HABILIDADES PARA VIVIR EN SOCIEDAD: El Papel del Contexto en la Comprensión del Comportamiento Social 1 Erick Roth U2. Instituto de Investigaciones en Ciencias del Comportamiento (IICC) Universidad Católica Boliviana Vivir en sociedad demanda la adscripción consentida de todo individuo a un sistema normativo que hace parte de la convencionalidad humana y que garantiza el funcionamiento de los colectivos de los que formamos parte y en los que nos desenvolvemos cotidianamente. Debido a que el individuo (a través del nacimiento) llega al seno de un grupo social que por lo general ha consolidado ya su marco éticomoral, sus normas, sus valores, creencias, etc., su problema ha de ser acomodarse a los patrones ya establecidos o contribuir a su reforma modificando sus factores determinantes. De esta manera, para vivir en sociedad será preciso armonizar el comportamiento individual (social y cognitivo) con las exigencias del contexto, o alterar los estándares de ejecución predeterminados que regulan la valoración del ejercicio social. Pero si bien las personas son producto de los sistemas sociales, son al mismo tiempo productoras; es decir, las estructuras sociales suelen ser también creadas por la actividad humana para regular su propio comportamiento en ámbitos concretos, produciendo reglas de convivencia y condiciones para el desempeño individual y social pertinentes. En palabras de Bandura (2001, 2002), la cabal comprensión de la conducta humana demanda una lógica causal integrada que destaque por una parte la importancia determinante de la estructura social y por otra la relevancia de una perspectiva que contemple la capacidad de agencia del individuo. Ciertamente toda persona está socialmente construida pero también es capaz de ejercer una influencia decisiva sobre la estructura social (Giddens, 1979). Esto supone que para entender las condiciones que determinarían el buen vivir en sociedad, debe considerarse de manera integrada, tanto las influencias contextuales que moldean la capacidad personal, como la naturaleza misma de dichas competencias personales que actúan a su vez sobre dicho contexto social. En otras palabras, interesa el análisis de aquellos procesos que aumentan la probabilidad de comportarse de manera social, como por ejemplo la educación o el entrenamiento de habilidades o competencias, la exposición a modelos, la formación de los valores, el desarrollo de mecanismos cognitivos regulatorios etc. Estas influencias contextuales contribuyen a dar forma a la conducta que habrá de transformar las condiciones de las cuales la propia conducta es una función. 1 Este artículo fue publicado en Aguilar, G. y Oblitas, A. (Eds). Psicología del Bienestar y la Felicidad. Estrategias de Psicología Positiva para Aprender a Sentirse bien (Pp. 134-178). Bogotá: PSICOM Editores. 2 [email protected] 1 En la literatura psicológica existen varias nociones asociadas al ejercicio social. Actualmente está disponible un cuantioso material teórico que debate sobre la pertinencia de modelos y enfoques así como experiencias relativamente exitosas para propiciar el altruismo, la reciprocidad y la conducta prosocial; para promover la competencia social y la autoeficacia individual, social y colectiva. Asimismo, no pocos autores se han interesado en explorar los factores psicológicos de los que depende la disposición al cambio y la innovación, así como la conducta emprendedora, aspectos todos directamente relacionados con el adecuado desempeño del individuo en sociedad. Revisemos brevemente a continuación, el estado del conocimiento de cada una de estas aproximaciones al comportamiento social sn perder de vista las influencias contextuales y situacionales que modulan su desempeño. El Altruismo y la Conducta Pro-social. Se entiende por altruista a la conducta de un organismo (no únicamente humano) que, mediante su acción directa e intencional, contribuye a aumentar el bienestar de otro ser semejante, incluso a expensas de su propio bienestar (Dawkins 2000), lo que puede suponer estar dispuesto a pagar un alto costo personal por ayudar a otros. Se trata de un término derivado del francés, incorporado por Auguste Comte al vocabulario de la ética filosófica y actualmente muy bien aprovechado por los biólogos para explicar, mediante la Teoría del Egoísmo, algunos detalles evolutivos de las especies (Dugatkin, 2007). Lo cierto es que su acepción nos aproxima al concepto del buen vivir a través de la noción de pro-socialidad. Si bien altruismo y comportamiento pro-social no son conceptos equivalentes, la conducta altruista es indiscutiblemente pro-social, pues sus productos, la simpatía, la conmiseración, la cooperación y la entrega o generosidad, son considerados facilitadores de la relación humana y se encuentran asociados a expresiones emocionales y cognitivas de complacencia. La pro-socialidad da cuenta de la tendencia del individuo a realizar, de manera voluntaria, estas acciones y otras tales como compartir, preocuparse, donar, reconfortar, cuidar y ayudar, que benefician directamente a otros (Batson, 1998; Eisenberg, Fabes y Spinrad, 2006; Penner, Dovidio, Piliavin, y Schroeder, 2005). La conducta pro-social que ha demostrado relativa estabilidad durante la niñez y la adolescencia, suele suscitarse a través de una serie de procesos complejos que implican mecanismos auto-regulatorios, razonamiento moral y procesos de adopción de perspectiva (Caprara y Pastorelli, 1993; Eisenberg y cols., 2006; Eisenberg y cols., 1999; Krebs y Van Hesteren, 1994). Complementariamente, la conducta pro-social se correlaciona con el ajuste psicológico de los niños y adolescentes (Eisenberg y cols., 2006) por lo que constituye un factor de protección al fortalecer su adaptación general, su auto-aceptación y su integración al entorno social inmediato, mejorando los niveles de satisfacción de vida (Caprara y Steca, 2005; Keyes, 1998; Piliavin, 2003; Van Willigen, 2000). No obstante, hay por lo menos dos aspectos relacionados con la pro-socialidad que deben ser esclarecidos en profundidad. El primero de ellos hace referencia a la influencia de la variable cultural mientras que el segundo, tiene que ver con la relevancia de la situacionalidad en la determinación del comportamiento pro-social. 