DE LA RE-FORMA COMUNITARIA A LA RE

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DE LA RE-FORMA COMUNITARIA A LA RE-FORMA MONOPOLISTA DE
LA TIERRA Y EL AGUA.
Efraín León Hernández – FFyL/FCPyS/UNAM – Colegio de Geografía
[email protected]
RESUMEN
Este trabajo realiza un examen del desmantelamiento de la propiedad social de la tierra en México y
de su correspondencia con la privatización del agua. Procesos, ampliamente discutidos en ámbitos
académicos y políticos, pero poco observados como componentes de una totalidad mayor. Una, que
mirada de conjunto, muestra la actualidad del despojo y la violencia en la etapa neoliberal que niega
las comunidades campesinas y pueblos indios, pero que a la vez los afirma como sujetos políticos
que luchan por su libertad.
Palabras clave:
Territorio; Neoliberalismo; Reforma agraria; Privatización del agua; Comunidades campesinas.
RESUMO
Este trabalho faz um exame do desmantelamento da propriedade social da terra no México e de sua
correspondência com a privatização do água. Processos, amplamente discutidos nos âmbitos académicos e políticos, mas pouco observados como componentes de uma totalidade maior. Uma, que
olhada de conjunto, mostra a actualidade do despojo e a violência do neoliberalismo e que nega as
comunidades camponesas e povos índios, mas que ao mesmo tempo os afirma como sujeitos políticos que lutam pela sua liberdade.
Palavras chave:
Territorio; Neoliberalismo; Reforma agraria; Privatizaçao da agua; Comunidades camponesas.
INTRODUCCIÓN
Se suele insistir sobre el fin de la propiedad social de la tierra que trajo consigo la modificación del
Artículo 27 Constitucional durante la gestión presidencial de Carlos Salinas de Gortari. Sin embargo, de inicio afirmamos que el destino de la propiedad ejidal y comunal aún está por definirse. Lo
que es incuestionable, es que con la puesta en marcha de los instrumentos legales e institucionales
de 1992 y 1993 se ha iniciado la restauración de la propiedad privada de la tierra y su concentración
monopólica en unas cuantas manos. Con el fin de la gestión presidencial de Lázaro Cárdenas se
interrumpió el reparto agrario, pero fue durante el periodo neoliberal que se canceló el ciclo de reforma agraria abierto con la Constitución de 1917 y también donde ha comenzado su retroceso. Ya
que los parciales e insuficientes avances del reparo de tierras aún no han sido desmontados.
Sin embargo, no nos encontramos en un momento histórico que pretenda una simple reinstauración de la forma de propiedad privada de la tierra existente desde la colonia y hasta inicios del
siglo XX, monopolio privado de la tierra que en su negación campesina detonó el estallido de la Revolución de 1910. Es, sobre todo, un momento de maduración formal y real del capital, que se caracteriza por la implementación de novedosas estrategias de despojo que se articulan a las ya existentes. Ya que a la separación práctica de las comunidades rurales de sus medios materiales de subsistencia (enajenación primaria a las comunidades del sustrato material del territorio que Marx denominó de acumulación originaria) además le corresponde la destotalización o fragmentación y
administración independiente de cada una de sus fragmentos. Un proceso que implica el desgajamiento del sustrato material del territorio en cada una de los elementos o recursos que interesan al
capital para su más eficaz despojo y uso privado. Ya no es sólo la separación jurídica y material de
las comunidades con respecto a sus territorios bajo esquemas de propiedad privada de la tierra, la
cual empuja a sus habitantes a esquemas salariales o a la marginación y exclusión, ni la aplicación
de programas gubernamentales que imponen practicas productivas diferentes a las tradicionales,
incluso manteniendo la propiedad de la tierra. Además, se implementa una mayor fragmentación del
sustrato material arrebatado a las comunidades pues ahora se legitima y hace uso por separado de la
propiedad privada de la tierra, el agua, los bosques, la diversidad genética, los minerales, los recursos energéticos, el aire y hasta de los ciclos de la naturaleza. Muchos de ellos, recursos tradicionalmente en manos del Estado y concesionados conjuntamente con la propiedad de la tierra.
En realidad, unidad del sustrato material territorial que en cierto sentido se reconocía con la
propiedad comunitaria de la tierra pero que en el periodo neoliberal se ha desmembrado. Por ello, la
unidad material se fragmenta en las partes que interesan incorporar a los circuitos de mercado,
mientras cada una de ellas se entrega al capital privado nacional e internacional por separado mediante esquemas jurídicos e institucionales que favorecen su monopolio y explotación.
