ISSN: 0185-3716 del Fondo de Cultura Económica A treinta años de Plural Julieta Campos, Gabriel Zaid y Julio Scherer •Luis Villoro y Hugo Hiriart escriben sobre el aborto •Juan Gustavo Cobo Borda: Diez años del premio Juan Rulfo •Federico Patán y Eva Cruz: La forma del asombro •Daniel Cosío Villegas visto por Adolfo Castañón •Poesía de Gelman, Hernández de Valle Arizpe y Z. M. Fuentes •Óscar Mata sobre El hipogeo secreto Dos cuentistas norteamericanas Eudora Welty y Cynthia Ozick SUMARIO DICIEMBRE, 2001 del Fondo de Cultura Económica DIRECTOR Gonzalo Celorio SUBDIRECTOR Hernán Lara Zavala EDITOR Francisco Hinojosa CONSEJO DE REDACCIÓN Ricardo Ancira, Adolfo Castañón, Joaquín Díez-Canedo, María del Carmen Farías, Mario Enrique Figueroa, Daniel Goldin, Josu Landa, Philippe Ollé-Laprune, Jorge Ruiz Dueñas ARGENTINA: Alejandro Katz COLOMBIA: Juan Camilo Sierra ESPAÑA: María Luisa Capella, Héctor Subirats PERÚ: Germán Carnero JUAN GELMAN: Dos poemas • 3 EVA CRUZ Y FEDERICO PATÁN: La forma del asombro • 4 CYNTHIA OZICK: El chal • 6 EUDORA WELTY: Circe • 8 GABRIEL ZAID: Lo que pedía nacer • 12 JULIETA CAMPOS: A vuelo de pájaro • 14 JULIO SCHERER: Un testimonio • 15 JUAN GUSTAVO COBO BORDA: La primera década del premio Juan Rulfo • 17 LUIS VILLORO: ¿Debe penalizarse el aborto? • 19 HUGO HIRIART: Observaciones elementales en la discusión sobre el aborto • 21 ADOLFO CASTAÑÓN: Daniel Cosío Villegas o el sentido del conocimiento • 23 CLAUDIA HERNÁNDEZ DE VALLE ARIZPE: Lo que erosiona • 26 ÓSCAR MATA: El hipogeo secreto de Elizondo • 27 ZULAI MARCELA FUENTES: Principio y Uno • 28 REDACCIÓN Marco Antonio Pulido y Eva Quintana DISEÑO, TIPOGRAFÍA Y PRODUCCIÓN elδorado Snark Editores, S.A. de C.V. IMPRESIÓN Impresora y Encuadernadora Progreso, S.A. de C.V. La Gaceta es una publicación mensual, editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor respon- ‹ ‹ ILUSTRACIONES: CLAUDIO ISSAC › › sable: Francisco Hinojosa. Número de Certificado de Licitud (en trámite); Número de Certificado de Licitud de Contenido (en trámite); Número de Reserva al Título de Derechos de Autor (en trámite). Registro Postal, Publicación Periódica: PP09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica. Correo electrónico: [email protected] DICIEMBRE, 2001 SUMARIO LA GACETA 2 Dos poemas ✸Juan Gelman ✸ las aguas de tu vientre cantan al fondo del país/ así estás hecha/ hoy que la lluvia duele en todo el mundo te posás/ ¿dónde escribís tus estaciones?/ ¿las trémulas de tu candor?/ ¡panadera!/ ¡brillás para que nadie sufra!/ ¡amigás compañías que empiezan en tu piel!/ ¡como penumbras del furor!/ ¡así a tus pechos viene el ido!/ ¡el que pasaba por tus jugos contra la olvidación!/ ¡apretando los huesitos prestados!/ *** vos/ que miraste como mar asomado a su ventana/ y en medio de la furia medís lo que de cuerpo a la palabra va/ ¿qué será eso?/ ¿animalito que en la boca se hició?/ ¿paciencia como viejos amantes?/ ¿brazos que pensaron su límite?/ ¿por qué/ serena/ en tu garganta hay miedo?/ ¿por qué del uno al otro habrá?/ ¿por qué de abajo y por afuera/ el siglo fuera infancia?/ ¿por qué en el viento blanqueás sábanas?/ ¿de rama en rama? • Estos poemas han sido tomados de la antología de Juan Gelman, Premio Juan Rulfo 2000, que el FCE pondrá en circulación próximamente. LA GACETA 3 La forma del asombro ✸ Eva Cruz y Federico Patán Las siguientes páginas son el prólogo de La forma del asombro, antología de nuevas narradoras norteamericanas que el FCE publicará próximamente. seguraba Italo Calvino, en 1984, que “la literatura norteamericana tiene una gloriosa y siempre viva tradición de short stories; diré incluso que entre las short stories se cuentan sus joyas insuperables”. Si bien hay un asomo de riesgo en afirmaciones de tal índole, nunca mienten del todo, y la de Calvino alcanza un notable grado de verdad. Lo tiene, desde luego, en la primera mitad de la cita; no tanto en la segunda. Porque la narrativa estadounidense cuenta con una muy firme tradición cuentística desde sus inicios, y nunca ha dejado de estar ampliamente representada. Pero en el campo de la novelística se dan joyas asimismo inigualables. Por tanto, modifiquemos un poco la mitad final de la cita: entre las short stories se cuentan muchas de sus joyas insuperables. El cuento moderno tiene sus inicios hacia principios del siglo XIX. Uno de los primeros practicantes fue Edgar Allan Poe, quien también es considerado el iniciador de las teorizaciones respecto al género. A lo largo del siglo XIX, la lista de cuentistas sobresalientes surgidos en los Estados Unidos no es corta ni monótona en cuanto a temas y variedad de técnicas narrativas. Aquí el lugar común (suele llamarse canon) es inevitable en cualquier enumeración: Nathaniel Hawthorne, Herman Melville, Mark Twain, Bret Harte, Stephen Crane, Jack London. Lista eminentemente varonil que conduce a la pregunta: ¿y las mujeres?, ¿sólo Emily Dickinson escribiendo poesía, rodeada de silencio? Así lo pareciera. Sin embargo, otra es la realidad. Hubo escritoras de narrativa, pocas en un principio y no del todo consideradas. Su número fue aumentando gradualmente, junto con la atención que se les prestaba. No obstante, era necesario decir que la importancia de alguien como Kate Chopin tardó mucho en ser reco- A nocida y sólo a últimas fechas sus cuentos, escritos con finura y gran penetración psicológica, han merecido ediciones cuidadosas. De Edith Wharton y de Willa Cather, ha dicho Joyce Carol Oates que fueron “las escritoras estadounidenses predominantes en su tiempo”. La primera, dada la sutileza de su narrativa equiparable en mucho a la de Henry James, y la segunda, por el amoroso cuidado con que describe la vida en el Medio Oeste. Desde entonces, las cuentistas estadounidenses han ido explorando los campos temáticos más variados, con gran maestría en el manejo de la estructura y del lenguaje. Destacan Katherine Anne Porter y su visión de México, aunque también sus exploraciones del mundo perteneciente a la mujer joven; Dorothy Parker y sus irónicos estudios de la condición femenina; Eudora Welty y su profundidad para analizar la íntima soledad del ser humano; Carson McCullers y Flannery O‘Connor y su manejo prodigioso de lo grotesco en sus narraciones sobre lo que se ha clasificado como “el gótico sureño”. A partir de la segunda mitad del siglo XX, la lista de cuentistas, hombres y mujeres, aumentó considerablemente en número y calidad. Y, aunque las escritoras disfrutan ahora de mayores ventajas que sus colegas del siglo XIX, no deja de ser interesante y provocador reunir en una antología cuentistas de primera línea cuyas narraciones nos ofrecen una perspectiva femenina, no necesariamente feminista, del mundo que habitan hombres y mujeres, sin menoscabo de la calidad literaria. Para esta antología hemos seleccionado quince cuentos publicados entre 1980 y 1990, con el fin de mostrar en un corte transversal la riqueza y excelencia de la obra escrita por mujeres dentro de la tradición del cuento estadounidense, que han contribuido a hacer de este género un ejercicio de sabiduría y precisión literaria. En su escritura se pueden detectar algunas de las corrientes o tendencias estilísticas más importantes, desde las narraciones estructuradas y explícitas de Cynthia Ozick o Alice Walker, pasando por la versatilidad estilística de Joyce Carol Oates, hasta el minimalismo de Ann Beatte, Grace Paley, Ellen Gilchrist, y su versión más extrema, el “dirty realism” de Jayne Anne Phillips. Sin importar la etiqueta, todas ellas experimentan con las convenciones del lenguaje y LA GACETA 4 la estructura, la trama y la caracterización, el “efecto final” —como diría Edgar Allan Poe—, y nos ofrecen su visión compasiva, irónica, a veces brutal, a veces sutil, de seres humanos que buscan sobrevivir en medio de una sociedad mercantilista y enajenante. En estos cuentos predomina la exploración de actitudes, conflictos o pérdidas que enfrentan las mujeres en sus relaciones con los demás —el esposo o amante, los hijos o hijas, el padre y la madre, la familia, las amigas— y con el mundo que habitan. Las protagonistas de estos cuentos son seres humanos que experimentan el dolor, la frustración, el amor, el placer, la culpa, la ilusión, y a través de esas experiencias se descubren o se reconcilian consigo mismas y con los otros. Las atmósferas y el tono de los cuentos recorren un amplio espectro de emociones y perspectivas. El cinismo y crudeza de “Lascivia” y el dolor asfixiante de “El chal” contrastan con el lamento solitario de “Canción de cuna” y el dolor y la palabra contenidos de “Dos maneras de contar”. La soledad y el tedio sofocantes hallan distintas respuestas en las protagonistas de “Ese gran mundo de afuera” y “Residentes y transitorios”. En cuentos como “Cuídate”, “Olas normales en mar abierto” y “Salón de belleza” nos topamos con mezclas sutiles de angustia y de ternura, o, también, con sentimientos violenta y confusamente encontrados, como en el cuento titulado “Un padre”. Pero no todo es dolor. La confesión que hace la madre judía en “El legado de Raizel Kaidish” resulta liberadora para ella; y aunque la ligereza o liviandad de “La piedra perfecta” parece ocultar un cierto temor, la sorpresiva revelación del amor o la amistad en “Amor verdadero”, “Espíritus cercanos” y “Ella misma enamorada” nos devuelve la esperanza. Aunque como ya dijimos, predominan las mujeres como protagonistas de los cuentos, tres de ellos están narrados desde el punto de vista de un personaje masculino. Esto por sí solo no es lo importante, sino el hecho de que los hombres que aparecen en estos cuentos se aventuran dentro del territorio de lo considerado femenino, y se comportan y tienen actitudes o preocupaciones que se creían, hasta hace poco, exclusivas o propias de las mujeres. Y no es que estas situaciones no ocurran, sino que rara vez es explorado su significado por los escritores. Bharati Mu- •Marcapasos• kherjee retrata a un emigrado indio, frío y distante con su familia, no obstante, reacciona con mayor comprensión y tolerancia que la madre, encerrada en la cólera que le imponen su educación y su cultura ante el embarazo de su hija por inseminación artificial. En “Cuídate”, un hombre maduro sufre la separación de su esposa al internarla en un hospital y, en medio de su soledad, descubre su capacidad de cuidar de sí mismo y de su nieta. Quizás el cuento más revelador y compasivamente irónico es “Salón de belleza”, en el que un hombre viejo y cansado se aventura a penetrar en el mundo casi vedado del acicalamiento femenino y recupera, así sea momentáneamente, la ilusión del amor. Por otro lado, la selección de las escritoras obedece al intento de representar las distintas culturas “marginales” que hoy afirman su presencia dentro de ese gran mosaico que es la sociedad estadounidense. De modo que, además de los aspectos conflictivos o traumáticos en las relaciones interpersonales, varios de ellos exploran el modo en que el origen o la educación en otra cultura no sólo moldean la experiencia de los personajes, sino que con frecuencia entran en conflicto con la cultura blanca predominante. Así, tenemos a Leslie Marmon Silko, mezcla de blanco e india norteamericana, y a Bharati Mukherjee, nacida en la India, que nos ofrecen relatos conmovedores cuya emoción radica precisamente en el choque de valores entre una cultura “minoritaria” y la cultura blanca norteamericana. Rebecca Goldstein, Cynthia Ozick y Grace Paley inscriben sus historias en el complejo mundo de la vida y la cultura judaica. No es de extrañar que las primeras dos aborden una vez más la experiencia de los campos de concentración, aunque desde perspectivas muy distintas. Alice Walker, afroamericana, exalta los valores de su cultura ancestral para sobrevivir. Escritoras llamadas “minorías” exploran, a partir de sus raíces, el problema de dos culturas próximas en espacio pero no en entendimiento y nos hacen ver las complicaciones de tal proximidad. Al leer a estas escritoras pudiéramos unirnos a Regina Barreca cuando asegura que “las mujeres tienen historias distintas que contar comparadas con sus contrapartes masculinas”, historias donde se da indudablemente una cosmovisión propia de la mujer. Allí donde Barreca afirma, el lector explora, para luego coincidir en tal afirmación o refutarla. O bien, transitará por estos cuentos indagando en ellos si “las escritoras han desarrollado y puesto en uso un patrón diferente” para género tan pródigo en variaciones y circunstancias. O acaso la lectura nos lleve a coincidir con una idea de Fay Weldon: “Las palabras transforman la probabilidad en hechos y con base en la pura fuerza de la definición, traducen tendencias en hábitos.” O ya puestos en gastos, convendría introducirse en uno de los puntos capitales de la escritura femenina descrita por Barreca cuando afirma que en los cuentos escritos por mujeres “a menudo el personaje aprende a desconfiar del sistema de valores dominante y a rehusarse a toda participación en él”. Pero no importa cuál sea nuestra reacción al debate sobre la definición de la escritura de las mujeres, lo importante es responder al dominio que han logrado en el género cuentístico y a la visión expresada en palabras que son únicas en cada caso. Porque, recordemos lo dicho por Eudora Welty, “no existen dos días iguales, el tiempo cambia. No existen dos cuentos iguales, nuestro tiempo cambia”. LA GACETA 5 Doris Lessing, John Updike, Milan Kundera, Philip Roth, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Muriel Spark, Harold Pinter y Edward W. Said se mencionaban entre los posibles candidatos al Nobel de Literatura de este año. Pero el premio cayó en manos del escritor británico de origen hindú nacido en Trinidad, V. S. Naipaul, considerado, por unos, como el mejor prosista en lengua inglesa y comparado, por otros, con Joseph Conrad por el poder de ubicuidad de su mundo narrativo que va desde su isla natal en el Caribe hasta los más oscuros confines de África. Sir Vidia, como es conocido en el medio literario inglés, es uno de los grandes escritores del poscolonialismo; crítico acerbo del Islam, al que considera tan perjudicial como la influencia del colonialismo occidental. El comité Nobel le otorgó el premio por haber “conjuntado sus perceptivas narraciones con un escrutinio incorruptible en obras que nos obligan a observar la presencia de historias ocultas... V. S. Naipaul es un navegante literario que no se siente en casa más que con él mismo, en su inimitable voz”. Sus mejores novelas son El masajista místico (1958), Una casa para el señor Biswas (1961), En un estado libre (1971) y Un recodo en el río (1979), amén de sus excelentes libros de viaje y de memorias. Además de ser considerado como misántropo, elusivo y arbitrario, Naipaul es un virulento El chal ✸ Cynthia Ozick Tomado de La forma del asombro, antología de nuevas narradoras norteamericanas que el FCE publicará próximamente. tella, el frío, el frío, el frío del invierno. Cómo andaban por los caminos juntas, Rosa con Magda apretada contra los pechos lastimados, Magda envuelta en el chal. A veces Stella cargaba a Magda. Pero le tenía celos. Una delgada chica de catorce años, demasiado pequeña, con diminutos pechos propios, Stella deseaba verse cubierta por un chal, oculta, dormida, mecida por el ritmo de la marcha, una bebé, una rolliza infante llevada en brazos. Magda tomó el pezón de Rosa, y Rosa nunca dejó de caminar, una cuna andante. No había leche suficiente; a veces Magda chupaba aire; lloraba entonces. Stella se moría de hambre. Sus rodillas eran tumores montados en unas varitas, sus codos huesos de pollo. Rosa no sentía hambre; se sentía ligera, no como alguien que camina sino como mareada, en trance, inmóvil por un ataque, alguien que es ya un ángel volador, que todo lo ve pero desde el aire, no aquí, no tocando el camino. Como si guardara el equilibrio en el filo de las uñas. Miró el rostro de Magda por una rendija del chal: una ardilla en su nido, a salvo, sin que nadie pudiera alcanzarla en su casita de los rompevientos del chal. La cara muy redonda, como vista en un espejo de bolsillo; pero no tenía el cutis oscuro de Rosa, negro como el cólera, sino que era otro tipo de cara, los ojos azules como el aire, las suaves plumas del cabello casi tan amarillas como la estrella cosida al saco de Rosa. Pudiera pensarse que era un bebé de ellos. Rosa, flotando, soñó con regalar a Magda en alguna de las aldeas. Pudiera abandonar la fila por un minuto y poner a Magda en las manos de cualquier mujer a orillas del camino. Pero si abandonaba la fila a lo mejor dispararían. E incluso si escapara de la fila por medio segundo y entregara a una extraña lo envuelto en el chal ¿lo tomaría la mujer? Tal vez se sorprendiera o le diera miedo; pudiera S soltar el chal y entonces Magda caería, se golpearía la cabeza y moriría. Su cabecita redonda. Una niña tan buena, que había dejado de llorar y ahora mamaba buscando tan sólo el sabor del pezón ya casi seco. El perfecto acomodo de las diminutas encías. Un asomo de diente surgiendo de la encía inferior, tan brillante, lápida de un duendecillo, allí destellando como mármol blanco. Sin quejarse, Magda renunció a las tetas de Rosa, primero a la izquierda y luego a la derecha, ambas agrietadas y sin gota de leche. El conducto extinguido, un volcán muerto, un ojo ciego, un hoyo congelado, así que Magda tomó mejor una esquina del chal y la ordeñó. Mamaba y mamaba, inundando los hilos de humedad. El buen sabor del chal, leche de tejido. Era un chal mágico, capaz de alimentar a un infante por tres días y tres noches. Magda no murió, se mantuvo viva, aunque muy callada. De su boca se elevaba un olor peculiar, a canela y almendras. Mantenía los ojos abiertos en todo momento, olvidándose de parpadear o de echar una siesta; Rosa, y en ocasiones Stella, estudiaban lo azul de aquellos ojos. Por el camino, levantaban la carga de una pierna tras otra, y estudiaban la cara de Magda. “Aria”, dijo Stella, con voz tan adelgazada como un hilo. Rosa meditó el modo en que Stella observaba a Magda, como una joven caníbal. Y cuando Stella dijo “Aria”, a Rosa le sonó como si Stella hubiera dicho en realidad “devorémosla”. Pero Magda vivió para caminar. Vivió lo suficiente para hacerlo, aunque no caminaba muy bien, en parte porque sólo tenía quince meses y en parte porque sus piernas como estaquitas no podían sostener el hinchado vientre. Hinchado de aire, lleno y redondo. Rosa daba casi toda su comida a Magda; Stella, nada. Stella estaba famélica, una chica en crecimiento, aunque crecía poco. Stella no menstruaba. Rosa no menstruaba. Rosa estaba famélica y a la vez no, pues de Magda había aprendido a beber el sabor de un dedo metido en la boca. Se encontraban en un sitio sin piedad, toda piedad había sido aniquilada en Rosa, quien miraba sin piedad los huesos de Stella. Estaba segura de que Stella aguardaba la muerte de Magda para poder hincarle los dientes en los muslitos. Rosa sabía que Magda iba a morir muy pronto; ya debería estar muerta, pero la ha- LA GACETA 6 bían ocultado enterrándola profundamente en el chal mágico, donde la confundían con el tembloroso montículo de los pechos de Rosa. Rosa se asía al chal como si sólo la cubriera a ella. Nadie se lo quitaba. Magda estaba muda. Nunca lloraba. Rosa la ocultó en las barracas, bajo el chal, pero sabía que en algún momento ella la delataría; o algún día alguien, tal vez Stella, se robaría a Magda para comérsela. Cuando