El periodista como historiador del presente La investigación alterna Sergio González Rodríguez Hay crímenes que no han de olvidarse, víctimas cuyo sufrimiento piden menos venganza que narración. Sólo la voluntad de no olvidar puede hacer que estos crímenes no vuelvan nunca más. Paul Ricoeur, Tiempo y narración La cobertura informativa de grupos y organizaciones anti-institucionales en México, debe considerar –sobre todo– una realidad por completo adversa a las tareas ético-periodísticas en los medios masivos de comunicación: la carencia de un Estado de derecho. ¿Por qué esto? En primer lugar, el país padece índices de impunidad de entre 95 y 98 por ciento; en segundo lugar, entre el 50 y el 70 por ciento de los jueces mexicanos son corruptos –un fenómeno que tiende a extenderse debido a la influencia de los traficantes de drogas. Las evaluaciones al respecto, producidas en el año 2002, provienen de la Organización de las Naciones Unidas y, en el primer caso, es decir, en cuanto a las cifras sobre la impunidad, el gobierno mexicano las avala; en el segundo caso, las autoridades del Poder Judicial han rechazado tal diagnóstico cuantitativo del problema, pero aceptaron su gravedad. De entrada, y en términos reales, allí está el nudo que dificulta la realización del trabajo informativo en México, en particular, cuando se trata de reportar e indagar “grupos y organizaciones anti-institucionales”, porque, de cara a los hechos, el reto comienza cuando se pregunta hasta qué punto las instituciones infestadas por el crimen organizado, en particular, el narcotráfico, carecen de credibilidad. Así pues, ¿cómo enfrentar las prácticas anti-institucionales dentro de las propias instituciones, o bien, cómo distinguir los servicios que prestan las instituciones al propio crimen organizado cuando éstas prevarican? Para encarar y saber detectar la perversión de la ley en las propias instituciones es preciso, por una parte, cuestionar en forma sistemática la llamada “versión oficial”; por otra, intentar una indagatoria y un análisis alternos a los que ofrecen las autoridades y entregan como verdad última –e inobjetable– para ser difundida por los distintos medios que le darán el estatuto de propaganda. Aquí, conviene recordar un dato decisivo: en México, está demostrado que, en el orden presupuestal, las instituciones que procuran la justicia gastan más dinero en propaganda e imagen, que en cumplir sus fines y responsabilidades. Lo anterior obedece a un propósito inherente a las inercias del presidencialismo autoritario y el régimen de partido único que vivió el país a lo largo de más de siete décadas, donde la palabra o la versión oficial era casi un dogma: que horas son, las que usted ordene, señor presidente. ¿Quién es el culpable? El que usted mande, señor gobernador. Se puede mencionar aquí un ejemplo vigentísimo: la estrategia para “resolver” los homicidios seriales contra mujeres en Ciudad Juárez por parte del gobierno estatal, lo mismo del Partido Acción Nacional a cargo en su momento de Francisco Barrio Terrazas, que del Partido Revolucionario Institucional en manos de Patricio Martínez García o de José Reyes Baeza desde 2004, ha sido una permanente política de simulaciones y ocultamientos, que incluye inculpar a gente inocente, como sucedió con dos ciudadanos a quienes se acusó de 8 homicidios en serie el mes de noviembre de 2001. Asimismo, se asesina a quienes se atreven a actuar como defensores en tales casos. Esto aconteció con el abogado Sergio Dante Almaraz, o con el abogado Mario César Escobedo Anaya, asesinado por un grupo de agentes de la Policía Judicial del Estado de Chihuahua ––confesos y al final exonerados por una jueza local bajo el argumento de que actuaron en “defensa propia”––, al mando de un comandante policiaco quien antes detuvo en forma ilegal y torturó a los inculpados – –uno de ellos, Gustavo González Meza, moriría también a principios de 2003 en circunstancias que hacen sospechar su asesinato en un penal de alta seguridad de Chihuahua. El segundo, Víctor García Uribe, sería liberado en 2006 por falta de pruebas. ¿Quiénes son los culpables? A la fecha, se carece de respuesta fundada. Vale recordar