Escritos, Revista del Centro de Ciencias del Lenguaje Tiempo y verdad en la literatura Número 29, enero-junio de 2004, pp. 67-86 67 Tiempo y verdad en la literatura Gloria Vergara En el presente artículo partiremos del fundamento teórico de Roman Ingarden para reflexionar acerca del tiempo y la verdad en la obra de arte literaria. Veremos la opalescencia como el anclaje de los dos términos en el momento de la recepción. Hablar del tiempo con relación a la verdad nos hará pensar en el aspecto ontológico de los valores como cualidades especiales, y en la verdad como algo que emana, a su vez, de esa serie de cualidades que la hacen ser una verdad especial en la armonía de la obra de arte literaria. In this article we start from Roman Ingarden’s theoretical basis to reflect on time and truth in the literary work of art. We will see opalescence as an anchor for both terms in the moment of reception. Speaking of time with relation to truth will make us think about the ontological aspect of values as special qualities, and about truth as something that emanates from that series of qualities that make it a special truth in the harmony of the literary work of art. Este estudio acerca de la obra de arte literaria se inicia con las nociones que las teorías estético-literarias, a finales del siglo XX, han tomado del ámbito de la fenomenología. Por ello, primero se toma a Edmund Husserl, en quien se basaría después Roman Ingarden para hablar sobre la esencia de la obra de arte literaria. En primer lugar, Husserl considera indispensable una profundización en la esencia de los objetos intencionales y sus estructuras. Precisamente de esto parte Ingarden para el estudio de la obra literaria como objeto intencional, en la que considera cuatro estratos principales: formaciones lingüísticas de sonido, unidades de sentido, objetos representados y aspectos esquematizados. Estos se interrelacionan y logran una armonía polifónica que nos lleva, sin duda, a la contemplación del objeto estético. La palabra, como punto de partida en nuestra reflexión, nos da oportunidad para considerar los estratos arriba mencionados, así 68 Gloria Vergara como para hablar del tiempo y la verdad. En ambos conceptos tomamos el término opalescencia y vemos el anclaje que este fenómeno permite en el proceso de la representación a la recepción de la obra de arte literaria, en donde los valores artísticos y estéticos revisten (y se ven revestidos) por el sentido de verdad que allí se va transformando, así como por la temporalidad que se manifiesta como una cualidad mediadora entre la estructura y el proceso de recepción. Hablar del tiempo con relación a la verdad nos lleva necesariamente a pensar en que el primero es un aspecto ontológico de la aparición misma de los valores como cualidades especiales en la obra, y también nos hace pensar en la verdad como algo que emana, a su vez, de esa serie de cualidades que la hacen ser una verdad también especial, acorde con la armonía de la obra. Por esto mismo, hablar del tiempo y la verdad con relación al universo literario nos plantea un doble problema: primero, entrar al registro que toma Ingarden de la fenomenología de Husserl y dialogar con los conceptos que despejan las variables del pensamiento del filósofo polaco y, segundo, enfrentar todas las voces que nos insisten en la disolución del sentido objetivo del arte, cuando aquí estamos priorizando el sentido ontológico de la obra. Pero estas sólo son algunas consideraciones. Para acercarnos un poco más al planteamiento inicial, debemos preguntarnos acerca del tiempo en la idea de la constitución de los objetos temporales que refiere Husserl en su teoría fenomenológica. Husserl nos presenta un tiempo dialéctico como el ser, un tiempo intencional que es “síntesis de continuidad y discontinuidad, de multiplicidad y de unidad. Es emergencia e inmersión sin choques y sin caos. [En él] cada éxtasis se revela de inmediato a sí mismo, como no éxtasis, como provisorio” (Picard en Husserl, 1959, 29), porque los instantes no se suceden, se adhieren en el flujo temporal en el que guardan armonía. En este sentido, podemos ver el tiempo husserliano como un desplazamiento del pasado hacia el presente y del futuro hacia el pasado, que se da en el presente. “El porvenir husserliano no tiene término. Siempre es visto desde el presente. Y el presente renace siempre. Por lo tanto, siempre hay por-venir para la conciencia, ella nunca es realizada, nunca está en posesión Tiempo y verdad en la literatura 69 total de la verdad” (Picard en Husserl, 1959, 24). En esta postura reflexiva de la fenomenología, el futuro liga presentes y pasados. Así como existe una intención continua hacia lo que será, también existe una hacia lo que ha sido, en la retención que convierte al pasado en un ahora de nuestro acto de conciencia. Por ello, toda conciencia pasada está dirigida hacia el presente. No se anula; resurge, y resurge porque siempre estamos en un horizonte temporal que nos orienta, cambiando incesantemente hacia el ahora, en el juego dialéctico de ser instante. Aquí, la retención funciona como una memoria implícita, lista para ser actualizada. No es simplemente el recuerdo dado como tal, pues, de hecho, la retención permite ver en la memoria la manifestación del presente. “Toda nuestra vida, pues, está hecha de contenidos presentes que