PDF (Capítulo 14)

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La religión del mercado
o el mercado como religión:
el carácter teológico del discurso de
la economía en las sociedades modernas
Jorge Bula
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la economía humana en un sistema de mercados autorregulados y permitimos que esta extraña innovación modelara nuestros pensamientos y nuestros valores.
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Nuestro actual ministro de Hacienda y Crédito Público, siendo decano de la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes, dijo, palabras más palabras menos, a uno de sus estudiantes, quien le manifestaba
que estaba interesado en llevar a cabo una monografía de grado sobre el
Ingreso Básico Universal como una propuesta de respuesta a la pobreza,
que dejara de ocuparse de esos temas, pues ellos, aquellos que se refieren
a aspectos éticos, eran la preocupación de las monjas y no de verdaderos
economistas, quienes estaban llamados a ocuparse de otro tipo de intereses
más “científicos”. Este probo personaje de la vida pública, hoy funcionario
del actual gobierno, hizo similar anotación refiriéndose al problema de los
auxilios parlamentarios en 2002 diciendo: “Yo creo que lo conveniente no
es satanizar este tema, y discutirlo con racionalidad y no con ética, que no
le corresponde a un funcionario, sino a un sacerdote”1.
De lo que el señor ministro quizás no era consciente, es que invocando –y subrayo este último término tan caro al mundo mítico– la racionalidad y el espíritu científico frente al campo religioso de lo ético y lo moral,
1
El Espectador, 7 de julio de 2002, citado por Alberto Aguirre, Revista Cromos, No.
4.522.
La religión del mercado o el mercado como religión
Jorge Bula
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estaba él mismo situándose en otro campo religioso, aquel que David Loy
(1997), economista de origen budista, denomina como la primera religión
verdaderamente mundial, la religión del mercado, mundo de la racionalidad económica, y de la cual, la llamada corriente principal en economía, se
constituye en su teología. Pero peor aún, lo que ignora el señor ministro, es
que además se sitúa en lo que el propio John Stuart Mill, uno de los padres
de la economía y del positivismo anglosajón, llamaba las malas religiones.
El propósito del presente trabajo es mostrar precisamente cómo en torno a
esta idea inmanente del mercado se configuran todos los componentes del
campo religioso. En primera instancia, se constituye un conjunto de creencias e incluso de rituales frente a algo erigido como sagrado: el mercado,
siguiendo la tipología de Durkheim. En segundo lugar, a este sistema de
creencias corresponde un discurso de orden teológico, que define el dogma
sobre el que se sustentan estas creencias y prácticas. En tercer término, hay,
como en toda religión, una casta de sacerdotes encargados de dictar doctrina y de preservar los mitos fundantes del dogma, y como tales, establecen
los límites entre la herejía y lo sagrado. Y existe a su vez, un bajo clero en
términos weberianos, a quienes les corresponde velar por las buenas prácticas, los ritos y las creencias que le son funcionales al propio sistema. Se tratará, pues, de ver cómo cada uno de estos elementos adquieren forma tanto
en la economía como dinámica social, y en la economía como reflexión
disciplinar, para mostrar finalmente cómo esta construcción “religiosa” de
la economía en sus dos dimensiones, además se alinea en el campo de las
religiones que se distancian de los sentimientos morales que para otras religiones, e incluso otras corrientes del pensamiento económico, constituyen
un elemento esencial de su fundamentación.
Del mercado como religión: creencias y fundamentos
El trabajo de Mueller y Welch (2001) establece cuatro posibles relaciones entre economía y religión: una separación entre la una y la otra, la
religión al servicio de la economía, la economía al servicio de la religión, y
la unión de religión y economía. Pero quizás habría que añadir una quinta
posibilidad: que la economía, tal como hoy se la predica, es en sí misma
otra religión, o por lo menos otro discurso religioso. Sin embargo, como
todo proceso discursivo, aquellas ideas que se presentan como “verdades”,
no se reducen, al decir de Godelier (1984), a un simple problema del pensamiento, sino que responden a la necesidad o el interés de explicar “el orden
o el desorden que reinan en la sociedad y en el cosmos”. Las ideas tienen así
un pie en el mundo real y a su vez actúan sobre él, “pues el peso de las ideas
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no proviene de lo que ellas son, sino de lo que ellas hacen, o mejor aún, de
lo que hacen hacer en la sociedad, sobre ésta o sobre el mundo exterior” (p.
