Cordillera Negra

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CORDILLERA NEGRA
© 1985, Óscar Colchado Lucio
© De esta edición:
2008, Santillana S. A.
Av. Primavera 2160, Santiago de Surco
Lima 33, Perú
ISBN: 978-603-4039-02-5
Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2008-15239
Registro de Proyecto Editorial Nº 31501400800928
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
Primera edición: diciembre 2008
Tiraje: 2 000 ejemplares
Impreso en el Perú - Printed in Peru
Metrocolor S.A.
Los Gorriones 350, Lima 9 - Perú
Edición: Ana Loli
Diseño de cubierta y diagramación: Patricia Soria
El GrupoSantillana edita en:
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magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo
por escrito de la editorial.
serie roja
A Juanita
Cordillera Negra
Cordillera Negra
edio tanco el Uchcu Pedro, mirando de
fea manera con sus ojos saltones como
del sapo, sin ni santiguarse ni nada, de un salto
bajándose de su bestia, se acercó al anda de Taita
Mayo en plena procesión cuando estábamos.
Calladitos nos quedamos todos, medio asustados
viéndolo asina. Nuestro jefe del alzamiento también, don Pedro Pablo Atusparia, agarradito su
cerón se quedó mirándolo, frío, al igual que los
músicos, los huanquillas y las pallas.
—¡Tú eres dios de los blancos! —le gritó al
Cristo como si fuera su igual—, ¡de los mishtis
abusivos! ¡No mereces que te paseen en andas!
¡Debes morir!
Así diciendo, cómo nomás será, sacó de debajo de su poncho una hachita cuta, todo salpicada
de sangre, haciendo ademán de atreverlo.
—¡Uchcu, carajo!, ¡demonio!, ¡qué vas hacer!
Cordillera Negra
M
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Botando su cerón encendido, mientras yo
limpiaba mi túnica blanca del disfraz, Atusparia
corrió donde el Uchcu que ese ratito saltaba
como un puma sobre su bestia.
—¡Ni saqueos ni incendios! —le gritó—. ¡A
defendernos sí, pero nada de abusos!
—¡Traidor! —fue lo que escuchó por toda respuesta, mientras se alejaban a galope haciendo
sonar el empedrado con los cascos de sus bestias.
A poco, se oyó el primer cañonazo.
Yo había venido desde Sipsa, mi pueblo, a unirme a la revolución, después del llamamiento que
hizo a todas las estancias nuestro alcalde mayor,
don Pedro Pablo Atusparia, por la ofensa que a
nuestra raza habían hecho las autoridades del
gobierno cortándoles sus trenzas a él y a catorce
de nuestros representantes, más por un memorial
que presentamos haciendo nuestros reclamos
sobre el abuso que cometían obligándonos a trabajar de sol a sol sin reconocernos nada, y más
ahora último queriendo que paguemos dizque
un tributo personal porque la nación estaba en
quiebra, como si nosotros tuviéramos la culpa
que andaran sólo en guerras quitándose el poder.
Por eso, para esclavos ya está bien diciendo fue
que nos levantamos en armas las catorce estancias que éramos primero y después las otras que
nos fueron siguiendo conforme se noticiaban de
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Óscar Colchado Lucio
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De un brinco quise empuñarlo para darle
una trompada, qué tal lisura diciendo; pero ahí
nomás un templón de la soga con que los «enemigos» me llevaban tirado de la cintura, me hizo
caer al barro pataleando.
—¡Cayó el inca cautivo! ¡jiar! ¡jiar! ¡jiar! —se
huajayllaron los hombres del Uchcu, que bien
montados en sus bestias, con sus carabinas a
la espalda, estaban ahí al lado, aguardándolo.
Eran los chancadores de huesos como les llamábamos; porque en la toma de Yungay, blancos
o soldados que cayeron en sus manos fueron
destripados malamente, cortados sus pescuezos o
hechos ñutu ñutu sus huesos. Ellos no eran como
los huanchayanos, los llatinos o los chacayanos,
que sabían perdonar todavía a los caídos; ni
como el taita Atusparia que pedía respetación
por las mujeres y niños del enemigo. Ellos no;
si podían tomar la sangre calientita de sus víctimas, se la tomaban, sin reparos, a las quitadas,
para valor diciendo. Por eso los blancos y los
mestizos que se unieron a la revolución, enterados que el Uchcu no los quería, andaban al
cuidado nomás.
—¡Ustedes en procesiones, y las tropas que
vienen a matarnos! ¿En qué piensas, Atusparia?
—gritó el Uchcu, haciendo salpicar saliva verde
de su boca renegrida—. ¡Jodamos a los mishtis!
¡Incendiemos la ciudad!
[11]
masqui, quémelo, y con ese mismo polvito
rocéelo en la herida y va usted a ver». Y verdad
pues, eso nomás fue mi santo remedio. Por eso
desde esa vez, puntualmente cada año, yo le
hacía llegar en su fiesta sacos de papas cargados
en mis burros, dos o tres carneros, y participaba
como ahora en las mojigangas o como cargador
de su anda.
Pero la aparente calma en la que habíamos
estado varias semanas, otra vez se violentaba.
«¡Tropaaaas! ¡A la carga!».
Fue lo que oímos al otro lado del puente, bien
parapetados tras las pircas, mientras hacíamos
granizar piedras con nuestras hondas y los que
tenían carabina abrían fuego. De la otra banda
también empezaron a disparar y hacer sonar sus
clarines entre el relincho nervioso de los caballos.
Las balas reventaban en la pampa, sonando como
cancha que se tostara en un tiesto.
Por las faldas de los cerros de ambos lados de
la ciudad, nuestros hermanos de los caseríos que
se habían vuelto a sus chacras licenciados por
Atusparia para que siguieran haciendo producir
la tierra, luego de la toma de Huaraz, ahora bajaban de nuevo con sus mujeres millcao piedras en
su falda y sus hijos también tocando tamborcitos
y clarines de hojas de wejllá, a darnos aliento y
apoyo.
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las tomas de pueblos que fuimos haciendo, empezando primero por Huaraz, la capital, y luego
Yungay que lo siguió, y más los otros pueblos
del Callejón de Huaylas que poco a poco fueron
cayendo.
De eso dos lunas hacía ya. Y ahora cuando
estábamos de lo más tranquilos, con Atusparia
gobernando desde Huaraz, llegó la mala noticia
que los ejércitos que él puso cuidando los caminos de la costa, habían sido derrotados en varias
batallas, perdiendo el control de Yungay y más
los otros pueblos de ese lado. Y que esas mismas
tropas del gobierno ya se acercaban a esta población de Huaraz.
Por eso fue que en ese alboroto que estábamos
viendo cómo hacer para defender la ciudad, yo
fui de la idea que sacáramos en procesión a Taita
Mayo, como que estábamos en día de su fiesta
que todos los años lo celebrábamos con mojigangas, corridas de toros, pallas y trago. Para que
nos dé su bendición y nos ilumine diciendo; pero
más que todo por la fe que yo le tenía desde que
me sanó del wiku, cuando ya mi pierna se gangrenaba y mi anciano padre también cansao de
haberme hecho andar cargado en su poncho por
los lugares más alejados, ya se había resignado.
«Con las astillas mismas que sale de su pierna»,
le dijeron en Yanama, me acuerdo, «encomendándose ante un cerón encendido de Taita Mayo,
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Los aceros chocaban, los palos de las mujeres
hacían crujir cráneos, las balas abrían heridas
como flores.
Dos, tres, cuántas horas pasarían y los cachacos nos arrinconaban hasta meternos a las calles.
Los blancos y los mishtis, que desde el primer
momento de la revolución no se metieron con
nosotros y que por eso mismo estaban perdonados, estarían en esos momentos temblando,
metidos en sus cuyeros o quién sabe escondidos
entre las huayuncas de sus terrados.
A lo perdido, viendo a nuestros hermanos caer
uno tras otro, degollados, destripados o baleados,
con la sangre que se entreveraba ahí haciéndose
con el barro como zanco, fue que pensamos los
que todavía podíamos tenernos en pie, incendiar
la población y escapar lo más antes posible.
Con ese pensamiento fue que me fui tras el
Hilario Cochachín, su hijo del Uchcu, y el Justo
Solís, que, agarrado cada uno su tizón, corrían
hacia las tiendas de la calle Comercio.
Con un llanque nomás puesto, pisando llicllas,
sombreros, cachuchas de soldados, ponchos, fajas
y cuanta prenda estaba regada por ahí, crucé por
un callejoncito, para cortar camino diciendo,
cuando en eso al voltear la esquina lo veo a unos
negros y unos chinos que se afanaban metiendo
a una casa a varias mujeres que a mordiscones y arañazos trataban de librarse. Creyendo
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A los primeros que se atrevieron a cruzar el
puente, a puro dinamitazos los aguantamos o los
hicimos volar en pedazos. El Uchcu Pedro como
minero experimentado que había sido en su tierra
de Carhuaz (por eso su mal nombre también de
«uchcu» o hueco), prendía esos cartuchos, qué ni
prender cigarro, que amarrados a una piedra los
arrojaba con fuerza a campo enemigo causando
destrozos.
Más arriba, donde el río Quilcay se anchaba
y las aguas venían encimita, fue que vimos una
avalancha de negros y chinos que lograban
cruzar a esta banda. Eran los enrolados de las
haciendas de la costa que los habían traído a
pelear contra nosotros. Detrás de ellos, en una
ensordecedora gritería, venían los otros soldados, mestizos fieros o indios como nosotros en
su mayoría.
En el alto, el sol brillaba con fuerza dorando
los eucaliptos ramosos, reverberando en el filo
de los machetes y las bayonetas; pero el barro
seguía igual de espeso y de pegajoso.
Ahora luchábamos en plena pampa cuerpo a
cuerpo, revolcándonos en los charcos, encima de
los primeros heridos y muertos. Los cañonazos
del enemigo resultaron fatales para los que aún
formaban mancha. Esos fogonazos eran más
fuertes que la luz del día y destruían con más
poder que mil hondas de los nuestros.
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[16]
—¿Este no es el inca cautivo?
La voz sonó ahí al lado gruesa y dura como si
hablara la peña.
—Sí, él mismo es; yo lo conozco. Se llama
Tomás Nolasco y estuvo entre la gente que mandaba Atusparia.
Abrí mis ojos.
Los cuerpos aparecieron borrosos, como
envueltos en humo de neblina.
—Cuatro días ya y cómo no se ha muerto.
Quise abrir mi boca y decirles que fue el Taita
milagroso, el Cristo de Huaraz, quien me cargó
entre las llamas, los gritos y los disparos hasta
esta ladera de la Cordillera Negra; pero mis labios
estaban resecos, mi lengua como un trapo espeso
y pegajoso. Sólo en mi mente pude verlo clarito a
ese anciano bondadoso que después de cargarme
tan lejos, antes de desaparecer, me dijera haciéndome echar con cuidado: «Aquí te quedas, hijo,
de aquí ya podrás irte».
—Tú, Fructuoso Causchi, que dices que lo
conoces, con el Rajatabla y el Lorenzo Corpus
bajen al río y preparen una quirma, y lleven a
este hombre al lugar donde ya saben.
Así diciendo empezó a caminar por el caminito de cabra de la ladera la figura de un hombre,
medio gordo, bajo nomás, que se recortó en las
rocas azulosas de la montaña y que, conforme se
fue aclarando mi vista, reconocí que era, ni más
ni menos, que el Uchcu Pedro.
A piecito o tirando de sus bestias, bien empuñadas sus carabinas, varios hombres lo seguían,
levantando polvo y haciendo rodar con sus pisadas piedrecitas del camino.
—¿Ya estás mejor, cho?
—Ya casi, hom.
Las wachwas, esos patos de laguna que abundan en Tocanca, lugar donde nos refugiábamos
los hombres de Uchcu Pedro, alegraban con sus
gritos la puna fría.
—¿Podrás ya pelear? Necesitamos más hombres.
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Óscar Colchado Lucio
seguro que yo venía a enfrentarles, dos negros
empuñados su machete se vinieron de frente a
atacarme. Yo, sin armas como estaba, sin valor
para desafiarlos, de un salto pegué la carrera por
otro callejón y justo que salgo a la calle grande,
cuando una tropa de caballos sin jinete, medio
alocados por los dinamitazos del otro lado, los
veo que se vienen a mi encima, sin darme tiempo
a retroceder siquiera. Sin nada qué hacer, a lo
perdido, me tiré al suelo nomás bien agarrada mi
cabeza, encomendándome a todos los santos y a
Taita Mayo sobre todo, que no me desampararan
en esa hora que más los necesitaba…
Como un sueño me acuerdo que pasó por mi
encima algo así como un aluvión o un terremoto.
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[18]
Su permisión fue que, pasados dos días, se
asomara el cura Fidel Olivas Escudero agarrado bandera blanca, pidiendo parlamentar con
nuestro jefe.
—¿De veras? —le dijo el Uchcu después que
bien vendado sus ojos, al igual que al otro que
le acompañaba, lo llevamos a su delante—. ¿De
veras no me mientes, doctor, que mis hombres al
mando de Justo Solís, acaban de rendirse en la
otra cordillera?
—Aquí está el acta, valiente Uchcu Pedro; puedes verlo —le respondió el cura, sacando su libro
de la alforja.
—¡Traidores! —tronó la voz del Uchcu entre el
viento que silbaba, después que pegó una mirada al libro abierto, leyendo será o haciéndose
nomás, quien sabe…
—En nombre del Señor de Mayo, patrón de
mi pueblo, y de su bendita madre, la santísima
Virgen María, te pido valiente jefe guerrillero
deponer las armas, siguiendo el ejemplo de tu
jefe mayor, el gran Pedro Pablo Atusparia, que
se ha retirado a su estancia de Marián Pampa,
sacrificando glorias y orgullo, sólo para evitar
más derramamiento de sangre…
El Uchcu sonrió como con dolor en su corazón recordando seguro que los ricos y las ketu
sikis, como él llamaba a sus mujeres, habían
intercedido ante el jefe militar un tal Callirgos
y el prefecto Iraola, para que respetaran la
vida de Atusparia —que había caído herido
en el enfrentamiento—, por haber evitado dizque el saqueo y el incendio de la ciudad de
Huaraz.
—¡Tatau! —dijo el Uchcu escupiendo al suelo—.
Ni Atusparia ni tu dios, doctor, valen nada.
Puedes irte nomás. Ya mañana por la tarde o
pasado a lo más, si no reviento una bala por la
bajada del Póngor, será señal que hemos hecho
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
El Hilario Cochachín, después de tomar un
trago de huashco, me alcanzó la botella.
—Gracias… Sí, cómo no, aunque sea arrastrando mi pierna tengo que luchar…
Se rio como esas gallaretas malagüeras a
quienes yo en mi chacra espantaba a hondazos.
Más abajito, entre montones de paja, los
refuerzos que llegaron en la madrugada roncaban todavía, mientras los caballos al pie de la
laguna, rup, rup, arrancaban la hierba.
—¿Crees que esta vez nos irá bien? —dije
devolviéndole el trago.
—Hombre, cómo no —respondió—; con la gente
que mi taita ha puesto en la Cordillera Blanca, al
mando del Justo Solís, y nosotros vuelta en esta
otra cordillera, los gobiernistas no tendrán escapatoria, ya verás.
Eso dijo, pero la Providencia no dispondría asina.
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[20]
«¿Ven? ¿Ven esos como hilitos de sangre que
bajan desde las cumbres sagradas de taita
Huascarán?».
Habló el Uchcu medio transfigurado su rostro
como si viera un milagro.
Tomando nuestra agüita de muñá que estábamos, botándola a un lado fuimos a ver.
La luz medio rabiosa del sol, a esa hora que
era todavía temprano, nos pareció extraña.
De veras, ¡quién lo iba a creer!, como esas
venitas coloradas que se ven en el blanco del ojo,
así igualito, unas como ramitas de ese color, para
acá y para allá parecían repartirse entre la nieve.
—Es sangre —dijo el Uchcu—; taita Wiracocha
está llorando. Venganza nos pide, y fe, harta
fe para no acobardarnos ante las derrotas que
pudieran venir; al final nos dará la gran victoria.
Su fuerza también nos dará; ¿no oyeron anteanoche su voz colérica en el trueno? Rabiando
estaba, escupiendo candela entre las nubes…
Reunidos esa noche alrededor de una hoguera
grande, tomando gro mezclado con pólvora, hicimos la promesa de pelear hasta la muerte.
Igualito a un gato negro o un yana puma, lo vi
saltar al Uchcu sobre su bestia, esa mañana en
que todos bien formados, iniciamos la marcha
hacia Huaraz con intenciones de recuperarla. Su
poncho color negro que por primera vez lo vi yo
puesto, me dio esa apariencia.
No éramos más de trescientos seguro frente
a más de mil que deberíamos enfrentarnos; pero
confiábamos en los conchucanos, chancadores de
huesos como el Uchcu, que habían hecho la promesa de venir desde el otro lado de la cordillera,
casi de la montaña ya.
Animosos bajábamos por eso, mirando bien
abajo, junto al río que se estiraba como una culebra, las casitas entejadas, las paredes blancas, de
esa ciudad de Huaraz que tanto ansiábamos.
Ya faldeábamos el Póngor y dentro de un rato
estaríamos sobre el puente de calicanto haciéndolo sonar con el paso de nuestras bestias. Ya
sentíamos en nuestras narices ese vapor pegajoso
que subía del Santa a esa hora de fuerte solazo.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
caso a tus consejos; pero más creo que será al
contrario. ¡Adiós!
—¡Espera! —se desesperó el cura ese ratito en
que dos de nuestros capitanes jalaban sus bestias,
de él y su acompañante, alejándolos—. ¡Espera¡
Si aceptas, los reclamos del memorial serán
considerados y se les librará del escarmiento a
todos, y podrán volver a sus chacras a seguir
trabajando…
Pero ya el Uchcu y los que lo acompañábamos,
corríamos por la pampa, hacia Tocanca, espantando los lic-lics y otros pajáros de la puna.
