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Entrevista a Nora Strejilevich
Un compromiso con la memoria, un compromiso con la vida.
Entrevista a Nora Strejilevich
An engagement with Memory, an engagement with life. Interview with
Nora Strejilevich
PAULA SIMÓN POROLLI
CONICET · [email protected]
DOI: 10.7203/KAM.6.6934
ISSN: 2340-1869
Una sola muerte numerosa llegó a mis manos hace ya algunos años, cuando comencé a explorar el
mundo de la literatura testimonial de los supervivientes argentinos de la última dictadura militar. Desde
entonces hasta ahora volví a él muchas veces en busca de respuestas que han provocado siempre más
interrogantes y han motivado cada vez más reflexiones. Por eso me prometí conocer algún día a su autora
sin que mediaran entre ella y yo las páginas de sus libros. Así fue, la contacté vía correo electrónico y su
respuesta no tardó ni un día en llegar. Los correos fueron y vinieron un buen puñado de veces con
explicaciones, correcciones y agregados. Su desvelo por contestar las preguntas de mi entrevista de la
forma más completa y aclaratoria posible, debo confesar, no me impresionaron, más bien diría que me
causaron emoción. Ese compromiso con la memoria, ese colocarse a sí misma en el nudo de los
problemas del pasado, esa forma de habitar el dolor y transmutarlo en acción, en buena energía, en vida,
me conmovieron tanto como ya lo habían hecho sus textos.
En 1977 Nora Strejilevich fue secuestrada y recluida en el centro de detención clandestino
denominado Club Atlético, en plena Capital Federal. Cuando logró ser liberada, se exilió en Israel,
primero, y más tarde llegó, luego de algunas escalas, a Estados Unidos, previo doctorarse en Canadá con
una tesis sobre el género testimonial. En 1997 publicó en Miami Una sola muerte numerosa, su propio
testimonio sobre el secuestro y la tortura perpetrada por los militares durante la última dictadura, uno de
los que mayores repercusiones internacionales ha tenido hasta la fecha. La primera edición en español
recién apareció en Argentina en 2006, bajo el sello de la editorial Alción, que la ha reeditado varias
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veces. También fue traducido recientemente al alemán, en 2014. En 2006 la editorial argentina
Catálogos publicó el ensayo El arte de no olvidar. Literatura testimonial en Chile, Argentina y Uruguay
entre los 80 y los 90, dedicado pura y exclusivamente al análisis del testimonio concentracionario postdictatorial en el Cono Sur. Ahora mismo se encuentra a punto de finalizar un nuevo volumen, posible
continuación de ese primer ensayo, en el que profundiza muchas de las consideraciones que desde hace
años viene realizando desde el ámbito académico y también desde la creación literaria. Sus palabras son
indispensables porque tienen un doble valor, como testigo protagonista y también como observadora y
crítica, como lo demuestran no solo sus ensayos sino sus múltiples artículos dispersos en diversos
volúmenes y revistas. Cada uno de sus textos significan un aporte sustancial y necesario para un proceso
de elaboración del pasado que sigue demandando una reflexión profunda y transformadora en todos los
espacios sociales, ya que, como ella misma apunta, todos nosotros conformamos una “sociedad
superviviente”.
Trayectos de Una sola muerte numerosa
KAMCHATKA. Una sola muerte numerosa se publicó por primera vez en 1997 en Estados Unidos y
casi una década más tarde, en 2006, apareció en Argentina. ¿En qué contexto surge la posibilidad de
publicarlo en el país y cómo viviste ese regreso de tu obra?
NORA STREJILEVICH. Volví regularmente a la Argentina a partir de 1984 y siempre busqué la
forma de publicar este libro en nuestro país. Recién en 2005 di con una editorial cordobesa que se
interesó: Alción. Esto tuvo que ver, seguramente, con las nuevas políticas de la memoria surgidas a partir
de 2003; pero además hubo una conjunción de factores que hicieron que Una sola muerte numerosa
(como dijo Tununa Mercado en la presentación del libro que se hizo en Buenos Aires en 2006) circulara
hasta entonces entre los amigos y en fotocopias. Fue el destino compartido por un conjunto particular de
relatos literario-testimoniales escritos en el exilio. La reticencia de las editoriales a publicarlos puede
tener que ver con varios hilos que iré enhebrando en estos párrafos.
Yo quería, sobre todo, reaparecer con mi relato en el preciso lugar en el que me habían
“desaparecido” y tuve una oportunidad de hacerlo. Fue en Buenos Aires donde, en un acto organizado
en el CCDyT Club Atlético, creo que en 1997, leí el re-cuento de mi secuestro a ese lugar. Mi impresión
fue que había un público capaz de albergar esta escritura. Entonces, ¿por qué las editoriales se negaran a
publicarla? No es que los testimonios per se fueran rechazados; sospecho que era la escritura literaria del
sobreviviente la que no tenía buena prensa.
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En relación al rechazo de la literatura testimonial por parte de la crítica, Beatriz Sarlo encabeza
esta posición. En Tiempo pasado elabora sus ideas en relación al testigo y a su palabra que desacredita al
testimonio. De todos modos, su ensayo se publicó en 2005 y esta negativa de las editoriales viene de
antes. Tal vez (y no vivía en nuestro país ni investigué el asunto, es una impresión personal) había un
medioambiente propenso para la aceptación de su lectura, cuyos puntos clave se pueden resumir así: el
testimonio no genera la distancia adecuada para el debate intelectual; es la novela la que permite que no
se cierren los sentidos en relación al pasado reciente, y no, como hace el testimonio, desde un lugar de
autoridad, solo por haberlo vivido. El testimonio, en este cuadro, es apenas un retorno del sujeto incapaz
de dar cuenta de la complejidad de una experiencia que lo sobrepasa. El ensayo es, desde esta
perspectiva, otro género apto para hacerse cargo de la elaboración de este pasado. En tanto incorpora
saberes disciplinario le hace honor al tenor de la época setentista, caracterizada por el debate intelectual,
en lugar de este retorno a lo autobiográfico que se erige como modo privilegiado de narrar en estos
tiempos. Me temo que los juicios se enraizaron y esto se tradujo en la persistente resistencia al
testimonio literario que comparte un importante sector de escritores y de críticos.
Aparentemente las editoriales eran reticentes a este tipo de relato del exterminio por la cercanía
emocional que le provoca al lector. En general no encontraban “en qué colección incluirlo”. En los
noventa una poeta conocida me dijo que era un texto para ser leído “afuera”, porque “adentro” todo esto
se sabía. En pocas palabras: disponerse a leer lo que narran los sobrevivientes de los campos, sobre todo
cuando se pone en escena la intimidad del dolor –algo que logra la escritura literaria-, genera resistencia.