2 Con respecto al primer punto, importa conocer por ejemplo si las características individualistas o colectivistas de los diferentes grupos humanos (Hofstede, 1980; Triandis, 1990) introducen variaciones en la expresión de la pro-socialidad. El individualismo ha sido generalmente identificado con una mayor autonomía y centrado en la persona y en el logro de metas al margen del colectivo. En el colectivismo, por el contrario, prevalece el interés y los valores del grupo, destacándose la cooperación y la reciprocidad (Hui, 1988; Shkodriani y Gibbons, 1995; Temple, 1989). Por lo general, los países occidentales son considerados individualistas, mientras de los países latinoamericanos como Bolivia por ejemplo, son de tradición colectivista. Por lo tanto, a riesgo de pecar de simplista, uno se sentiría tentado de asumir que el colectivismo estaría más próximo a la pro-socialidad que el individualismo. Un estudio reciente (Caprara, Tramontano, Steca, Di Giunta, Eisenberg y Roth, en prensa) evaluó las propiedades psicométricas de un instrumento desarrollado para medir la prosocialidad de adolescentes y adultos (Caprara y cols., 2005) en tres países con culturas claramente diferenciadas: Italia, Estados Unidos y Bolivia. La muestra estudiada fue de 3424 estudiantes (1462 varones y 1962 mujeres), con edades entre los 18 y los 24 años, con claras variaciones en su estatus socioeconómico. Con respecto a la medición del constructo, los resultados indicaron que los ítems que miden las conductas de ayuda, cuidado y empatía mostraron en los tres países, pero especialmente en Bolivia, los más altos niveles de precisión, especialmente en niveles moderados de pro-socialidad. El estudio sugirió también que la conducta pro-social ocurre y es valorada de manera diferente en las tres culturas. Sin embargo, la dicotomía entre individualismo y colectivismo parece reducir la complejidad de cada cultura en una clasificación muy simple (Turiel y Wainryb, 1994) y difícilmente puede explicar los resultados. Es más probable que el acceso a las necesidades y la búsqueda de bienestar sean condiciones con mayor potencial para encontrar explicaciones a tales diferencias. Así, podría suponerse que ciertas condiciones de vida podrían destacar unas necesidades y no otras. De esta manera la “búsqueda del bienestar de otros” puede suponer prioridades diferentes y por lo mismo acciones diferentes. “Es probable que en sociedades donde los recursos materiales son escasos, el compartir sea particularmente valorado como signo de pro-socialidad. En las sociedades post materialistas en las que las necesidades de perfeccionamiento individual son más evidentes y la satisfacción de las urgencias materiales puede descartarse más fácilmente, la empatía y el cuidado pueden ser particularmente valorados” (Caprara y cols., en prensa, p. 18). Parecería que para los jóvenes estadounidenses resultaría más fácil involucrarse en conductas de ayuda que para los jóvenes de Italia y Bolivia. La razón de ello quizá pueda ser la profunda cultura de voluntariado que la sociedad norteamericana inculca a sus ciudadanos a través de la educación. Tanto italianos como estadounidenses parecen responder mejor a las emociones vicarias y en apreciar los puntos de vista de los demás. Para los bolivianos, en cambio resulta más evidente la tendencia a compartir. Probablemente el hecho de convivir en familias extendidas con relativamente pocos recursos hace que muchos bolivianos valoren el compartir. Por el contrario, la abundancia que caracteriza a las sociedades italiana o estadounidense puede llevar a apreciar más la importancia de la necesidad de aceptación y el soporte emocional, independientemente de la satisfacción de necesidades materiales (Caprara y cols.,Op. Cit.). 3 Estas reflexiones ponen de manifiesto el importante rol de la cultura en la definición de la pro-socialidad. Está claro que el comportamiento pro-social no describe un patrón universal sino más bien una serie de expresiones de la convencionalidad humana, condicionadas principalmente por factores sociales y económicos que determinan los estilos de vida. Un claro ejemplo de la influencia de la cultura en el comportamiento pro-social puede encontrarse en la reciprocidad. Entendemos por reciprocidad el proceso mediante el cual una persona que ha recibido un favor de otra, lo regresa al benefactor original. Desde luego, para que dicho comportamiento pueda ser considerado pro-social, debe ser un acto voluntario, manifestado en ausencia de anticipación de incentivos externos. En otras palabras, el que retribuye debe decidir hacerlo sin ninguna presión externa (BarTal, 1980). Por lo tanto, una persona que inicia una relación de intercambio ayudando a otra, usualmente tiene la seguridad de que el receptor retribuirá. La sociedad genera esta norma aplicando sanciones a los receptores que no devuelven sus deudas. Escritos más recientes (Kahan, 2003) hacen énfasis en la reciprocidad considerando al individuo como entidad moral y emocional. La mayoría de las personas se ven a sí mismas –dice el autor—como personas cooperativas y dignas de confianza y en tal medida se encuentran siempre dispuestas a contribuir para el bienestar colectivo. No obstante, si perciben que se quiere sacar beneficio de esta buena disposición, harán cualquier cosa para evitar el sentimiento de ser explotados. La reciprocidad en las sociedades andinas, por ejemplo, puede instituirse socialmente como un mecanismo de afirmación de la solidaridad entre individuos y grupos, a tal extremo que constituye un referente ético para su comportamiento individual y colectivo (Temple, 1989, 2003). La reciprocidad, como ya se dijo, se resume en la dinámica de devolver los bienes o favores recibidos a quien los prodigó en primera instancia, en una lógica de mantener un equilibrio entre obligaciones mutuas. Supone un mecanismo de reproducción social del beneficio cuyo resultado es el bien común y la consolidación del lazo social que fortalece el vínculo psicológico entre las personas. Consiste en el reconocimiento de las necesidades del otro como base de la relación humana y como determinante del prestigio social personal. Las instituciones originarias conocidas en lengua nativa como el “ayni” y la “minka”, para citar sólo las más conocidas y que determinan patrones consistentes de comportamiento colectivo, son posibles únicamente gracias a la reciprocidad. No existe nada en la vida de los grupos indígenas de los Andes que caiga al margen de la reciprocidad, es parte de su convencionalidad y por lo tanto de su estilo de vida. Sin embargo, ni las expresiones humanas tan consistentes como la reciprocidad permanecen invariables ante la influencia dinámica del contexto. Roth (2005) estableció que la tendencia a retribuir puede variar de individuo a individuo dependiendo de las circunstancias que rodean a la situación de intercambio. De esta manera, una persona puede estar más dispuesta a devolver un favor recibido si el donante es a la vista, alguien de escasos recursos. La misma persona, por otro lado, puede expresar una fuerza de reciprocidad menor si acaso sospecha que quien le ofrece el favor tiene intenciones de pedirle posteriormente algo a cambio. En este caso puede ser que el favor lejos de determinar una obligación genere más bien hostilidad hacia el donante. El análisis de los determinantes de la reciprocidad obliga a considerar la influencia contextual que gravita tanto de manera objetiva como subjetiva en la persona 4 que recibe el favor. No basta