palabras pronunciadas por el dr. jesús zamora pierce el 8 de

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PALABRAS PRONUNCIADAS POR EL DR. JESÚS ZAMORA
PIERCE EL 8 DE DICIEMBRE DE 2011 AL RECIBIR EL PREMIO
NACIONAL DE JURISPRUDENCIA
Gracias.
Gracias a los miembros de la Junta que me otorgó el premio. Es el honor más
grande que puede recibir un abogado. Me desafía y me motiva a continuar
estudiando el Derecho.
Gracias a Cuauhtémoc por los generosos términos en que me ha presentado.
Gracias a aquellos que amo: Mi esposa: Lía, Mis hijos: Bernardo, Maribel, Rodrigo
y Paulina, Mis nietos: Iker y mis otros pequeños. Porque el amor que les tengo es
lo más rescatable de mi condición humana.
Señores:
Había yo preparado, para esta noche, un estudio sobre un tema jurídico
importante. Lo estructuré como un silogismo, hasta llegar a una conclusión que me
parecía fundada. Vaya, hasta lo salpicaba con una serie de frases en latín.
Rodrigo lo criticó sin piedad. “No trates de conquistar el Premio Nacional de
Jurisprudencia” –me dijo- “Acuérdate de que ya te lo otorgaron”.
Sigo su consejo. Me voy a limitar a narrarles una anécdota.
Corría el año de 1956. Yo cursaba el primer año de la carrera de Licenciado en
Derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México. Era yo el primero, en
muchas generaciones de mi familia, en ir a la Universidad. Mi madre estaba muy
orgullosa. Su orgullo la llevaba a decirle a los conocidos algo que no era
exactamente cierto. No les decía: “Mi hijo estudia el primer año de la carrera de
Licenciado en Derecho”, les decía: “Mi hijo es abogado”. En consecuencia, los
vecinos venían a verme para plantearme sus problemas jurídicos: conflictos de
familia, problemas sucesorios, deudas no pagadas. Yo, que por todo bagaje
contaba con los conocimientos adquiridos en la clase de Derecho Romano, primer
curso, era completamente incapaz de resolver sus preguntas.
Comenté mis problemas con un compañero de la universidad: Raúl Millán. Él se
encontraba en la misma situación. Resolvimos que lo que necesitábamos era ser
pasantes, trabajar con un verdadero abogado y aprender, en realidad, los
conocimientos que nos permitirían comer. Fuimos a ver al único abogado que
conocíamos ambos: el Lic. Fernando Narváez Angulo, quien años después sería
Procurador General de Justicia del Distrito Federal, pero que, en aquel entonces,
era Secretario de Estudio y Cuenta en la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
“Señor, le dijimos, recomiéndenos Usted con un abogado, queremos ser
pasantes”.
“Ser pasantes, nos dijo, vale la pena únicamente si trabajan para un abogado muy
competente, que pueda realmente formarlos. Los mejores que yo he conocido
aquí, en la Corte, son: Don Armando Calvo, fiscalista y Don Víctor Velázquez,
penalista, los voy a recomendar con ellos”.
Generosamente, tomó un par de tarjetas, dirigió una a Don Armando y otra a Don
Víctor y en ambas, sin mencionar nuestros nombres, escribió lo mismo: “Estimado
Don Armando…” “Estimado Don Víctor…” “el portador…joven estudiante…etc.”
Cuando terminó, con una tarjeta en cada mano, se volvió hacia mí y me preguntó:
“Jesús, tú quieres trabajar con un fiscalista o con un penalista?” Yo le informé toda
la extensión de mis conocimientos. “Señor: le dije, yo no sé qué es lo que hace un
fiscalista, pero tampoco sé lo que hace un penalista”.
“Bueno, me dijo, pues entonces ve a ver al penalista” y extendió hacia mí el brazo
derecho. Siempre me he preguntado cuál hubiera sido mi vida si hubiera extendido
el brazo izquierdo.
Armado con esta tarjeta de presentación fui a ver a Don Víctor Velázquez. Yo no
lo sabía, pero iba a tocar a la puerta de uno de los mejores abogados de su época,
de un verdadero príncipe del foro.
Maestro, le dije, quiero ser su pasante. “Yo no necesito un pasante, me dijo, ya
tengo uno”. “Bueno, maestro, tendrá dos. Déjeme cargarle el portafolio”. “¿Jesús,
cuánto quiere Usted ganar?”, me preguntó, “Lo que Usted me quiera pagar”, le
dije. “No tengo presupuestado un segundo pasante –me dijo- puede Usted trabajar
conmigo pero durante algún tiempo, hasta que vea si me es útil, no le pagaré
nada”. “Acepto” dije de inmediato.
Trabajé con Don Víctor cinco años. Dio puntual cumplimiento a lo pactado.
Durante algunos meses no me pagó nada. Después me pagó con gran
moderación. Pero me permitió estar a su lado. Cada caso penal es único, es una
historia humana irrepetible. Vi a Don Víctor reunir cuidadosamente todos los
fragmentos de esa historia. Lo acompañé en la búsqueda de doctrina y de
jurisprudencia en su amplísima biblioteca. Cuando terminaba su labor nadie
conocía como él los hechos del caso y el derecho aplicable. Entonces, con su
enorme capacidad de síntesis, resumía los argumentos pertinentes. Por último fui
con él a tribunales a verlo convencer y vencer. Mono ve, mono hace. A su lado,
tratando de poner mis pasos sobre las huellas de los suyos, poco a poco, me
formé como abogado.
Además, durante el tiempo que trabajé con él, me hice de una deuda impagable.
La deuda del aprendiz con su maestro.
Muchas gracias.
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