridos quedaban abandonados,
a menos que los campesinos cuidaran de ellos, que los cargaban
en sus carros y los llevaban a sus casas, donde no había médicos ni
medicinas; pero sólo cuidaban de sus compatriotas, y morían, por
negligencia, millares de hombres que pudieron salvarse fácilmente.
Dunant bajó a auxiliar a los heridos, ayudándoles en lo que podía
y, en los escalones del altar de una iglesia, encontró a un soldado
austriaco horriblemente mutilado, que no había probado alimento
durante tres días. Le lavó las heridas y le dio de beber un poco de
caldo, y el herido le besó la mano. Dunant convenció a las mujeres
del pueblo que cuidaran a todos sin distinción, sin distingo de
bandera, porque todos eran hermanos.
Dunant escribió un libro, Un souvenir de Solferino, donde narra
todo lo que vio en esos días y su idea de una alianza internacional.
Trabajó sin descanso exponiendo su plan a los Jefes de Estado y en
1863 hubo una reunión en Ginebra, entre 14 naciones, bajo la idea
de Dunant, para la alianza internacional en auxilio de heridos en
guerras y desastres naturales. El herido, el médico y la enfermera
serían neutrales y el hospital sería un santuario.
207
DÉCIMA PARTE
El laboratorio
Las fronteras de la enfermedad
La meta
209
CAPÍTULO XXVIII
El laboratorio
Los científicos del siglo XIX finalmente identificaron lo que durante
miles de años fueron el misterio más grande de la humanidad: los
extraños espíritus que eran los causantes de las enfermedades, y los
llamaron bacterias.
Vieron que tenían un aspecto simple e inofensivo: bastoncitos,
esferas o filamentos finísimos, retorcidos en espiral como un sacacorchos.
El conserje Leeuwenhoek los había visto, dos siglos antes, en su
microscopio rudimentario que él mismo fabricara, en sus ratos de
ocio, en el edificio del ayuntamiento de una ciudad holandesa. Fueron considerados una curiosidad, esas figuritas que no podían ser –se
pensó más de 200 años– nada peligroso.
Las investigaciones sucesivas de Pasteur, Lister y Koch, colocaron
a las bacterias en su justa dimensión de diminutos asesinos masivos.
Sin embargo, cuando se ampliaron los estudios de las bacterias y
sus funciones, pudo verse que la imagen de asesinos encarnizados,
era un calificativo algo injusto, ya que estas pequeñitas criaturas en
realidad trabajan para beneficio de la humanidad.
Ha quedado establecido que sin bacterias, la raza humana no
existiría, porque sin ellas nada se transformaría, ni las hojas caídas, ni
los animales muertos se desintegrarían para nutrir la tierra y producir
sustancias que alimentan al hombre.
Paradójicamente, se descubrió que la mayoría de las bacterias no
pueden sobrevivir en carne viva, ya que mueren instantáneamente
cuando se colocan sobre una herida y son unas poquísimas las que
tienen el poder de vivir y multiplicarse en la carne humana viva; eso
las hace causantes de las enfermedades.
Pueden introducirse en el organismo millones de bacterias y no
representan peligro alguno, pero el que crezcan y pasen a billones
y trillones, hasta que lleguen a tal número que el organismo tenga
210
que defenderse de la invasión, es lo que da lugar a los síntomas de la
enfermedad.
Son bacterias que a lo largo de siglos se han especializado en
tomar al ser humano como su presa favorita, con poderes especiales
cada una de ellas. Unas son inofensivas salvo cuando encuentran
heridas abiertas donde producen supuración y envenenamiento de
la sangre. Otras hallan condiciones favorables en la garganta o en
los intestinos.
Una sola clase de bacteria es la causante de la fiebre tifoidea, y
otra completamente distinta, causa la difteria y otra todavía, la fiebre
escarlatina.
Pasteur fue quien nos describió la historia de la vida de la bacteria; Lister, quien supo que causaban las infecciones en las heridas;
y Koch, quien demostró que eran la causa de enfermedades infecciosas específicas.