Magda comenzó a caminar, Rosa supo que Magda moriría muy pronto, que algo sucedería. Temía quedarse dormida; dormía poniendo el peso de su muslo sobre el cuerpo de Magda; temía asfixiar a Magda bajo su muslo. Rosa pesaba cada vez menos; Rosa y Stella lentamente se convertían en aire. Magda permanecía quieta, pero sus ojos estaban terriblemente vivos, como tigres azules. Vigilaba. A veces reía —parecía una risa—, pero ¿cómo podía serlo? Magda jamás había visto reír a nadie. Aun así, Magda se reía del chal cuando el viento le movía las puntas, ese viento malo que traía pedazos negros, que ponía lágrimas en los ojos de Rosa y de Stella. Los ojos de Magda estaban siempre claros y sin lágrimas. Vigilaba como un tigre. Cuidaba su chal. Nadie podía tocarlo; sólo Rosa. A Stella no se le permitía. Ese chal era el bebé de Magda, su mascota, su hermanita. Cuando deseaba estar muy tranquila, se enredaba en él y chupaba una de las puntas. Entonces Stella robó el chal e hizo que Magda muriera. Más tarde Stella dijo: “Tenía frío”. Y más tarde siempre tuvo frío, siempre. El frío le entró al corazón. Rosa vio que el corazón de Stella estaba frío. Magda avanzaba torpemente, con sus piernitas como lápices garabateando por aquí y por allá, en busca del chal. Los lápices titubearon a la entrada de las barracas, donde comenzaba la luz. Rosa vio y fue detrás. Pero Magda estaba ya en el terreno cuadrado frente a las barracas, en la luz alegre. Era la liza donde se pasaba lista. Cada mañana Rosa tenía que ocultar a Magda bajo el chal contra una pared de las barracas y salir para quedar de pie en la arena con Stella y cientos de otros, a veces por horas; y Magda, en abandono, callaba bajo el chal, chupando en su rincón. Cada día Magda permanecía callada y, por lo tanto, no moría. Rosa vio que Magda iba a morir hoy y, al mismo tiempo, un gozo terrible le corrió por las palmas de las manos, los dedos incendiados y ella asombrada, febril: Magda, a la luz del sol, oscilando sobre sus piernas como lápices, aullaba. Desde que a Rosa se le secaron los pezones, desde aquel último grito de Magda en el camino, Magda había quedado vacía de sílabas; era una muda. Rosa creía que algo le había sucedido en las cuerdas vocales, en la garganta, en la cueva de la laringe. Magda estaba defectuosa, sin voz; acaso estuviera sorda; tal vez algo sucedía con su inteligencia; Magda era tonta. Incluso la risa surgida cuando el viento de cenizas volvía un payaso el chal de Magda era una mera presunción de aire venida de los dientes. Incluso cuando los piojos, los de la cabeza y los del cuerpo, la enloquecían hasta volverla tan violenta como una de las grandes ratas que saqueaban las barracas al romper el día en busca de carroña, se frotaba y rascaba y pateaba y mordía y revolcaba sin un gemido. Pero ahora la boca de Magda derramaba un clamor largo y viscoso como una cuerda. —¡Maaaaa...! Era el primer sonido que Magda sacaba de la garganta desde que a Rosa se le secaron los pezones. —¡Maaa...aaa! ¡Otra vez! Magda se tambaleaba bajo el sol peligroso de la arena, garabateando con aquellas lamentables y arqueadas canillitas. Rosa comprendió. Comprendió que Magda se acongojaba por la pérdida de su chal, comprendió que Magda iba a morir. Una oleada de órdenes martilló los pezones de Rosa: ¡Busca, recoge, trae! Pero no supo qué atender primero, a Magda o el chal. Si de un salto salía a la arena para levantar a Magda, el aullido no cesaría, pues Magda seguiría sin tener el chal; pero si regresaba corriendo a la barraca para buscar el chal, y si lo encontraba y volvía donde Magda mostrándolo y sacudiéndolo, entonces recuperaría a Magda, Magda se pondría el chal en la boca y enmudecería una vez más. Rosa entró en la oscuridad. Fue fácil descubrir el chal. Stella estaba acurrucada bajo él, dormida en sus delgados huesos. Rosa liberó el chal y voló —podía volar, era sólo aire— hasta la arena. El calor del sol murmuraba acerca de otra vida, de mariposas en el verano. Era una luz plácida, blanda. Al otro lado de la cerca de acero, muy lejos, había prados verdes salpicados con dientes de león y violetas de color profundo; más allá, incluso más lejos, lirios inocentes, altos, sus bonetes anaranjados muy erguidos. En las barracas hablaban de “flores”, de “lluvia”; excremento, gruesas tiras de mierda, y la lenta, apestosa catarata café que se desprendía desde las literas superiores, el hedor mezclado a un flotante humor amargo y seboso que engrasaba la piel de Rosa. Se detuvo por un instante a la orilla de la arena. A veces la electricidad de la cerca parecía zumbar; incluso Stella decía que era la imaginación, pero Rosa escuchaba sonidos reales en el alambre: tristes voces arenosas. Cuanto más lejos de la cerca, con mayor claridad las voces la apretujaban. Aquellas voces quejumbrosas rasgueaban de modo tan convincente, tan apasionado, que era imposible confundirlas con fantasmas. Las voces le aconsejaban sostener el chal en alto, muy arriba; las voces le decían que lo sacudiera, que lo agitara como un látigo, que lo extendiera como una bandera. Rosa lo levantó, lo sacudió, lo agitó, lo extendió. Lejos, muy lejos, Magda se inclinó desde su vientre alimentado con aire, estirando las varitas que eran sus brazos. Estaba en lo alto, elevada, a caballo en el hombro de alguien. Pero el hombro que cargaba a Magda no venía en dirección de Rosa y el chal, se alejaba, la motita que Magda era reduciéndose más y más en la humosa distancia. Por encima de los hombros brillaba un casco. La luz tocó el casco, transformándolo en copa. Bajo el casco un cuerpo negro como un dominó y un par de botas negras se arrojaron en dirección de la cerca electrificada. Las voces eléctricas comenzaron a parlotear desatinadamente. “Maamaaaá, maammaaaá”, susurraban al unísono. ¡Qué lejos estaba ya Magda de Rosa, más allá de la plaza, pasando una docena de barracas, hasta el otro lado! No era mayor que una polilla. De pronto Magda nadaba a través del aire. Magda viajó a través de la altura. Parecía una mariposa que tocara una enredadera de plata. Y en el momento en que la redonda cabeza emplumada de Magda, sus piernas como lápices, su vientre de globo y sus brazos en zigzag se embarraron a la cerca, las voces de acero enloquecieron en sus gruñidos, incitando a Rosa a correr y correr hasta el punto donde Magda había caído desde su vuelo en la cerca eléctrica. Pero, desde luego, Rosa no las obedeció. Allí quedó de pie, porque de correr le dispararían, de intentar recoger los trozos del cuerpo de Magda le dispararían, y de permitir que el aullido de lobo que subía por la escala de su esqueleto saliera le dispararían. Así que tomó el chal de Magda y se llenó con él la boca, rellenándola y rellenándola hasta que se vio tragando el aullido de lobo y probando el profundo sabor a canela y almendra de la saliva de Magda. Y Rosa bebió del chal de Magda hasta secarlo. Traducción de Federico Patán LA GACETA 7 polemista que opina que Jane Austen, Henry James y Thomas Hardy son malos escritores; que E. M. Forster era un “homosexual despreciable” y que todo lo que escribió sobre la India son tonterías ya que sólo iba allí para seducir a jóvenes pobres en compañía de su amigo Maynard Keynes. Para él el Ulises de Joyce resulta imposible en tanto que él no puede concebir la obra de un escritor en vías de quedarse ciego. Por cierto que la visión que sobre el Islam tiene Naipaul es radicalmente opuesta a la de Edward Said —ambos detractores del colonialismo, sólo que uno crítico y el otro defensor del Islam—, quien también obtuvo el premio literario de la fundación Lannan de los Estados Unidos. Fundamentalmente dedicado a la crítica literaria y a los estudios culturales, Said, originario de Palestina y profesor en la Universidad de Columbia, es uno de los intelectuales más notables e indispensable para los interesados en la relación entre la política, la literatura y la historia. El FCE publicará próximamente su famoso Orientalismo y su libro de ensayos Reflexiones sobre el exilio. El Booker Prize, el premio más prestigiado de Inglaterra, quedó por segunda ocasión en manos del escritor australiano Peter Carey con su novela La historia de la pandilla Kelly, basada en la vida de un famoso asaltante de su país de los años veinte. Escrita en forma de carta dirigida a su hija, sin una sola coma, la novela cuenta los avatares del personaje a través de su particular lenguaje coloquial, lo Circe ✸ Eudora Welty Eudora Welty murió hace unos meses a la edad de 92 años. Recordamos a esta gran narradora norteamericana con la publicación del siguiente cuento, extraído de Un caracol en la Estigia —recopilación de Ana María González Matute—, con la autorización de la Editorial Aldus. on la aguja en el aire me detuve. Desde el balcón superior, mirando el mar, los vi desembarcar y encontrar su camino; pude escuchar cómo todo mi rebaño se desataba ante la presencia de los hermosos extraños. Me deslicé escaleras abajo. Al oír la respiración de los hombres y el golpeteo de sus sandalias en las piedras, abrí la puerta de par en par. Un rayo de luz del cenit cayó en mi ceja y el viento soltó mi cabello. Algo más impulsó mi cuerpo hacia afuera. —¡Bienvenidos! —dije—; la palabra más peligrosa del mundo. Al oler mi pan, levantaron la cabeza; luego entraron en tropel con tales gruñidos y tal brío en los talones, hasta llegar al umbral mismo. ¡Soñadores! Se resbalaron en mi pulido piso esparciendo la arena. Después se agolparon unos con otros, valorando los ob- C sequios de la casa (pensando ya de nuevo en zarpar); volvieron los ojos arriba, por donde sube la escalera, de donde provenían los suspiros de las jóvenes de la isla que miraban a hurtadillas desde la puerta de la cocina. En espera de un baño se miraron las manos con temor. Así los dejé y me retiré para hacer el caldo. En cuanto entré con la gran charola resplandeciente sus ojos brillaron de lágrimas, formaron un círculo en el cuarto, una espiral sinuosa de vapor. Cada uno —con un par de manos de uñas negras— iba tomando su turno; así, se precipitaron sobre su tazón. Los primeros pasaban trotando sobre mis talones, mientras que los últimos aún estiraban las manos. Poco después ellos también bebieron, y limpiando los tazones con el hocico, los hicieron a un lado para unirse a los demás. Ese instante de transformación... ¡sólo los dioses lo disfrutan! Los hombres y las bestias en verdad rara vez comprenden lo maravilloso como para llegar a justificar cualquier molestia. El piso se balanceaba al igual que un puente en la batalla. —¡Fuera! —les ordené—. En esta casa se prohíbe la inmundicia. Al fin de cuentas, en la extraordinaria limpieza del cuidado de una casa estriba el hecho de que los hombres comprendan que son cerdos. Con mi varita mágica suspendida en el aire, tal como si fuese una escoba, los conduje a través de la puerta —sus antiguos LA GACETA 8 pies ahora duplicados en pezuñas— para unirse a sus hermanos que se abalanzaron hacia ellos al encontrarlos; unos y otros rivalizaban en mugre, mas no dejaron de mostrarse hospitalarios. ¡Qué colmillos les di! Al cerrar la puerta ante semejante visión y retirarme a mi privacía —privacía infinita que todo lo cicatriza, incluso el esfuerzo de la magia—, sentí que algo me presionaba desde atrás, al igual que el aire del cielo que precede a la tormenta elevándose como otra varita sobre mi cabeza. Giré pensando, oh dioses, me ha fallado, se está secando. Antes que otra cosa, siempre pienso en mi poder. Faltaba un hombre. —¿Qué te hace pensar que eres distinto a los demás? —le grité. Él se rio. No tuve tiempo de creerlo pues volví de prisa a mi caldo. Lo había planeado a la perfección, nadando con los ostiones de mi arrecife y los trozos de cerdo dorado; despedía un olor a hojas de laurel, albahaca, romero, con su vaso de vino de la isla mezclado al final: mi receta infalible. El caldo de Circe: todos los dioses han oído hablar de él y lo han envidiado. No, la falla estaba en el bebedor. Si éste continuaba siendo un hombre, si no lograba abandonar su magnífico cuerpo, entonces el encanto se había topado con un héroe. Oh, conozco esas profecías tan bien como la palma de mi mano —sólo que no existe nada para advertirme cuándo es ahora—. Las muchachas de la isla, esas sirvientas a quienes mantengo, se encontraban de pie en la cocina y me sonreían. Aventé la olla y todo lo demás a sus talones marchitos. Deberán aprender que las personas sin poderes mágicos están en este mundo para justificar y servir a los hechiceros, ¡no para sonreírles! Giré de nuevo. El héroe se mantuvo impasible; sin embargo, al ir tras sus amigos su risa se fue disipando también. Ahora tenía la mirada vacía, como si yo no estuviera en ella —yo era invisible—. Su mano andaba a tientas por el junco de una silla. Me moví más allá de donde él estaba y le puse el cerrojo a la puerta bloqueando el murmullo del exterior. Aún invisible, le quité su espada. Ordené que se llevaran su túnica para lavarla en el manantial y lo bañé con mis propias manos. Luego se sentó y secó con esmero ante mi chimenea: era el único hombre mortal que se hallaba en una isla en el mar. Le unté aceite en los oscuros hombros y en el mechón rizado que le cubría la quijada. Sus oídos extasiados todavía escuchaban el silencio humano del lugar. —Conozco tu nombre —dije con voz de mujer— y ahora tú conoces el mío. Me quité la cadena de la cintura, la cual resbaló brillando entre los dos hasta el suelo, donde quedó como si durmiera al momento en que me acerqué. Bajo mis palmas él se mantenía de pie, cálido y denso, al igual que un huerto de mirtos al mediodía. Sus muslos eran pesados y vigorosos como los de un sonámbulo que ha merodeado, ¡ay de mí!, por los despeñaderos del mar. Cuando pasé frente a él, levantó su brazo para obstruir mi camino. Al ofrecerle el vaso abrió la boca. Se dejó caer entre las almohadas con los ojos abiertos, fijos, como dos nubes suspendidas en el sol; tomé su mano y la besé. Fue él quien dio rienda suelta a sus palabras para anunciar el final del día y, tal como si la hora le indicara una señal al peregrino, me narró una historia, mientras el búho hacía un comentario afuera. Me habló del monstruo con un ojo —me contó que se lo había extirpado—. Sí, dijo el búho, el monstruo se está dejando crecer otro ojo y un hombre distinto navegará hasta ahí para cegarlo nuevamente. Ya había yo escuchado todo esto antes, de parte del hombre y del búho. Mas no era su historia la que me interesaba, sino su secreto. Al tiempo que Venus se reclinó en la ventana lo llamé por su nombre, pero él ya se había entregado a un sueño profundo. Ahora podía ver a través de la cautelosa hierba que lo había protegido de mi caldo. Desde el principio había encontrado la forma de resistirse a mi poder. Él debía reír, dormir y cautivar; debía hablar y dormir. Después debería morir. Percibí toda una época en aquel rostro encajado en la barba negra; sus ojos se liberaron de los míos, como las estatuas durmientes de la colina. Lo tomé del cabello y de la barba, pero él se deslizó con su ronquido hasta el mismo piso del sueño, muy lejos de mi alcance, de la misma manera en que se alejó de él un marinero ahogado, según la historia que me contó del mar. Pensé en mi padre el Sol, que seguiría su camino divino sin preocupación ni ambición, sin consumirse ni sufrir pérdida alguna —ni el temor heroico de la corrupción mediante su constante irradiación de luz—, sin necesidad de una historia o de un séquito que atestiguara por dónde había pasado: ¡aun los héroes podrían aprender de los dioses! Sin embargo, supe que me ocultaban algo, dormidos y despiertos. Existe un misterio mortal que si yo lograra localizar el sitio preciso donde se encuentra lo aplastaría como a una uva de la isla. Tal parece que sólo la flaqueza puede aventurarse a adivinarlo —mas no se me dotó con esa facultad—. ¡Viven de la flaqueza! ¡Del instante! Me digo a mí misma que únicamente se trata de un misterio, y el misterio no es más que incertidumbre. (¡En la magia no hay misterio! Los hombres son cerdos: tendrá que decirse... y dicho y hecho.) No obstante, sólo los mortales pueden adivinar en qué consiste en cada uno, pueden encontrarlo y pincharlo pese a todo el peligro que implica, con un instrumento hecho de aire. Juro que por sólo poseer ese trivial secreto ¡gustosa me convertiría en una paloma inofensiva por el resto de la eternidad! De pronto él se levantó; casi había olvidado que de nuevo se movería —de la misma manera en que nos sorprenden todas las flores y un hibisco dorado cuando caminamos por algún lugar lejano cubierto de hierba—. Sí, se sirvió la cena, pero él no podía cenar conmigo hasta que yo deshiciera el estrago de ese día en el chiquero. Le hice notar que su porción se serviría en un tazón dorado —la copia misma de la cuenca que mi propio padre, el Sol, cruza al volver cada noche después de su viaje diurno—. Pero a él no le interesaba la belleza ajena al mundo; no deseaba que aquella primera probada de algo le resultara novedosa. Anhelaba que sus hombres volvieran. Al final tuve que ponerme la capa LA GACETA 9 cual le permite revivir con gran intensidad el pasado violento de Australia. Carey le arrebató el premio a Ian McEwan, quien se perfilaba como el gran favorito con su novela Atonement. McEwan ganó el Booker en 1998 con su novela Amsterdam. Carey había ganado el Booker en 1988 con su novela Óscar y Lucinda y se convierte ahora en el segundo escritor que ha obtenido dos veces el Booker. El otro es J. M. Coetzee, que lo ganó en 1983 con La vida y los tiempos de Michel K. y en 1999 con Desgracia. Cuando a Ian McEwan le preguntaron si algo había cambiado en su vida después del 11 de septiembre, contestó lo siguiente: “Cuando estoy acompañado me vuelvo monomaniaco en la conversación, cuando estoy solo tengo ensoñaciones horribles; me he vuelto adicto a los noticieros y los periódicos; tengo fatiga constante, falta de concentración, tendencia a suspirar, marcado rechazo hacia las religiones, duermo mal, sueño feo, sospecho de todos los pasajeros en las salas de espera, tengo miedo de volar, aversión a los tumultos, rechazo a los espacios cerrados, padezco de ansiedad, de paranoia, de misantropía y de pesimismo cultural; me embarga una indefinible melancolía y mi sentido del humor se ha vuelto cada vez más negro. Salvo eso, todo lo demás sigue igual”. Meses de premios y reconocimientos, durante octubre y noviembre fueron distinguidos algunos autores y amigos de nuestra casa editorial, como Álvaro Mutis, a quien la Univer- y abrirme paso por la oscuridad; caminé bajo los sauces, donde los huesos cuelgan al viento, hacia la porqueriza para ordenar y conducir una vez más a sus amigos desde su laberinto lodoso. Los hice pasar por la puerta como si fuesen ellos mismos. No debía saltarme ni esquivar a ninguno —él los nombraba y los contaba—. Más tarde podría mirarlos largamente mientras se tambaleaban en sus patas traseras frente a él. Sus quijadas estaban hundidas, como las de un asmático, y gritó: —¿Me conocen? —¡Es Odiseo! —dije, para estropear el momento. Sin embargo, con otro grito él ya se había abalanzado para recibir su abrazo húmedo. Tal parece que las reuniones deben celebrarse. (Nunca he vivido semejante cosa.) Así, todos festejamos con carne, pan, miel y vino; el fuego rugía. Escuchamos al flautista, escuchamos la historia sobre el marinero de cabello rubio cuyo nombre ahora se ha olvidado, y él bailó sobre la mesa complaciéndolos. Cuando el fuego se puso negro