simplemente tomar en cuenta las relaciones mecánicas entre favor recibido y obligación creada para devolverlo. Analizar la influencia contextual significa tomar en cuenta las múltiples variables emergentes de la situación de la donación. Estas variables son estrictamente situacionales como la forma de entrega del favor, las verbalizaciones que acompañan al hecho, el estado emocional presente del receptor, sus atribuciones, su percepción acerca del grado de pertinencia del favor y su valoración que hace del costo y el beneficio del intercambio, su percepción acerca del clima que rodea al favor recibido, etc. Roth (2005) midió la importancia percibida del beneficio sobre la disposición de los beneficiarios a retribuir el favor recibido. Para ello determinó la fuerza de reciprocidad entendida como el producto de la diferencia entre la magnitud de la reciprocidad que A está dispuesto a ofrecer a B, y la relevancia percibida del favor recibido por parte de B. Por ejemplo, si la relevancia del favor es percibido como de un valor equivalente a 5 en una escala del 1 al 10 y la disposición a retribuir es igual a 7 en una escala similar, la fuerza de reciprocidad corresponde a +2. Por lo tanto, se sometió a comprobación la hipótesis de que la fuerza de la reciprocidad aumenta en relación directa con la relevancia percibida del favor ofrecido. La demostración fue realizada con un grupo de estudiantes universitarios de ambos sexos a quienes se midió su disposición a retribuir en cuatro situaciones hipotéticas que representaban contextos de intercambio lo suficientemente diferentes como para establecer, con ellos, una jerarquía subjetiva de relevancia relativa. Dichas situaciones hipotéticas fueron ordenadas, a juicio de los participantes, de menor a mayor relevancia. Los resultados señalaron de manera clara que la dispersión de los datos disminuye a medida que se pasa de una situación en la que se juzga el favor recibido como menos relevante, a otra que presenta situaciones que suponen favores más importantes y tienden a concentrarse en los valores más altos de variable dependiente como lo muestra la línea de tendencia expuesta en la figura 1. Fuerza de Reciprocidad 6 ●● ● ● 5 ●● ●● ●●●● ●●●●●●●●● 4 ● ●●●●●● ●●●●●●● ●● 3 ●●● ●● ● ● 2 ●●●● ●●●● 1 ● 0 - ● ●● ●● ● ●● -1 -2 ● -3 ● 1 ● 2 3 4 Situaciones Figura 1. Tendencia de la fuerza a retribuir a lo largo de las cuatro diferentes situaciones del experimento. 5 Adviértase que la fuerza de la reciprocidad en la situación número 4 (considerada como más relevante) es por lo general mayor que las exhibidas en las situaciones 1, 2 o 3. Pero además debe notarse que los puntajes de la situación 1 son ciertamente más parecidos a los exhibidos en la situación 2 y los puntajes de la situación 3 se parecen a los de la situación 2 y los de la 4 difieren poco de los de la 3. En otras palabras, las diferencias de puntajes de situación a situación se acentúan a medida que expresan historias que los participantes consideran como más relevantes. El estudio aludido demostró que los participantes están por lo general más inclinados a juzgar la pertinencia de la reciprocidad cuando el favor que se recibe está de acuerdo con el criterio subjetivo de relevancia. Mientras más relevante era percibido el favor, la disposición a reciprocar era también más intensa. Estos resultados corroboran la importancia de ciertas variables cuyo valor tienede a fluctuar dependiendo del contexto o situación en que se encuentren. La complejidad de la prosocialidad, así como de otros procesos psicológicos de naturaleza psico-social reside en su reactividad a multiples situaciones, delimitadas por las características de la cultura. La Competencia y las Habilidades Sociales. Una segunda línea de pensamiento asociada con el desempeño social y el vivir armónicamente en sociedad, ha surgido al amparo del desarrollo de competencias y el entrenamiento de las habilidades sociales. Si bien el avance teórico y empírico en este campo no ha sido constante y estable, existe disponible una cuantiosa literatura que permite evaluar su eficacia en la construcción de condiciones para optimizar el relacionamiento interpersonal. El concepto sobreviene de la necesidad de explicar y reproducir el comportamiento de ciertos individuos que se desempeñan de manera extraordinaria en el arte de vivir con los demás y que por lo mismo son considerados exitosos, admirados y aceptados por su contexto social. El desarrollo de las habilidades sociales se vuelve particularmente interesante cuando éstas se relacionan estrechamente con el éxito en otras esferas de la vida como la laboral o la afectiva. En otro lugar hemos señalado (Roth, 1986) que no existe una única definición de habilidad social y que la manera cómo se las entiende y concibe depende de la formulación teórica que elijamos. De una manera general existiría una gran vertiente conceptual para entender las habilidades sociales, anclada en la tradición cognitiva – comportamental a pesar de que las posiciones en su interior son de lo más diversas. Así, Harre y Secord (1977) conciben las habilidades sociales como representaciones cognitivas; para Trower (1982) son el producto de un sistema de monitoreo que es posible gracias a mecanismos normativos regulados cognitivamente. Por su parte, McFall (1982) enfatiza la concepción molar de las habilidades sociales identificándolas con el análisis de la tarea social y distinguiéndolas de la ejecución competente. Desde un punto de vista más comportamental, Conger y Conger (1982) definen las habilidades sociales a partir de sus efectos, como el grado de éxito que logra una persona en situaciones interpersonales. Más recientemente, Bellack (2004) y Bellack y cols. (2006) adscritos al modelo molecular, definieron las habilidades sociales a partir de pequeños pasos dinámicos, discretos verbales y no verbales, susceptibles de ser enseñados a 6 través de técnicas particulares vinculadas a la teoría del aprendizaje social. A pesar de esta variedad de enfoques, existiría un relativo acuerdo sobre que las habilidades sociales constituyen un conjunto de comportamientos eficaces que facilitan las relaciones interpersonales y que contribuyen a forjar personas competentes en lo social. Sin embargo, debe también señalarse que toda habilidad social se expresa con mayor o menor efectividad dependiente del contexto en el que se manifiesta y de la situación que la configura. En otras palabras, las habilidades sociales son claramente contextuales y situacionales, ciertas conductas que demuestran ser socialmente apropiadas en una circunstancia, parecen no serlo en otra. Esto obliga a quien se comporta, ajustarse a los siempre cambiantes eventos que circunscriben la situación que exige el ejercicio competente. En este sentido parecería pertinente recordar que: “ …una habilidad social no es algo que simplemente se pueda poseer o no, como algo