1 Comunidades indígenas y gobernanza en la época de la

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Comunidades indígenas y gobernanza en la época de la independencia—
antecedentes virreinales, transformaciones decimonónicas
Brian Owensby
En los últimos años ha surgido una nueva historiografía sobre la política, la
cultura política y la gobernanza en Latinoamérica después de la independencia1.
Sabemos mucho más que antes sobre la complicada relación entre un lenguaje
político virreinal y el liberalismo del siglo XIX. Esta revisión ha logrado aflojar los
grillos analíticos de un planteamiento que normatizaba la ideología y práctica liberal
del tardío siglo XVIII y la primera mitad del XIX. Según François-Xavier Guerra, esta
literatura “absolutiza[ba] el modelo ideal de la modernidad occidental”, dejando
poco espacio para un análisis histórico basado en realidades latinoamericanas.2 La
trampa de este sendero—más un callejón sin salida—fue de remitir a la irrelevancia
los acontecimientos concretos a favor de una narrativa histórica de lo que debía
haber pasado según un esquema armado sobre una falsa universalidad ideológica.
El resultado fue una historia de fallos y faltas latinoamericanos—cómo y porque
Latinoamérica no logró adoptar el liberalismo tal como se había hecho en Europa y
Estados Unidos—en vez de un esfuerzo para enfrentar y entender una situación con
sus propias complejidades históricas.
Véase: Hilda Sabato, coord., Ciudadanía política y formación de las naciones.
Perspectivas históricas de América Latina (México: FCE, 1997); Peter Guardino, The
Time of Liberty: Popular Culture in Oaxaca, 1750-1850 (Durham: Duke University
Press, 2005); Eugenia Roldán Vera, “Talking Politics in Print”, La Revolution
française, Les catechismes republicains, mis en ligne le 16 novembre 2009, Consulté
le 01 juin 2010. URL: http//lrf.revues.org/index128.html; Sarah Chambers, From
Subjects to Citizens: Honor, Gender and Politics in Arequipa, Peru 1780-1854
(University Park: Penn State University Press, 1999); Brian Connaughton,
“Conjuring the Body Politic from the ‘Corpus Mysticum’: The Post-Independence
Pursuit of Public Opinion in Mexico, 1821-1854,” Americas 55:3 (1999), 459-79;
Antonio Annino, ed., Historia de las elecciones en Iberoamérica, siglo XIX (México:
FCE, 1995); François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias: Ensayos sobre las
revoluciones hispánicas (México: FCE, 1993); Karen Caplan, “The Legal Revolution in
Town Politics: Oaxaca and Yucatán, 1812-1825,” Hispanic American Historical
Review 83:2 (2003), 255-93; Antonio Annino, “Sincretismo político en el México
decimonónico”. En François-Xavier Guerra y Mónica Quijada, eds, Imaginar la
(Hamburg: Verlag, 1994), 215-55; Antonio Annino, “The Two-Faced Janus: The
Pueblos and the Origins of Mexican Liberalism”. En Elisa Servín, Leticia Reina y John
Tutino, eds., Cycles of Conflict, Centuries of Change: Crisis, Reform and Revolution in
Mexico (Durham: Duke University Press, 2007), 69-90; Michel Ducey, A Nation of
Villages: Riot and Rebellion in the Mexican Huasteca, 1750-1850 (Tucson: University
of Arizona Press, 2004).
2 François-Xavier Guerra, “El soberano y su reino. Reflexiones sobre la genesis del
ciudadano en América Latina”. En H. Sabato , coord., Ciudadanía política y formación
de las naciones, 34.
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A pesar de sus éxitos, persiste en el mero centro de la revisión una laguna
historiográfica. Más precisamente, los estudios suelen señalar la transición de un
sistema monárquico “absolutista” (desde los albores de la conquista), a un sistema
monárquico-representativo (con la carta de Cádiz en 1812), a un sistema liberal y
republicano (tras la constitución mexicana de 1824 y luego la de 1857) como eje
central de cualquier análisis histórico del siglo XIX. Esta trayectoria, no obstante su
mérito historiográfico, distorsiona y tuerce la narrativa de modo sutil pero enfático,
porque aunque presta atención a la perspectiva indígena después de la
independencia, su base documental es ya la de una nueva época cuando las
comunidades de indios estaban aprendiendo a manipular el lenguaje del liberalismo
a través de un léxico y una práctica más antiguos. Los revisionistas se refieren a
esta “tradición” y a las estructuras sociales que la sostuvieron en términos
generales, pero no ahondan el tema porque las fuentes que indagan ya reflejan el
cambio que señalan. Lo que propongo en este ponencia es invertir la óptica
temporal: en vez de mirar para atrás desde una situación ya dada, miraré hacia
adelante desde el substrato de valores y prácticas de las comunidades indígenas que
a través del siglo XIX se articularon con el nuevo léxico liberal. De esta manera,
espero arrojar luz sobre los antecedentes ideoprácticos de la complicadísima
situación de la pos-independencia y sus conexiones con el liberalismo reformador
del siglo XIX, aportando así algo nuevo a la discusión sobre la gobernanza
latinoamericana durante una época de profunda transformación.
Planteamiento
En lugar de proceder por generalizaciones—por ejemplo, la transición de un
sistema monárquico a un sistema liberal y republicano—prefiero reenfocar la
cuestión de los acontecimientos desde la perspectiva de las comunidades indígenas.
Arranco por señalar la tensión política sobre la relación entre gobernados y
gobernantes durante los primeros años del siglo XIX. En términos concretos, estas
tensiones llegaron a una ruptura cuando la constitución de Cádiz y luego el Plan de
Iguala, borraron las diferencias entre grupos étnicos, eliminando así la condición de
súbdito tributario como punto de partida para cualquier disputa política entre indios
y otros. Después de la lucha para la independencia, a partir de 1824, se armó una
batalla ideológica y política cuando la constitución mexicana introdujo en lo que
había sido una sociedad plural y estamental el concepto de la ciudadanía unitaria,
universal y republicana. Frente a las presiones centralizadoras y universalizadoras
del liberalismo, las comunidades indígenas en las siguientes décadas insistieron en
los derechos lugareños y locales, o en el lenguaje del día, los usos y costumbres
establecidos durante el virreinato como base de su condición de súbditos desiguales.
Esta defensa de los privilegios de la desigualdad llevó a que se fortalecieran ciertas
tradiciones, pero ahora sin el apoyo de un sistema jurídico cosmopolitano del
imperio español como armazón institucional reforzando prioridades y valores
locales.
Durante casi dos siglos después de la conquista existió una tácita alianza
entre la corona española y sus súbditos indígenas en el Nuevo Mundo,
fundamentada en el pago del tributo a cambio de protección legal contra los excesos
2
tanto de criollos como de españoles, castas y otros indios. Esta frágil alianza se fue
debilitando a partir de las reformas borbónicas y más agudamente después de la
independencia a medida que se fueron transformando las teorías y prácticas que
regían la relación entre gobierno y súbditos indígenas. En tiempos virreinales, las
comunidades indígenas fueron la bisagra que unía y articulaba un sistema imperial
basado en ciertos criterios jurídicos y principios filosóficos con las experiencias y
expectativas lugareñas de larga proveniencia. Con las reformas borbónicas esa
articulación comenzó a aflojarse y con el establecimiento del Estado-Nación
mexicano se desquició por completo: donde el imperio había reconocido la
existencia legítima de diversas comunidades bajo la autoridad del rey, el estado
liberal buscaba establecer una comunidad centralizada, unitaria y única—la
nacional. Los nuevos políticos que manejaban el estado, o por lo menos batallaron
por influencia sobre él, reconocieron la necesidad de negociar con las comunidades
indígenas, pero a final de cuentas la lógica imperante del liberalismo conllevó la
disminución del espacio autónomo comunitario.3 Esta pérdida no fue de una vez, ni
total, pero tampoco se puede hablar de una defensa francamente exitosa a largo
plazo. Las comunidades lograron defenderse y sobrevivir hasta cierto punto por la
fuerza de su insistencia en lo local, pero ahora sin poder acudir al rey como arbitro
justiciero. Mientras las elecciones estatales y nacionales ganaron espacio político y
los atraques a la tierra socavaron la estabilidad comunitaria, esa defensa local se
volvió más y más tenue.