se deslizan continuamente al pasado. En cada instante brota un nuevo presente que rechaza al primero, y al que a su vez empuja el siguiente. Por otra parte, cada momento pasado es mantenido, y va a colocarse en el horizonte (en el fondo) del momento presente (escenario)” (Robberechts, 1986, 14). En Husserl, el tiempo es modificación continua, incesante. Es un horizonte de la cosa, en tanto que ésta remite al pasado y al futuro como algo determinado. Este continuo renovarse “constituye la no inercia de la conciencia, su espontaneidad, lo que hace de ella flujo viviente” (Landgrebe, 1968, 13). Para llegar a ese sentido dialéctico del tiempo, y a través de la reducción fenomenológica, Husserl hace un estudio detallado de los procesos que corresponden a todo acto de conciencia. Es esta “desconexión” del tiempo objetivo –como la llama Ricoeur–, lo que permite a Husserl establecer las relaciones entre el tiempo del mundo y el tiempo de la conciencia, y establecer la distinción entre protensión, retención y rememorización. Hemos hablado antes del sentido dialéctico del tiempo. Sin embargo, cabe mencionar que dentro de la teoría husserliana, resulta indispensable concebir también el orden fijo, absoluto, de la conciencia temporal, como la temporalidad fenomenológica; es decir, como la duración de la percepción que se inserta en el eterno transcurrir. Ésta hace posible la temporalización; es la más profunda, el fundamento último al que se ligan los contenidos de nuestra con- 70 Gloria Vergara ciencia. Los correlatos y actos singulares se sintetizan en ella, y se constituyen como reales en un momento dado, gracias al flujo que ejerce sobre ellos a través del objeto temporal. Sin embargo, cada uno de estos actos tiene su propio tiempo. Es decir, son unidades temporales dentro de nuestra conciencia. El fenómeno del tiempo se nos presenta así, como una veleta que necesita una base alta y fija para que sus aspas den vueltas. Allí, la conciencia temporal no se hace cargo de formar unidades de duración como inmanencias o aspectos intratemporales. Más bien, tiene que ver con la constitución de estructuras de la protoimpresión, retención y protensión, con la posibilidad del durar y del transcurrir, de aprehender algo como “durando”, “deviniendo” o “permaneciendo”. Existe una reciprocidad constitutiva en los objetos temporales. Mientras el objeto temporal determina a la inmanencia para que ésta “sea” ante nuestra conciencia un presente, un pasado o un futuro, la aparición o inmanencia permite que el objeto temporal se constituya como unidad invariante. De aquí que Husserl rechace las diferencias tajantes entre los objetos temporales y vea, en cambio, una organización continua de la conciencia en el transcurrir temporal, que le permite ser espontánea y operar como “flujo viviente”. El momento mismo de la percepción del fenómeno, la vivencia, es el objeto inmanente. Pero esta vivencia es intencional, está dirigida hacia la esencia y al sentido del fenómeno que se presenta. Es decir, en ella está “mentado” el objeto, representado: “Las vivencias intencionales tienen la peculiaridad de referirse de diverso modo a los objetos representados. Y lo hacen precisamente en el sentido de la intención. En ellas es mentado un objeto”. (Husserl 1, 1982, l76). Husserl distingue entre la aparición, lo que aparece en ella y la cosa en sí. Es una la realidad, una la cosa, pero cuando se nos presenta lo hace como fenómeno. Está representada. No es la “aparición” ni la cosa en sí lo que se presenta, sino el contenido de esa aparición como representación de la cosa misma. Cuando percibimos una calle, lo que aparece en nuestra conciencia no es la calle como un objeto real que podemos tocar, ni es el momento de estar percibiendo lo que captamos, sino una representación de lo que Tiempo y verdad en la literatura 71 aparece en el momento de nuestra percepción. La vivencia de esa representación es la inmanencia, es decir, el objeto dado a la conciencia como un ahora, constituyéndose como unidad temporal en el transcurrir del tiempo, con su propio tiempo. El objeto temporal llega a ser trascendente porque deja su huella en el contenido de la vivencia. Aquí coinciden el tiempo del objeto, el tiempo del que percibe y la corriente continua de la conciencia temporal. Así, la representación de la “cosa en sí” se tiene que presentar como un ahora. Y lo esencial de ese ahora, como “aparición”, es la trascendencia que se nos da en “cachitos”, en tanto que es objeto temporal, puesto que “a cada escorzo temporal de aparición ‘corresponde’ un escorzo temporal de la cosa que aparece” (Trejo, 1976, 62). Percibimos partes de la cosa representada, rasgos; pero cuando esa unidad de aparición, que también es conciencia de aparición de la trascendencia como cosa-espacial, se presenta a la conciencia, concretizamos nuestro esquema de percepción, el cual vamos entrelazando. “La mera ‘representación’ del objeto permanece siempre obscura, su referencia objetiva ha quedado desplegada en horizontes de pasados retencionales o reproductivos, más o menos alejada de su fuente originaria” (Trejo, 1976, 117). Si en el momento de la percepción se nos da el objeto en fragmentos, en la retención, las fases más próximas al ‘punto-ahora’ están conscientes claramente, mientras que las más lejanas o remotas están ahí como “vacías”, como “oscuras”1. Así, todo objeto percibido es objeto temporal. Lo percibimos en ‘momentos’ de un ahora, en donde ese mismo ahora está relacionado con ahoras de 1 Esto nos lleva directamente a las manchas de indeterminación que menciona Ingarden en La obra de arte literaria. De acuerdo con lo enunciado arriba, los objetos representados en la obra de arte literaria, que son trascendencias, se me presentan como inmanencias en el momento de la percepción, puesto que necesariamente los actualizo en mi lectura. En la concretización, se me presentan a la conciencia como un presente que se actualiza igual que el recuerdo. En la percepción de la obra, los objetos representados (siendo percibidos) son como una aparición. Lo importante, entonces, es conocer el contenido de esa aparición, su esencia. Aquí, su esencia sería el objeto trascendente, es decir, lo que percibo en la vivencia estética de esa aparición. 72 Gloria Vergara otros objetos. Es decir, la aparición del objeto como trascendencia, no es un fenómeno aislado; siempre percibimos al objeto en relación con otros, tal como pasa en el mundo: La cosa se nos da en el encuentro, enteriza e inserta en un plexo de relaciones con otras cosas [...]. La mesa está ahí, reposa “completa” en el mundo, aun cuando sé que sólo algunos escorzos pueden caer bajo mi mirada [...]. Y en torno a la mesa [...] sigue estando “presente” todo un montaje de objetos que se extienden en el horizonte sin límites del “mundo” (Trejo, 1976, l07). No puedo desprender el horizonte del objeto que percibo, del otro horizonte que lo rodea. Lo ahora-percibido “está en parte cruzado, en parte rodeado por un horizonte oscuramente consciente de realidad indeterminada” (Husserl, 1962, 65). Por ello, junto al objeto representado, están otros co-representados, co-mentados en el momento de la percepción. Así, lo que viene a determinar mi percepción de un objeto es la intención, pues la percepción depende de la dirección de intencionalidad hacia el fenómeno que se nos presenta. Esto determina, desde luego, la concretización que se haga del objeto, puesto que entra en juego la naturaleza misma de la vivencia. Entonces, el objeto representado en el momento de la percepción, es un objeto intencional. Roman Ingarden lleva la fenomenología al terreno ontológico de la palabra, y ve allí los actos de conciencia que realizan tanto el autor como el lector frente a la obra, así como el sentido de intencionalidad presente en cada unidad de sentido. Para Ingarden, la obra de arte literaria es un complejo estratificado que se origina en los actos creativos del autor, pero que para su existencia requiere de una base óntica que tiene su fundamento en la palabra. Por ello, la obra depende tanto de los actos intencionales del autor como de los del lector, aunque no es idéntica con ninguno de éstos. Por otro lado, la obra es un objeto intencional y, como tal, se crea una interrelación entre sus estratos y el tipo de interrelación que se da entre las palabras. En este sentido, se asoma la doble temporalidad de la obra que actúa para crear la armonía polifónica de la que habla Ingarden. “La obra de arte literaria entonces tiene dos dimensiones: una es la totalidad o Tiempo y verdad en la literatura 73 unidad de todos los estratos, que se extiende simultáneamente sobre la totalidad de la obra, y la otra, una secuencia en la cual las partes se suceden ordenadamente, una tras otra” (1988, 22). Hasta aquí podemos ver cómo el concepto de intencionalidad de Ingarden nos lleva a contemplar lo doblemente temporal y su arraigo óntico en la palabra. Pero la intencionalidad no es el único concepto que podemos reconocer en la teoría de Ingarden como una huella del pensamiento husserliano. Es, sin embargo, el que supone mayor reflexión por parte del filósofo polaco. Es tan fuerte su impacto en la visión de la obra, que casi nos olvidamos de la heterogeneidad de la obra, de cómo existen distintos tipos de objetos de distinta manera y con base en otros. Esta idea de Ingarden tendría que ser más estudiada, puesto que una es la variedad de objetos que encontramos en la representación de la obra, y otra es la manera como se encuentran en un nivel de convivencia como objetos representados, siendo reales e ideales. Luego, aún otra idea anclada en este punto es la de que los objetos que se nos presentan existen con base en unidades de sentido que nos llevan a realizar actos de conciencia, los cuales, a su vez, proyectan objetos que apuntan a un conjunto de circunstancias en donde los objetos temporales se vuelven “visibles”. La heterogeneidad tiene su base en la idea que Husserl desarrolla de los actos psíquicos. Ingarden toma para sí la reflexión de su maestro con respecto al proceso de la conciencia, y nos lleva a ver el sentido externo de la percepción. Ingarden lucha por mostrarnos al sujeto que percibe, confrontando sus concretizaciones con las cualidades objetivamente dadas en la obra. Por ello, nos habla del sentido de la palabra que designa intencionalmente a un objeto. Esta designación –dice– está ligada al sentido verbal, pero no es “una propiedad fónica del sonido verbal mismo; es totalmente heterogénea con respecto a él” (123). El hecho de otorgarle a la palabra otros posibles sentidos en un acto de conciencia, nos lleva a concebir los términos heterogeneidad e intencionalidad en un