identidad - I.E.S Villegas

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XXI CONCURSO LITERARIO
IDENTIDAD
Tamara Martínez
Guerreros
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Gerard caminaba de un lado a otro de la
habitación agitando fuertemente su cabeza
en una constante negativa. Parecía
contrariado, sus pies inquietos no
encontraban armonía, sus manos se
frotaban furiosas tratando de hallar
consuelo entre sí, las horas pasaban y
Gerard lejos de encontrar la calma cada vez
se asemejaba más a un demente.
Fueron las doce campanadas del reloj las
que sazonadamente le devolvieron a la
realidad de su despacho. En ese instante de
lucidez sacó de su bolsillo derecho un
pesado reloj dorado, observándolo incrédulo
volvió a negar con rotundidad,
sin
embargo ya no era contrariedad la que su
rostro reflejaba, sino cansancio,
desesperanza y rendición. Se encaminó al
escritorio, y sentándose lánguidamente
recogió su pluma para escribir: “Ya está,
todo ha terminado…”.
Gerard no reconocía aquel lugar, todo lo
que su vista alcanzaba a divisar era piedra
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o camino de tierra. De aquellos parajes sólo el deslumbrante sol le
parecía viejo amigo, sin embargo, nada de aquello inquietó al anciano.
“He de haber muerto, y éste ha de ser mi nuevo hogar, bueno, quizá
aquí también deba rentas –pensó sarcásticamente para sí- .Decidió
caminar, porque como él siempre decía: “aprende a seguirte a ti mismo,
pues sólo son tus pasos los que aún en continua maratón, nunca podrán
alejarse de ti”. No tardó mucho en cruzarse con un zagal de
constitución endeble, cuyo rostro parecía no haber mirado el agua
durante importante tiempo, detalles que Gerard ignoró para examinar
los ojos águilas del muchacho y preguntarle:
-¿Cómo llamas a este lugar? – El joven pensándole loco o cuerdo
burlón, hizo caso omiso a la cuestión, pero Gerard sabiendo que no
había lavado sus oídos esa mañana – y era probable por su tono ceniza
que tampoco muchas otras – repitió su pregunta.
-Esta es Romarius, patria de todos los romaristas – se jactó el joven
colocándose coquetamente su chaleco descosido - tal respuesta causó
estupor en el anciano, esperando una respuesta celestial, le ofrecía un
nombre que pronto vinculó a Ihering, y al cielo de conceptos que el
autor hubo construido para los romanistas puros, todo aquello perdía
sentido por minutos…- El desconcierto en la cara de Gerard hizo que el
joven indagara más sobre su procedencia. ¿Usted es extranjero? –le
preguntó recelosoEl longevo hombre dudaba en la respuesta cuando fue favorecido por
un rugido de su estómago que imploraba alimento. No se sonrojó, era
demasiado mayor para hacerlo, sí le avergonzó pensar que llevaba tres
días sin comer, desde el martes, cuando con lágrimas en los ojos, y con el
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alma en los pies, tuvo que decirle a Luciana, la criada, que prescindía
de sus servicios, porque ya no podía pagarlos. Agitando la cabeza y
tratando de desterrar dolientes pensamientos, preguntó al joven por el
mercado más cercano. Esta vez, fue el muchacho, el que avergonzado
bajó su mirada, para en un ahora tímido tono farfullar: mi nombre es
Tizio, soy hijo de Maurelio, y mi destino está en ese mercado que busca,
así que, caminemos juntos hasta él.
La imagen de un mercado abundante en puestos de madera cubiertos
por roídas telas, y en gente acelerada en sus tareas, no era la que
Gerard esperaba, pero sí la que encontró. El único consuelo de tan
despersonalizado lugar lo hallaba el anciano en una esquina, donde
una mujer mecía y endulzaba con cánticos a un bebé. Tal melosa
panorámica se perdió cuando a los gritos de un varón seguía una fila
humana, varios hombres encadenados que vestían con exiguas telas
atadas a su cintura.