En matizar este proceso, la historiografía ha fijado su atención crítica sobre la
soberanía—con buena razón y frúctifero efecto. Entendemos como nunca antes que
durante el siglo XIX la soberanía se entendía simultáneamente en distintos registros:
en el imaginario de los criollos, nuevos élites del Estado-Nación, la soberanía
nacional era unitaria y única; entre los indios, antiguos súbditos y tributarios del
rey, la soberanía era necesariamente plural, formada por un conjunto de pueblos,
reinos, provincias y ciudades, cada uno distinto en principio de los demás, y con sus
propios privilegios y costumbres.4 Según Xavier-François Guerra, los reformadores
liberales que acotejaban la visión unitaria veían la nación como una abstracción
necesaria al progreso, mientras que la visión plural indígena insistía en harmonizar
la diversidad del cuerpo social y político. Concretamente, esta tensión se expresó
en debates sobre la relación entre el término vecino, antigua condición que tomaba
cuenta de las particularidades locativas y jerárquicias de una sociedad estamental—
o como lo ha dicho Guerra, “el vecino es siempre un hombre concreto,
territorializado, enraizado”—y la palabra ciudadano, con su connotación de
abstracta igualdad universal.5
Los linderos del liberalismo son ya bien dibujados para evitar los errores
categóricos más graves de antaño. Hasta ahora no se ha hablado con semejante
precisión sobre las ideas jurídico-políticas de los indios. Los estudios suelen invocar
de modo general la “lógica de sincretismo cultural y político”, el “jusnaturalismo
Sobre el proceso de negociación en los estados de Oaxaca y Yucatán, véase Caplan,
“The Legal Revolution in Town Politics.”
4 Guerra, “El soberano y su reino”, 37-38.
5 Guerra, “El soberano y su reino”, 42.
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católico de la tradición colonial”, “el imperio tradicional”, “usos y costumbres”, “una
combinación de virtudes”, y la “tradición territorial” para caracterizar el léxico y la
usanza política de las comunidades indígenas.6 En sí, estas referencias rinden poco.
Vislumbran lo que es sin lugar a duda una cultura jurídico-política de larga
antecedencia, pero sin explicitar en que consistieron las tradiciones, los usos y las
virtudes referidos. En gran parte, esto es porque las fuentes con las cuales trabajan
los historiadores del período pos-independencia—las constituciones, los
catequismos políticos, los panfletos y folletos, los manifiestos y planes, las peticiones
provenientes de comunidades indígenas—son ya producto de los cambios que
proponen explicar. Claro que se pueden entrever en estos documetos las
“tradiciones” que se mezclan con el ideario liberal de forma barroca. Pero dado que
la explicación histórica avanzada por los revisionistas se fundamenta en la
continuidad ideopráctica de las comunidades indígenas frente a nuevos desafíos, el
análisis nos debe algo más que generalizaciones.
En lo que resta de este enasayo, propongo contribuir a la discusión sobre las
transformaciones en las relacioens entre hombres y entre los hombres y el estado
del siglo XIX, matizando lo que se ha llamado la tradición colonial de los pueblos
indios.
Antecedentes
¿Cuáles fueron las tradiciones que sirvieron de piquetes defensivos a las
comunidades indígenas durante la pos-independencia? Para penetrar esta cuestión
hay que reconocer que el “sistema” español antes de la independencia, o por lo
menos hasta mediados del siglo XVIII no había pretendido monopolizar la sociedad
novohispana sino había buscado un equilibrio entre comunidades locales y
estructuras imperiales. Este balance dependía principalmente de dos instituciones
fundamentales: la religión y la justicia. Cada uno de estos pilares de la notable
estabilidad social y política de la Nueva España durante casi tres siglos soportó su
propio peso, pero siempre en relación al otro. Del papel de la iglesia sabemos
mucho.7 Del de la justicia, hasta hace poco, menos.8 De sus relaciones entre sí, falta
mucho por aprender.
Véase Antonio Annino, “Ciudadanía ‘versus’ gobernabilidad republicana en México.
Los órigenes de un dilemma”, en Sabato, Ciudadanía política, 63, 65, 74, 85; Marcello
Carmagnani y Alicia Hernández Chávez, “La ciudadanía orgánica Mexicana, 18501910”, en Sabato, Ciudadanía política, 385, 392, 402.
7 La historiografía sobre la evangelización y la iglesia es vasta y rica. No bastan unas
cuantas lineas para caracterizarla. Para una visión pormenorizada de la religión en
los pueblos de indios, véase William Taylor, Magistrates of the Sacred: Priests and
Parishioners in Eighteenth-Century Mexico (Stanford University Press, 1996). Sobre
los enlaces entre etnicidad y religión local, véase Marcello Carmagnani, El regreso de
los dioses: La reconstitución de la identidad étnica en Oaxaca, siglos XVII y XVIII
(México: FCE, 1988). Para la relación entre ideas ilustradas y religiosidad local en el
ocaso del imperio, véase Serge Gruzinski, “La ‘segunda aculturación’: El estado
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Según recientes estudios, las comunidades indígenas respondieron a las
presiones liberales decimonónicas insistiendo en la relevancia de ciertas ideas,
prácticas y expectativas emanadas de su experiencia virreinal. Entre ellas
contamos: el derecho de buscar el amparo real, expresado a través de innumerables
litigios y peticiones; una concepción de la tierra y la propiedad enraizada en
nociones de irreducible localidad y utilidad en relación a la supervivencia
comunitaria y el pago de los tributos; una concepción de libertad individual y
colectiva articulada en relación a la obligación tributaria y basada en compromisos
lugareños, ligados a la expectativa de apelación directa a la justicia real; confesión
de la inescapable condición de tributario y reconocimiento explícito, tanto por los
súbditos indígenas como por la corona, que el pago de los tributos abarcaba el bien
común; una cultura de autonomía y autogobierno local efectuada por elecciones
anuales a nivel local; y una visión colectiva centrada en la idea de la justicia como
principio básico para asegurar el buen gobierno. Con diversos énfasis, las
comunidades indígenas del período virreinal adoquinaron estas ideas y prácticas
según sus particulares intereses locales en un imperio que buscaba mantener la paz
social desde lejos frente a la tremenda variedad del nuevo mundo. Llegada la
independencia, las comunidades reaccionaron a los retos del siglo XIX tal como
habían aprendido a reaccionar durante los siglos que siguieron la conquista—con
una postura tenazmente defensora de condiciones locales y una voluntad ecléctica
de adaptar ideas dominantes a sus propios usos. De esta manera, las tradiciones con
que se defendieron y que fueron transformadas poco a poco en la forja ideológica
del siglo XIX, se pueden ver por prácticas barrocas inventadas en el contexto de la
convivencia virreinal.
Desde muy temprano, caciques y principales indios se fueron incorporando
al sistema judicial español. En 1530, Carlos V promulgó reglamentos insistiendo
que los indios gozaran de procesos breves y así tuvieren aliciente para litigar contra
los caciques y encomenderos que buscaban provecho en la nueva situación. En
1531, se estableció el virreinato, con orden real al primer virrey Antonio de
Mendoza que administrara la justicia para todos los vasallos del rey, incluso los
indios encomendados. A partir de este momento, litigantes indios entraron a las
ilustrado y la religiosidad indígena de la Nueva España (1775-1800)”, Estudios de
Historia Novohispana 8 (1985), 175-201.
8 Aunque se ha reconocido la importancia del sistema jurídico, el interés en
estudiarlo a nivel cotidiano ha sido, hasta hace poco, limitado. Véase Andrés Lira
González, El amparo colonial y el juicio de amparo mexicano (antecedents
novohispanos del uicio de amparo) (México: FCE, 1971); Woodrow Borah, Justice by
Insurance: The General Indian Court of Colonial Mexico and the Legal Aides of the Half
Real (Berkeley: University of California Press, 1983); Charles Cutter, The Legal
Culture of Northern New Spain, 1700-1810 (Albuquerque: University of New Mexico
Press, 1995); Tamar Herzog, La administración como un fenómeno social: la justicia
penal de la ciudad de Quito (1650-1750) (Madrid: Centro de Estudios
Constitucionales, 1995); Brian Owensby, Empire of Law and Indian Justice in Colonial
Mexico (Stanford University Press, 2008).
