A treinta años de Plural Julieta Campos, Gabriel Zaid y Julio Scherer

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ISSN: 0185-3716
del Fondo de Cultura Económica
A treinta años de Plural
Julieta Campos, Gabriel Zaid y Julio Scherer
•Luis Villoro
y Hugo Hiriart
escriben sobre el
aborto
•Juan Gustavo
Cobo Borda:
Diez años del
premio Juan
Rulfo
•Federico Patán y
Eva Cruz:
La forma del
asombro
•Daniel Cosío Villegas
visto por Adolfo
Castañón
•Poesía de Gelman,
Hernández de Valle
Arizpe y Z. M.
Fuentes
•Óscar Mata
sobre El hipogeo
secreto
Dos cuentistas norteamericanas
Eudora Welty y Cynthia Ozick
SUMARIO
DICIEMBRE, 2001
del Fondo de Cultura Económica
DIRECTOR
Gonzalo Celorio
SUBDIRECTOR
Hernán Lara Zavala
EDITOR
Francisco Hinojosa
CONSEJO
DE REDACCIÓN
Ricardo Ancira, Adolfo Castañón,
Joaquín Díez-Canedo,
María del Carmen Farías,
Mario Enrique Figueroa,
Daniel Goldin, Josu Landa,
Philippe Ollé-Laprune,
Jorge Ruiz Dueñas
ARGENTINA: Alejandro Katz
COLOMBIA: Juan Camilo Sierra
ESPAÑA: María Luisa Capella,
Héctor Subirats
PERÚ: Germán Carnero
JUAN GELMAN: Dos poemas • 3
EVA CRUZ Y FEDERICO PATÁN: La forma del asombro • 4
CYNTHIA OZICK: El chal • 6
EUDORA WELTY: Circe • 8
GABRIEL ZAID: Lo que pedía nacer • 12
JULIETA CAMPOS: A vuelo de pájaro • 14
JULIO SCHERER: Un testimonio • 15
JUAN GUSTAVO COBO BORDA: La primera década
del premio Juan Rulfo • 17
LUIS VILLORO: ¿Debe penalizarse el aborto? • 19
HUGO HIRIART: Observaciones elementales en la discusión
sobre el aborto • 21
ADOLFO CASTAÑÓN: Daniel Cosío Villegas o el sentido
del conocimiento • 23
CLAUDIA HERNÁNDEZ DE VALLE ARIZPE: Lo que erosiona • 26
ÓSCAR MATA: El hipogeo secreto de Elizondo • 27
ZULAI MARCELA FUENTES: Principio y Uno • 28
REDACCIÓN
Marco Antonio Pulido y
Eva Quintana
DISEÑO, TIPOGRAFÍA
Y PRODUCCIÓN
elδorado
Snark Editores, S.A. de C.V.
IMPRESIÓN
Impresora y Encuadernadora
Progreso, S.A. de C.V.
La Gaceta es una publicación mensual, editada por el
Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal,
Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor respon-
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(en trámite); Número de Certificado de Licitud de Contenido (en trámite); Número de Reserva al Título de Derechos
de Autor (en trámite). Registro Postal, Publicación Periódica:
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Correo electrónico: [email protected]
DICIEMBRE, 2001
SUMARIO
LA GACETA
2
Dos poemas
✸Juan Gelman
✸
las aguas de tu vientre cantan al fondo del país/
así estás hecha/
hoy que la lluvia duele
en todo el mundo te posás/
¿dónde escribís tus estaciones?/
¿las trémulas de tu candor?/
¡panadera!/
¡brillás para que nadie sufra!/
¡amigás compañías que empiezan en tu piel!/
¡como penumbras del furor!/
¡así a tus pechos viene el ido!/
¡el que pasaba por tus jugos contra
la olvidación!/
¡apretando los huesitos prestados!/
***
vos/ que miraste como
mar asomado a su ventana/
y en medio de la furia medís
lo que de cuerpo a la palabra va/
¿qué será eso?/ ¿animalito
que en la boca se hició?/ ¿paciencia como
viejos amantes?/ ¿brazos
que pensaron su límite?/
¿por qué/ serena/ en tu garganta hay miedo?/
¿por qué del uno al otro habrá?/
¿por qué de abajo y por afuera/
el siglo fuera infancia?/
¿por qué en el viento blanqueás sábanas?/
¿de rama en rama?
• Estos poemas han sido tomados de la antología de Juan Gelman, Premio Juan Rulfo 2000, que el FCE pondrá en circulación próximamente.
LA GACETA
3
La forma del asombro
✸ Eva Cruz y Federico Patán
Las siguientes páginas son el
prólogo de La forma del asombro,
antología de nuevas narradoras
norteamericanas que el FCE
publicará próximamente.
seguraba Italo Calvino, en
1984, que “la literatura norteamericana tiene una gloriosa y siempre viva tradición
de short stories; diré incluso que entre las short
stories se cuentan sus joyas insuperables”. Si
bien hay un asomo de riesgo en afirmaciones
de tal índole, nunca mienten del todo, y la de
Calvino alcanza un notable grado de verdad.
Lo tiene, desde luego, en la primera mitad de
la cita; no tanto en la segunda. Porque la narrativa estadounidense cuenta con una muy
firme tradición cuentística desde sus inicios,
y nunca ha dejado de estar ampliamente representada. Pero en el campo de la novelística se dan joyas asimismo inigualables. Por
tanto, modifiquemos un poco la mitad final
de la cita: entre las short stories se cuentan muchas de sus joyas insuperables.
El cuento moderno tiene sus inicios hacia
principios del siglo XIX. Uno de los primeros
practicantes fue Edgar Allan Poe, quien también es considerado el iniciador de las teorizaciones respecto al género. A lo largo del siglo XIX, la lista de cuentistas sobresalientes
surgidos en los Estados Unidos no es corta ni
monótona en cuanto a temas y variedad de
técnicas narrativas. Aquí el lugar común
(suele llamarse canon) es inevitable en cualquier enumeración: Nathaniel Hawthorne,
Herman Melville, Mark Twain, Bret Harte,
Stephen Crane, Jack London. Lista eminentemente varonil que conduce a la pregunta: ¿y
las mujeres?, ¿sólo Emily Dickinson escribiendo poesía, rodeada de silencio? Así lo
pareciera.
Sin embargo, otra es la realidad. Hubo escritoras de narrativa, pocas en un principio y
no del todo consideradas. Su número fue aumentando gradualmente, junto con la atención que se les prestaba. No obstante, era necesario decir que la importancia de alguien
como Kate Chopin tardó mucho en ser reco-
A
nocida y sólo a últimas fechas sus cuentos,
escritos con finura y gran penetración psicológica, han merecido ediciones cuidadosas. De Edith Wharton y de Willa Cather,
ha dicho Joyce Carol Oates que fueron “las
escritoras estadounidenses predominantes
en su tiempo”. La primera, dada la sutileza
de su narrativa equiparable en mucho a la de
Henry James, y la segunda, por el amoroso
cuidado con que describe la vida en el Medio
Oeste.
Desde entonces, las cuentistas estadounidenses han ido explorando los campos temáticos más variados, con gran maestría en el
manejo de la estructura y del lenguaje. Destacan Katherine Anne Porter y su visión de México, aunque también sus exploraciones del
mundo perteneciente a la mujer joven; Dorothy Parker y sus irónicos estudios de la
condición femenina; Eudora Welty y su profundidad para analizar la íntima soledad del
ser humano; Carson McCullers y Flannery
O‘Connor y su manejo prodigioso de lo grotesco en sus narraciones sobre lo que se ha
clasificado como “el gótico sureño”.
A partir de la segunda mitad del siglo XX,
la lista de cuentistas, hombres y mujeres, aumentó considerablemente en número y calidad. Y, aunque las escritoras disfrutan ahora
de mayores ventajas que sus colegas del siglo
XIX, no deja de ser interesante y provocador
reunir en una antología cuentistas de primera
línea cuyas narraciones nos ofrecen una perspectiva femenina, no necesariamente feminista, del mundo que habitan hombres y mujeres, sin menoscabo de la calidad literaria.
Para esta antología hemos seleccionado
quince cuentos publicados entre 1980 y 1990,
con el fin de mostrar en un corte transversal
la riqueza y excelencia de la obra escrita por
mujeres dentro de la tradición del cuento estadounidense, que han contribuido a hacer
de este género un ejercicio de sabiduría y
precisión literaria. En su escritura se pueden
detectar algunas de las corrientes o tendencias estilísticas más importantes, desde las narraciones estructuradas y explícitas de Cynthia Ozick o Alice Walker, pasando por la
versatilidad estilística de Joyce Carol Oates,
hasta el minimalismo de Ann Beatte, Grace
Paley, Ellen Gilchrist, y su versión más extrema, el “dirty realism” de Jayne Anne Phillips.
Sin importar la etiqueta, todas ellas experimentan con las convenciones del lenguaje y
LA GACETA
4
la estructura, la trama y la caracterización, el
“efecto final” —como diría Edgar Allan
Poe—, y nos ofrecen su visión compasiva,
irónica, a veces brutal, a veces sutil, de seres
humanos que buscan sobrevivir en medio de
una sociedad mercantilista y enajenante.
En estos cuentos predomina la exploración de actitudes, conflictos o pérdidas que
enfrentan las mujeres en sus relaciones con
los demás —el esposo o amante, los hijos o
hijas, el padre y la madre, la familia, las amigas— y con el mundo que habitan. Las protagonistas de estos cuentos son seres humanos
que experimentan el dolor, la frustración, el
amor, el placer, la culpa, la ilusión, y a través
de esas experiencias se descubren o se reconcilian consigo mismas y con los otros. Las atmósferas y el tono de los cuentos recorren un
amplio espectro de emociones y perspectivas.
El cinismo y crudeza de “Lascivia” y el dolor
asfixiante de “El chal” contrastan con el lamento solitario de “Canción de cuna” y el dolor y la palabra contenidos de “Dos maneras
de contar”. La soledad y el tedio sofocantes
hallan distintas respuestas en las protagonistas de “Ese gran mundo de afuera” y “Residentes y transitorios”. En cuentos como
“Cuídate”, “Olas normales en mar abierto” y
“Salón de belleza” nos topamos con mezclas
sutiles de angustia y de ternura, o, también,
con sentimientos violenta y confusamente
encontrados, como en el cuento titulado “Un
padre”. Pero no todo es dolor. La confesión
que hace la madre judía en “El legado de Raizel Kaidish” resulta liberadora para ella; y
aunque la ligereza o liviandad de “La piedra perfecta” parece ocultar un cierto temor,
la sorpresiva revelación del amor o la amistad en “Amor verdadero”, “Espíritus cercanos” y “Ella misma enamorada” nos devuelve la esperanza.
Aunque como ya dijimos, predominan
las mujeres como protagonistas de los cuentos, tres de ellos están narrados desde el punto de vista de un personaje masculino. Esto
por sí solo no es lo importante, sino el hecho
de que los hombres que aparecen en estos
cuentos se aventuran dentro del territorio de
lo considerado femenino, y se comportan y
tienen actitudes o preocupaciones que se
creían, hasta hace poco, exclusivas o propias
de las mujeres. Y no es que estas situaciones
no ocurran, sino que rara vez es explorado su
significado por los escritores. Bharati Mu-
•Marcapasos•
kherjee retrata a un emigrado indio, frío y
distante con su familia, no obstante, reacciona con mayor comprensión y tolerancia que
la madre, encerrada en la cólera que le imponen su educación y su cultura ante el embarazo de su hija por inseminación artificial. En
“Cuídate”, un hombre maduro sufre la separación de su esposa al internarla en un hospital y, en medio de su soledad, descubre su capacidad de cuidar de sí mismo y de su nieta.
Quizás el cuento más revelador y compasivamente irónico es “Salón de belleza”, en el que
un hombre viejo y cansado se aventura a penetrar en el mundo casi vedado del acicalamiento femenino y recupera, así sea momentáneamente, la ilusión del amor.
Por otro lado, la selección de las escritoras
obedece al intento de representar las distintas
culturas “marginales” que hoy afirman su
presencia dentro de ese gran mosaico que es
la sociedad estadounidense. De modo que,
además de los aspectos conflictivos o traumáticos en las relaciones interpersonales, varios de ellos exploran el modo en que el origen o la educación en otra cultura no sólo
moldean la experiencia de los personajes, sino que con frecuencia entran en conflicto con
la cultura blanca predominante. Así, tenemos
a Leslie Marmon Silko, mezcla de blanco e india norteamericana, y a Bharati Mukherjee,
nacida en la India, que nos ofrecen relatos
conmovedores cuya emoción radica precisamente en el choque de valores entre una cultura “minoritaria” y la cultura blanca norteamericana. Rebecca Goldstein, Cynthia Ozick
y Grace Paley inscriben sus historias en el
complejo mundo de la vida y la cultura judaica. No es de extrañar que las primeras dos
aborden una vez más la experiencia de los
campos de concentración, aunque desde
perspectivas muy distintas. Alice Walker,
afroamericana, exalta los valores de su cultura ancestral para sobrevivir. Escritoras llamadas “minorías” exploran, a partir de sus raíces, el problema de dos culturas próximas en
espacio pero no en entendimiento y nos hacen ver las complicaciones de tal proximidad.
Al leer a estas escritoras pudiéramos unirnos a Regina Barreca cuando asegura que “las
mujeres tienen historias distintas que contar
comparadas con sus contrapartes masculinas”, historias donde se da indudablemente
una cosmovisión propia de la mujer. Allí
donde Barreca afirma, el lector explora, para
luego coincidir en tal afirmación o refutarla.
O bien, transitará por estos cuentos indagando en ellos si “las escritoras han desarrollado
y puesto en uso un patrón diferente” para género tan pródigo en variaciones y circunstancias. O acaso la lectura nos lleve a coincidir
con una idea de Fay Weldon: “Las palabras
transforman la probabilidad en hechos y con
base en la pura fuerza de la definición, traducen tendencias en hábitos.” O ya puestos en
gastos, convendría introducirse en uno de los
puntos capitales de la escritura femenina descrita por Barreca cuando afirma que en los
cuentos escritos por mujeres “a menudo el
personaje aprende a desconfiar del sistema
de valores dominante y a rehusarse a toda
participación en él”. Pero no importa cuál sea
nuestra reacción al debate sobre la definición
de la escritura de las mujeres, lo importante
es responder al dominio que han logrado en
el género cuentístico y a la visión expresada
en palabras que son únicas en cada caso. Porque, recordemos lo dicho por Eudora Welty,
“no existen dos días iguales, el tiempo cambia. No existen dos cuentos iguales, nuestro
tiempo cambia”.
LA GACETA
5
Doris Lessing, John Updike, Milan Kundera, Philip Roth, Mario
Vargas Llosa, Carlos Fuentes,
Muriel Spark, Harold Pinter y Edward W. Said se mencionaban
entre los posibles candidatos al
Nobel de Literatura de este año.
Pero el premio cayó en manos del escritor británico de origen hindú nacido en Trinidad,
V. S. Naipaul, considerado, por
unos, como el mejor prosista en
lengua inglesa y comparado, por
otros, con Joseph Conrad por el
poder de ubicuidad de su mundo
narrativo que va desde su isla
natal en el Caribe hasta los más
oscuros confines de África. Sir
Vidia, como es conocido en el
medio literario inglés, es uno de
los grandes escritores del poscolonialismo; crítico acerbo del
Islam, al que considera tan perjudicial como la influencia del
colonialismo occidental.
El comité Nobel le otorgó el premio por haber “conjuntado sus
perceptivas narraciones con un
escrutinio incorruptible en obras
que nos obligan a observar la
presencia de historias ocultas...
V. S. Naipaul es un navegante literario que no se siente en casa
más que con él mismo, en su
inimitable voz”. Sus mejores
novelas son El masajista místico (1958), Una casa para el señor Biswas (1961), En un estado
libre (1971) y Un recodo en el río
(1979), amén de sus excelentes
libros de viaje y de memorias.
Además de ser considerado
como misántropo, elusivo y arbitrario, Naipaul es un virulento
El chal
✸ Cynthia Ozick
Tomado de La forma del asombro,
antología de nuevas narradoras
norteamericanas que el FCE
publicará próximamente.
tella, el frío, el frío, el frío del invierno. Cómo andaban por los caminos juntas, Rosa con Magda
apretada contra los pechos lastimados, Magda envuelta en el chal. A veces
Stella cargaba a Magda. Pero le tenía celos.
Una delgada chica de catorce años, demasiado pequeña, con diminutos pechos propios,
Stella deseaba verse cubierta por un chal,
oculta, dormida, mecida por el ritmo de la
marcha, una bebé, una rolliza infante llevada
en brazos. Magda tomó el pezón de Rosa, y
Rosa nunca dejó de caminar, una cuna andante. No había leche suficiente; a veces
Magda chupaba aire; lloraba entonces. Stella
se moría de hambre. Sus rodillas eran tumores montados en unas varitas, sus codos huesos de pollo.
Rosa no sentía hambre; se sentía ligera,
no como alguien que camina sino como mareada, en trance, inmóvil por un ataque, alguien que es ya un ángel volador, que todo lo
ve pero desde el aire, no aquí, no tocando el camino. Como si guardara el equilibrio en el filo de las uñas. Miró el rostro de Magda por
una rendija del chal: una ardilla en su nido, a
salvo, sin que nadie pudiera alcanzarla en su
casita de los rompevientos del chal. La cara
muy redonda, como vista en un espejo de
bolsillo; pero no tenía el cutis oscuro de Rosa,
negro como el cólera, sino que era otro tipo
de cara, los ojos azules como el aire, las suaves plumas del cabello casi tan amarillas como la estrella cosida al saco de Rosa. Pudiera
pensarse que era un bebé de ellos.
Rosa, flotando, soñó con regalar a Magda
en alguna de las aldeas. Pudiera abandonar
la fila por un minuto y poner a Magda en las
manos de cualquier mujer a orillas del camino. Pero si abandonaba la fila a lo mejor dispararían. E incluso si escapara de la fila por
medio segundo y entregara a una extraña lo
envuelto en el chal ¿lo tomaría la mujer? Tal
vez se sorprendiera o le diera miedo; pudiera
S
soltar el chal y entonces Magda caería, se golpearía la cabeza y moriría. Su cabecita redonda. Una niña tan buena, que había dejado de
llorar y ahora mamaba buscando tan sólo el
sabor del pezón ya casi seco. El perfecto acomodo de las diminutas encías. Un asomo de
diente surgiendo de la encía inferior, tan brillante, lápida de un duendecillo, allí destellando como mármol blanco. Sin quejarse, Magda renunció a las tetas de Rosa, primero a la
izquierda y luego a la derecha, ambas agrietadas y sin gota de leche. El conducto extinguido, un volcán muerto, un ojo ciego, un hoyo congelado, así que Magda tomó mejor una
esquina del chal y la ordeñó. Mamaba y mamaba, inundando los hilos de humedad. El
buen sabor del chal, leche de tejido.
Era un chal mágico, capaz de alimentar a
un infante por tres días y tres noches. Magda
no murió, se mantuvo viva, aunque muy callada. De su boca se elevaba un olor peculiar,
a canela y almendras. Mantenía los ojos abiertos en todo momento, olvidándose de parpadear o de echar una siesta; Rosa, y en ocasiones Stella, estudiaban lo azul de aquellos ojos.
Por el camino, levantaban la carga de una
pierna tras otra, y estudiaban la cara de Magda. “Aria”, dijo Stella, con voz tan adelgazada como un hilo. Rosa meditó el modo en
que Stella observaba a Magda, como una joven caníbal. Y cuando Stella dijo “Aria”, a
Rosa le sonó como si Stella hubiera dicho en
realidad “devorémosla”.