192). Y esa realidad que la economía quiere explicarnos hoy, es esa a la que
Polanyi hace referencia, aquella que rige hoy nuestra vida social, que no es
otra que la del mecanismo de mercado, la Gran Transformación, como él
mismo la denominara, y así como la teología orienta, legitima y moldea las
prácticas religiosas, así el pensamiento económico, a través de su influencia
en los procesos y decisiones de orden político, estampa su impronta en los
imaginarios y en las prácticas sociales de hoy.
Caído el muro de Berlín, de la misma forma que cayeron las murallas
de Jerusalén, el mercado se erigió como la verdad revelada, mundialmente
aceptada, como el Mesías que anunciaría el fin de la historia y el último
hombre. A diferencia de un “orden económico”, que Max Weber preveía
como el producto del consenso sobre la base de una convergencia de intereses, pareciera haber tomado la delantera ese “ascetismo intramundano” al
que el mismo Weber se refería, señalando cómo el ascetismo al abandonar
las celdas del monasterio e insertarse en la vida de los mortales terminaría
por “dominar la moralidad mundana” y contribuiría a crear “el imponente
cosmos del orden económico moderno”, y a determinar los estilos de vida
de quienes le habitan (citado por Loy, 1997). Y a pesar de su aspecto secular, el mercado aparece entonces como el Reino de los Mortales del cual
emanaría leche y miel, y su espacio de salvación.
¿Sobre qué bases se sustenta esta visión del mundo? Varios supuestos
subyacen a ella. En primer lugar, tiene como principio el llamado “individualismo metodológico”, es decir, aquel que concibe la sociedad como una
colección de individuos, cuyas acciones y decisiones explican los fenómenos
sociales y económicos. Ello significa que la mejor forma de armonizar los
intereses es permitiendo que los individuos expresen sus preferencias en el
mercado, y sólo el sistema de precios garantiza que la sociedad conozca esas
“preferencias reveladas”. Su carácter secular y pretendidamente científico
radica en la visión newtoniana donde el pasado y el presente se confunden
y que, como lo señalan Wallerstein et al. (1995), responde a una “visión
casi teológica: [que] al igual que Dios, [permite] alcanzar certezas, y por
tanto no [necesita] distinguir entre el pasado y el futuro puesto que todo
coexiste en un presente eterno”. Su pretensión universalista corresponde
a su visión positivista que busca definir leyes universales que nos permitirían entender las sociedades, pero cuyas características correspondían a
una visión atemporal y ahistórica, tipo de passe par tout, que por encima de
las especificidades culturales y étnicas, nos podría explicar nuestro propio
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devenir, es decir, el progreso. Finalmente, debe esta visión del mundo de la
premisa del viejo liberalismo del laissez faire, laissez passer, para conducirla
a su máxima expresión, hasta el paroxismo de la “competencia”, virtud de
virtudes, definición por excelencia del llamado Homo œconomicus, hombre
calculador, cuyo móvil fundamental es el de maximizar sus preferencias,
fuente de ese progreso que habrá de conducirnos al Reino de las Mercancías, y el ethos que sin duda nos garantiza la salvación, y que como nos lo
hace ver Macpherson, nos coloca en la lógica del individualismo posesivo,
como razón última de estar en sociedad. Es este fundamentalismo el que
permite a Hodgson (1998) decir que: “Aparte de ser una receta para la intolerancia, la actual definición de economía (la de la corriente principal) estimula el formalismo y la axiomática. Desde el principio los supuestos son
considerados como incuestionables y dados. Los agentes deben maximizar
porque los economistas asumen que así es, y así sucesivamente”.
