sobre la percepción del espacio en la narrativa española de inicios

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SOBRE LA PERCEPCIÓN DEL ESPACIO EN LA NARRATIVA
ESPAÑOLA DE INICIOS DEL SIGLO XXI
NA PERCEPÇÃO DO ESPAÇO NA NARRATIVA ESPANHOLA NO
INÍCIO DO SÉCULO XXI
Carmen Servén Díez
RESUMEN: Este trabajo pretende aportar algunas observaciones sobre la configuración del espacio en novelas
españolas contemporáneas, cuyos personajes plantean nuevas o peculiares formas de abordar la construcción de
un paisaje. Como no podía ser menos en aras de la verosimilitud, la construcción de los espacios atribuida a esos
personajes se liga al peculiar imaginario cultural o personal de los mismos; el horizonte cognitivo de la figura es
respetado para lograr coherencia en la narración. Pero además, en las formulaciones del espacio se observan
algunos otros rasgos: la fuerte subjetivización, el empleo de nombres propios que no son topónimos, la impronta
de los medios de comunicación de masas en el imaginario cultural manejado, y la caracterización de los ambientes
mediante el recurso a la memoria cultural, entre otros factores. Las obras analizadas son Ventanas de Manhattan
(2004), de Antonio Muñoz Molina, Lugares que no quiero compartir con nadie (2011), de Elvira Lindo, y
Romanticismo (2001), de Manuel Longares. Los dos primeros mencionados son textos autoficcionales que ofrecen
algunos rasgos convergentes con los del libro de viajes y que hablan de Nueva York; el último es una novela que
cuenta algo ocurrido en Madrid. En todos los casos se entrevera lo ficcional y la verdad histórica del modo que es
habitual en la narrativa realista; pero además el núcleo semántico de todos estos libros habla de la forma en que
los personajes principales perciben y viven cierto espacio. Esa experiencia del espacio puede ser considerada
precisamente el tema central del texto en los tres casos.
PALABRAS CLAVE: Espacio; Narrativa española actual; Antonio Muñoz Molina; Elvira Lindo; Manuel
Longares.
RESUMO: Este artigo fornece algumas observações sobre a configuração do espaço nos romances espanhóis
contemporâneos, cujos caracteres levantar abordagens novas ou únicas para a construção de uma paisagem. Como
seria de esperar por uma questão de verossimilhança, a construção dos espaços atribuídos a esses personagens está
ligada ao imaginário cultural específico ou do respectivo pessoal; cognitivo horizonte da figura é respeitado por
assegurar a coerência na narrativa. Além disso, em algumas formulações de espaço são observadas outras
características: a subjetividade forte, o uso de nomes que não são nomes delugares, a marca da mídia de massa no
imaginário cultural prazo, e caracterização de ambientes por o uso de memória cultural, entre outros factores. As
obras analisadas são Ventanas de Manhattan (2004), de Antonio Muñoz Molina, Lugares que no quiero compartir
con nadie (2011), de Elvira Lindo, e Romanticismo (2001), de Manuel Longares. Os dois primeiros citado são
autoficcionales textos que fornecem alguns traços convergentes com passeios livro e falando de Nova York; o
último é um romance que tem algo aconteceu em Madrid. Em todos os casos a verdade ficcional e histórico da
mesma forma que é comum na narrativa realista está interligado; mas também o núcleo semântico de todos esses
livros falam sobre como os personagens principais perceber e viver um pouco de espaço. A experiência de espaço
pode ser considerado precisamente o foco do texto em todos os três casos.
PALAVRAS-CHAVE: Espaço; Atual narrativa espanhola; Antonio Muñoz Molina; Elvira Lindo; Manuel
Longares.
El espacio es una de las coordenadas estructurantes de toda historia narrada. Por tanto,
es inconcebible un relato que no haga ninguna referencia al espacio: que no mencione
topónimos, ni aluda a lugares con nombres comunes- “ciudad”, “jardín”, “prado” …- ni se
refiera a posiciones espaciales – “aquí”, “cerca de”, “encima” ...etc.-. Todo relato supone un
espacio, sea éste real o imaginario, nítidamente dibujado a través del discurso narrativo o no.
Los efectos paisajísticos y espaciales en las artes plásticas, han sido para los estudiosos objeto
de atención más temprana; hoy los paisajes literarios están despertando también el interés de
los investigadores. Y se producen interesantes encuentros multidisciplinares sobre el paisaje:
91
geógrafos, historiadores del arte y especialistas en Teorías de la Literatura o Literatura
Comparada, debaten entre sí sobre esa cuestión1.
La literatura se refiere a espacios diversos: campos de labor, montañas, llanuras,
ciudades, jardines, interiores…, pero sabemos que ciertos paisajes se repiten una y otra vez en
determinado periodo y corriente literaria, y se convierten en parajes tópicos: el locus amoenus
de las literaturas ligadas al clasicismo grecolatino, el paisaje industrial y el tren en las literaturas
europeas del siglo XIX y primeros del XX…
Pero además de la clase de paisaje o espacio referido en el texto, conviene al
estudioso de la literatura fijarse en la carga semántica que adquiere ese espacio en virtud del
proceso de construcción discursiva. Sabemos que un mismo espacio, verde y ajardinado,
provisto de alguna fuente, puede producir efectos semánticos diversos; por ejemplo: Gonzalo
de Berceo, abre Los milagros de Nuestra Señora con una introducción en que presenta una
peculiar versión del locus amoenus y así ofrece un jardín florido del que hace una interpretación
a lo divino: las cuatro fuentes del lugar son los cuatro evangelistas, la sombra reconfortante de
los árboles es la intercesión de la Virgen por los pecadores cuitados, las flores son los nombres
de Santa María…etc. Otros jardines, que arrastran significados muy diversos, podremos
encontrar a lo largo de la Historia de la Literatura en Garcilaso, Fray Luis de León, poetas
neoclásicos, Juan Ramón Jiménez… Si nos detenemos en la etapa modernista, por ejemplo,
hallaremos que el alma taciturna del poeta se reencuentra con la alargada sombra del locus
amoenus, pero ahora no para propagar un culto religioso, sino como rechazo estético e
ideológico al tráfago de lo urbano (Dolores Romero, 529-552).