Le llamó la atención a Gerard el último de aquella fila; un robusto
varón de tez no muy oscura, porque como había notado el anciano,
aquel hombre, no se parecía al resto. No parecía tan desnutrido, su
pecho permanecía cubierto por una desgastada aunque fina tela, sus
manos no se mostraban curtidas como las de los demás, y además, su
cadena no permanecía unida a la común, era especial, aunque tal y
como percibió Gerard en los lentos movimientos de la figura, era más
pesada.
Posó después la mirada en sus ojos, y resultándole
extrañamente familiares notó en ellos también algo diferente; un brillo
ausente en la mirada de los otros, y hacía tiempo perdido en la suya
propia: el centelleo de la esperanza.
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- Sus cadenas son más pesadas- observó Gerard
-Proporcionales al peso de su deuda- sentenció TizioA continuación, se dirigió a un montón de tierra próximo que se
situaba entre dos puestos, y apartando con rápidos movimientos los
terrones destapó un arma afilada, un hacha, que tomó envalentonado.
Gerard no supo bien qué significaba tal armamiento, pero su intuición
de jurista le indicaba que los sucesos que estaban a punto de acontecer
eran fuertemente castigados por la ley.
-Hijo – expresó el anciano en un tono pausado y cariñoso- te conozco
poco, pero estoy seguro que realmente no deseas hacer lo que en tu
mente está, entonces sólo me pregunto ¿por qué?
-Él – apuntó Tizio con su mano libre al hombre de pesarosas cadenas
que minutos antes captaba la atención de Gerard- es mi padre.
-Pero, ¿cómo? No lo entiendo – interrumpió Gerard.
-Hace un año mi padre fiándose de la palabra de un buen amigo suyo
quiso invertir en un negocio, para ello endeudó a mi familia confiando
que en poco tiempo dicha deuda estaría saldada y los beneficios serían
incalculables. Pero, ese negocio resultó fallido y mi padre no pudo hacer
frente a la deuda que después un juez le sentenció a pagar. –Para el
joven, eso parecía explicarlo todo, sin embargo, el anciano seguía
mostrándose confuso. Tizio, en un esfuerzo continuó: éste es el tercero
de los mercados en el que es mostrado, y yo no he podido reunir las
pecunias que se exigen. Después de hoy Maurelio, hasta hace un año
prestigioso hombre y romarista, se convertirá en un esclavo, y podrá ser
vendido más allá del Tíber.
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Todas esas aclaraciones sonaban irreales para el anciano, aunque al
mismo tiempo y de una forma muy extraña parecían encontrar cabida
en algún hueco histórico que en su intelecto guardaba, pero en qué
tiempo, se preguntaba una y otra vez.
El ingenuo silencio entre ambos se rompió con el rugir de la fiera que
Gerard daba alojamiento dentro de sí. Observando sus zapatos, y
viendo que la mayoría de los presentes no llevaban pensó en venderlos y
sacar algún dinero para comer, después recordó la situación de su
compañero de viaje.
-¿A cuánto asciende la deuda de tu padre?Adivinando el pensamiento del anciano, Tizio con total sinceridad
respondió: al trabajo de una vida. Supo entonces Gerard que sus
zapatos no saldarían los esfuerzos de una vida.
-¿Hasta qué hora permanecerá en este mercado?
-Hasta la puesta de sol.
-Entonces, tenemos tiempo – sentenció tomando con suavidad el
hacha de la temblorosa mano de Tizio y depositándola en su lugar
original.- Estará ahí cuando volvamos, antes de la puesta de sol, no te
preocupes.Algunos metros alejados del mercado, sentados sobre sendas amplias
piedras, especiaban generosamente un pescado crudo que dividieron por
la mitad. En verdad era difícil concluir si Tizio era más sagaz en sus
mordiscos o por el contrario lo era Gerard. Cuando hubieron acabado
sus raciones, se produjo un escaso silencio que sirvió para que ambos
individuos cruzaran miradas; sus épocas eran muy diferentes, sus
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mentalidades también y sin embargo, sus problemas parecían tan
próximos…
Gerard tomó la palabra.