La enajenación o despojo fragmentado de los recursos de las comunidades y la entrega de
cada uno de ellos al capital privado que está en marcha, no supone la fragmentación desarticulada
de la estrategia neoliberal. Por el contrario, la fragmentación hacen parte de la nueva forma con la
que el capital gestiona integralmente el territorio, mediante la cual profundiza la explotación de los
seres humanos y la naturaleza. Lo cual visto desde la especificidad de sus rasgos espaciales permite
adentrarnos en la intimidad del proyecto de gestión y proyección territorial que el capital despliega
en el campo mexicano como parte de la estrategia con la que separa a la mayor parte de la sociedad
de sus medios materiales de subsistencia, y de la que hace parte su expulsión fuera del país o confinamiento en las megaurbes neoliberales, en ambos casos como población marginada.
Estrategias formales y materiales de fragmentación territorial que hacen parte de la lógica
general de reproducción del capital ante las cuales las comunidades rurales, indígenas y campesinas,
afortunadamente mantienen una resistencia integral e histórica. Así, este nuevo momento de despojo encuentra una negación material y simbólica de largo aliento que en el neoliberalismo se actualiza, ya que como atinadamente nos advierte Armando Bartra (2008), pese a los pretendidos aires de
modernidad urbana que han caracterizaron el siglo
XX,
y lo que va del
XXI,
los más importantes y
trascendentes movimientos revolucionarios que han resistido el despojo de la tierra y el avance del
capitalismo en los ultimo 100 años, sin duda alguna han sido los campesinos.
EL CAMINO A LA FORMA DE PROPIEDAD SOCIAL DE LA TIERRA EN MÉXICO
La Re-forma agraria de la Revolución de 1910
Las propiedad ejidal y comunal de la tierra que se establece en México después de la Revolución de
1910 es resultado indudable de una larga lucha indígena y campesina que reaccionaría al violento
despojo implementado desde la colonia.1 Desde el surgimiento de la encomienda, el sistema de propiedad colonial de la tierra que se mantuvo hasta antes de la Constitución de 1917, todas las reformas de propiedad se caracterizaron por separar o desplazar cada vez más a los habitantes originarios de sus formas milenarias de producción, en favor de su incorporación a la economía de mercado y su concentración en pocas manos (Medina, 2006). En el fondo, re-formas de propiedad de la
tierra que definían, nunca de manera armónica, en manos de quién se colocaría su usufructo y monopolio.
Como sucedió en toda América Latina, y en especial en el Virreinato de la Nueva España, la
primera sacudida a las formas tradicionales de pose de la tierra fue la imposición violenta de la propiedad en manos de la corona española, la cual “encomendaba” tierras a los colonizadores para persuadir a los habitantes originarios de abandonar sus prácticas paganas y adoptar el cristianismo. Así,
con el resguardo de la iglesia católica, la encomienda se constituyó como el sistema de propiedad
1
La propiedad social de la tierra que se asienta en la Constitución de 1917, es un régimen jurídico sui generis en el
mundo, sustentado en la titularidad primigenia que reconoce el Estado mexicano como legítima a través de la concesión
de su uso y disfrute, y no una forma concreta de propiedad privada sea individual o colectiva. Titularidad primigenia
campesina en el caso del ejido, e indígena en para la propiedad comunal.
que al tiempo de despojar a las comunidades originarias de la tierra y de destruir múltiples formas
de propiedad y de producción colectiva, también destruían los saberes y se desarticulaban los lazos
comunitarios que las sustentaban. Con la Independencia de México, a inicios del siglo XIX, el sistema de propiedad colonial no se modificó. En realidad, sin altera de fondo su estructura solo apuntaló a la iglesia como la gran detentora de la riqueza rural que la tierra albergaba en su conjunto en
detrimento de la corona española. Ya que la mayor parte de las tierras improductivas o en “manos
muertas”, como las nombraron en la época, con el resguardo del nuevo Estado independiente pasaron a las “manos vivas” de la iglesia.
Con la Ley de la desamortización de bienes de corporaciones civiles y eclesiásticas que
promovieron Benito Juárez y Miguel Lerdo de Tejada la incipiente clase empresarial mexicana consiguió que la propiedad de la tierra dejara de concentrarse en la iglesia. Lo cual resultó en el cambio
de manos de la propiedad, pero no en su reparto campesino. Por el contrario, las mismas leyes que
facultaban al Estado desposeer a la iglesia de las tierras no productivas para hacerlas circular entre
propietarios privados, hacían lo mismo con las tierras de las comunidades. Lo cual fue implementado bajo el argumento liberal de que los indígenas, así como sus costumbres y formas productivas de
subsistencia, eran inconvenientes para el supuesto “desarrollo” de un moderno Estado nacional.