terreno interpenetrado, que podría señalar el fundamento esencial de lo metafórico en el lenguaje literario y el apuntar necesario de la metáfora a lo que oculta de la realidad, para mostrarse como tal 74 Gloria Vergara y mostrar en ella los objetos derivados de la realidad que la circunda. Lo heterogéneo es lo percibido con base en otro; es también lo otro percibido simultáneamente con el nuevo ahora, al que sirve de sostén para que se dé en la percepción como un objeto temporal. Cuando Ingarden habla de la intencionalidad de la obra de arte, no descarta que ésta sea también un objeto percibido, incluso, estaría de acuerdo en ello con Dufrenne y con Mearleau-Ponty, porque si vamos a la palabra (fundamento de la obra en las unidades de sentido), podemos ver cómo ésta es, en la teoría ingardeniana, unidad de percepción y unidad de comportamiento. Sólo que, para poder ser unidad de percepción, la palabra debe estar “realizada” o insertada en su contexto, donde adquiere significación, porque únicamente allí nos lleva a percibir el objeto hacia el que apunta. Este “apuntar” de la palabra es precisamente su rasgo intencional o “factor intencional direccional”, como lo llama Ingarden. Y sin él, la palabra no sería palabra, no sería signo. Para serlo, pues, necesita apuntar hacia algo. Incluso, siguiendo a Husserl, como el mismo Ingarden lo hace, podemos decir que la intencionalidad identifica el objeto, porque apunta hacia él y crea el sentido en la conviviencia de las palabras cuando leemos, ya que en nuestra conciencia también hay un dato correlativo que apunta hacia él. La palabra es, pues, palabra en tanto que su factor intencional direccional la hace funcionar en un sistema de signos como elemento de sentido. Sólo allí la podemos considerar unidad de percepción y de comportamiento. Retomando los elementos que, según Ingarden, guarda la palabra como sentido verbal, podemos percibir una serie de modificaciones continuas y simultáneas en la construcción del sentido de la obra literaria, tanto en la esfera de lo artístico como en la de lo estético. En el momento de la creación, el poeta deja su “acto otorgador” en la construcción del verso, fundamentando una modificación incesante en la actualización que hará el lector. El sentido siempre aparece con la doble cualidad temporal de la intención; se nos da como unidad en la última fase. Como sugerencia inacabada, nos invita a ser partícipes de la obra, pero ya dentro, nos muestra la fortaleza de un mundo en armonía. Por ello, la obra literaria tiene la Tiempo y verdad en la literatura 75 magia de la ruinas que se convierten en origen frente al espectador, quien activa una memoria que no le pertenece del todo, pero que le revela lo otro de sí mismo. Uno de los problemas esenciales que nos encontramos frente a una obra de arte literaria es que casi siempre vamos pensando en lo que ocurre; concretizamos sin darnos cuenta de que muchas cosas las tomamos como verdaderas en el sentido de nuestro mundo “real”. Incluso, cuando estamos ante una novela histórica o cuando surge el nombre de algún lugar conocido y no corresponde lo que el texto nos da con nuestra experiencia, nos desilusionamos y llegamos a pensar que el autor no tomó en serio nuestra realidad. Pero, ¿cómo podemos determinar hasta qué punto deben corresponderse estas dos realidades?; ¿cómo debemos tomar esa realidad que emerge del texto ante nuestra conciencia?; ¿cuál es el sentido de nuestra concretización?; ¿por qué llegamos a la experiencia estética precisamente con una confrontación de ambas realidades?; ¿cómo están presentes los objetos en la obra de arte? Es decir, ¿cómo se representa esta realidad que estamos leyendo? Roman Ingarden plantea el problema de la realidad de la obra al hablar de los objetos representados que se dan en un tiempo intersubjetivo, “listos” en un esquema para ser concretizados y, entonces, sufren una modificación correlativa; es decir, actúan como si fueran reales, sin serlo ya, en la obra literaria y tienen el carácter cuasi-juicial de las aseveraciones. Los personajes representados, por ejemplo, son percibidos por nosotros como si realmente existieran, y lo que dicen está enunciado como juicios emitidos en nuestra realidad. Pero los objetos representados no son reales, sólo conservan un habitus de realidad gracias a la serie de aspectos que el autor toma de su entorno para proyectarlos a través del lenguaje, de las unidades de sentido, pues el juicio presenta dos cualidades que logran nuestra aprehensión de lo representado en una relación constante al mundo real: veracidad y congruencia. Estas cualidades son fundamentales para entender la esfera óntica que afirma a la obra de arte literaria. La primera surge, según Ingarden, en la medida en que “el juicio afirma que el conjunto de circunstancias determinado por su contenido de sentido de hecho existe, no como 76 Gloria Vergara un conjunto de circunstancias puramente intencional, sino como uno que está enraizado en la esfera óntica que es ónticamente independiente con respecto al juicio” (191). La segunda cualidad nos lleva a ver que “el contenido del correlato puramente intencional de la oración debe ser tan precisamente ajustado (en términos de todas la determinaciones materiales que no son pertinentes a la operación cognoscitiva) al conjunto de circunstancias existente en la