-Si lo haces sólo, también serás apresado. Tizio mantuvo silencio,
apenas lo conocía desde hacía unas horas y ya podía sentir latiendo
dentro de él el espíritu de la bondad humana.- ¿Qué podemos hacer?preguntó
El anciano desviando su mirada al mercado, a lo lejos aún podía
distinguir a aquella madre que ahora alimentaba a su niño con la
misma dulzura que su voz le arrullaba algunos momentos antes.
-Necesitamos una distracción, y yo soy perfecto para ese papel –
secundó algunos segundos después.- Había cerrado los ojos y parecía
estar imaginando la futura escena. Yo les distraeré y tú, liberarás las
cadenas de tu padre. Lo que suceda después sólo será cuestión de suerte
y habilidad.
Tizio, que aunque joven no era ingenuo, supo que aquel plan
terminaría consiguiendo un sacrificio humano: el de Gerard.
-Debemos pensar en otra cosa. – concluyó diciendo.
-No– aseveró el anciano mirando al cielo- no queda mucho tiempo, en
una o dos horas anochecerá, y entonces será tarde.
Tizio quiso rebatir aquel argumento, pero no pudo, así que se limitó a
asentir en silencio. El anciano dudó en si quitarse la camisa para
llamar más la atención, sin embargo, después entendió que si lo hacía
podía ser confundido con un esclavo, y por lo general la gente no
escucha a las personas que realmente tienen algo importante que decir.
Tomando del suelo un palo comenzó a hacer cruces y círculos,
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distinguiendo sus figuras de las ya presentes en el mercado y
describiendo las futuras acciones desempeñadas por ambos. Era un
plan muy bien trazado por lo que Tizio entendió que, mientras
devoraban aquel pescado, en la mente de Gerard mordiscos de libertad
avanzaban desenfrenados. Finalmente, mirando a los ojos del joven le
preguntó : ¿todo claro?. Él asintió y en el segundo que sucede a uno
dubitativo abrazó al aparecido, sintiéndole mesías.
Sus pasos se bifurcaron en diagonal, mientras Gerard se dirigía a la
entrada del mercado, Tizio lo hacía a su final cada uno orientándose a
su destino. Cuando el anciano volvió a entrar en aquel mercado, le
pareció distinto, tenía un aroma diferente. Tizio recogió discretamente
su arma y guiñando un ojo dio la señal esperada.
Gerard caminó hasta el centro de la plaza, carraspeó sintiéndose más
nervioso que ante ningún tribunal anteriormente asistido y finalmente
sabiéndose Zaratustra de palabra comenzó su discurso.
-Amigos – nadie volteó a mirarle. Eso no sucedía en los tribunales,
todos escuchaban su turno de palabra. Miró inquieto a Tizio, que
nervioso colocaba una y otra vez su chaleco esperando al efecto de las
palabras del anciano, aquel gesto fue revelador…
-Prestigiosos Romaristas – gritó enérgico- ciudadanos de Romariuslos más próximos a él se detuvieron, observándole, esperando algo de él.
– Yo soy un profeta, y tengo noticias que daros –algunos más
empezaron a mirarle - . Decidió despejar las barcas del puesto central
del mercado, y con la ayuda de la paciencia y la prudencia subió a
aquellas maderas, para mostrarse como si de una pieza de fruta se
tratara. Había logrado llamar la atención de algunos más, veía como
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entre ellos se susurraban al oído, a la vez que decenas de brazos le
señalaban, pero tenía que continuar.
-He sabido que algunos enemigos se aproximan, y también sé que la
mayoría de vosotros moriréis presas de ellos. – Aquellas palabras fueron
cruciales para que los guardias que custodiaban a los encadenados se
detuvieran también a mirar. El anciano comenzó a caminar con gran
parsimonia sobre el mostrador de madera, no estando muy seguro de
cuánto tiempo aguantaría aquella superficie. La multitud le escuchaba
atemorizada.