Esta resistencia, en la Argentina, duró un buen tiempo, aunque los organismos de derechos humanos
siempre siguieron presionando. Con el kirschnerismo las políticas oficiales cambiaron y este gobierno
hizo suyos los temas vinculados a la memoria y a los derechos humanos. La nueva puesta en escena de los
juicios públicos que iniciara Alfonsín, pero que ahora se amplían notablemente, marcaron un antes y un
después en esta historia, pero eso, como veremos, no abre, necesariamente, un espacio para la literatura
vinculada al tema. Al testigo, en general y aunque le tome tiempo, le importa que los demás “se enteren”;
quiere compartir su saber vivencial, cuya transmisión le compete. Se siente responsable de hacer saber.
Este impulso narrativo y violento lo describe muy bien Primo Levi, cuyas dificultades para que lo
publicaran en Italia son conocidas.
Por eso, en mi caso, fue una alegría que Jorge Boccanera publicara en Buenos Aires una
compilación, Redes de la memoria. Escritoras exdetenidas/testimonio y ficción (2000), donde daba a
conocer el trabajo de mujeres que habíamos escrito desde nuestra experiencia de confinamiento en
cárceles o campos de concentración. Y que, unos años después, Alción aceptara lanzar mi libro en 2006;
pero como su distribución es limitada, el “regreso” de Una sola muerte numerosa al país me resulta
invisible. Fuera de la presentación no hubo más que una breve reseña, allá lejos y hace tiempo, en El Ojo
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Mocho. Es bueno que, de tanto en tanto, me cuenten que alguien lo lee, pero casi no hay ejemplares en
librerías. Por eso subí el texto a internet, y eso creo que lo dio a conocer. Creo que este es el momento
adecuado para reeditarlo; desde ese entonces hasta ahora los criterios de una serie de editoriales han
cambiado.
KAMCHATKA. Además de obtener el premio Letras de Oro en Estados Unidos en 1996 y de ser
traducido al inglés en 2002 y al alemán en 2014, Una sola muerte numerosa se estudia en universidades
europeas y americanas e, incluso, fue llevado al teatro y al cine (Nora. Italia, 2005). Esto habla de una
recepción amplia de tu obra en el exterior, como ocurrió también con otros libros de fuerte base
testimonial como The Little School, de Alicia Partnoy. ¿A qué podría atribuirse esta generosa acogida en
el exterior y, como contrapartida, la tardía recepción en Argentina, o bien las dificultades que, aún en los
últimos años, encuentra la literatura testimonial de los supervivientes para ser editada y difundida en ese
país?
NORA STREJILEVICH. Ante todo, va una suerte de introducción. La voz del sobreviviente es
indispensable para la sociedad sobreviviente. No es azaroso el adjetivo (que no soy la primera en usar) ya
que el proyecto reorganizador y reestructurador de nuestra sociedad estaba destinado al cuerpo social.
Nuestra población tuvo que habitar lo inhabitable —título de un excelente libro de Ignacio Mendiola
sobre la tortura— y aún aquellos que parecían ignorar que se estaba arrasando con una forma de vida son
parte de lo acaecido. En ese sentido es una sociedad sobreviviente. La desaparición era un mensaje
destinado al disciplinamiento colectivo. Todos somos responsables de qué hicimos o no con eso, y/o qué
seguimos haciendo con los ecos y las marcas de lo que aconteció. Todos fuimos habitantes de un país
donde las matemáticas de conjuntos estaban prohibidas y donde no podías reunirte en la plaza pública,
donde no podías leer a Freud (aunque sí La sagrada familia) y donde quizás fuiste testigo de cómo se
llevaron a alguien de la forma más brutal sin que “se rompan las leyes de gravedad”, como digo en mi
libro. Sobrevivió nuestra sociedad a ocho años (aunque el ciclo del terror es mucho más prolongado,
porque este proceso se inicia antes del 76) de una vida empobrecida, negadora, paralizada, limitada por
criterios del poder que fueron aceptados con pasividad, hasta con naturalidad. Las marcas persisten en
estilos culturales, en posibilidad o imposibilidad de recuperar lazos, en los límites de lo pensable.
Al nombrar su experiencia (la convivencia más íntima con un terror que es tanto estatal como
clandestino) el testigo salva –de la negación, del ocultamiento– una historia que, de lo contrario, podría
relegarse al olvido o incluso, no llegar al lenguaje. No hay otro tan empeñado por mostrar la cara más
oculta de esta historia, que aún sigue saliendo a la luz y que no puede no asumirse hasta en sus pliegues
más densos. El testigo simboliza las tachaduras de la desaparición, como dice Nelly Richard, y la
necesidad de mostrar la atrocidad y sus marcas a quienes podrían seguir como si nada. Por eso se lo evita,
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porque está “contaminado”, para muchos es una suerte de ruina del horror. Hay dos fuerzas en tensión,
es una puja constante y por eso es crucial que un Estado asuma la responsabilidad que le corresponde e
impulse políticas de la memoria, como se está haciendo en la Argentina. Quien fue atravesado por esa
experiencia reitera yo lo sufrí, lo viví, escuchen. Lo suyo es respuesta y responsabilidad por los que no
volvieron y ante sí mismo. Pero a “los otros” también les toca asumir que estos crímenes los afectan
directamente. Las prácticas genocidas transformaron la manera de vincularse en sociedad, acabaron con
los espacios públicos, transformaron a muchos en cómplices, movieron el límite de lo posible. A una
sociedad que padece este legado le lleva décadas desandarlo e implantar la ética indispensable para la
convivencia.
Esta necesidad del otro que tiene el testimonio la explica, de otra manera, el psicoanálisis. En los
noventa Dori Laub (sobreviviente de la Shoá) y Shoshana Felman plantearon que el testigo no puede
transformar en experiencia su vivencia del colapso de todos los marcos de referencia sin narrársela a otro:
el testimonio no es un monólogo, no se produce sin la escucha atenta que lo posibilita. El relato del
testigo, en este sentido, no se refiere a la información que pueda brindar.
Y es sobre todo en este sentido en que subrayo la importancia del testimonio: nuestra cultura
(nuestro idioma, nuestro imaginario, nuestra vida cotidiana) fue parte del universo concentracionario,
aunque el campo fuera el núcleo duro desde donde se propagaba el terror; por lo tanto buscar las
Palabras para decirlo (título de un excelente libro de Perla Sneh) es crucial para todos. Pronunciar cada
detalle, deletrear ese mundo en sus infinitas facetas en relación a la subjetividad y a cómo la afecta es
indispensable para recuperar el estatuto de lo humano, como bien dice Kaufman. La transmisión oral
juega un papel; la escrita, otro. Ambas prácticas son indispensables, entre otras razones, para que no se
mitifique a los desaparecidos y para que se entienda en qué consisten estos experimentos con la
condición humana. Por eso se dice que esta es la era del testigo.