esfera óntica que es ónticamente independiente del juicio” (191). De estas cualidades se desprenden las funciones básicas del juicio con relación a la verdad literaria, en tanto que “transpone” y “adecua” el contenido de correlato puramente intencional. De aquí que podamos decir que tienen un desplazamiento de la realidad “real” a la realidad de la obra. Y al desplazarse de esa realidad “real” para entrar al mundo de la obra, los objetos se vuelven intencionales e intersubjetivos; sufren esa modificación correlativa de que hablábamos, porque, además del desplazamiento ya citado, cuando vamos concretizando la obra, hacemos también una correlación entre lo que “potencialmente” está en las palabras y la realidad que conocemos. Para Ingarden, los objetos representados son lo primero que nos llama la atención de una obra, porque en ellos vemos un punto de apoyo para reconocer lo que sucede. En este mundo representado, podemos descubrir objetos, que una vez presentes en el conjunto de circunstancias, fueron proyectados a través de las unidades de sentido. Y, aunque estos objetos sean puramente intencionales –asegura Ingarden–, no están aislados en su existencia intencional, sino que existen en “múltiples conexiones ónticas” que les permiten integrarse en la esfera “multiforme” de la obra de arte literaria. Sin embargo, según Ingarden, la esfera de los objetos representados nos deja ver sólo una de sus fases, y las otras son partes indeterminadas, coadyuvantes para la ambigüedad de la obra. Así, lo representado constituye “un segmento de un mundo todavía en gran parte indeterminado, el cual es, no obstante, establecido de acuerdo con su tipo óntico y el tipo de su esencia, es un segmento cuyas fronteras no son claramente delimitadas” (260). Con esto, Ingarden alude, sin duda, a la realidad que necesita ser “completada”; es una Tiempo y verdad en la literatura 77 realidad “apuntada” que adquiere viveza en el gran correlato que nos lleva a la experiencia estética. En tanto que esta realidad está apuntada, la obra tiene un carácter cuasijuicial. El mundo allí dado aparece como real sin serlo necesariamente, aunque encontremos en él elementos que se transfieren sin perder su carácter real, el cual queda como transfondo en la representación, pues este carácter de realidad “no se identifica totalmente con el carácter óntico de los objetos reales, verdaderamente existentes” (263). Aunque en la obra encontremos objetos intencionadamente reales, estos guardan una individualidad diferente de los objetos reales en el mundo nuestro. Al abordar el tema de la temporalidad, Ingarden hace hincapié en la distinción entre el tiempo objetivo y el tiempo representado, pues aunque, como lectores, vayamos percibiendo los acontecimientos de la obra con nuestra idea de tiempo, éste no es más que una analogía del tiempo real, intersubjetivo, y no es idéntico a él ni en sus fases, ni en su estructura. Por ello, para Ingarden también es necesario distinguir el tiempo representado del tiempo en que fue escrita la obra, así como del momento de la lectura, en donde el tiempo de la obra es experimentado. Siguiendo a Husserl, Ingarden hace la diferencia entre: “1) el tiempo homogéneo, vacío, determinado, del mundo; 2) el intersubjetivo, intuitivamente aprehensible, en que todos vivimos colectivamente; y 3) el tiempo estrictamente subjetivo” (276), y afirma que en el mundo de la obra literaria sólo se presenta una analogía del tiempo intersubjetivo o del subjetivo, porque éstos no permiten la homogeneidad ni la visión insensible del vacío. Por ello, el tiempo físico corresponde a la conciencia temporal o el flujo continuo del tiempo, y, como tal, no entra en la representación del mundo literario. Es, sin embargo, lo que nos da, como lectores, la idea de continuidad en el momento de la concretización, pues se hace palpable en el “ahora” en el que hacemos un engranaje de momentos temporales inmanentes, y ponemos otros mundos posibles al lado del nuestro. Así, el tiempo físico vacío tiene que determinar para poder “ser” ante nosotros, y está siendo determinado por el momento o momentos presentes, como lo habíamos mencionado 78 Gloria Vergara cuando hablamos de la constitución de los objetos temporales. En la teoría ingardeniana, esta dialéctica se da en doble sentido. Por un lado, el transcurrir se hace trascendencia en el esquema que nos presenta la obra, y, por otro, la obra como trascendencia queda determinada por el momento de la concretización. Porque entonces, como dice H. Robert Jauss, en su texto Experiencia estética y hermenéutica literaria: “la aisthesis hace conciliables dos formas de mirar: la propia y la ajena. La forma de mirar ajena abre a la propia –que, llevada por el texto, se entrega a la percepción estética– ese horizonte de experiencia, que es el mundo visto de otra manera (1986, 121). El tiempo representado muestra diferentes fases coloreadas por lo que en la obra sucede, pero éstas “nunca se combinan en una totalidad uniforme y continua” (Ingarden, 1988, 280), porque según Ingarden, citando a Bergson, la realidad representada “nunca es ‘representable’ en su continuidad fluida” (280), sino en pequeños fragmentos, dispersos, que buscan su reacomodo en el momento de la experiencia estética. El tiempo de la obra tiene un habitus de realidad; sin embargo, este hecho no impide que