De forma que, a lo largo de la Historia del Arte, la percepción del espacio se ejecuta
desde presupuestos distintos y con distintos resultados. La figura del observador, de ese que fija
la mirada en cierta área y la convierte en un paisaje, no aparece quizá en el cuadro, pero es
extraordinariamente relevante: del observador depende la configuración del espacio, literario
en particular y artístico en general, su adscripción a ciertas convenciones estilísticas y su
justificación ontológica. Claudio Guillén ha explicado que la noción de paisaje está
directamente ligada a la existencia de un ojo que mira:
es la mirada humana lo que convierte cierto espacio en paisaje, consiguiendo que una
porción de tierra adquiera por medio del arte la cualidad de signo de cultura, no
aceptando lo natural en su estado bruto, sino convirtiéndolo también en cultural
(GUILLÉN, 1996, p. 67).
Pues bien: será entonces pertinente el punto de vista desde el que fluye la historia
narrada; la “mirada semántica” (Bobes Naves, 1985, p. 213), ese vistazo que llena de
significado ese espacio referido, puede atribuirse en el seno del relato al narrador o a un
personaje. Por otra parte, las propias convenciones descriptivas difieren según la perspectiva
adoptada (omnisciente o no), según la adscripción de género (narrativa policiaca, ficción
autobiográfica…etc.) y otras variables ligadas a la índole del relato (Román Román, 2012, p.
257).
El trabajo aquí presentado no ordena cronológicamente las novelas analizadas, sino que
se dirige a mostrar, de la manera más nítida posible, ciertas características que presentan en su
tratamiento de lo espacial; pretende exclusivamente aportar algunas observaciones sobre la
configuración del espacio urbano en novelas españolas contemporáneas cuyos personajes
plantean nuevas o peculiares formas de abordar la construcción de un paisaje. Como no podía
ser menos en aras de la verosimilitud, la construcción de los espacios atribuida a esos personajes
se liga al peculiar imaginario cultural o personal de los mismos, puesto que el horizonte
1
Valga como ejemplo el congreso Visiones del paisaje, celebrado en Priego de Córdoba del 27 al 29 de noviembre
de 1997, que ha sido recogido en el libro editado por María Ángeles Hermosilla et al.
92
cognitivo de la figura, debe ser respetado para lograr coherencia en la narración. Como
veremos, en estos relatos del siglo XXI las “vistas panorámicas” y los “itinerarios guiados” de
carácter costumbrista apuntados por Zubiaurre (2000, pp. 104 y ss.) y Román Román (2012, p.
266) en la novela decimonónica clásica, abren paso a otras formas de referencia al espacio.
Autoficción y homenaje a Nueva York: Antonio Muñoz Molina y Elvira Lindo
Los libros de viajes tradicionales constituyen discursos que conectan un espacio con
arquetipos culturales y antropológicos o socio-históricos desde una perspectiva personal sin
pretensiones científicas; frecuentemente, lo subjetivo se vierte en ellos de una forma tal que lo
real y la invención, el constructo cultural y el imaginario personal, hacen bascular la crónica de
viaje hacia el terreno de lo novelesco.
Me voy a referir a dos libros recientes y directamente vinculados a la realidad
geográfica, que se analiza desde la percepción de una sensibilidad procedente de otro lugar,
como es usual en los libros de viajes. Así, una forma de entreverar realidad y ficción, de ubicar
el texto en un terreno fronterizo entre periodismo y literatura, es la que adoptan ciertos
novelistas contemporáneos cuando redactan entre el reportaje geográfico y la novela, entre el
libro de viajes y la autoficcionalización. Es el caso de dos libros aparecidos en los últimos años,
Ventanas de Manhattan (2004), de Antonio Muñoz Molina, y Lugares que no quiero compartir
con nadie (2011), de Elvira Lindo, que presentan a un narrador recorriendo un espacio urbano
que no es su paraje natal, un narrador cuyos rasgos personales parecen los propios del autor.
La importancia del espacio urbano y su diseño en los relatos de Muñoz Molina ha sido
señalada por Mirtha Laura Rigoni (1999), y yo misma (2012) he tenido oportunidad de analizar
la relevancia del barrio y el entorno urbano en la narrativa de Elvira Lindo. En los corpus
narrativos de ambos escritores, la presencia de la gran ciudad – Madrid - y su proyección sobre
la caracterización de los personajes y de la acción, son elementos clave; la percepción psicosocial del espacio urbano condiciona el desarrollo del conflicto y no descansa sobre una
minuciosa descripción material de la geografía, sino sobre detalles vivenciales que funcionan
como síntomas del contenido semántico global.
Los dos escritores ya han ofrecido textos en que el ingrediente autobiográfico asomaba
de forma más o menos precisa, más o menos fiel a la realidad; así por ejemplo en los Tinto de
verano (2001) de Elvira Lindo y en Ardor guerrero (1995) o Sefarad (2001) de Muñoz Molina2;
luego la autoficción ya forma parte de sus libros anteriores. Pues bien: testimonio, autobiografía
y novela se fusionan en sendos libros dedicados a Nueva York por esta pareja de escritores,
cuyos textos discurren entre lo costumbrista y lo personal, lo artístico y lo histórico, lo real y lo
ficcional.
En las dos obras a que me refiero – Ventanas de Manhattan (Muñoz Molina, 2004) y
Lugares que no quiero compartir con nadie (Lindo, 2011)- una voz que habla en primera
persona se pasea por la capital del mundo occidental; pero hay claras divergencias entre las dos
versiones que la pareja ofrece de Nueva York en 2004 y 2011: un lenguaje más retórico y
barroco en el caso de él, un tono más coloquial y próximo a la oralidad en el caso de ella; Lindo
teje itinerarios por calles y locales que se transforman o desaparecen, hace un estudio de
ambientes y así impregna el texto de un sabor costumbrista y familiar; Muñoz Molina también
Mirtha Laura Rigoni (2010, p. 2) explicaba: “Ventanas de Manhattan no es una novela pero se parece mucho a
los relatos de ficción en primera persona de Muñoz Molina, que en algunos casos permiten el reconocimiento de
elementos autobiográficos y en otros podrían inscribirse en lo que se ha dado en llamar autoficción”. Según esta
investigadora, el narrador protagonista de algún relato anterior como Sefarad, parece coincidir con el del libro que
ahora tenemos entre las manos. Por otra parte, la misma estudiosa ha observado (2010, p.1) que “el viaje es un
motivo frecuente en los relatos de Muñoz Molina. En sus novelas y cuentos suele haber personajes que se trasladan
a diversas ciudades, recorren sus calles y observan el entorno con atención”.