Luis Pasteur no era médico, sino químico, nacido en Dole, Francia, en 1822. Su padre, curtidor de pieles, lo mandó a estudiar a
París, en la Escuela Normal, donde pronto fue asistente de uno de
sus maestros. Descubrió que el ácido tartárico del vino existía en
formas diferentes, cada una compuesta exactamente de los mismos
elementos químicos, las mismas cantidades exactas, pero cuando se
proyectaba un rayo de luz reflejado en un prisma de cuarzo, a través
de los cristales del ácido, unos desviaban el rayo hacia la derecha
y otros hacia la izquierda, y otros en ninguna dirección. Y esto era
porque los elementos componentes del ácido se combinaban en estructuras distintas.
Pasteur comenzó así su carrera con la fundación de una nueva
rama de la química: la estereoquímica, basada en la posición de los
átomos en la molécula. Su fama se extendió y durante un tiempo
impartió cátedras en Dijon, luego en Estrasburgo y al ocupar el
decanato de Ciencias Naturales en Lille, en el centro de la industria
del alcohol, comenzó a interesarse en la fermentación.
Sabía que el azúcar se convertía en alcohol por acción de la levadura, la que se alimenta del azúcar, formándose el alcohol como
producto de desecho. Pero la fermentación no era la única transformación, porque el vino se agriaba, igual que la leche; la mantequilla
211
se hacía rancia y la carne se pudría. ¿Eso también lo causaban organismos vivos?
El microscopio le hizo ver que en todo eso había bacterias. Se
planteó lo siguiente: ¿Era la bacteria la causa o el efecto? ¿La bacteria producía putrefacción o la putrefacción producía la bacteria? He
aquí otra vez el eterno problema de la generación espontánea de la
vida. En el siglo XVII, el italiano Francisco Redi había demostrado,
por medio de la experimentación, que las larvas no se originaban
espontáneamente en la carne podrida, sino que provenían de los
huevos de las moscas y, en el siglo XIX, Pasteur repetía este experimento con bacterias.
Los líquidos tales como el vino y el caldo que habían sido calentados a temperaturas que mataran a las bacterias, ni se agriaban ni se
pudrían siempre que no estuvieran en contacto con el aire; pero si se
dejaba que el aire, conteniendo bacterias, tuviese acceso a tales sustancias, la putrefacción comenzaba enseguida. Pasteur probó indiscutiblemente que las bacterias son generadas únicamente por otras bacterias.
La “enfermedad” del vino era causada por las bacterias y podía
evitarse por medio del calor –pasteurización– que mataba las bacterias, descubrimiento de un valor incalculable para la industria vinícola francesa, y guió a Lister en su descubrimiento de las causas de
las infecciones en heridas.
El mundo diminuto de las bacterias, al que no se le había prestado
ninguna atención, quedó en el centro del debate. ¿Es que las bacterias
eran la causa de las enfermedades del hombre y de los animales?
Pasteur no aplicó sus descubrimientos al ser humano sino al gusano de seda, cuya cría era otra de las grandes industrias francesas y
había brotado una epidemia que mataba a todos los gusanos. Pasteur
descubrió la bacteria que los mataba y enseñó a los cultivadores
cómo podían atacar la enfermedad.
Cinco años le tomó el trabajo que salvó las sederías francesas,
además de que demostró que las bacterias podían ser causa de la
enfermedad.
Otros hombres de ciencia comenzaron a investigar sobre los microbios, particularmente un médico rural alemán, llamado Roberto
Koch, 21 años menor que Pasteur y que comenzó a ejercer como
212
médico en el distrito de Wollstein. Su pasatiempo era una especie de
botánica, que estudiaba ya no las plantas, sino las bacterias. Su joven
esposa le regaló un microscopio y se convirtió su consultorio en un
laboratorio rudimentario.
Entre consultas a sus pacientes, Koch cultivaba sus bacterias con
gran entusiasmo, al tiempo que establecía los principios de la bacteriología moderna. En la región donde Koch vivía había una epidemia
del ganado llamada “fiebre esplénica” o “ántrax” y que a veces contagiaba a los que cuidaban el ganado o preparaban sus pieles.
Experimentos de algunos médicos habían encontrado en animales
muertos por ántrax, bacterias en forma de bastoncitos y otro médico
inoculó a un carnero sangre con estas bacterias, el animal enfermó de
ántrax y murió. Parecía demostrado que la enfermedad era causada
por la bacteria, pero se vio que la sangre de animales enfermos
causaban el mal aún cuando no se hallaban bacterias.