Pero Magda vivió para caminar. Vivió lo
suficiente para hacerlo, aunque no caminaba
muy bien, en parte porque sólo tenía quince
meses y en parte porque sus piernas como
estaquitas no podían sostener el hinchado
vientre. Hinchado de aire, lleno y redondo.
Rosa daba casi toda su comida a Magda; Stella, nada.
Stella estaba famélica, una chica en crecimiento, aunque crecía poco. Stella no menstruaba. Rosa no menstruaba. Rosa estaba famélica y a la vez no, pues de Magda había
aprendido a beber el sabor de un dedo metido en la boca. Se encontraban en un sitio sin
piedad, toda piedad había sido aniquilada en
Rosa, quien miraba sin piedad los huesos de
Stella. Estaba segura de que Stella aguardaba
la muerte de Magda para poder hincarle los
dientes en los muslitos.
Rosa sabía que Magda iba a morir muy
pronto; ya debería estar muerta, pero la ha-
LA GACETA
6
bían ocultado enterrándola profundamente
en el chal mágico, donde la confundían con el
tembloroso montículo de los pechos de Rosa.
Rosa se asía al chal como si sólo la cubriera a
ella. Nadie se lo quitaba. Magda estaba muda. Nunca lloraba. Rosa la ocultó en las barracas, bajo el chal, pero sabía que en algún
momento ella la delataría; o algún día alguien, tal vez Stella, se robaría a Magda para
comérsela. Cuando Magda comenzó a caminar, Rosa supo que Magda moriría muy
pronto, que algo sucedería. Temía quedarse
dormida; dormía poniendo el peso de su
muslo sobre el cuerpo de Magda; temía asfixiar a Magda bajo su muslo. Rosa pesaba cada vez menos; Rosa y Stella lentamente se
convertían en aire.
Magda permanecía quieta, pero sus ojos
estaban terriblemente vivos, como tigres azules. Vigilaba. A veces reía —parecía una risa—, pero ¿cómo podía serlo? Magda jamás
había visto reír a nadie. Aun así, Magda se
reía del chal cuando el viento le movía las
puntas, ese viento malo que traía pedazos negros, que ponía lágrimas en los ojos de Rosa
y de Stella. Los ojos de Magda estaban siempre claros y sin lágrimas. Vigilaba como un
tigre. Cuidaba su chal. Nadie podía tocarlo;
sólo Rosa. A Stella no se le permitía. Ese chal
era el bebé de Magda, su mascota, su hermanita. Cuando deseaba estar muy tranquila, se
enredaba en él y chupaba una de las puntas.
Entonces Stella robó el chal e hizo que
Magda muriera.
Más tarde Stella dijo: “Tenía frío”.
Y más tarde siempre tuvo frío, siempre.
El frío le entró al corazón. Rosa vio que el
corazón de Stella estaba frío. Magda avanzaba torpemente, con sus piernitas como lápices garabateando por aquí y por allá, en
busca del chal. Los lápices titubearon a la
entrada de las barracas, donde comenzaba
la luz. Rosa vio y fue detrás. Pero Magda estaba ya en el terreno cuadrado frente a las barracas, en la luz alegre. Era la liza donde se
pasaba lista. Cada mañana Rosa tenía que
ocultar a Magda bajo el chal contra una pared
de las barracas y salir para quedar de pie en
la arena con Stella y cientos de otros, a veces
por horas; y Magda, en abandono, callaba bajo el chal, chupando en su rincón. Cada día
Magda permanecía callada y, por lo tanto, no
moría. Rosa vio que Magda iba a morir hoy
y, al mismo tiempo, un gozo terrible le corrió
por las palmas de las manos, los dedos incendiados y ella asombrada, febril: Magda, a la
luz del sol, oscilando sobre sus piernas como
lápices, aullaba. Desde que a Rosa se le secaron los pezones, desde aquel último grito de
Magda en el camino, Magda había quedado
vacía de sílabas; era una muda. Rosa creía
que algo le había sucedido en las cuerdas vocales, en la garganta, en la cueva de la laringe. Magda estaba defectuosa, sin voz; acaso
estuviera sorda; tal vez algo sucedía con su
inteligencia; Magda era tonta. Incluso la risa
surgida cuando el viento de cenizas volvía
un payaso el chal de Magda era una mera
presunción de aire venida de los dientes. Incluso cuando los piojos, los de la cabeza y los
del cuerpo, la enloquecían hasta volverla tan
violenta como una de las grandes ratas que
saqueaban las barracas al romper el día en
busca de carroña, se frotaba y rascaba y pateaba y mordía y revolcaba sin un gemido.
Pero ahora la boca de Magda derramaba un
clamor largo y viscoso como una cuerda.
—¡Maaaaa...!
Era el primer sonido que Magda sacaba
de la garganta desde que a Rosa se le secaron
los pezones.
—¡Maaa...aaa!
¡Otra vez! Magda se tambaleaba bajo el
sol peligroso de la arena, garabateando con
aquellas lamentables y arqueadas canillitas.
Rosa comprendió. Comprendió que Magda
se acongojaba por la pérdida de su chal, comprendió que Magda iba a morir. Una oleada
de órdenes martilló los pezones de Rosa:
¡Busca, recoge, trae! Pero no supo qué atender primero, a Magda o el chal. Si de un salto
salía a la arena para levantar a Magda, el aullido no cesaría, pues Magda seguiría sin tener el chal; pero si regresaba corriendo a la
barraca para buscar el chal, y si lo encontraba
y volvía donde Magda mostrándolo y sacudiéndolo, entonces recuperaría a Magda,
Magda se pondría el chal en la boca y enmudecería una vez más.
Rosa entró en la oscuridad. Fue fácil descubrir el chal. Stella estaba acurrucada bajo
él, dormida en sus delgados huesos. Rosa liberó el chal y voló —podía volar, era sólo aire— hasta la arena. El calor del sol murmuraba acerca de otra vida, de mariposas en el
verano. Era una luz plácida, blanda. Al otro
lado de la cerca de acero, muy lejos, había
prados verdes salpicados con dientes de león
y violetas de color profundo; más allá, incluso más lejos, lirios inocentes, altos, sus
bonetes anaranjados muy erguidos. En las
barracas hablaban de “flores”, de “lluvia”;
excremento, gruesas tiras de mierda, y la lenta, apestosa catarata café que se desprendía
desde las literas superiores, el hedor mezclado a un flotante humor amargo y seboso que
engrasaba la piel de Rosa. Se detuvo por un
instante a la orilla de la arena. A veces la electricidad de la cerca parecía zumbar; incluso
Stella decía que era la imaginación, pero Rosa escuchaba sonidos reales en el alambre:
tristes voces arenosas. Cuanto más lejos de la
cerca, con mayor claridad las voces la apretujaban. Aquellas voces quejumbrosas rasgueaban de modo tan convincente, tan apasionado, que era imposible confundirlas con
fantasmas. Las voces le aconsejaban sostener
el chal en alto, muy arriba; las voces le decían
que lo sacudiera, que lo agitara como un látigo, que lo extendiera como una bandera. Rosa lo levantó, lo sacudió, lo agitó, lo extendió.
Lejos, muy lejos, Magda se inclinó desde su
vientre alimentado con aire, estirando las varitas que eran sus brazos. Estaba en lo alto,
elevada, a caballo en el hombro de alguien.
Pero el hombro que cargaba a Magda no venía en dirección de Rosa y el chal, se alejaba,
la motita que Magda era reduciéndose más y
más en la humosa distancia. Por encima de
los hombros brillaba un casco. La luz tocó el
casco, transformándolo en copa. Bajo el casco un cuerpo negro como un dominó y un
par de botas negras se arrojaron en dirección
de la cerca electrificada. Las voces eléctricas
comenzaron a parlotear desatinadamente.
“Maamaaaá, maammaaaá”, susurraban al unísono. ¡Qué lejos estaba ya Magda de Rosa,
más allá de la plaza, pasando una docena de
barracas, hasta el otro lado! No era mayor
que una polilla.
De pronto Magda nadaba a través del aire. Magda viajó a través de la altura. Parecía
una mariposa que tocara una enredadera de
plata. Y en el momento en que la redonda cabeza emplumada de Magda, sus piernas como lápices, su vientre de globo y sus brazos
en zigzag se embarraron a la cerca, las voces
de acero enloquecieron en sus gruñidos, incitando a Rosa a correr y correr hasta el punto
donde Magda había caído desde su vuelo en
la cerca eléctrica. Pero, desde luego, Rosa no
las obedeció. Allí quedó de pie, porque de correr le dispararían, de intentar recoger los
trozos del cuerpo de Magda le dispararían, y
de permitir que el aullido de lobo que subía
por la escala de su esqueleto saliera le dispararían. Así que tomó el chal de Magda y se
llenó con él la boca, rellenándola y rellenándola hasta que se vio tragando el aullido de
lobo y probando el profundo sabor a canela y
almendra de la saliva de Magda. Y Rosa bebió del chal de Magda hasta secarlo.
Traducción de Federico Patán
LA GACETA
7
polemista que opina que Jane
Austen, Henry James y Thomas
Hardy son malos escritores;
que E. M. Forster era un “homosexual despreciable” y que todo
lo que escribió sobre la India
son tonterías ya que sólo iba allí
para seducir a jóvenes pobres
en compañía de su amigo Maynard Keynes. Para él el Ulises
de Joyce resulta imposible en
tanto que él no puede concebir
la obra de un escritor en vías de
quedarse ciego.
Por cierto que la visión que sobre el Islam tiene Naipaul es radicalmente opuesta a la de Edward Said —ambos detractores
del colonialismo, sólo que uno
crítico y el otro defensor del Islam—, quien también obtuvo el
premio literario de la fundación
Lannan de los Estados Unidos.
Fundamentalmente dedicado a
la crítica literaria y a los estudios culturales, Said, originario
de Palestina y profesor en la
Universidad de Columbia, es
uno de los intelectuales más
notables e indispensable para
los interesados en la relación
entre la política, la literatura y la
historia. El FCE publicará próximamente su famoso Orientalismo y su libro de ensayos Reflexiones sobre el exilio.
El Booker Prize, el premio más
prestigiado de Inglaterra, quedó
por segunda ocasión en manos
del escritor australiano Peter
Carey con su novela La historia
de la pandilla Kelly, basada en
la vida de un famoso asaltante
de su país de los años veinte.
Escrita en forma de carta dirigida a su hija, sin una sola coma,
la novela cuenta los avatares
del personaje a través de su
particular lenguaje coloquial, lo
Circe
✸ Eudora Welty
Eudora Welty murió hace unos meses
a la edad de 92 años. Recordamos a esta
gran narradora norteamericana
con la publicación del siguiente cuento,
extraído de Un caracol en la Estigia
—recopilación de Ana María González
Matute—, con la autorización de la
Editorial Aldus.
on la aguja en el aire me detuve.
Desde el balcón superior, mirando el mar, los vi desembarcar y
encontrar su camino; pude escuchar cómo todo mi rebaño se desataba ante la
presencia de los hermosos extraños. Me deslicé escaleras abajo. Al oír la respiración de
los hombres y el golpeteo de sus sandalias en
las piedras, abrí la puerta de par en par. Un
rayo de luz del cenit cayó en mi ceja y el viento soltó mi cabello. Algo más impulsó mi
cuerpo hacia afuera.
—¡Bienvenidos! —dije—; la palabra más
peligrosa del mundo.
Al oler mi pan, levantaron la cabeza; luego entraron en tropel con tales gruñidos y tal
brío en los talones, hasta llegar al umbral
mismo. ¡Soñadores! Se resbalaron en mi pulido piso esparciendo la arena. Después se
agolparon unos con otros, valorando los ob-
C
sequios de la casa (pensando ya de nuevo en
zarpar); volvieron los ojos arriba, por donde
sube la escalera, de donde provenían los suspiros de las jóvenes de la isla que miraban a
hurtadillas desde la puerta de la cocina. En
espera de un baño se miraron las manos con
temor. Así los dejé y me retiré para hacer el
caldo.
En cuanto entré con la gran charola resplandeciente sus ojos brillaron de lágrimas,
formaron un círculo en el cuarto, una espiral
sinuosa de vapor. Cada uno —con un par de
manos de uñas negras— iba tomando su turno; así, se precipitaron sobre su tazón. Los
primeros pasaban trotando sobre mis talones, mientras que los últimos aún estiraban
las manos. Poco después ellos también bebieron, y limpiando los tazones con el hocico, los hicieron a un lado para unirse a los
demás.
Ese instante de transformación... ¡sólo los
dioses lo disfrutan! Los hombres y las bestias
en verdad rara vez comprenden lo maravilloso como para llegar a justificar cualquier molestia. El piso se balanceaba al igual que un
puente en la batalla.
—¡Fuera! —les ordené—. En esta casa se
prohíbe la inmundicia.
Al fin de cuentas, en la extraordinaria
limpieza del cuidado de una casa estriba el
hecho de que los hombres comprendan que
son cerdos. Con mi varita mágica suspendida
en el aire, tal como si fuese una escoba, los
conduje a través de la puerta —sus antiguos
LA GACETA
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pies ahora duplicados en pezuñas— para
unirse a sus hermanos que se abalanzaron
hacia ellos al encontrarlos; unos y otros rivalizaban en mugre, mas no dejaron de mostrarse hospitalarios. ¡Qué colmillos les di!
Al cerrar la puerta ante semejante visión
y retirarme a mi privacía —privacía infinita
que todo lo cicatriza, incluso el esfuerzo de la
magia—, sentí que algo me presionaba desde
atrás, al igual que el aire del cielo que precede a la tormenta elevándose como otra varita
sobre mi cabeza.
Giré pensando, oh dioses, me ha fallado,
se está secando. Antes que otra cosa, siempre
pienso en mi poder. Faltaba un hombre.
—¿Qué te hace pensar que eres distinto a
los demás? —le grité. Él se rio.
No tuve tiempo de creerlo pues volví de
prisa a mi caldo. Lo había planeado a la perfección, nadando con los ostiones de mi arrecife y los trozos de cerdo dorado; despedía
un olor a hojas de laurel, albahaca, romero,
con su vaso de vino de la isla mezclado al final: mi receta infalible. El caldo de Circe: todos los dioses han oído hablar de él y lo han
envidiado. No, la falla estaba en el bebedor.
Si éste continuaba siendo un hombre, si no
lograba abandonar su magnífico cuerpo, entonces el encanto se había topado con un héroe. Oh, conozco esas profecías tan bien como la palma de mi mano —sólo que no existe
nada para advertirme cuándo es ahora—.
Las muchachas de la isla, esas sirvientas a
quienes mantengo, se encontraban de pie en
la cocina y me sonreían. Aventé la olla y todo
lo demás a sus talones marchitos. Deberán
aprender que las personas sin poderes mágicos están en este mundo para justificar y servir a los hechiceros, ¡no para sonreírles!
Giré de nuevo. El héroe se mantuvo impasible; sin embargo, al ir tras sus amigos su
risa se fue disipando también. Ahora tenía la
mirada vacía, como si yo no estuviera en ella
—yo era invisible—. Su mano andaba a tientas por el junco de una silla. Me moví más
allá de donde él estaba y le puse el cerrojo a la
puerta bloqueando el murmullo del exterior.
Aún invisible, le quité su espada. Ordené que
se llevaran su túnica para lavarla en el manantial y lo bañé con mis propias manos.
Luego se sentó y secó con esmero ante mi chimenea: era el único hombre mortal que se hallaba en una isla en el mar. Le unté aceite en
los oscuros hombros y en el mechón rizado
que le cubría la quijada. Sus oídos extasiados
todavía escuchaban el silencio humano del
lugar.
—Conozco tu nombre —dije con voz de
mujer— y ahora tú conoces el mío.
Me quité la cadena de la cintura, la cual
resbaló brillando entre los dos hasta el suelo,
donde quedó como si durmiera al momento
en que me acerqué. Bajo mis palmas él se
mantenía de pie, cálido y denso, al igual que
un huerto de mirtos al mediodía. Sus muslos
eran pesados y vigorosos como los de un sonámbulo que ha merodeado, ¡ay de mí!, por
los despeñaderos del mar. Cuando pasé frente a él, levantó su brazo para obstruir mi camino. Al ofrecerle el vaso abrió la boca. Se
dejó caer entre las almohadas con los ojos
abiertos, fijos, como dos nubes suspendidas
en el sol; tomé su mano y la besé.
Fue él quien dio rienda suelta a sus palabras para anunciar el final del día y, tal como
si la hora le indicara una señal al peregrino,
me narró una historia, mientras el búho hacía
un comentario afuera. Me habló del monstruo con un ojo —me contó que se lo había
extirpado—. Sí, dijo el búho, el monstruo se
está dejando crecer otro ojo y un hombre distinto navegará hasta ahí para cegarlo nuevamente. Ya había yo escuchado todo esto antes, de parte del hombre y del búho. Mas no
era su historia la que me interesaba, sino su
secreto.
Al tiempo que Venus se reclinó en la ventana lo llamé por su nombre, pero él ya se había entregado a un sueño profundo. Ahora
podía ver a través de la cautelosa hierba que
lo había protegido de mi caldo. Desde el
principio había encontrado la forma de resistirse a mi poder. Él debía reír, dormir y cautivar; debía hablar y dormir. Después debería
morir. Percibí toda una época en aquel rostro
encajado en la barba negra; sus ojos se liberaron de los míos, como las estatuas durmientes de la colina. Lo tomé del cabello y de la
barba, pero él se deslizó con su ronquido hasta el mismo piso del sueño, muy lejos de mi
alcance, de la misma manera en que se alejó
de él un marinero ahogado, según la historia
que me contó del mar.
Pensé en mi padre el Sol, que seguiría su
camino divino sin preocupación ni ambición,
sin consumirse ni sufrir pérdida alguna —ni
el temor heroico de la corrupción mediante
su constante irradiación de luz—, sin necesidad de una historia o de un séquito que atestiguara por dónde había pasado: ¡aun los héroes podrían aprender de los dioses!
Sin embargo, supe que me ocultaban algo, dormidos y despiertos. Existe un misterio
mortal que si yo lograra localizar el sitio preciso donde se encuentra lo aplastaría como a
una uva de la isla. Tal parece que sólo la flaqueza puede aventurarse a adivinarlo —mas
no se me dotó con esa facultad—. ¡Viven de
la flaqueza! ¡Del instante! Me digo a mí misma que únicamente se trata de un misterio, y
el misterio no es más que incertidumbre. (¡En
la magia no hay misterio! Los hombres son
cerdos: tendrá que decirse... y dicho y hecho.)
No obstante, sólo los mortales pueden adivinar en qué consiste en cada uno, pueden encontrarlo y pincharlo pese a todo el peligro
que implica, con un instrumento hecho de aire. Juro que por sólo poseer ese trivial secreto
¡gustosa me convertiría en una paloma inofensiva por el resto de la eternidad!
De pronto él se levantó; casi había olvidado que de nuevo se movería —de la misma
manera en que nos sorprenden todas las flores y un hibisco dorado cuando caminamos
por algún lugar lejano cubierto de hierba—.
Sí, se sirvió la cena, pero él no podía cenar
conmigo hasta que yo deshiciera el estrago
de ese día en el chiquero. Le hice notar que su
porción se serviría en un tazón dorado —la
copia misma de la cuenca que mi propio padre, el Sol, cruza al volver cada noche después de su viaje diurno—. Pero a él no le interesaba la belleza ajena al mundo; no deseaba
que aquella primera probada de algo le resultara novedosa. Anhelaba que sus hombres
volvieran. Al final tuve que ponerme la capa
LA GACETA
9
cual le permite revivir con gran
intensidad el pasado violento
de Australia. Carey le arrebató
el premio a Ian McEwan, quien
se perfilaba como el gran favorito con su novela Atonement.
McEwan ganó el Booker en 1998
con su novela Amsterdam. Carey había ganado el Booker en
1988 con su novela Óscar y Lucinda y se convierte ahora en el
segundo escritor que ha obtenido dos veces el Booker. El otro
es J. M. Coetzee, que lo ganó
en 1983 con La vida y los tiempos de Michel K. y en 1999 con
Desgracia.