2
93
se aproxima al costumbrismo, pero su atención se dirige más a los tipos que a los cuadros 3, es
la gente en que fija sus ojos la que presta pintoresquismo local al dibujo4. Y este último autor
añade sofisticadas percepciones de dimensión moral o artística (Sanz Villanueva, 2014) 5 que
no se hallarán en el libro de Lindo.
Ventanas de Manhattan, el más temprano de los dos libros que vengo comentando, ha
sido caracterizado como “texto híbrido, que participa de la crónica periodística, el libro de
viajes, el ensayo y la novela, dividido en secuencias que a veces constituyen verdaderos
microrrelatos” (Mirtha Laura Rigoni, 2010). Enmarcadas por la ventana, o también en cuadros
y fotografías o por las calles, el narrador observa figuras humanas a cuya vida intenta asomarse.
Pasea y mira; reflexiona e imagina. Y se acompaña a veces de la mujer que ama, una mujer
“pelirroja”. Precisamente, una mujer pelirroja es la que deambula por Nueva York y escribe en
Lugares que no quiero compartir con nadie; una mujer cuyo esposo amado, con el que cena a
menudo en los locales de la ciudad, se llama Antonio. Varios años separan la publicación de
estos textos; pero los dos se refieren a un espacio geográfico y cronológico compartido.
En el libro de Muñoz Molina, hallamos numerosísimos pasajes que presentan un
carácter autoficcional, a tenor del siguiente:
Sola la vida humana corre a su fin ligera más que el viento. En la biblioteca de la
Universidad abro el Quijote y encuentro esas palabras. Me parece mentira que haya
leído tantas veces el libro sin reparar en ellas. He entrado mostrando mi acreditación
de profesor, de validez tan transitoria que casi es una impostura, y cuando el vigilante
del mostrador me ha hecho una señal distraída para que pase, he vuelto a sentir la
misma emoción cálida y pueril que la primera vez que tuve un trabajo parecido y una
tarjeta con mi foto en otra universidad, la de Virginia, hace ya muchos años, ligeros
más que el viento (MUÑOZ MOLINA, 2004, p. 206).
El libro de Elvira Lindo no ha merecido por el momento la misma atención crítica que
el de Muñoz Molina. Ella lo comienza con una dedicatoria que reza: “Para Antonio, porque
donde está él está mi casa”. Ese “Antonio”, como una referencia familiar y cotidiana, aparecerá
repetidamente en el texto (Muñoz Molina, 2004, pp. 14-15, 17-18, 20, 21, 38-9...etc.)6, que hace
un uso abierto de la primera persona desde su inicio: “Voy a Queens. Voy a Queens en metro.
Pienso en...”
La autoficción y la presencia en Lugares que no quiero… de una mujer escritora, que
procede de Madrid y que en los últimos años vive en Nueva York, una mujer que habla de su
3
Aunque también se refiere a cafés, parques, museos, u otros espacios cuyas figuras humanas atraen su interés.
Véase, por ejemplo, la siguiente descripción: “Remolinos de hojas de acacias vuelan sobre las aceras entre las
piernas de la gente y chocan contra los parabrisas de los taxis, que están pintados de un amarillo idéntico. El viento
le arranca a un homeless los harapos en que se envolvía y el trozo de cartón en el que contaba su desgracia, y
derriba el tenderete con pequeñas cartulinas llenas de dibujos de flores y pájaros que exhibía un calígrafo chino en
la esquina de Broadway y la Séptima Avenida. Un vendedor callejero se apresura a recoger los libros de cuarta o
quinta mano que el viento ha tirado al filo de la acera...” (Muñoz Molina, 2004, pp. 204-5).
5
Paradigmático es el siguiente fragmento: “Las calles por las que paseo cada día, por las que voy al cine o al
supermercado o a la tienda de discos, son las mismas que pinta Richard Estes en sus últimos cuadros, y la luz
también es idéntica, el sol en las esquinas y el cielo azul sobre las cornisas de los edificios de Broadway, como si
estuviera pintando ahora mismo, en este otoño frío y despejado, y una de las figuras que aparecen en ellos pudiera
ser la mía” (Muñoz Molina, 2004, p. 210).
4
6
El texto también asigna espacio al niño Miguel, un vástago de la pareja que reside intermitentemente en Nueva
York.
94
vida cotidiana de callejeo por Manhattan, se conjugan con un discurso lleno de viveza7 y de
registro muy coloquial salpicado de giros vulgares hoy de moda8. La rotunda presencia de esa
mujer cuyas vivencias coinciden con las de la escritora Elvira Lindo por lo que el público sabe
de ella, se resumen en párrafos directos y contundentes:
Soy española. Vivo en Nueva York parte del año, concretamente, de enero a junio,
ese semestre que de manera irónica llaman en la universidad americana “de
primavera”, porque con irritante frecuencia el invierno se acaba en mayo. Mi marido
da clases de literatura en la Universidad de Nueva York. En teoría yo me quedo en
casa, escribiendo. En la práctica me quedo en la calle, vagabundeando. De 2004 a
2006, los dos primeros años en esta ciudad, mi marido fue director del Instituto
Cervantes en Nueva York... (LINDO, 2011, p. 10).
Poco más adelante aclara, “soy Elvira y escribo”, “soy novelista, soy cronista de un
periódico”; y continúa refiriéndose a una vida común con su marido, que forma parte de un
“nosotros” siempre vivo: “aún vemos todas las noches” la serie Seinfeld (Lindo, 2011, p. 11),
“nos sabemos todos los capítulos de memoria” (Lindo, 2011, p. 11)… etc.
¿Y cuál es el género del texto que Elvira está escribiendo ante nosotros? Parece tratarse
de una crónica personal, un intento de enlatar un tiempo gozoso9 para tenerlo conservado más
adelante. En su primera página, desde las primeras líneas, ya nos había dicho que se trata de
una “historia” (Lindo, 2011, p. 7), por tanto esperamos un discurso de carácter narrativo. La
subjetividad con que la voz de la narradora conduce el relato, se manifiesta en su tratamiento
del espacio urbano, recorrido en numerosos paseos10 a lo largo de los cuales esos lugares se
asocian a otros antes conocidos o amados, o a las costumbres turísticas de la mayoría:
Salgo del metro y pongo el pie en Lexington. Es como si volviera a una ciudad en la
que viví hace años. De hecho, así es. En 2004 vivimos en el Upper East. No en el
Upper Ëast distinguido. En el Upper East romo y tristón que linda con Harlem. Hay
toda una mística construida por los turistas europeos con respecto a Harlem. Supongo
que en nuestra mente aparece el barrio vivo, popular, canalla y musical que fue la
patria de los músicos negros que venían del sur a Nueva York... (LINDO, 2011, pp.