[21]
Mayo: «A luchar por mi casta estoy viniendo
pues; no es contra ti, taitito; ¿sabrás perdonarme,
au niño?». Así diciendo alcé la paja que llevaba
en las ancas de la acémila y, prendiéndola con
un fósforo, la aventé sobre el primer techo que
asomó a mi vista.
Pero como dice el dicho, fuimos por lana y salimos
trasquilados. Con más tropas que había hecho llegar el gobierno y más como una trampa que nos
tendieron saliendo a enfrentarnos sólo una parte
del ejército, mientras el resto botados de panza
sobre los techos o escondidos en los terrados
como mujeres nos disparaban sin darnos cara, y
más otros todavía que bien enseñados se habían
apostado, listos para rematarnos en los contornos
de la ciudad, terminaron haciendo una matanza
con nosotros que fuimos hacer pelea limpio a limpio, como verdaderos hombres que éramos, y nos
salieron con cobardías.
Menos mal que yo pude escapar vadeando el
río Santa por Huarupampa. Otros muchos que
intentaron hacerlo por el lado del puente fueron
muertos sin salvarse ni uno.
Cuando subía yo a duras penas esa cuesta, ya
de noche, viendo que otras sombras por mi tras
se venían, arrastrándose y quejándose, algunas
casas se quemaban todavía, con harta lumbre,
entre gritos y disparos que no cesaban.
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De repente notamos, sobre el suelo, la sombra
alargada de un ave que se arrastraba. Alzamos
nuestros ojos al cielo y vimos: un enorme y
majestuoso cóndor que con sus soberbias alas
bien abiertas, volaba en círculos en nuestro encima. ¿Veíamos?, el Uchcu nos lo señalaba con
alborozo. ¿Habíamos visto cóndor más grande?,
sacó su sombrero como saludándolo. No seguro, porque eso que estaba arriba ni siquiera era
cóndor, los demás arrugamos las cejas, era taita
Wiracocha, ¿no sabíamos?, a veces se aparecía
en forma de cóndor, otras de puma o de serpiente. ¿De veras sería?, nos dejó con la duda,
mientras ya abajo, las campanas de la iglesia
repicaban a rebato y los clarines de los soldados
también sonaban alertando a las tropas. ¿Qué,
pues, Taita Mayo —dije intrigado apurando a
mi bestia—, entre ustedes los dioses también
hay guerras?, y mirando ambas cordilleras. ¿Y
dónde pues están peleando?, ¿en qué lado de las
montañas? «Ingrato, —oí como su voz del Taita
en mis oídos que me respondía—, dos veces te he
librado de la muerte, ¿y aún así atacas mi pueblo
y mi iglesia?».
—¡Al ataque, valientes nunas!
La voz del Uchcu, adelante, y más los otros que
pasaban como viento por mi lado me obligaron
a picar mi bestia y lanzarme decidido al ataque,
mientras que en mis adentros le hablaba a Taita
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[24]
Esa vez no fuimos a Tocanca. Bajamos más bien a
Pampas en busca de los Poma, conocidos del Vicente
Orobio. Necesitábamos alimento y curación, también caballos y armas. Bajamos a piecito nomás.
No éramos ni veinte. Pero ahí iban con nosotros
el Hilario Cochachín, el Mariano Valentín, el Pablo
Condorsenka y el que le decíamos Rajatabla, entre
otros más cuyos nombres ya ni me acuerdo.
Así andando andando esa bajada, llegamos al
sitio conocido como Káchoj, donde había piedras
desparramadas por todos lados, y algunos con
figuras como de gente.
—Nuestra derrota sólo ha sido una prueba
—dijo el Uchcu, una prueba que nos a puesto taita
Wiracocha, para ver nomás hasta dónde somos
capaces de resistir. Sólo al final, cuando haya probado nuestro temple, nos dará la victoria.
—¿Continuar? —me asusté—, pero con qué hombres, Uchcu. Estos que estamos somos muy pocos,
¿cómo pues?…
—Nada es imposible —me respondió—; siempre habrá nueva gente dispuesta a pelear. Los
abusos de los blancos así nomás no se acabarán.
Y si después de insistir no hay gente que nos
acompañe, taita Wiracocha nos dará soldados
haciendo revivir estas piedras, que ahora sólo
duermen desde que una vez desertaron del ejército del inca, creyendo, como tú, que era imposible
someter a los terribles conchucanos. Pero ya el
taita los perdonará y volverán a ser los valientes
que necesitamos.
Lo miré con admiración. Sus palabras daban
confianza, infundían valor, eran como pólvora
en la sangre.
Del frío que por esos días empezó a arreciar, me
acuerdo. Días en que la neblina se asentaba en
las quebradas, formándose como un mar entre
los cerros. O subiendo, subiendo, como humareda
hacia las crestas altísimas de la cordillera.
Varias veces la mangada o la granizada nos
dejó empapaditos, mientras cruzábamos de un
lado a otro las áridas punas. Envueltos en nuestros ponchos, hambrientos, buscando el abrigo
de una cueva, mirábamos pasar los días, siempre
escapando o al acecho.
Desde las altas cumbres era ya para nosotros
de no olvidar el profundo valle de Huaylas, hermoseado por todas partes por altos eucaliptos,
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
—¡Maldito Justo Solís! —habló una sombra,
jipando, llegando casi a gatas a mi lado—. Por
su culpa los conchucanos se volvieron pensando
que las guerrillas habían terminado.
Era el Uchcu, herido, sus manos manchadas
de sangre, su cara embarrada como con tizne.
Por su tras nomás, uno a uno iban llegando
los otros que habían escapado.
[25]
presidente y que estaban de paso por este lugar y
nos habían prometido apoyo.
Mientras esperábamos los refuerzos, decidimos
hacer frente a un destacamento del gobierno que
desde algunas semanas atrás nos venía persiguiendo de un sitio a otro.
Varias veces, escondidos entre las peñas, los
habíamos visto pasar de largo husmeando nuestro rastro como allkos, resistiendo el frío y el
soroche.
El Hilario Cochachín que tenía su querida en
Quillo, fue de la idea para usarla a esta como
sebo y tenderles una trampa en la Quebrada de
Lucifer. Y fue así cómo, una mañana, sabiendo a
lo seguro que se dirigían a Pariacoto a remudar
sus acémilas, los esperamos al fondo en esa fea
encañada.
Ojitos negros no llores
llorarás cuando me vaya.
Ojitos negros no llores
llorarás cuando me muera.
Así cantando la china sapienta bajó a la quebrada agarrado su balde, haciéndose de no ver a los
soldados que pasaban por el camino de arriba.
Estos al verla en ese sitio donde todo era silencio,
hambreados de mujeres como estaban, pensando
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
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refugio de loros y jilgueros. Sus chacras de maíz,
interminables y, más arriba, los cuadraditos de
los trigales, como cueros de carneros puestos
a secar al sol. Más para este otro lado estaba
Macate, con sus huertos de frutales en el valle de
Quihuay y sus rocotos amarillos que hasta en las
noches de luna podían verse a la distancia.
También los pueblos de Cosma, Pamparomás,
Moro, Nepeña y San Jacinto, mirando hacia la
costa unos y otros asentados tímidamente en esas
arenas blandas.
Por todos esos lugares, al paso de nuestras
bestias, los ancianos, las mujeres y los niños se
asomaban a las puertas de sus casas a ver pasar
al «Uchu Pedro y sus alzados», como ya nos
conocían. Sólo los hombres jóvenes, aptos para
la guerra, se escondían o se hacían los enfermos
maliciando que les pediríamos enrolarse en nuestro ejército. Sabían que las tropas nos perseguían
para de una vez aniquilarnos, y que en cualquier
momento caeríamos. Por eso se acobardaban o
les faltaba fe como decía el Uchu; pero aun así,
de uno en uno, de pueblo en pueblo, fue aumentando el contingente hasta alcanzar un número
que nuestro jefe consideró que ya estaba bueno
para intentar la toma de Huaylas.
Ahora sólo esperábamos a los montoneros de
Huánuco y Trujillo, que luchaban también contra el gobierno para que el general Cáceres fuese
[27]
de la muchacha, que esta vez sí medio se tocó
de nervios, y soltando su balde corrió a la otra
orilla. Antes que ni hagan intento de apearse, los
laceamos a los dos como lacear novillos, y de un
templón los trajimos abajo y los jalamos hasta
el monte donde les metimos cuchillo sin darles
tiempo de saber lo que les había pasado.
—Ahora sí alístense —dijo el Uchcu—, cada
uno en su emplazamiento.
A la muchacha también le ordenó esconderse
y a la mitad tirarse para el otro lado, entre las
peñas, para meterles fuego cruzado.
Iba resultando el plan de Uchcu y la idea de
su hijo Cochachín.
No demoraron gran cosa en venirse todo el batallón. De repente los vimos asomarse uno tras otro,
en fila india, llamando a voces entre risotadas y
bromas, que esperaran, que no fueran desgraciados,
que ellos también querían probar. En esa ocupación
que estaban fue que sonó la descarga. Como pajaritos caían de sus bestias aullando de dolor o carajeando. Los animales se atropellaban, relinchando,
sin saber para dónde correr. Entre la polvareda que
levantaban, saltamos unos de las peñas, otros de
los montes, a rematar a los heridos.
Una semana después fue que entramos al pueblo
de Huaylas armando gran alboroto. La guardia
urbana que salió a enfrentarnos junto a la poca
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abusarla seguro, la dejaron bajar nomás calculando que ahí al fondo no tendría escapatoria.
Y como qué, al poco ratito de estar escondidos
aguaitando desde un monte, ya los vemos que se
acercan dos al trotecito de sus bestias. Los otros
se quedarían esperándolos arriba seguro. No se les
veía de donde estábamos. Ni ellos podían vernos.
Para esto ya la china había llegado al recodo
donde le indicamos, que era ahí cerca nomás
donde nos escondíamos. Haciéndose la inocente,
con su baldecito puesto al lado, se lavaba los pies
en el agüita.
Justo ahí a nuestro lado desmontaron, y como
la vieron a la muchacha de espaldas, no nos
habrá visto diciendo será pues, se fueron acercando pasito a paso, para agarrarla al descuido.
Ahí fue que yo con el Cochachín, saltando de
entre el monte, les asestamos recios macanazos
en la cabeza haciéndoles volar los sesos. Los
demás que estaban escondidos ni se movieron.
Jalándoles de las botas, los aventamos por ahí
entre las matas. A la china el Hilario le hizo señas
que ahí nomás siguiera.
No pasó mucho cuando otros dos aparecieron
por el mismo caminito silbando a sus compañeros, llamándoles por sus apodos, advirtiéndoles
que para el capitán era dizque primero, que
cuidadito con tocarla todavía. Así que hablando que están, resultaron ya casi en su encima
[29]
conversemos?, habló haciéndome ver un puñal
entre su poncho. Me dio risa. Como un relámpago saqué el mío de entre mi seno y me cuadré.
Ahí fue que se paró la fiesta. Pero el Uchcu, calmándolo al otro, me sacó bonito nomás hablándome y me llevo a dormir ahí en su casa de un
alzado que andaba con nosotros.
Mañana mismo como sea me la cargo, dije.
Pero no fue del caso.
Para evitar problemas seguro, ya que el vara
de campo nos estaba dando apoyo, el Uchcu me
mandó comisionado a Huanchay, al mando de
quince hombres, para que habláramos con un
tal Emeterio Ángeles a fin de que nos ayudara a
reclutar gente de su estancia y se plegaran a las
guerrillas. Pero llegado que hubimos, el hombre
que había sido uno de los capitanes de Atusparia,
se negó totalmente a prestarnos su apoyo, diciendo que era por demás, que ya la revolución se
había acabado. Cobarde, carajo, diciendo, le
quemamos su choza y matamos su ganado para
escarmiento. Lo mismo hicimos en otras estancias con los que igualmente se negaron.
Hubiéramos seguido en esa ocupación si no
hubiera sido por un propio que vino a avisarnos
que, por órdenes del Uchcu, volviéramos urgente
a Huaylas, que había salido tropa de Huaraz y
hacía falta nuestra presencia.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[30]
tropa que había, nos resistió el fuego al principio;
pero poco a poco se fue replegando hasta terminar desbandándose, huyendo por entre maizales
y huertos.
Por fin, después de tanto sufrimiento, ahora
último nuestra suerte se volteaba.
Saqueamos a nuestro gusto las tiendas de los
ricos e incendiamos sus casas. Nuestros hermanos huaylinos que estaban con nosotros, hicieron preparar pachamancas al otro día y el trago
corrió como agua, mientras bailábamos nuestros
huaynitos bien abrazados a las chinas. Allí me
enamoré de una, de nombre Marcelina, por quien
perdí la cabeza queriéndomela robar esa misma
noche. Te espero, le dije, con mi bestia ensillada en la lomita del cementerio. ¡Achachay!, me
respondió ¿qué pues no tienes miedo poray?
Entonces, volví a proponerle que mejor a la salidita del camino a Cunca. Pero bandida la china,
me había estado pulseando nomás. Capaz mi
taita va molestar, me dijo, háblale a él mejor. En
esa conversación que estábamos fue que el Uchcu
vino. Pidiéndole permiso a la muchacha, me jaló
a un ladito. Guarda, me advirtió, ¿no ves que es
su querida del vara de campo, del mismo que ha
organizado la fiesta en nuestro honor? Pero si la
muchacha me quiere, ¿qué tengo que ver?, me
acuerdo que le respondí. Ahí nomás se asomó
el otro, bien zampao, más que yo. ¿Quieres que
[31]
granizada de balas que pasaban silbando por
nuestras cabezas.
Para confundir a los que nos seguían, salimos del camino grande y enrumbamos hacia las
márgenes del Santa, pensando perdernos en los
montales de Ranrahirca.
El Uchcu siguió de largo bordeando el río, medio
oculto entre altas yerbasantas que orillaban el
camino. Yo decidí cruzar el río por un sitio donde
el Santa era como una playa y el agua se veía
encimita. Al otro lado se levantaba un bosque de
eucaliptos, cubierto de monte espeso, por donde
sería fácil perderse de vista. El bosque se extendía
inmenso, siguiendo el curso del río, flanqueando
por los cimientos macizos de la cordillera.
Ya ganaba yo la otra orilla, cuando el pelotón
se detuvo al borde del río. Desesperados viendo que
me internaba ya en el montal dispararon alocadamente, y sentí que el macho se sentaba y luego que
su cuerpo se sacudía. Acababan de matarlo.
Agarrando mi carabina y el ponchito que
estaba como pellón, me metí al monte a toda
carrera, sintiendo que me molestaba la picsha
que llevaba yo colgado sobre mi hombro. Ahí
guardaba mi coquita, una mulita de gro y más
unos cuantos cartuchos.
«¡Ríndete, Uchcu Pedro, te tenemos rodeado!».
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[32]
Al mando de Callirgos e Iraola, no era sólo una
tropa la que avanzaba, sino varias, con órdenes
de destruirnos totalmente y recuperar Huaylas.
Cuando aproximándose estaban al pueblo de
Mato fue que salimos a darles el encuentro.
Rodeábamos los cerros del contorno cuando
aparecieron. Con sólo verlos nos desalentamos.
Tantos eran. Como nube todavía avanzaban, llenando el camino ancho. Qué para hacer diciendo
iniciamos el ataque lanzando la primera descarga. Bien entrenados, de un salto se parapetaron
entre las rocas y de ahí respondieron el fuego.
Más de dos horas ya de tiroteo, y las municiones
escaseaban en nuestras filas. Ellos tenían para
resistir todo el día y toda la noche si era posible.
En mulas cargaban los cartuchos.
Varios cientos de nuestros hermanos quedaron ahí bocabajados, muertos sobre las peñas.
Uniformados también como moscas yacían tendidos en ese mullpo.
Lo que vino a fregar todo fue la guardia urbana de Caraz que llegó ya al atardecer. Con esos
refuerzos se envalentonaron y se sintieron más
seguros. Viendo nosotros que las balas casi ya no
nos quedaban y sintiendo que el cerco que nos
estaban tendiendo era cada vez más estrecho, fue
que decidimos darnos al escape.
Yo salté sobre un macho que estaba ahí al
lado, perdido, y me fui tras el Uchcu entre una
[33]
Tres días ya ahí, bien vigilado, era de no soportar. Por turnos me cuidaban. Lejitos se oía que
cantaban, discutían, como borrachos; pero aquí
al frente, tras un árbol grueso, dos pares de ojos
estaban al tanto nomás de mis movimientos,
atentos a cualquier ruidito. Cuando se necesitaban entre ellos, se llamaban mediante silbidos.
Alguna chocita harían para que duerman seguro.
Allí afuera el frío sería de no aguantar. Al frente
nomás estaban los nevados, y en las madrugadas
caía el sereno que mordía la piel y hacía tiritar.
Menos mal la cuevita era más o menos abrigada
y ahí al fondo haría calor quién sabe. Pero más
que cueva, parecía tumba de gentiles. Ahí al lado
estaban botados retacitos de tejidos deshechos por
el tiempo, pedacitos de ollitas o cantaritos rotos,
huesos también que blanqueaban desparramados
por todos lados. El hambre, el frío, la sed, eran
todavía de soportar, para eso me sirvieron harto
mi coquita y la mulita de gro. Pero lo que me vencía me vencía era el sueño. Así abiertos mis ojos
que estoy resultaba yo hociqueándome contra la
peña. Vuelta sacudía mi cabeza, asustado, reparando para todos lados. Así en una de esas que
estoy, clarito lo veo al Uchcu que entra, itacado su
poncho, sus pistolas al cinto, que me dice, Mama
Killa, nuestra madre luna, llorando sangre está,
masqui mírala, allauchi, pena de nosotros tendrá,
sus pobres hijos… Y de veras, de su ojo blanquecino, bajaban, como hilos de sangre, igualito,
como cuando lo ví a Taita Huascarán esa vez en
Tocanca.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[34]
Fue lo que me gritaron los cachacos cuando
me hallaba yo escondido en una cueva, después
que me persiguieron por todo el monte. Ganas
de decirles que no fueran tan zonzos, que yo no
era el Uchcu, me dio. Pero de nada me hubiera
servido. Igual nomás me matarían.