mis sirvientas se acercaron lánguidamente desde la cocina y, todo el trayecto escaleras arriba hasta las camas, tuvieron que arrastrar a los indolentes soñadores —que no dejaban de reír y cantar— ya con las rodillas a medio doblar. Los oí hablar con las muchachas como si las llamaran a casa. Pero la porqueriza era el sitio al que pertenecían. Subimos a mi cuarto en la torre con las manos entrelazadas. Él tenía las mejillas graves y los ojos negros —que parecían estar confundidos por las adivinanzas y las soluciones—. Conversamos sobre los signos, los presagios, las premoniciones, las adivinanzas, los sueños, y terminamos en un fiero y frío sueño. Hombre extraño, tan intrépido y tan torcido como yo. Algo tienen en común su vida tan corta y la mía tan larga. La pasión es nuestro cimiento, nuestra isla. ¿Acaso existen los demás? Por la mañana sus marineros llegaron brincando, llenos de sí mismos y de historias. Mientras preparaba el desayuno, los vi juguetear y correr desenfrenados alrededor de la mesa, disfrutando de la casa. “¿Qué hice? ¿Qué tanto alcancé con ello?”, y con una seguridad imprudente, a sus espaldas imitaron los sonidos de los cerdos. En verdad resultaban más atractivos ahora que nunca antes; al haberme aplicado a ello también los había hecho más jóvenes. ¡Pero díganme de uno que lo haya apreciado! ¡Díganme de uno que haya reparado en mí antes de haberle llevado sus higos y su leche! En cuanto apareció devoramos un desayuno propio de los dioses —todo, hasta las salchichas mismas se daban por hecho—. Las jóvenes de la cocina sonreían tontamente y gritaban que si esto continuaba nos dejarían sin nada. Pero, por este mortal, no me importó someter a la casa a una tensión mayor de la que jamás hubiera soñado para mí. Aun en aquellas mañanas aburridas, cuando la neblina llegaba a envolver la isla y a ocultar los senderos del mar, o también cuando mi corazón es negro. Una conmoción general los embriagó, sin embargo, desde el momento en que se levantaron de la mesa. Me dejaron en mi casa pisando sus servilletas y dejando huellas de miel en el piso limpio; se unieron en un abrazo para hablar bajo el cielo. Ahí estaban, hechos nudo, con él al centro. Dobló los brazos y colocó todo su dorado peso sobre una pierna, a la vez que cada oído de la isla lo escuchaba. Me detuve en la puerta. Esperé. Se me acercó y dijo: —Gracias, Circe, por la hospitalidad de que hemos disfrutado bajo tu techo. —¿Cuál es el motivo para hacer un discurso? —pregunté. —Vamos a zarpar —dijo—. Una visita al año es suficiente. Ha llegado la hora de marcharnos. A partir de esa mañana llegó el Tiempo para posarse sobre el mundo; los hombres no han dejado de correr tan aprisa como pueden y su belleza se ha ido acentuando desde sus LA GACETA 10 hombros. Rechiné los dientes. Elevé mi varita frente a su rostro. —Te has tomado demasiadas molestias por nosotros. Has hecho mucho —dijo. —¡Deshice tanto como hice! —grité—. Fue duro. Me dio un leve y apresurado beso, su barba negra pegada a mí como un zapato. La besé; así también su boca, su muñeca, su hombro. Fijé los ojos en los suyos y a través de ellos pude observar la agitación de los mares y la caja de su pecho. Dio la vuelta y elevó un brazo hacia los demás. —Mañana. El nudo se deshizo y se desviaron rumbo a la playa. No estaban tan desamparados pues podían comer bellotas y trotar rápidamente hasta el sitio al que se dirigían. Tal parecía que hubiera perdido la memoria; descubrir qué tan temprano o tan tarde las cigarras suspiran profundo, como el sonido de todas mis lanzaderas plateadas. ¿No era siempre la hora más cálida aquella en que la canícula aparecía a la misma hora que el Sol? El mar color miel podría endulzar la lengua, la sal e incluso el vengativo mar. Mientras nos estirábamos y bebíamos vino, mis uvas habían madurado de nuevo; di órdenes para que la cosecha se recogiera y apilara —pero les hice saber a las sirvientas que este vino debía almacenarse—. La hospitalidad es una cosa, mas debo considerar la infinitud de mi tiempo, a la vez que necesitaré del vino eternamente. Sonrieron; pero la magia es el árbol y la intoxicación es tan sólo el pequeño pájaro que vuela hacia él para cantar y alejarse de nuevo. Ya los peregrinos estaban observando el sol y esperando las estrellas. Ahora el viento nocturno se violentaba. Seguí mi camino hacia la casa, como lo hago siempre por la noche para revisar si todo se encuentra bien y bajo control. Desde el tejado divisé los viñedos —extendidos como alas en la colina—, las chozas de las sirvientas, las oscuras arboledas, el mar despierto y el ojo del barco negro. Bajo la luz de la luna vi danzar a los huesos entre los sauces. —¡Viejos displicentes! —les canté sobre el viento—. ¡Ahora existe otro más displicente que tú! Tu mordida me endulzaría más la boca que el suave beso de un peregrino. Miré a Casiopea, sentada allá sin necesidad de nada, pálida en su silla, en el curso del cielo. La vieja Luna aún trabajaba. —¿Por qué continuar, vieja mujer? —le susurré, mientras los leones rugían entre las rocas; pero podía escuchar claramente el cantar de los pájaros cercanos a lo largo de la triste orilla. Me balanceé y de pronto me vi arrojada por mi tormento. Pensé que estaba en desgracia y que mi sangre corría verde, como una vara que se parte en dos. Recuperé la vista cuando desperté en el chiquero, ante la aurora roja y negra de la carne: era de día. Me abandonaron todos menos uno. El más joven —de nombre Elpenor— cayó de mi techo, olvidando dónde había dormido. Se emborrachó durante la última noche, más que ninguno para que los otros dejaran de considerarlo únicamente como el más joven; había dormido en el tejado y cuando lo llamaron su paso se elevó en el aire. Lo vi golpear a través de la luz con los puños rosados, como si hasta entonces jamás se hubiera separado de su madre. Todos se alejaron corriendo de la mesa, al igual que si hubiese caído una estrella. Se detuvieron o se inclinaron para ver a Elpenor —aún tumbado en mi patio— y hablaban en voz baja como conspiradores; de hecho lo eran. Lloraron por Elpenor —que yacía sobre su rostro— y por sí mismos; también él lloró por ellos el día en que llegaron, cuando los convertí en cerdos. Él se hincó, tocó a Elpenor y lo levantó como si fuese un amante; luego se turnaron uno a uno para tomar en sus brazos al niño transformado. Le sacudí las hojas del rostro y le alisé los rizos pelirrojos, todavía enmarañados debido a sus breves intentos por hacer el amor, y a su profundo sueño. Hablé desde la puerta: —Cuando caven la tumba para ése y lo entierren en la arena solitaria, junto a la sombra de su barco veloz, escriban sobre la piedra: “Morí de amor“. Pensé que había pronunciado un epitafio en el idioma propio del hombre, pero después de oírme dejaron a Elpenor donde yacía y corrieron. Con las extremidades rojas y la ropa resplandeciente se apresuraron a través del sendero borrascoso, desde la casa hasta el barco, semejando un arcoíris en el sol, o las mariposas nuevas cuando vuelven erráticas al mar. Mientras él se mantenía de pie en la proa gritándoles, cargaron el barco codicioso. Se llevaron todos los obsequios que les di —obsequios no apreciados, no valorados—. Me aparté de su camino. No tenía necesidad de verlos zarpar, conociendo también, como si hubiese estado frente a ellos todo el trayecto, el mundo a lo largo y a lo ancho, brumoso e insular, brillante e indeleble... y amenazante, bajo el cual todos debían ir. Pero la preciencia no es lo mismo que la última palabra. Coloqué mi mejilla en el suelo pedregoso para oír a los cerdos que semejaban a los truenos de verano. Ellos aún continuaban conmigo, ahora una vez más convertidos en mascotas, gruñendo sin sentido. Me incorporé. Sentí náuseas: iba a tener un hijo. Ante mí se desplomó el suelo manchado con el dulce mirto, con el alto roble que también me podría haber proporcionado una nave, si no estuviera atada a mi isla, al igual que Casiopea a los palos y a las estrellas de su silla. Éramos un aro de fuego, un anillo en el mar. Su barco era un fulgor instantáneo sobre la ola. El pequeño hijo, bien lo sabía yo, iba a seguirlo —a seguirlo y a matarlo—. Ésa era la historia. ¿Para quién resulta suficiente una historia? Para los peregrinos que la contarán —es ahí donde encontrarán su extraña felicidad—. De pie en mi roca anhelé el dolor. No llegaría. Aunque diera de alaridos ante la luna naciente y ella tan cerca, creciera o menguara, aún persistía el dolor incapaz de oírme —el dolor que no puede ser ni redondo ni plano, ni brillante, sólido, ni seguir su curso hacia donde logre alcanzarlo una maldición—. No sigue un curso celestial; es como el misterio y sabe en qué sitio esconderse. Al final ni siquiera respira. Me resulta imposible encontrar la boca polvorienta del dolor. Ahora estoy segura de que el dolor es un fantasma —en Hades, a donde se dirige el ingrato de Odiseo—, es sólo un fantasma que lo espera. Traducción de Ana Rosa González Matute sidad de Oklahoma, en conjunto con World Literature Today, le otorgó el Neustadt International Prize for Literature, correspondiente a la edición 2002. Entre los laureados en otros años están Giuseppe Ungaretti, Francis Ponge, Elizabeth Bishop, Czeslaw Milosz, Octavio Paz, Gabriel García Márquez y João Cabral de Melo Neto. Felicidades para el creador de la saga de ese personaje entrañable de nuestras literaturas, Maqroll el Gaviero. Con la vitalidad, buen humor y abierta disposición que siempre han guiado su fructífero tránsito por el pasado y el presente siglo, don José Ezequiel Iturriaga recibió el pasado 8 de octubre la medalla Belisario Domínguez. Discípulo de Antonio Caso y Narciso Bassols, generacionalmente ubicado al lado de Octavio Paz, Efraín Huerta y José Revueltas, don José ha destacado como historiador, sociólogo, literato, economista y diplomático; en este último renglón bastaría reconocer su desempeño como embajador en la Unión Soviética y en Portugal. Siempre muy cercano de las actividades y proyectos del FCE, aquí publicó en 1951 La estructura social y cultural de México, con una segunda edición en 1994, así como esa piedra de toque en el estudio de nuestras relaciones con los vecinos del norte que es México en el Congreso de Estados Unidos (FCE-SEP, 1988). De manera coincidente con el justísimo reconocimiento que le ha hecho el Senado de la República, el FCE prepara la edición de un nuevo libro de Iturriaga: Rastros y rostros. LA GACETA 11 Lo que pedía nacer ✸ Gabriel Zaid El presente ensayo forma parte de A treinta años de Plural (1971-1976), libro con el que —como su título indica— celebramos a una de las revistas que, dirigida por Octavio Paz, constituye uno de los legados indiscutibles que han enriquecido la tradición literaria y crítica de nuestro país. o es fácil hacer historia literaria como algo distinto de un fichero de autores y de obras. ¿De qué estamos hablando? ¿De la vida del lector que se anima, desdoblado en un texto? ¿De la revelación creadora de nuevos temas y nuevas formas de tematizar? ¿De la tertulia estimulante en un lugar de reunión, sin hora, ni lugar, en las páginas de una revista? ¿De la animación que atrae a los participantes de esa vida virtual, porque sienten que, ahí, vivir se vuelve más? No es fácil historiar la conmoción social (entre una minoría, se entiende) que puede producir un solo poema, un solo cuento, un solo ensayo, una frase al paso, un título, un adjetivo. Recuerdo la conmoción que me produjo leer un poema (“El cántaro roto”) en la Revista Mexicana de Literatura. Recuerdo que esa revista y los suplementos literarios que llega- N ban a Monterrey me daban el deseo de verdadera vida literaria, y que dejé Monterrey para descubrir que el desierto está en todas partes y la verdadera vida siempre está más allá: en los textos, en las tertulias virtuales y, por supuesto, en las tertulias de verdad que milagrosamente llegan a producirse, como números maravillosos de una revista oral, efímera. Una falla lamentable de la historia de la cultura es que no se ocupa de la obra de los editores, sin los cuales seguiríamos (socráticamente) dependiendo del milagro de la animación oral. Pero ¿cómo historiar eso, que no se sabe bien qué es? ¿Se puede hablar de obra, en el caso del editor (una obra distinta de las obras que publica)? ¿Hay una creatividad editorial, propiamente dicha? Por supuesto que sí. Es una creatividad que estimula la creatividad de los demás, una especie de animación socrática que sube de nivel la conversación, que sabe a quién darle la palabra, que reconoce lo que está pidiendo nacer: los temas y tratamientos inéditos, las visiones, cuestiones, recuerdos, fantasías, cuya libertad nos contagia, nos aviva, nos saca de la inercia. La creatividad editorial puede tomar la forma de una intervención oral, como las conjeturas y refutaciones de Sócrates; o escrita, como la obra de Platón, el editor de esas intervenciones, que las convierte en objetos perdurables, capaces de extender y continuar la conversación, aunque los participantes ha- LA GACETA 12 yan muerto. Puede ser una transformación crítica, como la reedición de las ideas que produce Aristóteles. O filológica, como la de traductores y editores renacentistas o contemporáneos. O nuevamente socrática, como en las tertulias, seminarios, clubes de lectura, de los que se reúnen para hablar de los Diálogos. O empresarial, como la de editores y libreros que producen y distribuyen nuevas ediciones. Sócrates no quiso dejar obra escrita. Su verdadera obra fue mayéutica, editorial: animar, ayudar, encauzar la aparición del diálogo creador, dado a luz por los participantes. La metáfora del parto es del propio Sócrates, que tuvo la ocurrencia de compararse con su madre (partera, maieutikós) para decir que el niño no era suyo, que él se limitaba a encauzar lo que estaba pidiendo nacer. Siglos después, la metáfora reaparece en latín: edere (de e, hacia fuera, y dare, dar) quiso decir (entre otros significados) dar a luz, con ayuda de una partera o de un editor, editio significaba parto y publicación. El diccionario latino de Agustín Blánquez Fraile cita una frase de Ovidio: editus hic ego sum, que es simplemente “aquí nací”, pero puede leerse como “édito soy de aquí” o “aquí mi madre y la partera me editaron”. Según el mismo diccionario, editor (en latín) se usó también para el autor y hasta para el productor de espectáculos o el fundador de algo: para todo el que da algo a luz. Esta latitud se entiende por la naturaleza misma del proceso creador. Hay algo editorial en la producción de todos nuestros actos, en cuanto son (o deberían ser) creadores. Desde luego, al hablar (que es proferir, preferir, cuidar, corregir); ya no se diga al escribir. El autor se desdobla en editor, corrector y crítico; en declamador, escriba o tipógrafo; en empresario promotor de la circulación de sus textos; aunque puede ser acompañado, ayudado y hasta sustituido en algunas de estas intervenciones. La intervención editorial empieza por las prácticas (poco estudiadas) del autor que sabe reconocer la inspiración: leer en lo que no está escrito lo que está pidiendo nacer, lo que tiene algo que decir, de veras inédito. Hay ejemplos ilustres (Valéry, Wittgenstein) de escritores disciplinados, dueños de su oficio, inmensamente dotados, que se dejan llevar por una especie de esterilidad activa y siguen escribiendo páginas que no añaden nada. Hay el extremo opuesto, el de tener algo que decir y dejarlo en el limbo, por incompetencia, incultura, conformismo, comodidad. No es raro vislumbrar en algunos textos lo que estaba pidiendo nacer y se quedó en posibilidad. Muchas posibilidades ni siquiera llegan a eso, se quedan en la página en blanco: la página de menos, espejo de la página de más. Si todos los actos pueden ser creadores, en todo lugar y momento pudiera haber esa plusvalía creadora que sube de nivel la vida. Pero no es así. De igual manera que la creatividad es contagiosa y llega a poner en resonancia muchas capacidades, el conformismo es contagioso y puede sofocar la creatividad. Así, en diversos lugares y momentos, surgen y luego desaparecen los llamados siglos de oro: focos de creatividad contagiosa y sostenida (en una o más disciplinas, en dos o más generaciones) que se van apagando en un nuevo conformismo. Vistos en retrospectiva, parece que algo estaba pidiendo nacer, que las circunstancias eran favorables, que una chispa accidental desencadenó la creatividad, que el milagro era históricamente necesario, en la Atenas de Pericles o el Renacimiento italiano. Pero los focos de creatividad nunca son desenlaces automáticos, menos aún consecuencia del conformismo previo. Ahora mismo, en muchos medios, parece difícil esperar un renacimiento creador, y hasta es posible que, a los primeros síntomas, fuera combatido, como algo extraño en una situación estable. Los milagros parecen depender de la creatividad de muy pocas personas, que se exigen más y se toman en cuenta unas a otras (no siempre amistosamente); y que, cooperando o compitiendo, suben de nivel la producción hasta entonces conformista. Y, entre esas pocas personas, tienen un papel central los editores, en el amplio sentido latino de la palabra. Muchas obras importantes nunca hubieran sido creadas sin la presencia activa de un editor que organiza la conversación y crea el ambiente estimulante para leer y escribir, ver y pintar, escuchar y componer música, discutir, criticar, investigar. La animación creadora es invisible en las mediciones del PIB, pero sube de nivel la vida y tiene un efecto multiplicador hasta en la productividad material. El editor no crea la creatividad (latente o viva en toda persona), ni la obra del creador: crea la resonancia entre capacidades diversas, empezando por la capacidad de leer creadoramente, que es la suya, y la que pone en marcha la conversación. Retrospectivamente, la aparición de la revista Plural en octubre de 1971 puede parecer necesaria, como un salto de madurez, en la tradición mexicana de excelencia y pluralidad que empieza con El Renacimiento (1868), en la tradición cosmopolita de la literatura en español que se remonta al modernismo y, antes, al italianismo. Puede parecer necesaria en la vida de Octavio Paz, hijo y nieto de editores, participante desde su juventud en aventuras editoriales, testigo comprometido del 68 en París y México, hasta el punto de tomar una decisión (la renuncia a la embajada de México en la India), que cambia el rumbo de su vida, a los 54 años. Necesaria ante un sistema político anquilosado y sin alternativa viable a corto plazo, fuera de convocar a la reflexión pública. Necesaria ante un sistema teórico anquilosado en una vulgata que servía para todo, especialmente para presentar a las dictaduras comunistas como el futuro radiante de la humanidad. Pero, visto desde aquellos años, el surgimiento del pluralismo parecía dudoso, y para muchos indeseable. Había buenos augurios. En 1966, el mundo intelectual se enfrentó al gobierno mexicano, por el despido arbitrario de Arnaldo Orfila Reynal (director del Fondo de Cultura Económica), con un desplante inédito: suscribir acciones para la creación de una editorial independiente (Siglo XXI). En 1968, Julio Scherer García llegó a la dirección del periódico Excélsior y renovó una tradición liberal: llamar a escritores reconocidos al debate diario. Ese mismo año, la actitud cerrada y arbitraria del poder provoca una protesta estudiantil y la exigencia de diálogo público. Pero la