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cortes imperiales, buscando aprovecharse o defenderse. Por ejemplo, en 1531, el
gobernador indio de Xaltocan y un encomendero español litigaron contra los
principales de Tenochtitlán y Tlatelolco sobre posesión de tierras.9 Durante los
1530s demandantes indígenas aparecieron más a menudo ante los corregidores y la
audiencia y en los 1540, apenas veinte años después de la conquista, el litigio entre
los indios se había vuelto normal y corriente. En los 1550, la jurisdicción real se
extendió sobre la población indígena con el nombramiento de corregidores y
alcaldes mayores. El acato de los indios al sistema legal no ha de sorprender. Antes
que llegaran los españoles, los Nahua eran conocidos por el rigor de sus cortes y por
una robusta cultura legal.10
A partir más o menos de los años 1560, la corona llegó a lo que sería la
postura definitiva en cuanto a la condición legal de los indios novohispanos:
participarían en la sociedad imperial como vasallos del rey español, con las
obligaciones y privilegios de súbditos tributarios, el derecho de gobernar sus
propias comunidades y la libertad de litigar sus quejas ante jueces españoles. El
dilema que subyacía este compromiso está claro. A final de cuentas, la gran riqueza
de Nueva España no fue ni el oro ni la plata, ni aun la tierra, sino las masa humana
de los indios. A la luz de esta realidad se puede vislumbrar la cuestión definidora de
la pos-conquista: ¿quien iba a controlar los indios macehuales? Encomenderos y
mineros querían mano de obra barata. Oficiales y otros querían siervos dóciles.
Caciques indígenas anhelaban el poder que dimanaba del control directo sobre la
distribución del labor de los macehuales. La corona buscaba una base tributaria
para suministrar el proyecto de colonización y los gastos del imperio. Los
macehuales, por su parte, buscaban sobrevivir en una situación dificil.11 Para los
reyes españoles el desafío político consistía en calibrar multiples demandas que
pesaban sobre la gente común, para que no se repitiera el hecatombo de La
Española a comienzo del siglo XVI—es decir, la corona tenía que encontrar una
manera de equilibrar la explotación y la protección de los macehuales.
Más que nada, faltaba una doctrina de derecho ligada a una práctica legal
para proteger los indios de los excesos a que estaban expuestos: en efecto, faltaba
una legalidad viable. Doctrina no prescindía. El derecho español desde el medievo
reconocía que la vulnerabilidad de los menores, los rústicos, los pobres, las viudas, y
los huérfanos que pasaban por el mundo sin amparo paternal clamaba por la
atención especial del rey. Según Las Siete Partidas, “personas coitadas” merecían
“mercet et piedat por razón de la mesquindat ó miseria en que vive[n]” y no debían
Charles Gibson, The Aztecs Under Spanish Rule: A History of the Indians of the Valley
of Mexico, 1519-1810 (Stanford University Press, 1964), 73-74.
10 Véase Jerome Offner, Law and Politics in Aztec Texcoco (Cambridge University
Press, 1983); Juan de Pomar-Zurita, “Relación de Tezcuco” en Relaciones de Texcoco
y de la Nueva España, Pomar-Zurita (México: Salvador Chávez Hayhde, 1941).
11 Entre otros, véase Charles Gibson, The Aztecs under Spanish Rule: A History of the
Indians of the Valley of Mexico, 1519-1810 (Stanford University Press, 1964) describe
en detalle esta complicada realidad.
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sufrir “fuerza nin tuerto de los otros que son más poderosos que ellos”.12 A pesar
del alcance limitado de esta doctrina en la jurisprudencia española, al largo del XVI
la corona la fue expandiendo en el contexto del Nuevo Mundo del siglo XVI. La
palabra de arte para esta operación jurisdiccional fue miserables—el término
denotando los que por su debilidad social necesitaban alguien que vigilase por ellos.
Hasta los 1560, se refería infrecuentemente a los indios como “miserables.”
Después de 1570, fuéronse aumentando las referencias junto con una expandida
conciencia de que los indios habían menester de privilegios especiales ante la
justicia.13
Aunque a fines del siglo, los indios como todo un pueblo (hoy día diríamos
etnicidad) se habían acomodado bajo el término, esta expansión doctrinal no llegó a
mucho en términos concretos.14 A pesar de la gran cantidad de cédulas expedidas
por la corona despúes de 1550, decretos favoreciendo a los indios muchas veces no
se cumplieron y ellos tenían escasos recursos para remediar la situación. Indios,
desde los más capacitados hasta los menos favorecidos, se quejaban de las
deficiencias del sistema jurídico. Pedro de Gante, en carta dirigida al rey en 1552,
comentó que los macehuales sufrían más que nadie, porque los caciques les robaban
para litigar en México. La codicia de los españoles también pesaba. Según Alonso de
Zurita, un indio noble criticó el sistema judicial del XVI, diciendo que los indios
“nunca alcanzan lo que pretenden, porque vosotros sois la ley y los jueces y las
partes y cortáis en nosotros por donde quereis y cuando y como se os antoja”.15
Tales fueron los defectos del sistema, y tan apretada la capacidad de los indios para
retarlos, que hacia 1580 se temía en círculos oficiales que la incorporación de los
indígenas a la cultura legal española estaba a punto de fallar. Legalmente los indios
eran vasallos del rey y podían acudir a la justicia. En la práctica su acceso era
limitado e inconsistente.16
Esta crisis de la legalidad no encontró remedio hasta que el virrey Luis
Velasco II estableciera el Juzgado General en México entre 1590-92. Incumplida la
promesa de integrar los indígenas a un mismo orden político y legal con los
españoles, el virrey resolvió crear una jurisdicción reconociendo institucionalmente
el estado miserable de los indios. El rey ofreció su apoyo al proyecto, concediendo
ciertos privilegios legales, tales como procesos abreviados, la ayuda de
procuradores por cuenta del Juzgado e intérpretes.17 Los indios respondieron con
gran entusiasmo: en los primeros años del Juzgado, centenas de peticiones fueron
presentadas por parte de comunidades e individuos. En 1595, con aparente
satisfacción, el virrey Velasco, en carta dirigida a su sucesor, observó que donde
antes les había sido difícil a que los indios fueran oídos, ahora “con gran facilidad y
Las Siete Partidas del Rey Don Alfonso el Sabio (Madrid: RAH, 1807), t. 2, 2.10.2 (p.
87-88), 3.18.41 (p. 570).
Para una version electronica, véase
http://fama2.us.es.fde.lasSietePartidas.
13 Véase Owensby, Empire of Law, cap. 3.
14 Borah, Justice by Insurance; Owensby, Empire of Law.
15 Alonso de Zorita, Los Señores de la Nueva España (México: UNAM, 1942), 53.
16 Véase Owensby, Empire of Law, 54-56.
17 La piedra de toque para el Juzgado es Borah, Justice by Insurance.
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brevedad representan sus quejas”.18 A través del siglo XVII litigantes indígenas
aprendieron a contar con acceso a la justicia como condición innegable de las
posibilidades y límites de sus vidas bajo gobierno español.
Entre las notables novedades de esta evolución fue la extensión de la
doctrina del amparo a los indios como categoría, por ser personas vulnerables y
“miserables”. Con profundas raízes en Las Siete Partidas, Escritura y encíclicos
papales, el amparo reconocía que “les es natural a los poderosos oprimir a los
pobres” y por esta razón los débiles habían menester de un remedio legal descrito
por Borah como “simple, barato, presto y eficaz”.19 Litigantes indígenas bien sabían
que las leyes no se cumplían automaticamente y que “jueces (a veces) favorecen a
los poderosos”, particularmente al nivel más bajo del sistema.20 El amparo les
ofrecía un contrapeso al abuso local, porque siempre tenían la opción de acudir al
Juzgado en México para asegurar que no fueran desposeídos de sus derechos,
despojados de sus tierras o denegados sus libertades sin un juicio.
No se puede subestimar la importancia de este recurso en las vidas
individuales y colectivas de los indios. Aparte el efecto concreto de tener un amparo
en mano—el poder insistir cualquier persona en ser oído por un juez real—la
experiencia de escribir y presentar las peticiones generó una expectativa y un
vocabulario de protección legal. Las peticiones presentadas, como los amparos
emitidos, se referían al mal y daño hechas por manos poderosas, formulaciones
metafóricas con profunda pero accesible significado legal. Al mismo tiempo, los
amparos resumían todo una teoría de la sociedad, invocando en nombre del rey una
visión tomista que enfatisaba la utilidad de los indios tributarios en relación al bien
común del reino. Aunque no se puede dudar que conceptos jusnaturalistas se
predicaron desde el púlpito, las peticiones de amparo muestran que estas ideas
fueron expresadas quizás más concretamente en el ámbito jurídico y en explícita
referencia a la autoridad real.21 La intensidad con la cual litigantes indios se
atuvieron al amparo y su habilidad en manejar conceptos filosóficos y legales se
pueden percibir a través de los miles de peticiones que llegaron al Juzgado durante
el siglo XVII. En uno de ellas, por ejemplo, el cacique y residentes de Cuernavaca,
clamaron al virrey en 1687 que “somos pobres tributarios” impotentes para pagar
sus tributos porque un ranchero español “nos ha robado las tierras … porque somos
indios pobres y desamparados. … Ayúdanos y ampárenos, como protector que su
excelencia es de todo el reino y más de los pobres que otros …”.22
El derecho de presentar una petición sirvió como cimiento procesal para
litigantes indígenas del siglo XVII en adelante. Claro, el proceso y la sustancia de un
procedimiento legal nunca se pueden separar del todo, como las alusiones tomistas
Instrucciones y memorias de los virreyes novohispanos, E. de la Torre Villar, ed.,
tomo I (México: Porrúa, 1991), 318.