Cuando a Ian McEwan le preguntaron si algo había cambiado en su vida después del 11 de
septiembre, contestó lo siguiente: “Cuando estoy acompañado
me vuelvo monomaniaco en la
conversación, cuando estoy solo tengo ensoñaciones horribles; me he vuelto adicto a los
noticieros y los periódicos; tengo fatiga constante, falta de
concentración, tendencia a suspirar, marcado rechazo hacia
las religiones, duermo mal, sueño feo, sospecho de todos los
pasajeros en las salas de espera, tengo miedo de volar, aversión a los tumultos, rechazo a
los espacios cerrados, padezco
de ansiedad, de paranoia, de misantropía y de pesimismo cultural; me embarga una indefinible
melancolía y mi sentido del humor se ha vuelto cada vez más
negro. Salvo eso, todo lo demás
sigue igual”.
Meses de premios y reconocimientos, durante octubre y noviembre fueron distinguidos algunos autores y amigos de
nuestra casa editorial, como
Álvaro Mutis, a quien la Univer-
y abrirme paso por la oscuridad; caminé bajo
los sauces, donde los huesos cuelgan al viento, hacia la porqueriza para ordenar y conducir una vez más a sus amigos desde su laberinto lodoso. Los hice pasar por la puerta
como si fuesen ellos mismos. No debía saltarme ni esquivar a ninguno —él los nombraba y
los contaba—. Más tarde podría mirarlos largamente mientras se tambaleaban en sus patas traseras frente a él. Sus quijadas estaban
hundidas, como las de un asmático, y gritó:
—¿Me conocen?
—¡Es Odiseo! —dije, para estropear el
momento. Sin embargo, con otro grito él ya
se había abalanzado para recibir su abrazo
húmedo.
Tal parece que las reuniones deben celebrarse. (Nunca he vivido semejante cosa.)
Así, todos festejamos con carne, pan, miel y
vino; el fuego rugía. Escuchamos al flautista,
escuchamos la historia sobre el marinero de
cabello rubio cuyo nombre ahora se ha olvidado, y él bailó sobre la mesa complaciéndolos. Cuando el fuego se puso negro mis sirvientas se acercaron lánguidamente desde la
cocina y, todo el trayecto escaleras arriba hasta las camas, tuvieron que arrastrar a los indolentes soñadores —que no dejaban de reír
y cantar— ya con las rodillas a medio doblar.
Los oí hablar con las muchachas como si las
llamaran a casa. Pero la porqueriza era el sitio al que pertenecían.
Subimos a mi cuarto en la torre con las
manos entrelazadas. Él tenía las mejillas graves y los ojos negros —que parecían estar
confundidos por las adivinanzas y las soluciones—. Conversamos sobre los signos,
los presagios, las premoniciones, las adivinanzas, los sueños, y terminamos en un fiero y frío sueño. Hombre extraño, tan intrépido
y tan torcido como yo. Algo tienen en común
su vida tan corta y la mía tan larga. La pasión
es nuestro cimiento, nuestra isla. ¿Acaso existen los demás?
Por la mañana sus marineros llegaron
brincando, llenos de sí mismos y de historias.
Mientras preparaba el desayuno, los vi juguetear y correr desenfrenados alrededor de
la mesa, disfrutando de la casa. “¿Qué hice?
¿Qué tanto alcancé con ello?”, y con una seguridad imprudente, a sus espaldas imitaron
los sonidos de los cerdos. En verdad resultaban más atractivos ahora que nunca antes; al
haberme aplicado a ello también los había
hecho más jóvenes. ¡Pero díganme de uno
que lo haya apreciado! ¡Díganme de uno que
haya reparado en mí antes de haberle llevado
sus higos y su leche!
En cuanto apareció devoramos un desayuno propio de los dioses —todo, hasta las
salchichas mismas se daban por hecho—. Las
jóvenes de la cocina sonreían tontamente y
gritaban que si esto continuaba nos dejarían
sin nada. Pero, por este mortal, no me importó someter a la casa a una tensión mayor de la
que jamás hubiera soñado para mí. Aun en
aquellas mañanas aburridas, cuando la neblina llegaba a envolver la isla y a ocultar los
senderos del mar, o también cuando mi corazón es negro.
Una conmoción general los embriagó, sin
embargo, desde el momento en que se levantaron de la mesa. Me dejaron en mi casa pisando sus servilletas y dejando huellas de
miel en el piso limpio; se unieron en un abrazo para hablar bajo el cielo. Ahí estaban, hechos nudo, con él al centro. Dobló los brazos
y colocó todo su dorado peso sobre una pierna, a la vez que cada oído de la isla lo escuchaba. Me detuve en la puerta. Esperé.
Se me acercó y dijo:
—Gracias, Circe, por la hospitalidad de
que hemos disfrutado bajo tu techo.
—¿Cuál es el motivo para hacer un discurso? —pregunté.
—Vamos a zarpar —dijo—. Una visita al
año es suficiente. Ha llegado la hora de marcharnos.
A partir de esa mañana llegó el Tiempo
para posarse sobre el mundo; los hombres no
han dejado de correr tan aprisa como pueden
y su belleza se ha ido acentuando desde sus
LA GACETA
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hombros. Rechiné los dientes. Elevé mi varita frente a su rostro.
—Te has tomado demasiadas molestias
por nosotros. Has hecho mucho —dijo.
—¡Deshice tanto como hice! —grité—.
Fue duro.
Me dio un leve y apresurado beso, su barba negra pegada a mí como un zapato. La besé; así también su boca, su muñeca, su hombro. Fijé los ojos en los suyos y a través de
ellos pude observar la agitación de los mares
y la caja de su pecho.
Dio la vuelta y elevó un brazo hacia los
demás.
—Mañana.
El nudo se deshizo y se desviaron rumbo
a la playa. No estaban tan desamparados
pues podían comer bellotas y trotar rápidamente hasta el sitio al que se dirigían.
Tal parecía que hubiera perdido la memoria; descubrir qué tan temprano o tan tarde las cigarras suspiran profundo, como el
sonido de todas mis lanzaderas plateadas.
¿No era siempre la hora más cálida aquella
en que la canícula aparecía a la misma hora
que el Sol? El mar color miel podría endulzar
la lengua, la sal e incluso el vengativo mar.
Mientras nos estirábamos y bebíamos vino,
mis uvas habían madurado de nuevo; di órdenes para que la cosecha se recogiera y apilara —pero les hice saber a las sirvientas que
este vino debía almacenarse—. La hospitalidad es una cosa, mas debo considerar la infinitud de mi tiempo, a la vez que necesitaré del vino eternamente. Sonrieron; pero la
magia es el árbol y la intoxicación es tan sólo el pequeño pájaro que vuela hacia él para
cantar y alejarse de nuevo. Ya los peregrinos estaban observando el sol y esperando
las estrellas.
Ahora el viento nocturno se violentaba.
Seguí mi camino hacia la casa, como lo hago
siempre por la noche para revisar si todo se
encuentra bien y bajo control. Desde el tejado
divisé los viñedos —extendidos como alas en
la colina—, las chozas de las sirvientas, las
oscuras arboledas, el mar despierto y el ojo
del barco negro. Bajo la luz de la luna vi danzar a los huesos entre los sauces.
—¡Viejos displicentes! —les canté sobre el
viento—. ¡Ahora existe otro más displicente
que tú! Tu mordida me endulzaría más la boca que el suave beso de un peregrino.
Miré a Casiopea, sentada allá sin necesidad de nada, pálida en su silla, en el curso
del cielo. La vieja Luna aún trabajaba.
—¿Por qué continuar, vieja mujer? —le
susurré, mientras los leones rugían entre las
rocas; pero podía escuchar claramente el cantar de los pájaros cercanos a lo largo de la
triste orilla.
Me balanceé y de pronto me vi arrojada
por mi tormento. Pensé que estaba en desgracia y que mi sangre corría verde, como una
vara que se parte en dos. Recuperé la vista
cuando desperté en el chiquero, ante la aurora roja y negra de la carne: era de día.
Me abandonaron todos menos uno. El
más joven —de nombre Elpenor— cayó de
mi techo, olvidando dónde había dormido.
Se emborrachó durante la última noche, más
que ninguno para que los otros dejaran de
considerarlo únicamente como el más joven;
había dormido en el tejado y cuando lo llamaron su paso se elevó en el aire. Lo vi golpear a través de la luz con los puños rosados,
como si hasta entonces jamás se hubiera separado de su madre.
Todos se alejaron corriendo de la mesa,
al igual que si hubiese caído una estrella. Se
detuvieron o se inclinaron para ver a Elpenor —aún tumbado en mi patio— y hablaban
en voz baja como conspiradores; de hecho lo
eran. Lloraron por Elpenor —que yacía sobre
su rostro— y por sí mismos; también él lloró
por ellos el día en que llegaron, cuando los
convertí en cerdos.
Él se hincó, tocó a Elpenor y lo levantó como si fuese un amante; luego se turnaron uno
a uno para tomar en sus brazos al niño transformado. Le sacudí las hojas del rostro y le
alisé los rizos pelirrojos, todavía enmarañados debido a sus breves intentos por hacer el
amor, y a su profundo sueño.
Hablé desde la puerta:
—Cuando caven la tumba para ése y lo
entierren en la arena solitaria, junto a la sombra de su barco veloz, escriban sobre la piedra: “Morí de amor“.
Pensé que había pronunciado un epitafio
en el idioma propio del hombre, pero después de oírme dejaron a Elpenor donde yacía
y corrieron. Con las extremidades rojas y la
ropa resplandeciente se apresuraron a través
del sendero borrascoso, desde la casa hasta el
barco, semejando un arcoíris en el sol, o las
mariposas nuevas cuando vuelven erráticas
al mar. Mientras él se mantenía de pie en la
proa gritándoles, cargaron el barco codicioso. Se llevaron todos los obsequios que les di
—obsequios no apreciados, no valorados—.
Me aparté de su camino. No tenía necesidad de verlos zarpar, conociendo también,
como si hubiese estado frente a ellos todo el
trayecto, el mundo a lo largo y a lo ancho,
brumoso e insular, brillante e indeleble... y
amenazante, bajo el cual todos debían ir. Pero la preciencia no es lo mismo que la última
palabra.
Coloqué mi mejilla en el suelo pedregoso
para oír a los cerdos que semejaban a los
truenos de verano. Ellos aún continuaban
conmigo, ahora una vez más convertidos en
mascotas, gruñendo sin sentido. Me incorporé. Sentí náuseas: iba a tener un hijo. Ante mí
se desplomó el suelo manchado con el dulce
mirto, con el alto roble que también me podría haber proporcionado una nave, si no estuviera atada a mi isla, al igual que Casiopea
a los palos y a las estrellas de su silla. Éramos
un aro de fuego, un anillo en el mar. Su barco era un fulgor instantáneo sobre la ola. El
pequeño hijo, bien lo sabía yo, iba a seguirlo
—a seguirlo y a matarlo—. Ésa era la historia.
¿Para quién resulta suficiente una historia?
Para los peregrinos que la contarán —es ahí
donde encontrarán su extraña felicidad—.
De pie en mi roca anhelé el dolor. No llegaría. Aunque diera de alaridos ante la luna
naciente y ella tan cerca, creciera o menguara,
aún persistía el dolor incapaz de oírme —el
dolor que no puede ser ni redondo ni plano,
ni brillante, sólido, ni seguir su curso hacia
donde logre alcanzarlo una maldición—. No
sigue un curso celestial; es como el misterio y
sabe en qué sitio esconderse. Al final ni siquiera respira. Me resulta imposible encontrar la boca polvorienta del dolor. Ahora estoy segura de que el dolor es un fantasma
—en Hades, a donde se dirige el ingrato de
Odiseo—, es sólo un fantasma que lo espera.
Traducción de
Ana Rosa González Matute
sidad de Oklahoma, en conjunto con World Literature Today,
le otorgó el Neustadt International Prize for Literature, correspondiente a la edición 2002. Entre los laureados en otros años
están Giuseppe Ungaretti, Francis Ponge, Elizabeth Bishop,
Czeslaw Milosz, Octavio Paz,
Gabriel García Márquez y João
Cabral de Melo Neto. Felicidades para el creador de la saga
de ese personaje entrañable de
nuestras literaturas, Maqroll el
Gaviero.
Con la vitalidad, buen humor y
abierta disposición que siempre
han guiado su fructífero tránsito
por el pasado y el presente siglo, don José Ezequiel Iturriaga
recibió el pasado 8 de octubre
la medalla Belisario Domínguez.
Discípulo de Antonio Caso y
Narciso Bassols, generacionalmente ubicado al lado de Octavio Paz, Efraín Huerta y José
Revueltas, don José ha destacado como historiador, sociólogo, literato, economista y diplomático; en este último renglón
bastaría reconocer su desempeño como embajador en la Unión
Soviética y en Portugal. Siempre muy cercano de las actividades y proyectos del FCE, aquí
publicó en 1951 La estructura
social y cultural de México, con
una segunda edición en 1994,
así como esa piedra de toque en
el estudio de nuestras relaciones con los vecinos del norte
que es México en el Congreso
de Estados Unidos (FCE-SEP,
1988). De manera coincidente
con el justísimo reconocimiento
que le ha hecho el Senado de la
República, el FCE prepara la edición de un nuevo libro de Iturriaga: Rastros y rostros.
LA GACETA
11
Lo que pedía nacer
✸ Gabriel Zaid
El presente ensayo forma parte de
A treinta años de Plural (1971-1976), libro
con el que —como su título indica—
celebramos a una de las revistas que,
dirigida por Octavio Paz, constituye uno
de los legados indiscutibles que han
enriquecido la tradición literaria
y crítica de nuestro país.
o es fácil hacer historia literaria
como algo distinto de un fichero de autores y de obras. ¿De
qué estamos hablando? ¿De la
vida del lector que se anima, desdoblado en
un texto? ¿De la revelación creadora de nuevos temas y nuevas formas de tematizar? ¿De
la tertulia estimulante en un lugar de reunión, sin hora, ni lugar, en las páginas de una
revista? ¿De la animación que atrae a los participantes de esa vida virtual, porque sienten
que, ahí, vivir se vuelve más?
No es fácil historiar la conmoción social
(entre una minoría, se entiende) que puede
producir un solo poema, un solo cuento, un solo ensayo, una frase al paso, un título, un adjetivo. Recuerdo la conmoción que me produjo
leer un poema (“El cántaro roto”) en la Revista Mexicana de Literatura. Recuerdo que esa
revista y los suplementos literarios que llega-
N
ban a Monterrey me daban el deseo de verdadera vida literaria, y que dejé Monterrey
para descubrir que el desierto está en todas
partes y la verdadera vida siempre está más
allá: en los textos, en las tertulias virtuales y,
por supuesto, en las tertulias de verdad que
milagrosamente llegan a producirse, como
números maravillosos de una revista oral,
efímera.
Una falla lamentable de la historia de la
cultura es que no se ocupa de la obra de los
editores, sin los cuales seguiríamos (socráticamente) dependiendo del milagro de la animación oral. Pero ¿cómo historiar eso, que no
se sabe bien qué es? ¿Se puede hablar de
obra, en el caso del editor (una obra distinta
de las obras que publica)? ¿Hay una creatividad
editorial, propiamente dicha? Por supuesto que sí. Es una creatividad que estimula
la creatividad de los demás, una especie de
animación socrática que sube de nivel la conversación, que sabe a quién darle la palabra,
que reconoce lo que está pidiendo nacer: los
temas y tratamientos inéditos, las visiones,
cuestiones, recuerdos, fantasías, cuya libertad nos contagia, nos aviva, nos saca de la
inercia.
La creatividad editorial puede tomar la
forma de una intervención oral, como las
conjeturas y refutaciones de Sócrates; o escrita, como la obra de Platón, el editor de esas
intervenciones, que las convierte en objetos
perdurables, capaces de extender y continuar
la conversación, aunque los participantes ha-
LA GACETA
12
yan muerto. Puede ser una transformación
crítica, como la reedición de las ideas que
produce Aristóteles. O filológica, como la de
traductores y editores renacentistas o contemporáneos. O nuevamente socrática, como
en las tertulias, seminarios, clubes de lectura,
de los que se reúnen para hablar de los Diálogos. O empresarial, como la de editores y libreros que producen y distribuyen nuevas
ediciones.
Sócrates no quiso dejar obra escrita. Su
verdadera obra fue mayéutica, editorial: animar, ayudar, encauzar la aparición del diálogo creador, dado a luz por los participantes.
La metáfora del parto es del propio Sócrates,
que tuvo la ocurrencia de compararse con su
madre (partera, maieutikós) para decir que el
niño no era suyo, que él se limitaba a encauzar lo que estaba pidiendo nacer. Siglos después, la metáfora reaparece en latín: edere
(de e, hacia fuera, y dare, dar) quiso decir
(entre otros significados) dar a luz, con ayuda de una partera o de un editor, editio significaba parto y publicación. El diccionario latino de Agustín Blánquez Fraile cita una frase
de Ovidio: editus hic ego sum, que es simplemente “aquí nací”, pero puede leerse como
“édito soy de aquí” o “aquí mi madre y la
partera me editaron”.
Según el mismo diccionario, editor (en latín) se usó también para el autor y hasta para
el productor de espectáculos o el fundador
de algo: para todo el que da algo a luz. Esta
latitud se entiende por la naturaleza misma
del proceso creador. Hay algo editorial en la
producción de todos nuestros actos, en cuanto son (o deberían ser) creadores. Desde luego, al hablar (que es proferir, preferir, cuidar,
corregir); ya no se diga al escribir. El autor se
desdobla en editor, corrector y crítico; en declamador, escriba o tipógrafo; en empresario
promotor de la circulación de sus textos; aunque puede ser acompañado, ayudado y hasta
sustituido en algunas de estas intervenciones.
La intervención editorial empieza por las
prácticas (poco estudiadas) del autor que sabe reconocer la inspiración: leer en lo que no
está escrito lo que está pidiendo nacer, lo que
tiene algo que decir, de veras inédito. Hay
ejemplos ilustres (Valéry, Wittgenstein) de
escritores disciplinados, dueños de su oficio,
inmensamente dotados, que se dejan llevar
por una especie de esterilidad activa y siguen
escribiendo páginas que no añaden nada.
Hay el extremo opuesto, el de tener algo que
decir y dejarlo en el limbo, por incompetencia, incultura, conformismo, comodidad. No
es raro vislumbrar en algunos textos lo que
estaba pidiendo nacer y se quedó en posibilidad. Muchas posibilidades ni siquiera llegan
a eso, se quedan en la página en blanco: la página de menos, espejo de la página de más.
Si todos los actos pueden ser creadores,
en todo lugar y momento pudiera haber esa
plusvalía creadora que sube de nivel la vida.
Pero no es así. De igual manera que la creatividad es contagiosa y llega a poner en resonancia muchas capacidades, el conformismo
es contagioso y puede sofocar la creatividad.
Así, en diversos lugares y momentos, surgen
y luego desaparecen los llamados siglos de
oro: focos de creatividad contagiosa y sostenida (en una o más disciplinas, en dos o más
generaciones) que se van apagando en un
nuevo conformismo.
Vistos en retrospectiva, parece que algo
estaba pidiendo nacer, que las circunstancias
eran favorables, que una chispa accidental
desencadenó la creatividad, que el milagro
era históricamente necesario, en la Atenas de
Pericles o el Renacimiento italiano. Pero los
focos de creatividad nunca son desenlaces
automáticos, menos aún consecuencia del
conformismo previo. Ahora mismo, en muchos medios, parece difícil esperar un renacimiento creador, y hasta es posible que, a los
primeros síntomas, fuera combatido, como
algo extraño en una situación estable.