De la economía como teología: del dogma a las jerarquías
La economía, esa disciplina de las ciencias sociales que buscando un
estatuto similar al de las llamadas ciencias duras, terminó sustituyendo la
economía política como visión holística de la sociedad, constituye la elaboración discursiva que, como la teología, busca sentar los fundamentos de
las nuevas creencias por encima de las dinámicas sociales mismas. Como
lo dice el estudio de Wallerstein et al. (1995): “Al eliminar el adjetivo ‘política’, los economistas podían sostener que el comportamiento económico
era el reflejo de una psicología individual universal, y no de instituciones
socialmente construidas (de las cuales el mercado es una de ellas; ver Hodgson, 1998), argumento que a continuación podía utilizarse para afirmar
la neutralidad de los principios de laissez faire”.
Como lo sugiere claramente Nelson (citado por Mueller y Welch,
1998), tanto la teología como la economía ofrecen una serie de principios
a través de los cuales se da significado y se enmarca una percepción de la
existencia humana. Más aún, dirá Meek (ver Mueller y Welch, 1998), en
el campo semántico la religión y la economía comparten expresiones similares. Las mismas palabras hacen parte del lenguaje de agentes que participan tanto en la esfera económica como en la esfera religiosa: confianza,
fidelidad, deuda, redención, fe, etc. Pero más allá de estas coincidencias
semánticas, para este autor existen similitudes igualmente en los aspectos
metodológicos de ambos campos, que hacen que la economía esté más cerca de la teología que cualquier otra disciplina de las ciencias sociales:
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Por ejemplo, ambas, la teoría económica y la teología, comienzan y se basan en
supuestos. Ambas asumen que las personas son racionales en el sentido que ellas
pueden entender las consecuencias de sus actos y trabajar para alcanzar unos fines.
Ambas están por comportamientos maximizadores (dirigidos hacia el bienestar
como quiera que se defina en economía y la salvación eterna en teología), y ambas establecen reglas para actuar de forma maximizadora (tales como evaluar las
condiciones marginales y seguir los Diez Mandamientos). Ambas hacen referencia
a la elección, y ambas tienen en cuenta los costos de oportunidad (por ejemplo,
estudios de caso de fracasos en empresas de riesgo compartido y la historia del Génesis de la caída en el Jardín del Edén). Finalmente, ambas se expresan haciendo
caso omiso de los aspectos culturales de sus audiencias: las reglas para maximizar
beneficios o alcanzar la salvación eterna son las mismas para una audiencia en
Norteamérica como para una audiencia en Asia (p. 185).
Si como dice Hodgson (1998), una ciencia se define como el estudio
de algún aspecto de la realidad objetiva, en este caso la economía, o el
funcionamiento económico de la sociedad, el problema reside justamente
en términos de cómo se ha constituido la corriente principal, es que se ha
confundido su objeto de estudio con su metodología y un cuerpo teórico
central que le es funcional. Lo cual es además, dice el mismo autor, conveniente para señalar a los disidentes, pues quienes no acepten los presupuestos de la corriente principal, no son considerados economistas (p. 106).
Y los así llamados economistas se constituyen en ese cuerpo elite de
la casta sacerdotal, que imparte doctrina, asimilándose al trabajo de los
teólogos que en las distintas religiones tienen la función de establecer y
sancionar el dogma de sus creencias. Mientras que los empresarios hacen
las veces de sacerdotes del bajo clero, aquel que en el terreno siembra los
cimientos del orden religioso, es decir, del orden económico, y que Thureau-Dangin (1995: 47) llama “los verdaderos fabricantes de la sociedad
[que] pueden decir, y dicen efectivamente: nosotros somos responsables,
pero no culpables”.