En otras palabras, la sociedad y el testigo se necesitan mutuamente. Aunque cualquiera pueda y
deba asumir el desafío de relatar lo acontecido, la voz del sobreviviente de los CCDTyD no se puede
desacreditar. Subrayo esto porque, lamentablemente, su figura genera sospecha y su palabra se desvirtúa
hasta el día de hoy. Los juicios públicos por crímenes de lesa humanidad, en la Argentina, legitiman su
palabra, pero importantes sectores de la sociedad prefieren que el testigo se restrinja a ese ámbito.
Dentro de este cuadro, intento reivindicar el testimonio literario. Esta forma de contarlo en los
umbrales de testimonio y ficción es justamente, a mi juicio, una forma muy apta para dar cuenta de la
huella de la devastación en la subjetividad. Para decirlo con mayor precisión: los diversos juicios a la
dictadura cívico-religiosa-militar fueron puliendo nuestro lenguaje, ya que solo ahora se define en estos
términos al “Proceso”, término impuesto por la junta militar –Proceso de Reorganización Nacional– que
circuló con naturalidad por el país durante décadas. Gracias a las mega-causas que se iniciaron en la
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década del 2000 hoy se habla también de terrorismo de Estado o genocidio. El problema es que, en este
devenir, la palabra del testigo quedó casi exclusivamente identificada con deposición judicial. A lo sumo
se entiende por testimonio aquel libro que recoge, transcribe y presenta voces de testigos, pero se asume
que no hay testimonio literario. Y así, de un plumazo, se deja de lado toda una literatura basada en la
memoria de la experiencia sufrida en estos lugares de excepción.
La escritura de quien atravesó esta muerte en vida puede, como dije, dar cuenta de las derivas de la
memoria íntima del ser humano lanzado a este universo. Por eso contrapuse en Una sola muerte
numerosa citas de un testimonio mío que figura en el Nunca Más con una versión literaria de la misma
situación. Esa duplicación pone en evidencia de qué se hace cargo la literatura vis a vis una declaración
oficial (sin negar ni desmerecer el valor performático de la palabra del testigo en los juicios).
Por último y para dar finalmente respuesta a tu pregunta, hay que decir también que hay cambios
en este terreno. La escuelita, de Alicia Partnoy, se lee en colegios secundarios desde hace unos años y El
hilo rojo, de Sara Rosenberg (un testimonio ficcionalizado, a mi juicio) fue publicado recientemente en
Tucumán. La más porosa recepción en el exterior se puede deber a que lo exótico es más fácil de aceptar.
En otros países hay editoriales que se arriesgan a publicar ciertos títulos a sabiendas de contar con el
reducido pero fiel público interesado en nuestra “era de plomo”. Por último, el que Una sola muerte
numerosa se lanzara en alemán tiene que ver con un fondo creado por nuestro gobierno actual destinado
a incentivar la publicación de literatura argentina en el exterior. O sea que el Estado tiene una política
más avanzada en este terreno que algunas editoriales nacionales.
Literatura e investigación
KAMCHATKA. En 2006 publicaste un ensayo, El arte de no olvidar, que es de consulta necesaria
para quienes nos dedicamos al estudio del testimonio concentracionario en América del Sur. Alicia
Partnoy, otra escritora de tu generación, dedicó su tesis doctoral a la reflexión crítica y teórica sobre
poemarios testimoniales en Argentina, Chile y Uruguay, escritos a partir de los procesos dictatoriales
vividos en esos países. De allí me surgen dos preguntas:
¿Cuándo y por qué o con qué motivaciones surge tu interés por investigar el tema de la escritura
testimonial?
NORA STREJILEVICH. Soy tanto sobreviviente como docente y escritora. Mi vida, sin
proponérmelo, se enredó entre estas hebras (por las charlas y los seminarios que di, por los cursos que
dicté, por mis relatos y declaraciones judiciales). Narrar fue un trabajo que me emancipó de memorias
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traumáticas que me atrapaban. Por eso puedo decir que esta escritura me permitió vivir (a diferencia de
otros, como Jorge Semprún, que postergaron su relato para lograr lo mismo).
No me dispuse a escribir para testimoniar; fue el libro, al irse armando, el que me mostró que lo
que hacía era dar testimonio y recogerlo (hay voces de otros en Una sola muerte numerosa). El poder de
este tipo de escritura también se me reveló en la práctica. Sentí que este esfuerzo estético era también un
remedio para el alma (el farmacon de los griegos, no confundir con la imposible cura o healing) y una
forma de resistencia. Porque afirmar el nombre propio que expropiaban en los campos, y recuperar en el
lenguaje lo condenado al borramiento no es otra cosa que resistencia. Por eso firmé con mi nombre y
aparezco como “personaje”; esa también fue una decisión a tomar. Difundir y legitimar este tipo de
literatura es, para mí, un compromiso existencial. En cuanto al cómo y al porqué surge mi interés de
estudiar esta escritura, tiene mucho que ver con la geografía de mi exilio. Fui a parar, por azar, a Canadá,
donde hice un doctorado en Literatura Hispanoamericana y donde descubrí este corpus cuando la
palabra testimonio se desconocía en ese país. En la Universidad de la Colombia Británica no había quién
aceptara el papel de padrino de tesis de semejante asunto. Hasta que lo logré. Después de aprobada la
disertación entendí que tenía que reescribirla con una impronta más personal. Si había sido secuestrada,
si mi hermano, su novia y mis primos hermanos habían desaparecido, no podía ocuparme del tema sino
desde mi posición de testigo. Esta conclusión me llevó a El arte de no olvidar.
La suerte de desdén que algunos cultivan en la Argentina por el testimonio, que (una vez más)
parte de las afirmaciones de Beatriz Sarlo en Tiempo Pasado (2005), donde lo descarta como narrativa
del yo incapaz de debatir y hasta de elaborar simbólicamente la experiencia del horror, me impulsó a
seguir dándole vueltas al asunto hasta la fecha. Sigo actualizando, expandiendo y reelaborando los temas
de El arte de no olvidar y espero publicar un segundo libro de ensayos en 2016.
KAMCHATKA. ¿Por qué creés que varios supervivientes que se exiliaron en Norteamérica y que
accedieron al ámbito académico norteamericano optaron por una doble vía de expresión de la
experiencia vivida, la literaria y la que ofrece la investigación sobre temas vinculados con la literatura
testimonial sobre el campo de concentración y el exilio?
NORA STREJILEVICH. Esta doble expresión no se dio solo en Norteamérica. Jorge Montealegre, un
ex desaparecido chileno que se exilió en Italia y luego volvió a su país, publicó su testimonio literario,
Frazadas del Estadio Nacional y, más recientemente, su elaboración teórica, Memorias eclipsadas, que
también surgió como disertación. Poder y desaparición de Pilar Calveiro nació de una tesis escrita y
presentada en México. Parece tratarse de un fenómeno vinculado a las condiciones de la existencia de
algunos supervivientes del terrorismo de Estado: uno de los ámbitos donde fuimos a parar fueron las
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universidades. Quien sobrevivió los campos a menudo busca formas de asimilar esa atrocidad que marcó
tan radicalmente su vida, la de su generación y de su mundo. De ahí a uno o dos libros sobre el tema hay
solo un paso y varios años de trabajo.