democracia era mal vista en la izquierda y en la derecha. Algo situado en el espectro que va de los liberales a los libertarios parecía querer nacer, pero daba tumbos entre la democracia del presidente Allende, el eurocomunismo, la guerrilla universitaria inspirada en el Che, los movimientos cívicos y religiosos, la apertura a sinistra del Concilio y los democratacristianos. Aunque la inquietud se daba especialmente en el mundo intelectual (no campesino, no sindical), era arrastrada por simplezas y convencionalismos muy poco dignos del espíritu crítico. Cuando en agosto de 1968, a raíz del conflicto estudiantil y la intervención de Scherer, Daniel Cosío Villegas entra a Excélsior, critica los malos argumentos, tanto de los estudiantes como del gobierno, y llama al debate razonado (“No hay sino un remedio: hacer pública de verdad la vida pública del país”), es visto con desprecio por ambas partes, como un iluso liberal del siglo XIX. El conformismo periférico (el no pensar en español y en nuestras circunstancias, creando las categorías necesarias para el caso, en vez de seguir las ideas de moda en París, Berkeley o La Habana) no sólo era ideológico. Se daba hasta en detalles como la piratería de textos de publicaciones extranjeras. Se leía un texto interesante en alguna revista y se traducía sin más, apresurándose, para adelantarse a otros que lo pudieran ver, y sin pensar jamás en dirigirse al autor o la revista. En el fondo, era asumirse como inexistentes frente a los creadores extranjeros, como incapaces de interlocución desde el LA GACETA 13 propio centro creador. Recuerdo algunos extrañamientos sobre colaboraciones extranjeras, que no entendí hasta darme cuenta de que para muchos era inconcebible que Claude Lévi-Strauss o John Kenneth Galbraith fueran colaboradores de Plural (en vez de remotas eminencias pirateables); era inconcebible que Galbraith, por ejemplo, mandara un artículo con un recado a mano que decía (más o menos): “Octavio, no exageres. Págame un poco más.” También recuerdo extrañamientos por un artículo rechazado: las quejas de que se le exigía como si fuera de Lévi-Strauss, no de un profesor mexicano. Pero de eso se trataba, precisamente. De asumirse en el centro, no en la periferia; de exigirse como el que más. Lo más revelador de todo, para quien supiera verlo, era que los textos mexicanos publicados sí estaban en ese nivel. Un nivel alcanzado repetidamente desde hacía siglos, pero abandonado repetidamente por el conformismo. Plural, como la Revista de Occidente, como Sur, no era una revista de divulgación cosmopolita para informar a las colonias de lo que están haciendo las metrópolis, era un centro vivo de animación creadora, estimulado por “el cruzamiento”, recomendado por Manuel Gutiérrez Nájera y los poetas modernistas que tuvieron confianza en su propia capacidad. Plural respondía (desde el nombre certero) a lo que estaba pidiendo nacer. Pero no estaba escrito que naciera. Pudo haberse quedado en el deseo, como la revista internacional que Orfila pensó hacer en Siglo XXI o pudo haber descarrilado, como Libre, el proyecto parisino de Paz y varios novelistas del boom; o pudo haber sido menos de lo que fue. Gracias a Julio Scherer, que decidió patrocinarla (aunque la tuvo que defender, año tras año, ante sus socios cooperativistas, que no entendían el gasto innecesario para Excélsior), y a Octavio Paz, que sentía la importancia histórica de ayudar a nacer lo mejor (aunque pudo haber hecho lo que tantos escritores famosos: no ganarse enemistades, rechazando o corrigiendo colaboraciones de otros escritores), Plural subió el nivel de la conversación creadora, fue un centro de la cultura viva en su momento. A vuelo de pájaro ✸ Julieta Campos El siguiente texto fue leído durante la presentación de A treinta años de Plural (1971-1976). Edición preparada por Marie-José Paz, Adolfo Castañón y Danubio Torres Fierro. n octubre de 1968 se había enterrado, en Tlatelolco, la ilusión del “milagro mexicano” y la legitimidad de un sistema fundado en la aglutinación corporativa de todos los sectores de la sociedad estaba en crisis. Desde los años cuarenta, Silva Herzog y Cosío Villegas habían advertido una crisis moral de la revolución: el 68 escindió a la modernidad mexicana entre un “antes” y un “después”. El autoritarismo del régimen se había quitado la careta. En 1970 se inauguraba, con un nuevo sexenio, un presidente que pretendía hacer borrón y cuenta nueva. Entre octubre de 1971 y julio de 1976, una revista con nombre significativo, creada y dirigida por Octavio Paz, fue el termómetro de la temperatura intelectual, oxigenando una atmósfera que todavía olía a pólvora y abriendo horizontes: Plural nació bajo el signo de la apertura a voces múltiples como medida de la verdadera democracia. Democratizar era, en aquel momento, la palabra más significativa del diccionario mexicano. Cuando, en julio de 1976, culminaron las maniobras presidenciales para expulsar a Julio Scherer del periódico Excélsior, Paz escribió: E ner, y allí abundó sobre el mito del desarrollo y la suposición de que sólo era válido el modelo industrializador. En México, la “modernidad” sólo era un recubrimiento de pluralidades: las múltiples culturas prehispánicas todavía sobrevivientes en el país tradicional, y la cultura hispánica con su trasfondo visigodo, judío y moro. Sería una locura menospreciar la herencia más rescatable de la Revolución, la de su vertiente no triunfadora: era tiempo de que el beneficiario directo del desarrollo fuera, efectivamente, el pueblo. Habían pasado tres años desde Tlatelolco y, en 1970, había aparecido Posdata, el mismo año en que se publicaba otro libro significativo, La política del desarrollo mexicano de Roger D. Hansen, que registraba la modesta cosecha del crecimiento y el activo faltante: democracia. El desarrollo acelerado, emprendido en los años cuarenta, había reproducido la inmensa desigualdad. En Posdata, Paz hizo una crítica del modelo implantado por la “facción termidoriana” de la Revolución, que había desplazado la aspiración social para entregarse a un crecimiento acelerado: No se puede entender el sentido de la crisis si no se acepta que es, por una parte, la consecuencia del crecimiento del primer México y, por la otra, la expresión de la contradicción entre ese crecimiento y el estancamiento del segundo México.2 Los mexicanos no tenemos vida política real, pero tenemos una ficticia: cada tres y seis años celebramos elecciones... Nuestra ficticia vida política sería incompleta si no tuviéramos una libertad de prensa igualmente ficticia...1 La década de los setenta estuvo marcada por una profunda inquietud intelectual en torno a las opciones del país. A fines de 1971, cuando se iniciaba la publicación de Plural, Paz participó en una mesa redonda en Harvard, con John Womack y Frederick C. Tur- LA GACETA 14 Lo deseable era una auténtica “alianza popular”, que reconociera al México plural, negado tanto por el sistema como por los sectarismos de izquierda y por los intereses económicos sin visión de largo alcance. Un partido político se había proyectado como una totalidad, como si fuera “la nación entera, con su pasado, su presente y su futuro”.3 El país estaba atrapado en un nudo contradictorio: para sobrevivir, el sistema tenía que recuperar el apoyo popular y los sectores que antes lo habían apoyado ya no encontraban canales para hacerse oír dentro del sistema. Paz tenía, por aquellos años, un leitmotiv: la fe ciega en el Progreso, propia del Este y del Oeste, era un pecado común que compartían el capitalismo y el marxismo. La aparición de Plural, en octubre de 1971, hace treinta años, fue la expresión más articulada de una incomodidad con el sistema autoritario que había tenido su primera expresión en un manifiesto firmado por Paz y otros intelectuales en 1958 y en la revista El Espectador, que en 1959 había advertido los peligros de obstruir la escucha de las demandas populares. El propio Octavio lo recordaría en el número 13 de Plural, en 1972, al recordar que la crítica del sistema y la crítica de los escritores se iniciaron casi al mismo tiempo.4 Una década antes de Tlatelolco, ya un grupo de intelectuales jóvenes, humanistas y antidogmáticos habían propuesto desazolvar los canales de la democracia sin sectaris- Un testimonio ✸ Julio Scherer mos de ninguna especie. No había que hacerle el juego al silencio sino hacer uso de la palabra: oponer a la unanimidad una pluralidad de voces. Octubre del 68 marcó el término de una época y el principio de lo que, tres décadas después, se está encaminando hacia una plena transición democrática. Pues bien, tras la renuncia a la embajada en la India y una temporada en Austin que le sirvió para redactar Posdata, Paz volvía a México dispuesto a contribuir a que se abrieran las compuertas para dar paso al uso plural de la palabra. En octubre de 1971, Julio Scherer le abrió las puertas de Excélsior para que su poder de convocatoria, hacia dentro y hacia afuera, reuniera un concierto de voces críticas de todas las procedencias y las entretejiera con una riquísima variedad de textos literarios: la revista nacía bajo ese doble y noble signo del ejercicio de la crítica y el libre y gratuito ejercicio de la escritura. He aprovechado la invitación a comentar hoy aquel feliz acontecimiento para hojear, con mucha nostalgia y mucho placer, la colección completa de Plural que, por fortuna, mi marido y yo conservamos en nuestra biblioteca. Ha sido una verdadera fiesta. Treinta años después, la revista vive y respira con el mismo aliento de entonces. Allí están, en una magistral polifonía, todas las inquietudes y todas las sensibilidades que se barajaban en aquel tránsito que hacía el siglo XX hacia los vertiginosos cambios de la posmodernidad. Están, mano a mano, John Kenneth Galbraith y Pierre Mendès France, Noam Chomsky y Kostas Papaianou, reflexionando sobre las crisis de las sociedades industriales o sobre la reiterada intención utópica de no sólo interpretar sino cambiar al mundo. Está Claude Lévi-Strauss, sustentando en la estructura de los mitos la validez de todas las culturas. Está Edmundo O’Gorman, concibiendo a la historia como la búsqueda del bienestar, y Daniel Cosío Villegas, atravesando sonriente, como lo describe Paz, “el fúnebre baile de disfraces que es nuestra vida pública”, para salir limpio e indemne. Están A fines de 1970, no tenía Octavio una visión clara de su futuro. En México había sentido el rechazo. Ni siquiera la Universidad Nacional Autónoma de México le había ofrecido una cátedra. Tantos años en el exilio, solía vérsele como a un extraño. Caminábamos por los jardines del hotel María Cristina, en la calle de Río Lerma. Me decía que le pesaban las circunstancias del país. La sevicia contra el rector Ignacio Chávez, en 1966, lo había sacado de quicio. Triste y desengañado, melancólico por el inmenso bien perdido, pensaba que la UNAM tardaría años en levantarse. Y luego había venido la matanza del dos de octubre, que no necesita del año para recordarla como la barbarie que fue. Yo había leído El laberinto de la soledad y era un convencido del genio de Paz. Me pareció natural, como la aproximación de dos amigos, ofrecer a su talento el periódico que dirigía. “Sus páginas son para ti”, le dije la primera vez que tocamos el tema. Me vio con extrañeza. “Ya hablaremos”, prometió. Al nombre de su revista le dimos vueltas y revueltas, como le gustaba decir a Octavio. La pluralidad en el país era ya una exigencia de la época. La mentira carcomía los cimientos de la sociedad. Simulaban los funcionarios, simulaban los gobernadores, simulaban los empresarios, simulaban los diputados, simulaban los líderes obreros, simulaban los secretarios generales de las ligas agrarias, simulaban los dueños de periódicos, simulaban los artistas y los escritores. La máscara la habíamos hecho nuestra. De pronto, como ocurre siempre, dijo Octavio con la certeza del enigma resuelto: Plural. Ese día, el del bautizo, fuimos al Passy. Los huisquis dominaron la mesa. Mucho después, cuando la metástasis cancerosa extendía el veneno por todo su cuerpo, vi a Octavio extraviado en su propia perplejidad: “Del cuello para arriba todo está bien; del cuello para abajo priva un desorden absoluto”. Hablaba de la contradicción que lo postraba, inseparables la lucidez y la desesperación. Días antes de su muerte, escuché la voz queda del hombre que se iba: “Aún aprendo. Hasta el último minuto el hombre puede aprender”. En silla de ruedas, de la recámara a una sala colmada de flores y libros, lo había llevado su enfermero, un hombre fuerte. “Hércules”, le decía el poeta. • Texto tomado de A treinta años de Plural (1971-1976). LA GACETA 15 dad puritana. Una sociedad opresora del cuerpo y de la imaginación.7 Nerval y Maiakovski, Cioran y Nicanor Parra, Valéry y Pessoa, José Emilio Pacheco y Carlos Fuentes, Delvaux y Fernand Léger, Ravel y Charles Fourier, Hölderlin y Gunter Gerzso: encrucijada de voces, también fue Plural una encrucijada de tiempos, donde pasado y presente del pensamiento, del arte, de la literatura jugaron al eterno y prodigioso juego de demostrar sus facultades de esquivar el desafío de la muerte. Todo era posible en Plural: Raymundo Lull fraternizaba con Juan García Ponce y los poemas de Montes de Oca con el jabberwocky de Lewis Carroll. Severo Sarduy y Fernando del Paso se hacían guiños bajo el paraguas improbable del pensamiento de Mao Tse-Tung y los más jóvenes y barbados narradores irrumpían, sin anunciarse, entre espléndidos poemas y traducciones de Ulalume González de León o Gerardo Deniz. La más rigurosa crítica de arte, practicada por Damián Bayón o Dore Ashton, competía con la nueva literatura española, la nueva novela francesa o el boom latinoamericano. Una entrevista con Solyenitzin y una traducción de Bataille por Salvador Elizondo convivían sin hacer corto circuito, mientras Zaid nos invitaba a explorar la enigmática dimensión de su Cinta de Moebio. En el número 37 cambió el formato, pero no el espíritu. La poesía rimó con la demografía y la semiótica con la política. Largas o cortas, las páginas de Plural no dejaban de emitir las estimulantes señales de una vibrante “corriente alterna”. La batuta de Octavio Paz concertaba aquel variadísimo lenguaje de tonos heterogéneos conjugando, como era propio de su talante y de su genio, rigor de imaginación con libertad soberana de reflexión. La pluralidad de su propia visión era también enorme, como lo era su curiosidad, y la riqueza prolífica de su inteligencia se infiltraba entre los textos como un hilo de Ariadna propicio para conducir al lector al centro del laberinto. Indagando sobre afinidades y diferencias entre obras de arte y artesanías, en un precioso ensayo leído en Cambridge, Massachussetts, en 1973 y publicado en Plural en 1974, nos avisa que la técnica tiende a acabar con la diversidad de sociedades y culturas y que las grandes civilizaciones han sido síntesis de culturas muy distintas y contradictorias. Cuando unas civilizaciones no reciben la amenaza y el estímulo de otras su destino, dice, “es marcar el paso y caminar en círculos”, porque “la experiencia del otro es el secreto del cambio. También el de la vida”.5 En un artículo sobre Archipiélago Gulag, escrito en el otoño de 1975, se cuestiona sobre la abyección y el heroísmo, como las dos notas extremas del sufrimiento humano: “Nadie ha podido decirnos todavía”, sugiere, “por qué hay mal en el mundo y por qué hay mal en el hombre”. El cáncer totalitario, advertía entonces, era el mal del siglo XX: un mal producido en masa, “tal vez el más terrible, de la historia general del Caín colectivo”.6 ¿Cómo no lamentar que no esté aquí hoy, cuando las acechanzas de un nuevo oscurantismo se ciernen sobre la humanidad, para ponernos en guardia ante las ominosas modalidades que parece asumir el mal en estos albores del siglo XXI? Claude Fell lo había entrevistado, por aquellos días, con motivo de los veinticinco años de aparición de El laberinto de la soledad, sobre algunas de sus ideas recurrentes sobre México. Le dijo entonces: El catolicismo mexicano no ha creado una teología pero ha creado muchas imágenes y ha fundido las de Occidente con las del mundo precolombino. ¡Ay de la religión o de la sociedad que no tiene imágenes! Una sociedad sin imágenes es una socie- LA GACETA 16 En el último número de Plural, el que lleva la fecha de julio de 1976, se reproduce un artículo sobre el bicentenario de la Revolución de Independencia de los Estados Unidos. La contradicción de ese país se resumía, según Paz, en ser al mismo tiempo “una democracia plutocrática y una república imperial”. Los norteamericanos tendrían que encontrar el método para resolverla en “el empleado por los puritanos para escudriñar la voluntad de Dios en su propia conciencia: el examen interior, la expiación, la propiciación y la acción que nos reconcilia con nosotros mismos y con los otros”. Al azar de un recorrido a vuelo de pájaro sobre los 58 números de Plural me he encontrado estas y otras muchas muestras de la sorprendente vigencia de aquella revista luminosa en la que tuve la suerte de colaborar una que otra vez. Aunque sospecho que me he extendido demasiado, no quiero terminar sin recoger otro fragmento de un artículo de su director aparecido en el número 51, de diciembre de 1975. Se refiere el texto a la falta de cultura crítica en los países de raíz hispana: ...tampoco conocemos la tolerancia, fundamento de la civilización política, ni la verdadera democracia, que consiste en la libertad y que reposa en el respeto a los disidentes y a los derechos de las minorías. Nuestros pueblos viven entre los espasmos de la rebeldía y el estupor de la pasividad... Plural se fundó para enfrentarse a ese estado de cosas... La tarea de Plural, advertía, era construir un espacio propicio a la literatura entre el monólogo del príncipe y el griterío anónimo y difuso. Pudo cumplirla todavía unos meses más. En noviembre de 1976, tras el breve paréntesis que siguió al lamentable episodio de Excélsior, el propósito fue retomado en la revista Vuelta. NOTAS 1. Paz, Octavio, El ogro filantrópico, México: Joaquín Mortiz, 1979, p. 317. 2. Ibid., p. 112. 3. Ibid., p. 120. 4. Plural, núm. 13, octubre de 1972, p. 21. 5. Plural, núm. 35, agosto de 1974, p. 12. 6. Plural, núm. 51, diciembre de 1975, p. 76. 