Este problema fue el que Koch tomó en sus manos. Colocó un
poco de líquido donde cultivaba las bacterias en un trozo de cristal
y lo dejó secar. Los filamentos alargados se encogían y morían, pero
había unos puntitos redondos que seguían viviendo. Cuando añadía
el caldo de cultivo, crecían como semillas y generaban de nuevo
bacterias alargadas. Éstas de nuevo se multiplicaban, y de unas pocas “esporas”, nombre que dio a los puntitos, se obtenía un número
de bacterias incalculable.
Comprobó que esas bacterias patógenas pueden existir bajo dos
formas distintas, que como esporas son muy resistentes a la sequedad, al calor y los antisépticos y que vivían entre la lana de los
carneros o en la hierba, durante muchos meses. Al introducirse en
los animales con los alimentos o por una herida, se transformaban
en filamentos, se multiplicaban y causaban el ántrax.
Con ese éxito publicado, Koch llegó a ser director del Instituto
para Enfermedades Infecciosas de Berlín, donde en 1882 hizo uno
de sus más grandes descubrimientos: la causa de la tuberculosis.
Demostró que la tuberculosis no era debido a una “mala herencia” o
una constitución débil, sino que era causada por una bacteria, y que
las hinchazones que encontró Laënnec eran resultado del crecimiento
de esa bacteria. La tuberculosis resultó ser una infección y por
213
primera vez se pudieron tomar medidas para evitar la tuberculosis,
dolencia que ha matado más que ninguna otra enfermedad.
Siguiendo la escuela de Koch se descubrieron rápida y sucesivamente la mayoría de las bacterias causantes de las enfermedades:
la del cólera, la fiebre tifoidea, la peste bubónica, la disentería, la
difteria y muchas otras.
Se hallaron al fin medios para prevenir enfermedades infecciosas,
a base de evitar la difusión de las bacterias patógenas y tanto la
higiene como las instituciones de salud pública, fueron resultados de
los descubrimientos llevados al cabo en el siglo XIX.
Pasteur, por medio de observaciones accidentales, vio cómo
podían dar de sí las vacunas. Experimentó con bacterias que causaban el cólera en las gallinas. Vio que si dejaba en el caldo de cultivo un período largo las bacterias del cólera, se multiplicaban de tal
forma que el caldo se veía saturado, las bacterias se debilitaban y
terminaban por exterminarse.
Un día, por casualidad, dio a las gallinas bacterias de un caldo
viejo, y las gallinas parecieron estar enfermas unos días pero no
murieron. Después les dio bacterias de un cultivo nuevo y activo, y
las gallinas no enfermaron.
Posteriormente, uno de los discípulos de Koch, Emile von Behring
descubrió el funcionamiento de las antitoxinas y desarrolló una eficaz
vacuna contra la difteria. Esta enfermedad dejó de ser la enfermedad
tan temida que antes era.
Pasteur, en 1881, descubrió que la rabia se hallaba en la saliva
de los animales infectados. Desarrolló una vacuna, que probó exitosamente en perros, pero casualmente, un niño de nueve años había
sido mordido por un perro rabioso y los médicos le aconsejaron que
probase su vacuna, lo que hizo con excelentes resultados y desde
entonces se aplica en todo el mundo a las personas mordidas por
perros rabiosos.
215
CAPÍTULO XXIX
Las fronteras de la enfermedad
En el siglo XVII proliferaron las leyendas de “buques fantasma”,
como el llamado Holandés errante, que se veía, según relatos de
marineros, navegar con velas desplegadas por las noches en los
mares del Sur, sin capitán ni tripulación.
Lo cierto es que sí hubo barcos que iban a la deriva, con toda
la tripulación muerta. La fiebre amarilla había aniquilado a todos,
tripulantes y pasajeros, sin perdonar a uno solo.
La fiebre amarilla, llegada de África, fue el azote de los mares y
puertos del Caribe y de las ciudades de la costa Este de Estados Unidos e Hispanoamérica. Aparentemente, la epidemia sólo atacaba a
los hombres de raza blanca y no a los negros, quienes se encargaban
de enterrar a los muertos. Morían marineros, soldados, mercaderes y
viajeros de estirpe europea.