A uno lo vi apenitas que daba un salto entre
las matas, y de los demás se oía tan sólo cuando
sus pisadas quebraban palitos secos. Bien calzado
en una grieta, yo tenía el cañón de la carabina
apuntando listo para soltar el tiro. En eso asomó
su cabeza, detrás de un eucalipto, el que lo vi dar
el salto; pero se fregó cuando se volvió a mirar
atrás a hacer señas con la mano a sus compañeros. Ahí fue que le pegué el balazo. ¡Pen!,
sonó el tiro. El hombre se huicapeó como esas
pichuchanquitas que con mi hondilla tumbaba
yo entre los árboles allá en mi tierra de Sipsa.
Después se quedó quieto, tirado sobre la huaylla.
Los pájaros volaron por todos lados. Oí voces
agitadas, desordenadas al principio, después ya
más nítidas: ¡Lo jodió al capitán, carajo, lo jodió!
Lo que siguió fue una descarga a mi escondite,
mientras dos soldados, tirando de las patas, se lo
arrastraban a su muerto.
[35]
[36]
Pero el enorme yana puma que saltó por mi encima, no fue sueño.
Fue en pleno día cuando los soldados, cansados de esperarme, soltaban desde el cerro hatos
de paja encendidos, con la intención de hacerme
asfixiar con la humera. Ahí fue que sentí como
un gruñido al fondo de la cueva primero, y después que saltaba sobre mi cabeza cuando me
volví a mirar. Enorme, ágil, de negra piel lustrosa, lo vi ahí afuerita antes de la lanzarse sobre
los soldados.
—¡Es el demonio! —gritaron estos, viendo que
las balas no lo mataban y la bestia se les iba encima. Gritos y gruñidos se confundieron. A manotazos y dentelladas los dejaba muertos. Yo aproveché para escaparme a todo correr esa bajada.
Muerto de cansancio, maltrecho, llegué a Tocanca.
Ahí supe la noticia: acababan de fusilarlo al
Uchcu junto a la iglesia de Casma. El Hilario
Cochachín tampoco estaba; no se sabía si salió
vivo o no después del enfrentamiento de Mato.
De los antiguos sólo quedaban Marino Valentín
y Vicente Orobio; los demás, que no pasaban
de diez, se incorporaron ahora último. Todavía
lo encontré ahí al muchacho que vino a dar el
aviso. Era uno de los Poma, de Pampas. «Murió
enseñándoles el trasero al pelotón, después de
rechazar al cura que quiso confesarlo». Ya para
irse, echándose agua a la cabeza en el puquialcito del camino, todavía habló: «El cura nos negó
para enterrarlo en el cementerio; ahí botadito
seguirá su cuerpo hasta ahora si no se lo han
comido los gallinazos».
Ahí nomás fue que decidimos esconder las armas
y largarse cada uno por su lado. Muerto el Uchcu
y ausente Cochachín, ningunos teníamos valor
para tomar el mando, más peor todavía siendo
ahora tan pocos. Ahí mismo en Tocanca, en una
arruga del cerro, cavamos como para sepultura y,
bien envueltos en pochos, enterramos las carabinas. Era peligroso andar con armas, sabiendo que
los soldados nos buscaban por todos lados. De
dos en dos o de uno en uno, después de abrazarnos fuerte, como hermanos, como hombres, nos
desparramamos. Yo corrí por su tras del muchacho Poma, que, montadito en su burro, despacio
se iba laderita abajo.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
Sentándose a mi lado, el Uchcu me hablaba
ahora: No perdamos la fe, Tomás Nolasco, luchemos
hasta el último; no seamos como Atusparia que se
dejó ganar por los blancos. Algún día, verás, Taita
Intip volverá a reinar… Así diciendo que está me
desperté. Sueño nomás había sido.
De ahí de la cueva, ni la luna siquiera se veía.
[37]
[38]
En la última palada que estoy, con la queresa
que, ¡huinnn!, zumbaba por mi lado, de un de
repente levanto mi cabeza y lo veo parado ahí,
en la lomita de arriba, al mismo yana puma de
la cueva de Ranrahirca, que con sus ojos fijos,
amarillos, mirándome está, sin fiereza, como
contemplándome nomás. «Taita Huiracocha» dije
arrodillándome, sintiendo harta emoción en mi
cuerpo, «con el Hilario Cochachín si es que vive,
más los soldados que duermen en Káchoj, y que
tú los despertarás, volveremos a atrever a los
blancos: chancaremos sus huesos ñutu ñutu, y
tú, padre, volverás a reinar, y harás que vivamos
felices como en el tiempo de los incas».
El yana puma, como si me hubiese estado
oyendo sin creer en mis palabras, empezó a irse
esa cuesta, volteando, volteando, como desconfiado; paso a paso primero, y después casi a la
carrera. En un ratito lo vi ya arriba, subiendo la
cordillera en dirección a Callán Punta. De ahí
seguramente bajaría hacia el río Santa, pasaría
por Pumacayán y, oliscando oliscando la nieve,
alcanzaría las cumbres de la Cordillera Blanca,
para después bajar a Chavín de Huántar, la morada de los dioses, o más allá tal vez, por donde
asomaba su ojo el dios Intip, ya no como puma
ahora, como cóndor.
Con ese pensamiento, como tonteao, pisando
altos y bajos, por ahí donde lo vi irse, yo también
me iba, sintiendo un sudor frío que bajaba por
todo mi cuerpo, empapando mi ropa. Mis piernas
me temblaban y los huesos me dolían.
No pudiendo dar ya un paso más, como
muñeco me amontoné ahí nomás en el camino, y
poco a poco sentí que mi cuerpo se iba poniendo
rígido, y después que se enfriaba del todo y se
endurecía hasta quedar convertido por último en
esta piedra que soy, en este sitio de Tacllán, y a
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
Ya los shingos afilaban sus picos sobre la torre de
la iglesia cuando llegué a Casma.
Antes de irme para mi tierra, consideré como
mi deber dar cristiana sepultura al que fue mi
jefe. Por eso bajé a ese valle caluroso, sintiendo
su olor a frutales, a salobre brisa marina…
Botadito panza arriba, como reparando al dios
Intip, estaba ahí tras la iglesia. Casi me ganan
mis lágrimas al verlo asina. En el burro que me
prestó Poma, hice esfuerzos por subirlo. A esa
hora de harto calor la gente estaría adentro en sus
casas, haciendo la siesta seguro. Los pocos que
me vieron, ni siquiera se acercaron. Un hombre
togao más bien, que más parecía cura que otra
cosa, bajándose de su caballo, vino y me ayudó a
subirlo. Después lo vi irse al trotecito por el camino de Yaután. Casi por su tras nomás, yo también
me fui, arreadita mi carga, hacia esas huacas que
había por el camino que apartaba a Choloque.
[39]
El águila de Pachagoj
quien los viajeros conocen, por algo será seguro,
como la piedra que cura el mal del corazón.
Cordillera Negra
«E
s su hijo del José Blanco, ¡atatau!, brujo
como su padre será. ¡Apártate, cholito!».
Yo no sé por qué a mi padre le dicen José
Blanco, ¡vaya!, si de él su verdadero nombre es
José Ramírez. Algunas veces cuando se me viene
la ocurrencia preguntándole estoy. Pero él ni
caso me hace, como si no le hablara. Si no está
ocupado en alguna cosa, prefiere mirar a otro
sitio o si no cambiar de conversación, pero nada
de responderme. Por eso ahora último ya no le
pregunto. Para qué, pues, si ya sé que va a ser
por gusto.
Sólo él y yo vivimos en este paraje solitario,
en esta fea puna al que todos conocen de nombre
como La Cuchilla. Al pueblo se llega pasando esa
lomada y la otra, después de una bajada todavía.
Cuando estamos aburridos y queremos ver harta
gente, tenemos que irnos abajo, al alto de Putaga,
a ver pasar por el camino grande a los viajantes
[41]
Rojas, cuando estoy oyendo en el corral, clarito
escuché que le contaba que mamá Shantu se había
rodado en La Colpa, tratando de recoger yerbas de
pachacrá, y que de pena mis hermanos se fueron
a vivir con mi abuelita a Punacocha y que me
dejaron a mí solito para su huallqui.
Yo vi con mis propios ojos cómo el demonio
cargó con doña Santosa esa noche. Venía yo de
la hacienda de Urcón arreando mis burros, y para
cortar camino decidí atravesar la puna. Estaba chirapiando al principio, pero nadita me imaginé que
horas después caería una mangada con relámpagos y truenos. Feo me asusté cuando un rayo cayó
cerca nomás donde estaba yo con mis animales,
incendiando el pajonal. Ni cuevas siquiera dónde
refugiarse. Empapadito, viendo que la noche se
venía encima, me acordé que más allá donde la
puna bajaba y formaba una laderita, vivía doña
Santosa, la mentada curandera, con su marido y
sus hijos. Ahí está mi salvación, dije. Saqué de una
alforja un traguito de huashco que no me faltaba y
látigo y látigo a mis burros les hice bajar la cuesta
corriendo, resbalándose en el barro, cuidando que
no fueran a botar la carga. ¡Chaplac!, ¡chaplac!,
sonaban todavía mis llanques en las llocllas.
En cuanto vi la choza, para que sus perros no
espantaran a mis animales, llamé de lejitos, ¡Doña
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[42]
que van o vienen del Marañón. Pero eso es sólo
de vez en cuando, el resto de los días yo me paso
por la jalca recogiendo las ramas que mi padre
necesita para preparar sus pócimas. La gente llega
seguido seguido nomás, otras veces se desaparecen por temporadas. Cada vez que vienen traen
itacados sus alforjas con papitas en su dentro, o
si no ocas o mashuas o cuyes y, a veces, hasta
arreando huachitos llegan. Eso nos dan en pago
de lo que mi padre les ve la suerte o les cura. La
que más viene es doña Corina, de Huayllabamba,
con cualquier pretexto. Ya la gente está hablando
que a mi padre dizque lo han visto convertido en
águila, asentar en las noches en el eucalipto grande que hay detrás del corral de su casa, cerca de la
quebradita. «Es el José Blanco, han dicho, ¿y así
todavía quieren aceptarlo como capitán en nuestra
fiesta de San Pedro? ¡Jesús, María!, ¿acaso se han
olvidado que a su mujer, la Santosa, se la llevó el
demonio?». Eso oí un día que fui a comprar coca
en su tienda de don Andresito, cerca del molino.
Desde entonces preguntándole estoy dónde está
ella, qué se ha hecho, porque ya no la veo; pero
él no responde, como una piedra es. Ocupado en
remover sus yerbas, se hace que sopla la candela
o si no me ordena que vaya por más leña, que me
apure, que va a faltar o cualquier otro pretexto.
Sólo una vez nomás recuerdo que me dijo que se
fue de viaje, que ya volvería. Pero a don Fermín
[43]
[44]
—He venido a avisarte, José, que mejor te vuelvas a
Punacocha, tu tierra. La gente de Huayllabamba y
Cutamayo se ha noticiado diciendo que esa águila
blanca que por las noches asienta en Pachagoj
dizque eres tú. Y que a varias personas ya ha atacado queriéndolas devorar. Y hasta a mí me están
levantando cargo, diciendo que en el eucalipto de
mi corral te han visto asentar convertido en ese feo
animal. O acaso es cierto, José; cuéntame a mí que
soy tu amiga, que fui también yanasa de la Santosa,
tu mujer. Has de tener necesidad de desfogarte, así
como me confiaste esa tarde que tiritando llegaste
a mi casa, diciendo que la Santosa se había rodado
en la quebrada de las cortaderas cuando escapaba
por la ladera con ese arriero que llegó buscando
posada la noche de la mangada.
La gente que viene de lejos a hacerse ver por mi
padre, en su conversación hablan que él también
es entendido como mamá Shantu. Al comienzo
nomás desconfiaban. Itacando sus alforjitas o sus
quipis se regresaban cuando mi padre les decía
que ella no estaba, que no sabía cuándo iba volver; pero que si querían, él también podía curarles. Desconfiosos se miraban nomás. Después
se iban, sin dar contestación, por el camino del
Marañón, sin voltear, calladitos. Pero, al tiempo,
cuando se convencieron que ella no tenía trazas
de volver, después de varias vueltas que hicieron, por fin le suplicaron a mi padre a ver que
hiciera dizque la prueba de curarles. Se acertaría
su remedio seguro, porque desde entonces empezaron a venir seguido seguido nomás. Harta fe
le tienen ahora. Ha sanado a muchos ya, sobre
todo a esas personas que padecen de wiku, de
mal de campo, de susto, de atacoral, de mal daño.
Aparte, ve también la suerte con naipes, con
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
Santosa!, ¡doña Santosa! Al ratito, salieron ella y
su marido. A sus hijos no los vi. Estarían acostados
ya seguramente. Alta, flaca, la señora, envuelta en
su reboso negro, trataba de reconocerme junto
al callapo que sostenía la ramadita del corredor.
Atrasito, su marido, envuelto en una frazada,
procuraba con la mano libre que el viento no apagara la luz del mecherito con que se alumbraban.
¡Vengo a que me deste posadita, aho niña!, le grité
en el momento en que sus perros se venían derechito a mis burros. Ella los llamó entonces fuerte
como resondrándoles, y los animalitos agachando
la cola, obedientes, volvieron a tirarse a su lado.
No sé si me reconocerían o no; pero hacía años,
cuando yo era más muchacho, le traía los recados
de una señora de Santa Clara, a quien la estaba
curando para el mal daño. Por ahí acomódese de
cualquier manera, me dijeron señalándome un
cantito del corredor. Y se entraron rapidito nomás,
sin darme tiempo ni de agradecerles.
[45]
Sería las doce de la noche un poquito más quién
sabe. Reciencito había escampado y la luna
alumbraba, ¡achic!, en toda la pampa. El viento
silbaba en los pajonales. De rato en rato el ¡burrr!
de mis animales con el frío me despertaba. En
eso escuché el cabalgar de un caballo lejano, con
trotar parejo, como si fuera de paso. ¡Ja!, dije,
¿quién pues a estas horas y por estos sitios? Será
mi imaginación. Adentro se oía que roncaban
todavía durmiendo. Me arropé más con el poncho y tapé mi cabeza con el sombrero haciendo
la prueba de dormirme. En eso, no sé cómo, ya
cerquita siento que el caballo llega a la casa y se
detiene frente al corredorcito donde yo estaba.
Me quedé quietito mirando, aguantando la respiración. Y hasta los perros que pensé que saldrían
a ladrarle siquiera, se quedaron calladitos en su
sitio. El hombre que llegó era un elegante caballero, vestido como nunca en mi vida he visto. De
capa, sombrero de ala ancha y espuelas de plata,
montaba una yegua fina, blanca, con aperos que
igualito a sus espuelas, relumbraban con la luna.
¡Santosa!, llamó sin hacer cuenta que yo estaba
ahí al lado. ¡¡Santosa!!, volvió a llamar con más
fuerza. Cuando casi ahí nomás salió su marido a
ver, yo quise moverme un poquito, toser o algo
así; pero me di cuenta que mi boca se había atado
por completo y no podía mover ni un nervio. El
hombre, al verlo, sin decir nada, ahimismito se
entró al cuarto. Te llama, apura, es el señor, oí que
le decía, y después que le resondraba: ¿Ya ves?,
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[46]
cigarro, con coca. Sus bebidas las prepara a base
de pachacrá, esa yerbita milagrosa que dicen que
tiene dizque siete virtudes, esa la entrevera con
otras que recojo por La Colpa o si no, por abajo,
por Potrero, al otro lado del río. Pero la pachacrá
sí tengo que buscarla por arriba, cerca de la laguna de Cushuro; por ahí donde están las wachwas,
los lic-lics y las tarukas, también los bravos de
San Pedro, que menos mal ya me conocen. Quizá
seré la única persona al que no atacan. «Dizque
solito anda esa criatura entre los chúcaros». «¡Por
María Santísima!, como la Shantu, su madre,
tendrá pacto con el demonio». Los cholitos del
pueblo, cuando a veces vienen a la jalca a buscar sus animales, viéndome de lejos nomás se
corren o si no, se esconden detrás de las lomas
o se tiran entre el pajonal. ¡Zonzos!, si vinieran,
yo les invitaría cancha o machca que nunca me
falta en mi bolsico. Los grandes también con
miedo con miedo me hacen conversar cuando me
encuentran poray, solito. Por eso ahora ya no les
busco conversación cuando les veo. Mejor estoy
jugando con los chúcaros, montándoles, sacándoles la suerte o si no tirado panza arriba junto a
los que descansan, mirando el cielo alto, azulito,
sin nubes, ni nada…
[47]
[48]
Lo que a mí más me gusta es cuando vienen a
que mi padre les vea la suerte; ¡Ja!, es que ahí yo
también tengo intervención. Lo que no saben es
que de mí depende que se vayan alegres, tristes
o colerosos. Para esto mi padre, serio, haciéndose
el honrado, me llama delante de los pacientes,
diciéndome, Hijo, tengo que llamar al Caballero
Álvarez; ya tú sabes que él no aparece delante
de las criaturas; andavete a dar una vuelta poray,
más tardecito regresas. Así diciendo se entra a
la choza seguido de la persona, mientras yo me
voy por atrás, por la puerta falsa, a hacer lo que
ya sé. Allí adentro, calladito estoy, al tanto al
tanto nomás de lo que conversan, mirando por
una hendijita, esperando la hora en que mi padre
llame al Caballero Álvarez. Yo ya sé que antes de
eso, él tiene que hacer sus rezos todavía, después
darle unas tomas al paciente; hasta que cuando
ya está arrojando, viendo visiones, recién ahí mi
padre levanta los brazos al techo como si fuera el
cielo y empieza a llamarlo haciendo medio rara
su voz. Ese ratito es cuando yo empiezo a mover
con todas mis fuerzas los callapos que aguantan
el techo. Parece temblor. Y con el movimiento,
la magana que esta colgadita rozando el cuero
de la roncadora, empieza a golpearla una y otra
vez, produciendo un ruido igualito como cuando revienta el trueno bien lejos, en medio de la
mangada. ¡Ja!, vieran la cara que ponen todos los
pacientes: pálidos, algunos quieren llorar todavía
mirando a todos lados; otros se ponen a temblar
como atacados de terciana o si no se arrodillan
poniéndose a rezar. Pero hay también quienes de
puro susto ya no aguantan, y corriendo salen de
la casa. ¡Ja!, como ocurrió con doña Laga Tomasa,
su mamá del Pedro Paroy. Y eso que a ella no le
dio ninguna bebida. Porque mi padre sólo les
da a los que malicia que no tienen creencia o a
los que vienen de lejos. Algo tendrán, pues, esas
ramas; porque los pacientes aseguran que lo ven
al Caballero. ¡Ja!, da risa, hasta dicen cómo es: un
hombre dizque flaco, alto, de capa y espuelas de
plata. ¡Jajay!, si supieran que el Caballero Álvarez
soy yo, ya seguro ni vendrían.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
yo siempre te dije que algún día se cumplirían los
veinte años, ¡no me hiciste caso, Santosa!, ¡no
me hiciste caso!; así diciendo oí que sollozaba. Al
ratito salió la mujer, toda despeinada, como dormida nomás. Cruzó el corredor, y se fue derechito
hacia el hombre. Apura, ya se cumplió el plazo,
fue lo único que le dijo este, enancándola en su
bestia. Seguidamente partieron en un trotecito
lento primero, con chispas que salían de los cascos del animal; después, se escuchó el galope y un
grito desgarrador lejano mezclado con carcajadas.