que agentes federales, abogados, legisladores, defensores civiles, periodistas, han recibido intromisiones en sus teléfonos y correo electrónico, o recibido amenazas para que abandonen las pesquisas sobre los asesinatos de mujeres en Juárez. También, diversos críticos de los resultados del gobierno de Chihuahua han recibido amenazas de muerte ––o por lo menos mensajes muy amenazadores–– para que dejaran de ejercer su derecho de libre expresión: las militantes civiles como Marisela Ortiz, o el criminólogo Oscar Máynez. Más que cualquier eficacia legal, persiste en Chihuahua –como en todo México– la vieja práctica de la subcultura gubernativa que tanto aplaude el pragmatismo de nuestra esfera pública: darle “solución política” a las cosas. Acciones sustitutivas. Es decir, ganar la batalla en los medios masivos de comunicación, y anunciar “apoyos”, “comisiones”, “subcomisiones” cuya tarea no llega a nada, excepto a la cita con el oportunismo electoral, o proliferar las relaciones públicas para convencer acerca de las bondades de algo que sería inaceptable de antemano en un Estado de derecho. O bien, se oculta el hallazgo de nuevas víctimas con el fin de evitar el reclamo social, como aconteció en enero, febrero y marzo de 2003 con los cuerpos de varias mujeres descubiertos en Ciudad Juárez, o el año anterior, como las propias autoridades de Chihuahua lo han reconocido. En la cobertura informativa de grupos y organizaciones anti-institucionales en México, prevalecen las dificultades implícitas a una sociedad que carece de transparencia en las propias instituciones públicas, y es que, además de la ineficacia o corrupción gubernamental de distinto signo partidario, persisten la reticencia, la cerrazón, la abulia, el desdén, en otras palabras, la barbarie que se normaliza incluso en algunos medios, sobre todo electrónicos –hegemónicos en el País– que tienden a minimizar la misoginia criminal en Ciudad Juárez, y a quienes la denuncian. ¿Cómo se presenta aquello en su ejemplo más inaceptable? En la negativa en ciertos medios a difundir informaciones al respecto porque, se aduce, “ya se han difundido antes”, o bien, porque “no son novedosas”. El flash noticioso, así, se convierte en el grado de excelencia del empeño comunicativo. Lo peor es también el juego a favor de semejante barbarie mediante campañas de desprestigio público contra quienes denuncian autoridades incompetentes. Aparte están, por supuesto, los acosos, amenazas y atentados que configuran el accionar cotidiano de policías, delincuentes y funcionarios corruptos en nuestro País. En los últimos años, el triunfo global de la política mediática –donde la imagen que se presenta de la realidad es más importante que la realidad misma–, busca imponer en la esfera pública su correlato perfecto en un dicterio manipulador que ordena: cambia en la ciudadanía la percepción de la realidad, y cambiarás la realidad. En otras palabras, si las cosas están mal, miente y repite que todo está bien, y la gente –se espera– terminará por creerlo. Claro está: este tipo de recursos propagandísticos, al igual que los eslogans publicitarios, tienen una vida efímera. Y no suelen resistir la prueba de los hechos, al menos no por un lapso largo. Las cosas caen por su propio peso. Bajo este emplazamiento, las posibilidades del enfoque procedimental, es decir, la confianza en que una ley o un reglamento basta para resolver los problemas de la falta de transparencia en las sociedades –como la ley que en México se ha promulgado al respecto en los últimos tiempos–, enfrenta un límite muy inmediato: el de un conjunto de instituciones estragadas de principio a fin por la corrupción, donde el Poder Ejecutivo nombra y manda incluso a los funcionarios encargados de velar por la transparencia informativa, o peor aún, es el jefe directo del ministerio público, de los organismos encargados de atender la defensa de la ley y la procuración de la justicia. ¿Quién, pues, ha de vigilar tantas adversidades institucionales y a los encargados de resguardar y cumplir el Estado de derecho? Desde luego, tendría que disponerse de un Poder Judicial cada día menos corrupto, y de un Poder Legislativo más