cada fase temporal se extienda hacia otras fases antecedentes y subsecuentes, incluso, a veces, de forma simultánea. Así, el tiempo representado es modificación de un tiempo real en tanto que se comporta como tiempo intencional, y tiene, por lo mismo, ventajas sobre cada pasado y cada futuro “reales”. Está representado por medio de acciones, acontecimientos y ocurrencias de los personajes, pero muchas veces sólo está ahí en forma de evocación y nos presenta algunas de sus fases que surgen en las ocurrencias momentáneas, aisladas, entre las que hay puntos indeterminados. En este sentido, el tiempo da lugar a una serie de escorzos o juegos de perspectivas, como puede ocurrir con el espacio, porque el sentido de orientación también se convierte en un factor importante. Podemos, desde un presente, contemplar los acontecimientos pasados o, desde un pasado, vislumbrar los acontecimientos que vendrán: Pero nunca podemos realmente dejar nuestro “ahora”. Aun cuando nos hayamos transpuesto intencionadamente en otro “ahora”, uno pasado, continuamos con el continuo fluir del presente siempre nue- Tiempo y verdad en la literatura 79 vo y en realidad, de hecho, hacemos más grande la distancia entre nosotros y el acontecimiento que nosotros “ahora” aprehendemos en nuestra recolección. Este continuo aumento en la distancia temporal escapa a nuestra conciencia en este tipo de recolección: por medio de la transposición intencional en el pasado, la perspectiva temporal ha sido fundamentalmente alterada (Ingarden, 1988, 282). Este aspecto de la temporalidad es uno de los más ricos que nos puede servir para abordar el tiempo del relato, pues enriquece las estrategias del punto de vista en la narración. Por otro lado, en el poema podemos ver el funcionamiento de los escorzos temporales como un elemento vital de la metáfora que se despliega en la simultaneidad y en la dispersión. Este hecho no empobrece a la obra; más bien, es lo que permite la plurisignificación y la posibilidad, por tanto, de diferentes interpretaciones. Si la obra es un esquema frente al lector, necesariamente tiene que presentar un grado de indeterminación que da lugar a la ambigüedad y a la opalescencia. Entran, entonces, los objetos temporales representados como elementos constitutivos de una serie de valores inherentes a la obra, de los que hablaremos más adelante. Por hoy podemos afirmar dos cosas esenciales para hablar del tiempo: 1. La obra presenta una doble temporalidad, como dice Ingarden: la primera corresponde al orden en que los objetos aparecen en esa sensación de continuidad en que los percibimos, y la segunda, se hace visible en la naturaleza temporal que tienen los objetos representados al reconocerse como objetos intencionales. En el primer punto, vemos que el objeto se presenta en fases, en una sucesión de instantes perceptivos, pero en la última fase de esa percepción se actualizan las anteriores, y lo percibido se presenta a la conciencia con su unicidad, como temporalmente dado. Podemos pensar en uno de los ejemplos que toma Ingarden de Husserl. Cuando escuchamos una pieza musical van pasando las notas y, al final, lo que decimos que escuchamos es la melodía completa. Hemos actualizado sus distintas fases en el instante final de nuestra percepción. Allí, lo percibido está como un presente a la conciencia, es la inmanencia de la temporalidad. 80 Gloria Vergara 2. Esta doble temporalidad permite la construcción del objeto estético. Es decir, sirve de fundamento para el reconocimiento de los valores propiamente artísticos y estéticos, y permite, también, en la medida de lo poético posible, una captación del misterio, “una manera de mentar por medios visibles un poco de lo invisible que llevamos adentro” (Reyes, 1983, 233), pues entonces se puede hablar de la temporalidad interior del que percibe, de la intuición. Esta temporalidad interior, según Bergson, consiste en “un crecimiento por dentro, el prolongamiento interrumpido del pasado en un presente que avanza sobre el porvenir. Es la visión directa del espíritu por el espíritu […en la que] se da la continuidad indivisible, y con ello sustancial, del flujo de la vida interior” (1972, 31). Sólo entonces la intuición significa conciencia, visión encarnada. De tal manera que el conocimiento, mi conocimiento, significa contacto, encuentro, coincidencia con el mundo que habito y que me habita. El tiempo que percibimos en la obra de arte literaria es un tiempo intersubjetivo, en tanto que aparece en el encuentro de esa doble temporalidad que emana de la propia obra de arte al ser leída. Es un tiempo sintético, análogo, un tiempo modificado en relación al tiempo objetivo representado que, sin embargo, puede ser visto como el ritmo que nos permite conocer o des-conocer al mundo, en tanto que se nos presenta con un habitus de la realidad. Este conocimiento que nos brinda el tiempo se da gracias a su aspecto cualitativo que conserva en la representación, pues aun cuando nos esforcemos en cuantificarlo, adquiere el peso de la vivencia misma: Por debajo de la duración homogénea, símbolo extensivo de la auténtica duración, una psicología atenta distingue una duración cuyos momentos heterogéneos se penetran; por debajo de la multiplicidad numérica de los estados conscientes, una multiplicidad cualitativa; por debajo del yo en los estados bien definidos, un