El proceso creativo
KAMCHATKA. Más que un texto, Una sola muerte numerosa es una red de soportes y discursos
provenientes de diferentes voces de testigos que interactúan entre sí, aunque es perceptible la presencia
de un “yo” que organiza y dispone todo ese material. ¿Por qué optaste por esa estructura narrativa coral
para darle forma a un texto que, como comentás en el último capítulo de El arte de no olvidar, se trata
concretamente de tu testimonio?
NORA STREJILEVICH. El testimonio aspira a ser la voz de un sujeto plural. No se trata de mi
biografía sino del relato de un acontecimiento límite del que pocos salimos con vida. Estoy muy de
acuerdo con lo que piensa Ana Fornicito sobre mi libro, cuando dice que privilegio el carácter colectivo
del testimonio, y de ahí mi intento por representar “lo numeroso”. Hay una narración central y hay voces
que irrumpen en ella, pero en realidad mi historia no es la “privilegiada” sino que navega con las otras
que (en sus palabras) “es una entre muchas” que “la completan, la contestan, la aumentan, y hacen difuso
el relato”. En la trama así construida hay saltos y vacíos que ponen en evidencia la imposibilidad de dar
una versión totalizadora. Por eso me sorprende que Sarlo afirme que todo testimonio busca cerrar los
múltiples sentidos en uno solo, abarcador. Yo hago exactamente lo contrario.
Me interesaba dar cuenta de la dislocación que provoca el terror, de las historias inconclusas,
interrumpidas, de las hilachas que deja esta catástrofe. Por eso el efecto coral, para que distintas
modulaciones y fragmentos engarzados develen esta desarticulación de los lazos sociales y afectivos.
Quise recoger historias siempre distintas, siempre idénticas. Mi desaparición, además, fue breve, duró
menos de una semana. Fue tan terrible como fugaz. Tal vez por eso me importaba tanto cómo habían
vivido otros el “desastre” (no solo los detenidos sino cualquiera que sufriera de alguna manera esa etapa,
porque sostengo que los que no fueron secuestrados también son testigos del terror que se vivió). Quería
conocer eso que, de un zarpazo, había mutado mi/nuestra identidad. Trataba de darle forma (una forma
abierta y polifónica) a ese terremoto nada natural, a ese rugido de voces autoritarias que me/nos había
dejado sin hermanos, casi sin amigos, casi sin país. Eran los otros quienes podían contarme sus
memorias, parientas de las mías, y paliar así mí y su orfandad. Esa forma coral, como también dice
Fornicito, no está solo abocada a lidiar con el pasado-presente sino con sus huellas en el presentepresente. Por eso, a partir del segundo capítulo, gran parte del relato tiene que ver con el exilio y con el
regreso a la Argentina de los noventa. Y las voces que aparecen son, en todo momento, las “nuestras” (en
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coro) versus el monólogo del poder, contraste que seguía vigente en esa década, cuando a los voceros del
horror aún les daban micrófono.
Los otros, ¿los mismos?
KAMCHATKA. Llegaste a Estados Unidos en años de gran efervescencia de los estudios sobre el
testimonio del Holocausto (Holocaust Studies), por lo tanto, en un momento de alta circulación de la
obra de Elie Wiesel, Primo Levi, Jorge Semprún, entre otros. Como superviviente de los centros de
detención clandestinos en Argentina y también como perteneciente a la colectividad judía, ¿cómo viviste
esos momentos de eclosión social de la memoria judía en Estados Unidos?
NORA STREJILEVICH. La eclosión de la memoria judía en los Estados Unidos no me afectó tan
directamente: estaba más bien instalada en museos y en archivos. Di algunas charlas y así noté que les
interesaba el vínculo entre nuestro genocidio y la Shoá, pero no mucho más. Me llamó la atención que
hubiera Estudios Judaicos en casi todas las universidades, y es cierto que esa predisposición pudo haber
influido en que fueran más receptivos a un libro como el mío. Pero a pesar de esta atmósfera que pudo
haber facilitado la difusión de Una sola muerte numerosa, como La escuelita, el interés concreto vino por
otro lado. En el caso de Alicia Partnoy fue una editorial feminista la que se comprometió con la edición en
los ochenta, y en el mío el manuscrito recibió el Premio Letras de Oro a la literatura hispánica y ellos se
encargaron de publicarlo. Luego obtuve una beca en un Centro de Estudios de Cultura y Sobrevivencia,
afiliado a la Universidad de Virginia, y en ese contexto me propusieron traducirlo. Es acá donde se
engarza mi experiencia con el auge de la memoria de la Shoá. A ese centro llegaban investigadores del
genocidio en sus múltiples modulaciones, entre ellas la escritura y la filosofía post-holocausto.
Auwchwitz es un término equiparable a ESMA en tanto paradigma del horror. Y estos estudios generan
un lenguaje y un debate sobre las formas de representación, un universo de referencias y modos de decir
que permea la forma de abordaje que hacemos. Es inevitable, aunque hay que estar atento a las
diferencias. Porque las huellas y las formas de elaborarlas son semejantes aunque históricamente los
procesos no sean equiparables. El psicoanálisis analiza este fenómeno a partir de testimonios de
sobrevivientes del holocausto. Dori Laub, al que ya mencioné, autor de Testimony: Crises of Witnessing
in Literature, Psychoanalysis, and History (1992), se interesó por mi libro porque le parecía un ejemplo
de cómo el holocausto, trasmutado, se sigue encarnando en otros continentes, situaciones y tiempos. Y
yo estudié su obra influenciada por las bibliografías que recomendaban quienes frecuentaban ese centro.
Si bien ya había escrito Una sola muerte numerosa y también la tesis sobre literatura testimonial,
estas lecturas impulsaron mis ensayos posteriores. Si leí a Jean Améry, a Antelme, a Bruno Bettelheim y a
Lawrence Langer, a James Young y a Dominique LaCapra, a Hannah Arendt y a Charlotte Delbo, entre
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otros y otras, fue porque esa era la biblioteca mental indispensable para pensar estos temas. Desde que
vivía en la Argentina (quizás porque varios de mis tíos abuelos murieron en Auschwitz) tenía presentes a
estos autores, pero fue en este medio en el que sentí su vigencia en su real magnitud. Y a posteriori, en la
Argentina, me familiaricé con la amplia bibliografía sobre esta etapa, que también incorpora esas lecturas
pero para pensar lo local en su especificidad. Porque ni corresponde aplicar fórmulas
indiscriminadamente ni podemos desentendernos de investigaciones previas en horizontes que se
emparentan, en ciertos aspectos, con lo sufrido bajo nuestra última dictadura. Por ejemplo, me llamó la
atención la idea de Lawrence Langer en relación a la forma en que los supervivientes narran sus
testimonios (con saltos temporales e imprecisiones, con quiebres en el relato). Porque lo que yo había
hecho intuitivamente (irrumpir en mi relato con otras voces) parecía vinculado con cómo se rememoran
esas experiencias en la intimidad.