Los milagros parecen depender de la
creatividad de muy pocas personas, que se
exigen más y se toman en cuenta unas a otras
(no siempre amistosamente); y que, cooperando o compitiendo, suben de nivel la producción hasta entonces conformista. Y, entre
esas pocas personas, tienen un papel central
los editores, en el amplio sentido latino de la
palabra. Muchas obras importantes nunca
hubieran sido creadas sin la presencia activa
de un editor que organiza la conversación y
crea el ambiente estimulante para leer y escribir, ver y pintar, escuchar y componer música, discutir, criticar, investigar. La animación
creadora es invisible en las mediciones del
PIB, pero sube de nivel la vida y tiene un efecto multiplicador hasta en la productividad
material. El editor no crea la creatividad (latente o viva en toda persona), ni la obra del
creador: crea la resonancia entre capacidades
diversas, empezando por la capacidad de
leer creadoramente, que es la suya, y la que
pone en marcha la conversación.
Retrospectivamente, la aparición de la revista Plural en octubre de 1971 puede parecer
necesaria, como un salto de madurez, en la
tradición mexicana de excelencia y pluralidad que empieza con El Renacimiento (1868),
en la tradición cosmopolita de la literatura en
español que se remonta al modernismo y, antes, al italianismo. Puede parecer necesaria
en la vida de Octavio Paz, hijo y nieto de editores, participante desde su juventud en
aventuras editoriales, testigo comprometido
del 68 en París y México, hasta el punto de tomar una decisión (la renuncia a la embajada
de México en la India), que cambia el rumbo de
su vida, a los 54 años. Necesaria ante un sistema político anquilosado y sin alternativa viable a corto plazo, fuera de convocar a la reflexión pública. Necesaria ante un sistema
teórico anquilosado en una vulgata que servía para todo, especialmente para presentar a
las dictaduras comunistas como el futuro radiante de la humanidad.
Pero, visto desde aquellos años, el surgimiento del pluralismo parecía dudoso, y para muchos indeseable. Había buenos augurios. En 1966, el mundo intelectual se enfrentó
al gobierno mexicano, por el despido arbitrario de Arnaldo Orfila Reynal (director del
Fondo de Cultura Económica), con un desplante inédito: suscribir acciones para la creación de una editorial independiente (Siglo
XXI). En 1968, Julio Scherer García llegó a la
dirección del periódico Excélsior y renovó
una tradición liberal: llamar a escritores reconocidos al debate diario. Ese mismo año, la
actitud cerrada y arbitraria del poder provoca una protesta estudiantil y la exigencia de
diálogo público. Pero la democracia era mal
vista en la izquierda y en la derecha. Algo situado en el espectro que va de los liberales a
los libertarios parecía querer nacer, pero daba tumbos entre la democracia del presidente Allende, el eurocomunismo, la guerrilla
universitaria inspirada en el Che, los movimientos cívicos y religiosos, la apertura a sinistra del Concilio y los democratacristianos.
Aunque la inquietud se daba especialmente
en el mundo intelectual (no campesino, no
sindical), era arrastrada por simplezas y convencionalismos muy poco dignos del espíritu
crítico. Cuando en agosto de 1968, a raíz del
conflicto estudiantil y la intervención de
Scherer, Daniel Cosío Villegas entra a Excélsior, critica los malos argumentos, tanto de
los estudiantes como del gobierno, y llama al
debate razonado (“No hay sino un remedio:
hacer pública de verdad la vida pública del
país”), es visto con desprecio por ambas partes, como un iluso liberal del siglo XIX.
El conformismo periférico (el no pensar
en español y en nuestras circunstancias,
creando las categorías necesarias para el caso, en vez de seguir las ideas de moda en París, Berkeley o La Habana) no sólo era ideológico. Se daba hasta en detalles como la
piratería de textos de publicaciones extranjeras. Se leía un texto interesante en alguna revista y se traducía sin más, apresurándose,
para adelantarse a otros que lo pudieran ver,
y sin pensar jamás en dirigirse al autor o la
revista. En el fondo, era asumirse como inexistentes frente a los creadores extranjeros,
como incapaces de interlocución desde el
LA GACETA
13
propio centro creador. Recuerdo algunos extrañamientos sobre colaboraciones extranjeras, que no entendí hasta darme cuenta de
que para muchos era inconcebible que Claude Lévi-Strauss o John Kenneth Galbraith
fueran colaboradores de Plural (en vez de remotas eminencias pirateables); era inconcebible que Galbraith, por ejemplo, mandara un
artículo con un recado a mano que decía
(más o menos): “Octavio, no exageres. Págame un poco más.”
También recuerdo extrañamientos por un
artículo rechazado: las quejas de que se le exigía como si fuera de Lévi-Strauss, no de un
profesor mexicano. Pero de eso se trataba,
precisamente. De asumirse en el centro, no en
la periferia; de exigirse como el que más. Lo
más revelador de todo, para quien supiera
verlo, era que los textos mexicanos publicados sí estaban en ese nivel. Un nivel alcanzado repetidamente desde hacía siglos, pero
abandonado repetidamente por el conformismo. Plural, como la Revista de Occidente, como
Sur, no era una revista de divulgación cosmopolita para informar a las colonias de lo
que están haciendo las metrópolis, era un
centro vivo de animación creadora, estimulado por “el cruzamiento”, recomendado por
Manuel Gutiérrez Nájera y los poetas modernistas que tuvieron confianza en su propia
capacidad.
Plural respondía (desde el nombre certero) a lo que estaba pidiendo nacer. Pero no
estaba escrito que naciera. Pudo haberse quedado en el deseo, como la revista internacional que Orfila pensó hacer en Siglo XXI o pudo
haber descarrilado, como Libre, el proyecto
parisino de Paz y varios novelistas del boom;
o pudo haber sido menos de lo que fue. Gracias a Julio Scherer, que decidió patrocinarla
(aunque la tuvo que defender, año tras año,
ante sus socios cooperativistas, que no entendían el gasto innecesario para Excélsior), y a
Octavio Paz, que sentía la importancia histórica de ayudar a nacer lo mejor (aunque pudo
haber hecho lo que tantos escritores famosos:
no ganarse enemistades, rechazando o corrigiendo colaboraciones de otros escritores),
Plural subió el nivel de la conversación creadora, fue un centro de la cultura viva en su
momento.
A vuelo de pájaro
✸ Julieta Campos
El siguiente texto fue leído durante la
presentación de A treinta años de Plural
(1971-1976). Edición preparada por
Marie-José Paz, Adolfo Castañón y
Danubio Torres Fierro.
n octubre de 1968 se había enterrado, en Tlatelolco, la ilusión del
“milagro mexicano” y la legitimidad de un sistema fundado en la
aglutinación corporativa de todos los sectores de la sociedad estaba en crisis. Desde los
años cuarenta, Silva Herzog y Cosío Villegas
habían advertido una crisis moral de la revolución: el 68 escindió a la modernidad mexicana entre un “antes” y un “después”. El autoritarismo del régimen se había quitado la
careta. En 1970 se inauguraba, con un nuevo
sexenio, un presidente que pretendía hacer
borrón y cuenta nueva.
Entre octubre de 1971 y julio de 1976, una
revista con nombre significativo, creada y dirigida por Octavio Paz, fue el termómetro de
la temperatura intelectual, oxigenando una
atmósfera que todavía olía a pólvora y
abriendo horizontes: Plural nació bajo el signo de la apertura a voces múltiples como medida de la verdadera democracia. Democratizar era, en aquel momento, la palabra más
significativa del diccionario mexicano.
Cuando, en julio de 1976, culminaron
las maniobras presidenciales para expulsar
a Julio Scherer del periódico Excélsior, Paz
escribió:
E
ner, y allí abundó sobre el mito del desarrollo
y la suposición de que sólo era válido el modelo industrializador. En México, la “modernidad” sólo era un recubrimiento de pluralidades: las múltiples culturas prehispánicas
todavía sobrevivientes en el país tradicional, y la cultura hispánica con su trasfondo
visigodo, judío y moro. Sería una locura
menospreciar la herencia más rescatable de
la Revolución, la de su vertiente no triunfadora: era tiempo de que el beneficiario directo del desarrollo fuera, efectivamente, el
pueblo.
Habían pasado tres años desde Tlatelolco
y, en 1970, había aparecido Posdata, el mismo
año en que se publicaba otro libro significativo, La política del desarrollo mexicano de Roger
D. Hansen, que registraba la modesta cosecha del crecimiento y el activo faltante: democracia. El desarrollo acelerado, emprendido en los años cuarenta, había reproducido la
inmensa desigualdad. En Posdata, Paz hizo
una crítica del modelo implantado por la
“facción termidoriana” de la Revolución, que
había desplazado la aspiración social para
entregarse a un crecimiento acelerado:
No se puede entender el sentido de la crisis si no se acepta que es, por una parte, la
consecuencia del crecimiento del primer
México y, por la otra, la expresión de la
contradicción entre ese crecimiento y el
estancamiento del segundo México.2
Los mexicanos no tenemos vida política
real, pero tenemos una ficticia: cada tres y
seis años celebramos elecciones... Nuestra
ficticia vida política sería incompleta si no
tuviéramos una libertad de prensa igualmente ficticia...1
La década de los setenta estuvo marcada
por una profunda inquietud intelectual en
torno a las opciones del país. A fines de 1971,
cuando se iniciaba la publicación de Plural,
Paz participó en una mesa redonda en Harvard, con John Womack y Frederick C. Tur-
LA GACETA
14
Lo deseable era una auténtica “alianza
popular”, que reconociera al México plural,
negado tanto por el sistema como por los sectarismos de izquierda y por los intereses económicos sin visión de largo alcance. Un partido político se había proyectado como una
totalidad, como si fuera “la nación entera,
con su pasado, su presente y su futuro”.3 El
país estaba atrapado en un nudo contradictorio: para sobrevivir, el sistema tenía que recuperar el apoyo popular y los sectores que antes lo habían apoyado ya no encontraban
canales para hacerse oír dentro del sistema.
Paz tenía, por aquellos años, un leitmotiv: la
fe ciega en el Progreso, propia del Este y del
Oeste, era un pecado común que compartían
el capitalismo y el marxismo.
La aparición de Plural, en octubre de 1971,
hace treinta años, fue la expresión más articulada de una incomodidad con el sistema autoritario que había tenido su primera expresión en un manifiesto firmado por Paz y
otros intelectuales en 1958 y en la revista El
Espectador, que en 1959 había advertido los
peligros de obstruir la escucha de las demandas populares. El propio Octavio lo recordaría en el número 13 de Plural, en 1972, al recordar que la crítica del sistema y la crítica de los
escritores se iniciaron casi al mismo tiempo.4
Una década antes de Tlatelolco, ya un
grupo de intelectuales jóvenes, humanistas y
antidogmáticos habían propuesto desazolvar los canales de la democracia sin sectaris-
Un testimonio
✸ Julio Scherer
mos de ninguna especie. No había que hacerle el juego al silencio sino hacer uso de la palabra: oponer a la unanimidad una pluralidad
de voces. Octubre del 68 marcó el término de
una época y el principio de lo que, tres décadas después, se está encaminando hacia una
plena transición democrática. Pues bien, tras
la renuncia a la embajada en la India y una
temporada en Austin que le sirvió para redactar Posdata, Paz volvía a México dispuesto a
contribuir a que se abrieran las compuertas
para dar paso al uso plural de la palabra.
En octubre de 1971, Julio Scherer le abrió
las puertas de Excélsior para que su poder de
convocatoria, hacia dentro y hacia afuera,
reuniera un concierto de voces críticas de todas las procedencias y las entretejiera con
una riquísima variedad de textos literarios: la
revista nacía bajo ese doble y noble signo del
ejercicio de la crítica y el libre y gratuito ejercicio de la escritura.
He aprovechado la invitación a comentar hoy aquel feliz acontecimiento para hojear, con mucha nostalgia y mucho placer,
la colección completa de Plural que, por
fortuna, mi marido y yo conservamos en
nuestra biblioteca. Ha sido una verdadera
fiesta. Treinta años después, la revista vive
y respira con el mismo aliento de entonces.
Allí están, en una magistral polifonía, todas
las inquietudes y todas las sensibilidades que
se barajaban en aquel tránsito que hacía el siglo XX hacia los vertiginosos cambios de la
posmodernidad.
Están, mano a mano, John Kenneth Galbraith y Pierre Mendès France, Noam
Chomsky y Kostas Papaianou, reflexionando
sobre las crisis de las sociedades industriales
o sobre la reiterada intención utópica de no
sólo interpretar sino cambiar al mundo. Está
Claude Lévi-Strauss, sustentando en la estructura de los mitos la validez de todas las
culturas. Está Edmundo O’Gorman, concibiendo a la historia como la búsqueda del
bienestar, y Daniel Cosío Villegas, atravesando sonriente, como lo describe Paz, “el fúnebre baile de disfraces que es nuestra vida pública”, para salir limpio e indemne. Están
A
fines de 1970, no tenía Octavio una visión clara de su
futuro. En México había sentido el rechazo. Ni siquiera
la Universidad Nacional Autónoma de México le había
ofrecido una cátedra. Tantos años en el exilio, solía
vérsele como a un extraño.
Caminábamos por los jardines del hotel María Cristina, en la calle de Río Lerma. Me decía que le pesaban las circunstancias del
país. La sevicia contra el rector Ignacio Chávez, en 1966, lo había
sacado de quicio. Triste y desengañado, melancólico por el inmenso bien perdido, pensaba que la UNAM tardaría años en levantarse. Y
luego había venido la matanza del dos de octubre, que no necesita
del año para recordarla como la barbarie que fue.
Yo había leído El laberinto de la soledad y era un convencido del
genio de Paz.
Me pareció natural, como la aproximación de dos amigos, ofrecer a su talento el periódico que dirigía. “Sus páginas son para ti”,
le dije la primera vez que tocamos el tema. Me vio con extrañeza.
“Ya hablaremos”, prometió.
Al nombre de su revista le dimos vueltas y revueltas, como le
gustaba decir a Octavio. La pluralidad en el país era ya una exigencia de la época. La mentira carcomía los cimientos de la sociedad.
Simulaban los funcionarios, simulaban los gobernadores, simulaban los empresarios, simulaban los diputados, simulaban los líderes obreros, simulaban los secretarios generales de las ligas agrarias, simulaban los dueños de periódicos, simulaban los artistas y
los escritores. La máscara la habíamos hecho nuestra.
De pronto, como ocurre siempre, dijo Octavio con la certeza del
enigma resuelto: Plural.
Ese día, el del bautizo, fuimos al Passy. Los huisquis dominaron
la mesa.
Mucho después, cuando la metástasis cancerosa extendía el veneno por todo su cuerpo, vi a Octavio extraviado en su propia perplejidad: “Del cuello para arriba todo está bien; del cuello para abajo priva un desorden absoluto”. Hablaba de la contradicción que lo
postraba, inseparables la lucidez y la desesperación.
Días antes de su muerte, escuché la voz queda del hombre que
se iba: “Aún aprendo. Hasta el último minuto el hombre puede
aprender”.
En silla de ruedas, de la recámara a una sala colmada de flores y
libros, lo había llevado su enfermero, un hombre fuerte. “Hércules”,
le decía el poeta.
• Texto tomado de A treinta años de Plural (1971-1976).
LA GACETA
15
dad puritana. Una sociedad opresora del
cuerpo y de la imaginación.7
Nerval y Maiakovski, Cioran y Nicanor Parra, Valéry y Pessoa, José Emilio Pacheco y
Carlos Fuentes, Delvaux y Fernand Léger,
Ravel y Charles Fourier, Hölderlin y Gunter
Gerzso: encrucijada de voces, también fue
Plural una encrucijada de tiempos, donde
pasado y presente del pensamiento, del arte,
de la literatura jugaron al eterno y prodigioso juego de demostrar sus facultades de esquivar el desafío de la muerte. Todo era posible en Plural: Raymundo Lull fraternizaba
con Juan García Ponce y los poemas de
Montes de Oca con el jabberwocky de Lewis
Carroll. Severo Sarduy y Fernando del Paso
se hacían guiños bajo el paraguas improbable del pensamiento de Mao Tse-Tung y los
más jóvenes y barbados narradores irrumpían, sin anunciarse, entre espléndidos poemas y traducciones de Ulalume González de
León o Gerardo Deniz. La más rigurosa crítica de arte, practicada por Damián Bayón o
Dore Ashton, competía con la nueva literatura española, la nueva novela francesa o el
boom latinoamericano. Una entrevista con
Solyenitzin y una traducción de Bataille por
Salvador Elizondo convivían sin hacer corto
circuito, mientras Zaid nos invitaba a explorar la enigmática dimensión de su Cinta de
Moebio.
En el número 37 cambió el formato, pero
no el espíritu. La poesía rimó con la demografía y la semiótica con la política. Largas o
cortas, las páginas de Plural no dejaban de
emitir las estimulantes señales de una vibrante “corriente alterna”.
La batuta de Octavio Paz concertaba
aquel variadísimo lenguaje de tonos heterogéneos conjugando, como era propio de su
talante y de su genio, rigor de imaginación
con libertad soberana de reflexión. La pluralidad de su propia visión era también enorme, como lo era su curiosidad, y la riqueza
prolífica de su inteligencia se infiltraba entre
los textos como un hilo de Ariadna propicio
para conducir al lector al centro del laberinto.
Indagando sobre afinidades y diferencias
entre obras de arte y artesanías, en un precioso ensayo leído en Cambridge, Massachussetts, en 1973 y publicado en Plural en 1974,
nos avisa que la técnica tiende a acabar con la
diversidad de sociedades y culturas y que las
grandes civilizaciones han sido síntesis de
culturas muy distintas y contradictorias.
Cuando unas civilizaciones no reciben la
amenaza y el estímulo de otras su destino, dice, “es marcar el paso y caminar en círculos”,
porque “la experiencia del otro es el secreto
del cambio. También el de la vida”.5
En un artículo sobre Archipiélago Gulag,
escrito en el otoño de 1975, se cuestiona sobre
la abyección y el heroísmo, como las dos notas extremas del sufrimiento humano: “Nadie ha podido decirnos todavía”, sugiere,
“por qué hay mal en el mundo y por qué hay
mal en el hombre”. El cáncer totalitario, advertía entonces, era el mal del siglo XX: un
mal producido en masa, “tal vez el más terrible, de la historia general del Caín colectivo”.6 ¿Cómo no lamentar que no esté aquí
hoy, cuando las acechanzas de un nuevo oscurantismo se ciernen sobre la humanidad,
para ponernos en guardia ante las ominosas
modalidades que parece asumir el mal en estos albores del siglo XXI?
Claude Fell lo había entrevistado, por
aquellos días, con motivo de los veinticinco
años de aparición de El laberinto de la soledad,
sobre algunas de sus ideas recurrentes sobre
México. Le dijo entonces:
El catolicismo mexicano no ha creado una
teología pero ha creado muchas imágenes
y ha fundido las de Occidente con las del
mundo precolombino. ¡Ay de la religión
o de la sociedad que no tiene imágenes!
Una sociedad sin imágenes es una socie-
LA GACETA
16
En el último número de Plural, el que lleva la fecha de julio de 1976, se reproduce un
artículo sobre el bicentenario de la Revolución de Independencia de los Estados Unidos. La contradicción de ese país se resumía,
según Paz, en ser al mismo tiempo “una democracia plutocrática y una república imperial”. Los norteamericanos tendrían que encontrar el método para resolverla en “el
empleado por los puritanos para escudriñar
la voluntad de Dios en su propia conciencia:
el examen interior, la expiación, la propiciación y la acción que nos reconcilia con nosotros mismos y con los otros”.