De los mitos y las realidades: de lo sagrado a lo profano
Estas premisas irrefutables, y por tanto axiomáticas, terminan convirtiéndose en los mitos fundantes de esta nueva visión de la modernidad.
Pero la realidad es más compleja que la representación que de ella se hace
la economía, vista desde los puristas del pensamiento ortodoxo. Hagamos
referencia sólo a algunos de ellos:
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a. La economía basada en la competencia a ultranza, siguiendo ese
individualismo posesivo de Macpherson, debería brindarnos ese espacio de libertad donde todos tendríamos las mismas oportunidades, y cuyos beneficios dependen de los méritos que hagamos en ese
proceso competitivo. Pero detrás de esta afirmación, lo que subyace
en realidad es, como lo señala Thureau-Dangin (1995), “un sistema
de poder sin límites”, donde los derechos de propiedad se construyen
sobre la base de unas relaciones de poder a través de las cuales se
niega o limita al otro(a) el acceso a bienes fundamentales, como en
la Isla de las Flores, y que coloca en desventaja a una buena parte de
la población.
b. Esta libertad de elegir que se expresa a través de nuestras preferencias
reveladas en el mercado, se advierte igualmente inexacta, como ya lo
anunciaba Mishan en 1969: “Es totalmente insatisfactorio juzgar los
bienes que actualmente se producen por el sistema, pensando que la
gente muestra con sus elecciones que esto es lo que desea. Pues lo que
libremente elige comprar depende de lo que le ofrece y de los precios
a que esto se le ofrece […] no se puede esperar que la gama total de
oportunidades ni el propio coste de los bienes y servicios existentes
puedan aparecer simplemente mediante un mercado competitivo”
(pp. 94 y 95).
c. El mercado así concebido, como ese espacio en que la competencia
conduce a su mejor performance, y nos coloca en la senda del crecimiento y quizás de la abundancia si no fallecemos en el intento, ese
mercado concebido pues como “la arena donde los agentes individuales colisionan” (Hodgson, 1998: 107), y que como decía Weber
–y nuestro ministro de Hacienda–, no está sujeto a normas éticas, es
producto de una construcción social y no refleja necesariamente las
distintas culturas. Como lo han señalado muchos institucionalistas,
por ejemplo Hodgson, pueden existir distintos tipos de mercado. Y
por el contrario, como el propio Adam Smith lo reconocía, un mercado concebido de esa manera es un mercado que puede conducir a la
corrosión de los valores compartidos por la comunidad (Loy, 1997),
mientras que aspectos como la honestidad, la frugalidad, la iniciativa,
etc., son virtudes de las cuales requiere el mercado (ver Daly y Cobb,
citado por Loy: 209). Como escribe Weber: Honesty is the best policy,
porque hay un interés en mantener una relación recíproca de intercambio (Weber, 1992).
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d. Pensar pues que por fuera del mercado no hay salvación, es olvidar
que no todas las transacciones se hacen con base en el profit motive,
y que no todas las personas se comportan de manera insaciable. Aún
hay transacciones que dan lugar a la donación, al regalo, y a formas
más desinteresadas o basadas en intereses distintos que el de la acumulación. Y que antes de convertirse en una máquina calculadora,
como diría Marcel Mauss, el ser humano tenía móviles muy distintos. Y frente a la predicación de la lógica del gagnant-gagnat, aún
persiste una lógica basada en el donnant-donnat así se la desestime
(Thureau-Dangin, 1995: 68). Esa teoría del mal, tan cara a los sistemas religiosos, que excluiría tanto a las personas como a los países que
no suscriban la lógica del mercado, y que condenaría a esos herejes a
quedar por fuera de la Iglesia, si no a ser exterminados, resulta que,
a pesar de todo, persiste en muchas sociedades, incluso en aquellas
donde supuestamente el mercado es más avanzado.
e. Y, más aún, pretender que lo que es rentable para las empresas lo
es para la sociedad, o que aquello que es bueno para los negocios lo
es para el país, se estrella con el hecho evidente de que puede haber
efectos perjudiciales al uso descontrolado de recursos naturales, por
ejemplo, sobre lo cual ya a finales de los años sesenta, Mishan llamaba la atención cuando mencionaba entre estos efectos perjudiciales el
ruido, el humo, el hedor, el arrojar desperdicios a los ríos, la polución
del aire y la destrucción de la belleza natural y de la vida silvestre
(1969: 103).