En este sentido los estudios post-holocausto se vinculan con los del post-genocidio en el Cono
Sur. Más allá de cómo se implementó la solución final y de cómo funcionaban los campos nazis, que no
eran como los nuestros, el relato de la experiencia y los modos de representarla están íntimamente
vinculados: el legado, a nivel subjetivo, es semejante. Ana María Careaga publicó recientemente un
artículo en Página 12 donde muestra cómo la película alemana Ave Fénix, centrada en el retorno de una
sobreviviente de los campos y en la forma en que los otros reaccionan ante su aparición, resuena en la
Argentina sin lugar a dudas, más allá de las diferencias en el marco histórico.
Esta singular afinidad simbólica se da porque ambos fueron proyectos amnésicos, ambos crearon
desastres sin testigos. Ambos buscaron eliminar no solo la vida de un grupo determinado, sino sobre
todo su muerte. Lo que busca la desaparición es decretar que cierto “sector humano” jamás existió. Y la
impronta desaparecedora genera reacciones culturales similares, formas de olvido y formas de anamnesis
emparentadas.
Finalmente, el hecho de que muchos sobrevivientes de la Shoá se refugiaran en los Estados Unidos
me permitió conocer, por ejemplo, a Elie Wiesel. Me acompañó un chico de 13 años, a quien lo impactó
para siempre el relato de este autor-testigo. Son esos sobrevivientes que transformaron su experiencia en
compromiso de vida, los que la pensaron, la escribieron y la transmitieron, quienes me mostraron un
camino a seguir.
KAMCHATKA. Tanto en El arte de no olvidar como en otras entrevistas son habituales tus alusiones
a Primo Levi y a Jorge Semprún, entre otros autores que han escrito sobre su paso por los campos nazis,
así como también tus referencias a Giorgio Agamben o Hannah Arendt cuando defines el testimonio y el
campo de concentración: ¿en qué momento de tu vida y con qué motivaciones te acercaste a la literatura
escrita por los sobrevivientes del genocidio nazi? ¿Tenés algún autor favorito?
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NORA STREJILEVICH. Ya me anticipé a esta pregunta pero agrego que la lectura de lo llamado
innombrable (que para Semprún, con quien coincido, es más bien invivible) es, parafraseando a
Fernando Reati, una droga dura. Uno empieza a consumirla y no puede parar –el misterio del horror, de
la supervivencia y del relato que siempre, tarde o temprano, se obstina en nombrar el daño son un vicio
que no logro abandonar. En cuanto a autores favoritos en ese terreno, son muchos. Desde ya Semprún
por su capacidad narrativa, por el ritmo de su prosa que convive con certeras reflexiones, y los otros que
mencionaste y vengo citando, como Jean Améry por la densidad de su pensamiento y Charlotte Delbo
por su potencia poética. Entre las argentinas la voz de Susana Romano Sued, autora de Procedimiento.
Memoria de La Perla y La Ribera, me llegó hace poco y me parece única. Hay siempre trabajos que me
sorprenden y no dejan de conmocionarme, como Putas y guerrilleras, una indispensable indagación en el
tema de las violaciones sistemáticas a las mujeres y a la esclavitud sexual en los campos, escrito por
Mirian Lewin y Olga Wornat. Me sorprenden las distintas formas de abordaje, los esfuerzos
indispensables para sanar nuestra lengua. Desde la prístina lucidez de Primo Levi que –como le explicó a
Philip Roth en una entrevista– trató de contar con el estilo de los reportes de fábricas en las que trabajó
como químico, hasta la lengua de Celán y de Romano-Sued, compuestas de fragmentos retorcidos por el
dolor; desde las intensas, emotivas y poéticas escenas pintadas por la pluma de Delbo al humor negro y el
juego lírico de Partnoy. Y si mencionara autores chilenos y uruguayos –desde Hernán Valdés hasta
Mauricio Rosencoff y Edda Fabri– hay un abanico de formas de contarlo que se cuidan de no banalizar y
que evitan hacer del horror un espectáculo. Logran así —cada uno a su manera— darle forma a esa
experiencia que, gracias a ellos, no resulta indecible. Mi favorito es el coro de voces.
KAMCHATKA. ¿Cómo influyeron en tu escritura literaria y en tus reflexiones teóricas sobre el
testimonio estas lecturas? ¿Con qué otras lecturas te identificaste durante esos años de proceso creativo?
NORA STREJILEVICH. No sé seguirle el rastro al vínculo entre las lecturas que me marcaron y lo que
hice. Pero hay reflexiones que recojo en mi escritura, como las que mencioné; entre los autores
argentinos el pensamiento que más me acompaña y cuya impronta es el vínculo entre genocidio y Shoá,
es Alejandro Kaufman.
Como dice Reyes Mate, Auschwitz es aquello que da de pensar, y dudo que se pueda escribir sobre
estos temas en el siglo XXI sin tener como referentes a quienes nos precedieron en el XX, tras la mayor
catástrofe que generara Occidente en la historia contemporánea. Me interesan también los filósofos
europeos que rescatan al testimonio y lo ubican en el centro de su reflexión, como Rosenzweig,
Benjamin, Levinas y Agamben, aunque no se trata de copiarlos sino de pensar con ellos y después de
ellos. Todos entienden que no se puede seguir pensando como si ese plan de destrucción del otro no
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hubiera acontecido. Un plan de destrucción que continúa, con otras caras, gracias a las llamadas
democracias actuales que generan las guerras actuales.
Mientras escribía Una sola muerte numerosa, sobre todo cuando estudiaba en Vancouver, leía
literatura latinoamericana. Tal vez Elena Poniatowska, que en su testimonio sobre la masacre de
Tlatelolco mezcla reportes suyos con pintadas y diálogos que recoge en las calles, me abrió alguna
ventana en cuanto a la forma en que armé el mío como red de soportes. O Rayuela, donde Cortázar
interrumpe con derivas reflexivas una trama que, además, se puede leer en cualquier orden. Pero eso lo
pienso ahora; fue más bien la materia del libro la que me marcó el camino a seguir. El montaje es casi
cinematográfico (una imagen o una frase o una palabra de un fragmento se vincula con una del siguiente);
es como una pintura estilizada de la memoria, que funciona por asociación. Nunca se sabe cuál es el
comienzo ni cuál el final del relato de cada testigo y esa estructura surge de la experiencia misma que
quise narrar, que deja a los sobrevivientes desorientados, entre ruinas de historias. Yo quería que el
lector sufriera vicariamente esta desorientación. Pero no lo recomiendo como receta: no las hay y no
seguí ninguna.