Al azar de un recorrido a vuelo de pájaro
sobre los 58 números de Plural me he encontrado estas y otras muchas muestras de la
sorprendente vigencia de aquella revista luminosa en la que tuve la suerte de colaborar
una que otra vez. Aunque sospecho que me
he extendido demasiado, no quiero terminar
sin recoger otro fragmento de un artículo de
su director aparecido en el número 51, de diciembre de 1975. Se refiere el texto a la falta de
cultura crítica en los países de raíz hispana:
...tampoco conocemos la tolerancia, fundamento de la civilización política, ni la
verdadera democracia, que consiste en la
libertad y que reposa en el respeto a los
disidentes y a los derechos de las minorías. Nuestros pueblos viven entre los espasmos de la rebeldía y el estupor de la
pasividad... Plural se fundó para enfrentarse a ese estado de cosas...
La tarea de Plural, advertía, era construir
un espacio propicio a la literatura entre el
monólogo del príncipe y el griterío anónimo
y difuso. Pudo cumplirla todavía unos meses
más. En noviembre de 1976, tras el breve paréntesis que siguió al lamentable episodio de
Excélsior, el propósito fue retomado en la revista Vuelta.
NOTAS
1. Paz, Octavio, El ogro filantrópico, México:
Joaquín Mortiz, 1979, p. 317.
2. Ibid., p. 112.
3. Ibid., p. 120.
4. Plural, núm. 13, octubre de 1972, p. 21.
5. Plural, núm. 35, agosto de 1974, p. 12.
6. Plural, núm. 51, diciembre de 1975, p. 76.
7. Ibid., p. 15.
✸
La primera década del premio Juan Rulfo
✸ Juan Gustavo Cobo Borda
A continuación reproducimos un
fragmento del prólogo de la antología de
próxima publicación con la que nuestra
casa editorial festeja la primera década
de uno de los reconocimientos literarios
más importantes de nuestra lengua:
el premio Juan Rulfo.
I
e sido en tres ocasiones jurado
del premio Juan Rulfo y siempre he sentido, en la cálida Guadalajara de José Clemente Orozco, que iba, no a cumplir un oficio, sino a ser
partícipe de un coloquio enriquecedor.
Los jurados veníamos de todos los puntos
cardinales y si bien muchos lucían el uniforme de profesores, el hospitalario clima y la
atmósfera de auténtica libertad espiritual los
despojaba de sus manías y nos confabulaba a
todos en una apasionada búsqueda de la verdad: ¿Quién era el mejor? ¿Debíamos reconocer lo eximio o revelar lo aún desconocido?
Había entonces que superar modas y escuelas, ideologías y fronteras, y convocar la
atención, en principio de todo el continente,
en torno a un único creador. No ha sido esta
una década perdida. Al antologarla, veo cómo gentes disímiles pospusieron intereses
ante el objetivo mayor: la buena literatura.
Aquella que se mira a sí misma y revisa la
tradición. Y no por ello deja de proponer su
intransigente ímpetu creativo. Aquella que
siempre iba más allá, al cambiar lo que existe.
Al cancelarlo o deformarlo, con astuta ironía.
Muchos de los galardonados tenían detrás suyo destacadas trayectorias locales, o
sigilosas famas más o menos transnacionales. Pero el premio se volvía válido para
romper el ghetto minoritario y brindarles,
en cierta forma, un espacio más vasto. Un
reconocimiento más justo y atinado. Pienso
en el caso de tres de los fallecidos: Olga
Orozco, Eliseo Diego y Julio Ramón Ribeyro. El premio les dio alegría y sirvió para redondear un fructífero legado. Una palabra
reveladora que cada día que pasa irradia con
mayor intensidad.
H
Por ello resultaba también necesaria esta
antología. Al sobrepasar con éxito las diez
primeras convocatorias, este premio revelaba a nuestros países inconstantes y caprichosos una tenacidad ejemplar. La que su
promotor, Raúl Padilla, y la Universidad de
Guadalajara y la Feria del Libro de la misma ciudad, mantuvieron contra viento y
marea.
En años difíciles brindaron confianza, por
su calidad, a las entidades oficiales y privadas mexicanas que lo sostuvieron sin altibajos. Parecía natural entonces que una de ellas,
el Fondo de Cultura Económica, dirigida
ahora por un también asiduo jurado, Gonzalo Celorio, haya recogido la idea.
Se podrá compartir, en los textos mismos,
lo fecundo de esta iniciativa y se podrá disfrutar y reflexionar ante este texto mayor que
los creadores individuales van configurando.
Sin falsos pudores, nuestra auténtica literatura, reconocida lejos de la algarabía comercial
y los efímeros furores mediáticos.
II
Ya el primer premiado, Nicanor Parra (1914),
daba el tono. Había revolucionado la poesía
de nuestra lengua en un feroz cara a cara con
la muerte. El humor seco del hueso chileno
no era menos impactante que la musical delicadeza con que volvía elegía clásica el suicidio de su hermana Violeta Parra: “Dulce resina de la verde selva / huésped eterno del
abril florido”.
Era no sólo el hombre que rompía la camisa de fuerza de una poesía supeditada a la
transcripción realista de la naturaleza, el
compromiso político o la agridulce hiel del
amor, sino que intentaba partir de cero, al dinamitar sus propias bases creativas: “Creemos ser país / y la verdad es que somos apenas paisaje”.
Burla, sarcasmo: golpea y se retrae. Taja
con la pluma y ve brotar la dura ternura. Cara de Buster Keaton y aire de seductor de película italiana de los años cuarenta, cuando lo
conocí en Guadalajara, en el segundo año del
premio, iba todo él vestido de blanco y tuvo
el suficiente desparpajo como para acoger como título de su antología el que le ofrecíamos
en aparente broma: Poemas para combatir la
calvicie (1993).
LA GACETA
17
Entrega allí a los jóvenes su risueña sabiduría, a manos llenas:
Hago saber con toda franqueza
Que en el amor
por casto
Por inocente que parezca al comienzo
Suelen presentarse sus complicaciones.
Leerlo, después de Vicente Huidobro,
Gabriela Mistral y Pablo Neruda, era entrar
en un terreno de minas quiebrapatas: nadie
salía indemne de la experiencia. Se llegaba al
límite, a la inmersión jubilosa en el absurdo,
con una tensa concentración que revelaba su
genio.
No escribía mucho pero se jugaba la razón y la vida con cada nuevo libro. Por ello
sus sermones y prédicas, por interpósita persona, no eran una nueva máscara. Eran su
paródica humanidad llagada. El discurso a
punto de estallar en partículas cargadas de
energía.
Su humor negro, feroz e irreverente, nos
hacía reír compasivos y aliviados a la vez:
“USA donde la libertad es una estatua.” “La
izquierda y la derecha unidas jamás serán
vencidas.” En voz alta, y entre exultantes carcajadas, podíamos cantar el nuevo himno nacional: “¡Viva la cordillera de los Andes. Abajo la cordillera de la costa!”
Era, quién lo duda, un buen comienzo.
Un gesto valiente e iconoclasta para llamar la
atención sobre lo que parecía vivir al margen.
El poeta que se quedó en Chile, mientras todos los otros estaban exiliados. El poeta que
aprendió a callar, mientras tantos otros se
desgañitaban. El poeta que censuraron los
cubanos por su té involuntario con la señora
Nixon. Todo terminaba por parecer un poema suyo, Freud y Mao sobrepasados.
Como Vladimir Holan en Praga, pasó su
noche con Hamlet: insomnio, silencio y escritura desvelada. Pero ambos residían, en verdad, en el corazón revulsivo donde la mejor
poesía forja sus armas. Allí donde onírico y
conciencia no son palabras ajenas.
Nicanor Parra, físico matemático que de
Federico García Lorca a la poesía inglesa,
sin olvidar el surrealismo, se ríe de su intento por superarlas y con este acto logra que
los poetas bajen del Olimpo y la poesía comience a andar de nuevo. Va aún más atrás:
es el individuo que desciende de los árbo-
les, ya con una granada explosiva en cada
mano. Aún vivimos bajo la explosión de sus
artefactos.
potaje de la sopa conyugal, como en el relámpago llamado “Metamorfosis”, que con razón Octavio Paz incluyó en su antología Poesía en movimiento, precedido por estas palabras:
cura: sería el rencor de haber sido suscitado al mundo por una mujer, sería la nostalgia de haber sido expulsado del todo,
mediante el parto individual.
Pensamos que ha escrito verdaderos poemas en prosa. Fantasía, humor y el elemento poético por excelencia, el elemento explosivo: lo inesperado. Tensos y
violentos [...] la corriente que transmiten
esas transparentes paradojas es de alto
voltaje [México, Siglo XXI Editores, 1966,
p. 23].
Por ello el lenguaje al que aspira es el
“lenguaje absoluto”.
Pero Arreola, con su amigo y paisano Antonio Alatorre, el autor de ese delicioso libro
sobre los 1 001 años de la lengua española, es
también muy antiguo y muy moderno: se nutrió de la savia ancestral para esclarecer el absurdo contemporáneo. La queja de no haber
servido con inalterable fidelidad a la literatura no es válida, ya que la sabia, compleja e
irónica relación que ha mantenido con ella es
rica y sutil. Sus breves textos nos abren el caleidoscopio abismal de un mundo sin fin: el
de la propia literatura.
Leamos cualquier texto de Arreola como
aquél que dedica a la Dulcinea de Cervantes para percibir su risa lúcida. Su “Aleph”
inagotable.
El más alto humor no hace reír a carcajadas. Nos lleva a sonreír piadosos sobre el
hombre y sus anhelos imposibles. Tal la lección de Arreola. Su magistral lección, nada
magisterial, de agudeza implacable y consuelo recóndito. Detrás de ella también sonríe
Borges. Al votar por él, en la segunda convocatoria del premio, en 1992, bajo la sabia tutela diplomática de José Luis Martínez, no sólo
hacíamos justicia. Disfrutamos al compartir
unánimes el veredicto.
III
El segundo de los ganadores del premio Juan
Rulfo también era un outsider. Había escuchado la poesía a través de la zarza ardiente de la
belleza y había quedado marcado por tal revelación. Agitada la blanca cabellera, vibrátiles los rasgos de la cara, inatajables los compases que dibujaban sus manos, el torrente
irreprimible de la voz iba desde el soneto de
Quevedo hasta el arcaísmo pedregoso de los
campesinos de su tierra: Zapotlán el Grande,
donde nació en 1918. Se trataba de Juan José
Arreola.
Su tierra era la misma tierra de la rebelión
cristera que arrastraba, entre silencios y muertes, junto con su compadre Juan Rulfo y que
comparten en textos inclementes como “El
cuervero”. De ahí la parquedad de ambas
obras, su reticencia personal. La nube de neurosis y alcohol que parecía aureolar sus leyendas paralelas. Pero si Rulfo era un paisajista del ánima, Arreola era un orfebre de la
imaginación. Taraceaba sus piezas con primor, y las pulía hasta llegar a esa delicia incandescente del idioma congelado a su más
alta temperatura.
Repasándolo, antologándolo, me inquietó el odio misógino que parece escaparse de
esas viñetas feroces —el hombre como rinoceronte que bufa sobre el cuerpo imposible
de una mujer que lo agota—; pero una estudiosa catalana de su obra, María Beneyto, me
sugirió otra hipótesis: en realidad, él busca la
pareja primordial, disociada en las puertas
del paraíso.
De ahí esa rabia que se empecina en recobrar lo perdido, escamoteado entre los simulacros terrestres de un esplendor ya irrecuperable.
Zoólogo y miniaturista, sus escenas teatrales de provincia tienen la crueldad refinada de quien se asoma a la farsa por detrás del
escenario como lo aprendió de Jean-Louis Barrault en la Comedia Francesa y se conduele
de ver cómo los celos del marido, ante los devaneos de la esposa con el mejor amigo de la
casa, llegan al delirio. Aquél termina por
atribuirlos a la conspiración de todo el pueblo, no al irreprimible hechizo que desvía las
órbitas y produce conflagraciones tan luminosas como dramáticas. A fuerza de rigor estilístico, Arreola logra profundos sacudimientos morales. “La vida privada” como “El faro”
convierten el adulterio en una mascarada.
Algo teatral hay en sus textos de malamor, pero lo que termina por salvarlos, más
allá de la desenfrenada impudicia de sus lacras sentimentales, es la límpida armazón de
sus estructuras literarias. Así aquella mariposa que termina por ahogarse en el grasoso
Como en algunos textos de Marcel
Schwob, Giovanni Papini, Julio Torri o Henri
Michaux, Arreola se nutre de la historia, la
suya y la de todos, para mostrar mejor su
descuartizado corazón. Recurre a un poeta
de 1450 para contarnos lo que le pasa ahora
mismo. La prosa de un poeta que rehace el
mundo a su arbitrio, del Confabulario a La Feria. Garci-Sánchez de Badajoz es Arreola demente de amor.
Lo vio bien Jorge Luis Borges en el prólogo que escribió para los Cuentos fantásticos
(1986) de Arreola:
la gran sombra de Kafka se proyecta sobre el más famoso de sus relatos, “El
guardagujas”, pero en Arreola hay algo
infantil y festivo ajeno a su maestro que a
veces es un poco mecánico.
Arreola tiene la agilidad trashumante de
quien va de la Numancia cercada por los romanos a los criminales que usó Felipe II con
fines políticos para arribar a las crueldades
de la segregación racial en Estados Unidos. El
cine cierra, con fulgurantes visos apocalípticos, el recorrido de un estilo exacerbado en la
precisión y desquiciado a la vez por la aguda
mirada que lanza sobre seres y cosas, quitándoles su soporte convencional.
De ahí lo notable de su “Bestiario”: mira el
mundo desde la literatura y así le otorga el frescor de una nueva vida. Sus cisnes modernistas se han trocado en un onirismo de bases
clásicas. Arreola, lector, maestro y declamador, tipógrafo y generoso editor de los jóvenes, no condesciende con frecuencia a la escritura: “Algunas noches he luchado con el
Ángel, pero siempre he perdido por indecisión”, dice en su charla autobiográfica, y añade: “Sólo escribo cuando no puedo evitarlo”.
Pero cuando lo hace, como lo confesó en
sus memorias narradas a Fernando del Paso,
debe intentar lo imposible: llegar a la perfección. A “escribir de manera excepcional”.
“Un afán de perfección al servicio del resentimiento.”
Mi rencor, les aseguro, no procede de experiencias pasajeras y erróneas; en todo
caso, tendría una fuente más remota y os-
LA GACETA
18
IV
Trazadas las bases, firmes pero originales, de
Arreola y Parra, bien podrían ampliarse los
horizontes, al revaluar nuevos tonos. En poesía estarían Eliseo Diego, Olga Orozco, Juan
Gelman. Miremos más de cerca la tribu de los
poetas.
El segundo poeta galardonado, el cubano
Eliseo Diego (1920-1994), traía consigo una luz
pura, blanca y nostálgica que, también insular a su modo, elevaba su entrañable elegía
por seres y objetos. Por calzadas y equilibristas, para darnos una fugacidad concreta.
Unas sombras llenas de color y unos ámbitos
despojados pero susurrantes de misterios. La
casa, la cocina, los cuentos que sobreviven a
las palabras que los cuentan. Un modo fraterno de restituir las cosas con sólo nombrarlas.
Lo que él, con acierto, denomina tan sólo
“Tesoros”:
Un laúd, un bastón,
unas monedas,
un ánfora, un abrigo,
una espada, un baúl,
unas hebillas,
un caracol, un lienzo,
una pelota.
¿Debe penalizarse el aborto?
✸ Luis Villoro
Tomado de Controversias sobre el
aborto, volumen compilado por Margarita
M. Valdés, que publicaremos en nuestra
sección de Obras de Filosofía, en
coedición con el Instituto de
Investigaciones Filosóficas de la UNAM.
El texto de Hugo Hiriart que le sigue
corresponde a la misma compilación.
l aborto es un hecho doloroso.
Por sí mismo, aislado de cualquier circunstancia, es un acto de
destrucción; como a toda destrucción, lo envuelve la tristeza, el desamparo.
Por eso la discusión sobre la despenalización
del aborto está cargada de emociones que nublan los argumentos. Las actitudes emotivas
tiñen también de pasión las posiciones políticas. Las opciones se oscurecen con planteamientos ideológicos al servicio de intereses.
Pero la búsqueda de la verdad requiere algo
más que apasionados arrebatos; pasa por el
cuestionamiento de las posturas puramente
ideológicas. Es menester, por lo tanto, examinar la fuerza probatoria de los argumentos.
Intentémoslo.
Ante todo, ¿de qué se trata? Hay que distinguir entre dos problemas. Uno es el moral:
¿La realización de un aborto debe considerarse una falta ética? Si así fuera, ¿de qué género? Otro es el problema jurídico: ¿Debe ser
castigado por el poder público? ¿Es penalizable por la ley?
En relación con el juicio moral sobre el
aborto se oponen posiciones muy diferentes.
Cada quien debe resolverlas individualmente conforme a sus concepciones morales. Otro
problema es el siguiente: ante un asunto controvertido, objeto de juicios morales divergentes, ¿tiene el Estado derecho, obligación
incluso, de imponer leyes y sanciones que correspondan a una concepción determinada?
Es esa cuestión la que causa conflictos peligrosos para la convivencia social y para el orden público. Lo que está en litigio no es si el
aborto es bueno o malo moralmente, sino si
debe o no ser penalizado por el poder estatal.
A esta cuestión me ceñiré en las páginas siguientes.
E
Para justificar la penalización del aborto
se aducen, sobre todo, tres argumentos.
Primero. El respeto a la vida. La vida es
fuente de todo valor. ¿Cómo no defenderla?
Sólo quien elija la nada o el absurdo podría
negarla. Pero la ternera que alimenta a mis
hijos también es vida y hasta los huevos que
rompo en el desayuno. ¿Debería castigárseme por eso? ¿Debe el poder público penalizar
a quien corta una flor, destello de vida, en su
jardín, para ofrecerla?
El respeto a la vida forma parte de las
más elevadas concepciones éticas y religiosas. En la actualidad influye en las discusiones, por ejemplo, sobre los “derechos” de los
animales. La vida, en general, exige para perdurar la subsistencia de unas especies en
perjuicio de otras y de unos individuos a costa de los menos aptos. Del respeto a la vida,
sin más, no puede inferirse, por lo tanto, la
prohibición de acabar con cualquier forma de
vida en cualquier circunstancia, sino sólo
que, de hacerlo, sea por las necesidades de
sobrevivencia de otra vida y no por diversión
o inconciencia. Podría concluirse también el
deber moral de evitar la crueldad y el sufrimiento innecesario de cualquier viviente, pero no la prohibición de interrumpir el ciclo de
la vida misma, el cual implica la muerte para
que la vida continúe y se preserve.
La embriología ha comprobado un paralelo estrecho entre la ontogenia y la filogenia,
es decir, entre las formas por las cuales pasa
el embrión en su gestación y las estructuras
biológicas que corresponden a las fases más
significativas en la evolución de las especies.
Conforme se desarrolla, el embrión humano
va transitando por formas semejantes al pez,
al anfibio, a los mamíferos inferiores, a los
antropoides. El embrión, en cualquiera de las
etapas de su desarrollo, merece el mismo respeto que cualquiera de las formas de vida a
las que es afín.
Para afectar la controversia sobre el aborto, el respeto a cualquier vida no basta. Habría que añadirle un adjetivo. Pasamos así al
siguiente argumento.
Segundo. El respeto a la vida humana. “El
aborto es un asesinato”, se dice. No dejemos
que la indignación irracional nos ofusque.
“Asesinato” significa dar muerte a una persona humana. ¿Es el feto una persona humana?
Para reconocer si algo es una “persona
humana” debemos señalar ciertas notas defi-
LA GACETA
19
nitorias que debe tener para que le convenga
con propiedad ese término. ¿Cuáles pueden
ser éstas? Se han propuesto varios criterios.