14-15).
La profusión de nombres propios en el texto de Lindo merece especial atención. Los
nombres propios forman parte de las herramientas lingüísticas que permiten al hombre captar,
ordenar y manejar el mundo que lo circunda. Los problemas semánticos planteados por los
nombres propios, parecen resolverse si admitimos que son denominaciones con valor
identificador, puesto que corresponden a una referencia individual, no colectiva. Sin embargo,
como señala Miguel A. Rebollo, quizá la clave de los nombres propios está “en las ideas que
despiertan”:
7
Las oraciones cortas y las repeticiones dan un ritmo sincopado y vivo; véase por ejemplo el fragmento citado
más adelante que comienza: “Salgo del metro...” (Lindo, 2011, pp. 14-15).
8
Es notable la capacidad de Lindo para captar, e incluso imponer, giros lingüísticos de moda. En Lugares…
aparecen expresiones vulgares de uso hoy común, como “mover el culo” por “desplazarse”: “lo que caracteriza a
un irreductible habitante de Manhattan es que mueve muy pocas veces el culo para salir de la isla” (Lindo, 2011,
p. 7).
9
El propio texto habla de “esta crónica” “que está escrita para mí”. El presente gozoso que vive la narradora se
expresará de nuevo al final del libro: “Y ahora bendigo este presente”, dice, en el que camina, escribe y disfruta
(Lindo, 2011, p. 226).
10
La narradora se refiere en cierto momento a “los cazadores de ambientes como nosotros” (Lindo, 2011, p. 147);
es claro que la pareja procura localizar lugares en sus paseos. El niño Miguel pregunta, y la mujer que narra explica
que está escribiendo un libro “con un título paradójico: Lugares que no quiero compartir con nadie” (Lindo, 2011,
p. 171).
95
“Un nombre propio puede no despertar absolutamente nada al ser un mera
identificación sin significado, y puede ocurrir que “despierte” muchas ideas, en cuyo
caso el nombre propio sigue siendo una etiqueta de identificación, pero con el añadido
de la carga que, en función de la experiencia, aporte […] El contexto extralingüístico
sería el responsable de la mayor connotación” (REBOLLO, 1995, p. 404).
Esta brillante interpretación sobre la semiosis de los nombres propios concluye
afirmando: “en el ámbito de la lengua, los nombres propios denotan, son simples etiquetas. En
el plano del discurso, al contextualizarse, se cargan de connotaciones y ayudan a la economía
del lenguaje al dar por consabido un cúmulo de significados”. (Rebollo, 1995, p. 406).
Así, el empleo literario de nombres propios puede llegar a constituir una técnica
peculiar que remite a conocimientos compartidos por autor y lector en torno a esas
individualidades mencionadas o que los simula. Es posible enunciar el nombre propio y obtener
una gran rentabilidad semántica sin detallar las características individuales de lo mencionado.
Volvamos ahora a los nombres propios manejados por Lindo, y menos
copiosamente por Muñoz Molina en los dos libros de los que estamos hablando. Muchos de
esos nombres forman parte del imaginario cultural común en nuestra sociedad global, en que la
relación del individuo con el universo audiovisual ha multiplicado las experiencias culturales y
espaciales. Los lectores occidentales compartimos un sistema cultural de signos de tipología
diversa que difunden los media, y con ellos, paquetes semánticos vinculados a identidades
individuales sean humanas, sociales, comerciales o geográficas. El grado de convencionalidad
de los paquetes semánticos recibidos a través de los mass media varía, pero en nuestra sociedad
actual decir “Aznar”, “Lou Reed” o “Patti Smith”, aporta carga semántica al discurso. La forma
de caracterización de un espacio, que consiste en enunciar nombres propios que no son
toponímicos, la veremos también en el texto de Longares aludido en este estudio; pero ahora,
se trata de nombres propios que definen un universo global, en consonancia con el espacio de
que se trata, abierto y estrictamente central en el mundo que vivimos.
Así, nombres de personajes, productos culturales de diversa catadura y firmas
comerciales pueblan las páginas de Lindo: el hispanista Bill Scherzer (Lindo, 2011, p. 15);
Carmen McRae (Lindo, 2011, pp. 22-23); Aznar (Lindo, 2011, pp. 22-23); Lou Reed o Patti
Smith (Lindo, 2011, pp. 31-32); escritores, como Henry Roth (Lindo, 2011, p. 15), Scott
Fitzgerald (Lindo, 2011, p. 23-4) o Federico García Lorca (Lindo, 2011, p. 57); y también
títulos o firmas diversos: la serie televisiva Sex and the City (Lindo, 2011, p. 24), la revista
Cosmopolitan (Lindo, 2011, p. 24)..., la compañía informática Apple y la marca de moda
Comme des Garçons (Lindo, 2011, p. 24)… etc.
Un efecto muy distinto tienen otros nombres propios también barajados en el texto de
Lindo pero que vienen acompañados de una breve presentación sobre la historia y personalidad
de lo mencionado: se trata ahora de denominaciones que se llenarán de sentido para el lector
medio después de la lectura del texto.
En sus paseos11, la escritora menciona
establecimientos diversos, de óptica, de zapatería (Lindo, 2011, p. 17), restaurantes o cafés
(Lindo, 2011, pp. 17-18, 24-25...etc.) a menudo con sus nombres propios (Florent, Café Reggio,
Flor de Mayo, Henry´s...etc.) y proporciona datos y evaluaciones sobre los mismos; glosa
ciertos locales preferidos por la narradora y su pareja, como el Swifty´s al que se dedica un
elogio mesurado y del que se evocan cualidades que no desmerecerían en una guía turística12:
La narradora dice de sí misma que padece “una especie de fiebre urbana” (Lindo, 2011, p. 46). Y procura
desacreditar los tópicos vigentes sobre Nueva York (Lindo, 2011, p. 48).