7. Ibid., p. 15. ✸ La primera década del premio Juan Rulfo ✸ Juan Gustavo Cobo Borda A continuación reproducimos un fragmento del prólogo de la antología de próxima publicación con la que nuestra casa editorial festeja la primera década de uno de los reconocimientos literarios más importantes de nuestra lengua: el premio Juan Rulfo. I e sido en tres ocasiones jurado del premio Juan Rulfo y siempre he sentido, en la cálida Guadalajara de José Clemente Orozco, que iba, no a cumplir un oficio, sino a ser partícipe de un coloquio enriquecedor. Los jurados veníamos de todos los puntos cardinales y si bien muchos lucían el uniforme de profesores, el hospitalario clima y la atmósfera de auténtica libertad espiritual los despojaba de sus manías y nos confabulaba a todos en una apasionada búsqueda de la verdad: ¿Quién era el mejor? ¿Debíamos reconocer lo eximio o revelar lo aún desconocido? Había entonces que superar modas y escuelas, ideologías y fronteras, y convocar la atención, en principio de todo el continente, en torno a un único creador. No ha sido esta una década perdida. Al antologarla, veo cómo gentes disímiles pospusieron intereses ante el objetivo mayor: la buena literatura. Aquella que se mira a sí misma y revisa la tradición. Y no por ello deja de proponer su intransigente ímpetu creativo. Aquella que siempre iba más allá, al cambiar lo que existe. Al cancelarlo o deformarlo, con astuta ironía. Muchos de los galardonados tenían detrás suyo destacadas trayectorias locales, o sigilosas famas más o menos transnacionales. Pero el premio se volvía válido para romper el ghetto minoritario y brindarles, en cierta forma, un espacio más vasto. Un reconocimiento más justo y atinado. Pienso en el caso de tres de los fallecidos: Olga Orozco, Eliseo Diego y Julio Ramón Ribeyro. El premio les dio alegría y sirvió para redondear un fructífero legado. Una palabra reveladora que cada día que pasa irradia con mayor intensidad. H Por ello resultaba también necesaria esta antología. Al sobrepasar con éxito las diez primeras convocatorias, este premio revelaba a nuestros países inconstantes y caprichosos una tenacidad ejemplar. La que su promotor, Raúl Padilla, y la Universidad de Guadalajara y la Feria del Libro de la misma ciudad, mantuvieron contra viento y marea. En años difíciles brindaron confianza, por su calidad, a las entidades oficiales y privadas mexicanas que lo sostuvieron sin altibajos. Parecía natural entonces que una de ellas, el Fondo de Cultura Económica, dirigida ahora por un también asiduo jurado, Gonzalo Celorio, haya recogido la idea. Se podrá compartir, en los textos mismos, lo fecundo de esta iniciativa y se podrá disfrutar y reflexionar ante este texto mayor que los creadores individuales van configurando. Sin falsos pudores, nuestra auténtica literatura, reconocida lejos de la algarabía comercial y los efímeros furores mediáticos. II Ya el primer premiado, Nicanor Parra (1914), daba el tono. Había revolucionado la poesía de nuestra lengua en un feroz cara a cara con la muerte. El humor seco del hueso chileno no era menos impactante que la musical delicadeza con que volvía elegía clásica el suicidio de su hermana Violeta Parra: “Dulce resina de la verde selva / huésped eterno del abril florido”. Era no sólo el hombre que rompía la camisa de fuerza de una poesía supeditada a la transcripción realista de la naturaleza, el compromiso político o la agridulce hiel del amor, sino que intentaba partir de cero, al dinamitar sus propias bases creativas: “Creemos ser país / y la verdad es que somos apenas paisaje”. Burla, sarcasmo: golpea y se retrae. Taja con la pluma y ve brotar la dura ternura. Cara de Buster Keaton y aire de seductor de película italiana de los años cuarenta, cuando lo conocí en Guadalajara, en el segundo año del premio, iba todo él vestido de blanco y tuvo el suficiente desparpajo como para acoger como título de su antología el que le ofrecíamos en aparente broma: Poemas para combatir la calvicie (1993). LA GACETA 17 Entrega allí a los jóvenes su risueña sabiduría, a manos llenas: Hago saber con toda franqueza Que en el amor por casto Por inocente que parezca al comienzo Suelen presentarse sus complicaciones. Leerlo, después de Vicente Huidobro, Gabriela Mistral y Pablo Neruda, era entrar en un terreno de minas quiebrapatas: nadie salía indemne de la experiencia. Se llegaba al límite, a la inmersión jubilosa en el absurdo, con una tensa concentración que revelaba su genio. No escribía mucho pero se jugaba la razón y la vida con cada nuevo libro. Por ello sus sermones y prédicas, por interpósita persona, no eran una nueva máscara. Eran su paródica humanidad llagada. El discurso a punto de estallar en partículas cargadas de energía. Su humor negro, feroz e irreverente, nos hacía reír compasivos y aliviados a la vez: “USA donde la libertad es una estatua.” “La izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas.” En voz alta, y entre exultantes carcajadas, podíamos cantar el nuevo himno nacional: “¡Viva la cordillera de los Andes. Abajo la cordillera de la costa!” Era, quién lo duda, un buen comienzo. Un gesto valiente e iconoclasta para llamar la atención sobre lo que parecía vivir al margen. El poeta que se quedó en Chile, mientras todos los otros estaban exiliados. El poeta que aprendió a callar, mientras tantos otros se desgañitaban. El poeta que censuraron los cubanos por su té involuntario con la señora Nixon. Todo terminaba por parecer un poema suyo, Freud y Mao sobrepasados. Como Vladimir Holan en Praga, pasó su noche con Hamlet: insomnio, silencio y escritura desvelada. Pero ambos residían, en verdad, en el corazón revulsivo donde la mejor poesía forja sus armas. Allí donde onírico y conciencia no son palabras ajenas. Nicanor Parra, físico matemático que de Federico García Lorca a la poesía inglesa, sin olvidar el surrealismo, se ríe de su intento por superarlas y con este acto logra que los poetas bajen del Olimpo y la poesía comience a andar de nuevo. Va aún más atrás: es el individuo que desciende de los árbo- les, ya con una granada explosiva en cada mano. Aún vivimos bajo la explosión de sus artefactos. potaje de la sopa conyugal, como en el relámpago llamado “Metamorfosis”, que con razón Octavio Paz incluyó en su antología Poesía en movimiento, precedido por estas palabras: cura: sería el rencor de haber sido suscitado al mundo por una mujer, sería la nostalgia de haber sido expulsado del todo, mediante el parto individual. Pensamos que ha escrito verdaderos poemas en prosa. Fantasía, humor y el elemento poético por excelencia, el elemento explosivo: lo inesperado. Tensos y violentos [...] la corriente que transmiten esas transparentes paradojas es de alto voltaje [México, Siglo XXI Editores, 1966, p. 23]. Por ello el lenguaje al que aspira es el “lenguaje absoluto”. Pero Arreola, con su amigo y paisano Antonio Alatorre, el autor de ese delicioso libro sobre los 1 001 años de la lengua española, es también muy antiguo y muy moderno: se nutrió de la savia ancestral para esclarecer el absurdo contemporáneo. La queja de no haber servido con inalterable fidelidad a la literatura no es válida, ya que la sabia, compleja e irónica relación que ha mantenido con ella es rica y sutil. Sus breves textos nos abren el caleidoscopio abismal de un mundo sin fin: el de la propia literatura. Leamos cualquier texto de Arreola como aquél que dedica a la Dulcinea de Cervantes para percibir su risa lúcida. Su “Aleph” inagotable. El más alto humor no hace reír a carcajadas. Nos lleva a sonreír piadosos sobre el hombre y sus anhelos imposibles. Tal la lección de Arreola. Su magistral lección, nada magisterial, de agudeza implacable y consuelo recóndito. Detrás de ella también sonríe Borges. Al votar por él, en la segunda convocatoria del premio, en 1992, bajo la sabia tutela diplomática de José Luis Martínez, no sólo hacíamos justicia. Disfrutamos al compartir unánimes el veredicto. III El segundo de los ganadores del premio Juan Rulfo también era un outsider. Había escuchado la poesía a través de la zarza ardiente de la belleza y había quedado marcado por tal revelación. Agitada la blanca cabellera, vibrátiles los rasgos de la cara, inatajables los compases que dibujaban sus manos, el torrente irreprimible de la voz iba desde el soneto de Quevedo hasta el arcaísmo pedregoso de los campesinos de su tierra: Zapotlán el Grande, donde nació en 1918. Se trataba de Juan José Arreola. Su tierra era la misma tierra de la rebelión cristera que arrastraba, entre silencios y muertes, junto con su compadre Juan Rulfo y que comparten en textos inclementes como “El cuervero”. De ahí la parquedad de ambas obras, su reticencia personal. La nube de neurosis y alcohol que parecía aureolar sus leyendas paralelas. Pero si Rulfo era un paisajista del ánima, Arreola era un orfebre de la imaginación. Taraceaba sus piezas con primor, y las pulía hasta llegar a esa delicia incandescente del idioma congelado a su más alta temperatura. Repasándolo, antologándolo, me inquietó el odio misógino que parece escaparse de esas viñetas feroces —el hombre como rinoceronte que bufa sobre el cuerpo imposible de una mujer que lo agota—; pero una estudiosa catalana de su obra, María Beneyto, me sugirió otra hipótesis: en realidad, él busca la pareja primordial, disociada en las puertas del paraíso. De ahí esa rabia que se empecina en recobrar lo perdido, escamoteado entre los simulacros terrestres de un esplendor ya irrecuperable. Zoólogo y miniaturista, sus escenas teatrales de provincia tienen la crueldad refinada de quien se asoma a la farsa por detrás del escenario como lo aprendió de Jean-Louis Barrault en la Comedia Francesa y se conduele de ver cómo los celos del marido, ante los devaneos de la esposa con el mejor amigo de la casa, llegan al delirio. Aquél termina por atribuirlos a la conspiración de todo el pueblo, no al irreprimible hechizo que desvía las órbitas y produce conflagraciones tan luminosas como dramáticas. A fuerza de rigor estilístico, Arreola logra profundos sacudimientos morales. “La vida privada” como “El faro” convierten el adulterio en una mascarada. Algo teatral hay en sus textos de malamor, pero lo que termina por salvarlos, más allá de la desenfrenada impudicia de sus lacras sentimentales, es la límpida armazón de sus estructuras literarias. Así aquella mariposa que termina por ahogarse en el grasoso Como en algunos textos de Marcel Schwob, Giovanni Papini, Julio Torri o Henri Michaux, Arreola se nutre de la historia, la suya y la de todos, para mostrar mejor su descuartizado corazón. Recurre a un poeta de 1450 para contarnos lo que le pasa ahora mismo. La prosa de un poeta que rehace el mundo a su arbitrio, del Confabulario a La Feria. Garci-Sánchez de Badajoz es Arreola demente de amor. Lo vio bien Jorge Luis Borges en el prólogo que escribió para los Cuentos fantásticos (1986) de Arreola: la gran sombra de Kafka se proyecta sobre el más famoso de sus relatos, “El guardagujas”, pero en Arreola hay algo infantil y festivo ajeno a su maestro que a veces es un poco mecánico. Arreola tiene la agilidad trashumante de quien va de la Numancia cercada por los romanos a los criminales que usó Felipe II con fines políticos para arribar a las crueldades de la segregación racial en Estados Unidos. El cine cierra, con fulgurantes visos apocalípticos, el recorrido de un estilo exacerbado en la precisión y desquiciado a la vez por la aguda mirada que lanza sobre seres y cosas, quitándoles su soporte convencional. De ahí lo notable de su “Bestiario”: mira el mundo desde la literatura y así le otorga el frescor de una nueva vida. Sus cisnes modernistas se han trocado en un onirismo de bases clásicas. Arreola, lector, maestro y declamador, tipógrafo y generoso editor de los jóvenes, no condesciende con frecuencia a la escritura: “Algunas noches he luchado con el Ángel, pero siempre he perdido por indecisión”, dice en su charla autobiográfica, y añade: “Sólo escribo cuando no puedo evitarlo”. Pero cuando lo hace, como lo confesó en sus memorias narradas a Fernando del Paso, debe intentar lo imposible: llegar a la perfección. A “escribir de manera excepcional”. “Un afán de perfección al servicio del resentimiento.” Mi rencor, les aseguro, no procede de experiencias pasajeras y erróneas; en todo caso, tendría una fuente más remota y os- LA GACETA 18 IV Trazadas las bases, firmes pero originales, de Arreola y Parra, bien podrían ampliarse los horizontes, al revaluar nuevos tonos. En poesía estarían Eliseo Diego, Olga Orozco, Juan Gelman. Miremos más de cerca la tribu de los poetas. El segundo poeta galardonado, el cubano Eliseo Diego (1920-1994), traía consigo una luz pura, blanca y nostálgica que, también insular a su modo, elevaba su entrañable elegía por seres y objetos. Por calzadas y equilibristas, para darnos una fugacidad concreta. Unas sombras llenas de color y unos ámbitos despojados pero susurrantes de misterios. La casa, la cocina, los cuentos que sobreviven a las palabras que los cuentan. Un modo fraterno de restituir las cosas con sólo nombrarlas. Lo que él, con acierto, denomina tan sólo “Tesoros”: Un laúd, un bastón, unas monedas, un ánfora, un abrigo, una espada, un baúl, unas hebillas, un caracol, un lienzo, una pelota. ¿Debe penalizarse el aborto? ✸ Luis Villoro Tomado de Controversias sobre el aborto, volumen compilado por Margarita M. Valdés, que publicaremos en nuestra sección de Obras de Filosofía, en coedición con el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM. El texto de Hugo Hiriart que le sigue corresponde a la misma compilación. l aborto es un hecho doloroso. Por sí mismo, aislado de cualquier circunstancia, es un acto de destrucción; como a toda destrucción, lo envuelve la tristeza, el desamparo. Por eso la discusión sobre la despenalización del aborto está cargada de emociones que nublan los argumentos. Las actitudes emotivas tiñen también de pasión las posiciones políticas. Las opciones se oscurecen con planteamientos ideológicos al servicio de intereses. Pero la búsqueda de la verdad requiere algo más que apasionados arrebatos; pasa por el cuestionamiento de las posturas puramente ideológicas. Es menester, por lo tanto, examinar la fuerza probatoria de los argumentos. Intentémoslo. Ante todo, ¿de qué se trata? Hay que distinguir entre dos problemas. Uno es el moral: ¿La realización de un aborto debe considerarse una falta ética? Si así fuera, ¿de qué género? Otro es el problema jurídico: ¿Debe ser castigado por el poder público? ¿Es penalizable por la ley? En relación con el juicio moral sobre el aborto se oponen posiciones muy diferentes. Cada quien debe resolverlas individualmente conforme a sus concepciones morales. Otro problema es el siguiente: ante un asunto controvertido, objeto de juicios morales divergentes, ¿tiene el Estado derecho, obligación incluso, de imponer leyes y sanciones que correspondan a una concepción determinada? Es esa cuestión la que causa conflictos peligrosos para la convivencia social y para el orden público. Lo que está en litigio no es si el aborto es bueno o malo moralmente, sino si debe o no ser penalizado por el poder estatal. A esta cuestión me ceñiré en las páginas siguientes. E Para justificar la penalización del aborto se aducen, sobre todo, tres argumentos. Primero. El respeto a la vida. La vida es fuente de todo valor. ¿Cómo no defenderla? Sólo quien elija la nada o el absurdo podría negarla. Pero la ternera que alimenta a mis hijos también es vida y hasta los huevos que rompo en el desayuno. ¿Debería castigárseme por eso? ¿Debe el poder público penalizar a quien corta una flor, destello de vida, en su jardín, para ofrecerla? El respeto a la vida forma parte de las más elevadas concepciones éticas y religiosas. En la actualidad influye en las discusiones, por ejemplo, sobre los “derechos” de los animales. La vida, en general, exige para perdurar la subsistencia de unas especies en perjuicio de otras y de unos individuos a costa de los menos aptos. Del respeto a la vida, sin más, no puede inferirse, por lo tanto, la prohibición de acabar con cualquier forma de vida en cualquier circunstancia, sino sólo que, de hacerlo, sea por las necesidades de sobrevivencia de otra vida y no por diversión o inconciencia. Podría concluirse también el deber moral de evitar la crueldad y el sufrimiento innecesario de cualquier viviente, pero no la prohibición de interrumpir el ciclo de la vida misma, el cual implica la muerte para que la vida continúe y se preserve. La embriología ha comprobado un paralelo estrecho entre la ontogenia y la filogenia, es decir, entre las formas por las cuales pasa el embrión en su gestación y las estructuras biológicas que corresponden a las fases más significativas en la evolución de las especies. Conforme se desarrolla, el embrión humano va transitando por formas semejantes al pez, al anfibio, a los mamíferos inferiores, a los antropoides. El embrión, en cualquiera de las etapas de su desarrollo, merece el mismo respeto que cualquiera de las formas de vida a las que es afín. Para afectar la controversia sobre el aborto, el respeto a cualquier vida no basta. Habría que añadirle un adjetivo. Pasamos así al siguiente argumento. Segundo. El respeto a la vida humana. “El aborto es un asesinato”, se dice. No dejemos que la indignación irracional nos ofusque. “Asesinato” significa dar muerte a una persona humana. ¿Es el feto una persona humana? Para reconocer si algo es una “persona humana” debemos señalar ciertas notas defi- LA GACETA 19 nitorias que debe tener para que le convenga con propiedad ese término. ¿Cuáles pueden ser éstas? Se han propuesto varios criterios. El más obvio y general sería: ser un individuo de la especie biológica homo sapiens, que vive separado de cualquier otro, capaz por lo tanto de sobrevivir (alimentarse, crecer, desplazarse, etc.) y ejercer sus funciones biológicas. Ese criterio no es aplicable al feto sino sólo al niño después de que ha abandonado el cuerpo materno. En rigor, es el único criterio jurídico. Siguiendo ese criterio, sólo el niño tendría derechos. Luego, estaría permitido el aborto en cualquier momento, sin restricciones. Pero sentimos que ese criterio sería demasiado amplio. En efecto, podríamos pensar que antes aparecerían ya caracteres de persona en el feto. Si así fuera, correríamos el riesgo de dañar a una vida humana. Para evitarlo, en caso de duda, es más prudente atenernos a criterios más estrictos. Es razonable pensar que una persona humana es sólo un organismo que tiene las condiciones mínimas para desarrollar una vida psíquica propia del hombre. Desde antiguo, el hombre se ha definido como un animal de razón, o de lenguaje, o de acción intencional, no por sus puras funciones vegetativas o animales. ¿Cuál puede ser un signo seguro de esa capacidad humana? Algunos dirían que la vida relacional o de comunicación; de mo- do que sólo llamaríamos “humano” al feto cuando diera muestras de ser afectado por acciones humanas exteriores o de responder a estímulos provocados. Pero ese criterio es poco preciso y podría dejar aún muchas dudas. Seamos, pues, más estrictos. Busquemos el signo mínimo, sin el cual no puede darse la vida racional propia de lo humano: es la existencia de la corteza cerebral. Ésta se forma aproximadamente a los tres meses del embarazo. Sólo después de esa fecha podemos decir que existen las condiciones mínimas para que haya una vida humana. Aun mucho antes de la aparición de la fisiología moderna, ese hecho fue reconocido. En la Edad Media, teólogos y filósofos se dividieron entre los partidarios de la “animación inmediata” y los de la “animación retardada”. La mayoría compartía esta última concepción; pensaba que el alma humana sólo informaba el cuerpo al cabo de dos meses de gestación, porque sólo entonces encontraba la “materia” adecuada para aquella “forma” específica; antes no había alma racional en el feto. De esta opinión fueron san Agustín, san Buenaventura, santo Tomás y otros muchos. Santo Tomás de Aquino pensaba que en el producto varón la animación acontecía a las ocho semanas, y en el producto mujer, a las diez, pues era bien sabido que el varón, por ser menos perfecto, se forma con mayor rapidez. (Nosotros nos preguntaríamos si algún obispo mexicano excomulgaría actualmente a santo Tomás por sostener esas ideas que serían contrarias a lo dicho por el Vaticano.) Pero, por razonable que parezca este criterio, no todos se avienen a él. Otros proponen uno más radical, que recuerda la tesis de la “animación inmediata” sostenida por una minoría de teólogos escolásticos en la