Los barcos mercantes llevaron la fiebre amarilla, en el siglo
XVIII, a las costas americanas del Atlántico y se presentó como
azote en varias ocasiones para los habitantes de Boston, New Haven
y Filadelfia. En el verano de 1793, el diez por ciento de la población
de Filadelfia murió de la “plaga americana”, como se denominaba a
la fiebre amarilla.
Esa ciudad ofrecía el mismo escenario que Londres en tiempos
de la peste bubónica. La gente huía con la esperanza de escapar del
contagio y en Nueva York y otras ciudades se apostaron guardias
armados que prohibían la entrada a toda persona procedente de Filadelfia.
La resistencia de los negros a la enfermedad se originó de una
inmunidad adquirida, ya que en África, la epidemia era universal. En
los niños, en comparación con los adultos, tomaba una forma leve y
así todos ellos estaban protegidos por la inmunidad. Pero cuando los
blancos adultos iban a África, a las Indias Occidentales o a alguna
parte de América del Sur, tomaba su forma más grave y la mortalidad
era terrible.
216
La fiebre amarilla es ejemplo de algo que podría ser el equilibrio
biológico entre el hombre y la bacteria, y así nos muestra los riesgos
cuando se altera el equilibrio que crea la naturaleza. Esta verdad se refiere
a la fiebre amarilla y a la mayoría de las enfermedades infecciosas.
Vistas las cosas con imparcialidad, en realidad son muy pocas
las enfermedades infecciosas mortales de necesidad, como la hidrofobia y el tétanos. La mayoría es relativamente leve en niños y casi
todas proveen de inmunidad con tenerlas una sola vez. Este era el
equilibrio biológico natural cuando las enfermedades eran universales y no había medios de cura.
Al nacer, el niño hereda una inmunidad temporal de la madre contra
todas las enfermedades infecciosas comunes. Todas las enfermedades,
con excepción de la tuberculosis y la malaria, producen inmunidad.
Pero este equilibrio biológico, que aseguraba la vida del adulto,
tenía un gran inconveniente, ya que a pesar de la relativa levedad de
las enfermedades de la infancia, eran más los niños que morían que
los que sobrevivían hasta obtener total inmunidad. La naturaleza
imponía un alto tributo en vidas humanas.
La terapéutica preventiva moderna tuvo sus comienzos con la cuarentena, progresó con los esfuerzos de sanidad pública, a principios
del siglo XIX, con la limpieza de ciudades y la expansión de cloacas,
y siguió con ímpetu después de los descubrimientos de Pasteur, Lister
y Koch. Se salvaron muchos niños que en generaciones anteriores
hubieran muerto de enfermedades infecciosas. Durante el siglo XIX
se duplicó el promedio de longevidad y aumentó la población.
La medicina preventiva tuvo, a finales del siglo XIX y la primera
mitad del XX, efectos paradójicos: impidió el contagio, pero a la vez
se perdieron los beneficios del riesgo, es decir, la inmunidad. Nuestros
antepasados, con la inmunidad que estaban provistos contra las enfermedades comunes de su época, estaban en la misma situación que los
habitantes de los trópicos en cuanto a la fiebre amarilla, en tanto que el
hombre occidental de los años 30 y 40 del siglo XX, estaba en la misma situación que los marineros, soldados, mercaderes y exploradores
que iban a los mares del Caribe y a las costas occidentales de África.
En la actualidad, las grandes jornadas de la Organización Mundial
de la Salud (OMS) y otros organismos de la ONU, han erradicado
217
plagas en África, Asia y las islas del Pacífico y el Caribe. La bacteria
de la viruela sólo existe en un compartimiento de alta seguridad en
un laboratorio de la OMS.
Pero en el siglo XIX se duplicaron las enfermedades tropicales,
y azotaron periódicamente a varias ciudades. La fiebre amarilla
de Filadelfia se desvaneció con el invierno, ya que el mosquito
transmisor, moría con el frío. El anquilostoma de los trópicos, o
gusano de los mineros, se extendió a los estados del sur de Estados
Unidos y también moría con las heladas invernales.