De la religión del mercado: de lo impuro a lo puro
Pero como todo sistema religioso, el del mercado y su teología también
ha creado su propio Index, que establece aquellos textos que son admisibles
respecto del dogma, y elimina o suprime aquellos que le son contrarios. En
ese sentido, está imbuido de la dicotomía que caracteriza todo sistema religioso de lo puro y de lo impuro como lógica que separa el mundo imaginado del mundo real. En cuanto a lo primero, señala el profesor Galbraith
(1998: 78) que existe en el campo de la economía una estructura vertical
que asegura una jerarquía entre las escuelas reforzada por una jerarquía en
los journals. En efecto, no sólo es el hecho de que tienen mayor reconocimiento quienes publican en los top journals vg. American Economic Review,
que suelen ser los de la perspectiva ortodoxa, sino que existen además barreras para los heterodoxos publicar en dichos journals. Más aún, señala el
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estaba él mismo situándose en otro campo religioso, aquel que David Loy
(1997), economista de origen budista, denomina como la primera religión
verdaderamente mundial, la religión del mercado, mundo de la racionalidad económica, y de la cual, la llamada corriente principal en economía, se
constituye en su teología. Pero peor aún, lo que ignora el señor ministro, es
que además se sitúa en lo que el propio John Stuart Mill, uno de los padres
de la economía y del positivismo anglosajón, llamaba las malas religiones.
El propósito del presente trabajo es mostrar precisamente cómo en torno a
esta idea inmanente del mercado se configuran todos los componentes del
campo religioso. En primera instancia, se constituye un conjunto de creencias e incluso de rituales frente a algo erigido como sagrado: el mercado,
siguiendo la tipología de Durkheim. En segundo lugar, a este sistema de
creencias corresponde un discurso de orden teológico, que define el dogma
sobre el que se sustentan estas creencias y prácticas. En tercer término, hay,
como en toda religión, una casta de sacerdotes encargados de dictar doctrina y de preservar los mitos fundantes del dogma, y como tales, establecen
los límites entre la herejía y lo sagrado. Y existe a su vez, un bajo clero en
términos weberianos, a quienes les corresponde velar por las buenas prácticas, los ritos y las creencias que le son funcionales al propio sistema. Se tratará, pues, de ver cómo cada uno de estos elementos adquieren forma tanto
en la economía como dinámica social, y en la economía como reflexión
disciplinar, para mostrar finalmente cómo esta construcción “religiosa” de
la economía en sus dos dimensiones, además se alinea en el campo de las
religiones que se distancian de los sentimientos morales que para otras religiones, e incluso otras corrientes del pensamiento económico, constituyen
un elemento esencial de su fundamentación.
Del mercado como religión: creencias y fundamentos
El trabajo de Mueller y Welch (2001) establece cuatro posibles relaciones entre economía y religión: una separación entre la una y la otra, la
religión al servicio de la economía, la economía al servicio de la religión, y
la unión de religión y economía. Pero quizás habría que añadir una quinta
posibilidad: que la economía, tal como hoy se la predica, es en sí misma
otra religión, o por lo menos otro discurso religioso. Sin embargo, como
todo proceso discursivo, aquellas ideas que se presentan como “verdades”,
no se reducen, al decir de Godelier (1984), a un simple problema del pensamiento, sino que responden a la necesidad o el interés de explicar “el orden
o el desorden que reinan en la sociedad y en el cosmos”. Las ideas tienen así
un pie en el mundo real y a su vez actúan sobre él, “pues el peso de las ideas
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no proviene de lo que ellas son, sino de lo que ellas hacen, o mejor aún, de
lo que hacen hacer en la sociedad, sobre ésta o sobre el mundo exterior” (p.