Edad Media: ya habría persona humana desde el momento en que un óvulo y un espermatozoide se unen. Pero este criterio no resiste objeciones sólidas. El óvulo fecundado es, sin duda, una célula viva que contiene la programación genética del futuro individuo, pero no es aún ese individuo. El cigoto contiene las fuerzas que, dadas otras muchas condiciones necesarias, se desarrollarán para constituir una persona humana, pero no es esa persona; del mismo modo que la semilla en la tierra no es el roble. Sólo por analogía podría llamarse al feto, antes de tener las condiciones mínimas para una vida mental, “persona”, cuando mucho cabría decir que es una condición necesaria pero no suficiente que, aunada a otras condiciones, puede dar lugar a una “persona humana”. Tercero. El derecho del feto. El último argumento invoca un “derecho” a la vida; pero obviamente no se refiere a cualquier vida, sino a la del feto humano. Pero ¿es el feto un sujeto de derechos? Éste ya no es un problema científico ni moral, sino jurídico. Sujeto de derechos y deberes, en una sociedad bien ordenada, es una persona sujeta a las leyes y reconocida por éstas. En un sentido estricto, esa característica la adquiere el niño recién nacido, reconocido como ciudadano, al ser inscrito en el registro civil. Antes de su nacimiento, el feto no puede ser considerado un sujeto jurídico, es sólo parte de otro sujeto: la madre. Simplemente carece de sentido preguntarse si tiene o no derechos y deberes en la sociedad, porque esos términos sólo pueden atribuirse a los ciudadanos reconocidos por el Estado. Sería un contrasentido dictar leyes que se refieran a algo que no puede ser sujeto de derechos. Las únicas leyes que pueden dictarse se refieren a quien sí es sujeto jurídico: la madre. Desde un punto de vista estrictamente jurídico, no existe ningún derecho del feto. En cambio, la penalización del aborto podría infringir los derechos de la madre. No obstante, podría sustentarse otra postura más laxa. Se podrían interpretar los derechos humanos básicos como el reconocimiento por el orden jurídico de un valor inherente a una persona, aun cuando no tuviera las características que definen a un ciudadano. Según esa interpretación, no podría sostenerse que el embrión, antes de los tres meses de gestación, tuviera algún derecho, pues —como vimos— no cumple con las características mínimas para ser calificado como persona humana, sino sólo para considerársele una condición necesaria no suficiente, para que se desarrolle, a partir de él, una persona. En cambio, si aceptáramos esa interpretación lata de los derechos humanos, podríamos hablar de ciertos derechos del feto después de ese periodo de tres meses, en tanto “persona en potencia”, puesto que ya cuenta con las condiciones mínimas de una vida humana. Pero entonces, esos derechos podrían oponerse a los de la madre. En efecto, la penalización del aborto ¿no infringe los derechos de madre? Está claro que, en muchos casos, atenta contra los derechos inviolables de la mujer. Atenta contra el derecho de todo individuo a decidir sobre su propiedad, por lo tanto, sobre su propio cuerpo. Mientras el feto se alimenta, respira y crece gracias al organismo materno, es parte del cuerpo de la madre. El Estado tiene la obligación de garantizar ese derecho. Atenta contra el derecho de todo individuo a decidir su propio plan de vida y realizarlo. El embarazo no deseado puede ser un obstáculo serio para la realización de la vida que la madre ha elegido. En situaciones de estrechez económica, de exceso de hijos que atender, de enfermedad, ese obstáculo puede anular para ella cualquier posibilidad de vida con un mínimo de libertad. Sólo cuando el LA GACETA 20 embarazo es asumido con plena libertad por la mujer no infringe sus derechos. Atenta contra el derecho de todo individuo a la preservación de la salud. Según datos de la Cámara Nacional de Hospitales, los abortos ilegales, en México cuestan la vida a miles de mujeres al año. El Estado tiene la obligación de proteger a esas mujeres y de suministrarles asistencia médica para que una decisión sobre su cuerpo, que a ellas compete, no ponga en riesgo su vida. Atenta contra la igualdad de oportunidades a que todo individuo tiene derecho. Sólo las ricas abortan en condiciones satisfactorias. El castigo legal del aborto sólo se aplica a quienes no tienen medios para pagar lo necesario y están abandonadas a sus propios recursos. La penalización del aborto es un factor más de discriminación social. En todos los casos de embarazo no elegido ni deseado, los derechos de una “persona en potencia” (como podría ser calificado un feto después del desarrollo de su sistema nervioso cortical) y los de una persona actual (con todos los derechos consagrados por el orden jurídico) entran en colisión. Lo razonable es que los de la persona adulta deban prevalecer. Sólo ella es capaz de decidir racionalmente, sólo ella detenta la dignidad de la persona autónoma que justifica su reconocimiento por el Estado como sujeto pleno de derechos humanos básicos. Si existe conflicto, a la mujer compete, por lo tanto, decidir si debe o no interrumpir su embarazo. El Estado debe, cuando más, garantizar que esa elección sea libre y que esté justificada en el derecho de la mujer a evitar obstáculos serios para el cumplimiento de sus necesidades de vida. El aborto es un acto doloroso, cruento, a veces trágico. La manera de prevenirlo no es el castigo, que sólo fomenta los abortos clandestinos, sino la educación sexual, la difusión masiva de los medios anticonceptivos, la asistencia médica. Calificar o no de “crimen” al aborto es competencia de la conciencia individual. Si no existen criterios universales aceptados en esta materia, ¿cuál alternativa es mejor? Penalizar el aborto implica conceder al Estado el privilegio exclusivo de decidir sobre un asunto moral y atentar contra los derechos de las mujeres para imponerles su criterio. Despenalizar el aborto no implica justificarlo moralmente, menos aún fomentarlo. Implica sólo respetar la autonomía de cada ciudadano para decidir sobre su vida, respetar tanto a quien juzga que el aborto es un crimen como a quien juzga lo contrario. En un asunto tan controvertido, ¿cuál es la actitud más razonable? • El contenido de este ensayo proviene de tres artículos aparecidos originalmente Observaciones elementales en la discusión sobre el aborto ✸ Hugo Hiriart I l maestro Schopenhauer establece entre sus preceptos de bien vivir el siguiente: “No combatas la opinión de nadie; piensa que si se quiere disuadir a todas las personas de los absurdos en que creen no se habría acabado aun cuando se llegase a la edad de Matusalén. Abstengámonos también de cualquier observación crítica, aun cuando se haga con la mejor intención, porque herir a las personas es fácil, corregirlas, difícil, si no imposible. Cuando los absurdos de la conversación que estamos en el caso de escuchar comienzan a irritarnos, debemos imaginar que asistimos a una escena de comedia entre dos locos. Probatum est: el hombre nacido para instruir al mundo sobre los asuntos más importantes y más serios, puede decirse afortunado cuando sale sano y salvo”. Creo y suelo seguir el sabio consejo del maestro, pero esta vez voy a desoírlo para dirigirme a los fundamentalistas que combaten el aborto. No quiero convencerlos de nada, por supuesto, sólo articular unas observaciones lógicas para dar en qué pensar, en el caso, improbable, que quieran no sólo emocionarse y vociferar prohibiciones, sino pensar un poco en lo que sostienen. Obligación de matizar. No sólo el aborto, sino muchas cosas “atentan contra la vida”. Arrancar del suelo una lechuga orejona es E también atentado, y no digamos comer un pollo o una vaca. Pero de seguro expresiones como “pro vida” no se refieren a la vida en general, sino sólo a una parte de lo viviente. Es decir, a la vida humana. Por lo tanto, decir “pro vida” a secas, sin matizar, recortando el adjetivo, es contradictorio y engañoso: atentados contra la vida (en general) —comer ensaladas, huevos o carne roja— no sólo están permitidos, sino son necesarios a la propia. ¿Y por qué entonces no se dice “pro vida humana”? Bueno, porque no sólo no es lucidor ni emocionante, sino es obvio y atontado, dado que nadie, absolutamente nadie, está o puede estar en contra de “la vida humana”. Ese rival no existe. Toda discusión empieza en qué ha de entenderse por “vida humana” y cómo ésta ha de defenderse. Dado que esto es paladino y obvio, no queda sino estimar que la confusión implícita en el uso acortado de “pro vida”, y todo el parloteo consecuente de “defender la vida”, son deliberados y con fines de manipulación demagógica. Porque, claro, a la gente se le llena la boca hablando de “vida”, más si es emotiva y de cortos alcances, aunque, como hemos visto, esta manera de parlar sea tan débil e inestable que se viene abajo al primer examen. Personas. El punto no es entonces si el embrión recién concebido está vivo, dado que una lechuga orejona o un tumor maligno LA GACETA 21 también están vivos y nadie los defiende, sino si ese embrión es persona humana o no. Los fundamentalistas creen que sí es, desde la concepción. Pero es obvio que están equivocados y no es persona. La prueba es muy sencilla y contundente y dice así: Del embrión recién concebido no se sabe: a) si es una, dos o más personas; b) si es macho o hembra. No puede haber una persona humana de la que se ignoren a) y b), esto es, si de algo se ignora el número y el género, ese algo no puede ser persona. Luego entonces, ese embrión no es persona humana. Tenemos que estar de acuerdo en esto. Status de lo potencial. Se dirá que el embrión ese no es persona, pero que lo será, que es persona humana en potencia. Claro, pero eso cambia por completo la cuestión y la hace, y en extremo, discutible, metafísica. Examinemos un poco si ese ser en potencia tiene: 1) la misma realidad; 2) el mismo valor; 3) los mismos derechos que lo que está en acto. Es obvio que 1) no tienen la misma realidad: un huevo de gallina no cacarea; 2) tampoco tienen el mismo valor: un cuadro en potencia de Vicente Rojo, no pintado todavía, no puede extraviarse ni alcanzar precio en el mercado; 3) es horrible echar una gallina viva en una olla de agua hirviendo, pero no cocer un huevo; Carlos, que es rey potencial de Inglaterra, no tiene ahora derechos de rey. Por lo tanto, hay espacio para estimar que quien elimina un embrión —que no es persona más que en potencia, dado que no tiene realidad plena, valor o derechos— no comete ningún crimen. Obsérvese con cuánto cuidado y rendimiento formulé la declaración: “hay espacio para estimar...” Porque soy tolerante con quienes piensan diferente que yo en esta discutible cuestión metafísica. No quiero imponérsela a nadie. Podemos dialogar y estar o no de acuerdo; pero me parece bárbaro que de argumentos metafísicos, disfrazados con vocerío emotivo, manipulador, se intente extraer consecuencias penales, esto es, que se imponga una tesis metafísica en extremo discutible —falsa de plano, para mí y para muchos— a toda la sociedad. Además, la tesis fundamentalista de la realidad de la potencia puede tener extrañas, ingobernables y catastróficas consecuencias, como veremos en la segunda parte. II Hicimos en la primera parte algunas observaciones muy elementales, pero precisas, sobre la discusión del aborto. Vamos en lo que sigue a hacer algunas consideraciones sobre el embrión como humano en potencia. Vuelvo a advertir que no quiero convencer a nadie de nada, sino dar elementos para pensar en el asunto, si es que se quiere pensar en esto y no sólo andar vociferando consignas. Vamos, pues, a hablar un poco de metafísica. ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? Aristóteles se inclina a pensar que la gallina. ¿Por qué? El ser en acto tiene una carga de realidad (por decirlo así) que no tiene el ser en potencia. Expliquemos qué es esto de “carga de realidad”. Miremos bien, sin prejuicios: el ser en potencia es borroso, impreciso, problemático. Por ejemplo: en el trozo de mármol estaba en potencia el David de Donatello, de esta primorosa escultura, que ya está en acto por acción de la talla del artista, podemos decir muchas cosas: qué tamaño tiene de ancho y de alto, cuánto pesa, qué edad le calculamos al muchacho representado, etcétera. Pero en ese mismo trozo de mármol había y hay otras esculturas diferentes en potencia, que podían haber tallado Donatello mismo u otros artistas diferentes. Y bien, de esas esculturas en potencia, ¿qué podemos decir? Nada, y sin embargo ahí están. Por eso, porque no podemos decir nada de esas criaturas potenciales, decimos que su ser es borroso, sin carga de realidad, impreciso, poco más que un sueño. ¿Qué realidad le concedemos a lo posible? He aquí el problema. ¿Qué realidad tienen las obras que Mozart, por su temprana muerte, no alcanzó a componer? Alguna tienen; podemos, por ejemplo, asegurar que no sonarían a Schoenberg, sino serían por fuerza mozartianas. Pero, dado que el ser de estas obras es conjetural, no queda sino jugar con posibilidades. Eso es lo malo, no hay nada firme aquí: si abrimos esa puerta, nos llenamos de fantasmas. Me explico y abro ya mi juego: el compuesto químico o embrión X, del que decimos con razón que es un humano en potencia, ¿cómo puedo distinguirlo de la mera posibilidad Y? Entendida esta posibilidad, por ejemplo, como el ser que podría haberse suscitado si A y B se hubieran apareado en el momento T. Suena fantástico, descabellado, hablar de este posible ser. Sin embargo, es consecuencia de conceder pleno ser al borroso ente en potencia. Esto es, abierta esa puerta, no hay cómo cerrarla y se cuelan por ahí todos los fantasmas. Tal vez por eso, ni san Agustín, padre de la Iglesia, ni santo Tomás, doctor de la Iglesia, tan avisados, tan listos los dos, aceptaron que el embrión recién concebido fuera persona o tuviera alma inmortal. Otras razones metafísicas de la primacía del acto sobre la potencia son las siguientes. En todo ser, afirman Aristóteles y santo Tomás, hay materia y forma (tesis hilomorfista); la materia es receptividad plena, potencia pura de todo acto, no cognoscible y sólo definible negativamente. Cuando un trozo de madera se quema y se hace ceniza, hay tránsito de la potencia al acto: la ceniza, en potencia de la madera, se actualiza por acción del fuego. Eso que permanece en el cambio es la materia; eso que cambia es la forma, antes madera, ahora ceniza; el cambio ha sido sustancial: la madera no es ceniza (con ceniza no fabricas un palo de escoba). Entonces, la materia, capaz de serlo todo, no es algo sino cuando la determina la forma. Con ella el ser se realiza, empieza a ser lo que es. Y es, en definitiva, la realización de una idea (la voz griega “forma” se traduce habitualmente por “idea”). Esta idea, al abstraerla la inteligencia, al separarla de su modo de realización material, se convierte en una idea en nuestra mente. LA GACETA 22 Así pues, lo que da realidad al ser, y al obrar para llegar a ser, es la forma. “Por naturaleza”, dice Tomás, “todo lo que está en acto, mueve, y por naturaleza todo lo que está en potencia, es movido.” Por lo tanto, sin forma de gallina no habría huevo; el acto dirige, mueve a la potencia (el huevo por sí mismo no garantiza nada). Lo que es, el ser realizado, pleno, es en acto. Dios, ser supremo, es acto puro, único con esa naturaleza, en él no hay potencia alguna. La potencia absoluta, un ser que fuera sólo potencia, potencia perpetua, según Aristóteles, no puede existir. Por todo esto, hay amplio espacio para estimar que el embrión recién concebido no tiene realidad plena ni valor ni derecho alguno, y quien esto sostenga no es un criminal o un loco, sino, a lo más un equivocado (y no lo creo) en un asunto sutil y disputado. Lo que caracteriza al fanatismo, se ha dicho, es “tenacidad y furia”, pocos espectáculos humanos tan inquietantes y desagradables como el del fanático. Porque ese humano reniega de sus facultades racionales, estrecha su visión y presiona sobre un solo punto. No hay persona más peligrosa que la que no duda de tener toda la razón. Por eso me animé a escribir estas observaciones, para airear el asunto y dar elementos de duda y discusión. Nada más. • Artículo aparecido originalmente en La Jornada Daniel Cosío Villegas o el sentido del conocimiento ✸ Adolfo Castañón El ensayo que ofrecemos a continuación ha sido escrito a propósito de la edición reciente de la Iconografía de Daniel Cosío Villegas, publicada por el FCE en la colección Tezontle. Daniel Cosío Villegas, uno de los fundadores del FCE y su primer director, el historiador Luis González lo ha llamado “Caballero Águila de la Revolución”.1 Este apelativo subraya algunos de los rasgos del escritor, editor, historiador, economista, periodista internacionalista y fundador del Fondo: su agudo espíritu combativo, su mirada visionaria, su imperiosa necesidad de libertad, su fidelidad y lealtad a la causa nacional mexicana, virtudes todas del águila. Del Caballero tiene Cosío Villegas la espontánea elegancia del bien nacido, del que ha sido feliz y la férrea disciplina del ángel. Estas cualidades se traslucen en no pocas de las fotografías que la mano diestra de Alba C. de Rojo ha sabido elegir y disponer a lo largo de este libro iconográfico. Las imágenes con que aquí se va escribiendo y describiendo la vida de la persona del autor de la Historia Moderna de México, parecen ser tantas como sus años, que alcanzaron setenta y ocho —pero, al igual que sus años de vida, parecen muchas más las páginas de la Iconografía2 que lleva a manera de prólogo la emotiva semblanza que Enrique Krauze (el autor de Caudillos culturales de la Revolución mexicana) escribiera con motivo del XXV aniversario del fallecimiento del autor de Extremos de América y que fue leída en la ceremonia organizada por El Colegio de México—. Cosío Villegas vivió sus años y sus páginas a plenitud. No escribía nada que no hubiese pensado o sentido intensamente. Esa intensidad —la de la mirada del águila— la comparte con no pocos compañeros de viaje en el tiempo como Manuel Gómez Morín y Eduardo Villaseñor, entre otros; a quienes les tocó vivir aquellos años caóticos y esperanzadores que transcurren entre “1915” —como Gómez Morín titula su ensayo— y 1925, año en que sale del país José Vasconcelos después de ha- A ber lanzado desde la Secretaría de Educación Pública una campaña contra el analfabetismo y a favor de la difusión de las humanidades clásicas. La Revolución empezaría pronto a institucionalizarse y eso quería decir que la guerra contra la ignorancia y la estupidez debía volverse razón de Estado. Daniel Cosío Villegas pertenece a esa generación de mexicanos que ven despuntar su juventud cuando todavía arden las últimas brasas del proceso revolucionario que dio término a casi cuatro décadas del “porfiriato” —como, siguiendo a Alfonso Reyes, Cosío Villegas llamó a este antiguo régimen dictatorial—. Al igual que la generación inmediatamente anterior —la de Alfonso Reyes, José Vasconcelos y Martín Luis Guzmán— ésta nace con la conciencia de que, para México, la República ha sido un sueño interrumpido por la dictadura. El brillante elenco de escritores y políticos que produjo la Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma habría de nutrir con su ejemplo a varias generaciones de mexicanos después de la Revolución. Ese fervor laico e igualitario, a la par cosmopolita y nacionalista, ferozmente