Pero enfermedades que hace mucho se consideran tropicales,
como el cólera, la malaria, la peste y la disentería, los antepasados de
los europeos actuales las conocieron bien en las regiones nórdicas,
pero desaparecieron en las zonas templadas por los adelantos médicos
y de ingeniería sanitaria, aunque siguieron poderosas en otros países
al amparo del calor y la inmundicia citadina y rural.
El mercader o el aventurero del siglo XIX y de principios del XX,
iba a las regiones tropicales del planeta, retrocedía en el tiempo en
cuanto a la higiene, porque no se encontraba precisamente con enfermedades exóticas, sino con padecimientos que cien o doscientos
años atrás azotaban a sus antepasados. Los indígenas de los trópicos
vivían de acuerdo al equilibrio biológico, por medio del cual superaban la enfermedad, pero el viajero europeo en cambio, producto de
la civilización moderna, había sacrificado la inmunidad.
Las ciencias naturales, base de los progresos de la medicina,
fueron también las bases del transporte y la comunicación que hicieron posible la ingeniería y la invención tecnológica. El barco de
vapor, los canales interoceánicos, el ferrocarril, el telégrafo y el cable, empequeñecieron el mundo que pocos años atrás era inmenso.
El viaje de Europa a América, que antes tomaba meses, llegó a hacerse
en pocos días. Las regiones tropicales que estaban a distancias fabulosas
se acercaron a las zonas nórdicas. Las fronteras de la civilización se
dilataron vertiginosamente y quedaron fuera de la protección médica.
Colonos y mercaderes llegaron en masa a regiones donde sólo iban,
esporádicamente, exploradores, soldados y unos cuantos buscadores
de fortuna.
218
El hombre blanco se halló en los trópicos, cara a cara con las enfermedades del pasado. La conquista de los trópicos no se dio luchando
contra hombres ni ejércitos, sino contra las enfermedades.
Gran parte de las fiebres tropicales que se crían en los pantanos,
son malarias en su mayoría. La malaria era una de las enfermedades
de los romanos, era muy común en la Francia de Luis XIV y en
Inglaterra de Carlos II. Era también causante de los escalofríos y fiebre
intermitente de los colonos ingleses de América del Norte. El primer
paso en el combate a esta enfermedad se dio con el descubrimiento
de la quinina, alcaloide obtenido de la corteza del árbol del quino, de
origen peruano.
La leyenda cuenta que un indio, medio muerto por la enfermedad,
cayó cerca de un charco, donde yacía un tronco de árbol y torturado
por la sed se arrastró hasta llegar al agua, que bebió y que tenía sabor
amargo de la corteza del árbol. Pero algo tenía esta agua amarga que
le disminuyó la fiebre y finalmente se curó del todo.
A partir de ahí, los indios usaron la corteza del quino como remedio para las fiebres. En Europa se llamó a esa corteza chinchona,
en honor a la Condesa de Chinchón, así como “polvos de jesuita”,
porque los jesuitas fueron los primeros que la introdujeron en Europa.
Sydenham generalizó su uso.
La quinina, en casos leves de malaria es una cura específica: sirve
también para prevenir la enfermedad y con su uso, junto con los
adelantos en salud pública en Europa y América del Norte, la malaria
empezó a desaparecer. Gracias a este medicamento, el mercader, el
soldado, el misionero y el aventurero pudieron internarse con menor
riesgo en las selvas tropicales, pero la malaria siguió ahí existiendo en
sus formas más graves.
En 1880, el cirujano militar Alfonso Laveran, en Argel vio que
los atacados de malaria tenían en la sangre un parásito microscópico,
que no era bacteria, sino una forma de vida animal unicelular. En
1897, Ronald Ross, del servicio médico de la India descubrió el
mismo parásito en el estómago de los mosquitos anopheles que
habían chupado la sangre de enfermos de malaria.
Al año siguiente, demostró que el parásito pasaba a la saliva
del mosquito, que lo depositaba en la sangre de los individuos que
219
picaba. Se vio en consecuencia que la malaria no se propagaba por
contacto directo de enfermo a sano, como la viruela o la difteria,
sino que por medio de un agente transmisor, un mosquito en especial
llamado anopheles.