eficiente y atento de lo que en México ha sido en los últimos años, y distante a su vez de las corruptelas electorales que han estragado a los partidos políticos. Por su parte, los medios de comunicación masiva deberían establecer prácticas de profesionalismo comunicativo que avancen en el sentido de la evaluación y pesquisa, la auditoría y análisis de las informaciones oficiales. Otro ejemplo: la Procuraduría General de la República inventa a menudo, y agiganta ante la opinión pública –a veces bajo inspiraciones extraídas de novelas populares–, el historial de criminales menores a los que les otorga, mediante “filtraciones” o revelaciones discrecionales a la prensa a partir de averiguaciones en marcha, un aura legendaria de grandes delincuentes con el fin de que, cuando éstos sean detenidos, crezca más aún y se multiplique el impacto mediático de la propaganda gubernamental –esto, mientras los auténticos capos y sus protectores continúan libres. En México, los medios han perdido poco a poco la pista de sus obligaciones en torno al oficio de hacer preguntas, ya sean éstas pertinentes o impertinentes. Asimismo, se ha declinado el deber de investigar a fondo, de establecer rutinas de escrutinio y prospección, en cambio, se privilegia el límite noticioso –botín electrónico de gran rapidez–, muchas veces dictado a través de las gacetillas, boletines o contubernio con la llamada “fuente”, en la que se establece una meritocracia periodística, que premia con filtraciones noticiosas o tratos exclusivos y preferenciales a los reporteros que son afines, o se asumen como una pieza más, así trabajen para una empresa privada, de la institución u organismo al que están adscritos. Se dibuja allí un nuevo clientelismo en el gremio, complemento idóneo del corporativismo mediático que vive nuestro País con un duopolio televisivo y un puñado de familias propietarias de las redes de radiodifusión. En tal mundillo, la independencia real es un peligro. Y se cierran las puertas al diálogo o a la búsqueda auténtica de la información. En lo que atañe al costo sociocultural de estas prácticas, se tiene un ascenso de las filtraciones que son canonjía de pocos, y un descenso de la calidad periodística e indagatoria porque lo que se premia es la tarea en lo inmediato, la conveniencia, el interés particular y las bombas mediáticas que se diluyen cuanto antes, luego de nutrir una receptividad dirigida a despertar emociones en lugar de reflexiones. La subcultura arriba descrita tiene que ser reemplazada por la cultura de la investigación alterna. Ha tenido que pasar una generación –poco más de tres décadas– para que apenas comencemos a aproximarnos a las verdades inquietantes acerca de los crímenes de lesa humanidad durante el combate a la guerrilla de los años setentas, cometidos por militares, policías y funcionarios mexicanos de primer nivel en nombre de la “razón de Estado”. Sin embargo, muchos de los documentos decisivos, si es que existen todavía, permanecen en fondos reservados, inasequibles aún al público. ¿Cuantos años más habrán de pasar –y ya va una década– para que las autoridades mexicanas asuman su responsabilidad ante los homicidios en serie contra mujeres en Ciudad Juárez, donde se encubre –inequívoco– el poder disolvente del narcotráfico, cuya impunidad prolifera? Desde el punto de vista de una investigación alterna, se debe asumir la realidad como un objeto de estudio enfocado a la historia del presente. El periodista en tanto historiador de los tiempos actuales tiene que diversificar la idolatría tardo-empírica –beneficio de los historiadores secularistas– en torno del documento como único y exclusivo fundamento de la verdad. Sobre todo, bajo una subcultura gubernativa que tiende a ocultar, falsificar, mentir o manipular incluso desde las fuentes documentales. Véase si no, el uso vicario de las averiguaciones previas, los expedientes, las causas y los procesos penales que, por comisión o por omisión –ambos actos configurables como delitos en sí– permiten que, en México, y desde años atrás, tan sólo el 10 por ciento de los juicios abiertos desemboquen en una condena –esto, de nuevo, con base en los datos de la Organización