El más obvio y general sería: ser un individuo de la especie biológica homo sapiens, que
vive separado de cualquier otro, capaz por lo
tanto de sobrevivir (alimentarse, crecer, desplazarse, etc.) y ejercer sus funciones biológicas. Ese criterio no es aplicable al feto sino sólo al niño después de que ha abandonado el
cuerpo materno. En rigor, es el único criterio
jurídico. Siguiendo ese criterio, sólo el niño
tendría derechos. Luego, estaría permitido el
aborto en cualquier momento, sin restricciones. Pero sentimos que ese criterio sería demasiado amplio. En efecto, podríamos pensar que antes aparecerían ya caracteres de
persona en el feto. Si así fuera, correríamos el
riesgo de dañar a una vida humana. Para evitarlo, en caso de duda, es más prudente atenernos a criterios más estrictos.
Es razonable pensar que una persona humana es sólo un organismo que tiene las condiciones mínimas para desarrollar una vida
psíquica propia del hombre. Desde antiguo,
el hombre se ha definido como un animal de
razón, o de lenguaje, o de acción intencional,
no por sus puras funciones vegetativas o animales. ¿Cuál puede ser un signo seguro de
esa capacidad humana? Algunos dirían que
la vida relacional o de comunicación; de mo-
do que sólo llamaríamos “humano” al feto
cuando diera muestras de ser afectado por
acciones humanas exteriores o de responder
a estímulos provocados. Pero ese criterio es
poco preciso y podría dejar aún muchas dudas. Seamos, pues, más estrictos.
Busquemos el signo mínimo, sin el cual
no puede darse la vida racional propia de lo
humano: es la existencia de la corteza cerebral. Ésta se forma aproximadamente a los
tres meses del embarazo. Sólo después de
esa fecha podemos decir que existen las condiciones mínimas para que haya una vida
humana.
Aun mucho antes de la aparición de la fisiología moderna, ese hecho fue reconocido.
En la Edad Media, teólogos y filósofos se dividieron entre los partidarios de la “animación inmediata” y los de la “animación retardada”. La mayoría compartía esta última
concepción; pensaba que el alma humana sólo informaba el cuerpo al cabo de dos meses
de gestación, porque sólo entonces encontraba la “materia” adecuada para aquella “forma” específica; antes no había alma racional
en el feto. De esta opinión fueron san Agustín, san Buenaventura, santo Tomás y otros
muchos. Santo Tomás de Aquino pensaba
que en el producto varón la animación acontecía a las ocho semanas, y en el producto
mujer, a las diez, pues era bien sabido que el
varón, por ser menos perfecto, se forma con
mayor rapidez. (Nosotros nos preguntaríamos si algún obispo mexicano excomulgaría
actualmente a santo Tomás por sostener esas
ideas que serían contrarias a lo dicho por el
Vaticano.)
Pero, por razonable que parezca este criterio, no todos se avienen a él. Otros proponen uno más radical, que recuerda la tesis de
la “animación inmediata” sostenida por una
minoría de teólogos escolásticos en la Edad
Media: ya habría persona humana desde el
momento en que un óvulo y un espermatozoide se unen. Pero este criterio no resiste objeciones sólidas.
El óvulo fecundado es, sin duda, una célula viva que contiene la programación genética del futuro individuo, pero no es aún ese
individuo. El cigoto contiene las fuerzas que,
dadas otras muchas condiciones necesarias,
se desarrollarán para constituir una persona
humana, pero no es esa persona; del mismo
modo que la semilla en la tierra no es el roble. Sólo por analogía podría llamarse al feto, antes de tener las condiciones mínimas
para una vida mental, “persona”, cuando
mucho cabría decir que es una condición necesaria pero no suficiente que, aunada a otras
condiciones, puede dar lugar a una “persona
humana”.
Tercero. El derecho del feto. El último argumento invoca un “derecho” a la vida; pero
obviamente no se refiere a cualquier vida, sino a la del feto humano. Pero ¿es el feto un
sujeto de derechos? Éste ya no es un problema científico ni moral, sino jurídico.
Sujeto de derechos y deberes, en una sociedad bien ordenada, es una persona sujeta
a las leyes y reconocida por éstas. En un sentido estricto, esa característica la adquiere el
niño recién nacido, reconocido como ciudadano, al ser inscrito en el registro civil. Antes
de su nacimiento, el feto no puede ser considerado un sujeto jurídico, es sólo parte de
otro sujeto: la madre. Simplemente carece de
sentido preguntarse si tiene o no derechos y
deberes en la sociedad, porque esos términos
sólo pueden atribuirse a los ciudadanos reconocidos por el Estado. Sería un contrasentido
dictar leyes que se refieran a algo que no puede ser sujeto de derechos. Las únicas leyes
que pueden dictarse se refieren a quien sí es
sujeto jurídico: la madre. Desde un punto de
vista estrictamente jurídico, no existe ningún
derecho del feto. En cambio, la penalización
del aborto podría infringir los derechos de la
madre.
No obstante, podría sustentarse otra postura más laxa. Se podrían interpretar los derechos humanos básicos como el reconocimiento por el orden jurídico de un valor
inherente a una persona, aun cuando no tuviera las características que definen a un ciudadano. Según esa interpretación, no podría
sostenerse que el embrión, antes de los tres
meses de gestación, tuviera algún derecho,
pues —como vimos— no cumple con las características mínimas para ser calificado como persona humana, sino sólo para considerársele una condición necesaria no suficiente,
para que se desarrolle, a partir de él, una persona. En cambio, si aceptáramos esa interpretación lata de los derechos humanos, podríamos hablar de ciertos derechos del feto
después de ese periodo de tres meses, en tanto “persona en potencia”, puesto que ya
cuenta con las condiciones mínimas de una
vida humana. Pero entonces, esos derechos
podrían oponerse a los de la madre. En efecto, la penalización del aborto ¿no infringe los
derechos de madre? Está claro que, en muchos casos, atenta contra los derechos inviolables de la mujer.
Atenta contra el derecho de todo individuo a decidir sobre su propiedad, por lo tanto, sobre su propio cuerpo. Mientras el feto se
alimenta, respira y crece gracias al organismo
materno, es parte del cuerpo de la madre. El
Estado tiene la obligación de garantizar ese
derecho.
Atenta contra el derecho de todo individuo a decidir su propio plan de vida y realizarlo. El embarazo no deseado puede ser un
obstáculo serio para la realización de la vida
que la madre ha elegido. En situaciones de
estrechez económica, de exceso de hijos que
atender, de enfermedad, ese obstáculo puede
anular para ella cualquier posibilidad de vida
con un mínimo de libertad. Sólo cuando el
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embarazo es asumido con plena libertad por
la mujer no infringe sus derechos.
Atenta contra el derecho de todo individuo a la preservación de la salud. Según datos de la Cámara Nacional de Hospitales, los
abortos ilegales, en México cuestan la vida a
miles de mujeres al año. El Estado tiene la
obligación de proteger a esas mujeres y de
suministrarles asistencia médica para que
una decisión sobre su cuerpo, que a ellas
compete, no ponga en riesgo su vida.
Atenta contra la igualdad de oportunidades a que todo individuo tiene derecho. Sólo
las ricas abortan en condiciones satisfactorias. El castigo legal del aborto sólo se aplica
a quienes no tienen medios para pagar lo necesario y están abandonadas a sus propios recursos. La penalización del aborto es un factor más de discriminación social.
En todos los casos de embarazo no elegido ni deseado, los derechos de una “persona
en potencia” (como podría ser calificado un
feto después del desarrollo de su sistema nervioso cortical) y los de una persona actual
(con todos los derechos consagrados por el
orden jurídico) entran en colisión. Lo razonable es que los de la persona adulta deban
prevalecer. Sólo ella es capaz de decidir racionalmente, sólo ella detenta la dignidad
de la persona autónoma que justifica su reconocimiento por el Estado como sujeto pleno
de derechos humanos básicos. Si existe conflicto, a la mujer compete, por lo tanto, decidir si debe o no interrumpir su embarazo. El
Estado debe, cuando más, garantizar que esa
elección sea libre y que esté justificada en el
derecho de la mujer a evitar obstáculos serios
para el cumplimiento de sus necesidades de
vida.
El aborto es un acto doloroso, cruento, a
veces trágico. La manera de prevenirlo no es
el castigo, que sólo fomenta los abortos clandestinos, sino la educación sexual, la difusión
masiva de los medios anticonceptivos, la
asistencia médica.
Calificar o no de “crimen” al aborto es
competencia de la conciencia individual. Si
no existen criterios universales aceptados en
esta materia, ¿cuál alternativa es mejor? Penalizar el aborto implica conceder al Estado
el privilegio exclusivo de decidir sobre un
asunto moral y atentar contra los derechos de
las mujeres para imponerles su criterio. Despenalizar el aborto no implica justificarlo
moralmente, menos aún fomentarlo. Implica
sólo respetar la autonomía de cada ciudadano para decidir sobre su vida, respetar tanto a quien juzga que el aborto es un crimen
como a quien juzga lo contrario. En un asunto tan controvertido, ¿cuál es la actitud más
razonable?
• El contenido de este ensayo proviene de tres
artículos aparecidos originalmente
Observaciones elementales en la discusión
sobre el aborto
✸ Hugo Hiriart
I
l maestro Schopenhauer establece
entre sus preceptos de bien vivir
el siguiente: “No combatas la opinión de nadie; piensa que si se
quiere disuadir a todas las personas de los
absurdos en que creen no se habría acabado
aun cuando se llegase a la edad de Matusalén. Abstengámonos también de cualquier
observación crítica, aun cuando se haga con
la mejor intención, porque herir a las personas es fácil, corregirlas, difícil, si no imposible. Cuando los absurdos de la conversación
que estamos en el caso de escuchar comienzan a irritarnos, debemos imaginar que asistimos a una escena de comedia entre dos locos. Probatum est: el hombre nacido para
instruir al mundo sobre los asuntos más importantes y más serios, puede decirse afortunado cuando sale sano y salvo”.
Creo y suelo seguir el sabio consejo del
maestro, pero esta vez voy a desoírlo para dirigirme a los fundamentalistas que combaten
el aborto. No quiero convencerlos de nada,
por supuesto, sólo articular unas observaciones lógicas para dar en qué pensar, en el caso,
improbable, que quieran no sólo emocionarse y vociferar prohibiciones, sino pensar un
poco en lo que sostienen.
Obligación de matizar. No sólo el aborto, sino muchas cosas “atentan contra la vida”.
Arrancar del suelo una lechuga orejona es
E
también atentado, y no digamos comer un
pollo o una vaca. Pero de seguro expresiones
como “pro vida” no se refieren a la vida en
general, sino sólo a una parte de lo viviente.
Es decir, a la vida humana.
Por lo tanto, decir “pro vida” a secas, sin
matizar, recortando el adjetivo, es contradictorio y engañoso: atentados contra la vida (en
general) —comer ensaladas, huevos o carne
roja— no sólo están permitidos, sino son necesarios a la propia.
¿Y por qué entonces no se dice “pro vida
humana”? Bueno, porque no sólo no es lucidor ni emocionante, sino es obvio y atontado,
dado que nadie, absolutamente nadie, está o
puede estar en contra de “la vida humana”.
Ese rival no existe. Toda discusión empieza
en qué ha de entenderse por “vida humana”
y cómo ésta ha de defenderse.
Dado que esto es paladino y obvio, no
queda sino estimar que la confusión implícita en el uso acortado de “pro vida”, y todo el
parloteo consecuente de “defender la vida”,
son deliberados y con fines de manipulación
demagógica. Porque, claro, a la gente se le
llena la boca hablando de “vida”, más si es
emotiva y de cortos alcances, aunque, como
hemos visto, esta manera de parlar sea tan
débil e inestable que se viene abajo al primer
examen.
Personas. El punto no es entonces si el embrión recién concebido está vivo, dado que
una lechuga orejona o un tumor maligno
LA GACETA
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también están vivos y nadie los defiende, sino si ese embrión es persona humana o no.
Los fundamentalistas creen que sí es, desde
la concepción. Pero es obvio que están equivocados y no es persona. La prueba es muy
sencilla y contundente y dice así:
Del embrión recién concebido no se sabe:
a) si es una, dos o más personas; b) si es macho o hembra.
No puede haber una persona humana de
la que se ignoren a) y b), esto es, si de algo se
ignora el número y el género, ese algo no
puede ser persona.
Luego entonces, ese embrión no es persona humana.
Tenemos que estar de acuerdo en esto.
Status de lo potencial. Se dirá que el embrión ese no es persona, pero que lo será, que
es persona humana en potencia. Claro, pero
eso cambia por completo la cuestión y la hace, y en extremo, discutible, metafísica. Examinemos un poco si ese ser en potencia tiene:
1) la misma realidad; 2) el mismo valor; 3) los
mismos derechos que lo que está en acto.
Es obvio que 1) no tienen la misma realidad: un huevo de gallina no cacarea; 2) tampoco tienen el mismo valor: un cuadro en potencia de Vicente Rojo, no pintado todavía,
no puede extraviarse ni alcanzar precio en el
mercado; 3) es horrible echar una gallina viva
en una olla de agua hirviendo, pero no cocer
un huevo; Carlos, que es rey potencial de Inglaterra, no tiene ahora derechos de rey.
Por lo tanto, hay espacio para estimar que
quien elimina un embrión —que no es persona más que en potencia, dado que no tiene
realidad plena, valor o derechos— no comete
ningún crimen. Obsérvese con cuánto cuidado y rendimiento formulé la declaración:
“hay espacio para estimar...” Porque soy tolerante con quienes piensan diferente que yo
en esta discutible cuestión metafísica. No
quiero imponérsela a nadie. Podemos dialogar y estar o no de acuerdo; pero me parece
bárbaro que de argumentos metafísicos, disfrazados con vocerío emotivo, manipulador,
se intente extraer consecuencias penales, esto
es, que se imponga una tesis metafísica en extremo discutible —falsa de plano, para mí y
para muchos— a toda la sociedad.
Además, la tesis fundamentalista de la
realidad de la potencia puede tener extrañas,
ingobernables y catastróficas consecuencias,
como veremos en la segunda parte.
II
Hicimos en la primera parte algunas observaciones muy elementales, pero precisas, sobre la discusión del aborto. Vamos en lo que
sigue a hacer algunas consideraciones sobre
el embrión como humano en potencia. Vuelvo a advertir que no quiero convencer a nadie de nada, sino dar elementos para pensar
en el asunto, si es que se quiere pensar en esto y no sólo andar vociferando consignas. Vamos, pues, a hablar un poco de metafísica.
¿Qué fue primero, el huevo o la gallina?
Aristóteles se inclina a pensar que la gallina.
¿Por qué? El ser en acto tiene una carga de
realidad (por decirlo así) que no tiene el ser
en potencia. Expliquemos qué es esto de
“carga de realidad”. Miremos bien, sin prejuicios: el ser en potencia es borroso, impreciso, problemático. Por ejemplo: en el trozo de
mármol estaba en potencia el David de Donatello, de esta primorosa escultura, que ya está
en acto por acción de la talla del artista, podemos decir muchas cosas: qué tamaño tiene de
ancho y de alto, cuánto pesa, qué edad le calculamos al muchacho representado, etcétera.
Pero en ese mismo trozo de mármol había y
hay otras esculturas diferentes en potencia,
que podían haber tallado Donatello mismo u
otros artistas diferentes. Y bien, de esas esculturas en potencia, ¿qué podemos decir? Nada, y sin embargo ahí están. Por eso, porque
no podemos decir nada de esas criaturas potenciales, decimos que su ser es borroso, sin
carga de realidad, impreciso, poco más que
un sueño.
¿Qué realidad le concedemos a lo posible? He aquí el problema. ¿Qué realidad tienen las obras que Mozart, por su temprana
muerte, no alcanzó a componer? Alguna tienen; podemos, por ejemplo, asegurar que no
sonarían a Schoenberg, sino serían por fuerza
mozartianas. Pero, dado que el ser de estas
obras es conjetural, no queda sino jugar con
posibilidades. Eso es lo malo, no hay nada
firme aquí: si abrimos esa puerta, nos llenamos de fantasmas.
Me explico y abro ya mi juego: el compuesto químico o embrión X, del que decimos con razón que es un humano en potencia, ¿cómo puedo distinguirlo de la mera
posibilidad Y? Entendida esta posibilidad,
por ejemplo, como el ser que podría haberse
suscitado si A y B se hubieran apareado en el
momento T. Suena fantástico, descabellado,
hablar de este posible ser. Sin embargo, es
consecuencia de conceder pleno ser al borroso
ente en potencia. Esto es, abierta esa puerta,
no hay cómo cerrarla y se cuelan por ahí todos los fantasmas. Tal vez por eso, ni san
Agustín, padre de la Iglesia, ni santo Tomás,
doctor de la Iglesia, tan avisados, tan listos los
dos, aceptaron que el embrión recién concebido fuera persona o tuviera alma inmortal.
Otras razones metafísicas de la primacía
del acto sobre la potencia son las siguientes.
En todo ser, afirman Aristóteles y santo Tomás, hay materia y forma (tesis hilomorfista);
la materia es receptividad plena, potencia
pura de todo acto, no cognoscible y sólo definible negativamente. Cuando un trozo de
madera se quema y se hace ceniza, hay tránsito de la potencia al acto: la ceniza, en potencia de la madera, se actualiza por acción del
fuego. Eso que permanece en el cambio es la
materia; eso que cambia es la forma, antes
madera, ahora ceniza; el cambio ha sido sustancial: la madera no es ceniza (con ceniza no
fabricas un palo de escoba).
Entonces, la materia, capaz de serlo todo,
no es algo sino cuando la determina la forma.
Con ella el ser se realiza, empieza a ser lo que
es. Y es, en definitiva, la realización de una idea
(la voz griega “forma” se traduce habitualmente por “idea”). Esta idea, al abstraerla
la inteligencia, al separarla de su modo de
realización material, se convierte en una idea
en nuestra mente.
LA GACETA
22
Así pues, lo que da realidad al ser, y al
obrar para llegar a ser, es la forma. “Por naturaleza”, dice Tomás, “todo lo que está en acto, mueve, y por naturaleza todo lo que está
en potencia, es movido.” Por lo tanto, sin forma de gallina no habría huevo; el acto dirige,
mueve a la potencia (el huevo por sí mismo
no garantiza nada). Lo que es, el ser realizado, pleno, es en acto. Dios, ser supremo, es
acto puro, único con esa naturaleza, en él no
hay potencia alguna. La potencia absoluta,
un ser que fuera sólo potencia, potencia perpetua, según Aristóteles, no puede existir.
Por todo esto, hay amplio espacio para
estimar que el embrión recién concebido no
tiene realidad plena ni valor ni derecho alguno, y quien esto sostenga no es un criminal o
un loco, sino, a lo más un equivocado (y no lo
creo) en un asunto sutil y disputado.
Lo que caracteriza al fanatismo, se ha dicho, es “tenacidad y furia”, pocos espectáculos humanos tan inquietantes y desagradables como el del fanático. Porque ese humano
reniega de sus facultades racionales, estrecha
su visión y presiona sobre un solo punto. No
hay persona más peligrosa que la que no duda de tener toda la razón. Por eso me animé a
escribir estas observaciones, para airear el
asunto y dar elementos de duda y discusión.
Nada más.
• Artículo
aparecido originalmente en La Jornada
Daniel Cosío Villegas o el sentido del
conocimiento
✸ Adolfo Castañón
El ensayo que ofrecemos a
continuación ha sido escrito a propósito
de la edición reciente de la Iconografía
de Daniel Cosío Villegas, publicada por el
FCE en la colección Tezontle.