que sigue una relación del todo o nada, o que si se posee quedaría garantizado el éxito interpersonal…. consideramos que el ser socialmente hábil solo incrementa esta probabilidad, no la garantiza. Pensamos que todo ser humano, bajo condiciones normales se desarrolla psicológicamente en virtud de una permanente y activa interacción con su medio social. Como consecuencia, debería estar en condiciones de aprender una amplia gama de conductas que tienen fines muy concretos. Por lo tanto, una habilidad social no es otra cosa que la integración de cierto tipo de conductas contextualizadas por una situación social. Estas conductas que varían de habilidad a habilidad de contexto a contexto y de un grupo cultural a otro, que pueden ser verbales o no verbales, motoras o cognitivas, las llamamos componentes conductuales. La adquisición de una habilidad vendría a ser simplemente la integración discriminada (contextualizada) de ciertos componentes comportamentales con un propósito estrictamente interactivo (social)” (Roth, 1986, p 76). Parecería razonable pues, pensar que el grado en que una persona es capaz de, por ejemplo, hacer respetar sus derechos, dependerá no solo de sus destrezas personales sino también de la naturaleza de la situación que demanda dicha habilidad. Con el propósito de hacer una demostración acerca de las influencias contextuales sobre el ejercicio de las habilidades sociales, se diseñó un estudio experimental con 48 jóvenes de ambos sexos con edades entre los 18 y 25 años, enrolados en un programa de formación en relaciones humanas. Las variables dependientes fueron cuatro habilidades sociales (Expresar Afecto, Expresar Enojo, Negociar y Resistir a la Persuasión) medidas a través del Test Analógico de Simulación TAS3 (Roth, 1986). Las variables independientes representaron el contexto, definido por el género y la familiaridad de la situación social. De esa manera, se presentaron a los participantes situaciones familiares que involucraban personas del mismo sexo, situaciones no familiares que involucraban personas del mismo sexo, situaciones familiares que involucraban personas de diferente sexo y situaciones no familiares que involucraban interacciones con personas de diferente sexo. Todos los participantes 3 El TAS en una modalidad del test de juego de roles que utiliza la simulación de escenarios y situaciones para suscitar el comportamiento competente. 7 recibieron antes de la medición, un entrenamiento basado en técnicas derivadas de la teoría del aprendizaje social, de probada efectividad (Dilk y Bond, 1996). Esta organización permitió la adopción de un diseño factorial 2X2 para medidas repetidas, que permitía estudiar las influencias de la familiaridad y el género (y su interacción) sobre el comportamiento competente (número de componentes emitidos), para cada una de las habilidades consideradas. Los resultados obtenidos exhibieron marcadas diferencias entre habilidades y destacaron claramente la influencia del contexto en la expresión de la competencia social. Para el caso de la habilidad “Expresar Afecto”, el análisis de varianza no evidenció influencias significativas de la familiaridad (F = 2.16, p = .20) y el género (F = 3.62, p = .10) por separado, sobre la competencia. Sin embargo, la interacción familiaridad X género resultó altamente significativa (F = 11.65, p = .01), lo que indicaría que la ejecución de los participantes en contextos familiares (o no familiares), no es independiente de su género. Tendencia de los componentes de la habilidad "Expresar fecto" en función de las variables contextuales género y familiaridad Componentes 60 50 40 30 20 10 0 Mismo Familiar Género Diferente No Familiar Figura 2. Representación gráfica de la influencia contextual de las variables familiaridad y género sobre la ejecución de la habilidad “Expresar Afecto”. Como puede advertirse en la figura 2, el género afectaría (aunque no significativamente) la expresión del afecto, sobre todo si la situación que exige la habilidad es poco familiar para la persona. En otras palabras, los individuos que se enfrentan a situaciones poco familiares, tienden a desmejorar su ejecución cuando interactúan con sujetos de diferente género. En el caso de la habilidad “Expresar Enojo”, similarmente a lo que ocurre al expresar afectos, las personas se comportan de manera más competente cuando la situación que la demanda resulta ser más familiar. No se observaron diferencias de importancia cuando la habilidad se ejecutaba ya sea con personas del mismo como de diferente género. Tratándose de la habilidad de “Negociar”, ambas variables parecieron influir, por separado, la ejecución competente. Tanto familiaridad (F = 33.0, p = .01), como 8 género (F = 10.18, p = .05) fueron estadísticamente significativas; no obstante, no se encontró interacción entre ambas. Tendencia de los componentes de la habilidad "Negociar" en función de las variables contextuales género y familiaridad Componentes 50 40 30 20 10 0 Mismo Familiar Género Diferente No Familiar Figura 3. Representación gráfica de la influencia contextual de las variables familiaridad y género sobre la ejecución de la habilidad “Negociar”. Como se puede ver en la figura 3, los individuos que se comportan tanto en contextos familiares como no familiares, tienen mayores dificultades cuando la interacción se establece con el sexo opuesto. Ciertamente, como podría esperarse, a menor familiaridad de las situaciones que demandan el ejercicio de la habilidad en interacciones con el sexo opuesto, menor será el desempeño competente. Resultados similares fueron obtenidos con la habilidad “Resistencia a la Persuasión”. La experiencia señala que la capacitación y el entrenamiento de las habilidades sociales mejoran ostensiblemente su desempeño. No obstante, los resultados descritos nos muestran que a pesar haberse impartido capacitación para optimizar el desempeño competente, las variaciones de ejecución persisten y obedecen más a influencias contextuales que a las deficiencias en competencia social. El estudio sugiere o más bien corrobora la enorme complejidad del fenómeno interactivo en lo que a su causalidad se refiere. Los ejemplos anteriores consideraron sólo dos variables contextuales de entre cientos de ellas que pueden afectar simultánea e inadvertidamente nuestro comportamiento social. Ciertamente el comportamiento competente depende de la capacidad de manifestar oportunamente una serie muy grande de habilidades sociales y por lo tano de la efectividad con la que deben ser enseñadas. Sin embargo, la atención debe ser puesta además en aquellos factores que imponen gran variabilidad en la expresión de la competencia social y que la limitan a pesar de su entrenamiento. Vivir plenamente en sociedad supone saber manifestar la habilidad demandada mas esto sólo es una condición necesaria aunque no sufriente de la competencia social. Será preciso también hilar fino e incorporar los elementos contextuales que imponen ajustes topográficos que exigen más a los programas de entrenamiento y formación. 