Mientras adentro, en la choza, seguía oyéndose el
llanto del hombre y más tarde el de sus hijos.
[49]
—¡¡Que lo busque por el alto de Mishito, entre
la vacada de la hacienda Santa Clara!!
—Por ahí ya lo he buscado, don Josecito, como
le dije, no aparece por ningún lado —se entremetió doña Tomasa. Eso me puso en apuros. Mi
padre, también no sabiendo qué decir, la resondró nomás:
—¡Tomasa!, ¿vas a dudar del Caballero? No lo
has buscado bien seguro. Hazlo de nuevo mujer…
Ella se achicó, pobrecita:
—Verdá, taita, quizás tengas razón —dijo
levantándose—. No lo he buscado todavía por el
lado de Gachilpampa, al pie de Mishito; iré a ver,
don Josecito, quién sabe lo halle poray…
Mi padre se quedó medio descontento cuando
partió. Eso le pasaba por confioso, por apurado.
Debió hacer como otras veces: pedirle que vuelva
al otro día, o más después, para nosotros ganar
tiempo y averiguar bien bien el paradero del
animal y decirle luego lo que era cierto. Yo en
mis andanzas por la puna, casi siempre me topo
con animales perdidos. Entonces me fijo en la
marca y acordándome nomás estoy, hasta que
tarde o temprano ya están asomándose los dueños a nuestra choza trayendo siempre algo. Ahí
es cuando el Caballero Álvarez se porta todavía
dando los mínimos detalles y hasta aconsejando.
Pero cuando no es así, como esa vez de doña
Tomasa, mi padre siempre tiene alguna salida:
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[50]
Cansada llegó doña Laga Tomasa tempranito
nomás, junto junto con el sol, a mi casa. Venía
a suplicarle a mi padre que le dijera por dónde
debía buscar a su toro barroso que hacía tres
días ya había desaparecido de los potreros de
Huayllabamba. Por todos los lugares ya lo he
buscado, don Josecito; pero nada, por ningún
lado aparece, llegó diciendo. Y cuando mi padre,
atendiendo a sus súplicas, se puso a llamar al
Caballero Álvarez, de un brinco salió afuera, a
la hora en que sintió que temblaba la choza y
reventaban los truenos. Apurado salió mi padre
por su tras, llamándola. Abajito todavía la alcanzó. Y agarrándola de su brazo la volvió a resondrones: ¿Qué te pasa, Tomasa?, ¿no estás en tu
juicio?, le dijo haciéndola sentar en la silla, ¿no
ves que el Caballero Álvarez me tiene bien advertido que jamás lo llame si antes no he preparado
bien a la persona? ¡Me estás haciendo quedar
mal, mujer, nada te va ha pasar; no te portes
como una criatura! Menos mal que doña Laga
Tomasa ahí nomás se tranquilizó y, como tonteada, sentadita se quedó en la silla, sin moverse.
Fue ahí cuando empezamos a parlar mi padre y
yo, o mejor dicho él y el Caballero. Mi padre con
su voz natural, aunque haciéndola medio roncosa, y yo metido en un tremendo cántaro, desde
donde salía mi voz, agrandada, con eco, que ni
yo mismo reconocía:
[51]
A partir de esa hora no puede ya dormir, piense
y piense no veía las horas que amaneciera para
irme. Había buena luna; pero, como nunca,
arriero viejo que soy, tuve miedo de largarme ese
mismo rato. Cuando antes que amaneciera bien
me levanté a alistar mis aperos, me di cuenta
que José Blanco también ya se había levantado
y que con sus hijos alistándose estaba para salir.
Haciéndome el inocente, cuando ya mis burros
estaban listos, le dije: Me despido de su señora,
don José, gracias por la posadita. Entonces él, que
seguro había estado dudoso si yo había visto o
no lo de la noche, para disimular toda sospecha,
me dijo: Ya, amigo, no tiene de qué, mi señora
viajó, pues, hoy en la madrugada a Punacocha
con su hermano que vino de urgencia porque mi
suegra dizque está grave. Pobrecita, ojalá halle
pronto su mejoría, diciendo me despedí. Se quedó
con sus hijos viéndome bajar la ladera. Ya lejitos,
me volví. Seguían mirándome, como esperando
que me desapareciera. Pero más abajo, donde
empieza la hoyada, amarré mis animales entre
las chilcas y, haciendo un rodeo, me fui hasta
una loma desde donde se ve la choza, para ver a
dónde iba o qué pensaba hacer José Blanco ahora
que el enemigo se lo había llevado a su mujer.
Desde Cutamayo ha venido Nazario Chuqui, natural de Parobamba Chico, a que mi padre lo cure
de su brazo. Llegando nomás le ha dicho: Quién
sabe me habrán hecho mal daño, don Joshé; me
duele como baldado, me lo viéraste mi suerte.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[52]
—Mi vaca se lo habían arreado a Sihuas, don
José —llegó como a la semana doña Laga Tomasa
a reclamarle (hasta eso su cuycito también, que dio
en pago, nos lo habíamos comido ya). Mi padre se
quedó pensativo un ratito, luego dijo:
—A veces cuando se asustan, Tomasa, el enemigo toma el lugar del Caballero, y entonces trata
de confundir a la gente. Por eso ese día que me
suplicaste, de mala gana te dije bueno. Es porque
te vi demasiado preocupada. Debí pedirte que
regresaras al otro día, hasta eso ya el Caballero
hubiera tomado conocimiento.
La mujer, de lo geniosa que estaba, volvió a
tomar su color. Ya más calmada, dijo:
—¿Y ese Caballero que dice usted, don Josecito,
no es el demonio?
Feo lo vi amargarse a mi padre entonces.
—¡Cómo vas a decir eso, Tomasa! —le respondió coleroso—. ¿Acaso soy brujo malero o qué?
Yo sólo trabajo en la gracia de Dios, mujer…
—Ya, taita, caballero, disculpa; no he querido
ofenderte…
Así diciendo se dio media vuelta y envolviéndose en su rebozo se fue pensativa bajando por
la laderita.
[53]
le ocurre preguntarle algo al Caballero Álvarez.
Oigo sus pasos como alocados. Vamos, no tengas miedo, no te desprendas, está que le dice al
Nazario. Seguro que está ahora con los cuchillos
en ambas sus manos, dando vueltas alrededor de
la mesa, tratando de clavarlos en la bola de trapo
que debe estar moviéndose de un lado a otro
entre el agua que mallma. Todo está preparado
con anticipación. No tengas miedo, oigo que le
dice, el Caballero tiene que ayudarnos por más
que el agua hierva y la cochinada quiera escaparse. Los pasos del Nazario también se escuchan
para acá y para allá. Debe estar bien prendido de
mi padre, asustado. ¡Ya está! ¡Ya está!, grita por
fin. Ya vencimos el hechizo, ¿ves? El Caballero
Álvarez lo trajo desde tu casa. Ahora debe estar
cortando los trapos para sacar la figura de cera
con la forma de un cristiano. Hace calor aquí
adentro, pero yo no debo salirme hasta el último
por si se le ocurra llamar de nuevo al Caballero.
Este eres tú, está que le dice ahora, ¿ves esta
espina clavada en el brazo?, ¡mira!, lo han hecho
para que no puedas trabajar, y esta otra en tu
pierna, pobre, hasta de caminar te iban a privar.
Y esta, ¿ves esta? Clavada en tu cabeza, Dios
Santo, para que toda la vida estés como tonteao…
¿Ves, Nazario? ¿Ves toda la maldad de la gente?
Algo le responde el Nazario que no alcanzo a oír.
Si quieres curarte, hijo, oigo ahora clarito la voz
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[54]
Entonces mi padre, después de pedirle prestado
su pañuelo y tenderlo sobre la mesa, está que
baraja los naipes haciéndose el pensativo. Ahora
habla para él solito jugando sus ojos para uno y
otro lado, mientras el Nazario está que lo mira
fijo como si no creyera en lo que mi padre está
haciendo. Ahora este se levanta como sofocado
sacándose la camisa. Tenemos, hijo, le dice al
Nazario, que llamar al Caballero Álvarez urgentemente; tú estás brujiado. Detrás de tu casa, en
Cutamayo, está enterrada la cochinada. Enseguida
nomás, sin esperar respuesta del Chuqui, empieza
a decir sus oraciones, y yo a mover los callapos
de la casa con todas mis fuerzas. El Nazario, al
ver que todo se sacude y siente el ruido como de
un trueno lejano, en vez de asustarse empieza
a mirar con atención a uno y otro lado, arriba
y abajo. Mi padre, que a lo disimulado lo está
mirando, a fin de que no se dé cuenta le grita,
¡Rápido, Nazario, agárrate de mi cintura, ya está
aquí el Caballero Álvarez, le he pedido que traiga
la cochinada, ahora lo verás con tus propios ojos!
Así diciendo mi padre saca de la pared dos cuchillos marca «Toro» y con el Nazario bien prendido
de su cintura está entrando al cuartito donde ya
lo tiene preparado todo, para casos así de apuro.
Adentro es oscurito, y al Nazario no puedo verlo
ni así estuviera claro porque ahora estoy metido
dentro del cántaro, atento, por si a mi padre se
[55]
pagues. De un tirón el Nazario levanta su alforja
del suelo y, sacando otro pañuelo de su bolsico
de atrás, lo avienta a la mesa, diciendo, Así que
se queda con mi pañuelo, don Joshé, acá tiene
este también si quiere, se lo regalo… Furioso se
dirige a abrir la puerta para irse. Espera, le dice mi
padre agarrándolo por el hombro (se nota que está
aguantando su rabia, por algo será), si no tienes
plata no voy a cobrarte un centavo de nada, ni te
exijo tampoco que vuelvas a verme; y para que
veas que no te guardo rencor, le dice sonriendo
de mala gana, vas a llevarte un recuerdo mío.
Así diciendo entra al cuarto donde dormimos y
guarda sus yerbas, y se desaparece por un ratito,
mientras el Nazario, desconfiado, lo espera en el
umbral, mirando el día sin sol, nuboso, lleno de
frío. Mi padre le entrega ahora unos paquetitos de
yerbas secas, aconsejándolo cómo lo va a tomar.
El Nazario lo recibe sin gracia, sólo por recibir.
Gracias don Joshé, le dice, ahora sí me voy; ya es
tarde. Así diciendo se despide, y, a la carrera, como
alocándose, empieza a bajar la puna; mientras mi
padre, olvidándose de mí que lo estoy aguaitando,
feo se sonríe, mirándolo desaparecer…
Hallaron los restos de doña Santosa en un feo sitio
de La Colpa, al pie de Chullín. Lloraba el hombre
con sus hijos junto a las cortaderas. Las ropas
estaban despedazadas, tiradas por aquí y por allá,
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[56]
de mi padre, tendrás que pagarme treinta libras y
quedarás sano y bueno. El Nazario está que tose.
No tengo plata, don Joshé, le responde, yo sólo
vine a que me saque la suerte. Bueno… bueno,
Nazacho, le dice mi padre, pero del trabajo que
te acabo de hacer tendrás que pagarme; son solo
diez libras. Ya de la curación depende si quieres
o no. Debo salir del cántaro, estoy que sudo a
chorros. Parece que el Nazario no hubiera puesto fe en lo que mi padre ha hecho; también él
tiene la culpa por hacerlo apurado todo. Debe ser
porque está fallo de plata. Tantos días ya no ha
venido nadie. Pero yo no le he pedido que saque
el hechizo, don Joshé, está que le alega un poco
levantándole la voz, medio faltándole el respeto.
Yo sólo voy a pagarle la suerte que me ha visto
con los naipes y que usted acostumbra a cobrar
veinte soles. No, no, dice mi padre, tienes que
pagarme también de lo otro, tú tienes plata, si no
que no quieres. Bueno, le pagaré a la vuelta, pues,
cuando venga por remedios, ahora necesito para
otros gastos que me urgen. ¡Qué buena cosa!, se
amarga mi padre, así que lo que acabo de hacer no
es urgente. ¿Tu salud no es primero, so malagradecido? Por la hendijita estoy viendo que el Nazario
ha puesto dura su cara, sus ojos están que miran
colerosos. Está bien, dice mi padre poniéndose
su camisa, puedes irte; pero tu pañuelo se queda
conmigo hasta que vuelvas por los remedios y me
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[58]
—Tienes que escarparte, José, dentro de un ratito
llegará la gente de Cutamayo. Están colerosos
porque el Nazario Chuqui ha dicho que de pica
porque no te pagó lo que querías cobrarle, le
diste unas yerbas que seguro eran venenosas y
que él arrojó en la hoyada, y no contento con
eso, en forma de águila dizque lo has alcanzado
en la quebrada de Pachagoj y has intentado darle
muerte. Ha contado llorando que tuvo todavía
que sacar su cuchillo para defenderse. «A lo perdido, no me quedaba otro remedio, pero le he
hecho una herida en el ala. Vamos, acompáñenme, ha de tener alguna señal en su cuerpo». Eso
ha dicho. Y los hombres se han puesto a tomar
para su valor. Cualquier rato nos hará a nosotros
también igual, no estamos libres, diciendo. Así
me ha contado una mujercita que es mi yanasa
y que ha volado a avisarme a Huayllabamba. A
propósito, ¿qué tienes en tu brazo?, ¿por qué está
vendado?, ¿que te has rasmillado con un clavo?
¡Santo Dios!, qué te van a creer eso ahora. Por
María Santísima, escápate, llévate a tu hijito, no
seas zonzo; hazlo por la criatura. Ya sé que eres
inocente y que si te escapas van a creer que de
verdad eres culpable. Pero si te quedas también
será igual. Esa gente no entiende nada. Escápate,
por favor. Ya deben estar por encima de Chullín,
no tardarán en asomarse por la loma del frente.
Yo me voy, José Blanco, adiós; si me pescan aquí
van a maliciar que he venido a avisarte.
Mi padre me ha dicho que me vaya a la puna, que
no quiere que me vean los hombres y mujeres
que vienen de Cutamayo. Pero yo me he quedado
aquí, en esta lomita, cerca nomás de la casa, a
ver qué quieren ya pues esos cristianos, por qué
vienen a buscarlo tantos; porque estoy seguro
que no es para que les cure a todos, como me
ha dicho. Además, de cuándo acá él no quiere
que yo vea sus curaciones, si sin mí ni siquiera
al Caballero Álvarez puede llamar. Algo ha de
haber seguro. Adentro de sus ojos he visto harta
preocupación por más disimulo que ha puesto. ¡Vaya!, por allá asoman ya. Son bastantes.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
prendidas en las espinas o sobre la huaylla. Sólo
al más chiquito de sus hijos no lo vi; se quedaría
durmiendo en la choza seguramente. Yo estaba en
la parte alta, escondido entre las peñas. Hasta allí
clarito llegaban las voces y el llanto. Les oí decir
que la mujer estaba sin ojos y sin lengua, y que las
carnes desgarradas no tenían sangre. Recogieron
todito y lo amontonaron todo en un solo sitio.
Después lo metieron en un costal, amarraron con
una piola la boca, y lo enterraron al pie de una
planta de puyó, entre unas zarzas. No rezaron ni
nada, ni pusieron cruz, sólo una piedra grande
que arrimaron entre todos para señal.
[59]
levanto, sigo corriendo, ya me alcanzan, más allá
está el barranco, ya llego, me lanzo al abismo. Y
en el aire cuando estoy gritando, siento que unas
garras me cogen fuerte de las costillas y que me
alzan sobre el abismo. Reparo a ver quién es.
Y ahora sí, por fin, lo veo, ahora que siento mi
cuerpo liviano y me viene algo así como una alegría desde muy adentro: con sus alas extendidas
grandazas, blancas como la nieve, una enorme
águila me lleva por los aires como a un pollito.
No tengas miedo, hijo, oigo que me dice, soy
yo, ¿no me sientes? A ratos me parece la voz de
mi padre y a ratos la de mamá Shantu o de los
dos juntos… No sé. He venido a llevarte, sigue
diciendo el águila y sus garras me acercan a su
pecho blando que siento que palpita con fuerza, a
lugares donde siempre seremos felices. Los hombres se han quedado abajo boquiabiertos, con las
piedras y machetes que se les cae de las manos,
viendo remontarnos a lo más alto del cielo, donde
lo azul puedo tocarlo. Ahí nos vamos en dirección
a las eternas cumbres del Huascarán, o más allá…,
quién sabe.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[60]
Parecen borrachos. Gritando vienen, trayendo
machetes y cuchillos que desde acá estoy viendo
cómo relumbran los filos a la luz del sol, que
está alto y bonito. Ya están llegando junto a la
casa. Adelante está el Nazario. ¡Que salga José
Blanco si es hombre, queremos verlo!, grita con
voz de borracho. La puerta está cerradita como
la dejé. Mi padre no sale. Tendrá miedo seguramente. Empiezan a tirar piedras a la casa, sobre
todo las mujeres. ¡Que salga el criminal!, están
gritando, ¡sí, que salga ese brujo malero! Ahora
se abre la puerta. Ahí está mi padre, caminando
hacia ellos. ¡Qué pasa!, les dice, ¡qué quieren!