-Sí, veo que ahora son otros los enemigos que os custodian, algunos
que para creerse libres os tienen que esclavizar – nadie entendía a qué
se refería, su cultura les impedía hacerlo, pero los guardias creyéndole
posible alborotador se acercaron abriéndose paso entre la multitud.
Aquel era el momento esperado – y dentro de algún tiempo serán
aquellos enemigos que para saberse ricos – dos guardias sujetaron los
tobillos del anciano y le invitaron a bajar.Gerard alcanzó a ver como Tizio rompía la cadena de su padre, sin
embargo también vio como intentaba liberar a los demás, no tendrá
tiempo – pensó para sí- que para saberse ricos –repitió- os tienen que
hacer pobres. – Aquel fue el detonante, el ambiente de asfixia de los
que estando detrás querían pasar adelante, de los que una vez delante
querían ayudar a los soldados a tirar a los despojos aquella pieza de
fruta podrida, alimentaba los pensamientos febriles de la multitud.
Hasta que en lo que para cada uno de los presentes fueron segundos de
irrealidad se sintió el batir de una piedra, instrumento inerte y tonto,
que tenía como única misión silenciar al profeta.
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La tinta derramada de una pluma ahora estéril teñía de oscuridad
toda la página, las últimas palabras escritas por Gerard se confundían
en los confines de la que parecía una inundación petrolífera. Consciente,
por su postura repostada sobre la mesa, de que su subconsciente era un
gran jugador con datos aprendidos en primero de carrera , se dirigió a
sus múltiples colecciones, tomando un libro de encuadernación
denegrida . Lo abrió azarosamente, y con lectura traviesa, a través del
humedecimiento de su dedo, pasaba página tras página, hasta que dicho
ritmo frenético fue cesado; había encontrado lo que buscaba : “La « legis
actio per manus iniectionem» o «acción de ley por aprehensión corporal»,
mantenida hasta el año 325 a.C cuando la lex Poetelia Papiria abolió le
ejecución personal y estableció que a partir de ese momento serían los
bienes del deudor y no su cuerpo los que responderían de la deuda.”
El anciano sonrió, su subconsciente había querido apremiarle con una
valiosa lección. Miró el reloj, eran las 11.00 horas, a las 12.00 se
produciría el desahucio oficial. Pensó en Tizio, y más tarde en su propio
hijo Carlo. Pero esta vez no recordó a éste último desde el odio o el
rencor hacia la persona que en una de sus acostumbradas malas manos
se llevó una vida de esfuerzos ajenos, sino que lo pensó con tristeza,
como un padre que sufre por un hijo enfermo.
Gerard cerró el libro y contristado permitió que su memoria guardara
un último viaje en la habitación que después de 75 años supo convertirlo
en jurista. Finalmente decidió prender la espada que decoraba la pared,
situada por encima de todos sus títulos y la arrastró hasta la puerta
principal. Una vez allí y antes de abandonar la casa, sirviéndose de la
fuerza de sus dos brazos escribió en el parqué de aquella magnificente
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entrada: “Me hicisteis creer que el dinero lo era todo y que sin él yo no
sería, hoy os digo, quedaros con todo el dinero, que nunca seréis nadie”.
Gerard Antonietti no volvió a ser visto desde aquel día. Los más
románticos cuentan que llevó a cabo una huida a su particular locus
amoenus, retirándose como un ermitaño . Otros, los escépticos de esta
historia, aseguran que después de abandonar España pasó a Italia, país
natal de su madre, donde enriqueció volviendo a resolver menesteres
jurídicos. Finalmente los pesimistas aducen que no soportó la ruina y
que el hambre le devoró mientras dormía entre los cartones de algún
rincón madrileño.
De él hoy sólo se sabe que su nombre figura en una lista de morosos
por cierta espada que en su mansión de la Castellana no fue encontrada.
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