yo en el que sucesión implica fusión y organización. Pero nosotros nos contentamos las más de las veces […] con la sombra del yo proyectada en el espacio homogéneo. La conciencia, atormentada por un insaciable deseo de distinguir, substituye el símbolo por la realidad, o no percibe la realidad más que a través del símbolo (Bergson, 1977, 11). Tiempo y verdad en la literatura 81 En la poesía, el tiempo se manifiesta como el arquetipo del ritmo con una adherencia inmediata y necesaria al yo lector. Ocurre muchas veces que nos sentimos como ante el espejo de nuestra conciencia, porque la voz poética nos entrega como un rayo la viviencia, de manera directa, como si fuéramos, de entrada, el sujeto de su referencia. Gracias a esta inmediatez, el grado de identificación puede ser mayor, y, entonces, la interioridad que revela la intuición nos puede, de hecho, replegar en la conciencia temporal del mundo y hacernos uno en ese origen siempre novedoso en el que podemos vernos. Así, si el tiempo del poema o de cualquier obra de arte, tiene una referencia a la realidad y una autorreferencia, también, importa recordarlo, tiene una referencia a nuestra subjetividad, a nuestra conciencia; de ahí, pues, que se reconozca como un tiempo intencional, en tanto que apunta al tiempo conciencial. Sin dicha intencionalidad, el poema no abriría paso a la experiencia estética, por tanto, no se nos daría como objeto que opalesce a nuestra conciencia, pues en ese mecanismo temporal: cada instante de la lectura es una dialéctica de protención y retención, a la vez que se transmite un horizonte de futuro, todavía vacío, pero que debe ser colmado con un horizonte del pasado, saturado, pero continuamente palidescente, y esto de manera que a través del peregrinante punto de visión del lector se abran permanentemente ambos horizontes interiores del texto, a fin de que se puedan fundir entre sí (Iser, 1987, 182). Así, en tanto que nos acercamos al fin de la lectura, aparece la obra como un todo iridiscente, pues en tanto que percibimos los aspectos con sus puntos de indeterminación, el sentido de novedad aparece y da a la co-creación, gracias al rasgo correspondiente que ésta tiene del escorzo. De hecho, Ingarden en su Obra de arte literaria habla de cualidades no llenas que deben ser consideradas en los aspectos que hacen posible la representación de objetos en la obra de arte. En caso de no ser reconocidas –dice–, llegaríamos a una idea errónea de un aspecto de la cosa representada. Con esta aseveración, el filósofo polaco no descarta la idea de que haya cualidades incompletas que, al presentarse, queden como tales y no nos lleven a determinaciones de lo oculto, pues, dice, hay 82 Gloria Vergara diversos tipos de indeterminaciones en la estructura esquematizada de la obra, por ello no hay que perder de vista que la obra, en tanto objeto intencional, se concretiza, pero tiene su fundamento material en el esquema de la palabra. No es, pues, gratuita, la importancia que Ingarden da al estrato de las unidades de sentido, y marca muy bien la diferencia entre la obra en sí y sus concretizaciones individuales, pues la concretización no es la obra, pero en ella ésta se me manifiesta como trascendencia al ser percibida. El tiempo tiene un modo especial de ser y de presentarse en el poema; adquiere ciertas tonalidades que le dan una atmósfera exclusiva. En tanto que ritmo presenta diversas ondulaciones al manifestarse como inmanencia; en el poema el tiempo se vuelve arquetípico. Espera, acecha, estremece, crea al lector y al poeta. Luego, el camino que recorre en ese sentido arquetípico se marca en relación a la historia, a la realidad que nos circunda, pues sin ellas no podría existir. De hecho, la poesía surge en ese movimiento ancilar que se da entre el mundo del poema y el mundo del lector. Brota en ese momento de re-creación, de co-creación, y rebasa lo nombrado. De ser la más antigua se vuelve tierna, la más joven de las pasiones, porque el poeta es la voz de su tribu, como enuncia Alfonso Reyes: la literatura “germina en la entraña de la tribu como una necesidad; y, cuando puede ya percibírsela, no es más que una subsidiaria de la magia, de la creencia, la mitología, la historia narrada, las instituciones” (1981, 289). Siempre vuelve la imagen a recordarnos que la metáfora surge en ese intento de expresar las pasiones mayores del hombre, las inefables, como lo enuncia Rousseau. Por ello, la recreación del tiempo no es gratuita, atrapa la conciencia del lector para aparecer como real; en tanto que guarda mayor intimidad con ésta, se percibe precisamente como viviencia originaria. Y en este grado de identificación, el tiempo no sólo irrumpe la realidad, sino que al ser nombrado y al nombrarnos como lectores, hace que nuestra conciencia se vuelva creadora y recreadora de mundos que se entrelazan y entrechocan para hacerse uno en ese “ahora”. Allí, los círculos concéntricos del plano estético y el plano artístico se aflojan y estiran. Aflora el deleite de nombrarse, de ver cómo tiemblan las pasiones al reconocerse en ese otro yo Tiempo y verdad en la literatura 83 que espera. Y en el juego intermitente del lenguaje-tiempo, el lector se confunde con el creador. Las palabras se sumergen en el yo poético y emergen del yo aesthético. Por eso, como afirma Octavio Paz en El arco y la lira, el poeta