¡Qué mal les he hecho yo! Por un ratito se han
quedado callados; mas el Nazario, señalándolo,
dice: ¡Miren! ¡Miren!, ¡ahí está la prueba! ¡Tiene
el brazo vendado de la puñalada que le di en la
quebrada! Mi padre no sabe qué hacer, ¡Esperen!
¡Esperen!, grita levantando el brazo. Pero ya se
le fueron encima con palos, piedras y machetes.
¡Noooo!, grito corriendo a defenderlo; pero me
detengo asustado al verlo a mi padre tendido
en el suelo y que toditos se vuelven hacia mí.
¡Debe ser también el demonio!, dicen. ¡Mírenlo!
¡Tiene patas de gallo!, ¡agárrenlo!, ¡mátenlo!
Entonces corro hacia la quebrada, sintiendo que
las piedras pasan rozando por mi cabeza; pero
el huicapazo de un palo me da en las espaldas
tumbándome sobre la huaylla. Como pueda me
[61]
Dios montaña
E
stoy avanzando delante de mi cuadrilla, saltando, abriendo los brazos, haciéndome a un
lado y otro; mientras mi látigo amenaza a los
curiosos que mucho se acercan.
—¡Juuuurrr! —grito, y hago sonar mi silbato,
en tanto me fijo en las pallas que van adelante,
bailando y cantando con la música de las cajas
y flautas.
La gente llena la calle entera, y no sólo la
calle, la plaza. Han venido de todas las estancias.
Polleras vueludas es lo que lucen las mujeres,
algunas con el hijo cargado, otras así nomás. Los
hombres emponchados, cargando alforjas. De la
costa también han venido: mestizos de pelo lacio,
piel tostada, sombreros y chompa. Igualmente,
Cordillera Negra
ay quiyayita
quiyayay…
[63]
Qué linda está mi Porfiria adelante, risueña, su
lunarcito junto a los ojos. Cada que la miro, ay,
el corazón me duele.
Hay un estruendo de risas. Es el quispicóndor
hijo quien acaba de tumbarlo al padre a un hueco,
a un costado de la calle. Malamente ha caído el
quispicóndor padre, pero se recupera y logra
incorporarse, aunque lleno de barro. Porfiria se
ha huajayllao viéndolo, qué lindos sus labios,
como moras que están reventando. La lluvia ha
parado un ratito y ahora se levanta de la tierra
ese olorcito rico que refresca las narices…
—Sírvete un trago, Gumicho —me dice el mayordomo de la fiesta cuando estamos tomando un
descanso en el corredor de su casa. Una botella
de aguardiente me alcanza, y yo, rápido, alzando
un poquito la máscara, ¡ploc! ¡ploc! ¡ploc!, hasta
la mitad me lo tiro.
—Buena, hom —dice el hombre riendo, medio
sorprendido—; así está bien, para que enamores
a las chinas —y se aleja tancoseando a ofrecerles
a los otros.
«Gumicho», digo entre mí, remedándolo,
«Gumicho». Si supiera qué es de él ya ni ese
trago me ofrecería. Gumicho está muerto, pienso, sintiendo que mi cabeza se tontea y que
las cosas se van poniendo borrosas. Los de mi
cuadrilla también, que están sentados ahí en el
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[64]
gente togada están que se gustan; casta de
hacendados seguro.
Todo es jolgorio, música, color. Una fina
garúa está cayendo. Ya me acerco donde las
pallas, volviendo de rato en rato a poner orden
en mis filas. Allí está Porfiria, chaposita su
cara, una manzana en azoro. La gente ríe ahora
con los Cóndores de San José. Ambos hacen el
intento de alzar el vuelo, pero uno de ellos lo
empuja al otro, topándolo con un ala. Y este
resbala y cae de nariz al charco. La lluvia moja
las risas cayendo en gruesos goterones ahora;
como jugando está que empapa. El cóndor
que cayó al charco acaba de incorporarse y
vuelve a la danza, con gracia, con alegría. El
Quispicóndor les llaman también, y uno es el
padre y el otro el hijo.
—¡Juuuurrr!
Acabo de reventar mi látigo sobre las cabezas
de los mirones. La gente ha retrocedido asustada, y ahora está que ríe. Yo también detrás de la
máscara estoy riendo. Pero la careta debe estar
seria para los que miran. ¡Ja!, un hombre de cara
seria y hasta con gesto de malo, que baila, debe
ser chistoso. El viento hace flamear mi capa y
atrás de mí los de mi cuadrilla están que toman
licor. De un latigazo los haré entrar en fila y que
sigan reventando sus chicotes o que se agarren a
duelo. Eso le gusta a la gente.
[65]
plata, les doy quesitos frescos, lana o, si no, un
carnero.
Hace un mes me dio una sorpresa don Rosendo
Chuqui, el cojo ese que vive en el alto de Minas,
asomándose acompañado de una muchacha buenamoza, su nieta, la más linda que mis ojos
hayan podido ver y que según supe se llamaba
Porfiria… Del altito de Llamacunca, haciendo
embudo con sus manos, me preguntó si por si
no lo había visto yo su toro, uno dizque de color
oque con manchas blancas. Como le respondí que
no, queriendo convencerse más seguro, huishtuqueando llegó hasta mi choza. Volví a decirle
que no sabía nada, aunque la verdad es que hacía
dos semanas ya que lo había pishtado en la quebrada de Pumash, después que lo arrié desde la
puna, donde vivía de su cuenta junto con otros
animales de la comunidad. Caldo de res tomé
durante varios días, el resto lo charquié luego de
enterrar el cuero y la cabeza… Cuando la vi a su
nieta, sentí remordimiento de lo que había hecho.
Como una palomita apareció ante mí, con su
mantita al cuello, sus pechos amaneciendo bajo
la tela de percal. Yo, bocabajao nomás, le hacía
hablar a don Rosendo, disimulando mis ojos con
el ala del sombrero, temiendo asustarla a ella.
A partir de ese día, ya no pude vivir tranquilo.
Era imposible olvidarla. Algo tendré que hacer,
pensé, si no perderé el juicio.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[66]
poyo, como en un sueño van desapareciendo
y en su reemplazo, como saliendo de entre la
neblina, estoy viendo mi choza, arriba en lo más
frío y alejado de la puna, y me veo pequeño,
mirando mis ojos en una laguna, asustándome que no sean como los de otros cristianos.
Me entristezco, recordando que las gentes al
verme hacían un feo gesto de repugnancia y, sin
mirarme, de costadito nomás me hacían hablar
también. «Sus ojos son como del enemigo, ¿se
han fijado bien? Arremangados los párpados de
abajo, se ven como nadando en sangre». Mi taita
decía que era de la uta esa enfermedad que se
lo come a la piel que me atacó cuando yo era
dizque guagüita. Por eso ni a la escuela quise ir,
por más que mi taita me exigía.
A mi mamita no la he conocido. Al mes de
nacido yo se había muerto, y ahora último mi
viejo también acaba de abandonarme. Desde
entonces sólo mi perro pastor me acompaña,
ya que ni hermanos tengo… Muy raras veces
pasa gente cerca de mi choza. Los que tienen
necesidad de ir a la laguna, que está más arriba,
se van a dar la vuelta por la lomada de Turuna
todavía. Sólo los que no me tienen miedo, como
esos negociantes de ganado vacuno, pasan por
mi lado y hasta me hacen conversar. A esos es
que les encargo que me lleven salcita, azuquitar,
velas, fósforos… A cambio, si no les pago con
[67]
[68]
Por la Porfiria fue.
En vista que no podía apartarla de mi mente,
escondiéndome, escondiéndome, empecé a bajar
seguido a Minas a mirarla aunque sea de lejitos.
Laderita abajo de donde vive, hay un sitio que
es medio pampita donde resume harta agua. Por
ahí abunda el pasto y es por donde para ella pasteando sus guachitos, hile e hile todo el día. Dos
veces hice el intento de toparme con su persona,
soportando la vergüenza que me daba mi cara.
Al verme, de lejitos nomás, disimuladamente se
alejaba, volteando volteando como para correrse
si yo la seguía. Alguien me había contado ya que
el Gumercindo, patrón de la cuadrilla de danzantes Los Diablos de Rayán, estaba que la rondaba
últimamente y aseguraban que había prometido
robársela «a lo mejor para la fiesta». Que don
Rosendo no lo aceptaba, pero que ella dizque lo
quería… Sus hermanos tiene también la Porfiria,
tíos, primos; pero de sus taitas si no sé nada.
Estarán vivos o habrán muertos…
Desde la chacra donde barbechaban, al frente de Minas, sus familias paraban al tanto
nomás cuando ella pasteaba. Por eso será que
el Gumercindo así nomás no se dejaba ver. Sólo
una vez, cuando estaba yo detrás de unos montecitos espiándola, los vi que se hacían señas de
lejitos cuando él pasaba al pie del camino. Desde
esa vez pensaba, ¿y si se la roba para la fiesta
de San Miguel como ha dicho? Con esa preocupación andaba yo, hasta que sucedió lo que ya
seguro tendría que suceder.
Fue ayer. Víspera de la fiesta de San Miguel.
Pasaba por casualidad por la quebrada de
Pumash, por ahí por donde lo pishté su toro de
don Rosendo, cuando lo veo más arribita, junto
al chorro, al Gumercindo, haciendo tronar su
chicote en el agua que se precipitaba de la peña.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
«A Gumicho lo ha vencido el sueño… Allau,
pobre», oigo de nuevo que habla el mayordomo
y que agrega, No lo despierten, que sosiegue un
poco; cansado estará de tanto que ha bailado…
Pero yo no estoy cansado ni nada, ni estoy durmiendo, solo aparento. Algunos se están riendo
de lo que no me quito la máscara ni para descansar. Que rían. Si ellos supieran quién soy y por
qué estoy acá, ni de broma reirían. «Gumercindo»,
pienso, hasta Porfiria cree que soy Gumercindo,
el cholo que dicen la enamoraba. Pero ahora
Gumercindo debe ser, sin duda, ese gorrioncito
que en pleno zapateo, cuando estoy enredando
mis brazos a los de ella, me estaba mirando triste
desde la cumbrera de una casa, más acacito del
puente. Él debió ser, porque al Gumercindo yo lo
maté, ayer nomás por la tarde, en el chorro de la
quebrada de Pumash.
[69]
el río… Paradito me quedé, dándome cuenta recién
de lo que acababa de ocurrir. Un arrepentimiento
me vino; pero ya qué iba a hacer, lo hecho hecho
estaba. Me acordé de su costalillo. No lo vayan
a hallar y empiecen a averiguar diciendo, fui a
alzarlo para aventarlo al agua, pero la curiosidad
me hizo desatarlo de lo bien amarradito que estaba. En su dentro lo que encontré fue su disfraz de
danzante. Verdad, pues, me acordé que esa tarde
era el rompe y que a hacerse cargo de su cuadrilla
estaría bajando. De un de repente se me vino una
idea acordándome que el Gumercindo era de mi
contextura y mi tamaño también más o menos y
que al igual que él yo sabía danzar muy regular,
sobre todo el panatagua, que aprendí de mi taita,
a quien año tras año lo nombraban de yunca sus
pachacas… Acordándome de eso, ya no lo boté
el costalillo, me lo eché al hombro más bien y,
entusiasmado en lo que pensaba hacer, salté sobre
las primeras piedras para cruzar la acequia y dirigirme a mi choza. En eso, las aguas del chorro
que habían estado cayendo tranquilamente, se
encresparon de pronto y chisporrotearon lejos
llegándome a mojar. Habrá aumentado el caudal,
pensé pasando rápido a la otra orilla, medio asustado. Pero ahí nomás, ¡úúúúúhh!, un viento súbito
me tumbó con fuerza sobre las lajas. Ya…, ¿qué,
pues?…, dije levantándome apurado, ¿este cerro es
chúcaro o qué? Unas nubes negras que lejos lejos
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[70]
Escondiéndome escondiéndome tras las rocas
filosas que por allí abundan, llegué casi a su lado
a escuchar lo que decía, porque parecía estar llamando a alguien en medio del estruendo. A un
costadito nomás, en una hendidura, se veía su
costalillo blanqueando.
—¡Uuuááá! ¡Uuuááá! —gritaba—. ¡Ven, oh, espíritu del chorro! —oí clarito—. ¡Ven, encárnate en mi
alma, en mi cerebro, es mis venas, en mis ojos, en
mi cuerpo…! ¡Asómate en tu caballo de viento! ¡Haz
que mi chicote suene como el trueno y baile yo con
tus pies de remolino! —así diciendo hizo tronar de
nuevo su chicote en el agua, y me acuerdo que salió
chispas de la punta. Eso medio me asustó—… ¡A la
Porfiria! ¡A la Porfiria! —volvió a gritar—. ¡Haz que
me siga como mansa paloma!…
A pucha, cuando mencionó el nombre de la
muchacha creo que el mundo me tapó. Conque
brujo también eras, carajo, diciendo entre mí, bien
empuñado mi garrote de lloque que siempre me
acompaña, despacito nomás me acerqué con la
sangre que hervía en mis adentros. Ciego de ira,
llegando a su tras, con brujería la habrás hecho
quererte diciendo, ¡fua! ¡fua!, de dos garrotazos en
su cabeza lo tumbé ahí sobre el agua, que poco a
poco empezó a jalarlo, a llevarlo hasta el centro y
de ahí sí se lo arrastró esa bajada a toda velocidad,
venciéndolo a las piedras que a ratos lo querían
detener. En un ratito se devisó aguas abajo hacia
[71]
[72]
Ahora estoy danzando de nuevo, bailando; dicen
que soy el mejor danzante de la fiesta. Yo mismo
veo que nadie puede competir conmigo. Mi chicote también restalla como cuetón todavía haciéndolo a la gente desparramarse.
—¡Juuuurrr!
—¡Vean! ¡Vean! —dicen—, a eso se llama bailar.
La Porfiria me ha mirado disimuladamente,
con harto orgullo en sus ojos. En cada abrazo, en
cada zapateo que he tenido con ella durante la
noche, le he hablado para escaparnos. Bueno, me
ha contestado, al fin vas a salir con tu capricho,
cholo pretencioso; así diciendo, a lo descuidado
me ha dado un empujón, huajayllándose, haciéndome ver en su cara esos dos hoyitos que me
alocan cada que la veo reírse. Sólo tu máscara
de diablo me da miedo, ha dicho, parece que no
fueras Gumicho; ni tus ojos puedo verlo, porque
están bien adentro, en esa oscuridad. Y yo me he
reído tomándolo a broma. De mi voz no ha dicho
nada felizmente; cree que estoy fingiendo como
los demás de la cuadrilla para que la gente no se
entere quiénes somos, por si un latigazo los deja
resentidos… Por ratos me entristezco pensando en
lo que tendré que hacer cuando ella me exija quitarme la máscara. Quiera o no tendré que hacerlo
en algún momento, y entonces… entonces… ella se
enterará. Pero ya está decidido, a las buenas o a
las malas tendrá que irse conmigo…
Me la estoy llevando. Buena luna alumbra. Está
ligeramente mareada. Vamos corriendo hacia la
puna. Pero sus hermanos y sus tías vienen. Ya
están cerca. Nos alcanzan.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
había visto hacía rato, ahora las vi que se encontraban y ahí nomás reventaba el primer trueno.
A poco, la lluvia se precipitaba con ganas. Bien
empuñado el costalillo, yo empecé a correr esa
travesía. Un rayo cayó cerquita y casi me deja
carbonizado. Asustado de fea manera, me arrodillé sobre la huaylla.
—¡Taita Jirka! —dije, alzando mi vista al cerro—.
¡Sé que es malo lo que hice; pero comprende, au
papito, que derecho tengo yo también de buscar
la felicidad como cualquiera. Habrás visto, taita,
que hasta ahora como sombra nomás he vivido,
escondido siempre del prójimo! ¡Déjame, gran
jirka, una vez siquiera vivir la alegría junto a la
Porfiria…! ¡Después de danzar con ella aunque
me mates!
Así diciendo me levanté del suelo, toda mi ropa
llena de barro, después de ofrendarle mi coquita. Y
seguí mi camino sin voltearme a mirar.
Siguió la lluvia nomás, pero ya sin rayos ni
truenos.
Al poco rato escampó. Llegué a mi casa empapadito, oyendo el balido de mis ovejas…
[73]
los suplico; y mañana tempranito bajaremos con
Porfiria a hablar con don Rosendo…
—Anda, Gumicho, cómo pues, hombre —quiere
amargarse el que habló. Los otros hacen un feo
gesto.
—Habrase visto —abre su boca una mujer, no
la que me quiso garrotear, otra— véanlo pues su
sinvergüencería.
Porfiria se ha puesto a mi trasito, mirando
bocabajada, avergonzada.
—Es que, señora —le digo—, si mañana voy y
me salen con algún cuento, ¿qué podría hacer?
—Fíjense su gracia —habla uno, creo que
su primo—, todavía desconfía el hombre, ¡qué
caray!
Al hermano mayor también ahora sí lo veo
que se amarga de veras. ¿Qué tal bruto, no?, pronuncia bajito, como para él solo, pero ahí nomás
levanta la voz:
—¿Por qué no te quitas eso? —me dice
señalando la máscara con un movimiento de
su cabeza—, deberías tener más respeto con
los que hablas, ¿o es que quieres tomarnos el
pelo?
—Su voz también no parece su voz —dice una
de las viejas.
—¡Que se quite ese tapojo! —grita uno de los
hermanos que parece medio mareado—. ¿O no
eres Gumercindo?
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[74]
—¡Anda, sinvergüenza! —dice una de las tías,
jipando, haciendo ademán de garrotearme, luego
que nos han rodeado—, conque pensabas salir
con tu gusto, ¿no?