19 Juan de Hevia Bolaños, curia philipica (Valladolid: Lex Nova 1989), vol. I:50.
Borah, Justice by Insurance, 79.
20 Hevia Bolaños, Curia philipica, I:57.
21 Véase Owensby, Empire of Law, cap. 3.
22AGNI 30.74.64v-66r.
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atestiguan. ¿Pero en qué consistieron los derechos y privilegios que buscaban
proteger los que llegaban a México a pedir o litigar?
Gran número de las peticiones de amparo y de pleitos tenían que ver con la
posesión de tierras. La cuestión de la tierra fue central desde el virreinato en
adelante porque según Vitoria, la corona no tenía base legal para reclamar dominio
sobre las sociedades conquistadas y así faltaba justificación para “desposeer [a los
indios] sin justa causa” de sus tierras.23 A lo más, el imperio español gozaba
dominium jurisdictionis—en vez de dominium rerum—sobre los nuevos territorios.
Pero esto en teoría. En la práctica, esta prohibición chocaba con el principio
reconocido de que el primero que ocupaba tierra baldía tenía derecho de poseerla,
aunque a la autoridad real le restaba la obligación de mirar por el bien común y
tomar posesión en casos de abusos contundentes. Al largo del siglo XVI, la corona
no dejó en duda el derecho de los indios de poseer y usar sus tierras sin
interferencia de los españoles.
Pero a medida que las epidemias y las migraciones fueron vaciando
comunidades indígenas, aprovechadores españoles ganaron control de tierras que
antiguamente habían sido de los indios pero eran ahora baldías.24 Al mismo tiempo,
los españoles se mostraron prestos a comprar, y muchos indios a vender, tierras
intersticias, típicamente sobre las orillas de ríos separando antiguos altepetl.25 Al
cabo del siglo XVI, faltando un sistema rigoroso de registro y control, la tenencia de
tierra se había hecho un caós. La crisis llegó a tal magnitud que Felipe II promulgó
una serie de cédulas para remediar “una pauta de derechos múltiples, superpuestos
y residuales”.26 En esencia, la comunidades indígenas serían confirmadas en las
tierras que trabajaban y recibirían otras para su sustento. Las que sobraban
revertirían a la corona. Los españoles con pretensiones de posesión tendrían que
mostrar sus títulos y pagar una composición para reparar los defectos. Aunque esta
política buscó mejorar y ordenar la propiedad entre los indios, de acuerdo con
principios anunciados, el efecto en muchos casos fue de confirmar los españoles en
sus usurpaciones. Comunidades indígenas no ignoraban la situación. La gran
mayoría de las peticiones de amparo que se presentaron ante el Juzgado después de
su establecimiento a comienzos de los 1590, partiendo de la regularización
prometida pos las composiciones, buscaban recuperar tierras perdidas o proteger
tierras amenzadas. Y no sin buenos sucesos.27
Francisco de Vitoria, Political Writings, A. Pagden, ed. (Cambridge University
Press, 1991), 18-22, 240-41.
24 José María Ots Capdequí, El régimen de la tierra en la América española durante el
período colonial (Trujillo: Universidad de Santo Domingo, 1946), 50; Recopilación de
leyes de los reynos de las Indias, 1680 (Madrid: Ivlian Paredes, 1681), vol. 2:103r
(4.12.10), 2:191r (6.1.30).
25 Rik Hoekstra, Two Worlds Merging: The Transformation of Society in the Valley of
Puebla, 1570-1640 (Amsterdam: CEDLA, 1993), 100-101.
26 Susan Kellogg, Law and the Transformation of Aztec Culture, 1500-1700 (Norman:
University of Oklahoma Press, 1995), 124.
27 El proceso variaba de lugar en lugar. Véase, por ejemplo, William Taylor, Landlord
and Peasant in Colonial Oaxaca (Stanford University Press, 1972); Howard Cline,
23
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En sus esfuerzos para remediar la anarquía propietaria, la corona tuvo que
enfrentar otro desafío: como articular nociones indígenas de propiedad y posesión
al principio de tenencia español. Antes de la conquista, los Nahua reconocieron
diferentes categorias de propiedad: tierras tenidas corporativamente; tierras del
rey; tierras de los nobles; tierras dadas en usufructo a plebeyos.28 En muchos
lugares, la tenencia de tierra era fragmentada y esparcida. Familias gozaban solo el
uso de tierras que podían cultivar. En cambio, la idea española de la propiedad
estaba en flujo, más y más próxima a la concepción romana, bajo la cual un dueño no
sufría obligación de usar sus tierra productivamente, sino el mero hecho de ser el
dueño, de tener la tierra legítimamente contra cualquier otro, era suficiente para
establecer el dominio de la propiedad.29 Esta diferencia se manifestaba en términos
concretos: dónde los españoles medían y definían los aledaños de cada pedazo de
tierra para separalos uno de otro, las comunidades indias inicialmente tuvieron
poco interés en demarcar los límites territoriales, mirando con mayor atención al
conjunto de usos de cada terreno. Aunque no desapareció del todo, la pluralidad
territorial entre la indios fue trastornado durante el siglo XVI y entrando al XVII.
Con las epidemias, las migraciones y la nueva obligación tributaria, las estructuras
gobernativas de los indios fuéronse carcomiendo, reforzando entre comunidades
locales el sentido colectivo de la tierra como recurso básico de la supervivencia
física y política. Al mismo tiempo, estas comunidades fueron azotadas por las
usurpaciones y las trampas del despojo.
Las enormes presiones sufridas por las comunidades se pueden vislumbrar
en los pedidos de amparo de tierras presentados al Juzgado. Desde temprano, las
peticiones alegaban que las comunidades habían poseído ciertas tierras quieta y
pacificamente y sin contradicción, y desde tiempo inmemorial o desde nuestra
gentilidad. La referencia a posesión quieta y pacífica deriva de principios de
tenencia incorporados en Las Siete Partidas, donde el abandono de un terreno abría
la posibilidad de que otra persona entrara en posesión legítima por ocupación y
cultivo.30 Hasta cierto punto, esto representaba una convergencia entre una visión
indígena y una visión más antigua española de la productividad como punto de
partida para cualquier sistema de propiedad. En cambio, declaraciones sobre
tiempo inmemorial y nuestra gentilidad recordaban el argumento vitoriano que los
“Civil Congregations of the Indians of New Spain, 1598-1606”, Hispanic American
Historical Review 29:3 (Aug. 1949), 349-69; François Chevalier, La formation des
grandes domaines au Mexique. Terre et société aux XVIe-XVIIe siècles (Paris: Institut
d’Éthnologie, 1952); Hildeberto Martínez, Codiciaban la tierra: el despojo agrario en
los señoríos de Tecamachaloc y Quecholac (Puebla, 1520-1650) (México: INAH, 1984);
Kevin Terranciano, The Mixtecs of Colonial Oaxaca:Ñudzahui History, Sixteenth
through Eighteenth Centuries (Stanford: Stanford University Press, 2001).
28 Kellogg, Law and the Transformation.
29 Miriam Iglesias, “Tierras indias bajo ley española. Cuauthinchán, Puebla, México:
siglo XVI,” Anuario 13 (1998), 215-33.
30 Las Siete Partidas, R. Burns, ed. (Philadelphia: University of Pennsylvania Press,
2001), vol. 3:844-45 (3.29.18).
10
indios no podían ser despojados de sus tierras por la conquista y sus secuelas.31 A
pesar de sus diferencias, ambos conceptos respondían a una lógica de continuidad
histórica. El problema legal y práctico yacía en como probar continua posesión en
una situación de tenencia caótica. La respuesta dada por litigantes indios fue de
insistir en la importancia de títulos y recaudos en sus luchas legales sobre tierras.
Hacia 1600, la documentación, incluso mapas y planos de terrenos en disputa, se
volvió ubicua en las peticiones y los pleitos y las comunidades indígenas guardaban
celozmente sus recaudos probabando la posesión de tierras.
Estos tres prinicipios—la continuidad temporal, la productividad y la
documentación—delimitaron el campo de batalla en torno a la tierra durante la
época virreinal. No eran categorias estáticas. A medida que se fue ordenando el
sistema propietario, a través de las composiciones y por el creciente número de
ventas y transferencias, los títulos y recaudos solían triunfar sobre argumentos de
productividad y temporalidad. No obstante, hacia mediados del siglo XVII, las dos
vertientes se habían emparejado y convergido retóricamente con referencias a la
condición de tributarios que definía las vidas colectivas de comunidades indígenas.