En los años posteriores a las Leyes de Reforma de 1857 se profundizó aún más la destrucción de la propiedad colectiva, fundamentalmente la que se mantenía en manos indígenas. Primero,
en 1883, durante la gestión de Manuel González, se crearon las Compañías deslindadoras y colonizadoras, a las que en la administración de Porfirio Díaz en 1894 se sumaria la Ley de ocupación y
enajenación de terrenos baldíos. Durante la primera década del siglo
XX,
la concentración de la
propiedad de la tierra llegó a un punto extremo, 0.2% de los propietarios controlaban el 87% de las
áreas ocupadas por fincas (Medina, 2006). Solo en el periodo comprendido de las Leyes de Reforma al Porfiriato, 90% de las tierras indígenas fueron arrebatadas y entregadas a propietarios privados (Bartra y Otero, 2008).2
Como era de esperarse, siglos de violento despojo de la tierra, así como la destrucción sistemática de las formas de vida de los propietarios originarios, desencadenaron la indignación y el
surgimiento un movimiento armado indígena y campesino representado por el General Emiliano
Zapata. El cual, por vez primera, finalmente reflejaría en la estructura constitucional mexicana una
reforma que en cierta medida revertiría la propiedad privada de la tierra y su concentración monopólica.
El 20% del territorio nacional, equivalente a 90% del total de las tierras que el Estado recibió como producto de los
deslindes, fue vendido a precios verdaderamente ridículos a solo 12 personas (SRA, 1999).
2
El Plan de Ayala, emitido el 11 de noviembre de 1911 por el Ejercito de Sur que encabezó
Zapata, plasmó el sentimiento que los pueblos tenían frente al despojo de sus tierras que realizaban
gobernantes, integrantes del ejercito, hacendados, comerciantes y las compañías deslindadoras y
colonizadoras. En su artículo sexto, este Plan sentenciaba que “… los terrenos, montes y aguas que
hayan usurpado los hacendados, científicos o caciques, a la sombra de la tiranía y de la justicia venal entrarían en posesión de esos bienes inmuebles desde luego los pueblos o ciudadanos que tengan sus títulos correspondientes de esas propiedades, de las cuales han sido despojados, por mala fe
de nuestros opresores, manteniendo a todo trance con las armas en mano, la mencionada posesión, y
los usurpadores que se consideren con derecho a ellos, lo deducirán ante tribunales especiales que
se establezcan al triunfo de la Revolución…” (SRA, 1999: 36). Sentir que Venustiano Carranza (político porfirista y presidente de México en turno no reconocido por el movimiento revolucionario)
tuvo que plasmar en la Ley agraria de 1915 (mientras se encontraba replegado en Veracruz al momento que Francisco Villa y Emiliano Zapata controlaban la Ciudad de México y centro del país).
Solo que, de manera astuta, sin reconocer el derecho de sus dueños originarios a la defensa armada
de la propiedad de la tierra ni el de la institución de tribunales para dirimir controversias. En cambio, esta Ley restringió el camino al pueblo para obtener o restablecer su propiedad mediante una
solicitud dirigida al funcionario de gobierno encargado o en su caso al jefe militar autorizado. Con
todo, y pese a que el tema de la propiedad de la tierra se incorporó a la Constitución de 1917 respetando el espíritu social del Plan de Ayala, pero restringiendo las vías para la restitución efectiva a
sus legítimos dueños, en general el movimiento frenó la dinámica de despojo y concentración monopólica que se vivía desde la colonia.
La Revolución de 1910 detuvo el despojo de la tierra que sin interrupciones se venia haciendo desde la colonia, pero aplicar las leyes para su reconstitución y reparto aún estaba por hacerse.
La implementación y ejecución de la Constitución de 1917 no quedó en manos de campesinos sino
en las de políticos y militares liberales, comenzando por el propio Carranza. Por lo que la incorporación de las medidas del Plan de Ayala en la Ley Agraria nunca fueron consideradas para su implementación efectiva, sino como instrumento de control, persuasión, clientelismo y coorporatización.