12
En algún punto de su historia, la voz narrativa considera la posibilidad de redactar una guía de Nueva York para
gordos. Con su amigo baraja platos y dulces recomendables para gordos, e incluso ensaya un fragmento de esa
guía que nunca escribirá: “Un día cualquiera para gordos en esa guía no escrita, podría desarrollarse así: Se debe
comenzar desayunando bagels. En Nueva York hay bagels en todas partes, pero Xavi propone Murray´s. Yo, que
creo que bagels y exquisitez son dos conceptos antagónicos, me conformo con Absolute Bagels, el más cercano a
11
96
“Un lugar en que los forasteros pudieran encontrar en el plato lo de siempre pero servido de
una manera elegante” (Lindo, 2011, pp. 18-19). Y además hace la descripción de la parroquia
del local de tal modo que el pasaje cabría en un texto costumbrista y también en un artículo
sobre gente guapa de una revista contemporánea exquisita:
Los hombres visten un poco a lo capitán de yate: botonadura dorada sobre un blazer
azul marino y esos zapatos que parecen zapatillas rancias de andar por casa con un
escudo bordado en el empeine y que los hombres ricos algo extravagantes consideran
el colmo de la sofisticación (LINDO, 2011, pp. 18-19).
La conjugación de varios discursos descriptivos – costumbrista, propio de una
crónica de revista de moda, literario realista, análisis sociológico...- puede advertirse en el
siguiente fragmento:
“Entre las señoras hay dos tipos: las que fueron operadas drásticamente en la época
en que los cirujanos plásticos cortaban por lo sano, y esas otras que han conservado
sus arrugas y parecen hermanas gemelas de la anciana Coco Chanel. Son ricas con
pieles acordeónicas. Ante nuestros ojos desfilan chaneles, sí, chaneles que tiene ya
varias décadas y que visten a ancianas amojamadas que tiemblan siempre un poco al
andar, como si en el techo de esta pequeña pasarela, que va del salón de los habituales
a nuestra mesa al lado de la puerta, estuviera un titiritero moviendo los hilos de estas
mujeres con movimiento de marionetas que aún parecen más viejas cuanto más
operadas están...” (LINDO, 2011, p. 19).
En consonancia con lo que acabo de explicar, los elementos intertextuales que
maneja Lindo en su expresión de la realidad espacial están a menudo al alcance de todo lector
medio: “de acuerdo, no es país para viejos”13 (Lindo, 2011, p. 30) admite por ejemplo,
evocando el título de una conocida película de los hermanos Coen que se realizó a partir de la
novela de 2005 escrita por Cormac McCarthy.
Así, a lo largo del libro, Elvira Lindo va perfilando un espacio por el que transita
en su vida cotidiana, un espacio al que asoman figuras de otro tiempo que forman parte de su
imaginario cultural, y también figuras amadas; un espacio que se abre a la memoria y que es el
ámbito de una cotidianidad que irremediablemente se perderá. Es un espacio material y un
espacio psicológico; es el Nueva York vivido con Antonio, con ese marido que pasea al perrito
y que la espera en casa para comentar lo que le dijo el doctor. La obra se cierra con la idea
inicial: Antonio es el hogar.
Cuando me asalta la duda de si quiero o no vivir entre dos ciudades, procuro pensar
que donde está él está mi casa. No siempre me consuela. Y sé que es una afirmación
incongruente en unas páginas en las que pretendo rendir homenaje a esta ciudad, pero
no puedo terminar de otra manera, esa es la pura verdad” (LINDO, 2011, p. 227).
En suma: Antonio Muñoz Molina y Elvira Lindo rinden su homenaje a Nueva
York en sendos libros, textos que hablan de la memoria de lo cotidiano entre el relato
autoficcional y la crónica, entre periodismo y literatura; libros en que el otro miembro de la
pareja constituye una referencia permanente, una presencia inexcusable; y en que los dos
autores y su amorosa relación pasan a formar parte del imaginario cultural que están
contribuyendo a configurar. En estas autoficciones la ciudad aparece constelada de nombres
propios que la salpican y prestan consistencia material a relatos en que la descripción detallada
casa...” (Lindo, 2011, p. 44). En todo caso, entre las páginas 43 y 49 del libro, Lindo se dedica de lleno a debatir
la cuestión de las exquisiteces alimenticias neoyorquinas.
13
Poco más adelante insiste en la referencia intertextual: “Mi barrio es en sí mismo un país para viejos” (Lindo,
2011, pp. 32-33).
97
de itinerarios o mapas, formas y colores, tan cara a la novela decimonónica, no es la fórmula
favorita. Muñoz Molina da un aire más reflexivo a sus páginas, salpicadas de nombres de
Universidades, grandes escritores o pintores…, y capta la luz de un paisaje urbano a través de
la referencia a un cuadro; Elvira Lindo utiliza los nombres propios con mayor profusión, e
incluye numerosísimos rótulos comerciales y evocaciones de sabor mediático en el conjunto.
Ambos novelistas hablan de una ciudad constelada de figuras vinculadas a su memoria cultural;
figuras que no están físicamente presentes, pero que prestan carácter a la experiencia urbana de
la que ambos autores están dando cuenta.
Manuel Longares: un reducto en Madrid
Cuando Manuel Longares publicó Romanticismo, en 2000, Madrid ya era una ciudad
multicultural. Las novelas y las canciones de moda lo habían puesto de relieve diez años atrás,
cuando Antonio Muñoz Molina dio a la prensa Los misterios de Madrid (1992), el grupo
musical Amistades Peligrosas popularizaba su canción Africanos en Madrid (1992), y Eduardo
Mendicutti ofrecía Los novios búlgaros (1993), que más tarde sería llevada al cine (2003). El
primero situaba a un investigador cateto y lleno de prejuicios, Lorencito Quesada, en el centro
de la capital y lo mostraba espantado de los riesgos de la gran urbe, porque –ironizaba el autor“¿Cómo no iba a estar llena de peligros una ciudad poblada de moros, negros y chinos?”
(Muñoz Molina, 1993, p. 40); el dúo musical Amistades peligrosas comentaba “el pecado de
ser africanos en Madrid”, asegurando que “si miras bajo su piel, hay un mismo corazón”14; y
Eduardo Mendicutti dibujaba en su relato a un bellísimo y joven inmigrante que, como otros
venidos de los países del Este europeo, sobrevivía con oficios marginales en la Puerta del Sol.
El efecto de una novela como Romanticismo, dedicada a tratar de la burguesía pacata y
conservadora y de su barrio emblemático en la capital, el barrio de Salamanca, se multiplica a
la vista de la realidad multicultural que manejan a principios del siglo XXI tanto la literatura
como los medios de comunicación. Y cobra un aire de evocación de un tiempo clausurado esa
rememoración de una clase y un espacio que fueron nucleares en los años del franquismo.