Según una petición de 1656 presentada por el gobernador y residentes de San Juan
Sitaguaro contra españoles que buscaban “tomar nuestras tierras”, la “quieta y
pacífica posesión” reflejaba no solo la continuidad temporal sino también el hecho
de que con esas tierras “nos sustentamos y pagamos nuestros tributos reales y
servicios de su majestad”.
Con todo esto, la “propiedad”, en el sentido de dominio, fue precaria a lo
largo del virreinato. La documentación figuraba como fuente de pruebas en los
pleitos, pero después del siglo XVI contrincantes solían tener sus propios
documentos, fuesen escrituras de venta, mercedes o testamentos. Le tocaba al juez
en cada instancia decidir quien tenía la razón y quien no, pero sin más importe
ideológico que escoger entre dos partidos y hacer justicia (cosa que cambiaría
después de la independencia). Frente a pruebas más o menos parejas, otras
consideraciones podían influir en la decisión, en particular cuando comunidades
tributarias litigaban contra españoles que dejaban sus terrenos en berbecho. Bajo
estas circunstancias, la posesión actual y el uso productivo a menudo
suplementaban pruebas documentales y establecían una presunción refutable a
favor de los poseedores de tierras productivas y en particular las de comunidades
tributarias. En ciertas instancias, esto resultaba en una lucha para establecer la
productividad como indicio de posesión actual. Descuido de una parcela por una
comunidad podía llevar a problemas. Un hacendado podía entrar a un terreno,
cultivarlo subrepticiamente y a la hora de cosecha alegar que había tenido posesión
durante mucho tiempo, o porque estaba baldío o porque la comunidad lo había
abandonado. Por esta razón, las comunidades que vigilaron atentamente sus tierras
e se mostraron prestos a litigar generalmente salieron mejor al largo plazo: la
defensa de la tierra nunca acababa.
Desde muy temprano las comunidades indígenas intuían cuan importante
era la tierra como condición de su supervivencia y autonomía. Antes que llegaran
los españoles, la tierra fue de secundaria importancia en el imaginario local. Las
31
Véase Owensby, Empire of Law, 98-103.
11
contiendas políticas de la época no focalizaban la propiedad. Sólo a partir de la
conquista se volvió la tierra cuestión de gran momento. Y dado que el cultivo
colectivo requería trabajo en común, defender la tierra implicaba defender el
control comunitario sobre el fondo laboral. Es decir, la independencia y soberanía
de las comunidades implicaba una política de defender la libertad.
En su sentido básico, libertas humana correspondía al estado de no estar en
cautiverio ni sujeto a la esclavitud. La bula Sublimus Deus de 1537 aseveró que los
indios eran verdaderos hombres que tenían derecho de “gozar de su libertad”.
Vitoria, y luego Las Casas, llegaron a la misma conclusión que a final de cuentas fue
aceptada en todo el reino hispánico—a los indios no se les podía esclavizar.32 Otros
tratadistas reforzaron esta proposición. Según Domingo de Soto, los indios tenían
dominio sobre sí mismos, porque como otros hombres tenían la “facultad o derecho”
de usar una cosa, incluso sus cuerpos, “para su propio beneficio”: así es que el
“dominio es fundado en la libertad”.33 Tampoco fue esto una novedad legal: Las
Siete Partidas proclamaban la libertad como elemento fundamental de la humanidad
e insistieron en que los jueces la favorecieran.34 Más o menos a partir de mediados
del siglo XVI, la teoría no dejaba lugar a duda: los indios eran hombres libres en su
condición de vasallos del rey.
Fue en la práctica que surgieron contratiempos. Específicamente, los
encomenderos se apropriaron del labor de las comunidades indígenas a través de
los repartimientos e impusieron un régimen de servicio personal sobre individuos.
Estas dos instituciones fueron una plaga sobre las comunidades durante la segunda
mitad del siglo XVI, en buen parte porque las prohibiciones legales protegiendo a los
indios no se podían hacer cumplir con rigor. No hasta que se nivelara el suelo
jurídico a fines del siglo XVI con el establecimiento del Juzgado pudieron las
comunidades dejar de tambalear y encontrar un equilibrio en cuanto a la libertad.
Las peticiones y los pleitos instaron que los indios no fuesen esclavos, sino vasallos
libres del rey, obligados a pagar los reales tributos. Y como los tributos se pagaban
en determinados lugares y comunidades específicas, la libertad que se pleiteaba en
los litigios y se pedía en los amparos era la libertad de vivir dónde les correspondía.
Así, en 1653, Francisco Martín, residente de San Nicolás, Tlaxcala pidió la libertad de
“ir a vivir en mi pueblo, dónde pago el tributo de su majestad y tengo mi casa y mis
tierras y mi esposa e hijo”. Durante varios años había servido a un español para
pagar una deuda. Este había muerto y los sucesores le hacían ”daño y vejaciones y
mal tratamiento” a Martín. Pedía permiso para pagar lo que debía y regresar a su
pueblo, “y que dichos españoles … me dejen vivir libremente … como manda su
majestad”. En otro caso, Juan Tomás, residente de Santiago Tecali, alegó que un
español lo hacía trabajar sin pago, “forsozamente y contra su voluntad … como si
fuera esclavo”. Pidió vivir donde le tocaba según los decretos de su majestad”. El
Véase Anthony Pagden, Spanish Imperialism and the Political Imagination (New
Haven: Yale University Press, 1990), 13-17.
33 Domingo de Soto, De la justicia y del derecho (Madrid, 1967), vol. 2:280 (4.1).
34 R. Burns, ed., Las Siete Partidas (Philadelphia: University of Pennsylvania, 2001),
vol. 3:788 (3.22.18), 5:1478 (7.34.1).
32
12
tribunal concordó y mandó que el corregidor le dejara “estar y vivir libremente en
su pueblo”.35
Lo interesante de estos casos, y de las centenas parecidas, es la revelación de
lo que llamaré una libertad locativa. La libertad no se concebía como la libertad de
hacer cualquier cosa que se le ocurriera a un individuo. Se entendía como la libertad
de vivir en relación a un tal lugar, una comunidad definida legal y geográficamente
por la obligación colectiva de pagar el tributo. Esto era perfectamente consistente
con la noción de ser libre por no ser esclavo, porque para la gran mayoría de los
indios—los macehuales o común de indios—vivía bajo una irreducible obligación de
tributar. Lo mismo pasaba cuando pueblos de indios llegaban a México a pedir
contra el servicio personal. Por ejemplo, delegados del pueblo de Metepeque
pasaron ante el Juzgado en 1658 quejándose de que españoles les habían tirado
monedas para endeudarlos y así someterlos a servicio personal “contra nuestra
voluntad” y en contravención a decretos reales. Como consecuencia, los residentes
de fugaban del pueblo. Como tantos otros, estos litigantes querían ser “puestos en
libertad” para trabajar sus tierras y pagar sus tributos.36
Esta confluencia de tierra, libertad y tributo nutrió identidades locales y
colectivas. En los procesos y peticiones, la identidad local se expresaba a través de
la fórmula los gobernadores, alcaldes, común y naturales de tal o tal lugar, dejando
claro cuando una súplica no era simplemente individual. El lenguaje de las
peticiones reforzaba el sentido de empeño colectivo, refiriéndose a nuestro pueblo,
nuestra obligación, nuestra tierra, nuestra comunidad.37 El vocabulario de libertad
en estos casos fue idéntica al de casos instigados por individuos: como si fuesen
esclavos, contra su voluntad, maltratados por hecho y palabra, manos poderosas. Es
más, tanto comunidades como individuos se referían a los decretos reales—en
particular el de 1609 y luego el de 1633 aboliendo el servicio personal.
Vale notar que el significado colectivo de la libertad entre los indios corría
contra las tendencias de la época, por lo menos entre los españoles. La definición de
Covarrubias era decididamente individualista y hasta Solórzano y Pereira
carcaterizó la libertad como “la facultad natural de un hombre hacer como sí mismo
lo que desea”.38 Para la gran mayoría de los indios, la libertad concebida
exclusivamente de esta manera no tenía sentido. Individuos podían litigar según sus
propios intereses y buscar remedios personales, pero seguían siendo miembros de
colectividades, obligados “como vasallos de su majestad a servir … (aunque sin
cualquier insinuación de esclavitud)”.39 Es decir, entre los indios, la libertad fue
ambígua: representaba un campo de acción individual y comunitario para avanzar
AGNI 19.71.55r-v (1653); AGNI 17.185.181r-182r (1654).