192). Y esa realidad que la economía quiere explicarnos hoy, es esa a la que
Polanyi hace referencia, aquella que rige hoy nuestra vida social, que no es
otra que la del mecanismo de mercado, la Gran Transformación, como él
mismo la denominara, y así como la teología orienta, legitima y moldea las
prácticas religiosas, así el pensamiento económico, a través de su influencia
en los procesos y decisiones de orden político, estampa su impronta en los
imaginarios y en las prácticas sociales de hoy.
Caído el muro de Berlín, de la misma forma que cayeron las murallas
de Jerusalén, el mercado se erigió como la verdad revelada, mundialmente
aceptada, como el Mesías que anunciaría el fin de la historia y el último
hombre. A diferencia de un “orden económico”, que Max Weber preveía
como el producto del consenso sobre la base de una convergencia de intereses, pareciera haber tomado la delantera ese “ascetismo intramundano” al
que el mismo Weber se refería, señalando cómo el ascetismo al abandonar
las celdas del monasterio e insertarse en la vida de los mortales terminaría
por “dominar la moralidad mundana” y contribuiría a crear “el imponente
cosmos del orden económico moderno”, y a determinar los estilos de vida
de quienes le habitan (citado por Loy, 1997). Y a pesar de su aspecto secular, el mercado aparece entonces como el Reino de los Mortales del cual
emanaría leche y miel, y su espacio de salvación.
¿Sobre qué bases se sustenta esta visión del mundo? Varios supuestos
subyacen a ella. En primer lugar, tiene como principio el llamado “individualismo metodológico”, es decir, aquel que concibe la sociedad como una
colección de individuos, cuyas acciones y decisiones explican los fenómenos
sociales y económicos. Ello significa que la mejor forma de armonizar los
intereses es permitiendo que los individuos expresen sus preferencias en el
mercado, y sólo el sistema de precios garantiza que la sociedad conozca esas
“preferencias reveladas”. Su carácter secular y pretendidamente científico
radica en la visión newtoniana donde el pasado y el presente se confunden
y que, como lo señalan Wallerstein et al. (1995), responde a una “visión
casi teológica: [que] al igual que Dios, [permite] alcanzar certezas, y por
tanto no [necesita] distinguir entre el pasado y el futuro puesto que todo
coexiste en un presente eterno”. Su pretensión universalista corresponde
a su visión positivista que busca definir leyes universales que nos permitirían entender las sociedades, pero cuyas características correspondían a
una visión atemporal y ahistórica, tipo de passe par tout, que por encima de
las especificidades culturales y étnicas, nos podría explicar nuestro propio
La religión del mercado o el mercado como religión
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. 1998. “Towards a Worthwhile Economics”. En: Steven G. Medema
and Warren J. Samuels, (Eds.), Foundations of Research in Economics: How
Do Economists Do Economics?, Cheltenham. Edward Elgar Publisher.
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Macpherson, C. B. 1962. The Political Theory of Possesive Individualism. Hobbes
to Locke: Oxford University Press.
Mill, John Stuart. 1975. Tres ensayos sobre la religión: Madrid: Aguilar.
Mishan, E. J. 1985. Falacias económicas populares. Barcelona: Ediciones Orbis.
Mueller, J. J. and Patrick J. Welch. 2001. “The Relationships of Religion to Economics”, Review of Social Economy, Vol. 59.
Polanyi, Karl. 1994. “Nuestra obsoleta mentalidad del mercado”, Cuadernos de
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Wallerstein, Immanuel et al. 1995. Abrir las ciencias sociales, Informe de la Comisión Gulbenkian para la reestructuración de las ciencias sociales.
Weber, Max. 1992. Economía y sociedad, México: Fondo de Cultura Económica.
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