Y los mosquitos, considerados sólo como una plaga molesta, tomaron el aspecto temible de portadores de una enfermedad mortal.
Gracias al descubrimiento, se pudo luchar contra la enfermedad a
base de drenar pantanos y aguas estancadas o cubrir la superficie con
petróleo, de manera que los huevecillos muriesen por falta de aire.
Pero subsistía una enfermedad que, aunque menos extendida, era
mucho más mortal, la fiebre amarilla, contra la cual no servía la quinina y era amenaza constante para viajeros al Caribe y América del Sur
y que inclusive llegó en varias epidemias al sur de Estados Unidos.
El tráfico y el comercio mundial hicieron proyectar en Europa un canal a través de Panamá. El promotor empresarial francés
Fernando de Lesseps, quien había construido el Canal de Suez, en
Egipto, emprendió el proyecto. Pero como no era ingeniero, creyó
que podía hacer el canal igual que en Suez, a nivel. No hizo caso de
especialistas y el fracaso fue estrepitoso. Aparejado a la terquedad
del empresario, el azote de la fiebre amarilla complicó mucho más la
empresa. Fueron tantos los muertos que se llegó a decir de Panamá
que era “la tumba del hombre blanco”. Los franceses se fueron y en
1904, los Estados Unidos recuperaron el proyecto y desempolvaron
los planos de ingenieros franceses que habían sido ignorados por
De Lesseps, y que proponían un sistema de exclusas, en lugar de la
necedad de hacerlo a nivel (cosa que, en estos tiempos, ya es técnicamente posible), pero los norteamericanos tuvieron que luchar
también previamente contra la mortal epidemia.
Fue una comisión militar, al mando del médico Walter Reed, quien
halló la manera de liquidar la plaga, en 1900. La fiebre era común en
Cuba en el año 1898, cuando la guerra entre España y Estados Unidos
y muchos soldados norteamericanos murieron por esa enfermedad.
Inclusive, algunos historiadores consideran que el rey español se precipitó al firmar la rendición, porque si se hubiera esperado otros quince
días, las tropas que invadieron Cuba hubiesen quedado aniquiladas
por la fiebre amarilla.
220
Los médicos comisionados encontraron que no había ni bacterias
ni parásitos en la sangre de los infectados. Era algo no visible al microscopio más potente. Se trataba de un virus filtrable. El doctor Carlos
Finlay había dicho en La Habana que el virus era transmitido por un
mosquito y Walter Reed se propuso averiguarlo. Se trabajó con voluntarios y se comprobó que el mosquito Aëdes Aegypti era el agente
transmisor del virus y lo inoculaba por medio de la saliva al picar.
Este mosquito vive en barriles de agua, en latas vacías y cañerías
de drenaje verticales. No sobrevive en aguas heladas nórdicas y por
eso las epidemias se daban en zonas tropicales y en las regiones
templadas sólo atacaba durante los veranos.
En 1901, el comandante William Gorgas dio aplicación práctica
a los resultados de la investigación del equipo de Reed, para librar a
La Habana de la fiebre amarilla. A las habitaciones de los enfermos
se le cercaron con malla metálica para impedir el acceso de los mosquitos. Se taparon con tela los barriles de agua y se exterminaron
todos los mosquitos. Tres meses después, por primera vez desde los
últimos 150 años, no había un solo caso de fiebre amarilla en La
Habana. Lo mismo sucedió en Panamá.
Los viajeros que van hoy a Panamá, ven un monumento de piedra
y hierro que conmemora los progresos de la ingeniería del siglo XX,
mientras que la victoria que allí consiguió la medicina no es visible.
Las más grandes victorias de la medicina son de orden negativo,
son la ausencia de la enfermedad y, sin embargo, sin esas victorias
negativas, que se aceptan tan fácilmente como se olvidan, el milagro
de ingeniería, de piedra y de hierro, nunca se hubiera cumplido.
221
CAPÍTULO XXX
La meta
En los capítulos precedentes hemos trazado el curso, a veces acertado y en otras descarriado, seguido por el hombre para librarse de las
dolencias físicas. En estos días se pueden señalar victorias resonantes
jamás alcanzadas en la historia de la humanidad y de la ciencia médica en la lucha contra las enfermedades.