AGNI 23.236.213r-v (1658).
37 Véase Owensby, Empire of Law, 155 and notes.
38 Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española (Barcelona: S.A. Horta,
1943, fasc. de 1611), 765; Solórzano y Pereira, Política indiana (Madrid: Biblioteca
Castro, 1996), vol. I:189 (2.2.2). Véase también José Antonio Maravall, La cultura del
Barroco: análisis de una estructura histórica (Barcelona: Ed. Ariel, 1975), 348-51.
39 Miguel de Agia, Servidumbres personales de los indios (Sevilla: Escuela de Estudios
Hispano-Americanos de Sevilla, 1946), 29.
35
36
13
intereses particulares y colectivos; a la vez, la libertad se experimentaba como una
inflicción de otros más potentes, fuesen españoles, castas u otros indios.
Encarando esta ambigüedad, los indios podían haber descartado la idea de la
libertad por ser una quimera opresiva. Al contrario, litigantes indígenas llegaron a
su propia comprensión de lo que la libertad podía ser en sus circunstancias: una
facultad de vivir libremente como parte de una comunidad concreta con derecho de
ser libre de las vejaciones externas—es decir una libertad locativa y colectiva. Por
esta razón la Recopilación dictaminó que los españoles y castas no viviesen en los
pueblos de indios. Por su vínculo con el tributo, esta concepción de la libertad se
ligaba con el principio del bien común, formando así un nexo de ideas que se
reforzaban entre sí para formar un baluarte contra las peores arbitrariedades de los
que insistían en su propia libertad a expensa de otros—la libertad de aprovecharse.
De cierta manera, este nexo recordaba la máxima de Saavdera Fajardo—“Vivir en
beneficio de la república no es servidumbre sino libertad”—una máxima que se
desvanecía entre los mismos españoles y criollos.40 Quizás más que nadie, las
comunidades indígenas entendían lo que se ganaba en enbanderar su obligación al
bien común.
Dado esto, no ha de sorprender que durante el virreinato, el concepto de
república fue variopinto. En registro político-teórico, según El Tesoro de
Covarrubias, la república consistía de los hombres libres en ciudades libres,
gobernados por su obligación al bien común. El Diccionario de autoridades
designaba por república “el gobierno del público” y “la causa pública, el común o su
utilidad”, donde por público se entendía “el común del Pueblo o Ciudad” y
“contrapuesto a privado”. Aquí se admitía que “por extensión se llaman también
república algunos pueblos”.41 A nivel más concreto, la república era el lugar y la
gente que vivía ahí.42 Esta fue la definición de uso corriente en la peticiones y
pleitos de los indios que llegaban a México con escritos hablando de las “cosas
necesarias a su república” y de los “gobernadores, alcaldes, regidores y otros
oficiales de la república” de tal y tal pueblo.43 Pero ni esta definición era unívoca,
porque llegado el siglo XVII la palabra república había sufrido una expansión de
significado por su uso para designar la república de los indios y la república de los
españoles. Una vocablo hasta ese entonces sin sentido étnico lo adquirió como
parcial respuesta a los desafíos jurídicos, políticos y sociales sin precedente del
Nuevo Mundo.
Saavedra Fajardo, Empresas políticas: idea de un príncipe político cristiano
representada en cien emblemas (Murcia, 1985), 554 (empresa 72).
41
Covarrubias,
Tesoro,
vol.
6:160r
(http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/802505295457038319766
13/ima1060.htm); Real Academia Española, Diccionario de Autoridades (Madrid,
1737;
Madrid:
Gredos,
1969)
(http://www.fsanmillan.es/cdocumental/81/586_PAG.JPG).
42 Este sentido también aparece en Covarrubias en su definición de “pueblo”.
43 Owensby, Empire of Law, 160, 214.
40
14
Decretos reales insistiendo en la separación de los indios y los españoles
sobraban. La distinción entre las dos repúblicas buscaba proteger las comunidades
indígenas de las depredaciones más osadas de actores locales que poco apego
mostraban a la solicitud real para con los indios. Es ya un lugar común que en la
práctica la frontera entre las dos repúblicas se desdibujaba.44 No obstante, para las
comunidades indígenas, la separación legal sirvió de escudo contra las presiones
que les venían desde afuera. Fue por esta entre otras razones que los pueblos indios
defendieron con tanto afán las instituciones y estructuras de gobernanza internas a
sus repúblicas. Esta gobernanza, como todos reconocían, dependía de los vínculos
que las comunidades tenían con el mundo afuera, en particular la obligación
tributaria.
Pagar los tributos requería de los residentes de un dado pueblo cierto rigor
cotidiano, manifestado a través de costumbres asentadas y coordinadas por oficiales
elegidos localmente. Al mismo tiempo, la obligación de tributar anclaba una
autonomía comunitaria ligada a la tierra, y específicamente tierras colectivas de las
cuales se satisfacían las demandas tributarias. Esto no fue una simple concesión a la
explotación.
Solórzano y Pereira asemejó los pueblos de indios a las
municipalidades romanas, que se establecián para un propósito benéfico al bien
común. Precisamente porque servían al bien común, estas comunidades tenían
especial estado legal, de manera que se les podía prohibir a españoles y castas
entrar en ellas, para que los residentes viviesen “con más libertad y paz”, y así pagar
sus tributos a buen tiempo.45
Nada más claro para indicar cuan enlazados estaban la explotación y la
protección en las vidas colectivas de las comunidades indígenas.
Del
reconocimiento de la obligación tributaria dependía la autonomía local y la paz y
quietud, frase polisémica que acomodaba la regularidad tributaria y la protección de
costumbres reconocidas. Sin el estado legal de pueblos orientados al bien común
por su pago del tributo y las protecciones que este estado suponía, es probable que
las comunidades indígenas hubieran estado expuestos a abusos peores aún que los
que sufrieron en la actualidad. La prueba son los numerosos procesos y peticiones
quejándose de conflictos y fraudes y pidiendo protección de la voz activa en sus
elecciones cuando se intrometía un español u otra persona ajena a la comunidad.
Estos litigantes insistían en que las elecciones locales se condujeran libremente y
según las ordenanzas de gobierno y de acuerdo con la voluntad y aplauso de los
electores, tal como mandaban los decretos del rey.
En conjunto, los amparos y pleitos presentados por litigantes indígenas
durante el siglo XVII y XVIII revelan una duradera ideopráctica que se puede
resumir en la palabra justicia. Según Las Siete Partidas, la justicia representa “la
vida y mantenimiento del pueblo” porque de ella fluían todos los derechos y el
También Solórzano reconoció que la tendencia era de borrar la distinción: las dos
repúblicas, dijo, “estan hoy juntas y forman un solo cuerpo en estas provincias”.
Solórzano y Pereira, Política indiana, vol. 1:230 (2.6.1).
45 Solórzano y Pereira, Política indiana, vol. I:519 (2.24.29-31); Recopilación 2:200v201r (6.3.21-23; 6.1.10).
44
15
derecho de cada uno. Para Santo Tomás, solo a través de la justicia podián los
hombres formar una “perfecta comunidad”: la felicidad pública se obtenía cuando
no había “desacuerdo” entre los miembros de una sociedad, porque “la justicia tiene
que ver con las relaciones de los hombres entre sí”. Por esta razón, la paz es el
principal bien social, en el sentido de que cada cosa debía ocupar su propio lugar en
el esquema de la sociedad. A este fin, según tratadistas del XVI, el rey estaba
obligado a oir todos, “para que ninguno en su desamparo, ninguno en su soledad es
alejado … sus oídos están abiertos a las quejas de todos”.46 En su sentido más
amplio, la justicia significaba la paz y tranquilidad de una sociedad humana
orientada hacia el bien común, sin sobresaltos ni revueltas. Al rey le tocaba
establecer y mantener las condiciones para asegurar tal situación—y esta era su
máxima obligación.
Claro, tan abstracta idea no se expresaba directamente en los litigios. Lo que
no significa que la justicia fuese una frase vacía. El anhelo para la justicia se oía
indirectamente en el vocabulario de las peticiones y los pleitos—miserables, mal y
daño, manos poderosas, amparo, posesión, libertad, bien común, voluntad, voz,
república, vasallos y uniéndolas, tributo—y directamente en el epílogo que concluía
tantas peticiones, pido justicia. Para litigantes indígenas, la justicia fue condición de
su relación política con el imperio español, el armazón que articulaba estas ideas a
una visión coerente de la ley y su papel en la sociedad novohispana. Sus vidas,
individuales y colectivas, dependían de saber cuales eran los límites de su
explotación—cuanto tributo tenían que pagar, que servicios debían, cuáles tierras
eran suyas, quien tenía autoridad sobre sus pueblos y arreglos laborales. Estos
límites se establecieron a através de miles de peticiones y pleitos durante el siglo
XVII y el litigio creó un robusto vocabulario político que les permitió defenderse.