—Tía —se interpone uno de los hermanos
mayores de Porfiria—; déjelo usted, no es hora de
hacer escándalo; podemos hablar bonito.
—¿Hablar bonito?, ¿después de lo que ha
hecho? —reniega la vieja.
—Sí, tía, es que yo y mis hermanos ya hemos
tomado acuerdo; déjeme hablar un ratito.
Yo y Porfiria estamos calladitos, asustados,
esperando a ver qué dice.
—Mira, Gumicho —se acerca el hermano mayor
a hablarme; los demás están al tanto nomás—, no
es necesario que hagas estas cosas, cholo; todo
tiene arreglo. Ya con mis hermanos hemos estado
discutiendo este asunto el otro día, y en vista que
no hemos podido convencer a nuestra hermana,
haciéndole ver que todavía no le conviene comprometerse por ser menor, habíamos quedado en
hablar con el abuelo Rosendo si tú buenamente
nos lo pedías; lástima que has hecho esto, hombre; pero aún no es tarde, te disculpamos. Puedes
acercarte mañana a Minas y ahí hablaremos.
Cuenta con nuestro apoyo; ya verás cómo el
viejo te recibe.
—Si están de acuerdo —le respondo dirigiéndome a todos—, déjenme ir con ella, taitas, se
[75]
dome el que limpia apurado la capa y las cintas
de colores que penden de mi cuello, sólo por no
darle cara. Pobre guagüa, diciendo me palmotea,
miedo habrás tenido seguro que no te reciban
a ti solo, pero aquí estamos, hijo, tus tíos y tus
tías, para acompañarte mañana; déjala nomás
que se vaya la muchacha, no hagas problemas.
Así diciendo, y alarmada que medio agachado
nomás la escucho, de un de repente me levanta
la cara y me mira a la luz de la luna. ¿Te han
lastimado?, pregunta. Los otros también se dan
cuenta, seguro. Ya me fregué, pienso. Ya estoy
por echarme a correr; pero me aguanto al ver
que nadie dice nada: tal vez algunas sombras de
nubes disimulan mi rostro.
Apartándose, sin preocupación al parecer, la
mujer se acerca a los otros y oigo que les dice,
Vayan con Dios nomás, señores, ya mañana mi
sobrino y nosotros sus tíos les vamos a visitar
para hablar bonito. Y dirigiéndose a la Porfiria,
Anda nomás, niña, duerme tranquila, que ya
pronto estarán juntos… Porfiria y sus familias
están que se despiden, a mí no me dicen nada.
Ahora se van… Los hombres, más las mujeres que
se quedan, se acercan. Vamos volviendo, hijo, me
dice uno de ellos, antes que la luna se entre y nos
quedemos en tinieblas. Gracias, tío, le respondo,
sin mirarle como al comienzo, pero yo tengo que
ir por otro lado a recoger mi costalillo que lo
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[76]
—Sí, soy —les digo rápido, temiendo vayan a
descubrirme—… No me quito sólo porque… estoy
disfrazado… y…
—¡Qué tanta consideración, carajo! —diciendo
salta uno a arrancarme la máscara, mientras los
otros se lanzan a sujetarme. Forcejeo. Oigo a la
Porfiria que chilla suplicando que me suelten,
que no me hagan daño. Las mujeres vociferan.
A uno, de un empujón lo mando al charco. Eso
enfurece más a los otros que logran sujetarme
un poco y arrancarme la máscara de un tirón.
Desesperado, no sé cómo esconder mi cara. ¡No,
por favor!, les digo, tapándome con mi brazo.
Me dan un empellón, sin hacerme caer del todo.
¡Cojudo, mierda, dicen, ahora vas a ir preso!
Nada me importa estar preso o lo que sea. Yo
sigo tapándome la cara así medio arrodillado que
estoy. Pero viene uno y a la fuerza me descubre,
ese mismo ratito en que, avisados seguramente,
llegan sus familias del Gumicho, agarrado su
palo a defenderme. ¡Qué pasa! ¡Qué lo hacen a
mi sobrino!, grita una mujer ya de edad, adelantándose a los que la acompañan: dos hombres y
una mujer también, ya maduros. Se lo ha estado
robando a mi hermana, responde uno; a pesar
que le hemos dicho que estamos de acuerdo que
se casen, se ha puesto caprichoso queriéndosela
llevar así nomás… ¿De veras, hijo?, me pregunta
acercándose la mujer. Le respondo que sí, hacién-
[77]
he encargado; ya mañana les buscaré para que
me acompañen, ¡gracias!… Así diciendo pego la
carrera esa bajada sin darles tiempo a nada.
Ese anciano fue Dios
De veras, en el agüita clara del puquio estoy
viéndome, Gumicho nomás había sido soy… Más
bien acabo de oír que arriba en la puna a un
hombre que nunca bajaba al pueblo, dizque lo
han hallado muerto en su chocita.
[78]
Agarrando nuestras gallinitas bajamos esa bajada,
después que se propagó la peste, a las dos o otras
semanas nomás será en que la laguna de Kojup, que
había encima del pueblo de Suyrobamba, se lo tapó
a este cuando lo estamos viendo desde esta banda.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
—¡Vean! ¡Vean eso! —dijo en el momento
de su agonía don Machelo Orellana—.
¡Jesús! ¡Cómo ese gringo se lo trae abajo
la laguna!
—En la manteca también mientras
tostaba cancha, doña Rosalía nos hizo ver
cómo el agua se lo tapaba al pueblo; pero
entonces ni ella sabía si era este o el de la
otra banda.
—En mi sueño, oiganes, clarito Mamá
Nieves me reveló: «No les importó celebrar
mi fiesta… Mira cómo ese río avanza sobre
ese pueblo de pecadores».
[79]
lleves a Cocharcas, cerca de mi hermana, la
Virgen de la Candelaria, donde siempre quise
estar.
—Pero cómo, mamita, señora —le había respondido él—, si no puedo ni moverme…
Ya para entonces la peste nos estaba matando.
De entre los muertos que se descomponían en
Suyrobamba, picoteados por nubes de gallinazos,
a una vieja de negros harapos, flaca, alta, de pelo
blanqueado, dizque la vieron levantarse y avanzar a este lado desparramando en el aire un humo
azuloso que era la enfermedad.
—La peste negra es —decían, temblando, llorando, en esos días de harta lluvia.
Los que salimos de nuestra querencia, cuando
se aclaró el cielo y volaban las primeras palomas, ya llevábamos la enfermedad bien adentro:
moreteados, puro pellejo, con esa fiebre que
nos envolvía, caminábamos como en el aire, sin
sentir el hielo de la cordillera ni el solazo de los
temples.
Pero eso fue ya después que Sebastián Quimichi
abandonara el pueblo. Antes, de lo botadito que
estaba, encogido como nosotros, mejoró un
día; y ya lo vimos, alentado, encaminándose a
Suyrobamba a sacar a mamita Nieves, según dijo,
que estaba sufriendo sepultada en el lodo.
Después supimos que bajó al temple y cruzó
pueblos, sin importarle los truenos, los relámpagos,
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[80]
Primero fue un estruendo lo que escuchamos,
luego vimos que se desplomaba el cerro y se
vaciaba la laguna…
Fue poco después que un anciano rotosito,
cargado su alforja, pasara por este pueblo anunciando la desgracia; que todos esperábamos ya,
desde que en la ladera de Cunca pariera la mula
de don Alberto Cano.
—Será el fin del mundo —dijimos.
—Pero no para este pueblo —dijo el anciano
peregrino—; para el otro, para el que está al frente, aunque la maldición puede tocarlos.
Y de veras, al siguiente día nomás ocurrió la
desgracia, luego que al anciano le negaran hospicio y hasta un plato de comida.
—¿Ya ves? —dizque le reveló la Virgen a
Sebastián Quimichi uno de los nuestros—. ¿Ya
ves? No se condolieron a pesar de vivir en la
abundancia, ahora están pagando sus culpas,
lejos de toda salvación; porque ese anciano, hijo,
fue Dios…
Ni uno había logrado salvarse. Ni esa mujercita, la única que le ofreció alimento; sólo porque
al escapar olvidó la advertencia: «Oigas lo que
oigas, por nada te has de volver». Pero en el
momento del estruendo miró atrás; y ahí nomás
quedó endurecida como piedra.
—Ahora ven y sácame de este sitio, Sebastián
—le ordenó la Virgen—; es mi voluntad que me
[81]
mos oyendo sus quejidos como delgados hilos
que se resistían abandonarnos; y cuando dejábamos ya de percibirlos, aparecían de pronto
delante nuestro, caminando como sanos.
De los que llevateándonos con nuestro cuerpo
avanzábamos todavía, llegó el momento en que
se nos nublaron los ojos y perdimos todo control… y cuando los abrimos, caminábamos según
nos dimos cuenta, con el cuerpo liviano, hasta
alcanzar a los que iban adelante.
Desde un alto, vimos por fin lo cirios en la
hoyada, donde decían que estaba mamá Nieves.
Alentados bajamos, como si nuestro cuerpo ya
no nos estorbara.
Por cruzar una quebradita cuando estábamos,
vimos al otro lado a un cristiano, queriendo hacer
lo mismo.
—¡Sebastián Quimichi! —nos alegramos reconociéndolo.
Un susto se pegó el hombre viéndonos.
—¿No nos reconoces? —le dijo gangoseando
uno de nosotros—. Somos de tu pueblo, Sebastián,
a rogar a la Virgen estamos yendo.
Pero Sebastián Quimichi que había dado un salto
atrás, rezaba arrodillado, dobladas sus manos:
Madre mía,
Magnífica en grandeza,
de las almas impuras
líbranos…
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[82]
la granizada, que hacían temblar los cielos y la
tierra.
Sólo cuando obtuvimos las primeras noticias
que la Virgen ya estaba en Cocharcas y que había
hecho varios milagros durante su recorrido, como
hacer brotar agua de una peña, es que decidimos
ir en peregrinación, luego de enterrar a nuestros
muertos en enormes zanjas y quemarlos cuando
las fuerzas se nos acabaron.
Quién sabe la Virgen se compadezca, diciendo, así como se compadeció del Sebastián, es que
decidimos irnos, pueda o no pueda.
Como dormidos nomás avanzamos esa travesía, pisando altos y bajos. Las gentes al vernos
pasar por los pueblos se espantaban, se corrían
a los cerros o se escondían en sus chozas, desde
donde sentíamos sus ojos espiándonos por las
rendijas de sus puertas.
Apenas nos alejábamos, a nuestro tras quemaban cuernos, hacían humo o rociaban creso sobre
nuestros rastros. Y había quienes hasta nos echaban sus perros o nos tiraban piedras, haciéndose
la señal de la cruz.
Por eso ya no bajábamos a los poblados. Día
y noche caminábamos por sitios feos, por encañadas, por punas solitarias, con el viento que nos
arrastraba como a débiles pajas de las parvas…
Muchos iban quedándose en el camino, hociqueados en el barro…, y a varias leguas, seguía-
[83]
Esa vez de la mangada
H
aciendo mi necesidad estuve por ese maizal
que hay abajito junto a la quebrada. Calmosa
estaba la noche. Buena luna alumbraba… En eso
que estoy por levantarme, de un de repente lo
veo saltar la pirca a un hombre, propio mi primo
Saturnino nomás, sólo que vestido completamente de negro: poncho, sombrero, pantalón, todo,
todo… ¿Quéee?, dije entre mí, ¿y quién es pues
este? Calladito me quedé, sin moverme, esperando a ver qué hacía.
Avanzó con cuidado sin hacer sonar mucho
las hojas de las plantas hasta mitad de la
chacra.
Allí alzando ambos sus brazos a la luna,
empezó a llamar con voz como de buey:
—¡Joséeeee! ¡Joséeeee!
Me fajé rápido maliciando que era el propio Saturnino tratando de asustarme el cholo.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[84]
Nos dio cólera. Ese rezo lo conocíamos; sólo
en los responsos se pronunciaba.
—¡Pero si te conocemos, Sebastián, somos de
tu pueblo!
Como si no nos oyera seguía arrodillado,
haciendo cruces en el aire. Alguien empuñó tierra
y ¡shall! le arrojó al Sebastián. Fue ahí que nos
dimos cuenta: no había sido pisábamos el suelo,
en el aire nomás estábamos, ni éramos como el
Sebastián siquiera: su cuerpo no se transparentaba como el nuestro. Sombras nomás había sido
éramos. Almas impuras seguro; tendríamos que
seguir vagando todavía. Ni Dios ni la Virgen
podrían recibirnos.
Convencidos, empezamos a alejarnos. Lo hicimos rezando al santo rosario, dejándolo ahí al
Sebastián arrodillado.
Sobre una montaña lejana, una enorme cruz
abría sus brazos. Para llegar, tendríamos que
atravesar quizá el otro lado de la tierra.
Resignados, iniciamos nuestra penitencia,
viendo por primera vez que uno de nuestros
dedos ardía con una llamita azulina que nos
alumbraba el camino, más negro a cada paso…
[85]
Después de todo, bienecho, dije, para que otra
vez no la esté molestando a su sobrina, para que
aprenda a ser hombre.
Eso dije acordándome de esa vez del rodeo
en Rayán, de donde me vine apurado pensando
alcanzarla a la Ishica por el camino, luego que
la vi despedirse de los dueños del ganado que
estábamos marcando.
Lejitos, lejitos, por un costado del camino
nomás, sin dejarme ver todavía, iba yo, pensando salir de un de repente a encontrarla. En eso,
ya cerquita que estoy, me doy cuenta que más
abajo, detrás de unos puyós ramosos que daban
sombra al sendero, estaba parado un hombre
como esperándola. ¡Trasss!, se hizo mi cuerpo
pensando en que ya tendría su enamorado. Mas
de pronto me doy cuenta que se trataba de don
Antolín Matos nomás, su tío, que de alguna parte
estaría viniendo.
Lamentando mi mala suerte, itacado bien mi
alforjita, escondiéndome escondiéndome entre los
puyós, seguí avanzando un poquito distanciado.
Haciéndose el gracioso iba el hombre a su
lado, medio topándola con el hombro. Parecía un
poco mareado y por la forma como le hablaba
debía estarla palabreando. ¿Qué cosa?, dije, ¿a
su sobrina? Su sobrina legítima es, hija de su
hermana. Quería abrazarla quería abrazarla, pero
ella no se dejaba: sacudía su hombro y botaba el
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[86]
Después —¡lajla!— a chico y grande les haría reír
contándoles que me había espantado. Pues hoy
sí se ha fregao, dije, está bien que sea ayudante
de brujo y todo, pero a mí no me las va a hacer.
Así pensando agarré un terrón de buen tamaño y
lo apunté a la espalda, aprovechando que estaba
volteado haciendo sus ceremonias.
Para su mala suerte, ¡pojjj!, le cayó, en vez de
la espalda, en el cerebro; tumbándolo de nariz
sobre los maíces que crujieron rompiéndose con
el peso.
Me alejaba corriendo, riéndome con ganas,
cuando una preocupación me asaltó de pronto: Quién sabe muy fuerte lo habré cascao y
me volví a mirarlo. De veras, botadito, hociqueado ahí sobre el surco estaba el pobre, sin
moverse, como desmayado. Ay, caracho, creo
que lo he fregao diciendo regresé a ayudarlo
levantarse.
Por agarrarlo que estoy, me doy cuenta, al
mirar su cara, que no era el Saturnino, sino el
propio don Antolín Matos, su patrón; ese hombre que decían que era medio brujo y que era su
tío de la Ishica, de quien tiempito ya me hallaba
yo enamorado y paraba atrás atrás nomás de la
muchacha.
Asustado, dejándolo ahí tirado, saltando la
pirca me fui esa travesía, a la carrera, antes que
fuera a tomar conocimiento y me reconociera.
[87]
[88]
Haciendo un esfuerzo, Antolín Matos logró
levantarse, sintiendo que la cabeza le daba
vueltas. A la luz de la luna, vio sus manos, su
ropa, manchadas de polvo. La noche, silenciosa,
parecía contemplarlo. No entendía aún lo que le
había ocurrido.
—¿José? —fue lo primero que asomó a su boca,
no como llamando, más bien como quejándose.
Ahí fue que se agitaron las hojas y estalló una
carcajada que hizo caer los choclos que estaban
recién macollando. Una enorme lengua de fuego,
del tamaño de una planta de maíz, habló botando
llamaradas, haciéndolo chasnar el follaje:
—¿Ya estás bien, Antolín? —se burló la voz y
otra vez feo se carcajeó.
—¿Fuiste tú, José? —preguntó medio resentido
el hombre, pálida su cara, como sin sangre.
Una nueva carcajada le respondió. Al ratito,
ya calmándose, dijo:
—Me hubiera gustado, Antolín, me hubiera
gustado; para que otra vez seas más precavido…
Pero Antolín no estaba ocioso para entrar en
averiguaciones, más otra urgencia era lo que lo
atormentaba:
—Te he llamado —le dijo— para prolongar el
pacto. Pasado mañana se cumplen los diez años
de plazo que me diste. Aún estoy joven y no
quiero irme.
—¡Ajá! —la voz cambió de tono, poniéndose
medio seria—. Eso debiste haberlo pensado bien
cuando firmamos el contrato…
«¿Ven esa candela que arde en su maizal de
don Tito?».
«¡Atatau, mal sitio será o entierro habrá quién
sabe!».
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
brazo de él cada vez que se arrimaba mucho. De
tanto cargoseo, medio molestándose ya parecía
estar la muchacha. Entonces, para ayudarla y
por lo celoso que me encontraba, me puse a toser
bien fuerte saliendo a un clarito para que de una
vez me vieran. Asustado se apartó él y se volteó
a mirarme con malos ojos. La Ishica también,
descubriéndome, feo se avergonzó. No supo qué
hacer. Agachó la cabeza y empezó a irse por esa
bajada con trotecito rápido; en tanto el otro, todo
desganado, continúa por su tras.
