EL_HOMBRE_QUE_VIO_CAER_TODOS_LOS_CALLOS

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EL HOMBRE QUE VIÓ CAER TODOS LOS CALLOS
Por Paola García Orozco
Gustavo Ibarra es un hombre de aproximadamente 70 años de edad que esconde
lo que él nombra como un gran don, tras un cuerpo delgado, pequeño y moreno,
coronado con una cabellera canosa, de esas que dejan al descubierto una gran
frente arrugada que remata en unos lentes de microscopio. Si el nombre de
Gustavo Ibarra es común, el oficio no. Se le conoce como el señor de los callos.
Con sus manos hábiles y despojadas de todo látex, el señor da tratamiento a los
callos y hongos que aparecen hasta en los más finos pies. En el tianguis dominical
el Baratillo, en el oriente de Guadalajara, y fuera de sus fronteras que abarcan
unos 6.5 kilómetros, Gustavo es prestigioso por tratar a las extremidades inferiores
ajenas como ninguno otro, a pesar de que no tiene una clínica, no paga ninguna
publicidad y ni siquiera es un profesional en el asunto.
“Hago esto desde que cumplí doce años, cuando dejé la escuela y comencé a
vender pomadas para callos en el barrio de San Juan de Dios”, en el centro de
Guadalajara, recuerda, mientras lima un hongo negro que se resiste a ser retirado
de su uña gorda del pie derecho. La uña y el hongo pertenecen a una joven
delgada, de unos 17 años de vida, a la que aquí llamaremos Alejandra.
De San Juan de Dios, Gustavo decidió mudarse al Baratillo, donde lleva 53 años
de su vida compartiendo la calle Juan R. Zavala (la 38) y las aledañas con unos
diez mil vendedores de ropa, discos pirata, animales exóticos, garnachas,
electrónicos, y todo aquello, nuevo y usado, legal e ilegal, que se compre o venda
en la capital de Jalisco. Siempre en el mismo lugar del mismo mercado ambulante,
donde protagoniza la atmósfera bipolar de amabilidad y rivalidad que ahí se
respira y que ya forma parte de la personalidad de los vendedores.
***
Es domingo. El Señor de los Callos usa un pantalón de vestir negro cruzado con
rayas claras, unos zapatos oscuros y una playera azul, de manga corta. Ha
preparado su puesto con diez sillas de lámina plegables, una pequeña mesa
cuadrada —su quirófano— y dos lonas informativas, de dos metros por uno. Estos
objetos hacen el mobiliario ordinario de su local de tres por cinco metros, entre el
cual es imprescindible, además, una pequeña bocina que reproduce, desde las
ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde, una voz –la de Gustavo—, que
vocea las maravillas del trabajo que se practica allí.
“Yo empecé hablándole a la gente por un micrófono y una bocina, y a la fecha sigo
haciendo mis propias herramientas de trabajo”, se ufana, a la vez que le muestra a
su interlocutora la lima y el filoso cortaúñas. A lo largo del día, estas herramientas
pasarán de pie en pie, de callo en callo, de hongo en hongo a través de las
alrededor de cien personas que el especialista dice que atiende cada domingo.
Entre la larga y pachorruda fila de protuberancias y rarezas que esperan ser
extirpadas de un montón de pies, está el hongo terco de Alejandra, quien ha
llegado al puesto con unas sandalias floreadas. A su corta edad Alejandra es una
clienta frecuente del lugar; esta es la tercera vez que le pide ayuda a Gustavo. De
inmediato él pone en práctica todo su don para cortar, limar, raspar y así expulsar,
la mancha negra con apariencia de mugre que se aferra al dedo de la joven, quien
tras haber soportado dolor pone una sonrisa de sandía, al ver la mitad que quedó
de su uña, que ha dado lugar a una mancha de piel expuesta.
El vencedor de aquel hongo se siente orgulloso. “La agilidad que Dios me ha
dado, no la tiene nadie”, alardea y recibe los 150 pesos que su joven clienta le
entrega gustosa.
“Me importa la gente, no la feria”, jura el curandero. Sin embargo, su cajita de los
dineros ahora está más llena. Los billetes que va colocando dentro de ella servirán
para completar los más de ocho mil pesos que, dice él, reúne cada domingo como
gratificación por su don, de los cuales le paga 75 al Ayuntamiento de Guadalajara,
por la renta semanal de su pequeño espacio.
No cualquiera tiene un don como este; por eso, muchos se sienten atraídos con
envidia por la aparente facilidad con que don Gustavo trabaja y se gana sus
centavos, según el quita callos. “Me han pedido trabajo podólogos titulados, pero
mis clientes no están para que practiquen con ellos”, afirma con un gesto que se
parece al coraje. Añade que ya está harto de la insistencia de quienes pasaron por
la universidad, llegan queriendo enseñarle cómo realizar sus tratamientos y
buscan hacer de su humilde local una especie de clínica cara.
Él no necesita de eso, insiste. Él tiene el talento y las herramientas. Él fabrica
incluso sus propios ungüentos, que vende a 30 pesos y de los cuales sólo sus
ayudantes, la cuñada y la hermana, conocen la fórmula que, como suele ocurrir,
es secreta.
***
El Baratillo es uno de los mercados ambulantes más extensos del continente. La
gente que pasa cerca de don Gustavo se le queda viendo: una con curiosidad y
otra con asco, ante la gran variedad de pies que se disponen a ser tocados por las
manos del señor, quien jamás pone expresión de desagrado alguna. Por el
contrario, se le ve gustoso, como si aquel callo que está cortando fuera la misma
cosa que este suculento rollo primavera que apenas unos segundos más tarde
decide probar y que se comerá a mordiscos intercalados, entre pie y pie.
“Yo les cambio los pies”, presume él, nuevamente orgulloso mientras atiende a
otra de sus fieles seguidoras, a quien diagnostica nomás con estudiarle
detenidamente el cuerpo.
La del cuerpo se llama Margarita. Cada año viene desde Acapulco, Guerrero, para
ser atendida por el podólogo de tianguis. Afirma que nadie le ha sabido quitar, tan
bien como Gustavo, los endurecimientos que se le forman en las plantas de
ambos pies.
El señor de los callos se encoje de hombros, como si nada le importara la fama.
Dice que esa modestia nace de tanto pedirle a Dios, todos los días: “Nomás no
permitas que sienta algún punto de egoísmo para seguir dando lo que yo sé”.
Es domingo a mediodía. Gustavo Ibarra vuelve a concentrarse en su trabajo, que
no debe ser fácil. Sus dedos pelones deberán encontrarse todavía con una
variedad de callos, ojos de pescado, hongos verdes, uñas enterradas y callos
engarrados.
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