Por lo mismo, se puede volver la mirada llena de piedad y lástima
hacia aquellos siglos en que casi a ciegas, el hombre buscaba metas
en mucho ya alcanzadas en nuestros tiempos.
Y sin embargo, podría ser que con los descubrimientos científicos
por venir, las generaciones futuras vean nuestros tiempos con la
misma piedad y con la misma lástima.
El siglo XX, igual que el XIX, estuvo marcado por grandes
avances y que cerró un enorme ciclo de logros en la historia de la
medicina. Se erradicaron casi todas las epidemias en África, aunque
surgieron otras con las que se tiene que luchar de nuevo.
En el siglo XIX, Charles Darwin formuló la teoría de la evolución y
padeció los mismos ataques furibundos que otros grandes científicos.
Con los basamentos de Darwin, la teoría evolutiva se ha desarrollado
plenamente en el siglo XX, sólo para confirmar los planteamientos
básicos del joven viajero del Beagle.
Darwin nos dijo que somos producto de la evolución. De cómo la
vida, que apareció en el mundo hace más de tres mil quinientos millones de años, se fue desarrollando hasta llegar a lo que, con jactancia
quizá no del todo justificada, creemos es la cúspide de la vida en la
tierra: nosotros, el Homo sapiens, como nos clasificara técnicamente
Linneo.
En los tiempos primitivos, la medicina era la fuerza social preeminente y el hechicero era el jefe que guiaba a la tribu en su lucha
contra el infortunio, y no sólo cuidaba de los pacientes individualmente cuando estaban enfermos o heridos, sino que en ceremonias
222
públicas ahuyentaba a los espíritus que amenazaban a todo su pueblo con enfermedades y pestilencias.
Bajo la influencia de la civilización, la medicina perdió su importancia social, tal y como se describió en capítulos anteriores. Se
dejó de creer en espíritus causantes de las enfermedades y la religión
se separó de la medicina, y ésta se concentró en curar las dolencias
físicas, en tanto que el sacerdote oraba por la prosperidad del pueblo, cuyas creencias, conductas y costumbres estaban en sus manos,
mientras que el médico no tenía nada que ofrecer por el bienestar
general, pues su lugar era la reclusión en la cámara del enfermo; y
cuando llegaban plagas y pestes, el pueblo no pedía protección al
médico, sino al sacerdote.
Los descubrimientos médicos y científicos del siglo XIX sacaron al médico de la cabecera del enfermo para volverlo a poner a
la cabeza de la sociedad y esta vez, no para dar una batalla fútil a
espíritus imaginarios sino para que, armado con los adelantos de la
época, luchara victorioso a fin de dar salud a las naciones.
En los pocos años en que la medicina ha recuperado algo de su
preponderancia social, ha alterado de manera profunda las costumbres, las creencias y los ideales.
Vimos cómo cambió el concepto ético de la civilización gracias
a las innovaciones humanitarias del francés Pinel; también de la señorita Dix, de Florencia Nightingale y Dunant. Pero la contribución
más grande hecha por la medicina al bienestar general, ha sido la
limpieza inteligente que se lleva al cabo para evitar la difusión de las
enfermedades, y la sanidad pública moderna tuvo sus orígenes en la
obra de Pasteur, de Lister y Koch. Bajo el gobierno del médico, el
mundo empezó a vivir en la limpieza y esto disminuyó la mortalidad
y aumentó la longevidad.
La sanidad se extiende a cada fase de la vida civilizada: el sistema moderno de cloacas, la inspección de los alimentos, la pasteurización de la leche, la purificación del agua, los métodos de recolección de basura, el uso de telas metálicas para impedir el paso de
moscas; las neveras, el aseo personal, los antisépticos para evitar
la infección de las heridas, los utensilios de mesa individuales e inclusive, la toalla individual, todas las cosas a las que hoy en día no
223
damos gran importancia y que marcan la influencia de la sanidad
pública. Los cambios legales y de costumbres son prueba de cómo
progresa la higiene y el hecho de que el promedio de longevidad se
haya triplicado desde el siglo XVIII es la prueba de sus resultados
excelentes, que se traducen por un sentido de seguridad hacia enfermedades que la humanidad nunca había conocido antes.