9 Autoeficacia Individual y Social. Como comentamos al inicio de este capítulo, vivir en sociedad, supone armonizar el comportamiento individual (social y cognitivo) con las exigencias del contexto. Sin embargo, debemos añadir aquí que parte importante de este ajuste proviene del individuo mismo, en el marco de la concepción banduriana de la capacidad de agencia del ser humano (Bandura, 1997). El enfoque de agencia soportada por la teoría social cognitiva (Bandura, 1987) establece que el individuo puede ejercer influencia sobre lo que hace. Esta capacidad resulta de cinco procesos básicos, exclusivos del ser humano: a) procesos simbólicos, mediante los cuales es posible dar sentido a la experiencia y anticipar acontecimientos; b) procesos vicarios, que permiten el aprendizaje mediante la observación del comportamiento de otras personas; c) procesos previsionales que permiten la formación de expectativas; d) procesos auto-regulatorios que permiten tener control sobre nuestros pensamientos, sentimientos, motivaciones y acciones y que reemplaza el control externo por el “interno”; y e) procesos auto-reflexivos que permiten tener conciencia acerca de nuestra experiencia y pensamientos. Sólo cuando el individuo cree que puede producir efectos deseados a través de sus acciones, es capaz de desarrollar incentivos para actuar. “Las personas guían sus vidas mediante creencias sobre su eficacia personal. La auto-eficacia percibida se refiere a las creencias en las propias capacidades para organizar y ejecutar los cursos de acción requeridos para producir logros concretos. La creencia en la eficacia personal constituye el factor clave de la agencia humana” (Bandura, 1997, p 3). En lo que se refiere al desempeño social, la Teoría Social Cognitiva establece que no se trata simplemente de saber qué hacer, es necesaria una capacidad que permita organizar o integrar las habilidades sociales, cognitivas, emocionales y comportamentales. Como vimos anteriormente las personas por lo general, suelen tener dificultades para ejecutar exitosamente una serie de habilidades sociales aún cuando las tengan en su repertorio y posean la capacidad de hacerlo. La competencia social, se dice, no depende del número de habilidades que se tenga, sino de lo que se crea que se puede hacer en una circunstancia particular. Personas muy competentes que no están convencidas de que pueden desempeñarse adecuadamente no harán buen uso de sus habilidades o destrezas. Por lo tanto, es tan importante poseer habilidades sociales como disponer de creencias acerca de las propias capacidades; éstas deben ser organizadas de tal manera que se dé respuesta a las siempre variantes condiciones situacionales o contextuales. Existe una creciente evidencia experimental acerca de la enorme influencia que ejerce la auto-eficacia en el desempeño humano. Varios estudios longitudinales dieron a conocer los efectos directos de la auto-eficacia percibida sobre el rendimiento académico de niños y adolescentes (Bandura, Barbaranelli, Caprara, y Pastorelli, 1996; Bassi, Steca, Delle Fave, y Caprara, en prensa), preferencias vocacionales (Bandura, Barbaranelli, Caprara, Pastorelli, 2001a), comportamiento prosocial (Bandura y cols., 2003), calidad del funcionamiento familiar y satisfacción (Caprara, Pastorelli Regalia, Scabini, y Bandura, 2005), pensamiento positivo y felicidad (Caprara, Steca, Gerbino, 10 Paciello, y Vecchio, 2006). Asimismo, las creencias auto-eficaces juegan un rol importante en la prevención de la depresión (Bandura, Pastorelli, Barbaranelli, y Caprara, 1999), de la timidez y el retraimiento (Caprara, Steca, Cervone, y Artistico, 2003) y del comportamiento antisocial (Bandura, Barbaranelli, Caprara, Pastorelli, y Regalia, 2001b; Caprara, Regalia, y Bandura, 2002; Caprara, Scabini, Barbaranelli, Pastorelli, Regalia, y Bandura, 1998). Caprara (2002) extendió el análisis de la auto-eficacia a las creencias relacionadas con la regulación del afecto y con las relaciones interpersonales y su impacto en el funcionamiento psicosocial. Propuso un modelo conceptual en el que la auto-eficacia percibida de las expresiones afectivas influenciaba la auto-eficacia en el manejo de las relaciones sociales e interpersonales. Una extensa literatura dio cuenta de la influencia que la regulación afectiva ejerce sobre el desarrollo de ciertos patrones de conducta así como de procesos interpersonales, cognitivos y motivacionales. (Dwivedi, 2004; Gross, 1999; Gross y John, 2002; Larsen, 2000; Larsen y Prizmic, 2004 y Thompson, 1991). Se presume que a mayor capacidad de la persona para manejar adecuadamente su afectividad, existen mayores razones para creer que son capaces de ejercer exitosamente sus relaciones con otras personas. Resulta improbable que las personas puedan encarar exitosamente su vida social a menos que manejen adecuadamente sus sentimientos y emociones. La satisfacción de vida, por su parte, constituye un importante elemento subjetivo del bienestar individual (Diener, 1994, 2000), que influye profundamente sobre los aspectos del funcionamiento psico-social. Algunos estudios confirmaron que los niños y/o adolescentes que asumen alta calidad en su vida, constituyen personas que exhiben buenos indicadores de relacionamiento positivo con sus padres y compañeros (Huebner, 1991; Man, 1991). Un estudio transcultural llevado a cabo en Italia y Bolivia (Caprara, Steca, Tramontano, Vecchio y Roth, en Prensa), examinó la contribución de la auto-eficacia en el manejo de la afectividad y las relaciones interpersonales (principalmente con padres e iguales) y cómo esto afecta la satisfacción de vida de jóvenes en transición a la edad adulta. Se trabajó con una muestra italiana urbana de clase media de 462 jóvenes (202 varones y 260 mujeres), con una media de edad de 19.28 años. La mayoría de los participantes eran estudiantes (de últimos años del bachillerato y primeros de la universidad) y el resto desempeñaba diversos tipos de trabajo en la comunidad. La muestra boliviana estuvo conformada por 307 individuos (135 varones y 172 mujeres) con edades entre los 18 y 24 años. Veintiséis por ciento de la muestra eran estudiantes de bachillerato y el resto estudiantes universitarios. La composición socioeconómica varió dependiendo de su área de residencia. Un tercio de los participantes eran urbanos y el resto habitaba el área rural. Tanto los participantes italianos como los bolivianos respondieron a tres cuestionarios: Uno que medía las creencias auto-eficaces regulatorias que daba cuenta 11 de la capacidad de regular experiencias afectivas positivas y negativas (Caprara y Gerbino, 2001; Caprara, Scabini, Barbaranelli, Pastorelli, Regalia, y Bandura, 1999). El otro medía la autoeficacia interpersonal y