Daniel Cosío Villegas, uno de los
fundadores del FCE y su primer
director, el historiador Luis González lo ha llamado “Caballero
Águila de la Revolución”.1 Este apelativo subraya algunos de los rasgos del escritor, editor,
historiador, economista, periodista internacionalista y fundador del Fondo: su agudo
espíritu combativo, su mirada visionaria, su
imperiosa necesidad de libertad, su fidelidad
y lealtad a la causa nacional mexicana, virtudes todas del águila. Del Caballero tiene Cosío Villegas la espontánea elegancia del bien
nacido, del que ha sido feliz y la férrea disciplina del ángel. Estas cualidades se traslucen
en no pocas de las fotografías que la mano
diestra de Alba C. de Rojo ha sabido elegir y
disponer a lo largo de este libro iconográfico.
Las imágenes con que aquí se va escribiendo
y describiendo la vida de la persona del autor
de la Historia Moderna de México, parecen ser
tantas como sus años, que alcanzaron setenta
y ocho —pero, al igual que sus años de vida,
parecen muchas más las páginas de la Iconografía2 que lleva a manera de prólogo la emotiva semblanza que Enrique Krauze (el autor
de Caudillos culturales de la Revolución mexicana) escribiera con motivo del XXV aniversario
del fallecimiento del autor de Extremos de
América y que fue leída en la ceremonia organizada por El Colegio de México—. Cosío Villegas vivió sus años y sus páginas a plenitud. No escribía nada que no hubiese
pensado o sentido intensamente. Esa intensidad —la de la mirada del águila— la comparte con no pocos compañeros de viaje en el
tiempo como Manuel Gómez Morín y Eduardo Villaseñor, entre otros; a quienes les tocó
vivir aquellos años caóticos y esperanzadores
que transcurren entre “1915” —como Gómez
Morín titula su ensayo— y 1925, año en que
sale del país José Vasconcelos después de ha-
A
ber lanzado desde la Secretaría de Educación
Pública una campaña contra el analfabetismo
y a favor de la difusión de las humanidades
clásicas. La Revolución empezaría pronto a
institucionalizarse y eso quería decir que la
guerra contra la ignorancia y la estupidez debía volverse razón de Estado.
Daniel Cosío Villegas pertenece a esa generación de mexicanos que ven despuntar su
juventud cuando todavía arden las últimas
brasas del proceso revolucionario que dio
término a casi cuatro décadas del “porfiriato”
—como, siguiendo a Alfonso Reyes, Cosío
Villegas llamó a este antiguo régimen dictatorial—. Al igual que la generación inmediatamente anterior —la de Alfonso Reyes, José
Vasconcelos y Martín Luis Guzmán— ésta
nace con la conciencia de que, para México, la
República ha sido un sueño interrumpido
por la dictadura. El brillante elenco de escritores y políticos que produjo la Constitución
de 1857 y las Leyes de Reforma habría de nutrir con su ejemplo a varias generaciones de
mexicanos después de la Revolución. Ese fervor laico e igualitario, a la par cosmopolita y
nacionalista, ferozmente celoso de la independencia y la soberanía nacionales informa
con su inspiración los trabajos y los días de
una generación —la de Daniel Cosío Villegas
y Gómez Morín— que ha extraído la lección
histórica y regional de la soberanía nacional.
La libertad y la independencia de los países
surgidos del crisol ibérico sólo sabría darse a
través del reconocimiento recíproco de y entre estos países. No es una casualidad que la
primera foto de nuestra Iconografía presente a
la mesa directiva de la Federación Internacional de Estudiantes en 1921, presidida entre
otros por Daniel Cosío Villegas de México y
Raúl Porras Barrenechea de Perú. Detrás de
esta imagen alienta el espíritu del uruguayo
José Enrique Rodó quien en el Ariel, Los motivos de Proteo y El mirador de Próspero, supo poner de cabeza los argumentos racistas de Hegel y Gobineau en contra de la civilización
mestiza y criolla de la América Latina, española y portuguesa. También alienta ahí el espíritu de otros escritores de la generación de
1900 como Manuel Ugarte, José Vasconcelos,
Pedro Henríquez Ureña o el mismo Carlos
María Mariátegui, quienes buscan afinar la
sintaxis entre las culturas latinoamericanas
como una forma de integración y autodefensa continental.
LA GACETA
23
Junto con sus compañeros, amigos —como Manuel Rodríguez Lozano, Gustavo Baz,
Samuel Ramos, entre otros— y algunos jóvenes discípulos, se entrega a un fervoroso y
entusiasta activismo cultural invariablemente guiado por la voluntad de verdad y la curiosidad. Los primeros años del joven hijo del
severo Miguel Arcángel Cosío y de doña
Leonor Villegas son alborotados e inquietos:
da clases, escribe en la página estudiantil
creada por iniciativa suya en Excélsior, se involucra en la organización del Congreso Internacional de Estudiantes, colabora en la traducción, desde el francés, de Plotino, se
solidariza con los obreros, estudia derecho,
se empieza a interesar por la economía y por
los problemas de la tierra, se ensaya y atreve
como novelista y autor de miniaturas literarias, estudia literatura con Pedro Henríquez
Ureña y escribe una tesis (¡cómo nos gustaría
leerla!) titulada “La teoría del hombre recto
en la literatura del Siglo de Oro”. El inquieto
y versátil dandy de aquellos primeros años
—véanse las fotos de 1926, pp. 21-25, o el retrato de Manuel Rodríguez Lozano de 1925—
parece justificar cabalmente aquel elogio del
curioso y del diletante que escribió su amigo
de todas las épocas, el eminente Eduardo Villaseñor —personaje, por cierto, al que debería prestarse mayor atención—:
todo lo que es un misterio, todo lo desconocido, provoca nuestra curiosidad. ¿Qué
es la aventura? ¿Qué la determina y la afina? En primer lugar, la curiosidad; después el deseo de descubrir lo desconocido,
lo inesperado. Si sabemos de antemano lo
que vamos a encontrar no es aventura.
Pero el acicate que la mueve es siempre la
curiosidad. La aventura es, pues, la aventura de la curiosidad, y ésta es a su vez, la
espina dorsal de la aventura. [Eduardo Villaseñor, “De la curiosidad y otros papeles”, Letras de México, México, 1945, p. 32.]
Si los escritores latinoamericanos de 1900
—Rubén Darío, Amado Nervo, Leopoldo Lugones, Francisco y Ventura García Calderón—
se creen una generación “perdida”, que siente
“ahogarse” en su propio medio y que carece
de oxígeno en su propia tierra —para frasear
a Manuel Ugarte—,3 la generación de Daniel
Cosío Villegas (1899), Rodríguez Lozano
(1895) —su amigo y autor de un excepcional
retrato—, Eduardo Villaseñor (1896), Carlos
Pellicer (1897), José Gorostiza (1901), Jorge
Cuesta (1903), Xavier Villaurrutia (1903) y
Salvador Novo (1904) comprenderá, gracias
en parte al aislamiento producido por la Revolución, que si se carecía de oxígeno en la
propia tierra era preciso producirlo mediante la comunicación iberoamericana —comercio que incluye y presupone un conocimiento
tanto de la política de los Estados Unidos como de su cultura. En ese sentido no resulta
sorprendente que en Cambridge y Harvard,
el joven Daniel Cosío Villegas (pp. 23-25) procure armarse, hasta donde era posible, de un
plan de estudios personal y nacional para
mejor encarar y comprender la realidad que
lo aguarda al regreso.
Equipado con esos saberes, Cosío Villegas trabajará los próximos años creando las
condiciones para que ya no se carezca de oxígeno intelectual en la propia tierra: así es natural que el camino que culminará con la fundación de la editorial Fondo de Cultura
Económica y su ambicioso proyecto de formación de lectores, pase por la inauguración
de la sección dedicada a los estudios económicos en la universidad, los cursos de teoría
económica y sociología y, paralelamente, por
la redacción de documentos como los Estudios sobre la creación de un organismo económicofinanciero panamericano. Pero ni en México ni
en ningún país latinoamericano esa creación
de oxígeno cultural puede hacerse desde la
altiva torre de la inteligencia pura: desde
Alamán y Altamirano hasta Justo Sierra, José
Vasconcelos, Jaime Torres Bodet o Jaime García Terrés, en México el arquitecto intelectual
tiene que hacerla de albañil —por eso diría
Alfonso Reyes: nuestros maestros son maistros, “los maistros del huarache espiritual”,
como escribe refiriéndose a Guillermo Prie-
to—, y el intelectual ha de responsabilizarse de la función pública, y resignarse a
aceptar encargos, designaciones, nombramientos y encomiendas como parte de su tarea civil y aun de su quehacer intelectual; de
modo que puede pensarse que, por ejemplo,
el escritorio del consejero financiero en Washington entre 1934 y 1936 es en cierto modo
una extensión o un efecto de la cátedra. Esta
circunstancia bifrontal, movilizadora, se agudiza con el advenimiento del presidente Lázaro Cárdenas al poder, el estallido de la guerra civil y de la crisis de la II República
española, a la cual el gobierno de Cárdenas
dará sin regateos todo su respaldo oficial, no
sólo reconociendo diplomáticamente a la República sino apoyándola materialmente con
hombres y pertrechos. Paralela pero independientemente, el embajador Alfonso Reyes
trabaja de manera muy activa en Buenos Aires por la causa de Manuel Azaña y la República. En el marco de este apoyo se crearán
las condiciones para que en 1937, a través de
Luis Montes de Oca, director general del
Banco de México, Cosío Villegas proponga
formalmente desde Portugal a Lázaro Cárdenas la idea de invitar a México a un grupo escogido de escritores, artistas, científicos, filósofos e intelectuales españoles —como José
Gaos, José Moreno Villa, Enrique Díez-Canedo, entre tantos otros— para que continúen
aquí sus actividades. La idea andaba en el aire pero le toca a Daniel Cosío Villegas instrumentarla en Valencia con el subsecretario de
Instrucción Pública, Wenceslao Roces, luego
benemérito traductor de Marx y otros muchos autores para el Fondo de Cultura Económica.
Con esta iniciativa encaminada, se le dará
un nuevo impulso a aquel sueño cultural y
político de la patria grande iberoamericana
LA GACETA
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—que animó tanto y tan bien a la misión itinerante de la Raza cósmica de José Vasconcelos— como al espíritu insurgente de los jóvenes estudiantes rebeldes de Córdoba,
Argentina, en 1919 —entre los que se encontraban Arnaldo Orfila Reynal, amigo de Cosío y luego director del FCE, y Germán Arciniegas, autor de aquel célebre libro El estudiante
de la mesa redonda—. Al trasterrar y trasplantar a México las raíces de la España nueva, de
la España peregrina, se fundan revistas, editoriales, nuevas instituciones (como Romance,
Séneca, Leyenda por parte de los españoles o,
del lado mexicano, la Casa de España, luego
El Colegio de México); o cobran nuevo y vigoroso aliento las ya existentes, como la
UNAM o el propio FCE. La máquina de fabricar
oxígeno intelectual se ha puesto en marcha y
Daniel Cosío Villegas está, con Alfonso Reyes, al frente de ella tanto desde el FCE como
desde la Casa de España. Una vez sembrada
en México la semilla de la palabra —la semilla de la editorial y la del centro de estudios
avanzados en humanidades que será El Colegio de México— Cosío proseguirá su tarea
viajando intensamente por Hispanoamérica
(véase la foto en Buenos Aires con A. Orfila,
G. Losada y José Luis Romero), practicando
la americanería andante, recogiendo los frutos sembrados por José Vasconcelos, Pedro
Henríquez Ureña y Alfonso Reyes en Argentina, Brasil y Chile para traerlos de regreso a
casa.
Pero el aire, para que sea respirable, hay
que moverlo y cambiarlo. Al inicio del periodo presidencial de Miguel Alemán —el primer presidente civil de México después de
un largo elenco de militares en el Poder Ejecutivo—, Cosío Villegas abre puertas y ventanas con su ensayo “La crisis de México”,
que desenmascara la autocomplacencia y el
doble lenguaje de una Revolución mexicana
tan dormida que ni siquiera ella misma sabe
si está muerta. Daniel Cosío Villegas se da
cuenta de que para conocer el presente y poder predecir con tino el porvenir es preciso
transformar nuestro conocimiento del pasado: saber realmente qué pasó y, en consecuencia, saber dónde estamos. “La crisis de
México” (1947) —ensayo por demás polémico, contemporáneo de El laberinto de la soledad
(1949) y con el que tiene ciertos puntos en común— lo llevará a la concepción de su proyecto intelectual más ambicioso: la Historia
moderna de México, obra que no podría haber
realizado sin el conocimiento de la organización editorial y del trabajo en equipo que supuso la creación del FCE, que es, indirectamente, según yo, una de las madres o tías de
esa historia. Sea como sea, la Historia moderna
de México sería la culminación intelectual
tanto de su obra de escritor como de su capacidad de organización del trabajo intelectual
en equipo: al reconstruir en sus fuentes periodísticas y documentales dos periodos
esenciales de la historia de México en los siglos XIX y XX, Daniel Cosío Villegas en México —junto con Luis González y González,
Moisés González Navarro, Emma Cosío,
Francisco Calderón, entre otros— practicaba
una inmersión de cuerpo entero en la memoria social y en el sentido del conocimiento, y
hacía coincidir en una sola empresa curiosidad y aventura, historia y política. Porque
asomarse al pasado reciente de México era
asomarse a su presente y a su futuro inmediatos. La lección de esa empresa titánica debe leerse en la acción periodística —acción civil— de sus últimos años (véase la foto con
Julio Scherer, César Sepúlveda y Jorge Castañeda), donde pone al sistema político y el
presidencialismo mexicano ante el espejo de
su herencia republicana. Podrían leerse sus
polémicos escritos políticos de los últimos
años como una prolongación civilmente pedagógica de la misión vasconcelista y una extensión de la lucha contra el analfabetismo
(político) y la estupidez burocratizada aplicadas al ámbito de la crítica civil.
La práctica del hombre recto en la cultura
mexicana del siglo XX encuentra en Daniel
Cosío Villegas un ejemplo ilustre y revelador.
Se ha dicho que no hay laberinto más complejo que la línea recta, pero la vida recta y limpia
de Daniel Cosío Villegas parece menos un laberinto que una casa de estilo romano con un
patio animado por una fuente en el centro.
Esa fuente sería desde luego la conciencia
que une la vida activa y la vida contemplativa en un solo fluido surtidor. Vida activa y
vida contemplativa están unidas en Daniel
Cosío Villegas, quien supo entretejer curiosidad intelectual y aventura histórica (polémicas con los vivos y controversias con los
muertos) en una inteligente trama hospitalaria. Su vida en obra no se parece a un laberinto donde todo son callejones sin salida y caminos ciegos sino a una casa donde un
espacio lleva a otro y todos los ambientes son
susceptibles de integrarse a los demás: así, la
juvenil inquietud política lleva a los estudios
universitarios de economía que, a su vez, llevan a la vida editorial; la edición lo devuelve,
de un lado al claustro universitario, del otro a
la misión itinerante del diplomático de la que
se beneficia el observador político y el negociador, a su vez alimentado por el impulso
del historiador y el economista a quien no le
es ajena la política. De hecho, esa correlación
entre vida activa y vida contemplativa se
cumple en la política. Y es que don Daniel fue
un político pero no en el sentido que ha ido
cobrando —más bien diríase adeudando—
esta palabra, sino en la grave acepción que
puede asumir la voz cuando se habla de política del espíritu o, como diría Jorge Cuesta, la
política de altura. La exigencia de Cosío Villegas de hacer pública la vida pública que
norma su vida en los últimos años periodísticos —tan bien subrayada por Gabriel Zaid—,
¿no viene acaso de esa necesidad de imprimir
la claridad del pensamiento a los actos de la
vida? Raíz por cierto de la civilidad y la amistad. Sin embargo, Daniel Cosío Villegas sólo
será parcialmente un moralista; más bien se
nos aparece como un hombre recto en acción;
un hombre cuya línea de rectitud atraviesa la
economía y la sociología, la edición y el enciclopédico diletantismo editorial, la enseñanza, la historia y el periodismo crítico. Esa línea nítida sigue como la luz esta figura que
se recorta en siluetas y que nos dice no al oído sino a los ojos: es posible vivir como acción el pensamiento; es posible soñar con los
ojos abiertos e incluso en la soledad crítica se
puede encontrar el oasis —por ejemplo, con
César Sepúlveda, Silvio Zavala, Julio Scherer,
Enrique Florescano o Rafael Segovia, o con
Luis González y González, Francisco Calderón, Moisés García Navarro y, por supuesto,
Emma Cosío—, el oasis de una buena conversación.
Hombre de curiosidad en su juventud,
Cosío Villegas será hombre de aventuras en
su madurez. Enrique Krauze lo ha llamado
con expresión que ha hecho fortuna “empresario cultural”. Quizá se comprenda mejor el
peso de esta voz si se recuerda que en el Renacimiento la palabra “empresa” está asociada a “hazaña” y aun a “aventura”. Cosío Villegas fue, junto con un puñado de sus
contemporáneos, como Eduardo Villaseñor y
Manuel Gómez Morín, un hombre de hazañas y aventuras, un desbravador de terrenos
culturales, políticos e intelectuales, que tuvo
la inteligencia y la fortuna de saber afinar su
vocación —o sus vocaciones— con las solicitudes apremiantes de su país y de su tiempo.
La guerra contra la ignorancia y la estupidez
de que hablé arriba es paralelamente una lucha pública y privada por el sentido del conocimiento. El joven apuesto —de ojos inquisitivos en 1926 en Harvard y Cambridge— que
está estudiando economía y, en particular,
economía agrícola, tiene el pensamiento
puesto en el firmamento intelectual pero
también en la tierra. Desdeña el éxito y su
culto ostentoso; su figura trasluce austeridad.
Ve lejos pero no pierde de vista lo que tiene
cerca (véase la foto de 1940, donde aparece en
su escritorio de director del Fondo de Cultura Económica en la calle de Pánuco); tiende
su mirada a traspasar, a escrutar, a penetrar
—como en la foto de 1959, con César Sepúlveda—, cuando no a retar —como en aquella foto con Emma Cosío y Gabriela Mistral,
en 1951, en Tlacotalpan, donde parece reclamar al fotógrafo la intromisión en su solaz
vacacional.
Diferentes aspectos de esa vida pueden
verse a través de este álbum fotográfico donde se miran los trabajos y los días, los paseos,
las conversaciones, los amigos y los familiares. Como todo álbum, éste tiene algo de personal y familiar y otro poco de ceremonial y
LA GACETA
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diplomático. Las imágenes nos van contando
a través del paso del tiempo por el cuerpo y
el rostro el tránsito de una persona cuya vida
se va igualando al pensamiento, para citar
aquella “Epístola moral a Fabio” que tanto
influjo tuvo entre los jóvenes de finales del
siglo XIX y principios del XX. Una vida informada por la rectitud, es decir por la conciencia de que existe una línea recta entre la
república soñada y practicada por los antepasados y la república que se va conquistando
día con día mediante la crítica y la autocrítica.
Curiosamente, el fervor crítico de estos
últimos años tiene muy poco de crepuscular
y mucho de inaugural: su crítica está hecha
desde un tiempo que es el de la esperanza.
Enrique Krauze cierra la semblanza que abre
esta Iconografía recordando cómo en el sepelio de Daniel Cosío Villegas éste le presentó
póstumamente a Octavio Paz, quien se presentó para saludar y despedir a uno de los hijos de la república crítica en México. El Caballero Águila de la Revolución —Cosío
Villegas— era así acompañado a su última
morada por el Caballero Tigre de la Democracia —Octavio Paz—: los dos guerreros se
dan la mano bajo la luz de ese inmenso sol
que es el mundo moral.