de las Naciones Unidas, que aceptan hasta las autoridades de nuestro Poder Judicial. Por último, es conveniente resumir la estrategia de verdad de una investigación periodística de índole alterna. ¿Cuáles son las pruebas que debe aportar? Por definición o concepto jurídico, las pruebas sólo pueden ser aportadas mediante un proceso judicial conforme a derecho. Lo que hace y debe hacer un reportaje, una nota, un artículo, un libro es indagar, presentar testimonios, documentos –cuando los hay legítimos o confrontables–, datos, indicios, análisis y encadenamiento de hechos que conducen a comprender y esclarecer los asuntos que examina. Un escritor, un periodista, un historiador del presente de ninguna manera es un agente del ministerio público, mucho menos un policía que deba salir armado a cazar culpables. Tampoco un anticuario en espera de las décadas que le regalarán la pieza documental para fincar su torre de papel: por fortuna, hay otras posibilidades escriturales y argumentativas. Todo relato de circunstancias suele formar parte de la cadena de elementos probatorios dentro de un proceso judicial, por lo que su pertinencia en sí no sólo es válida, sino imprescindible en muchos casos. El fenómeno de la violencia misógina en Ciudad Juárez ha producido al menos cuatro grandes narrativas contradictorias entre sí, cuando no son convergentes en la vida pública: a) la narrativa oficial hecha de pésimas investigaciones y usos turbios de lo policiaco–judicial y forense, que ofrece el sustento de la propaganda y la manipulación gubernamental; b) la narrativa periodística, para la prensa o los medios masivos de comunicación, en la que confluye la “verdad legal” y, a veces, la denuncia de los hechos y las pesquisas alternas; c) la narrativa literaria, que busca unir la realidad con la ficción, la verdad histórica con la recreación de crímenes contra la humanidad que alcanzan un estatuto de lo más trágico; y d) los registros académicos sobre el fenómeno. El atisbo a la mentira que sólo por fe llamamos realidad, y donde se entremezclan el poder cruento de unos contra otros, la impunidad, el juego perverso de lo ilegal en lo legal, y también la lucha por la supervivencia, los sueños, la subjetividad de las personas, demanda ahondar en el desafío a la opresión en lo real y lo imaginario y, sobre todo, en la defensa indeclinable de la vida. La escritura Estrategia de escritura: conjuntar una narrativa; imperativo ético: asumir el punto de vista de las víctimas. En ambos casos –la escritura y lo ético– el desafío es de tipo formal, es decir, la forma que permitirá trascender la mera denuncia o el mensaje simple contra la injusticia; se debe crear una construcción literaria específica. La base de la escritura: los insumos informativos (notas, fichas, lecturas, fotografías, mapas, localizaciones: el archivo personal). Mantener la visión del proceso: trayecto temporal (cronología lineal o alternada) y enfoque selectivo (los momentos precisos; los casos emblemáticos, el distingo de las anomalías, la sombra de las contradicciones). Articular un relato que entrelace lo acontecido tal como fue registrado por diversos agentes (instituciones gubernamentales, organismos no gubernamentales, grupos civiles), o agencias comunicativas (la prensa, por ejemplo; los estudios académicos). Asimismo, como lo consignaría el propio narrador–autor. En suma, una trama y sus personajes. La voz impersonal se impone a la primera persona, propiciar el surgimiento de lo acontecido sin dramatización ni patetismo: que la tragedia “hable” por sí misma. Explorar la táctica inter–genérica de escritura; alternancia de la crónica, el reportaje, el ensayo, la instantánea, el montaje de hechos y relatos múltiples; el plan abierto al lector. Mantener las versiones o voces múltiples y dejarlas ante el juicio crítico del lector. Se impone la identificación, deslinde y descripción del campo de las acciones. Retratar el espíritu de la época, el contexto y sus figuraciones. Considerar la recuperación de la primera persona: el narrador-autor como víctima al pie de página. La importancia de la memoria: los protagonistas, nombres, fechas, datos: el detalle de la memoria.