Por esta razón insistieron las comunidades e individuos con tanta vehemencia en su
derecho de pasar a los tribunales de México y a ser oídos por jueces españoles.
Llegaban concientes de que no había garantía que prevalecieran—a final de cuentas,
en un litigio que llega hasta la recta final, alguien tiene que perder—pero con la
confianza de que los procedimientos de la ley les daría la palabra sobre cuestiones
de gran importe en sus vidas. Esto explica la frase en una pleito de 1633 cuando
residentes del pueblo de San Matheo, a través de su procurador, insistieron en que
“se les permitía el uso del derecho” y más aún cuando un español quería impedirles
llegar al Juzgado para quejarse de abusos.47 Sin acceso al derecho, poca defensa
hubieran levantado contra los excesos abusivos de aquellos que veían en los indios
no tanto vasallos del rey, sino una oportunidad para aprovecharse. Litigantes indios
no precisaban de otra educación que sus propias circunstancias para saberlo. Por
esto se acogieron tan ferozmente a las tradiciones inventadas durante la época
virreinal.
Las Siete Partidas, 2:271-72; Aquinas, The Political Ideas of St. Thomas Aquinas, D.
Bigongiari, ed. (New York: Free Press, 1997), 120-21, 175-82; De Soto, De la justicia,
vol. 5: 886-87; Juan de Mariana, The King and the Education of the King (De rege et
regis institutione) (Washington, DC: Country Dollar Press, 1948), 1948), 136.
47 AGNC 232.27.431r.
46
16
Transformaciones
Lejos de ser costumbres inmemoriales y esenciales, estas tradiciones fueron
creaciones del mundo que se formó después de la intrusión española en el siglo
XVI—creaciones barrocas orientadas a la supervivencia y la paz, a la recolección del
tributo y la estabilidad del reino. Costumbres de buen gobierno resultaron de
negociaciones entre gobernantes y gobernados definidas por el peso de la
circunstancias locales y el reconocimiento explícito por parte de la corona que la
particularidad se había de respetar, porque en lo más fundamental, “la tarea
principal de gobierno era de adjudicar los conflictos de intereses, en vez de
planificar y construir una nueva sociedad. … Administración en el sentido de la
formulación de política fue incidental a jurisdicción”.48 Las reformas del tardío XVIII
y luego los procesos de la independencia apagaron esta visión de la gobernanza,
reemplazándola con una nueva teoría ilustrada que buscaba aumentar la población,
expandir las comodidades de la vida, asegurar la tranquilidad pública a través del
empleo y ensanchar la riqueza.49
Con las reformas borbónicas la obligación máxima del rey no era más
cuestión de hacer justicia, sino de establecer las condiciones para que la nación
prosperara. Dónde antes el rey aseguraba, en principio, que cada miembro de la
sociedad recibía los derechos y privilegios que le tocaba—“a cada uno lo suyo”
según Las Partidas—ahora el monarca buscaba proteger “el comercio y la industria”
por ser ellos los que más influían en el “poder, riqueza y prosperidad del estado”.50
Y fue el “estado” y su poder lo que estaban en juego desde 1750 en adelante.
Durante el período hapsburgo, no había existido un “estado” español en el sentido
moderno de la palabra, precisamente porque la política era secundaria a la
jurisdicción como eje del poder real.51 Los reformadores borbones y luego la nueva
élite de un México independiente anhelaban establecer la hegemonía del “estado”
sobre sus sociedades, una idea relativamente novedosa a mediados del siglo XVIII.
Esto implicaba reconcebir las razones de gobierno, desplazando la justicia de su
posición central en favor de una política orientada a la prosperidad nacional.
En términos concretos, el litigio de los indios figuró como importante
símbolo del problema para los reformadores del XVIII. Hipolito Villaroel, antiguo
alcalde mayor, quejándose de las “enfermedades políticas” de la Nueva España,
apuntó hacia el Juzgado General de Indios. “En nada se puede decir de útil, más bien
es perjudicial a la causa pública y embarazo a los virreyes”, fulminó. Los indios
litigaban según sus caprichos “porque los procuradores y las audiencias quieren
sostener los privilegios que las leyes habían otorgado en tiempos anteriores a los
John Parry, The Spanish Seaborne Empire (New YorK, 1966), 193-94.
Gabriel Paquette, Enlightenment, Governance, and Reform in Spain and Its Empire,
1759-1808 (New York: Palgrave-MacMillan, 2008), 62-63.
50 Paquette, Enlightenment, 66, citando una cédula de Carlos III de 1782.
51 Véase Alejandro Cañeque, The King’s Living Image, 7-11.
48
49
17
Indios”. Por consecuencia, la agricultura y el fisco público no podían avanzar.52
Desde este punto de vista, el Juzgado era el vestigio de una época pasada,
inconsistente con los esfuerzos de establecer colonias de lo que habían sido partes
iguales e integradas de la corona española de antaño. En los próximos años, la
crítica al Juzgado aumentó hasta que fue abolido para abrir paso a una nueva
concepción de la gobernanza.53
El proceso al que se dio ímpetu con las reformas borbónicas ganó fuerza con
la independencia. Al debate sobre el estado, su fin, su poder y su razón de ser, se
agregó una contienda ideológica entre conservadores y liberales. Temerosos por el
orden, aquellos buscaban mantener ciertos aspectos del previo sistema social
jerarquizado y enraizado en la religión. Estos sostenían que nuevas ideas de
ciudadanía, gobierno republicano, libre comercio, propiedad privada y una
separación entre iglesia y estado prometían mejores resultados al largo plazo. Los
efectos de estas últimas ideas fueron profundos: “El liberalismo, tanto en su
ideología como en sus instituciones, reestructuró la relación entre comunidades
indígenas y el estado, forzando a los indígenas y los no-indígenas negociar esa
relación según nuevos términos”.54 En otras palabras, el pacto que había
estructurado la relación entre gobernantes y gobernados, entre la corona española y
sus súbditos indígenas del Nuevo Mundo, se desbarató casi por completo.55 Frente a
una novedosa e inacabada ideopráctica de gobernanza, los indios se vieron forzados
a reaccionar a desafíos ináuditos con los únicos recursos que les quedaban—las
“tradiciones” creadas durante la época virreinal.56
No puedo más que esquematizar procesos complicadísimos. Es cierto que las
comunidades tuvieron algún suceso en defenderse bajo nuevas circunstancias, como
recientes estudios han mostrado.57 Tal como lo habían hecho depués de la intrusión
española del siglo XVI, las comunidades indígenas aceptaron nuevos usos e ideas,
aunque siempre para protegerse contra los que buscaban cambiar las estructuras de
gobernanza que en gran parte habían configurado la convivencia virreinal. Como se
ha advertido, referirnos a posiciones ideológicas para explicar lo que pasaba rinde
Hipolito Villaroel, Las enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva
España (México: CONACULTA, 1994), 94-95.
53 Andrés Lira Gonzáñez, “Extinción del Juzgado de Indios”, Revista de la Facultad de
Derecho de México 26:101-02 (ene.-jun. 1976), 299-317; Borah, Justice by Insurance,
312-13.
54 Karen Caplan, “The Legal Revolution in Town Politics: Oaxaca and Yucatán, 18081825,” Hispanic American Historical Review 83:2 (2003), 292.
55 Sobre este “pacto”, véase Brian Owensby, “Pacto entre rey lejano y súbditos
indígenas—Justicia, legalidad y política en México, siglo XVII.”
56 Entre estos recursos estaban, sin duda, la religiosidad festiva y local. Véase Linda
Curcio-Nagy, The Great Festivals of Colonial Mexico City: Performing Power and
Identity (Albuquerque: University of New Mexico Press, 2004); Matthew O’Hara, A
Flock Divided: Race, Religion, and Politics in Mexico, 1749-1857 (Durham: Duke
University Press, 2010).
57 Véase Sabato, Ciudadanía política; Guerra, “El soberano y su reino”; Guardino,
Time of Liberty; Annino, “Sincretismo político”; O’Hara, A Flock Divided; entre otros.