Yo disimulé interesándome de pronto en las
perdices que saltaban en el monte. Saqué mi hondilla y retrasé mi paso, mientras ellos llegaban ya
a la casa del molino, donde, según le oí decir a
Ishica en el rodeo, su mamá estaba allí, esperándola. Hasta no convencerme que eso era así, no me
alejé del lugar y de veras, ahí nomás salió la mujer
a recibirlos. Sólo entonces me alejé, renegando de
lo que me había hecho la mala ese brujo, sin maliciar que ahora, al poco tiempo nomás, sin querer
lo tumbaría de hocico en el maizal…
[89]
«¿Y mataron a la culebra?».
«No, dizque, pero la punta de su rabo lo
habían trozado con la barreta. Bijuqueándose
dizque logró escapar por su chacra del Antolín
Matos. Era de colores, encanto seguro. Nadie ha
visto culebra asina».
—Está bien —dijo Antolín Matos—. ¿Viviré
otros diez años?
—Si cumples —dijo el demonio—. ¡Si cumples!
—le advirtió con una carcajada y desapareció.
Chirapiando estaba y corría viento. De un momento a otro se desataría la mangada. Yo acababa de
dejar mis vacas en su corral y ahora parado a
la puerta, bien envuelto en mi poncho, miraba
la tarde, neblinosa, triste, a esta hora en que los
pájaros, con las alitas cerradas, se dirigían como
flechas a sus refugios en los montales.
Mi casa, en un altito sobre el camino, aparente
es para distraerse mirando a los que pasan, para
eso cuando hace buen tiempo, no como ahora en
que más tristeza daba.
Ya iba a entrarme a practicar un rato siquiera
mi rondín, instrumento en que me hallaba afanado tiempito ya, cuando en eso, como en un
sueño, la veo asomarse por abajito por esa única
planta de tara que había en toda la travesía, a la
Ishica, apurada apurada, mirando el cielo. ¡Aso!,
mi corazón cómo empezó a brincar de alegría,
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[90]
«Mejor no miren, puede ser malo».
—¿Pero no habrá algo que se pueda hacer?
—dijo Antolín con voz suplicante—. Sé que a
otros les has dado hasta veinte años, y a mí, ¿por
qué no?
—Eso depende del arreglo. Contigo fue por
diez…, a no ser que…
—¿A no ser qué, José? —brilló en sus ojos una
lucecita de esperanza.
—Que cambies tu alma por la de alguien muy
querido. Tu sobrina, por ejemplo; a ella la quieres, ¿verdad?
—¿Mi sobrina? ¿Ishica? ¡Noooo! —dijo
Antolín—. Ella no, por favor…
«Una fea culebra dizque han encontrado la
otra noche enroscada en sus piernas de la Ishica,
chupándole los senos en lo dormida que está».
«¡Yaaa, qué dizque!… El demonio habrá sido,
qué va ser culebra de verdad».
«Allau, se secará esa muchacha».
—Sólo te puedo conceder una cosa —dijo la
voz, fría, metálica, que ahora salía de una sombra
de pie entre los maizales.
—¿Qué…? ¿Cuál…?
—Mata a un hombre cualquiera sin darle tiempo al arrepentimiento, en un lugar en donde pueda
llevarme su alma. Y mucho cuidado de tocar a tu
sobrina bajo mi forma. Morirás si algún daño te
hacen. Recuerda que eres animal herido…
[91]
olor a mujer que tanto ansiaba yo; todo nervioso,
medio disimulando mi voz que quería temblar
por la emoción, le dije que pasara, que adentro
estaba mi vieja esperándola. En mis adentros,
luchaba conmigo mismo, pensando cuál sería lo
más conveniente, si hablarle bonito nomás o a la
fuerza arrastrarla al interior.
Ya que estaba por entrar, como si su cuerpo
algo le anunciara, se paró de un de repente y se
volteó a mirarme, ¿De veras?, diciendo, ¿de veras
está ahí? Sí, le dije acercándome lo más que pude
a su lado, ahí está, Ishiquita, ¿acaso te engaño?
«Ahora es cuando», pensé, acercándome a oler
su cuello que me apeteció como una fruta fresca
cuando lo alargó para llamar a mi vieja por su
nombre.
El vapor pegajoso que salía de su seno por
el agüita de la chirapa que había humedecido su ropa, bañó mi rostro y lo hizo incendiar
mi cuerpo llenándome de más valor y ganas,
justo ese ratito en que empezaban a caer más
seguido esos goterones que anunciaban la mangada. Abrazándola decidido, medio con fuerza,
Ishiquita, le dije, adentro está pues mi mamita,
¿quieres verla? Ella por un momento se quedó
rígida, sorprendida y cuando sintió que la estaba
ya medio arrastrando al cuarto pegando mi cara
a sus mejillas chaposas, cómo nomás será dio
un sacudón y se hizo soltar. De un brinco salió
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[92]
igualito como sapo dentro de mi pecho. Estaría
viniendo seguro de la casa de los Callán, al pie
del molino, donde había vaquería y afanada
estaba la gente haciendo quesos todos esos días.
Ansioso la llamé antes que se pasara, ¡Ishica!
¡Ishica!, ¿a dónde vas? Viéndome se sobreparó
como aprovechando para tomar aliento. ¡A mi
casa!, me respondió risueña, ¿adónde más, pues?
No sabiendo cómo nomás retenerla, ¡Ven!, le dije,
mi mamá te necesita. Sorprendida paró las orejas,
¿Cómo dices?, preguntó. ¡Mi mamá te necesita!,
le dije fuerte para que se convenciera que no me
había oído mal. ¿De veras?, dijo dejando de sonreír. De veras, le respondí poniéndome serio, sin
darle maliciar nomás, ya que ese ratito mi vieja
estaría por Chacana o Palillo cambiando papitas
por camotes o yucas, en tanto mi taita se hallaba por Jimbe negociando reses. De manera que
estaba yo solito, huachito, como por acá decimos,
sólo esperando su compañía de la Ishica que
como mandada se asomaba ahora.
Confiosa subió la cuestita alzando altito su
pollera. Para qué nomás será diciendo. Gotas
gruesas empezaron a caer de uno en uno reemplazando a la chirapa.
Cuando llegó a mi lado, viendo sus pechos
que querían reventar dentro de la tela de percal
y más todavía cuando al abrir los brazos para
cubrirse mejor con su manta me hizo sentir ese
[93]
[94]
Desde la montaña de Tarapucro la estás viendo,
Antolín. ¿Es ella? Claro, pues, ella es. Deja tu
cuerpo ahí entre las chilcas y elévate en forma
de águila, y desde el alto míralos. ¿Qué hace ahí
solita junto a ese muchacho, ahora que la mangada se viene a todo dar desde la Cordillera Negra?
Olvídate de Saturnino Mejía, ya debe estar muerto, ¿quién puede salvarse rodando de semejante
altura, golpeándose entre las peñas y cayendo al
fondo mismo del barranco? ¿Te preocupa lo que
gritó al momento que lo empujabas? «¡Favooor!,
me mata don Antolíiiiiin!». Despreocúpate, hombre, por estos sitios solitarios no vive nadie. Sólo
las momias de los gentiles que pueblan estos
cerros pueden haberte oído…
No creí que fueras asina, dijo Ishica, viendo cómo
el primer chaparrón hacía sonar las hojas de las
matas y los rayanes que por ahí crecían, tamaño
cholo, pensé que siquiera más serio serías; cómo
me has hecho demorar por gusto mintiendo, y
ahora ¿cómo voy a irme con esta mangada que
me ha agarrado a medio camino?…, así hablaba,
haciéndose la molestosa; pero en el fondo parecía
contenta más bien. No te molestes, Ishiquita, le
dije yo, ven arrímate a mi lado, aquí bajo el alero,
hasta que pase la primera tanda siquiera; después
ya te vas pues, ¿qué tanto apuro? ¿Así?, ni ociosa
de pararme a tu junto, me respondió, sabiendo lo
mañoso que eres, ni loca…
Por más que se refugiaba entre las yerbasantas, su ropa se seguía empapando, haciéndome
ver con gusto sus redondas nalgas y, ¡achallau!,
sus pechos.
Al cabo de un rato, no le quedó más remedio
que hacerme caso viniendo a guarecerse bajo
el alero; cuidando de ponerse medio lejitos de
donde estaba yo.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
puerta afuera riendo nerviosamente, mientras yo
por su tras corría a empuñarla de nuevo.
Como tres vueltas dimos alrededor de la casa
atollándonos en ese barro de la lluvia que había
caído la noche anterior. En una de esas resbaló
mi llanque y caí al suelo, embarrándome. Ella,
que me había sentido caer, más allacito se volvió a mirar. Y al verme levantarme todo avergonzado sacudiendo mi ropa, empezó a huajayllarse con ganas parada junto a una mata de
yerbasanta. Atatau cholo, diciendo, mana válej,
ni correr puedes. Todo desganado y adolorido
me acerqué a la puerta, alegrándome nomás en
mis adentros que no estuviera enojada. No he
querido agarrarte, le dije yo, dando contestación
a sus burlas; mas ella seguía quebrándose de
risa, Mejor di: No he podido diciendo, y agregaba, Eso te pasa por mentiroso y por mano larga,
¡bienecho!
[95]
[96]
Fue el día anterior que Antolín Matos le dijo a
su criado:
—Mañana tempranito te vas a Tarapucro a
recoger leña para carbón. He conseguido ya el
fierro; necesitamos urgente hacer dos barretas
para trabajos de la chacra. Esas que tenemos
están muy toscas y son pequeñas…
Y tempranito, Saturnino Mejía, estaba que
hacía fogatas por Tarapucro.
Rato ya, pasado el mediodía, cuando se estaba nublando todo, al volverse hacia la cima,
vio que su patrón bajaba. Un poco antes había
visto un águila sobrevolando las crestas de la
cordillera.
—¿Ya estamos? —le preguntó el hombre llegando a su lado.
—Sí, patrón, ya estoy acabando —le respondió.
Antolín Matos apenas miró los pequeños troncos que se quemaban.
—¿Esto? —dijo meneando la cabeza—, esto no,
hombre; ven por acá, por acá hay mejor leña.
Y empezó a bajar por la parte más fea de la
montaña, por ahí por donde Saturnino no se
había atrevido.
—Por acá, por acá —le iba llamando, abriéndose paso entres las chilcas, sobre un suelo de
filosas rocas.
Saturnino tenía que pisar fuerte para no caer,
Antolín avanzaba como si nada.
—Por acá, por acá…
Iban asomándose a donde la montaña se
cortaba a plomo. Al fondo, quién sabe a qué
profundidad, pasaban las aguas de la quebrada,
cubierta de monte.
—De aquí, mira; fíjate donde hay buena leña…
Saturnino asomó el rostro al hondo de la
encañada. Ahí fue que sintió que lo empujaban y
volaba por los aires…
Con toda fuerza la mangada empezó a caer.
El día se oscureció más todavía. Los truenos y
los relámpagos se sucedían a cada momento.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
En eso que entre risa y risa volvemos a la conversación de mi vieja, yo diciéndole que de veras
adentro estaba pero durmiendo, y ella alegando
que yo era un mentiroso; vemos de un de repente
que, bajando del cielo nuboso, un águila medio
rara, haciendo ¡parrr! ¡parrr! con sus alas, trata
de detenerse en el aire y casito nos tumba de un
alazo, si no es porque a tiempo nos agachamos
y logramos arrinconarnos en la pared haciéndole
perder campo en su ataque. Después de asustarnos tan feo se pasó de largo nomás. ¡Yaa!, ¿qué
pues quiere ese animal?, dijo ella reparando
con sobresalto el lugar por donde se perdía. Yo
también, Qué raro, dije, nunca he visto un águila volar tan bajito, más peor por acá donde ni
gallinas criamos.
[97]
que un feo animal, como culebra o como lagarto,
cuto de cola, de colores verde y rojo tornasolado,
se arrastraba sobre los pechos de mi amada y le
clavaba sus colmillos en el cuello…
Como borracho, sintiendo que mi sangre se
volvía quemante y oyendo como en un sueño
la granizada que caía sobre las tejas, me paré
tambaleante y busqué como pude el machete
que felizmente colgado allí estaba, a la mano. La
culebra ya se bajaba del cuerpo de la Ishica. Ella
convulsionaba y empezaba a botar espuma por la
boca, en tanto se retorcía su cara en feos gestos
de dolor. El animal, al verme con el machete, se
erizó. Se enroscó en su poca cola y, mirándome
con sus ojos que reventaban en sangre, se dispuso a saltar, sacando su larga lengua amenazante.
Ya cuando mis ojos se nublaban y todo lo veía
azul, di un machetazo como al aire, y sin saber si
acerté o no, sentí que mi cuerpo se amontonaba,
que todo se ponía silencioso, que las tinieblas me
tapaban…
De pronto, como en un amanecer, puedo ver la
luz que viene hacia mí o acaso yo estoy yendo
hacia ella. Siento que mi cuerpo está liviano, que
flota en el aire como neblina o nube… Recién
debe haber escampado, porque las llocllas están
que se escurren todavía por la falda de los cerros,
mientras arriba brilla el sol en un cielo despejado
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[98]
La Ishica, por el susto sería o de mañosa quién
sabe, se había puesto cerquita de mí, como
para empuñarla de un salto nomás. Y, más que
eso, seguía haciéndome zumba que no la había
podido dizque agarrar, como provocándome…
De un de repente, qué tanto ya será diciendo, di
un salto a lo descuidao, y justo la agarré de su
monillo, como con cólera, sintiendo de nuevo
su olor pegajoso que encendía mi sangre. Hoy
sí, dije entre mí, por nada la suelto. Y empecé a
arrastrarla con todas mis fuerzas; mas, sintiendo
que se estaba dejando llevar nomás sin poner
mucha resistencia, tuve que aflojar un poco para
no maltratarla. Sólo cuando vio que iba a tumbarla sobre la tarima, luchó un poco agitando sus
brazos y arañándome; pero con la ansiedad que
llevaba yo encima, la hice caer de espaldas sobre
la cama. Ahí sí, como un loco, empecé a besar su
boca, su cuello, sus ojos, mientras sentía que ella
jipaba de gusto en mi debajo. Ya rendida, acariciaba ahora mis cabellos.
Cuando afanado desabrochaba su monillo,
siento que, ¡ploc!, algo como un peso blando
cae con fuerza sobre mi espalda, y ahí nomás
una picadura como con espina me hace aullar
de dolor y revolcarme sobre la cama luego de
hacerme soltar a Ishica. No vi nada ese ratito,
sólo oí un grito que da ella y silencio… Cuando
pude levantar mi cabeza y reparar a mi lado, vi
[99]
[100]
De aquí no saldrás
hasta tu muerte
«De aquí no saldrás hasta tu muerte, au zonza;
morirás ni bien empieces a subir la cuesta».
A
cordándome nomás estoy de ese día que mi
mama me dijo, ha venido doña Estefania
de nuevo, ándate de una vez, aquí no hay sitio
para ti. Mi taita también aborreciéndome seguro:
¡Anda, aquí más carga estás haciendo, busca para
tu barriga siquiera!… Cargando mi quipi, me vine
ahí mismo esa bajada, sin parar hasta el ojonal
que hay al pie de Aitumanga. Un rato estuve por
ahí matando sapos, después brincoteando junto
a los más chiquititos que se escapaban entre las
matas, ¡Challhua! ¡challhua!, diciéndoles… A la
oracioncita todavía llegué a La Colpa, a ese sitio
feo, silencioso, donde crecen sólo cortaderas.
Al fondo, escondida en la quebrada estaba su
casa de la mujer. Quise volverme acordándome
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
que da envidia de puro azul… Estoy muy alto de
las cosas y las gentes. Y puedo ver lo que hay
dentro de las casas. Allí está mi cuerpo abrazado a la tarima, mi cabeza recostada sobre los
muslos de mi amada Ishica que tiene los dientes
apretados, crispadas las manos, los ojos congelados… Con la cabeza separada del cuerpo, apenas
sanguinolento, sobre el piso terroso, botadita está
la culebra. Y sobre las montañas de Tarapucro,
enredado entre las chilcas, en medio de un charco
de sangre, yace el cuerpo de Antolín Matos, sin
ojos y sin lengua, mientras al fondo de la quebrada mi pobre primo Saturnino, (¿qué hace?, ¿por
qué está allí?), un huequito con sangre tiene en
la cabeza, como si un animal extraño le hubiera
sorbido el ceso o chupado la sangre. Pero en los
alrededores todo está tranquilo; la gente está que
va a los pastos, a las lomas, a la vaquería…
[101]
nada, si el río está seco en este tiempo, sólo cuando carga he oído decir a mis taitas que el río se
vuelve hombre y se lleva a las muchachas. Lo que
sí tengo miedo de veras es que ese hombre que
viene a verla a doña Estefania dejando una luna,
sepa que yo también vivo en esta casa y quiera
después hacer sus cochinadas conmigo como
hace con ella. No falta nada ya casi para la otra
luna, por eso he tomado la determinación de irme
ahora mismo, pase lo que pase; así cumpla con
su amenaza de matarme, como me ha hecho oír
cada que le he confiado que me quiero ir porque
no me acostumbro. Sólo muerta saldrás de acá,
me ha respondido. Y yo ya sé que ella de cumplir
lo cumple. A cuántos ya habrá matado. Mentada
es. Desde el otro lado del Marañón se vienen
buscándola, algunos a pie otros montados en sus
bestias. La semana pasada nomás un viejo llegó
con sus burros. Antes que ni se sentara a sosegar,
doña Estefania le dijo, Ya sé de dónde vienes,
tú no eres ni de Huayllabamba ni de Cutamayo;
has hecho bien en no ser de por acá, porque yo
trabajo sólo con los de lejos. ¿Qué quieres?, ¿que
lo mate al que te robó tu buey? Tanto te va a
costar. Pasado mañana cuando llegues a tu tierra
lo vas hallar tirado, velándose. Ven, entra; te voy
a dar unas bebidas para que lleves, para que sin
venir de nuevo de tan lejos te deshagas tú mismo
de tus enemigos. Y seguro que lo encontraría
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[102]
del arco iris que decían que por ahí salía; pero
tomando valor avancé nomás. Ni perros siquiera
salieron a ladrarme cuando asomé a la choza.