El reparto agrario, aunque en magnitudes diferenciadas, se mantuvo vigente hasta la gestión
presidencial del general Lázaro Cárdenas del Río como elemento al servicio de los gobiernos de
cooptación política, de control de oligarquías locales y de apaciguamiento de conflictos sociales.3
De acuerdo a datos de Ianni, el reparto agrario posrevolucionario en México tuvo la siguiente composición; la administración de Venuztiano Carranza (1915-1920) repartió 132 mil hectáreas; Adolfo de la Huerta (mayo y noviembre de
3
Como quiera que haya sido, en México se inauguró la primera forma de propiedad de la tierra de
carácter colectivista en la que el Estado tuvo que reconocer la propiedad primigenia de las comunidades y desde la cual se realizó un reparto agrario efectivo bajo los esquemas de propiedad ejidal y
comunal de la tierra. Reparto agrario que encontró su auge con Lázaro Cárdenas y que sin completarse fue disminuido casi hasta su cancelación en las administraciones siguientes (Bartra, 2003 y
Bartra y Otero, 2008). Con el fin de esta administración llego el fin del reparto agrario, pero no el
de la propiedad social de la tierra.
La propiedad social de la tierra y el uso del agua en el México posrevolucionario
Hasta antes de la Revolución de 1917 la tierra y el agua se gestionaban de manera integral. Resultaba un sin sentido reglamentarlas de manera independiente ya que en su principal uso, el agrícola, su
apropiación era unitaria. Pero esta tendencia se revirtió con la llegada a México de las ideas liberales modernas durante la segunda mitad del siglo
XIX
y la diversificación de los valores de uso del
agua que la insipiente producción industrial de la época trajo consigo. El agua ya no interesaba solo
para la agricultura. La paulatina entrega de las aguas nacionales a empresas privadas mediante concesiones había comenzado, tanto para la construcción y manejo de presas para riego y generación de
energía eléctrica como para su insipiente uso industrial y urbano. Pero la lucha campesina por la
recuperación de la tierra que caracterizó la Revolución de 1910, y que también fue por la recuperación del agua, pasó por alto la entrega que de las aguas nacionales se hacia al capital privado para
fines no agrícolas. Por ello, al igual que el reparto agrario, la devolución de las aguas no se completó. No solo porque el reparto del agua y la tierra que venían juntas haya sido interrumpido, sino
porque el agua entregada a capitales privados para usos distintos al agrícola no se devolvió a sus
propietarios. Usos que a la larga provocarían su contaminación y agotamiento, y que revertirían el
relativo estado de abundancia de agua potable de esa época.
El antecedente en el México Independiente que sugiere la propiedad del agua de manera separada a la tierra se encuentra en los debates que dieron origen a la Constitución de 1857, las ya
nombradas Leyes de Reforma que limitaron el poder de la iglesia en favor de la nueva clase de propietarios privados. En ellos se rescataron íntegramente los mandatos de las Leyes de Indias que
hablaban de la pertenencia de tierras, aguas y riegos. Sin embargo, en esta Constitución solo quedó
asentada la propiedad de la tierra y todo lo contenido en ella de manera general. Eso sí, facultando
1920), 34 mil hectáreas; Álvaro Obregón (1920-1924), 971 mil hectáreas; Plutarco Elías Calles (1924-1928), 3 millones
088 mil hectáreas; Emilio Portes Gil (1928-1930), un millón 173 mil hectáreas; Pascual Ortiz Rubio (1930-1932), un
millón 469 mil hectáreas; Alberto Rodríguez (1932-1934), 799 mil hectáreas; Lázaro Cárdenas (1934-1940) 17 millones
890 mil hectáreas (Ianni, 1983: 89, en Medina, 2006).
al Estado para su ocupación por causas de utilidad pública, previa indemnización, y para la construcción de la infraestructura necesaria para su canalización y uso en las comunicaciones. Antes de
ello las aguas pertenecían de facto a la nación como elemento de la tierra, al igual que en la colonia
a la corona española (Denton, 2006).
No obstante, los modernos empresarios del periodo liberal mexicano de la segunda mitad del
siglo XIX, no estaban interesados en el agua solo como recurso subordinado a la agricultura. Nuevos
valores de uso del agua se incorporaban al mercado mundial a partir del desarrollo de las comunicaciones, la generación de electricidad, la producción industrial y el crecimiento de las ciudades. Se
necesitaba la construcción de presas para controlar el riego y producir hidroelectricidad, así como la
de infraestructuras para abastecer la creciente demanda de la industria y las ciudades. Pero requerían también hacer de esta actividad una fuente de acumulación de riqueza privada, por lo que a su
vez era necesario desprender de la propiedad de la tierra la del agua. Con la Ley de aprovechamiento de aguas federales de 1894, por vez primera en México se reglamentó el uso del agua de manera
independiente a la tierra y fue el Estado que se facultó para hacer concesiones a particulares para
construir y manejar la infraestructura necesaria como potencia aplicable en diferentes actividades
industriales.