social (Bandura y cols., 1996; Caprara, Gerbino, y Delle Fratte, 2001; Caprara, Regalia, Scabini, Barbaranelli, y Bandura, 2004). Finalmente se aplicó también la Escala de Satisfacción de Vida (Diener, Emmons, Larsen, y Griffin, 1985). Para su aplicación en Bolivia, las escalas fueron traducidas, adaptadas y validadas adecuadamente. Los resultados en el análisis de varianza evidenciaron que ambas muestras presentaron un fuerte sentido de auto-eficacia para la regulación de los afectos negativos (Italia F = 11.88, p < .01; Bolivia F = 9.51, p < .01). La muestra boliviana presentó además una importante auto-eficacia filial (F = 4.16, p < .05); asimismo los varones bolivianos se mostraron más satisfechos con su vida (F = 9.29, p < .01) que las mujeres. Éstas, en la muestra italiana, parecieron más auto-eficaces en el manejo de las relaciones interpersonales con sus pares (F = 11.56, p < .01). El estudio hipotetizó que las creencias auto-eficaces constituían predictores de la satisfacción de vida y para confirmarlo los datos fueron analizados con el Modelo de Ecuaciones Estructurales (EQS) (Bentler, 2001), en la dirección de la figura 4. Creencias Autoeficaces afectivas Creencias Autoeficaces Interpersonales y Sociales Funcionamiento Psicosocial Fuente: Caprara, Steca, Tramontano, Vecchio y Roth, (en Prensa). Figura 4. Modelo conceptual integrado de la influencia de la auto-eficacia sobre el funcionamiento psico-social. De una manera general, los resultados indican que, para la muestra italiana, la alta percepción que tienen los jóvenes sobre su capacidad de regular sus afectos estaba relacionada con altos niveles de autoeficacia social y filial. La capacidad interpersonal de varones y mujeres parecieron estar positivamente influenciados por la auto-eficacia social y de manera similar, la satisfacción de vida estuvo también relacionada con la capacidad de regular los afectos negativos. En esta muestra, las mujeres reportaron creencias más firmes en sus capacidades para encarar las relaciones sociales. En el caso de los participantes bolivianos, se encontró una gran diferencia entre las valoraciones de varones y mujeres sobre su auto-eficacia. Los varones demostraron altas capacidades percibidas en la regulación de los afectos negativos y la auto-eficacia social y filial. Por lo tanto los varones reportaron mayor satisfacción de vida que las mujeres. 12 En ambas muestras las creencias auto-eficaces que regulan los afectos negativos y las creencias auto-eficaces filiales contribuyen a la satisfacción de vida. Este resultado confirma descubrimientos anteriores que muestran la gran influencia que tiene en la calidad percibida de la vida, la relación positiva con los padres (Huebner, 1991; Man, 1991). Si bien la relación establecida entre auto-eficacia y satisfacción de vida es comparable entre géneros, existen notables diferencias entre ambos países. Dichas diferencias fueron más notables en Bolivia donde las mujeres reportaron una muy baja auto-eficacia para regular los afectos negativos así como sus relaciones sociales fuera de la familia y expresándose, por lo tanto, una baja satisfacción de vida. Este resultado que parecería tener connotaciones profundamente culturales, parecería decirnos que la vida para las mujeres en países con estructuras sociales patriarcales como las que prevalecen en Bolivia continúa siendo especialmente restrictiva. Los datos provenientes de ambas muestras respaldan el modelo conceptual propuesto por Caprara (2002) que destaca la necesidad de moverse del análisis de tarea al dominio de las creencias auto-eficaces. Este modelo extiende el análisis de la autoeficacia a la regulación a la vida afectiva e interpersonal y enriquece la visión del comportamiento social. Disposición al Cambio e Innovación La sociedad necesita de personas cuyas actitudes hacia la novedad llamen la atención de diferentes sectores de la comunidad sobre la importancia de innovar y encausar sus intereses y motivaciones en la dirección del cambio. La inmovilidad y el stato quo son condiciones que se oponen al normal desenvolvimiento de la sociedad por lo que el rol del innovador es fundamental para su desarrollo. Los innovadores son permeables al cambio y lo adoptan relativamente rápido; son considerados como los elementos juiciosos del proceso por su carácter analítico y reflexivo, pero también por su actitud con respecto a la incertidumbre y el fracaso. En el proceso de la difusión de la innovación suelen ser el punto de referencia para otros potenciales adoptantes; su juicio es muy apreciado y la confianza que reflejan los convierte en agentes del proceso de cambio. El innovador constituye una categoría amplia de personas en la que se incluye al emprendedor y al creador. La relevancia de su rol social ha llevado a preguntarnos sobre la naturaleza y características de este tipo tan particular de individuo, y si bien existe relativo acuerdo acerca de sus atributos sociales y demográficos, aún se debate en torno de su perfil psicológico y sobre las habilidades y competencias que lo distinguen del resto de la población. Rogers (1995) ha explorado la relación entre la adopción temprana y tardía con variables psicológicas y rasgos tales como la empatía, el dogmatismo, la capacidad de abstracción, la inteligencia, el manejo de la incertidumbre, el fatalismo, las aspiraciones y la actitud hacia el cambio. Agarwal y Prasad (1998), a propósito de la innovación tecnológica, hicieron notar que la conducta de adopción obedece mucho más de lo que se pensó originalmente, a factores de naturaleza psicológica. Así, por ejemplo, la Teoría de la Aceptación Tecnológica (TAT) (Davis y cols., 1989) que ha reunido una buena 13 cantidad de evidencia empírica (Taylor y Todd, 1995; Mathieson, 1991), relacionó la Teoría de la Acción Razonada (TAR) (Ajzen y Fishbein, 1980), con la conducta innovadora. Dicha teoría postuló que la adopción tecnológica es una consecuencia de la afectividad personal y de la actitud hacia la innovación, influida por dos tipos de creencias básicas: la creencia en la utilidad y la facilidad del uso de la tecnología. Estas ideas conducen a la formulación de hipótesis que relacionan el ritmo de la adopción con la expresión de las creencias en cuestión (Westaby, 2002), argumentos que subyacen a la noción de actitud hacia el cambio emergente las teorías Expectativa – Valor y la Teoría de la Acción Razonada. Por otra parte, la adopción de una innovación nos aproxima conceptual y metodológicamente a la toma de decisiones toda vez que la intención a cambiar supone una serie de consideraciones evaluativas de carácter subjetivo acerca del grado de pertinencia de adoptar o no una innovación. En tanto tal, esta intención o disposición se aproxima a una actitud que pone de manifiesto aspectos cognitivos, afectivos y comportamentales que permiten hacer inferencias sobre la conducta. La intención