Como en otras obras literarias, el espacio no es simplemente el marco de la acción, sino
que cobra entidad propia y contribuye a la configuración semántica del texto. La historia
contada discurre en Madrid, y lo cierto es que la capital de España, como espacio narrativo de
elección, frecuentemente ha sido objeto de atención por parte de narradores y estudiosos15.
Pero la fisonomía de la capital se ha modificado en la bisagra de los siglos XX y XXI.
En 2002 Emilia García Escalona explicaba Madrid como un espacio urbano que estaba
cambiando sus teselas poco a poco; la investigadora dejaba constancia de que la ciudad
posmoderna se caracteriza por una población plural, en que hay una gran variedad de razas,
etnias, culturas y valores (García Escalona, 2002, p. 176); y ya por entonces, facilitaba unas
estadísticas sobre el contingente nutrido de inmigrantes en Madrid y anotaba unas zonas
identificables de implantación en determinadas áreas capitalinas: Lavapiés como sector
musulmán, Tetuán como un Pequeño Caribe…”La pluralidad étnica está en Madrid”,
proclamaba la investigadora (García Escalona, 2002, p. 184).
Así, el momento en que se publica Romanticismo forma parte de una unidad de tiempo
en que Madrid se ha visto transformada por la afluencia de gentes venidas de África, países del
14
La letra completa de esta canción puede hallarse en vrias páginas de internet. Véase, por ejemplo,
http://www.musica.com/letras.asp?letra=6153.
Letra
y
música
pueden
obtenerse
en
www.youtube.com/watch?v=JT5fGbnMGiU. Poco después, en 1994, obtuvo el premio Ondas la canción de Pedro
Guerra compuesta para Ana Belén y titulada Contamíname, que pedía “Cuéntame el cuento de las cadenas/ que
te trajeron”, y cuyo estribillo decía “Contamíname, mézclate conmigo, /que bajo mi rama tendrás abrigo”.
15
Véanse, por ejemplo, los trabajos de Sanmartín Bastida y de Tudoras citados en nuestra bibliografía.
98
Este, China…, y esta novela recupera para la memoria a unas gentes y un barrio que tuvieron
su Edad de Oro cuarenta años atrás. La novela habla de esas vísperas de la actualidad en que el
barrio de Salamanca albergaba una “reserva inexpugnable en el orden patrimonial y
urbanístico” que al filo de los años noventa del siglo XX empezaría a disolverse en geografías
lejanas de chalets en el norte de Madrid16. La historia narrada se abre en los momentos en que
agoniza el dictador Francisco Franco, en octubre de 1975, cuando “el Caudillo se moría ante la
incredulidad de los que lo consideraban eterno” (Longares, 2000, p. 21); el barrio de Salamanca
vive entonces una “angustia” que es el leit motiv en toda la primera parte de la novela, y que
altera la rutina de las gentes.
La muerte inminente de Francisco Franco, gastado y gravemente enfermo, asusta a los
burgueses madrileños que tan tranquilos vivieron a su sombra; la sensación de que se cierra una
época, de que ha de comenzar otra de inciertos designios, tiene en vilo a los personajes de esta
novela, que pueblan el barrio de Salamanca, se reúnen en las tertulias de Balmoral si son
varones, y acuden a citarse en Gregory´s si son mujeres, y que además son habituales en los
salones del Hotel Wellington. Son gentes que el narrador presenta y menciona por sus apodos
familiares, sus sobrenombres reconocidos y usados entre las gentes de confianza, las gentes
“del cogollito”, “miembros de la burguesía improductiva” (Longares, 2000, p. 15): Javo
Chicheri, Fela del Monte, Lalo Pipaón, Luismi Fonseca… Todos ellos frecuentan
establecimientos situados en torno al eje de la calle Goya entre Serrano y Velázquez, tiendas y
cafeterías que son mencionadas a lo largo del texto y que cualquier lector acostumbrado a pasear
por el barrio conoce; incluso se selecciona el artículo que ha hecho famoso al establecimiento
en cuestión y que fue prenda de uso común entre las gentes pudientes del barrio en los años
setenta: los bolsos de Pekary, el sombrerito de Cacharel, los guantes de Varadé, la bufanda de
Zarauz (Longares, 2000, p. 20) y también la lencería francesa de Mily (Longares, 2000, p. 24);
la familia tipo que se destaca en primer plano en el relato vive en un piso “de generosas
dimensiones” (Longares, 2000, p. 15) con dos personas de servicio; el ama de esa casa se peina
en Ruphert y compra los pasteles en Viena Capellanes, es aficionada “como el resto de su
especie a las porcelanas de Lladró” (Longares, 2000, p. 19) y frecuenta los cuidados de la
masajista del club Apóstol Santiago (Longares, 2000, p. 21). Además hay una red invariable de
proveedores domésticos: Álvarez Gómez, Asensio, Barasa, Berenguer (Longares, 2000, p.
69)… habida cuenta de que mudar de proveedor supone tirar el dinero o incluso pescar la tiña,
o peor, traicionar un estilo (Longares, 2000, p. 74).
Así, gran parte de la novela transparenta un minucioso estudio de la geografía humana
del barrio, de los estereotipos y hábitos que lo caracterizan, si bien todo ello se vierte en un
fresco costumbrista hiperbólico e irónico.
La geografía urbana es determinante en la configuración de la élite de que se habla: el
núcleo de barrio de Salamanca donde habitan las gentes principales de la novela determina “el
cogollito donde había de todo, y lo que no se encontraba en él no existía o no tenía caché”
(Longares, 2000, p. 51); de ahí que sea percibido como práctica acertada el que los recién
casados no estrenen piso, sino que permanezcan en la vivienda familiar. Los burgueses del
barrio se pretenden cosmopolitas, pero desplazarse a la calle Marqués del Duero o a la glorieta
de Bilbao, “que compartían con el barrio de Salamanca una red de transportes y la particularidad
del gas en cada piso, equivalía a emprender un viaje con maleta pues más allá de las dos o tres
manzanas colindantes se extraviaban” (Longares, 2000, p. 67). El hecho es que los personajes
aparecen sujetos a un entorno reducido en que transcurre toda su vida, como en una especie de
reclusión voluntaria y gozosa; el narrador observa: “Habían reducido la ciudad a las
Las páginas postreras de la novela se refieren a “Corea”, ese barrio de chalets que empieza a acoger a las gentes
del cogollito en el norte de Madrid una vez que el barrio de Salamanca empieza a ceder espacio a las oficinas en
las grandes casas de primeros de siglo.