Pero la Revolución de 1910 también impactó en la propiedad del agua. Como respuesta a la
presión militar de los Ejércitos del Sur y de Norte, Venustiano Carranza tuvo que declarar nulas
todas las enajenaciones de tierras, aguas y montes pertenecientes a pueblos, rancherías, congregaciones y comunidades hechas por el gobierno desde las Leyes de Reforma. Por lo que el reparto
agrario que se implementó de acuerdo a la Constitución del 1917 no sólo contempló la tierra, sino
también los bosques y aguas. Tendencia de gestión integral de la tierra y el agua que no solo se
mantuvo sino que en el caso de la propiedad social de la tierra se profundizó aún más en los años
siguientes. En 1937 y 1945 se publicaron adiciones importantes al Artículo 27 Constitucional que
profundizaban la visión de propiedad social y gestión integral de la tierra y el agua; en la primera se
explicitaba que las comunidades que guardaran el estado de pertenencia comunal sobre la tierra
tendrían la capacidad de disfrutar en común tanto tierras, bosques y aguas; mientras que la segunda
definía el libre alumbramiento de las aguas subterráneas mediante obras artificiales y en beneficio
de los propietarios del terreno.
Sin embargo, de manera paralela, la concesión de aguas nacionales no se detuvo. Por el contrario, crecía al mismo ritmo que su demanda para uso industrial y urbano. Las Leyes de aguas de
propiedad nacional de 1910, 1934 y 1974, así como los programas oficiales en materia de aguas y
obras hidráulicas y la atribución de competencias de la Secretaria de recursos hidráulicos, definieron las prioridades nacionales en el uso del agua para beneficio del capital privado, el uso urbano y
la producción industrial. Solo la agricultura tecnificada de productores privados, los regadíos y Distritos de riego, recibió el apoyo gubernamental de las grandes infraestructuras de bombeo, almacenaje y canalización de agua. Los ejidatarios y comuneros tenían que vérselas solos para aprovechar
el agua que aunque jurídicamente les pertenecía, en muchos de los casos era cada vez más escasa.
Comenzaron a requerirse pozos cada vez más profundos, ya que donde aún se encontraba agua superficial normalmente estaba contaminada. Pocos casos escaparon de esta situación.
Así, sin implementar una transformación jurídica que sustentara la propiedad del agua independiente de la tierra los ejidatarios y comuneros fueron despojados paulatina y silenciosamente de
ella conforme se redirigía a satisfacer la creciente demanda de la agricultura tecnificada, la producción industrial y las grandes ciudades. Usos intensivos, diversos y destructivos del agua que no fueron imaginados durante la lucha por recuperar la tierra de principios de siglo, pero que se convirtieron en sustento de una nueva reglamentación de propiedad tanto de la tierra como del agua, así como de la definición de su uso privado.
EL CAMINO DE VUELTA A LA FORMA MONOPÓLICA DE PROPIEDAD DE LA TIERRA EN MÉXICO
La Re-forma agraria neoliberal. La Revolución Mexicana está herida
Aunque el reparto agrario prácticamente fue suspendido al término de la gestión de Lázaro Cárdenas, ninguna administración, hasta la de Carlos Salinas de Gortari, se había atrevido a cuestionar el
espíritu de las reformas de la Constitución de 1917. De acuerdo a su política neoliberal, afirmaba
que si bien la propiedad ejidal y comunal de la tierra en el pasado había resuelto una serie de problemas en al campo mexicano, la situación política, económica y social en México y el mundo hacia
que no fuera más una forma de propiedad que impulsara su desarrollo, por lo que había que buscar
mecanismos modernos para que respetando el reparto ya hecho se pudiera impulsar de manera efectiva. A lo que agregaría –con cierta dosis de cinismo–, que lo que los tiempos necesitaban era de la
certeza jurídica de la propiedad, y que dar más tierras era ir en contra de la Revolución (Salinas,
1991; en Medina, 2006). Desde luego la respuesta por parte de organizaciones campesinas e indígenas no se hizo esperar, el atraso del campo no respondía a la forma de propiedad social de la tierra
sino su abandono gubernamental. Sin embargo, el embate neoliberal no se detuvo.