de comportarse entraña a su vez un análisis de las opciones y sus consecuencias, lo que nos pone frente a un proceso decisional. En estos términos, la disposición a cambiar puede entenderse como un proceso de toma de decisiones en el que una persona elige, de entre muchos, un curso de acción que le permite pasar de un estado a otro, de un nivel a otro, de una lógica a otra diferente. La importancia de considerar el cambio como un proceso decisional reside en el hecho de que el fenómeno podrá incorporar el análisis de los diversos factores que intervienen en la toma de decisiones y que lo tipifican como básicamente situacional (Kahneman y Tversky, 1986). Cuando decimos que el cambio es situacional, queremos significar que la elección de adoptar o no una innovación depende de una serie de circunstancias de coyuntura, emergentes del contexto que sirve de marco a la decisión y que gravitan a favor o en contra, aumentando o disminuyendo la fuerza de la disposición a cambiar. Roth (2008) llevó a cabo un estudio transcultural con dos propósitos, primero para determinar la influencia de las variables situacionales de riesgo e incertidumbre en la disposición a innovar y segundo para escudriñar el rol de la cultura en la modulación de dichas variables sobre la conducta innovadora. Para ello, se trabajó con dos muestras (culturalmente diferenciadas), una urbana y otra rural; ambas fueron sometidas experimentalmente a diferentes condiciones que requerían una toma de posición a favor o en contra del cambio. Dichas condiciones permitieron variar de manera sistemática el riesgo y la incertidumbre y medir, en tales circunstancias, la fuerza de la disposición a cambiar. De esta manera, con la ayuda de un diseño factorial para mediciones repetidas (Bruning y Kintz, 1977), cada sujeto fue evaluado bajo la condición de tratamiento en ambos factores. Los datos de la muestra urbana señalaron, de manera muy significativa, que la disposición a cambiar (fuerza del cambio) se encuentra fuertemente influenciada por el grado de riesgo que los participantes perciben en la situación de cambio. El resultado nos hace pensar que cuando una persona identifica que la situación de cambio lo conduce hacia consecuencias previsibles que entrañan riesgo, la decisión se restringe de manera notoria y la fuerza con que se la asume es claramente menor a la que se advierte 14 en circunstancias de menor riesgo percibido. La figura 5 expresa gráficamente la relación. Influe ncia de las variable s rie s go y ce rte za e n la fue rza de dis pos ición al cam bio: Com paración de M e dias Disposición al cambio 6 5,39 5 4 3,89 3,5 3 2 2 1 0 B aja Cert eza A lt a Cert eza Ce rte za e n la de cis ión AltoRiesgo BajoRiesgo Fuente: Roth, 2008. Figura 5. Tendencia de la disposición al cambio bajo la influencia de las variables riesgo y certeza en la muestra urbana. Como puede observarse, la certeza mostró en el mismo grupo cultural, incluso mayor influencia sobre la disposición a cambiar que el riesgo. Los resultados parecen sugerir que una persona en situación de elegir a favor o en contra del cambio es muy sensible a la información disponible. En otras palabras, para que los individuos decidan cambiar la situación debe ofrecer información clara y precisa sobre las circunstancias relacionadas con el cambio. La incertidumbre es pues enemiga de la disposición a cambiar. Disposición al Cambio Tratándose de la muestra rural conformada con participantes aymaras4, la figura 6 permite apreciar gráficamente las diferencias entre los valores de alto y bajo riesgo expresados por la muestra. Resulta claro que estos participantes fueron muy sensibles a las condiciones de alto riesgo presentadas a través de las situaciones de prueba. La disposición a cambiar fue casi nula cuando se percibió algún tipo de riesgo asociado. Parecería que sólo se está dispuesto a adoptar una innovación cuando las circunstancias se presentan totalmente favorables. Influencia de las Variables Riesgo y Certeza en la Fuerza de Disposición al Cam bio: Com paración de Medias: Muestra Rural 6 5,71 5 5,28 4 3 2 1 1,28 1 0 Baja Certeza Alto Riesgo Alta certeza Bajo Riesgo 4 Aymara es el nombre de una nacionalidad originaria desarrollada principalmente en la zona del altiplano boliviano. 15 Fuente: Roth, 2008. Figura 6 Tendencia de la disposición al cambio bajo la influencia de las variables riesgo y certeza en la muestra rural. Por otro lado, el grado de información que ofrece la certeza en la situación de cambio no añade ni quita nada a la disposición a cambiar. Muy claramente, la muestra rural para tomar decisiones de cambio, se guía más por las consecuencias calculadas que puede tener comportarse en este sentido, que por la información asociada a las condiciones que definen la situación de cambio. La decisión de cambiar no puede ser interpretada como un proceso simple, determinado por factores más o menos estáticos como los rasgos de personalidad o como los factores demográficos aislados. Parece más bien tratarse de un efecto harto complejo, en el que las variables personales, sociales y culturales interactúan dinámicamente con otras variables situacionales o contextuales, emergentes del mismo proceso de cambio o de la propia subjetividad del individuo que se encuentra en circunstancia de cambiar o buscando innovar. El papel de la cultura resulta particularmente interesante en la modulación de los factores situacionales que determinan la fuerza de la innovación. Los estudios realizados muestran claramente que en contextos urbanos, la certidumbre de una situación se constituye en un facilitador de la disposición a cambiar; en la cultura rural, en cambio, el riesgo pareció controlar la conducta decisoria por encima de la incertidumbre. Esto querría decir que los participantes son culturalmente sensibles a las consecuencias de la decisión y que si prevén probabilidades mínimas de riesgo asociado, tenderán a decidir por el statu quo. En esta lógica no bastará que la situación ofrezca buenas dosis de certidumbre, el riesgo percibido será condición suficiente para decrementar la fuerza del cambio. Si ésta es una característica asociada a ciertas culturas rurales como la aymara por ejemplo, el resultado plantearía connotaciones prácticas de interés, sobre todo para quienes promueven la adopción de innovaciones en procura de afectar el desarrollo de estos grupos humanos. Los agentes de cambio que no trabajen en la reducción de la percepción del riesgo en los procesos de implantación de la innovación, dando garantías sobre los resultados o consecuencias de los mismos, pueden suscitar súbitas pérdidas de motivación que afecten la asimilación del cambio propuesto. Y no bastará con ofrecer información o capacitación (certidumbre) para “animar” al interesado, pues el factor dominante será siempre el riesgo de la decisión. Ésta es una demostración de que la capacidad de innovar se