La república y la vida pública están indisociablemente unidas al libro y su orden. Si
igualar con la vida el pensamiento fue una
norma vital para Daniel Cosío Villegas y no
pocos de sus compañeros de generación, la
revisión de esta Iconografía donde se puede
sorprender al hombre que está detrás de las
ideas, es una invitación a recordar, en el 67
aniversario de la editorial fundada por él y
un grupo de amigos, que en la raíz de esta torre de libros se encuentran trenzadas, trabadas, la palabra y la voluntad de un puñado
de seres humanos ansiosos de despertar. El
árbol frondoso de libros que es hoy el Fondo
de Cultura Económica ha nacido de las semillas plantadas por Daniel Cosío Villegas. Las
imágenes de su rostro y su persona son signos de esa inteligente fecundidad.
NOTAS
1. Luis González y González: “Daniel Cosío
Villegas: Caballero Águila de la Revolución”,
en De maestros y colegas, Clío, El Colegio Nacional, t. XVI, prólogo de Jean Meyer, México,
2000, pp. 261-280.
2. Daniel Cosío Villegas: Iconografía. Presentación de Enrique Krauze. Archivo fotográfico de Emma Cosío Villegas. Investigación iconográfica y selección de textos de
Alba C. de Rojo. Biografía y bibliohemerografía de Adolfo Castañón. Diseño gráfico:
La Pleca/VRC. Fondo de Cultura Económica.
Colección Tezontle, México, 2001, 113 pp.
3. Manuel Ugarte: Los escritores iberoamericanos de 1900 [1942].
Todo lo que erosiona
✸ Claudia Hernández de Valle Arizpe
Pero todo lo que se ama se hace
enigmático, se vuelve incomprensible.
MARÍA ZAMBRANO
Sé que sólo puedo contar mi historia
pero me obstino en la biografía de los árboles.
Qué pasaría si olvidara, de memoria,
todo el pasado y no pudiera verme
en la euforia de este minuto;
en su fasto amarillo
que me celebra.
Seguiría quedando
mi rostro
y en sus caminos y surcos,
reconocible para los otros,
una biografía incierta.
Creo en la biografía de las piedras.
Todo lo que erosiona deja huella.
Y quizá las palabras nos lleguen tan sólo
para preguntar a quien no puede
respondernos.
Miro la nacionalidad
de lo que no tiene territorio
sino puro silencio
como la voz del agua en todas sus formas
y en esa larga lista de maravillas,
apenas quepo.
¿Y por qué, entonces, la palabra?
El rostro es la palabra
y el rostro es el cuerpo.
Todo tiene un rostro.
LA GACETA
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El hipogeo secreto de Elizondo
✸ Óscar Mata
El siguiente texto fue leído por su
autor en el homenaje que el FCE le hizo a
Salvador Elizondo en el marco de la
pasada Feria Internacional
del Libro de Monterrey.
unque Salvador Elizondo publicó su primer libro a los 28
años (Poemas, 1960, edición del
autor), fue realmente conocido
hasta la novela Farabeuf, o la Crónica de
un instante (1966), que le valió el premio Xavier Villaurrutia. Farabeuf constituyó todo un
acontecimiento literario por su insólita —para las letras mexicanas— mezcla de erotismo,
sadismo y elementos chinos en una novela
cuya escasísima acción exterior sucede en París, a inicios del siglo XX. Cierta vez don Joaquín Díez-Canedo, el gran y generoso editor
que en paz descanse, me comentó que él mismo se encargó de leer el manuscrito de Elizondo y entusiasmado decidió publicarlo
pues “se trataba de un libro que nos podía
dar mucho”. Don Joaquín se refería a su casa
editorial, pero su frase bien puede aplicarse a
la narrativa mexicana de la segunda mitad
del siglo XX. En la década de los sesenta había
dos tendencias claramente distinguibles dentro de los jóvenes narradores: por un lado la
literatura de la onda y por otro la escritura.
Los onderos eran más populares y tenían un
número mayor de lectores, quienes cultivaban la escritura resultaban más herméticos.
Con el paso del tiempo las dos tendencias
han quedado como meras curiosidades y
pronto Salvador Elizondo se reveló como el
escritor más sólido de ambas promociones.
Dos años después, en 1968, apareció la segunda novela de Salvador Elizondo: El hipogeo secreto, obra hermana de Farabeuf. La crónica de un instante es un trabajo eminentemente
sensorial, mientras que El hipogeo... se centra en la actividad del intelecto. Se podría
decir que la primera es una sensación mientras que la otra es una idea. Elizondo se valió de distintos procedimientos para escribirlas. Farabeuf con base en la evocación, el
A
procedimiento sensorial que recrea un acto
con el auxilio de actos perceptivos. En el caso de El hipogeo secreto empleó “el rito maravilloso y mágico de la invocación”, cuya actuación es “de una manera que trasciende la
superficialidad y la aparente banalidad de
las sensaciones”, según explica en su ensayo “Invocación y evocación de la infancia”,
incluido en Cuaderno de escritura (1969). Para Elizondo hay algo etéreo y mágico en la
invocación: “Los sentidos desaparecen, se
vuelven como espectros inútiles al contacto
con esa presencia trascendental de las esencias. No somos ajenos al carácter mágico de
la invocación que nos lleva (a nuestro destino
de nostálgicos) mediante el proferimiento de
la palabra que como en los encantamientos
encierra la clave del misterio” (p. 24).
No en vano en muchos momentos los
personajes de El hipogeo secreto dicen que el
autor del libro donde viven es un mago, un
dios; éste no es otro que El Imaginado, personaje autor de El hipogeo secreto, la novela
que narra, cuenta, noveliza la escritura de la
novela: “La novela es un prodigioso y arduo
juego del espíritu y de la escritura, estamos
en libertad de ir inventando las reglas conforme vamos jugando” (p. 15).
La frase anterior es la penúltima del ensayo “Teoría mínima del libro”, en el cual Salvador Elizondo afirma que la creación es el
encuentro de un hombre con el misterio, la
huida del origen hacia “algo” vago e impreciso. Concibe la escritura como una heurística
con mucho de alucinación que supone una
manifestación unívoca de la realidad. Sin embargo, en todo autor hay un descenso a los
sentidos que, al percibir la realidad, la disgregan. La pureza de una obra está dada de
acuerdo a su capacidad de abstracción con
respecto a la degradación sensorial.
El hipogeo secreto presenta la tentativa de
un escritor por realizar la abstracción de su
labor dentro de los marcos del más impuro
género literario: la novela. Se busca la pureza
a través del género que tolera la presencia de
ensayo, poesía, teatro, etc. en su seno. El único medio es el lenguaje, medio que en algún
momento se convierte en fin. Entonces la forma —las palabras— pasa a ser el contenido y,
con base en la dicotomía saussureiana significante-significado, el lector se encuentra con
una infinita gama de posibilidades que aniquilan la realidad.
LA GACETA
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El hipogeo secreto es una alucinante aventura dentro de un universo letrado, un safari
en pos del autor de tal universo que llevan a
cabo las propias creaciones, creaturas letradas, del escritor. La experiencia tiene lugar en
dos planos: el de la escritura y el de la lectura.
Salvador Elizondo está convencido de que
los textos sólo pueden ser leídos por sus autores. Lo anterior crea un problema que Elizondo resuelve convirtiéndose él mismo en
personaje de su obra y convirtiendo al lector
de su libro en autor del mismo. Si el Otro, X,
el Imaginado y el mismo Salvador Elizondo
crean la novela cuando escriben, Mía —el
personaje femenino, fáustico— hace lo propio cuando lee el libro de tafilete rojo. La acción está siendo en todo momento, lo que
convierte a El hipogeo secreto en un universo
gerundial. El solo paso de la mirada por las
páginas propicia que la acción de crear literatura ocurra y se perpetúe. Entonces el lenguaje se convierte en el único componente de
ese universo lingüístico y literario que es la
novela. Para Salvador Elizondo, el lenguaje
es “la actualización de todas las potencias del
mundo” y la escritura “una actividad que tiene por fin agotar las posibilidades del mundo”. El arte de la literatura surge como un
azar y se desenvuelve, ya dentro de la creación de novelas, según el método que se vaya
inventando, por eso Elizondo puede darse a
la tarea de redactar una novela de la que sólo
tiene una idea vaga e imprecisa. Presenta su
obra como “una novela de aventuras metafísicas y sagradas”, pues sus personajes, los
hombres-escritura, carentes de recuerdos,
miran hacia el futuro en busca de su autor
mientras pugnan por dotar de una concreción tangible al universo de dudas, suposiciones y posibilidades en que se hallan inmersos. Tal mundo existe porque hay
palabras y se anima por obra y gracia de dos
fuerzas que se complementan: la lectura y la
escritura.
¿Qué hay en El hipogeo secreto? Es una novela de “aventuras metafísicas y sagradas,
cuya historia es “la historia de una historia”.
Carece de pasado y su afán es sobrepasar el
presente. Para lograrlo, los personajes tienden hacia un futuro que el autor les impide
alcanzar, ya que continuamente cambia su
marco de referencia, de la misma manera en
que yo concluyo esta oración. Y doy inicio a
la siguiente...
Situada al margen de la realidad tangible,
la de todos los días, la novela es un hecho
mágico, una invocación que se llama a sí misma. Ella es el inicio y el fin, ella representa un
mundo de palabras que sugiere todas las realizaciones posibles, pero se niega a concretarse en una de ellas. El hipogeo secreto viene a
ser la idea de una narración que es todas las
historias que se puedan contar. Nos encontramos, entonces, ante un libro total, síntesis
y resumen de todos los textos escritos a lo largo de la historia: en él están todos los asuntos, todas las narraciones, todos los personajes y todos los lectores en derredor de las
ideas de creación y pureza, ideas que se resisten a entrar en contacto con la realidad. Elizondo escribe El hipogeo secreto para novelar
los sucesos que intervienen en la creación literaria. La novela se compone de cuatro capítulos. El primero es un desarrollo inicial de
la trama, el segundo una reflexión primera
sobre la obra, el tercero una reflexión segunda sobre la obra y el cuarto un segundo desarrollo de la trama. La experiencia se mantiene al margen de las contingencias
espacio-temporales, lo que se ha dado en llamar la realidad, para centrarse en los verdaderos protagonistas del hecho literario: el
creador-emisor y el creador-receptor (quien
escribe y quien lee), así como las ideas y los
sentimientos que se dan durante el encuentro
de los creadores. El libro es el ámbito del suceso, el escenario y se le mantiene como una
idea de sí mismo. El tema de El hipogeo secreto
es la creación de El hipogeo secreto, tema que
en un momento dado trasciende hacia contextos más amplios, pues de la literatura se
pasa al arte en general. El plan del libro indica la necesidad de crear un mundo en perpetua movilidad que al mismo tiempo permanezca inmutable, como mera abstracción,
como eterna posibilidad. Para conseguirlo se
vale del mito. Una historia pronto pasa, sucede, es concreta, tangible; el mito, en cambio,
permanece, carece de desenlace, es eterno y,
por tanto, abstracto. Toda novela precisa de
una historia para ser tal y El hipogeo secreto es
comparada con Los quinientos millones de la
Begún, escrita por Julio Verne en 1899 y que
narra la creación de dos ciudades; aunque se
aclara que El hipogeo... es al revés. Elizondo
presenta la historia del mito, o la mitificación
de la historia. Funde ambos elementos para
no rebasar un instante determinado, el de la
escritura-lectura, al que llama “el aquí”, mismo que se propone mantener vigente durante toda la extensión de la novela. Así plasma
el “universo gerundial” que poco a poco va
acercando al escritor y al lector hasta que los
enfrenta ante un espejo de palabras que los
refleja continuamente, hasta el infinito. Por
ello, en la escena final Mía-la Perra asesina al
Imaginado, autor en última instancia de la
novela, para que éste deje de escribir y de seguir desplazando “el aquí”.
Principio y Uno
✸ Zulai Marcela Fuentes
Para María Inés Taulis
Giordano contempla el Universo,
su melancolía cava túneles en la conciencia.
Por ellas conoce lo insondable:
magia disidente y blasfema.
Pero no hay constelación que escape
de la telaraña de los sueños
y esquive su mirada clandestina.
No hay sol que no conozcan sus ideas
ni fuego que no alumbre el corazón hereje
devorado por la hoguera.
Di, Melancolía,
musa redentora que permea los instintos:
¿Qué hacer con este cáliz tan amargo,
cómo atravesar las llamas,
salir ilesos del Infierno?
Acaso en la Memoria
Bruno siga descifrando la aventura de los astros,
contemplando con su luz el Infinito.
LA GACETA
28
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
1934
FILIALES
• LIBROS PARA IBEROAMÉRICA •
ARGENTINA
BRASIL
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Argentina, S.A.
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/ 1934 / 1219
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Centroamericana Apdo. Postal
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las Delicias y Calle Santos Ermini,
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esq. Abraham Lincoln
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Fax: (1809) 573-86-54 y 473-86-44
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FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
• NOVEDADES Y SUGERENCIAS •
CARL DJERASSI
50 AÑOS CON LA PÍLDORA
• La píldora, los chimpancés pigmeos
y el caballo de Degas
• El gambito de Bourbaki
• El dilema de Cantor
• JESÚS SILVA HERZOG
Breve historia de la Revolución mexicana, I
LOS ANTECEDENTES Y LA ETAPA MADERISTA
• JESÚS SILVA HERZOG
Breve historia de la Revolución mexicana, II
LA ETAPA CONSTITUCIONALISTA Y LA LUCHA DE
FACCIONES
El gran maestro de México expone en estos dos tomos los momentos decisivos de la Revolución mexicana. El primer tomo analiza los antecedentes del movimiento armado y cubre hasta la etapa maderista. El
autor hace hincapié en el trasfondo económico que
determinó el radical cambio de la sociedad mexicana.
El segundo tomo de la historia de la Revolución mexicana cubre de la etapa constitucionalista de 1913 hasta la conocida como lucha de facciones de 1914 a
1917, lapso que finalizará con la proclamación de
nuestra Constitución. Este tomo incluye una cronología
de los presidentes de México de 1917 a 1972.
• MANUEL MIÑO GRIJALVA
El mundo novohispano
Población, ciudades y economía,
siglos XVII y XVIII
• NATHAN WACHTEL
El regreso de los antepasados
A partir de una perspectiva original que relaciona la etnología con la historia, esta coedición con El Colegio de
México nos muestra la vida, las costumbres y las creencias de los chiyapas, pueblo indígena perteneciente a
la familia de los urus, ubicados en la zona andina de
Bolivia. Esta obra abre nuevas vías para abordar el estudio antropológico, basándose en la minuciosa observación de los mecanismos que emplea un grupo humano para seguir el paso del tiempo, sin perder su
singularidad frente a los demás.
Manuel Miño se propone en esta obra hacer una síntesis sobre la extensa historiografía en torno a la conformación de la sociedad colonial mexicana a partir de
un enfoque que centra la observación en el desarrollo
de los pueblos y centros urbanos, los cuales, no obstante las grandes diferencias y especificidades en las
distintas zonas del territorio, fueron los ejes articuladores de las regiones tanto política como económicamente.
• JOSÉ BLANCO (COORD.)
La UNAM
SU ESTRUCTURA, SUS APORTES, SU CRISIS, SU
• LOURDES DE ITA RUBIO
Viajeros isabelinos en la Nueva España
FUTURO
Este libro nos presenta, apoyado en fuentes inglesas,
a los diversos protagonistas británicos en la Nueva España durante el primer siglo de colonización. Fuente
fundamental de este análisis fueron las crónicas del
geógrafo inglés Richard Hakluyt, quien durante el periodo isabelino recogió y difundió gran cantidad de testimonios viajeros, particularmente ingleses, fomentando las empresas de exploración ultramarina sobre
tierras remotas, desconocidas y extrañas, como aquellas de la Nueva España.
Este libro es, como la UNAM, plural y diverso. Una
muestra de variados universos, preocupaciones y enfoques distintos. Unos junto a otros se enriquecen mutuamente; sobre todo al pensar en la reforma universitaria. Los lectores, especialmente los universitarios,
hallarán en estas páginas un rico material de reflexión,
eventualmente útil para hallar modos de aproximación
mutua que permitan procesar una transformación institucional y académica a la altura de los reclamos de la
sociedad mexicana del siglo XXI.
LA GACETA
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LIBRERÍAS DEL FCE
(Visite nuestra página de internet: www.fce.com.mx)
• Librería Alfonso Reyes
Carretera Picacho Ajusco 227,
Col. Bosques del Pedregal,
México, D.F.
Tels.: 5227 4681 y 82
• Librería Octavio Paz
Miguel Ángel de Quevedo 115,
Col. Chimalistac,
México, D.F.
Tels.: 5480 1801 al 04
• Librería en el IPN
Av. Politécnico, esquina Wilfrido
Massieu,
Col. Zacatenco,
México, D.F.
Tels.: 5119 1192 y 2829
• Librería Daniel Cosío Villegas
Avenida Universidad 985,
Col. Del Valle,
México, D.F.
Tel.: 5524 8933
• Librería Un paseo por los
libros
Pasaje Zócalo-Pino Suárez del
Metro,
Centro Histórico,
México, D.F.
Tels.: 5522 3016 y 78
• Ventas por teléfono:
5534 9141
• Ventas al mayoreo:
5527 4656 y 57
• Ventas por internet:
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BIOGRAFÍAS DEL PODER
Enrique Krauze
LIBROS PARA NIÑOS
GERALDINE MCCAUGHREAN •
El hijo del pirata
SUGERENCIAS
• L. DWIGHT HOLDEN
El mejor truco del abuelo
Esta es una historia verdadera acerca del modo en
que una niña experimenta la enfermedad y muerte de
su abuelo. Da respuestas a preguntas que quizá el niño no sepa expresar. Aquéllos que amamos nunca
abandonan nuestro corazón... Este es el mejor truco
del amor.
A la muerte de sus tutores y aburrido de Inglaterra,
Tamo White, el hijo de un pirata, decide abandonar
la escuela y volver a casa en busca de su madre.
En compañía de Nathan, quien ha quedado huérfano y desamparado, y de Magda, la hermana de
éste, cruzan el Océano Índico y llegan a Madagascar. En estas tierras lejanas y desconocidas, plagadas de peligros, los tres jóvenes encuentran la
clave de sus vidas.
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• A 350 años de su nacimiento •
• DEL CATÁLOGO DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICA •
OBRAS COMPLETAS •
Edición, prólogo y notas
de Alfonso Méndez Plancarte
• Tomo I. Lírica personal
• Tomo II. Villancicos y Letras sacras
• Tomo III. Autos y loas
• Tomo IV. Comedias, sainetes y prosa
COL. BIBLIOTECA AMERICANA
• Sonetos y villancicos
Col. Fondo 2000
• SOBRE SOR JUANA
• OCTAVIO PAZ
Sor Juana Inés de la Cruz o las
trampas de la fe
OBRAS COMPLETAS DE OCTAVIO PAZ,
TOMO 5. COL. LETRAS MEXICANAS
• C. BEATRIZ LÓPEZ-PORTILLO
Sor Juana y su mundo: una
mirada actual. Memorias del
Congreso Internacional
COL. TEZONTLE
• ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA
Para leer “Primero sueño” de sor
Juana Inés de la Cruz
COL. TIERRA FIRME
• DARIO PUCCINI
Una mujer en soledad: sor Juana
Inés de la Cruz, una excepción en
la cultura y la literatura barrocas
COL. LENGUA Y ESTUDIOS LITERARIOS
• SARA POOT HERRERA
Sor Juana y su mundo: una
mirada actual
COL. TEZONTLE
• NUESTRA DELEGACIÓN EN GUADALAJARA •
• NUESTRA DELEGACIÓN EN MONTERREY •
Librería José Luis Martínez
Avenida Chapultepec Sur 198,
Colonia Americana, Guadalajara, Jalisco,
Tels.: (013) 615-12-14, con diez líneas
Librería Fray Servando Teresa de Mier
Avenida San Pedro 222,
Colonia Miravalle, Monterrey, Nuevo León,
Tels.: (018) 335-0371 y 335-03-19
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