52
18
poco.58 Las comunidades operaban a un nivel local dónde los términos de contienda
entre liberales y conservadores tenían limitada resonancia. En este plano, los
derechos y privilegios virreinales fueron el punto de referencia en disputas internas,
por ejemplo entre párrocos y feligreses. La política y la religión no se separaban en
distintos compartamentos, como nunca se habían separado, menos un rechazo de la
idea secularizante del liberalismo (o un apoyo a la posición conservadora) que una
insistencia en la relevancia del pasado—las “tradiciones”—y la localidad como
recursos de autodefensa ante nuevas presiones. Desde este punto de vista, se puede
afirmar que muchas comunidades lograron influir en los designios de los dueños del
poder.
Pero no hay que sobreestimar lo que se logró. Las comunidadades se
defendieron hasta cierto punto, clamando la posesión de sus tierras, redefiniendo su
relación con sus párrocos, insistiendo en sus libertades y su autonomía locales. Mas
la situación ya estaba cambiada a nivel estructural. En lugar de una tácita alianza
con la corona para hacer cumplir las leyes protegiendo a los indios como súbditos
desiguales, las comunidades ahora lidiaban con un estado que buscaba arrasar las
distinciones jerárquicas de antaño en nombre de una ciudadanía igualitaria más
teórica que real. Dónde la corona había buscado equilibrar, el nuevo estado buscaba
transformar. Bajo el rótulo de la ciudadanía universal, los liberales ahelaban
reorientar el bien común—de una perspectiva jurídica-equilibradora a una
perspectiva de progresiva prosperidad nacional. Los efectos fueron profundos:
basta recordar que el Plan de Iguala, la constitución de 1824, el Ley Lerdo y la
constitución de 1857 se crearon sin consultar formalmente a la comunidad de
comunidades indígenas. Y a pesar de acciones frenadoras y defensivas, aún cuando
exitosas éstas no cambiaron de fondo las relaciones entre nuevos ciudadanos
parciales y los que luchaban para controlar el estado.59
Aunque falte mucho por investigar, sugiero que lo que ha faltado en la visión
historiográfica del siglo XIX que se ha ido formando en los últimos años es un
enganche con el “estado”, o más precisamente cómo y en qué el estado-nación
decimonónico fue diferente del aparato gubernamental de la corona española.
Hasta ahora, esta cuestión se ha pintado sólo en pinceladas gruesas y casi siempre
con un cierto desdén hacia el sistema virreinal en comparación a las supuestas
ventajas del liberalismo. Hay que aprofundizar y pormenorizar la comparación.
Esto requeriría no sólo reconcebir lo que entendemos por gobernanza sino también
repensar lo que signficó la erupción de la “política” en el sentido moderno por
medio de las relaciones entre nuevos republicanos y antiguos súbditos. En términos
concretos, se puede hipotetizar que la reorientación que se dio con la independencia
fue marchitando las robustas tradiciones que habían definido relaciones entre
comunidades indígenas y el gobierno virreinal. Aunque el derecho como recurso de
la comunidades indígenas no se desvaneció del todo ni de una vez, ¿se puede decir
que la eficacia de la justicia se fue debilitando gradualmente durante el siglo XIX? El
congreso nacional miraba hacia el progreso y la prosperidad económica, no hacia la
Véase O’Hara, A Flock Divided, 187.
Claudio Lomnitz, Deep Mexico, Silent Mexico: An Anthropology of Nationalism
(Minneapolis: University of Minnesota Press, 2001).
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justicia y el equilibrio funcional. Dónde indios habían merecido la especial solicitud
del rey, precisamente por su vulnerabilidad, ahora eran un estorbo, su debilidad una
mancha racial sufrida por una nación que añoraba la modernidad. Dónde las
comunidades indígenas habían conseguido proteger sus tierras contra individuos,
españoles y otros, pese las usurpaciones de la época, porque la corona rehusaba el
dominio y faltaba una política coerente en relación a la tenencia, ahora el estado
nacional buscaba establecer un sistema de propiedad privada para uncirlo al yugo
de la prosperidad nacional, proyecto que insistía en poner un fin a la propiedad
colectiva. Dónde la libertad había sido un privilegio comunal e individual definido
en relación a la localidad territorial, ahora la libertad era un derecho abstracto
perteneciendo a ciudadanos como individuos sin más, no un principio en defensa
colectiva de la comunidades. Dónde un rey-juez miraba hacia el equilibrio entre
intereses, la justicia por otro nombre, ahora los nuevos detentores del poder
admitían ninguna realidad que no fuese política, es decir la contienda desatada de
intereses, sin mucho más que una cabezada hacia la idea del bien común como
responsabilidad colectiva.
La apariencia del estado con eje central de la política moderna conllevó otra
transformación tectónica en el estatus de los indios y sus comunidades: de súbditos
tributarios, con obligación al reino y al bien común a través de tributos rendidos—
base de una tácita alianza con la corona, pesa medidora para mantener el equilibrio
entre explotación y protección de los indios, cimiento de los derechos y privilegios
de desigualdad y fundamento de la solicitud real para con los miserables—los indios
se volvieron ciudadanos individuales indistinguibles de otros ciudadanos, por lo
menos en principio, sin reconocidos derechos fuera de los que tenía todo ciudadano.
Esto se suponía un avance civilizador. De hecho, los indios fueron menores entre
iguales, desprovistos de la protección que antiguamente merecían los que por su
condición estaban expuestos a las vicisitudes de los poderosos. Es decir, eran
ciudadanos iguales a base de la ficción liberal de una igualdad jamás obtenida. La
desigualdad no era nueva: de 1521 en adelante los indios, y en particular la gente
común, se habían relegado a un plano inferior. Lo que cambió en el siglo XIX fue que
esta realidad se dejó de reconocer como tal: dónde la corona había admitido la
vulnerabilidad de los indios ante los podersos, el estado moderno cubrió un ideal
igualitario nunca realizado con un tupido velo de aspiración siempre postergada.
Esto no significa que las comunidades se dieren por vencidos frente a nuevas
presiones. Por su insistencia en la relevancia política de realidades locales, lograron
frenar procesos centralizadores, liberalizantes y modernizantes. Pero ésta fue una
acción de atrincheramiento. Se defendían, pero ahora sin los mismos recursos de
antaño. Ante un gobierno orientado hacia la prosperidad nacional, la idea de la
justicia como equilibrio social resbalaba por falta de tracción en el nuevo terreno de
la nación-estado. Aceptaron la idea de la Nación, injertándola a realidades locales,
pero nunca lograron penetrar los recintos del Estado y se quedaron fuera de los
corredores del poder político sin alguien que mirase por sus intereses.60 Las
“tradiciones” persistieron, pero desvinculadas de la visión social y política que les
habían dado significado y sin resonancia en el mundo liberal y moderno que se
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Véase Carmagnani y Chávez, “Ciudadanía politica”, 402-03.
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construía. El pacto que regió casi tres siglos de convivencia virreinal había llegado a
su definitivo fin.
A modo de conclusión
En nuestros esfuerzos para cobrar sentido histórico de las transformaciones
del siglo XIX, y en particular el papel del liberalismo, quizás hemos caído en la
trampa de sobreenfatizar nuestras propias categorias, no obstante las advertencias
de la reciente revisión historiográfica.61 Contra una historiografía que aceptaba
acríticamente al liberalismo como aspiración universal y ahistórica, la revisión nos
ha propuesto ver las complejidades de construcción social y política de la categoria
“liberalismo”. Esto ha sido saludable. Pero el proyecto está todavía sin acabar.
Conceptualmente la revisión ha avanzado, dejando atrás una cuestión más básica:
¿en qúe consistieron las “tradiciones” que con tanta fuerza ejercieron las
comunidades indígenas durante el siglo XIX? Esta pregunta sólo responde a una
investigación más detallada del léxico, la cultura y la práctica legal de las
comunidades durante la época virreinal. Para esto, se tiene que combinar y
comparar fuentes virreinales con las decimonónicas, buscando puntos de
conicidencia y de divergencia.
Tampoco es simple cuestión de fuentes. Tambíen se tiene que teorizar con
más cuidado lo que significó para las comunidades indígenas pasar de un modelo de
gobierno a otro, de una monarquía que reconocía e insistía en la desigualdad de los
indios para poderlos explotar y proteger simulatáneamente a un estado que buscaba
convertirlos en individuos que se sometarían, o se podían someter al yugo de la
prosperidad nacional sin reconocer una obligación de protección a los que eran
menores entre iguales. Del uno al otro hay una enorme distancia. Las tradiciones
con que las comunidades se defendieron persistieron, pero cortadas de la raiz
filosófica y política que les había dado vida. Sirvieron como armas a veces eficazes
en circunstancias particulares, pero a final de cuentas inadecuadas en la batallas
dispares contra el estado moderno, criatura que respondía a otra visión política.
Frederick Cooper, Colonialism in Question: Theory, Knowledge, History (Berkeley:
Unviersity of California Press, 2005).
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