De acuerdo a la política desreguladora inspirada en el llamado Consenso de Washington, en
México se vivía el periodo más intenso de ajustes estructurales de la economía que preparaban el
terreno para la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Un acuerdo
económico para el que la propiedad social de la tierra representaba un verdadero obstáculo, ya que
impondría barreras al libre flujo del mercado y al sabio accionar de su “mano invisible”. La propuesta de modificación del Artículo 27 Constitucional incluía liberar la propiedad social de la ina-
lienabilidad abriendo las formas de propiedad a la libre elección de cada uno de los comuneros y
ejidatarios y eliminar prohibiciones para su constitución en sociedades mercantiles. En el fondo,
reformas que respondían a los lineamientos que impulsó el Banco Mundial (a través de la oficina
regional para América Latina y el Caribe de su Departamento de Agricultura y Desarrollo Rural)
que establecían el abandono de las regulaciones al tamaño de las parcelas y la libertad de los ejidatarios para vender, rentar o establecer acuerdos de aparcerías y unidades productivas con empresarios privados (Medina, 2006).
Con la entrada en vigor de las modificaciones al Articulo 27 Constitucional en enero de
1992 y la expedición de la nueva Ley agraria en febrero del mismo año, llegaron los programas que
instrumentarían la desarticulación de la propiedad social de la tierra y su paulatina incorporación al
mercado y concentración monopólica. Un año después de la entrada en vigor de esta ley aparecieron
los instrumentos de registro de la propiedad ejidal y comunal que comenzarían el ajuste de la propiedad a los mencionados lineamientos del Banco Mundial. A través del Programa de certificación
de derechos ejidales y titulación de solares (PROCEDE) y del Programa de certificación de derechos
comunales (PROCECOM) se articuló el esquema de registro y concesión de la propiedad privada con
un carácter supuestamente voluntario. Esquemas hoy vigentes con los que se impulsa el mercado de
tierras de propiedad social, supuestamente “inalienable”, a través de contratos de enajenación de
derechos ejidales –cesión, compraventa o donación– o mediante la aportación de tierras de uso común que realizan los ejidos y comunidades a sociedades civiles o mercantiles (Vera, 2004).
Pero además, el
PROCEDE
y el PROCECOM no tienen nada de voluntarios. Aunque así se pro-
mocionen, en los hechos se vienen imponiendo a las comunidades campesinas ejidales y comunales
como requisito para obtener otros muchos programas gubernamentales, incluyendo el derecho al
suministro de electricidad y al de agua (Vera, 2004; Barreda, 2006; García, 2006). Así, las comunidades se percataron de golpe de la separación que de la tierra se venía haciendo del agua. No solo
de manera jurídica con el esquema de concesiones independientes de su uso, sino que ahora por su
condición de escasez el derecho al uso del agua se comenzaba a utilizar como instrumento de coerción para el ingreso “voluntario” al nuevo esquema de propiedad de la tierra.
El agua y la tierra caminando cada una por su lado, van tomadas de la mano
También en 1992, mismo año de que entraran en vigor las modificaciones al Artículo 27 y la nueva
Ley Agraria, se promulgó la Ley de aguas nacionales (LAN), predecesora inmediata de la actual Ley
vigente de 2004. De ambas se desprendieron instrumentos jurídicos con los que se garantizó al capital privado ganancias netas para que realizara inversiones en sectores tradicionalmente en manos
estatales, como el servicio público urbano y el manejo de infraestructuras de bombeo, canalización,
saneamiento y almacenaje. Acorde a la dinámica internacional, para la construcción de un nuevo
mercado de agua comandado por grandes corporaciones transnacionales, el Banco Mundial y otras
instituciones internacionales (Barreda, 2006). Un nuevo mercado que veía a los campesinos no solo
consumidores del recurso, sino como los actuales propietarios a los que había que desposeer.
Por medio de la reglamentación independiente de los diferentes usos del agua y del derecho
a su acceso, se garantizó el vital liquido a los sectores industriales y agroindustriales, mientras se
implementaban los mecanismos que arrebatarían el agua a los campesinos mediante la entrega de
concesiones de uso y su incorporación al mercado (Gutiérrez y otros, 2006). Y es que al igual que
sucede con el programa de registro de propiedad social de la tierra, las concesiones de agua para los
campesinos ahora son también susceptibles a su compraventa, cesión o donación. La ley no distingue la agricultura campesina de la industrial y para su concesión deben constituirse en asociaciones
comerciales (León y Rosas Landa, 2006a). Por lo que si bien, la parcial devolución de las tierras
que se dio con el reparto agrario, como ya se dijo, trajo también el reparto de las aguas superficiales
y subterráneas contenidas en esa tierra, con la
LAN
de 2004 ya no sucede así. Ya que es posible
mantener “voluntariamente” tierra en propiedad social, pero no más la del agua.