KAMCHATKA. ¿Qué tipo de continuidades creés que existen entre los totalitarismos europeos
(nazismo, fascismo, franquismo) y los gobiernos dictatoriales del Cono Sur durante los años setenta?
NORA STREJILEVICH. El exterminio de un sector de la población con miras a la reconfiguración de
la vida social y la negación del crimen son el hilo conductor que une a estos proyectos de poder total. Por
eso Pilar Calveiro se refiere al poder desaparecedor. El horror, en estos casos, radica en “la negación del
crimen dentro del crimen”, como decía Vidal-Naquet. Insisto en que no se trata de equiparar sus formas
sino más bien de entender que estas prácticas culminan, de una u otra manera, con la desaparición del
Otro. Se trata de proyectos de reconfiguración de sociedades a partir de la “limpieza” de lo que “sobra”.
Hablamos de Guerra Civil en España, pero se trató más bien de un golpe contra el sistema
republicano que desembocó en guerra civil. Y van apareciendo las tumbas NN y los relatos de niños
secuestrados y apropiados por décadas. Gracias a los juicios que se realizan desde la Argentina para
juzgar lo que en España aún se niega desde el poder, algunos testigos han podido ser escuchados por
primera vez.
La parafernalia nazi no aparece en nuestros campos argentinos por casualidad, hay una
identificación con la misión de limpieza, de purificación, de misión salvadora, de cirugía para extirpar la
enfermedad que ese Otro representa (en estos dos casos, la emancipación). La receta es la exclusión
radical de quien no merece integrar determinada ciudadanía y se aplicó en el Cono Sur a la sombra del
Plan Cóndor, y en Europa, durante el nazismo, el Franquismo, el Stalinismo. Y no podemos bajar la
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guardia porque sigue vigente (no pretendo ser original al citar a Guantánamo o a los métodos de
exclusión y muerte que sufren hoy los refugiados).
No me puedo explayar, en el contexto de esta entrevista, en las complejidades de cada caso, apenas
quiero indicar que sus marcas se asemejan porque su genealogía responde a una visión similar: la que
afirma que se puede textualmente transformar al otro en nada, que se puede resolver el problema de la
convivencia anulando la existencia de aquél que no se acomoda a los propios parámetros, que se puede
transformar a un ciudadano en nuda vida, o sea abstraer su ser social para hacer de él un cuerpo sin otro
destino que una muerte que no es siquiera tal, para que de su existencia no quede ni el recuerdo.
A su manera, cada uno de estos sistemas busca imponer la ausencia de “tú”, o sea, lanza a los
humanos/enemigos a condiciones donde no haya otro con quien contar (aunque siempre fracasen). “Se
corta el nudo gordiano de la responsabilidad” (ante ese otro), dice Kaufman. Zygmunt Bauman,
siguiendo a Hannah Arendt, muestra cómo ese quiebre de la responsabilidad se hace posible con el
desarrollo industrial, ya que la división del trabajo permite que cada cual participe de la maquinaria sin
responder más que por su parte. En este horizonte, instalar campos de concentración donde rige la
misma lógica para producir bultos lanzables al mar, incinerables o enterrables en tumbas NN, hay solo un
paso. Un paso que la humanidad no debió haber dado pero que dio y sigue dando. Si bien a posteriori
quienes daban las órdenes son vencidos, anota Kaufman, e incluso en algunos países se les aplica la ley
que dice que sus órdenes atroces son ilegales, no se han podido frenar las masacres que se siguen
cometiendo. Porque siempre quienes las llevan a cabo obedecen a órdenes que, para ellos, siguen siendo
la ley. Y no se sienten responsables del resultado porque su trabajo es obedecer y porque hay miles que
los apoyan en nombre de la justicia y de la propia forma de vida.
Para retomar el asunto de los concretos vasos comunicantes entre las experiencias que mencionás:
en los campos argentinos de los setenta hay resabios de simbología nazi (en el Club Atlético en particular
se conserva al menos una esvástica dibujada en un gorro de la policía, que trabajaba en este centro
clandestino en conjunto con el poder militar, más allá de una cantidad de testimonios que dan cuenta de
la denigración particular que sufrían las víctimas judías en ese lugar). Pero el vínculo con el nazismo más
fuerte no es el antisemitismo sino la desaparición. Ya los nazis hablaban de esos trenes que llevaban a sus
víctimas a la noche y a la niebla. Su estrategia de mentirles sistemáticamente, no solo a quienes
preguntaran por ellos sino a las mismas víctimas, que no podían conocer su destino ni siquiera en el
umbral de la muerte, es un modelo que inspiró a los que diseñaron los métodos asesinos en nuestro país.
Idéntica política se siguió en nuestros países para “facilitar” la labor. La inyección letal que se les
aplicaba a los destinados a los vuelos de la muerte fue, incluso, una estrategia sugerida por la Iglesia para
que la muerte fuera más “humana”: los arrojados al mar sufrirían menos en estado inconsciente.
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Hay una “escuela” que va transmitiendo sus saberes en distintas geografías. Se conoce el
aprendizaje de nuestros militares en la Escuela de las Américas, a su vez influenciada por la escuela
francesa que ejerció esos métodos en Argelia (donde ya se habían realizado vuelos de la muerte). Se sabe,
como indiqué, que los niños de desaparecidos no solo existen en la Argentina sino que el método de
apropiación lo implementó antes en la España de Franco. Sabemos, además, que todos estos proyectos
fueron apoyados por multinacionales que hasta hoy siguen impunes en casi todas las latitudes. En ese
sentido la Argentina marca un antes y un después, al incluir en los juicios de lesa humanidad a los civiles
que participaron en el genocidio.
Siempre hay quienes piensan que la mano dura hace falta, que hay que acabar con los militantes o
con los republicanos o con los judíos y los homosexuales y los gitanos de una vez para siempre. Al final el
proyecto fracasa pero deja una marca imborrable, inolvidable e imperdonable. Y sin embargo muchos
intentan olvidar, dar vuelta la página, perdonar. Por eso es esencial que haya quienes actúen en sentido
contrario: estudiando los lazos comunicantes, mostrando las semejanzas y los peligros, alertando sobre el
pasado-presente y sobre las formas que asumieron y que asumen estos métodos en diversas regiones del
mundo contemporáneo.
Exilio y creación literaria
KAMCHATKA. Así como el paso por el “Club Atlético”, el exilio es otro de los temas centrales que
abarca Una sola muerte numerosa. ¿En qué medida el exilio facilitó o dificultó la escritura de tu
experiencia de secuestro y paso por el “Club Atlético”?