No cabe la menor duda que el descubrimiento de las causas bacterianas de la infección, está a la altura de aquellos descubrimientos
fundamentales que se hicieron desde tiempo inmemorial y son la
base de la civilización, tales como el fuego, la rueda, la domesticación de los animales, la agricultura y la palabra escrita.
La salud es algo más que la simple ausencia de enfermedad; salud,
vigor y desarrollo hasta el máximo de las capacidades individuales,
sólo se obtienen a base de satisfacer las necesidades del organismo,
y uno de los deberes del médico es definir las necesidades orgánicas
y educar al público en la manera de satisfacerlas.
Los conocimientos modernos acerca del valor nutritivo de
los alimentos, han cambiado el régimen alimentario del hombre
civilizado. Uno de ellos es el biberón lleno de leche adecuada a las
necesidades del recién nacido. Hubo un tiempo en que el biberón
era el equivalente a la condena a muerte, e inclusive, en las mejores
condiciones, morían del 60 al 70 por ciento de los niños que no eran
criados por sus madres. Hace ya muchos años que los niños criados
por biberón apenas si corren el menor riesgo y la gran mayoría, hace
más de 50 años, son criados así por lo menos de manera parcial,
como es más recomendable.
Términos tales como calorías, proteínas, hidratos de carbono y la
necesidad orgánica de minerales y vitaminas, a principios del siglo
XX no eran sino términos técnicos de laboratorio y hace mucho son
palabras de uso corriente en la vida diaria.
Se ha visto cómo el escorbuto, que mataba a las tripulaciones de
los barcos de los grandes exploradores, desapareció con el jugo de
frutas. Una enfermedad que generaba deformación de los huesos,
llamada raquitismo, casi desapareció cuando pudo saberse que se
cura con baños de sol, que sintetizan una vitamina, que también se
puede tomar en el biberón del bebé, la vitamina D.
224
La vitamina A, que estimula el crecimiento, está en las verduras;
la mantequilla y la leche, también contienen vitamina B, que previene
el beriberi y estimula la función del intestino.
Casi tan misteriosas en su función como las vitaminas, son unas
sustancias extrañas que descubrió Claudio Bernard y que son las
secreciones internas (hormonas) que se hallan en el organismo en
cantidades minúsculas y que van a parar a la sangre, donde ejercen,
según se sabe hoy día, una influencia muy importante sobre el progreso de crecimiento y sobre la salud. Estas sustancias son producidas por las glándulas.
Si la tiroides, glándula situada en el cuello, deja de segregar en un
niño, éste dejará de crecer física y mentalmente y se convertirá en un
débil mental. El gigante y el enano sufren de un desequilibrio en una
glándula que está en el cerebro y que se llama pituitaria. El páncreas
es la glándula que produce insulina, una hormona que transporta
la glucosa al torrente sanguíneo hasta los músculos, la grasa y las
células hepáticas, donde se usa como energía; si la insulina no puede
ejercer su función, la persona enferma de diabetes.
Las enfermedades cambian. A principios del siglo XX la tuberculosis tenía el primer lugar en mortalidad, y hace ya muchos años
que las enfermedades cardíacas ocupan el primer sitio, como una especie de “padecimiento de la civilización moderna” con el consumo
de grasas saturadas, estrés y sedentarismo.
Los males cardíacos y el cáncer son resultado de vivir más años,
de haberse librado de las infecciones. Los niños que a inicios del siglo XX morían de difteria, de fiebre tifoidea o de tuberculosis, viven
ahora el tiempo suficiente para llegar a tener cáncer o enfermedades
del corazón.
El médico de hoy día, sigue luchando a la cabecera del paciente
individual como lucharon Hipócrates y Sydenham y todas aquellas
generaciones que dedicaron sus vidas a aliviar los sufrimientos de
sus semejantes. Sigue teniendo ante sus ojos problemas que solucionar, algunos de ellos complejos y misteriosos, como el problema
mismo de la vida, pero que el médico moderno afronta provisto de
la experiencia, en el arte de curar y en la ciencia de investigar, que
se acumulado durante los doscientos siglos de que hemos tratado en
esta narración.
Descargar