celoso de la independencia y la soberanía nacionales informa con su inspiración los trabajos y los días de una generación —la de Daniel Cosío Villegas y Gómez Morín— que ha extraído la lección histórica y regional de la soberanía nacional. La libertad y la independencia de los países surgidos del crisol ibérico sólo sabría darse a través del reconocimiento recíproco de y entre estos países. No es una casualidad que la primera foto de nuestra Iconografía presente a la mesa directiva de la Federación Internacional de Estudiantes en 1921, presidida entre otros por Daniel Cosío Villegas de México y Raúl Porras Barrenechea de Perú. Detrás de esta imagen alienta el espíritu del uruguayo José Enrique Rodó quien en el Ariel, Los motivos de Proteo y El mirador de Próspero, supo poner de cabeza los argumentos racistas de Hegel y Gobineau en contra de la civilización mestiza y criolla de la América Latina, española y portuguesa. También alienta ahí el espíritu de otros escritores de la generación de 1900 como Manuel Ugarte, José Vasconcelos, Pedro Henríquez Ureña o el mismo Carlos María Mariátegui, quienes buscan afinar la sintaxis entre las culturas latinoamericanas como una forma de integración y autodefensa continental. LA GACETA 23 Junto con sus compañeros, amigos —como Manuel Rodríguez Lozano, Gustavo Baz, Samuel Ramos, entre otros— y algunos jóvenes discípulos, se entrega a un fervoroso y entusiasta activismo cultural invariablemente guiado por la voluntad de verdad y la curiosidad. Los primeros años del joven hijo del severo Miguel Arcángel Cosío y de doña Leonor Villegas son alborotados e inquietos: da clases, escribe en la página estudiantil creada por iniciativa suya en Excélsior, se involucra en la organización del Congreso Internacional de Estudiantes, colabora en la traducción, desde el francés, de Plotino, se solidariza con los obreros, estudia derecho, se empieza a interesar por la economía y por los problemas de la tierra, se ensaya y atreve como novelista y autor de miniaturas literarias, estudia literatura con Pedro Henríquez Ureña y escribe una tesis (¡cómo nos gustaría leerla!) titulada “La teoría del hombre recto en la literatura del Siglo de Oro”. El inquieto y versátil dandy de aquellos primeros años —véanse las fotos de 1926, pp. 21-25, o el retrato de Manuel Rodríguez Lozano de 1925— parece justificar cabalmente aquel elogio del curioso y del diletante que escribió su amigo de todas las épocas, el eminente Eduardo Villaseñor —personaje, por cierto, al que debería prestarse mayor atención—: todo lo que es un misterio, todo lo desconocido, provoca nuestra curiosidad. ¿Qué es la aventura? ¿Qué la determina y la afina? En primer lugar, la curiosidad; después el deseo de descubrir lo desconocido, lo inesperado. Si sabemos de antemano lo que vamos a encontrar no es aventura. Pero el acicate que la mueve es siempre la curiosidad. La aventura es, pues, la aventura de la curiosidad, y ésta es a su vez, la espina dorsal de la aventura. [Eduardo Villaseñor, “De la curiosidad y otros papeles”, Letras de México, México, 1945, p. 32.] Si los escritores latinoamericanos de 1900 —Rubén Darío, Amado Nervo, Leopoldo Lugones, Francisco y Ventura García Calderón— se creen una generación “perdida”, que siente “ahogarse” en su propio medio y que carece de oxígeno en su propia tierra —para frasear a Manuel Ugarte—,3 la generación de Daniel Cosío Villegas (1899), Rodríguez Lozano (1895) —su amigo y autor de un excepcional retrato—, Eduardo Villaseñor (1896), Carlos Pellicer (1897), José Gorostiza (1901), Jorge Cuesta (1903), Xavier Villaurrutia (1903) y Salvador Novo (1904) comprenderá, gracias en parte al aislamiento producido por la Revolución, que si se carecía de oxígeno en la propia tierra era preciso producirlo mediante la comunicación iberoamericana —comercio que incluye y presupone un conocimiento tanto de la política de los Estados Unidos como de su cultura. En ese sentido no resulta sorprendente que en Cambridge y Harvard, el joven Daniel Cosío Villegas (pp. 23-25) procure armarse, hasta donde era posible, de un plan de estudios personal y nacional para mejor encarar y comprender la realidad que lo aguarda al regreso. Equipado con esos saberes, Cosío Villegas trabajará los próximos años creando las condiciones para que ya no se carezca de oxígeno intelectual en la propia tierra: así es natural que el camino que culminará con la fundación de la editorial Fondo de Cultura Económica y su ambicioso proyecto de formación de lectores, pase por la inauguración de la sección dedicada a los estudios económicos en la universidad, los cursos de teoría económica y sociología y, paralelamente, por la redacción de documentos como los Estudios sobre la creación de un organismo económicofinanciero panamericano. Pero ni en México ni en ningún país latinoamericano esa creación de oxígeno cultural puede hacerse desde la altiva torre de la inteligencia pura: desde Alamán y Altamirano hasta Justo Sierra, José Vasconcelos, Jaime Torres Bodet o Jaime García Terrés, en México el arquitecto intelectual tiene que hacerla de albañil —por eso diría Alfonso Reyes: nuestros maestros son maistros, “los maistros del huarache espiritual”, como escribe refiriéndose a Guillermo Prie- to—, y el intelectual ha de responsabilizarse de la función pública, y resignarse a aceptar encargos, designaciones, nombramientos y encomiendas como parte de su tarea civil y aun de su quehacer intelectual; de modo que puede pensarse que, por ejemplo, el escritorio del consejero financiero en Washington entre 1934 y 1936 es en cierto modo una extensión o un efecto de la cátedra. Esta circunstancia bifrontal, movilizadora, se agudiza con el advenimiento del presidente Lázaro Cárdenas al poder, el estallido de la guerra civil y de la crisis de la II República española, a la cual el gobierno de Cárdenas dará sin regateos todo su respaldo oficial, no sólo reconociendo diplomáticamente a la República sino apoyándola materialmente con hombres y pertrechos. Paralela pero independientemente, el embajador Alfonso Reyes trabaja de manera muy activa en Buenos Aires por la causa de Manuel Azaña y la República. En el marco de este apoyo se crearán las condiciones para que en 1937, a través de Luis Montes de Oca, director general del Banco de México, Cosío Villegas proponga formalmente desde Portugal a Lázaro Cárdenas la idea de invitar a México a un grupo escogido de escritores, artistas, científicos, filósofos e intelectuales españoles —como José Gaos, José Moreno Villa, Enrique Díez-Canedo, entre tantos otros— para que continúen aquí sus actividades. La idea andaba en el aire pero le toca a Daniel Cosío Villegas instrumentarla en Valencia con el subsecretario de Instrucción Pública, Wenceslao Roces, luego benemérito traductor de Marx y otros muchos autores para el Fondo de Cultura Económica. Con esta iniciativa encaminada, se le dará un nuevo impulso a aquel sueño cultural y político de la patria grande iberoamericana LA GACETA 24 —que animó tanto y tan bien a la misión itinerante de la Raza cósmica de José Vasconcelos— como al espíritu insurgente de los jóvenes estudiantes rebeldes de Córdoba, Argentina, en 1919 —entre los que se encontraban Arnaldo Orfila Reynal, amigo de Cosío y luego director del FCE, y Germán Arciniegas, autor de aquel célebre libro El estudiante de la mesa redonda—. Al trasterrar y trasplantar a México las raíces de la España nueva, de la España peregrina, se fundan revistas, editoriales, nuevas instituciones (como Romance, Séneca, Leyenda por parte de los españoles o, del lado mexicano, la Casa de España, luego El Colegio de México); o cobran nuevo y vigoroso aliento las ya existentes, como la UNAM o el propio FCE. La máquina de fabricar oxígeno intelectual se ha puesto en marcha y Daniel Cosío Villegas está, con Alfonso Reyes, al frente de ella tanto desde el FCE como desde la Casa de España. Una vez sembrada en México la semilla de la palabra —la semilla de la editorial y la del centro de estudios avanzados en humanidades que será El Colegio de México— Cosío proseguirá su tarea viajando intensamente por Hispanoamérica (véase la foto en Buenos Aires con A. Orfila, G. Losada y José Luis Romero), practicando la americanería andante, recogiendo los frutos sembrados por José Vasconcelos, Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes en Argentina, Brasil y Chile para traerlos de regreso a casa. Pero el aire, para que sea respirable, hay que moverlo y cambiarlo. Al inicio del periodo presidencial de Miguel Alemán —el primer presidente civil de México después de un largo elenco de militares en el Poder Ejecutivo—, Cosío Villegas abre puertas y ventanas con su ensayo “La crisis de México”, que desenmascara la autocomplacencia y el doble lenguaje de una Revolución mexicana tan dormida que ni siquiera ella misma sabe si está muerta. Daniel Cosío Villegas se da cuenta de que para conocer el presente y poder predecir con tino el porvenir es preciso transformar nuestro conocimiento del pasado: saber realmente qué pasó y, en consecuencia, saber dónde estamos. “La crisis de México” (1947) —ensayo por demás polémico, contemporáneo de El laberinto de la soledad (1949) y con el que tiene ciertos puntos en común— lo llevará a la concepción de su proyecto intelectual más ambicioso: la Historia moderna de México, obra que no podría haber realizado sin el conocimiento de la organización editorial y del trabajo en equipo que supuso la creación del FCE, que es, indirectamente, según yo, una de las madres o tías de esa historia. Sea como sea, la Historia moderna de México sería la culminación intelectual tanto de su obra de escritor como de su capacidad de organización del trabajo intelectual en equipo: al reconstruir en sus fuentes periodísticas y documentales dos periodos esenciales de la historia de México en los siglos XIX y XX, Daniel Cosío Villegas en México —junto con Luis González y González, Moisés González Navarro, Emma Cosío, Francisco Calderón, entre otros— practicaba una inmersión de cuerpo entero en la memoria social y en el sentido del conocimiento, y hacía coincidir en una sola empresa curiosidad y aventura, historia y política. Porque asomarse al pasado reciente de México era asomarse a su presente y a su futuro inmediatos. La lección de esa empresa titánica debe leerse en la acción periodística —acción civil— de sus últimos años (véase la foto con Julio Scherer, César Sepúlveda y Jorge Castañeda), donde pone al sistema político y el presidencialismo mexicano ante el espejo de su herencia republicana. Podrían leerse sus polémicos escritos políticos de los últimos años como una prolongación civilmente pedagógica de la misión vasconcelista y una extensión de la lucha contra el analfabetismo (político) y la estupidez burocratizada aplicadas al ámbito de la crítica civil. La práctica del hombre recto en la cultura mexicana del siglo XX encuentra en Daniel Cosío Villegas un ejemplo ilustre y revelador. Se ha dicho que no hay laberinto más complejo que la línea recta, pero la vida recta y limpia de Daniel Cosío Villegas parece menos un laberinto que una casa de estilo romano con un patio animado por una fuente en el centro. Esa fuente sería desde luego la conciencia que une la vida activa y la vida contemplativa en un solo fluido surtidor. Vida activa y vida contemplativa están unidas en Daniel Cosío Villegas, quien supo entretejer curiosidad intelectual y aventura histórica (polémicas con los vivos y controversias con los muertos) en una inteligente trama hospitalaria. Su vida en obra no se parece a un laberinto donde todo son callejones sin salida y caminos ciegos sino a una casa donde un espacio lleva a otro y todos los ambientes son susceptibles de integrarse a los demás: así, la juvenil inquietud política lleva a los estudios universitarios de economía que, a su vez, llevan a la vida editorial; la edición lo devuelve, de un lado al claustro universitario, del otro a la misión itinerante del diplomático de la que se beneficia el observador político y el negociador, a su vez alimentado por el impulso del historiador y el economista a quien no le es ajena la política. De hecho, esa correlación entre vida activa y vida contemplativa se cumple en la política. Y es que don Daniel fue un político pero no en el sentido que ha ido cobrando —más bien diríase adeudando— esta palabra, sino en la grave acepción que puede asumir la voz cuando se habla de política del espíritu o, como diría Jorge Cuesta, la política de altura. La exigencia de Cosío Villegas de hacer pública la vida pública que norma su vida en los últimos años periodísticos —tan bien subrayada por Gabriel Zaid—, ¿no viene acaso de esa necesidad de imprimir la claridad del pensamiento a los actos de la vida? Raíz por cierto de la civilidad y la amistad. Sin embargo, Daniel Cosío Villegas sólo será parcialmente un moralista; más bien se nos aparece como un hombre recto en acción; un hombre cuya línea de rectitud atraviesa la economía y la sociología, la edición y el enciclopédico diletantismo editorial, la enseñanza, la historia y el periodismo crítico. Esa línea nítida sigue como la luz esta figura que se recorta en siluetas y que nos dice no al oído sino a los ojos: es posible vivir como acción el pensamiento; es posible soñar con los ojos abiertos e incluso en la soledad crítica se puede encontrar el oasis —por ejemplo, con César Sepúlveda, Silvio Zavala, Julio Scherer, Enrique Florescano o Rafael Segovia, o con Luis González y González, Francisco Calderón, Moisés García Navarro y, por supuesto, Emma Cosío—, el oasis de una buena conversación. Hombre de curiosidad en su juventud, Cosío Villegas será hombre de aventuras en su madurez. Enrique Krauze lo ha llamado con expresión que ha hecho fortuna “empresario cultural”. Quizá se comprenda mejor el peso de esta voz si se recuerda que en el Renacimiento la palabra “empresa” está asociada a “hazaña” y aun a “aventura”. Cosío Villegas fue, junto con un puñado de sus contemporáneos, como Eduardo Villaseñor y Manuel Gómez Morín, un hombre de hazañas y aventuras, un desbravador de terrenos culturales, políticos e intelectuales, que tuvo la inteligencia y la fortuna de saber afinar su vocación —o sus vocaciones— con las solicitudes apremiantes de su país y de su tiempo. La guerra contra la ignorancia y la estupidez de que hablé arriba es paralelamente una lucha pública y privada por el sentido del conocimiento. El joven apuesto —de ojos inquisitivos en 1926 en Harvard y Cambridge— que está estudiando economía y, en particular, economía agrícola, tiene el pensamiento puesto en el firmamento intelectual pero también en la tierra. Desdeña el éxito y su culto ostentoso; su figura trasluce austeridad. Ve lejos pero no pierde de vista lo que tiene cerca (véase la foto de 1940, donde aparece en su escritorio de director del Fondo de Cultura Económica en la calle de Pánuco); tiende su mirada a traspasar, a escrutar, a penetrar —como en la foto de 1959, con César Sepúlveda—, cuando no a retar —como en aquella foto con Emma Cosío y Gabriela Mistral, en 1951, en Tlacotalpan, donde parece reclamar al fotógrafo la intromisión en su solaz vacacional. Diferentes aspectos de esa vida pueden verse a través de este álbum fotográfico donde se miran los trabajos y los días, los paseos, las conversaciones, los amigos y los familiares. Como todo álbum, éste tiene algo de personal y familiar y otro poco de ceremonial y LA GACETA 25 diplomático. Las imágenes nos van contando a través del paso del tiempo por el cuerpo y el rostro el tránsito de una persona cuya vida se va igualando al pensamiento, para citar aquella “Epístola moral a Fabio” que tanto influjo tuvo entre los jóvenes de finales del siglo XIX y principios del XX. Una vida informada por la rectitud, es decir por la conciencia de que existe una línea recta entre la república soñada y practicada por los antepasados y la república que se va conquistando día con día mediante la crítica y la autocrítica. Curiosamente, el fervor crítico de estos últimos años tiene muy poco de crepuscular y mucho de inaugural: su crítica está hecha desde un tiempo que es el de la esperanza. Enrique Krauze cierra la semblanza que abre esta Iconografía recordando cómo en el sepelio de Daniel Cosío Villegas éste le presentó póstumamente a Octavio Paz, quien se presentó para saludar y despedir a uno de los hijos de la república crítica en México. El Caballero Águila de la Revolución —Cosío Villegas— era así acompañado a su última morada por el Caballero Tigre de la Democracia —Octavio Paz—: los dos guerreros se dan la mano bajo la luz de ese inmenso sol que es el mundo moral. La república y la vida pública están indisociablemente unidas al libro y su orden. Si igualar con la vida el pensamiento fue una norma vital para Daniel Cosío Villegas y no pocos de sus compañeros de generación, la revisión de esta Iconografía donde se puede sorprender al hombre que está detrás de las ideas, es una invitación a recordar, en el 67 aniversario de la editorial fundada por él y un grupo de amigos, que en la raíz de esta torre de libros se encuentran trenzadas, trabadas, la palabra y la voluntad de un puñado de seres humanos ansiosos de despertar. El árbol frondoso de libros que es hoy el Fondo de Cultura Económica ha nacido de las semillas plantadas por Daniel Cosío Villegas. Las imágenes de su rostro y su persona son signos de esa inteligente fecundidad. NOTAS 1. Luis González y González: “Daniel Cosío Villegas: Caballero Águila de la Revolución”, en De maestros y colegas, Clío, El Colegio Nacional, t. XVI, prólogo de Jean Meyer, México, 2000, pp. 261-280. 