EL BARRIDO* Autor: Camilo Ernesto Lozano-Rivera

Anuncio
EL BARRIDO*
Autor: Camilo Ernesto Lozano-Rivera
Galardón: Mención de honor en la categoría adultos
Alguien me enseñó un día que el “suelo” es la superficie sobre la que nos
apoyamos por definición. Que el “piso”, por su parte, es el mismo apoyo pero
intervenido por la técnica. Tiempo después concluí que el suelo existe por el azar
mientras que el piso, existe por el cálculo. Que el suelo es una representación de la
naturaleza y el piso lo es de la cultura. Cada que tengo la sensación de mis zapatos
grandes —que no es lo mismo que sentir la grandeza de mis zapatos— me debato
entre dos posibilidades al pisar: el azar o el cálculo. La naturaleza o la cultura.
Viví siempre en casa con piso. Y eso me enclasa (como diría el Marxismo).
Lo que el Marxismo no sabe, es que yo tuve deseos. Entre otros, obtener la
experiencia del suelo. Para ello tuve que salir de casa. Ir a otra parte. A otra parte.
Me hice viajero con tal de tocar el suelo. Exhausto del piso. Siempre piso.
(De hecho, algo muy importante en una construcción, lo veo ahora, es “echar piso”).
Las casas se hacen progresivamente verticales a causa del piso echado, nunca del
suelo, sino más bien en oposición al suelo mismo. Esto tengo que explicarlo. Pero
es simple: echarle plancha a la casa para poder construir encima de ella. O sea un
piso que no está en el suelo. Un piso que es al mismo tiempo el techo. El segundo
piso y el tercero y el cuarto. Esto me deja concluir que el espacio vertical de los
edificios no es otra cosa que piso sin suelo.
Pero esto no es lo importante aquí.
Don David, un hombre viejo y ajado, barría cada mañana uno de los parques
del barrio el Jordán. Ese parque constituía un cuadrado de cien por cien metros que,
a la larga, tenía un área de lo más deseable: más de mil metros cuadrados. La
escoba con la que el aciago anciano barría día tras día, estaba construida con fibras
vegetales, partes de una especie de planta a la que la gente de la región
denominaba como “escoba”. Clasificar con base en el criterio del uso, es la forma
de pragmatismo más primitiva. Es obvio que ninguna planta evolucionó para
contribuir con la necesidad humana de recolectar los desechos y, en ese sentido,
una escoba no puede ser lo mismo que un vegetal. No son la misma clase de cosas.
Pero acá el razonamiento es otro: es la pura analogía.
Porque siempre lo que aparece ante uno tiene que ser otro, por necesidad.
Porque el ser no es lo mismo que la presencia: lo dijeron, cada uno por su cuenta,
Heidegger, Gadamer y Sartre.
La escoba de don David amontonaba hojas y hojas y hojas. Pero mientras el
acto de acumular se llevaba a cabo, el transcurso de la vida cotidiana continuaba
alrededor del barrido. Don David no barría únicamente residuos sólidos; don David
barría también el tiempo, entendido como la contigüidad de los acontecimientos en
el espacio. ¿Cuál espacio? El de su casa, la casa del lado, la casa del lado de la
casa del lado, la casa del lado de la casa que está al lado de la casa del lado. Y así,
indefinidamente.
Porque la organización del espacio barrial —que es únicamente una entre
muchas formas de asentamiento humano— es como un fractal. Pero eso es harina
de otro costal. La fijación de don David con el piso llegaba a tal extremo que, un día,
siendo tal vez las once de la mañana, se asomó a la puerta de mi casa. Como un
antídoto optimista al calor, la puerta de mi casa permanecía abierta desde que el
mediodía se anunciaba hasta que se iba diluyendo en la tarde. Don David acercó
su cabeza al marco de la puerta y vio a mi madre, que tenía la frente poblada por
gotitas transparentes. Ella movía de lado a lado una escoba envuelta en un saco de
lana viejo. El objetivo de esos movimientos era lograr que el piso de la casa brillara.