encuentra, al igual que la pro-socialidad y la competencia social, bajo la influencia situacional y que toda decisión que busque implantar habilidades para vivir en sociedad debe tomar en cuenta la verdadera complejidad que supone el desarrollo de tales destrezas personales. Con el propósito de identificar tanto los correlatos de la disposición a cambiar como aquellas variables que permitirían su predicción, se llevaron a cabo (Roth, 2008) otra serie de demostraciones empíricas. Así por ejemplo, se obtuvo correlaciones muy significativas entre la disposición a innovar y los valores personales de apertura al cambio, (Auto-dirección, Estimulación y Logro) medidos por el Perfil de Valores de 16 Schwartz (1992), la auto-eficacia emotiva (Eisenberg y Spinrad 2004) la autoestima (Rosenberg, 1965) y la auto-eficacia social (Pastortelli y Picconi, 2001). La figura 7 resume las correlaciones encontradas en una muestra de 428 individuos de ambos sexos, todos eran escolarizados con un nivel mínimo de educación secundaria y residentes urbanos. A dicha muestra se aplicaron simultáneamente las escalas PVQ de Schwartz, de Disposición al Cambio (EDC), la Escala de Autoeficacia emotiva (AEE), Autoeficacia Social (AES y Autoestima (AE). En lo que respecta a los valores, las relaciones muestran que quienes están más dispuestos a cambiar son también los que expresan valores de apertura a la innovación confirmándose el planteamiento de Schwartz sobre su tipología axiológica referida a la apertura al cambio. Competencias para el Cambio (EDC) .360 (.000) Auto-dirección (PVQ) .293 (.000) Estimulación (PVQ) .218 (.000) Logro (PVQ) Figura 7. Coeficientes de correlación obtenidos entre el factor “Competencias para el Cambio” de la EDC y las sub-escalas del PVQ indicadoras de valores relacionados con apertura al cambio. Algo parecido ocurrió con la relación entre disposición al cambio y autoeficacia. En los procesos de cambio, anticipar situaciones nuevas y desconocidas suele, como hemos visto, acrecentar las percepciones de riesgo e incertidumbre, acompañadas de evaluaciones en forma de pensamientos negativos perturbadores. Dichas cogniciones son capaces de desencadenar sensaciones emocionales poco placenteras que reducen la probabilidad de la innovación. Una forma de prevenir esta cadena de acontecimientos indeseables es simplemente abandonar la idea de cambio. Las personas que se consideran a sí mismas capaces de salir airosas de tales situaciones generadas por la novedad, parecerían estar mejor equipadas para afrontarla. Con un bajo sentido de eficacia, tanto las circunstancias que ofrecen seguridad como las que son arriesgadas, suelen ser percibidas como cargadas de peligro. Por el contrario, la confianza en las propias capacidades de afrontamiento incrementa la habilidad de juzgar objetivamente el riego potencial de las situaciones. En otras palabras, la falta de eficacia para afrontar amenazas potenciales hace que las personas se aproximen a dichas situaciones con mucha ansiedad (Bandura, 1997). La figura 8 muestra las correlaciones y su significación entre las variables asociadas. Nótese que las personas que expresan alta disposición a innovar manifiestan también auto-eficacia emotiva, auto-eficacia social regulatoria y autoestima. Esta 17 evidencia hizo pensar que estas variables pudieran constituirse en predictoras de la disposición a innovar. En efecto, la aplicación de un modelo de regresión múltiple permitió concluir que una persona orientada por valores de consecución de metas y/o con firmes creencias acerca de su propio desempeño emocional ante situaciones diversas y especialmente relacionadas con la novedad, influirían sobre sus eventuales decisiones acerca de adoptar o no innovaciones. EDC Total Auto-eficacia Emocional .189 (.001) Auto-eficacia Académica, Social y Regulatoria .172 (.001) Auto-eficacia Social .167 (.001) Autoestima .151 (.004) Figura 8. Coeficientes de correlación obtenidos entre la EDC con las escalas de Auto-eficacia y Auto-estima. COMENTARIOS FINALES. Hemos postulado aquí que el desempeño social adecuado es dependiente de por lo menos cuatro procesos claramente identificables: la prosocialidad, la competencia social, las creencias auto-eficaces y la disposición a cambiar. Todos ellos de alguna manera contribuyen a fortalecer y a consolidar la noción de vivir bien en sociedad pues describen y explican el tipo de comportamiento encaminado a crear entornos sociales adecuados para la vida en común. Sin embargo, no puede asumirse que estos constructos puedan explicar la conducta social de manera mecánica o lineal toda vez que obedecen a influencias contextuales y/o situacionales que relativizan su efectividad potencial. En otras palabras, simplemente no es posible explicar la competencia en, digamos, expresar empatía social, o la apertura para el cambio en la vida diaria sin precisarse la naturaleza de las circunstancias que rodean la exigencia de la habilidad o la necesidad de cambiar. Este aspecto impone gran volatilidad al estudio de la conducta social y las imprecisiones en su análisis tienen importantes implicaciones prácticas a la hora de generar o fortalecer dicho comportamiento. 18 Vivir en sociedad es siempre posible, incluso la mayoría de las personas lo hacen sin sobresaltos y para ello no siempre es necesario exhibir competencias extraordinarias. Sin embargo, el vivir “bien”, que significa aportar al entorno con mayor valor agregado, sí demanda una mayor calidad en la expresión del comportamiento individual y exige que el individuo extreme sus propios recursos, si los tiene. Tener recursos supondrá no sólo emitir el comportamiento de manera oportuna y con una topografía aceptable, sino incorporar también –como hemos visto— el manejo de las circunstancias (contextuales y/o situacionales) que matizan la efectividad del comportamiento en cuestión. Para vivir bien en sociedad no basta con comportarse mecánicamente, es preciso ser hábil también para percibir, analizar, comparar, contrastar, intuir, sopesar, etc., las múltiples señales que acompañan la exigencia de comportarse de una cierta manera. REFERENCIAS Agarwal, R. and Prasad, J. (1998). A Conceptual and operational definition of personal innovativeness in the domain of IT. Information Systems Research, 9, 2, 204215. Ajzen, I. y Fishbein, M. (1980). Understanding attitudes and predicting social behavior. Englewoods Cliffs, New Jersey: Prentice Hall. Bandura, A. (1987). Pensamiento y Acción. Fundamentos sociales. Barcelona: Martínez Roca. Bandura, A. (2001). Social cognitive theory: An agentic perspective. Annual Review of Psychology, 52, 1-26. Bandura, A. (2002). Social cognitive theory in cultural context. Journal of Applied Psychology: An International Review, 51,269-290. Bandura, A., Caprara, G. V., Barbaranelli, C., Gerbino, M., y Pastorelli, C. (2003). 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