La
LAN
vigente de 2004, en realidad culminó un proceso de reglamentación de la privatiza-
ción del agua en México que se implementaba desde el surgimiento del neoliberalismo. Se modificaron estructuras administrativas, como en 1989 cuando surgió la Comisión nacional del agua, se
crearon leyes secundarias que se constituirían en el corazón de la
LAN,
y se convenció a la pobla-
ción que para enfrentar la crisis de escasez de agua había que privatizarla. Ya que mientras se responsabilizaba al Estado por su ineficaz manejo y a las comunidades por su uso irresponsable, se
presentó al capital privado como único capaz de gestionar y revertir la crisis de escasez de agua que
él mismo había generado (León, en prensa).
LA CONTRA-RE-FORMA AGRARIA NO SE DETIENE. LOS CAMPESINO Y PUEBLOS INDIOS TAMPOCO!
El periodo actual de contra-re-forma neoliberal de propiedad de la tierra es a la vez de negación de
la propiedad social, de afirmación de la propiedad privada y monopólica de ella y de maduración de
las formas jurídicas e institucionales de propiedad que al tiempo que fragmentan la tierra en cada
una de sus partes (digámoslo ahora con rigor, que destotaliza el sustrato material del territorio) la
rearticula en una estrategia integral de despojo y uso privado independiente de cada uno de su recursos.
En el periodo de capitalismo neoliberal se vive una fragmentación mundial de los territorios
cada vez más profunda que hace parte de una estrategia integral mayor. Para el capital su sustrato
material no es más una unidad, ahora el agua está separada de la tierra, pero también los bosques, la
diversidad genética, los minerales, los energéticos, los mares, el aire y, como ya se mencionó, hasta
los ciclos de la naturaleza. Todos con legislaciones independientes que apuntalan su apropiación
privada y su concentración monopólica. Al alienarlos por fragmentos, se profundiza aún más la separación forzosa y violenta del sustrato comunitario material e inmaterial que la acumulación originaria trajo consigo. Los saberes productivos, los lazos comunitarios, la imaginación y deseo político
que afirman las diversas formas de vida, no encuentran más un sustrato material que los sustente.
Con la propiedad privada de la tierra, cada uno de los habitantes de las comunidades se reduce, de
acuerdo con los designios del mercado, a satisfacer su apetito de fuerza de trabajo, a saciar su hambre de energía humana puesta al servicio de la transformación de los recursos materiales en su favor.
En México las políticas neoliberales de privatización fragmentada del sustrato material del
territorio han tenido que verse con los logros campesinos de reivindicación y reconocimiento de la
propiedad colectiva de la tierra conseguidos con la Revolución de 1910. Hasta el día de hoy la aplicación de las estrategias neoliberales de fragmentación del territorio y de su privatización y monopolio no ha implicado su completa desarticulación, aunque si su paulatino desmantelamiento. El
vaciado del campo mexicano es un procesos en marcha que trágicamente lo evidencia (Bartra,
2003). El gigantesco aumento de los flujos migratorios en busca de mejores condiciones de vida que
engrosan aún más las ya saturadas ciudades del centro de México y las del país del norte es un proceso que se ha profundizado con la política neoliberal que reconstituye la propiedad privada de la
tierra y su concentración monopólica.
Por ello, para los ideólogos de la política económica neoliberal, la propiedad social de la tierra no solo es un obstáculo para el uso privado de ella y de cada uno de sus recursos, sino también
para el uso privado potencial de la fuerza de trabajo de cada uno de los actuales ejidatarios y comuneros, pero también de sus mujeres, hijos y nietos, sea en la agricultura industrial incluso como
peones en terrenos que antes eran de su propiedad o como mano de obra barata en las grandes ciudades. Como la propiedad social de la tierra mantiene vivos los lazos comunitarios con su territorio,
en su conjunto limita la explotación que el capital requiere tanto del ser humano como de la naturaleza.
Pero a la vez, la propiedad privada de la tierra y la fragmentación en cada uno de sus recursos, es un obstáculo para la vida comunitaria de los campesinos y pueblos indios. Como nos recuerda Bartra y Otero (2006), si los campesinos tuvieron que inventarse como clase para responder al
despojo de sus tierras durante la Revolución Mexicana, necesitaron hacerlo nuevamente para resistir
a las estrategias neoliberales que actualizaban el despojo. Más aún después de un siglo de fragmen-
tación de su lucha, fuera por cooptación o castigo. El Estado mexicano del Partido de la Revolución
Institucional (PRI) hábilmente había fragmentado el movimiento campesino premiando a las organizaciones bien portadas y castigando con persecución y violencia silenciosa a las que no lo hacían,
principalmente después de 1968. En esta década las organizaciones campesinas se agrupaban a partir de la “independencia” o la dependencia y pertenencia al PRI.