El piso, de color rojo y muy liso, recibía a diario el masaje de la lana.
Don David observó la acción unos instantes y llamó la atención de mi madre
haciéndole una pregunta: ¿cuántos metros de piso ha bajado de tanto brillarlo?
No me impresionó tanto la reacción con que mi madre expresó parquedad,
retirándose al patio trasero sin contestar la interpelación. Me inquietó que, siendo
tan amplio el mundo y sus posibilidades; siendo mi madre una mujer joven en la que
un hombre podría entrever atributos interesantes; estando cerca el mediodía y por
ende disponible la experiencia de los olores dispersos por toda la casa desde las
ollas sobre el fuego, don David solamente fuera capaz de pensar en y sobre el piso.
Cada mañana con una periodicidad superada únicamente por la salida del
sol, don David barría el perímetro del parque. Sus escobas se gastaban
rápidamente, pero su voluntad de repararlas siempre se anteponía. Cuentan que
don David comenzó barriendo únicamente el metraje del frente de su casa. Que con
el tiempo su acción se fue extendiendo a los predios vecinos y que nadie lo
consideró jamás una invasión. Todo lo contrario. Una especie de bienestar colectivo
tenía lugar a medida que el área de las casas contiguas iba quedando cubierta por
la acción higiénica del barrido. Y así, con la operación implacable del tiempo a su
favor, don David continuaba hasta dar toda la vuelta al cuadrado de cien por cien
metros.
Algunos recuerdan que era tan usual saludar al anciano cada mañana al salir
de casa, que prácticamente se borró la frontera entre el límite trazado por la puerta
de salida y el parque; que era difícil para cada vecino pensar que la calle que don
David barría, y él mismo, se encontraban afuera de la propia casa. Este parecido
con la ubicuidad, contribuyó a que el anciano fuera revestido por la gente del barrio
con el manto de lo sagrado: ¡Dios bendiga a don David! Decían.
La diferencia entre el interior de cada casa que rodeaba el parque y la calle
que el anciano barría, dejó en algún momento de ser definitiva. A causa de ello,
cada habitante alrededor del área de influencia de don David sentía el alivio de estar
casi dentro de casa cuando divisaba el parque desde lejos. Aunque fuera en una
proyección imaginaria, a partir de la acción simple del anciano que barría las hojas
caídas de los árboles, el parque comenzó a aglutinar la intimidad de lo doméstico
pero duplicada: la experiencia de la casa afuera de la casa misma.
La posibilidad de contemplar una realidad en la que el observador no puede
involucrarse, llegó a la humanidad gracias al cine. Y con ello el concepto de
espectador. Pero en los intersticios, gente como don David fungió como proyector
de la realidad compartida. Por un lado porque no pensaba en ninguna clase de
público, sino que más bien ejecutaba su acción como motivado por un sentido de
vecindad. Y por otro lado, porque las plantas que usaba como escobas llegaron a
encarnar el poder de eliminar divisiones y límites que se presumían inamovibles.
Llegaron a ser un símbolo más poderoso, la evidencia palpitante de la primacía que
la naturaleza detenta sobre la cultura. Pero no había antropólogos cerca para
presenciarlo.
Don David murió por causas ajenas a su voluntad, como ocurre en la mayoría
de los casos. Durante un largo tiempo, los palos de sus escobas estuvieron
colgados de puntillas clavadas en la pared trasera de la casa que alguna vez habitó.
Sus nietos los usaron como caballos de batalla en repetidas ocasiones,
revitalizándolos. Sin embargo, las hojas de las escobas vegetales se secaron como
penachos insignificantes en los extremos y, como don David, se encontraron con la
sorpresa de que el olvido no es un abismo, sino una aspiradora.
*Al texto se le modificó el formato y se le corrigieron errores de digitación, lo demás
permanece igual a como fue enviado por el autor para participar en el concurso.
Descargar