se crea a sí mismo y hace que el lector logre su propia creación, se vuelve a la experiencia original, al origen que nos revela. Entonces, “la poesía despierta la apariencia de lo real y del ensueño, frente a la realidad palpable y ruidosa en la que nos creemos en casa. Y, sin embargo, es al contrario, pues lo que el poeta dice y toma por ser es la realidad” (Heidegger, 1985, 143). Lo que al principio parecía simulado por darle prioridad a nuestra “realidad”, cobra su verdadero ritmo y pasa a una primera instancia, en tanto que es percibido y se conforma como experiencia. Así, la realidad del mundo se vuelve mítica, porque en la poesía como mito, en la religión como mito, todo lo sagrado se renombra y renombra al mundo. Se transforma en tiempo arquetípico y, por serlo, encarna en la experiencia concreta de un pueblo, de un grupo o secta: “Esta posibilidad de encarnar entre los hombres lo hace manantial, fuente: el poema da de beber el agua de un perpetuo presente que es, asimismo, el más remoto pasado y el futuro más inmediato” (Paz, 1979, 63). La poesía nos da la posibilidad de autonombrarnos, de ir a nuestro encuentro en un presente que ya nos pertenece, pues “el poema no abstrae la experiencia: ese tiempo está vivo, es un instante henchido de toda su particularidad irreductible y es perpetuamente susceptible de repetirse en otro instante, de re-engendrarse e iluminar con su luz nuevos instantes, nuevas experiencias” (Paz, 1979, 187). El poeta toma lo imaginado para revelarse a sí mismo en el asombro de lo nuevo; grita, se vuelve río y su voz la furia y su boca el mar. Todos los hombres se vuelven uno y los tiempos uno y las pasiones una. Así, todo lo que pasa o haya pasado vuelve a nosotros como presente en ese grito escuchado, sentido, porque está ahí latente, a medio nombrar de tan ambiguo. El poeta observa el mundo, se recrea en él, y crea otra realidad en el poema. Por tanto, como realidad auténtica, el poema tiene la posibilidad de presentarse a la conciencia como experiencia originaria. Así, por más inimaginable que parezca, nos reafirma como seres existentes en un mundo. 84 Gloria Vergara El poeta escucha, se nutre de la historia de todos y de todos los días, y al mismo tiempo la hace posible. Porque el poema necesita de la historia para existir, al igual que necesita de la tradición. Si no hay historia, no puede haber tradición capaz de reconocer en ese presente arquetípico su origen. Y más aún, si no hay historia, el tiempo del poema no puede verse como un tiempo arquetípico, mítico, porque “lo que distingue al tiempo mítico de toda otra representación del tiempo es el ser arquetípico” (63), y para ser arquetipo necesita emerger de la historia y re-encarnar en esa tradición que le dará vida una y otra vez. Ese grito que nos calcina nos obliga a entrar directamente en el poema. Allí somos jugadores, pero también elementos del juego. Tomamos ese mundo posible para fundirnos en él, porque “la experiencia poética es la revelación de nuestra condición original. Y esa revelación se resuelve siempre en una creación: la de nosotros mismos. La revelación no descubre algo externo, que estaba ahí, ajeno, sino el acto de descubrir entraña la creación de lo que va a ser descubierto: nuestro propio ser” (Paz, 1979, 154). El poeta libera las palabras y las hace gozar de esa libertad gracias a la estructura temporal y a la manera peculiar de representación que tiene el tiempo en el poema. En éste, el tiempo se enjuicia a sí mismo, y nos obliga a enjuiciar el tiempo de nuestra conciencia. Nos hace morir en un presente trágico para luego revivirnos con su danza, y la palabra va al encuentro de sí misma para abrazarse en el deliriro de su canto. El tiempo nos remite a nuestro interior, se contempla hasta hundirse, y, luego, como el Narciso, florece en el poema eternamente. Digamos que, como en la historia que el alquimista encuentra en O. Wilde, el tiempo del poema nos refiere para referirse y contemplarse en nuestra concretización. Como el lago de Narciso se responde: —Lloro por Narciso, pero jamás me había percatado de que Narciso era bello. Lloro por Narciso porque todas las veces que él se deleitaba en mis márgenes yo podía ver, en el fondo de sus ojos, mi propia belleza reflejada2. 2 “—Eu choro por Narciso, mas jamais havia percebido que Narciso era belo. Choro por Narciso porque todas as vezes que ele se deitava sobre minhas Tiempo y verdad en la literatura 85 BIBLIOGRAFÍA Bergson, Henry. 1972 El pensamiento y lo moviente. Bs. Aires: El gráfico. 1977 Memoria y vida. Madrid: Alianza Editorial. Coelho, P. l990 O alquimista. 41. ed. Río de Janeiro: Roceo. Heidegger, M. 1985 Arte y poesía. México: FCE. Breviarios, 229. Husserl, Edmund l959 Fenomenología de la conciencia del tiempo inmanente. Buenos Aires: Ed. Nova. 1962 Ideas. New York: Collier Books. 1962 Ideas. México. FCE. l982 Investigaciones Lógicas I, II. Madrid: Alianza Editorial (Alianza Universidad 331). Ingarden, Roman 1979 A obra de arte literária. 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PALABRAS CLAVE DEL ARTÍCULO Y DATOS DE LA AUTORA fenomenología - tiempo - verdad - opalescencia - armonía Gloria Vergara Departamento de Letras Universidad Iberoamericana Prol. Paseo de la Reforma 880 Lomas de Santa Fe, México, DF, CP 01210 Tel. (55) 59 50 40 00 extensión 4969 e-mail: [email protected]