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99
dimensiones de su entorno y al hecho de divagar por el palmo de terreno adosado a su domicilio
llamaban salir, una ceremonia que Hortensia comenzaba a preparar temprano…” (Longares,
2000, p. 67). Lo que se extiende más allá del territorio propio del cogollito queda reducido a la
categoría de “vaguadas”, según la terminología usada por la madre de Pía, que incluye en esa
denominación la mayor parte de la geografía urbana (Longares, 2000, p. 240).
Las salidas del domicilio para aventurarse por el exterior inmediato a la vivienda
requieren una preparación cuidadosa, aunque el objetivo del viaje suele ser nimio: Hortensia
siempre salía de su casa “pintadísima y requetepeinada, con traje de chaqueta, tacón alto y
estola, como si fuera a ver al Papa y no a comprar esparadrapo en la farmacia de Alderete”
(Longares, 2000, p. 68).
Y esa salida responde a un ritual minuciosísimo, que es relatado a base de referencias
heroicas capaces de cargar de burla el pasaje:
Cruzaba luego el Rubicón del portal y levantaba la cabeza para saludar a su hija y a
Domi apostadas en el balcón. Y si al fin afrontaba las corrientes de aire, las losetas
descolocadas, el petardeo automovilístico y la grosería de la muchedumbre era porque
en su recorrido por el cogollito había una serie de establecimientos donde guarecerse
de la inclemencia mayúscula de la vida (LONGARES, 2000, p. 68).
El narrador deja claro que hay una tradición común, incluso unas marcas de raza, propias
de esta burguesía madrileña: asigna a la protagonista “todos los atributos de la raza criada en el
barrio: el pie largo, el seno breve, las caderas escurridas, el ademán de esfinge y la sonrisa de
ciega para mantener las confianzas a raya” (Longares, 2000, p. 46); las jovencitas de la zona
estudian en las ursulinas, pasean por “la acera derecha de la calle Goya según se baja a Colón,
como habían hecho sus madres y harían sus hijas, atentas a los escaparates de moda y zapatos,
pero sobre todo a las pandillas de chicos” (Longares, 2000, p. 37), pues su futuro marido podía
proceder de éstas; y desde luego se casaban con lunch en Lhardy o en la parrilla del Ritz. Caso
característico es por tanto el de la pareja protagonista de la novela: Jose Luis Arce y Pía.
Sobre la construcción psico-social de los personajes principales se hace notar el peso de
la tradición biempensante de siglos pasados: la madre de familia, es considerada puntal de los
ánimos y afectos a la manera decimonónica. La máxima que la protagonista y el narrador se
repiten varias veces reza que “de la mujer depende la serenidad de la familia” (Longares, 2000,
pp. 126, 163, 368), y por tanto las damas procuran ser elegantes y distantes con los extraños, y
leales con los allegados; llevan una vida hecha de rutina, una “vida monótona, entrañable,
vulgar y ajustada a unos usos inveterados y amigos” (Longares, 2000, p. 158). La vejez de las
mujeres del barrio transcurre tras una ventana desde la que se avizora cuanto acontece en la
calle. Así, Hortensia, sentada en la mecedora junto al ventanal, “seguía pendiente de los
edificios y de la animación de la calle, como si contemplara en la pantalla de un cine la película
de su vida” (Longares, 2000, p. 91). El mundo y la realidad transcurren en otro sitio; las gentes
del barrio miran discurrir el tiempo, pero no están inmersos en la realidad, que permanece más
allá de su reducto.
En un pasaje posterior del texto, el narrador resume la forma de ver y vivir la cuestión
crematística propia de estas gentes:
Entre tantos y tantos que no tenía donde caerse muertos ellos habían venido al mundo
con el pan bajo el brazo y la sepultura reservada. Y en este paréntesis comprendido
entre el nacimiento y la defunción, únicas instancias compartidas con los demás
mortales, apuraban la vida sin quebrantos ni convulsiones, entre cortinajes y trofeos
de caza, acuarelas costumbritas y escayolas rococó, cubertería de plata y relojes de
anticuario (LONGARES, 2000, p. 78).
100
Trabajar para ganarse el sustento es decisión que sólo corresponde adoptar heroicamente
en casos extremos: cuando José Luis Arce prevé un cataclismo a la muerte del caudillo, en un
arranque de hombría dada la excepcional situación, piensa obtener alabanzas cuando dice al
oído de su esposa como quien se arroja al sacrificio supremo para salvar a los suyos: “Si nos
arruinan los rogelios17, trabajaré” (86)18.
Las gentes forman parte del paisaje del barrio: adquieren, por ejemplo, la costumbre de
asistir a las matinales de la orquesta en el parque del Retiro, y esas gentes “por frecuentar
aquellas matinales durante los domingos de bonanza acabarían incorporadas al paisaje del
parque con el mismo derecho que las esculturas, los parterres, las alamedas y los árboles
altísimos” (Longares, 2000, p. 61). “Como figuras de un óleo costumbrista” pudo retratarlas
Villasevil, el pintor de moda (Longares, 2000, p. 61).
En este irónico tratado mixto de Historia española y Geografía humana y social, el
lenguaje del narrador recoge las formas de habla de sus personajes: adopta sus expresiones y
estimaciones, lo que con frecuencia desemboca en contradicciones hilarantes entre la realidad
aludida y la forma de abordarla. Por ejemplo: José Luis Arce pasa por ser un “corazón de oro”
(Longares, 2000, p. 60), pero eso no le impide conducir el coche desde el que es asesinado un
civil por el hecho de ser de izquierdas; Fela del Monte y otros se sienten muy patriotas, pero
procuran poner a salvo su capital fuera de la circulación, e incluso proyectan sacarlo del país…
Con los vaivenes políticos, la vida cotidiana de las familias del cogollito sufre desajustes
que los interesados consideran de envergadura, pero que la novela se ocupa de minimizar. De
hecho, todos estaban durmiendo cuando el general Franco expiró (Longares, 2000, p. 183), y
aunque algunos de ellos proclamaron entonces que el acontecimiento liquidaba una época, y
José Luis Arce declamaba “Dame fuerzas, Dios mío, para sostener España” (Longares, 2000,
p. 184), los Arce equiparaban la pérdida del Caudillo a “la boda de una criada de confianza
(Longares, 2000, p. 184)19. Las dimensiones de los sucesos vienen alteradas desde la
perspectiva de los habitantes del barrio, y se hace risible la carencia del sentido de la proporción
que todos ellos padecen. La periodista Caty Labaig, cuya dedicación gira en torno a las gentes
del barrio, considera el desmembramiento de la pandilla juvenil de Virucha “el acontecimiento
más singular del cogollito de familias del barrio de Salamanca en el primer año del reinado de
don Juan Carlos” (Longares, 2000, p. 196); con eso queda resumida la escasa alteración de la
placidez cotidiana que provoca en la alta burguesía madrileña la nueva situación política. De
hecho, los meses inmediatos a la muerte del Dictador no alteraron las costumbres navideñas de
los miembros del cogollito (Longares, 2000, p. 197).