Cansadas del clientelismo del Estado mexicano dirigido a los ejidatarios y comuneros y de
una política indigenista que solo reconocía folclor en los pueblos indios, así como del control productivo que en conjunto les imponía mediante programas gubernamentales, en la década de 1980
varias organizaciones rurales llegaron al límite. Rápidamente la lucha por la “independencia” dejo
de ser solo una referencia negativa frente al partido en el poder y se dirigió a la independencia sobre
la administración social y económica que ejercían de la producción campesina. Por su parte, las
organizaciones indígenas trascendieron y radicalizaron la agenda campesina conforme denunciaban
el indigenismo burocrático de Estado que los negaba, dejaron de reconocerse como indígenas y comenzaron a llamarse de pueblos indios. La independencia o “autonomía” además de referirse a la
administración de la producción se dirigía al terreno de la autodeterminación, con lo que se exigió
respeto a sus formas y costumbres tradicionales.
Así, el transito de la lucha por la independencia de las políticas de cooptación del Estado a la
autoadministración productiva y de ésta al autogobierno, se constituyó en el camino de las organizaciones campesinas e pueblos indios en su resistencia al avance del capitalismo mexicano. Una
maduración del movimiento campesino que surgió de la incorporación paulatina de cada una de las
etapas de confrontación. En buena medida el surgimiento del Ejercito zapatista de liberación nacional (EZLN) se constituyó como el primer ejemplo de reinvención india-campesina con estos tres
componentes. Ya que vinculaba en su agenda la lucha social y campesina, con la constitución de su
independencia productiva y, por vez primera, el reconocimiento de los pueblos a su libre determinación. Lucha que sin lugar a dudas ganaron los pueblos indios al indigenismo institucional y que se
manifestó en su reconocimiento emblemático como pueblos indios dignos y rebeldes, no más como
grupos vulnerables merecedores de la asistencia gubernamental (Bartra, 2003).
Así, la lucha de los “campesindios”, como los llama Armando Bartra (2008) no solo por su
constitución de comunidades campesina mestizas e indias sino porque en su agenda se refleja ya
una fusión de estas, se constituyó como un lucha por el territorio, por el conjunto material e inmaterial, y no solo por la propiedad de la tierra sin el resto de sus componentes materiales o riquezas.
Hoy que las leyes neoliberales fragmentan la tierra en cada una de sus partes, que destotalizan el sustrato material del territorio para su privatización fragmentada, los campesinos y pueblos
indios siguen peleando por la propiedad colectiva del conjunto que hace la tierra, el agua, los bos-
ques y todas las riquezas contenidas en ella, por el respeto y reconocimiento de sus saberes y relaciones comunitarias, por la autodeterminación y el autogobierno. No pueden llamar más tierra al
conjunto, porque la fragmentación jurídica y material que el capital neoliberal instrumentó, también
redujo el contenido de la palabra. La lucha es ahora por el territorio, por el conjunto material e inmaterial que hace solo un siglo se llamaba tierra. Y saben que su lucha por el territorio se enfrenta a
una estrategia integral que apunta al despojo de todo el territorio y la destrucción de las condiciones
de vida de todas las comunidades rurales (León y Rosas Landa, 2006b)
Hasta la Revolución de 1910 la tierra era también el territorio, lo que la corona y los gobiernos del México del siglo XIX implementaban era el despojo conjunto de su sustrato material, por lo
que la propiedad ejidal y comunal que vino con la Constitución de 1917 restauró la unidad de los
territorios. Hoy los campesinos y pueblos indios luchan por el territorio, por cada una de sus partes,
por la tierra, el agua, los bosques, la diversidad genética, los minerales, los mares, el aire, los energéticos y los ciclos de la naturaleza, pero también por continuar viviendo todas estas riquezas de
conjunto, en su integridad. Luchando por que en su unidad indivisible, material e inmaterial, es que
radica la posibilidad de cada pueblo y comunidad de afirmarse políticamente, de territorializarse
libremente, de geografizarse. Saben que en México, como en muchas partes del planeta, luchar por
la tierra ya no basta. Al menos por lo que el capital neoliberal en sus leyes entiende por ella, por que
ya la ha fragmentado, ya no es la unidad sino solo una de sus partes. Los campesinos y pueblos indios de México saben que su lucha es por la tierra y cada una de las riquezas contenidas en ella,
saben que es una lucha por el sustrato material conjunto. Porque en él radica la posibilidad de mantener sus relaciones y saberes comunitarios, de mantenerse verdaderamente libres, de geografizarse,
de grafar-se libremente en la tierra. La moneda sigue en el aire…
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