NORA STREJILEVICH. Una sola muerte numerosa es producto del exilio, de la fragmentación que
produce, de los mundos frágiles que nacen y mueren en la errancia, de la vida en otras lenguas y en otras
culturas donde nuestra historia particular se desconoce. A menudo hay un detonante: en mi caso el que
me lanzó a escribir fue un profesor francés que dictaba la materia Autobiografía en la Universidad de la
Columbia Británica. Nos invitó a presentar nuestra autobiografía en lugar del tradicional ensayo y fue así
que esbocé algunas secciones del libro, que luego desarrollé e interrumpí con otras voces. Como ya dije,
quise recoger las historias de otros, y aunque no sabía cómo incorporarlas, finalmente Canadá me apoyó,
con una beca, para volver a la Argentina a tomar testimonios, ya en la posdictadura. Trabajé el material
durante años hasta que di con la estructura actual. Fue un viaje desde el exilio, en el que muchos ex
exiliados e insiliados me contaban lo que habían vivido. Ya no éramos los mismos pero compartíamos el
perenne status de exiliados.
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En este sentido concreto el exilio me facilitó la escritura del texto (no solo del secuestro): también
lo hizo en un sentido existencial. Como no tenía con quién compartir lo vivido la escritura se transformó
en mi país, en el lugar donde podía conversar conmigo sobre lo que realmente me afectaba.
El relato de mi secuestro en el Club Atlético lo había hecho en distintas instancias oficiales para
denunciar los hechos (por eso aparecen, en Una sola muerte numerosa, fragmentos de mi declaración a la
CONADEP publicados en el Nunca Más). Pero esta vía tampoco me bastaba. El relato lírico surgió como
la única forma que me permitía tocar la intimidad de esa experiencia, sobre todo la de los días que pasé
secuestrada. Quién sabe si en otras circunstancias (si no me hubiera ido de la Argentina o si hubiera
vivido en algún lugar donde la convivencia con otros exiliados fuera la norma) hubiera recurrido a esa
forma de escritura. En otras palabras, mi escritura está tan ligada a la experiencia que no la imagino
surgida en otros horizontes o devenires. El profesor francés me impulsó a seguir por un camino que ya
se había gestado en mí desde mi llegada a Israel, mi primer puerto. Tal vez si esa distancia lingüística y
existencial no se hubiera dado en varias latitudes, no hubiera sentido la urgencia de dar con las palabras
aptas para nombrar los ecos íntimos de lo acontecido. O no hubiera pensado en crear un texto lleno de
cortes y de silencios. Como decía mi abuela, no “hubiste”. Imposible saberlo, pero creo que cada texto
testimonial está íntimamente ligado al presente de su escritura, y el mío estuvo marcado por la sensación
de ser un átomo fuera de órbita.
KAMCHATKA. ¿Cómo fue tu proceso de adaptación, si así puede describírselo, en el extranjero?
Mi vida entre los setenta y los ochenta fue errante. No quise quedarme en Israel, donde llegué
desde Buenos Aires tras mi secuestro, y luego fui a Europa en busca de un lugar donde quedarme.
Quería seguir estudiando pero no encontré la manera de insertarme ni en España, ni en Italia, ni en
Inglaterra, ya que no contaba con redes. Andaba como perdida. Hasta que en Florencia conocí a un
profesor que me recomendó estudiar literatura en Canadá, y acepté la propuesta porque era concreta. El
azar me fue llevando hasta que aterricé en un punto donde pude seguir mis estudios (en Buenos Aires me
había graduado en Filosofía) y, poco a poco, arraigarme. No tenía problemas con el idioma, ni con la
adaptación a los distintos estilos de vida (de hecho me siento privilegiada porque pude conocer tantas
latitudes), pero no me “asimilé” a ninguna. Toda estadía, por prolongada que fuera, la viví como
temporaria. Me fui de Vancouver después de trece años y no sentí nostalgia. En los Estados Unidos me
pasó lo mismo. El desarraigo fue y es mi segunda piel. Me adapté manteniendo la distancia que surge de
la falta de pertenecía (cultural política, histórica, lingüística). Tal vez, conociendo por anticipado el
resultado de cualquier itinerario futuro que emprenda, sea hora de volver al punto de origen.
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El lugar del testigo en la construcción de la memoria
KAMCHATKA. Desde el año 2003 el Estado Argentino viene impulsando una política de derechos
humanos inédita hasta entonces, al menos en lo que respecta a la revocación de las Leyes de Punto Final y
Obediencia Debida de los años noventa y a la apertura de ciertos espacios dedicados a la memoria. ¿Qué
opinión te merece política de derechos humanos que viene desarrollando el kirchnerismo en Argentina?
¿Qué asignaturas pendientes identificás en cuanto a restituciones a víctimas y damnificados?
NORA STREJILEVICH. La política de derechos humanos que viene desarrollando el kirchnerismo es
el paso indispensable que debía darse, tras años de lucha de los organismos que venían exigiendo
memoria, verdad y justicia. El Estado, como dije, ha admitido su responsabilidad en el terrorismo de
Estado y ha encarado una política reparadora a la que no estábamos acostumbrados. Hay decisiones con
las que no coincido, pero la tarea es tan inmensa que es difícil dar solución satisfactoria a cada uno de los
problemas que se presentan.
Los juicios públicos que condenan a los responsables del genocidio son históricos. No se juzga
solo a los militares sino a todos los involucrados en el proyecto criminal, y el relato de lo que sucedió va
cambiando a medida que se avanza en este sentido. De la visión inicial de dos bandos enfrentados se llega
a la noción de Estado desaparecedor. En los últimos tiempos, como mencioné, se han catalogado las
violaciones sistemáticas en los campos como crímenes de lesa humanidad pero no solo eso: surgió
finalmente una escucha para el siniestro método de apropiación de la mujer como territorio a conquistar
a través de la violación. E incluso de los hombres, que han declarado recientemente en los juicios sobre
este tipo de abusos sufridos en los campos. Y además, la recuperación de los hijos de desaparecidos es un
camino sin retorno, que continuará con sus alegrías y algunos pesares. Los organismos venían haciendo
todo esto, pero la legitimidad que les da un Estado, a pesar de las divisiones que también genera, es, en
mi opinión indispensable para seguir avanzando.
Nuestro trágico legado es inconmensurable pero se ha logrado algo esencial: que en nuestro país
no se pueda negar que tuvimos una dictadura cívico-religioso-militar y que haya una condena judicial,
política y social de sus métodos. En el Encuentro por la Emancipación se dijo que lo logrado en este
sentido es irreversible. Este 24 de marzo se vieron chicos y adolescentes en las calles. Marchan, según
dicen, porque no quieren que vuelva a haber desaparecidos en nuestro país. Es una señal de que el
camino recorrido es el adecuado, a pesar de los pesares.