La familia central en la novela es la formada por Pía Matesanz, su marido, José Luis
Arce, y su hijita Virucha; constituyen lo que una amiga de la casa llama “la Sagrada Familia”
(Longares, 2000, p. 188), por su carácter ejemplar: ambos esposos son tranquilos y elegantes,
“Los rogelios” es la forma familiar de denominar al enemigo ideológico, a “los rojos”.
No hará tal, nunca tendrá un trabajo en sentido estricto, sino que desahogará su inquietud ante el futuro cuando
agoniza el dictador mediante unas algaradas nocturnas por los barrios periféricos en las que será asesinado un
“rojo” (Longares, 2000, p. 105).
19
Con estas palabras, el que en la novela es denominado “el Caudillo” por personajes y narrador, aparece en cierta
forma equiparado a una persona del servicio de esta alta burguesía capitalina. La desaparición de una criada de
confianza es asunto que ocupa gran espacio en esta novela tan atenta a las menudencias de la vida cotidiana. El
relevo de la sirvienta, la Domi, que ocupa las páginas 217 y ss., muestra que nunca fue dada de alta en Seguridad
Social y por lo tanto no cobrará pensión alguna una vez fuera de la casa de sus patrones; que el ama de casa que
la vieja criada acompañó desde niña tiene pena de su marcha, pero que eso no impide esa salida de la casa ni
facilita a la expulsada otra compensación que un regalito elegante de una de las tiendas frecuentadas por el
cogollito. La dureza con que los señores manejan este relevo doméstico en casa de los Arce contrasta con la
exquisita urbanidad con que se comportan. La dignidad de la vieja criada, que no habla ni el narrador bucea en sus
sentimientos, se hace evidente cuando el lector es enterado de que rechaza el miserable regalo de un billete de mil
pesetas que el ama le mete en el abrigo y que apenas puede o quiere caminar para alejarse cuando sale de la casa.
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se entienden entre sí y adoran a la niña; Pía no trabaja ni dentro ni fuera de casa, dispone de
nutrido servicio; y él tampoco trabaja, sino que todos viven de las rentas. La ejemplaridad moral
y antropológica se confunden en el tratamiento narrativo de esta familia.
La peripecia nuclear de la novela, que se desarrolla en la segunda parte de la misma,
titulada “Desajustes”, consiste en la irrupción de un elemento extraño en el seno de la familia
Arce: el socialista Monjardín, cuya labia y simpatía seducen al elegante y acomodado ignorante
que es Arce. Y esa amistad introduce modificaciones aparentemente leves pero que tendrán
largo alcance en la vida de la familia Arce. Al final todo parece igual pero ha habido cambios
sutiles que permiten conservar incólume la exclusividad del cogollito. “El barrio perdía
carisma”, como se hace evidente a través de cambios casi imperceptibles: ya no abre la puerta
la criada, sino la señora, y “tras ella no se percibía la antigua viveza sino una consternación
muda, porque los hijos se habían emancipado y vivían lejos del cogollito y no enfrente o a la
vuelta” (Longares, 2000, p. 423). El barrio de Salamanca ya no es el círculo topográfico
exclusivo y doméstico del cogollito, sino que cada vez hay más casas excelentes convertidas en
oficinas. Los fines de semana el barrio ya no era como antaño:
Sin los ojos de la luz quedaban entonces los edificios construidos a primeros de siglo
y el gran silencio de las casas ducales aplanaba el barrio en las jornadas de ocio en
que, salvo a la hora central, nadie paseaba mirando escaparates ni frecuentaba la
iglesia de la Concepción… (LONGARES, 2000, p. 424).
Manuel Longares habla en su novela de un barrio, pero se refiere más a un espacio sociohistórico que a un espacio geográfico. Su novela está cuajada de topónimos y de referencias
espaciales, que cobran un sentido peculiar al conjugarse con los nombres de establecimientos y
firmas comerciales ligadas a la forma de consumo de la burguesía madrileña del
tardofranquismo. La percepción espacial de los personajes aparece tan estrecha y falta de
realismo como su percepción de la realidad económica o personal; la coherencia de la obra
descansa sobre la psicología de personajes encerrados en un reducto espacial delimitado tanto
por la geografía física, como por la ideología. El paisaje urbano sobre el que se asienta “el
cogollito” está rodeado de invisibles fronteras, que lo convierten en ámbito exclusivo y en
estrecha cárcel simultáneamente.
Conclusión
Paisajes urbanos tachonados de firmas comerciales; un uso de los topónimos que se
completa con otros nombres propios ligados al imaginario cultural manejado en nuestro mundo
global por un lector medio; fuerte subjetivización de los espacios, que se ofrecen como ámbitos
y recorridos emocionales… La narrativa española de inicios del siglo XXI refiere una geografía
urbana diferente, pero además la construye con diferente estrategia discursiva.
Hace unos años, la investigación de Tudoras (2004) sobre la configuración del Madrid
literario postmoderno concluyó en afirmar que la última novela española configura la imagen
de la ciudad “sin necesidad de recurrir a modalidades tradicionales de representación espacial,
como la descripción”, y procuraba inventariar espacios y mecanismos expresivos de la narrativa
más reciente. Valga el presente trabajo como apoyo de tal tesis y como sugerencia sobre la
importancia que adquieren el multiculturalismo, el imaginario cultural global difundido por los
media, los nombres propios no toponímicos y los rótulos comerciales, en la nueva percepción
del espacio que despliegan los personajes.
102
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