2. Daniel Cosío Villegas: Iconografía. Presentación de Enrique Krauze. Archivo fotográfico de Emma Cosío Villegas. Investigación iconográfica y selección de textos de Alba C. de Rojo. Biografía y bibliohemerografía de Adolfo Castañón. Diseño gráfico: La Pleca/VRC. Fondo de Cultura Económica. Colección Tezontle, México, 2001, 113 pp. 3. Manuel Ugarte: Los escritores iberoamericanos de 1900 [1942]. Todo lo que erosiona ✸ Claudia Hernández de Valle Arizpe Pero todo lo que se ama se hace enigmático, se vuelve incomprensible. MARÍA ZAMBRANO Sé que sólo puedo contar mi historia pero me obstino en la biografía de los árboles. Qué pasaría si olvidara, de memoria, todo el pasado y no pudiera verme en la euforia de este minuto; en su fasto amarillo que me celebra. Seguiría quedando mi rostro y en sus caminos y surcos, reconocible para los otros, una biografía incierta. Creo en la biografía de las piedras. Todo lo que erosiona deja huella. Y quizá las palabras nos lleguen tan sólo para preguntar a quien no puede respondernos. Miro la nacionalidad de lo que no tiene territorio sino puro silencio como la voz del agua en todas sus formas y en esa larga lista de maravillas, apenas quepo. ¿Y por qué, entonces, la palabra? El rostro es la palabra y el rostro es el cuerpo. Todo tiene un rostro. LA GACETA 26 El hipogeo secreto de Elizondo ✸ Óscar Mata El siguiente texto fue leído por su autor en el homenaje que el FCE le hizo a Salvador Elizondo en el marco de la pasada Feria Internacional del Libro de Monterrey. unque Salvador Elizondo publicó su primer libro a los 28 años (Poemas, 1960, edición del autor), fue realmente conocido hasta la novela Farabeuf, o la Crónica de un instante (1966), que le valió el premio Xavier Villaurrutia. Farabeuf constituyó todo un acontecimiento literario por su insólita —para las letras mexicanas— mezcla de erotismo, sadismo y elementos chinos en una novela cuya escasísima acción exterior sucede en París, a inicios del siglo XX. Cierta vez don Joaquín Díez-Canedo, el gran y generoso editor que en paz descanse, me comentó que él mismo se encargó de leer el manuscrito de Elizondo y entusiasmado decidió publicarlo pues “se trataba de un libro que nos podía dar mucho”. Don Joaquín se refería a su casa editorial, pero su frase bien puede aplicarse a la narrativa mexicana de la segunda mitad del siglo XX. En la década de los sesenta había dos tendencias claramente distinguibles dentro de los jóvenes narradores: por un lado la literatura de la onda y por otro la escritura. Los onderos eran más populares y tenían un número mayor de lectores, quienes cultivaban la escritura resultaban más herméticos. Con el paso del tiempo las dos tendencias han quedado como meras curiosidades y pronto Salvador Elizondo se reveló como el escritor más sólido de ambas promociones. Dos años después, en 1968, apareció la segunda novela de Salvador Elizondo: El hipogeo secreto, obra hermana de Farabeuf. La crónica de un instante es un trabajo eminentemente sensorial, mientras que El hipogeo... se centra en la actividad del intelecto. Se podría decir que la primera es una sensación mientras que la otra es una idea. Elizondo se valió de distintos procedimientos para escribirlas. Farabeuf con base en la evocación, el A procedimiento sensorial que recrea un acto con el auxilio de actos perceptivos. En el caso de El hipogeo secreto empleó “el rito maravilloso y mágico de la invocación”, cuya actuación es “de una manera que trasciende la superficialidad y la aparente banalidad de las sensaciones”, según explica en su ensayo “Invocación y evocación de la infancia”, incluido en Cuaderno de escritura (1969). Para Elizondo hay algo etéreo y mágico en la invocación: “Los sentidos desaparecen, se vuelven como espectros inútiles al contacto con esa presencia trascendental de las esencias. No somos ajenos al carácter mágico de la invocación que nos lleva (a nuestro destino de nostálgicos) mediante el proferimiento de la palabra que como en los encantamientos encierra la clave del misterio” (p. 24). No en vano en muchos momentos los personajes de El hipogeo secreto dicen que el autor del libro donde viven es un mago, un dios; éste no es otro que El Imaginado, personaje autor de El hipogeo secreto, la novela que narra, cuenta, noveliza la escritura de la novela: “La novela es un prodigioso y arduo juego del espíritu y de la escritura, estamos en libertad de ir inventando las reglas conforme vamos jugando” (p. 15). La frase anterior es la penúltima del ensayo “Teoría mínima del libro”, en el cual Salvador Elizondo afirma que la creación es el encuentro de un hombre con el misterio, la huida del origen hacia “algo” vago e impreciso. Concibe la escritura como una heurística con mucho de alucinación que supone una manifestación unívoca de la realidad. Sin embargo, en todo autor hay un descenso a los sentidos que, al percibir la realidad, la disgregan. La pureza de una obra está dada de acuerdo a su capacidad de abstracción con respecto a la degradación sensorial. El hipogeo secreto presenta la tentativa de un escritor por realizar la abstracción de su labor dentro de los marcos del más impuro género literario: la novela. Se busca la pureza a través del género que tolera la presencia de ensayo, poesía, teatro, etc. en su seno. El único medio es el lenguaje, medio que en algún momento se convierte en fin. Entonces la forma —las palabras— pasa a ser el contenido y, con base en la dicotomía saussureiana significante-significado, el lector se encuentra con una infinita gama de posibilidades que aniquilan la realidad. LA GACETA 27 El hipogeo secreto es una alucinante aventura dentro de un universo letrado, un safari en pos del autor de tal universo que llevan a cabo las propias creaciones, creaturas letradas, del escritor. La experiencia tiene lugar en dos planos: el de la escritura y el de la lectura. Salvador Elizondo está convencido de que los textos sólo pueden ser leídos por sus autores. Lo anterior crea un problema que Elizondo resuelve convirtiéndose él mismo en personaje de su obra y convirtiendo al lector de su libro en autor del mismo. Si el Otro, X, el Imaginado y el mismo Salvador Elizondo crean la novela cuando escriben, Mía —el personaje femenino, fáustico— hace lo propio cuando lee el libro de tafilete rojo. La acción está siendo en todo momento, lo que convierte a El hipogeo secreto en un universo gerundial. El solo paso de la mirada por las páginas propicia que la acción de crear literatura ocurra y se perpetúe. Entonces el lenguaje se convierte en el único componente de ese universo lingüístico y literario que es la novela. Para Salvador Elizondo, el lenguaje es “la actualización de todas las potencias del mundo” y la escritura “una actividad que tiene por fin agotar las posibilidades del mundo”. El arte de la literatura surge como un azar y se desenvuelve, ya dentro de la creación de novelas, según el método que se vaya inventando, por eso Elizondo puede darse a la tarea de redactar una novela de la que sólo tiene una idea vaga e imprecisa. Presenta su obra como “una novela de aventuras metafísicas y sagradas”, pues sus personajes, los hombres-escritura, carentes de recuerdos, miran hacia el futuro en busca de su autor mientras pugnan por dotar de una concreción tangible al universo de dudas, suposiciones y posibilidades en que se hallan inmersos. Tal mundo existe porque hay palabras y se anima por obra y gracia de dos fuerzas que se complementan: la lectura y la escritura. ¿Qué hay en El hipogeo secreto? Es una novela de “aventuras metafísicas y sagradas, cuya historia es “la historia de una historia”. Carece de pasado y su afán es sobrepasar el presente. Para lograrlo, los personajes tienden hacia un futuro que el autor les impide alcanzar, ya que continuamente cambia su marco de referencia, de la misma manera en que yo concluyo esta oración. Y doy inicio a la siguiente... Situada al margen de la realidad tangible, la de todos los días, la novela es un hecho mágico, una invocación que se llama a sí misma. Ella es el inicio y el fin, ella representa un mundo de palabras que sugiere todas las realizaciones posibles, pero se niega a concretarse en una de ellas. El hipogeo secreto viene a ser la idea de una narración que es todas las historias que se puedan contar. Nos encontramos, entonces, ante un libro total, síntesis y resumen de todos los textos escritos a lo largo de la historia: en él están todos los asuntos, todas las narraciones, todos los personajes y todos los lectores en derredor de las ideas de creación y pureza, ideas que se resisten a entrar en contacto con la realidad. Elizondo escribe El hipogeo secreto para novelar los sucesos que intervienen en la creación literaria. La novela se compone de cuatro capítulos. El primero es un desarrollo inicial de la trama, el segundo una reflexión primera sobre la obra, el tercero una reflexión segunda sobre la obra y el cuarto un segundo desarrollo de la trama. La experiencia se mantiene al margen de las contingencias espacio-temporales, lo que se ha dado en llamar la realidad, para centrarse en los verdaderos protagonistas del hecho literario: el creador-emisor y el creador-receptor (quien escribe y quien lee), así como las ideas y los sentimientos que se dan durante el encuentro de los creadores. El libro es el ámbito del suceso, el escenario y se le mantiene como una idea de sí mismo. El tema de El hipogeo secreto es la creación de El hipogeo secreto, tema que en un momento dado trasciende hacia contextos más amplios, pues de la literatura se pasa al arte en general. El plan del libro indica la necesidad de crear un mundo en perpetua movilidad que al mismo tiempo permanezca inmutable, como mera abstracción, como eterna posibilidad. Para conseguirlo se vale del mito. Una historia pronto pasa, sucede, es concreta, tangible; el mito, en cambio, permanece, carece de desenlace, es eterno y, por tanto, abstracto. Toda novela precisa de una historia para ser tal y El hipogeo secreto es comparada con Los quinientos millones de la Begún, escrita por Julio Verne en 1899 y que narra la creación de dos ciudades; aunque se aclara que El hipogeo... es al revés. Elizondo presenta la historia del mito, o la mitificación de la historia. Funde ambos elementos para no rebasar un instante determinado, el de la escritura-lectura, al que llama “el aquí”, mismo que se propone mantener vigente durante toda la extensión de la novela. Así plasma el “universo gerundial” que poco a poco va acercando al escritor y al lector hasta que los enfrenta ante un espejo de palabras que los refleja continuamente, hasta el infinito. Por ello, en la escena final Mía-la Perra asesina al Imaginado, autor en última instancia de la novela, para que éste deje de escribir y de seguir desplazando “el aquí”. Principio y Uno ✸ Zulai Marcela Fuentes Para María Inés Taulis Giordano contempla el Universo, su melancolía cava túneles en la conciencia. Por ellas conoce lo insondable: magia disidente y blasfema. Pero no hay constelación que escape de la telaraña de los sueños y esquive su mirada clandestina. No hay sol que no conozcan sus ideas ni fuego que no alumbre el corazón hereje devorado por la hoguera. Di, Melancolía, musa redentora que permea los instintos: ¿Qué hacer con este cáliz tan amargo, cómo atravesar las llamas, salir ilesos del Infierno? Acaso en la Memoria Bruno siga descifrando la aventura de los astros, contemplando con su luz el Infinito. LA GACETA 28 FONDO DE CULTURA ECONÓMICA 1934 FILIALES • LIBROS PARA IBEROAMÉRICA • ARGENTINA BRASIL Fondo de Cultura Económica de Argentina, S.A. Alejandro Katz El Salvador 5665 1414 Capital Federal, Buenos Aires Tels.: (541-1) 4-777-15-47 / 1934 / 1219 Fax: (54-11) 4-771-89-77 ext. 19 Correo electrónico: [email protected] ESPAÑA Fondo de Cultura Económica de España, S. L. María Luisa Capella C/Fernando El Católico Nº 86 Conjunto Residencial Galaxia Madrid, 28015. España Tel.: (34-91) 543-2904 543-2960 y 549-2884 Fax: (34-91) 549-8652 Correo electrónico: [email protected] COLOMBIA Fondo de Cultura Económica Brasil, Ltda. Isaac Vinic Rua Bartira, 351 Perdizes, Sao Paulo CEP 05009-000 Brasil Tels.: (55-11) 3672-3397 y 3864-1496 Fax: (55-11) 3862-1803 Correo electrónico: [email protected] BOLIVIA COSTA RICA Fondo de Cultura Económica Chile, S. A. Julio Sau Aguayo Paseo Bulnes 152 Santiago, Chile Tels.: (562) 697-2644 695-4843 • 699-0189 y 688-1630 Fax: (562) 696-2329 Correo electrónico: [email protected] ESTADOS UNIDOS GUATEMALA PERÚ VENEZUELA Fondo de Cultura Económica USA, INC. Benjamín Mireles 2293 Verus St. San Diego, CA. 92154, Estados Unidos Tel.: (619) 429-0455 Fax: (619) 429-0827 Página en Internet http:www.fceusa.com Correo electrónico: [email protected] Fondo de Cultura Económica del Perú, S. A. Germán Carnero Roqué Jiron Berlín Nº 238, Miraflores, Lima, 18 Perú Tels.: (511) 242-9448 447-2848 y 242-0559 Fax: (511) 447-0760 Correo electrónico: [email protected] Página en Internet http://www.fceperu.com.pe Fondo de Cultura Económica Venezuela, S. A. Pedro Juan Tucat Zunino Edif. Torre Polar, P.B. Local "E" Plaza Venezuela, Caracas, Venezuela. Tel.: (58212) 574-4753 Fax: (58212) 574-7442 Correo electrónico: [email protected] Fondo de Cultura Económica de Guatemala, S. A. Sagrario Castellanos 6a. avenida, 8-65 Zona 9 Guatemala, C. A. Tels.: (502) 334-3351 334-3354 • 362-6563 362-6539 y 362-6562 Fax: (502) 332-4216 Correo electrónico: [email protected] CANADÁ Librería Las Américas Ltee. Francisco González 10, rue St-Norbert Montreal Québec, Canadá H2X 1G3 Tel.: (514) 844-59-94 Fax: (514) 844-52-90 Correo electrónico: [email protected] ECUADOR HONDURAS Librería LibrimundiLibrería Internacional Marcela García Grosse-Luemern Juan León Mera 851 P. O. Box 3029 Quito, Ecuador Tels.: (593-2) 52-16-06 52-95-87 Fax: (593-2) 50-42-09 Correo electrónico: [email protected] Difusora Cultural México S. de R. L. (DICUMEX) Dr. Gustavo Adolfo Aguilar B. Av. Juan Manuel Gálvez Nº 234 Barrio La Guadalupe Tegucigalpa, MDC Honduras C. A. Tel.: (504) 239-41-38 Fax.: (504) 234-38-84 Correo electrónico: [email protected] DISTRIBUIDORES Librería Lehmann, S.A. Guisselle Morales B. Av. Central calle 1 y 3 Apartado 10011-1000 San José, Costa Rica, A. C. 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Fax: (5)612-0710 NICARAGUA Aldila Comunicación, S.A. Aldo Díaz Lacayo Centro Comercial Managua. Módulo A-35 y 36 Apartado Postal 2777 Managua, Nicaragua Tel.: (505) 277-22-40 Fax: (505) 266-00-89 Correo electrónico: [email protected] PANAMÁ Grupo Hengar, S.A. Zenaida Poveda de Henao Av. José de Fábrega 19 Edificio Inversiones Pasadena Apartado 2208-9A Rep. de Panamá Tel.: (507) 223-65-98 Fax: (507) 223-00-49 Correo electrónico: [email protected] Librería Nuevos Libros Sr. Juan José Navarro Frente a la Universidad Centroamericana Apdo. Postal EC Nº 15 Managua, Nicaragua Tel. y Fax: (505) 278-71-63 LA GACETA 29 Librería Solano Av. Francisco Solano entre la 2a av. De las Delicias y Calle Santos Ermini, Sabana Grande, Caracas, Venezuela. Tel.: (58212) 763-2710 Fax: (58212) 763-2483 PUERTO RICO Editorial Edil Inc. Consuelo Andino Julián Blanco Esq. Ramírez Pabón Urb. Santa Rita. 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El segundo tomo de la historia de la Revolución mexicana cubre de la etapa constitucionalista de 1913 hasta la conocida como lucha de facciones de 1914 a 1917, lapso que finalizará con la proclamación de nuestra Constitución. Este tomo incluye una cronología de los presidentes de México de 1917 a 1972. • MANUEL MIÑO GRIJALVA El mundo novohispano Población, ciudades y economía, siglos XVII y XVIII • NATHAN WACHTEL El regreso de los antepasados A partir de una perspectiva original que relaciona la etnología con la historia, esta coedición con El Colegio de México nos muestra la vida, las costumbres y las creencias de los chiyapas, pueblo indígena perteneciente a la familia de los urus, ubicados en la zona andina de Bolivia. Esta obra abre nuevas vías para abordar el estudio antropológico, basándose en la minuciosa observación de los mecanismos que emplea un grupo humano para seguir el paso del tiempo, sin perder su singularidad frente a los demás. Manuel Miño se propone en esta obra hacer una síntesis sobre la extensa historiografía en torno a la conformación de la sociedad colonial mexicana a partir de un enfoque que centra la observación en el desarrollo de los pueblos y centros urbanos, los cuales, no obstante las grandes diferencias y especificidades en las distintas zonas del territorio, fueron los ejes articuladores de las regiones tanto política como económicamente. • JOSÉ BLANCO (COORD.) La UNAM SU ESTRUCTURA, SUS APORTES, SU CRISIS, SU • LOURDES DE ITA RUBIO Viajeros isabelinos en la Nueva España FUTURO Este libro nos presenta, apoyado en fuentes inglesas, a los diversos protagonistas británicos en la Nueva España durante el primer siglo de colonización. Fuente fundamental de este análisis fueron las crónicas del geógrafo inglés Richard Hakluyt, quien durante el periodo isabelino recogió y difundió gran cantidad de testimonios viajeros, particularmente ingleses, fomentando las empresas de exploración ultramarina sobre tierras remotas, desconocidas y extrañas, como aquellas de la Nueva España. Este libro es, como la UNAM, plural y diverso. Una muestra de variados universos, preocupaciones y enfoques distintos. Unos junto a otros se enriquecen mutuamente; sobre todo al pensar en la reforma universitaria. Los lectores, especialmente los universitarios, hallarán en estas páginas un rico material de reflexión, eventualmente útil para hallar modos de aproximación mutua que permitan procesar una transformación institucional y académica a la altura de los reclamos de la sociedad mexicana del siglo XXI. LA GACETA 30 LIBRERÍAS DEL FCE (Visite nuestra página de internet: www.fce.com.mx) • Librería Alfonso Reyes Carretera Picacho Ajusco 227, Col. Bosques del Pedregal, México, D.F. Tels.: 5227 4681 y 82 • Librería Octavio Paz Miguel Ángel de Quevedo 115, Col. Chimalistac, México, D.F. Tels.: 5480 1801 al 04 • Librería en el IPN Av. Politécnico, esquina Wilfrido Massieu, Col. Zacatenco, México, D.F. Tels.: 5119 1192 y 2829 • Librería Daniel Cosío Villegas Avenida Universidad 985, Col. Del Valle, México, D.F. Tel.: 5524 8933 • Librería Un paseo por los libros Pasaje Zócalo-Pino Suárez del Metro, Centro Histórico, México, D.F. Tels.: 5522 3016 y 78 • Ventas por teléfono: 5534 9141 • Ventas al mayoreo: 5527 4656 y 57 • Ventas por internet: [email protected] BIOGRAFÍAS DEL PODER Enrique Krauze LIBROS PARA NIÑOS GERALDINE MCCAUGHREAN • El hijo del pirata SUGERENCIAS • L. DWIGHT HOLDEN El mejor truco del abuelo Esta es una historia verdadera acerca del modo en que una niña experimenta la enfermedad y muerte de su abuelo. Da respuestas a preguntas que quizá el niño no sepa expresar. Aquéllos que amamos nunca abandonan nuestro corazón... Este es el mejor truco del amor. A la muerte de sus tutores y aburrido de Inglaterra, Tamo White, el hijo de un pirata, decide abandonar la escuela y volver a casa en busca de su madre. En compañía de Nathan, quien ha quedado huérfano y desamparado, y de Magda, la hermana de éste, cruzan el Océano Índico y llegan a Madagascar. En estas tierras lejanas y desconocidas, plagadas de peligros, los tres jóvenes encuentran la clave de sus vidas. LA GACETA 31 • A 350 años de su nacimiento • • DEL CATÁLOGO DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICA • OBRAS COMPLETAS • Edición, prólogo y notas de Alfonso Méndez Plancarte • Tomo I. Lírica personal • Tomo II. Villancicos y Letras sacras • Tomo III. Autos y loas • Tomo IV. Comedias, sainetes y prosa COL. BIBLIOTECA AMERICANA • Sonetos y villancicos Col. Fondo 2000 • SOBRE SOR JUANA • OCTAVIO PAZ Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe OBRAS COMPLETAS DE OCTAVIO PAZ, TOMO 5. COL. LETRAS MEXICANAS • C. BEATRIZ LÓPEZ-PORTILLO Sor Juana y su mundo: una mirada actual. Memorias del Congreso Internacional COL. TEZONTLE • ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA Para leer “Primero sueño” de sor Juana Inés de la Cruz COL. TIERRA FIRME • DARIO PUCCINI Una mujer en soledad: sor Juana Inés de la Cruz, una excepción en la cultura y la literatura barrocas COL. LENGUA Y ESTUDIOS LITERARIOS • SARA POOT HERRERA Sor Juana y su mundo: una mirada actual COL. TEZONTLE • NUESTRA DELEGACIÓN EN GUADALAJARA • • NUESTRA DELEGACIÓN EN MONTERREY • Librería José Luis Martínez Avenida Chapultepec Sur 198, Colonia Americana, Guadalajara, Jalisco, Tels.: (013) 615-12-14, con diez líneas Librería Fray Servando Teresa de Mier Avenida San Pedro 222, Colonia Miravalle, Monterrey, Nuevo León, Tels.: (018) 335-0371 y 335-03-19 La Gaceta • digital • La Gaceta Ahora usted puede consultar nuestros números por internet ingresando al sitio del Fondo de Cultura Económica: www.fce.com.mx (Se recomienda descargar previamente Acrobat Reader 5.0. Siga las instrucciones que, con este propósito, le ofrecemos en la página principal de nuestro sitio). ORDEN DE SUSCRIPCIÓN Señores: sírvanse registrarme como suscriptor de La Gaceta por un año Nombre: Domicilio: Colonia: Estado: C.P.: País: Para lo cual adjunto giro postal o cheque por costos de envío: $150.00, para nacionales; $45 dólares al extranjero. 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