Una de las cuentas pendientes en cuanto a restituciones es la reparación para los insiliados, o sea,
para quienes fueron perseguidos y, en lugar de dejar el país, se escondieron, como pudieron, en la
Argentina. Y si hablamos de cuentas pendientes, también habría que indemnizar a las Primeras Naciones,
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como llaman en Canadá a los nativos de América, exterminados y damnificados mucho antes que
nosotros.
KAMCHATKA. ¿Qué papel creés que ha jugado el testigo superviviente con sus testimonios, ya sea
en el plano jurídico como en el simbólico o artístico –y me refiero concretamente a tu obra y a la de tus
compañeros y compañeras de generación–, en los procesos de reconstrucción de la memoria del pasado
reciente?
NORA STREJILEVICH. Para referirme al papel del testigo voy a transcribir unos párrafos del libro
que estoy escribiendo.
“Nueve años pasaron desde la publicación de El arte de no olvidar: literatura testimonial en Chile,
Argentina y Uruguay entre los 80 y los 90, que este libro viene a completar e incluso a contradecir. Años
de una prolífica escritura y actividad artística que elaboran las huellas del exterminio, de debates sobre la
memoria y su significación política y ética. Años de creación de un corpus notable de películas y obras de
teatro, de ensayos y relatos: de un intenso “trabajo de figuración, un esfuerzo por dar marco a un hablar
que se deshace” después del genocidio (Sneh, 2012: 309). Años de fundación de museos y
transmutación de ex campos en lugares de memoria. Años de polémicas encarnizadas sobre cómo
encarar este cambio (¿habrá que re-significar estos espacios o dejarlos como símbolos intocados del
horror para que las marcas no pierdan su espacio?, ¿habrá que explicar la catástrofe o será que, al darle su
lugar en una serie racional, corremos el riesgo de naturalizarla?). Años en los que el Estado, tras asumir
la responsabilidad de los crímenes llevados a cabo cuando devino terrorista, impulsó juicios públicos en
los que el testigo juega un rol fundamental. Y, sin embargo, a pesar de este punto de inflexión que se dio
tras una etapa en la que parecía reinar el olvido, a pesar de la energía centrada en los posibles modos de
asimilar lo que nos pasó y nos sigue pasando, la voz del testigo sigue relegada al ámbito de la ley –lugar
indispensable pero no único. El testimonio no es solo herramienta de justicia, por crucial que sea su rol
de denuncia sino ancla en ámbitos que […] pertenecen por derecho propio al terreno de la imaginación:
la narrativa del exterminio se acerca a menudo a lo fantástico, de tan real”.
Como ves, insisto en lo ya dicho. Agrego que los sobrevivientes estamos presentes en cada
iniciativa que se lleva a cabo en el ámbito de la memoria, en los juicios, en movimientos urbanos que han
surgido. Estamos presentes, por ejemplo, en Baldosas por la Memoria, colectivo abocado a marcar la
ciudad en los sitios en que los desaparecidos fueron secuestrados o vivieron, para que el paisaje urbano
muestre su historia y los vecinos se congreguen a recordar (de este modo se rehacen los lazos
comunitarios). Estamos presentes en los testimonios y documentales que se han producido sobre la
época de la militancia y “el después”. Estamos presentes en la universidad, porque muchos son
profesores que siguen elaborando (en la Argentina o en otros países) lo vivido desde distintas disciplinas.
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Estamos presentes en los juicios, ya sea declarando o buscando información y apoyando el proceso de
investigación que los posibilita. Estamos presentes en las marchas, en organismos de derechos humanos,
en cierto periodismo (el que no confunde ficción con noticias). Ana María Careaga escribió varias notas
imperdibles sobre las consecuencias subjetivas del terrorismo de Estado. Pilar Calveiro nos dio y nos
sigue dando material para pensar estos temas. Cristina Feijóo elaboró en algunos de sus libros tanto los
conflictos de la militancia armada y su derrota como el exilio. Marco Bechis nos dio un film paradigmático
sobre la vida en los campos, Garage Olimpo, basado en la experiencia de sobrevivientes del Club
Atlético, donde él también estuvo detenido. Entre los escritores-sobrevivientes hay muchos que, dentro y
fuera del país, siguen creando formas de transmisión. Presencié, en sede judicial, una deposición de
Mario Villani tras la que le formularon preguntas surgidas de su testimonio (escrito “a cuatro manos” con
Fernando Reati): Desaparecido. Memorias de un cautiverio. Club Atlético, El Banco, El Olimpo, Pozo de
Quilmes y ESMA. La Escuelita de Alicia Partnoy también fue entregada como prueba en el juicio por los
crímenes de lesa humanidad cometidos en ese campo de Bahía Blanca. Y yo le entregué el mío al juez
Baltazar Garzón cuando declaré en los juicios por los crímenes cometidos por el terror estatal en la
Argentina realizados en Madrid cuando nuestro país se negaba a reiniciarlos. Es decir, la impronta de la
generación setentista y de sus testigos se entrelaza en muchos ámbitos y sus aportes son cruciales.
Estos procesos de reconstrucción de la memoria reciente se producen a nivel internacional, y las
intervenciones que menciono se pueden dar en nuestro país o no, pero a mi juicio siempre juegan su
papel en un mundo que sigue sin poder frenar las masacres y los genocidios que siguen surgiendo. Me ha
tocado dictar cursos en varios países sobre estos temas. Lo importante para mí es participar en esta ola
memorialística con una visión crítica y reflexiva, y creo que la mirada artística siempre genera apertura.
Las presentaciones que hice de mi testimonio en distintos países me ratifican por qué me resulta más afín
el ámbito del arte: porque genera renovadas lecturas. Cada nueva interpretación es un nuevo pliegue del
asunto, ad infinitum. No hay que cerrar los sentidos sino abrirlos al presente, a lo que nos acontece hoy
en relación a esta historia que nos constituye.
De regresos
KAMCHATKA. ¿Con qué regularidad visitás Argentina y qué te hace regresar cada vez?
NORA STREJILEVICH. Ahora paso en la Argentina tiempos prolongados y eso, para mí, es un
intento de retorno. Volví una y otra vez, a partir del 84, porque había terminado la dictadura y por
motivos familiares, pero el resentimiento por la vida que nos robaron me impedía optar por la vuelta
definitiva. En cada viaje, sin embargo, me vinculaba a otros con los que compartía la misma historia (ex
detenidos desaparecidos, Madres, Hermanos, H.I.J.O.S., gente a la que no tenía que darle
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explicaciones). Estos encuentros fueron para mí un imán que me atrajo cada vez más. Finalmente en esta
década, con la legitimación que se le dio al “temita” como dicen algunos HIJOS –por dispares que sean
los criterios, por dolorosas que resulten las divisiones dentro del movimiento de derechos humanos–,
siento el impulso de quedarme.
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