Envuelta en su reboso, doña Estefania salió a
recibirme. Medio jorobada, flaca, puro pellejo, me
miraba con sus ojos que parecían tener nube. Ya
no vendrá diciendo estuve por trancar mi puerta,
dijo retirando su pelo cenizo que se desparramaba por su cara llenita de arrugas. Sin ni saludarla, de un brinco me metí en su choza, sintiendo
como que alguien me quisiera empuñar por
atrás. Tienes susto, me dijo ya adentro, mañana
me haces acordar para shojmarte con ramas. Y
verdad, pues, al otro día tempranito me bañó
sobando sobando mi cuerpo con su flor del puyó,
con yerbasanta y no sé qué otras ramas más;
después me mandó a abrigarme con una manta.
De ahí me acuerdo que a los dos o tres días será,
cuando estábamos en la cocina pelando papitas,
vueltas y vueltas me advirtió: que si por si dizque
oyera yo llamar a alguien desde afuera cualquier
noche o silbar, no respondiera para nada ni fuera
a molestarla a su cuarto. Arropándote con la frazada te has de dormir, me dijo, si no el espíritu
del río te va a cargar vas a ver o si no yo misma,
maneándote, te voy a entregar si me desobedeces… De aquella vez hasta ahora varias lunas ya
han pasado, y ella creyendo estará seguro que le
tengo miedo al espíritu del río; qué espíritu ni
[103]
ta de la cocina, salí afuerita. Ya estuve por sentarme, cuando en eso, no sé cómo, levanto la
cabeza y veo que por encima de la casa unos
arquitos de colores, como luces que temblaban en
el aire, se cruzaban unos encima de otros.
¡Achallau!, dije, qué bonito; y rápido me levanté
para mirar de más cerca. Bocabierta me quedé ahí
paradita un rato. «¿Has visto, Eufemia, esos arcos
de colores que se cruzan encima de su casa de
doña Estefania?». «Achachay, encanto será,
Gabino, ¿que otra cosa, pues?; éntrate, a lo mejor
en su hora estará». Acordándome de esa vez que
así hablaron mi taita con mi mama, de un brinco
me metí en la cocina, pensando echarme en la
cama y arroparme con la frazada; pero en eso
que entro lo veo que de su cuarto de doña
Estefania salía por las hendijas una luz medio
amarillenta que poco a poco se iba haciendo
blanca, más blanca, hasta alumbrar, ¡achic!,
como en el día. ¡Yaa!, ¿qué, pues?, diciendo me
asomé bonito nomás sin hacer ruido hasta una
hendija. Entonces adentro lo veo a la mujer que
apurada apurada se bañaba metida en una batea
grande, bonita, que nunca había visto yo que
tenía. Pero lo que más llamó mi atención fue esa
luz. ¿De dónde pues?, dije, si ella ni vela tiene a
veces. Entonces me acordé que igualito a esa luz
vi en Sihuas, cuando mi taita me pidió acompañarlo a volver unas bestias de la hacienda. Es luz
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[104]
muerto a su contrario, porque el hombrecito hasta
ahora no ha vuelto.
Por eso nomás, siempre siempre he tenido
miedo de escaparme. Algo me hará diciendo.
Bueno, pero antes era todavía de soportar;
siquiera remedando a los cuyes cuando mascaban su yerba me distraía; también cuando me
ponía a arrancarles sus patitas a los grillos; harta
risa me daba, viéndoles que no podía saltar.
Pero desde esa noche que lo vi desmontar a ese
hombre en la puerta de la casa, todito mi cuerpo
como descompuesto para; no sé qué laya estoy,
medio turbada me siento. A mi taita, cuando ha
venido a verme, tanto le he rogado que me saque
de este sitio. ¿Pero acaso me ha hecho caso
siquiera? Cobrándolo a doña Estefania, rápido
rápido se ha vuelto sin atenderme cuando le he
querido contar. Ni de mi mama ni de mis hermanitos me ha dado noticia por último. Como así
son, no voy a tenerles pena yo tampoco ahora.
Saliendo de acá a donde sea me voy a ir, no les
he de llegar… Ahora doña Estefania está en cama,
muy mal; más pálida que nunca. Con estas ramas
que me ha hecho recoger, seguro piensa sanarse
como otras veces que se ha quedado enferma
después que su galán se ha ido… Clarito me
acuerdo de la primera vez que llegó ese hombre.
De noche era. Yo ya estaba acostada. En eso me
entraron ganas de salir a mear. Abriendo la puer-
[105]
y los aperos de plata a la luz de la luna que recién
había salido. Hacendado será, dije, viéndolo
togado, de poncho blanco, sombrero y botas.
Volvió a llamar un poco más bajo que antes. Al
ratito todavía se abrió la puerta. Ahí fue que desmontó. Despacio empezó a avanzar hacia la casa,
caminando elegante, haciendo sonar, ¡shin!
¡shin!, sus roncadoras. La muchacha, abriendo
los brazos, corrió a colgarse de su cuello. Él la
abrazó por la cintura. Un rato se mucharon ahí
en el corredor, sin despegar sus bocas. Después,
anchaditos de la mano, entraron a la casa. Bien
buenmozo había sido el hombre, más alto que
ella, tenía barba y sus cabellos también eran
rubios, como candela todavía; sus ojos, azulitos,
que en el día seguro no podían ver. Sólo sus cejas
daban miedo; parecían como del chancho cuando
se encrespa. Parados a mitad del cuarto, seguían
muchándose. Hasta ese rato no me había dado
cuenta que ese cuarto no era su cuarto de doña
Estefania. Otro era, más bonito y grande. Ni en la
hacienda Santa Clara vi esas alfombras que había
en el suelo. Parecían hechas de esa tela del guión
de San Pedro, así con sus felpas y todo como de
oro. Espejos también había por todos lados, grandes y chicos. Alhajas de oro y plata relumbraban
en esas paredes forradas con tela. Muebles también había, ¡achallau!, finos, más bonitos de los
que vi en casa de los hacendados esa vez que
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[106]
de lámpara, me dijo, al pasar por una tienda. Luz
de esa laya de lámpara será pues, dije entre mí;
pero por más esfuerzos que hice, no pude verla.
Estará colgada por ahí, pensé… Cuando de nuevo
me fijé en la mujer, me pareció que no era ella
sino otra. Más muchacha se veía. Aunque su cara
era igual, su cuerpo no. Conforme se bañaba,
frotándose con esas ramas, parecía que se iba
llenando de carnes, y su pellejo también, de lo
arrugado que estaba, más lisito se iba poniendo.
Me limpié los ojos, quién sabe tendré legaña,
diciendo; pero no, clarito vi que su cara estaba
ahora más muchacha y su pelo también de lo
ceniciento que era se estaba volviendo más
negrito. Cuando terminó de bañarse y secarse
con un paño de cara, no era doña Estefania aquella mujer, sino una muchacha buenamoza, alta,
que tenía ahora puesto sobre su cuerpo calapacho
un camisón como de aire o como de garúa fina.
Hierbas para hacerse joven también habrá pues
seguro, me quedé pensando. En eso oigo que
alguien llama de afuera con voz de hombre,
¡Estefania! ¡Estefania! diciendo. Casito pero,
salgo corriendo. No sé cómo me acordé de sus
advertencias. De puro jushga, me acerqué al otro
lado de la cercha, desde donde puede verse el
corredor y, más allá, el camino… Un jinete era el
que estaba ahí afuera esperando, montado en un
caballo blanco en el que relumbraban su bocado
[107]
se abotonaba su camisa. Ella sí no parecía darse
cuenta. Como dormida estaba. Apenitas se oía su
respiración. Ese mismo rato, mirando que estoy,
las cosas empezaron a desaparecer poco a poco;
algunas a recuperar su forma y su color del
comienzo, como ese catre de lujo que poquito a
poco se fue despinte y despinte y sus adornos
perdiéndose hasta volverse lo que había sido
antes: la tarima vieja de doña Estefania. A ella
también la vi que, acostada donde estaba, empezaba a arrugarse su cara y el resto de su cuerpo,
y su pelo a volverse cenizo… Una vez que terminó de vestirse el hombre, pegó una mirada a la
mujer que seguía durmiendo, y, sin despertarla,
salió del cuarto empuñando su sombrero. La luz
brillante que hace ratito alumbraba, amarillándose amarillándose se apagó. Cuando miré para
afuera, vi que el hombre ya montaba en su bestia,
y que después se iba prosista. Chispas salían de
los cascos del animal, como ninacuros que volaran bajito, prendiéndose y apagándose. Todo era
silencio a esa hora, hasta los sapos y los grillos
seguro dormían. Blanca brillaba la luna, como un
queso allá arriba, y acá abajo, parecía agua
derramada sobre las laderas… Después que se
despertó, la mujer se estuvo queje y queje en su
cama, sin llamarme para nada. Yo, calladita, bien
arropada mi cabeza, no pude dormir todita la
noche. Al otro día temprano, haciéndome la ino-
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[108]
fuimos con mi mamita y mi tía Agustina por
papas llamlinas. Masqui mira, eso dizque se llaman muebles, me dijo mi tía, sirven para sentarse; ahí fue que conocí… Agarraditos de la mano,
estaban que se reían ahora, queriéndose el uno al
otro, bien sentados en uno de esos muebles.
Hablaban también, pero bien bajito, qué diciéndose será pues. En eso me fijé que sus muelas del
hombre eran de purito oro. Ah, pucha, dije, este
hombre será pues bien proporcionado para que
hasta sus muelas se haya hecho poner de oro. Así
pensando que estoy, ya los veo que se levantan,
se abrazan de nuevo en medio de la habitación y
se muchan, fuerte, con ganas, haciendo sonar
todavía sus bocas. Luego los veo que se calapachan y se echan en un catre el uno sobre el otro;
puro lujo ese catre también, blando el colchón…
Medio me dio vergüenza mirar, un ratito bajé la
cabeza, y cuando de nuevo la alcé, ¡Santo Dios!,
un chivo estaba sobre la mujer, un tremendo
chivo que con su vergüenza de purita candela, la
hacía sufrir o gozar será; pero ella estaba como
muerta. Todito mi cuerpo se desvaneció. Como
atontada me quedé ahí nomás en mi sitio agarrada mi cabeza, no sabiendo qué hacer. Quién sabe
habré soñado diciendo, al rato asomé mis ojos de
nuevo por la hendija haciendo un esfuerzo.
Entonces lo vi al hombre que ya se vestía. Ahora
era el caballero del comienzo. Apurado apurado
[109]
Kuya kuya
L
os sábados y domingos como no había estudio, mi mamita me mandaba por abajo, por
Cajón, a pastear mis cabras y mis dos borreguitas
que teníamos… Botado sobre la huaylla paraba yo
por ahí todito el día, durmiéndome a ratos o si no
juegue y juegue con el sol, probando la resistencia de mi vista. De los cerrados que estaban mis
ojos, poquito a poco los iba abriendo, aguantando aguantando el chorro de luz que con fuerza
se quería meter. A veces aunque sea lagrimeando
lograba vencerlo, ¡qué caray! Ahí era cuando
el sol desparramaba sus colores: azulitos, rojos,
medio verdes, morados, toda laya; hasta colores
que nunca había visto. Después, cuando cerraba
mis ojos, así nomás los colores no se iban. Ahí se
quedaban un rato todavía nadando sobre amarillo o brillando en la oscuridad… Cansándome ya,
si no me quedaba dormido, lo que más me gustaba hacer era pensar en ti, en lo lindo que sería
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[110]
cente, me acerqué a preguntarle qué tenía, qué le
dolía. Todo mi cuerpo, me dijo, para no toparlo
está, como si me hubieran dado una paliza; pero
yo sé cómo curarme… Y ahí fue la primera vez
que me mandó recoger esa rama que se llama
azularia y que hay por abajo, por Potrero. Varios
días demoró esa vez en mejorarse, como siempre
que se quedaba así. A los que venían a buscarla
para que les haga un «trabajito», como decían,
tenía que decirles que no estaba, que se había ido
de viaje, que regresaran por lo menos en un par
de semanas todavía… Ahora mismo la mujer está
en cama. Amarrada su cabeza con un trapo.
Escucho que me llama. Seguro quiere que vaya a
recoger más ramas para la noche. ¡Anaychi!, ya
estoy harta de esto. Hoy mismo voy a sacar mi
quipi, y haciéndome la que va a hacer sus mandados, me voy a escapar. Aunque me mate, no
importa, como tantas veces ha dicho. Pero más
estoy segura que es ella la que va a morir primero, porque la pócima que me ordenó preparar
enantes, no es la que la cura, sino la misma que
le dio a ese viejo del Marañón y que ahorita
nomás acaba de tomársela.
[111]
aun cuando a veces la noche estaba muy oscura
y ya era muy tarde. Haciéndome el cansado yo
esperaba hasta el último por si nos dejaran algún
instante solos, y cuando eso ocurría, aprovechaba
para decirte, ¿Vamos, Floria? ¿Vamos a jugar? Y
tú molestándote como siempre, ¡Mana munatsu!,
¡no quiero!, me respondías. De mala gana salía
entonces y me iba sin despedirme ni nada, escuchando después ya lejitos, por el camino, cómo
te huajayllabas jugando a las cosquillas con el
Amosho, tu hermanito.
Triste seguro me veía mi mamita llegar a la casa,
por eso medio preocupada me preguntaba: ¿Qué
tienes, hijo? ¿Te han resondrao? No, le decía yo,
estoy cansado solamente, harto hemos trabajado
champeando esa chacra. Calladita se quedaba
entonces, como si le remordiera haberme mandado a trabajar. Tú a esa hora ya ni te acordabas de
mí seguro. Peor, qué ibas ni a maliciar que a la
hora que me vencía el sueño, yo te veía señorita,
casándote casi siempre con alguien que no era
yo. Llorando me despertaba entonces. ¡Qué tienes!
¡Qué tienes!, me sacudía mi mamita, despertándome de lo que ya estaba despierto. Y como yo no le
daba contestación, tratando de adivinar, me decía,
El alma te ha machucado quizá… Sin saber qué
responder, Sí, le decía nomás. Preocupada se ponía
entonces. Tu taita seguro, hablaba, su misa quiere,
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[112]
casarnos cuando fuéramos grandes. ¡Achallau!,
decía yo, ella con su monillo blanco y su falda
floreada y yo con mi sombrero nuevo en la iglesia de Huaylas, bonita pareja haríamos… Medio
flojo nomás era yo para el trabajo, me acuerdo;
diferente a mi hermano Lupo que le gustaba
andar sólo de minga, ayudando a uno y otro.
Pero más que por ayudar era por comer. De lo
tragón que era no me olvido. Yo sólo cuando mi
mamita me decía: Ha venido don Quintiliano a
suplicarme que lo ayudes en su chacra, me iba sin
renegar. Cierto, no hay cariño sin interés. Tus viejos qué ni se iban a imaginar que si aceptaba era
sólo para tener pretexto de llegar y verte, aunque
tú no me hicieras caso, aunque pusieras mala cara
cuando intentaba acercarme y preguntarte algo…
¡Pasa, hijo, ven, siéntate, vamos a servirnos algo!,
me decía tu mamita, alcanzándome un plato de
comida, después que volvíamos ya tarde de la
chacra con tu taita. Yo ni comía casi por estar
mirándote, por estar arrimándote con disimulo,
tratando de hallarme lo más cerca de ti. Quería
sentir tu aliento, ver el reflejo de tus ojos junto
al fogón, saber cómo hablabas, cómo reías entre
los tuyos, fuera de la escuela, donde viéndote a
diario, me parecías ausente. Lo que más anhelaba cuando estaba en tu casa era que alguna vez
me dijeran tus viejos, Vamos a quedarnos, hijo,
aquí pasaremos la noche. Pero no me decían,
[113]
los corrales desde un altito. Sólo tú me llamabas
por mi nombre; pero no por cariño seguro; creo
que por distanciarte de mí más bien…
¿Qué nomás hiciera para robarme su corazón de
la Floria?, me acuerdo que estuve piense y piense
más de una semana. Tal vez dándoles una prenda
de recuerdo, me dije, pero qué nomás… Para ver
qué me decían otros, pregunté al Eusebio en la
escuela qué le compraría él a su china si estuviera enamorado. Una casa, me dijo sin darme
importancia, y corrió a patear una pelota que
asomó rodando desde el patio; luego lo vi que se
metió en esa pelotera en que se hallaban afanados chico y grande a esa hora del recreo. Cuando
me fui a preguntarles a otros eso mismo, no
sabían qué responder. Estaba visto que a ellos no
les interesaban las mujeres. En cambio yo hasta
cólera tenía ya de no poder apartarte de mi mente
ni por un ratito. Peor todavía desde que el día
anterior te viera buenamoza, más de lo que eras,
puesto un sombrero nuevo con cinta colorada.
¡Caramba, ah; bonito te queda!, te dije haciéndome el encontradizo. ¡Calla!, me respondiste,
molestándote, ¡qué te importa!…
Nunca habría sabido qué regalarte si no es porque
una tarde, de casualidad te escuché decirle a tu
mamita, después que llegó de Huaylas arreando
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[114]
así me ha revelado en sueños, y como me quedaba
callado, oyéndola, ella seguía, A veces, hijo, clarito
cuando estoy mirando, lo veo que entra empujando la puerta, haciéndola sonar, ¡reech!, y después
siento que me machuca con ese peso que parece
que todo el aire de la tierra lo estuviera a uno
aplastando, hasta dejarme después con el cuerpo
tembloroso, llena de espanto. A veces se le ocurre
cosquillarme. Feo cosquillan, hijo, los muertos,
hacen doler y nos dejan con el cuerpo todo verdeado. Por eso juntando estoy algunos centavitos,
para hacerlo decir de una vez su misa el día de
Todos los Santos… Así hablando que estaba, yo me
volvía a dormir; de rato en rato, ¿Me oyes? ¿Me
oyes?, sentía que me codeaba. Sí, seguramente le
respondía entre mi sueño, y ella estaría dale y dale
quién sabe hasta qué hora. Quién no despertaba
por más que se cayera la casa era mi hermano
Lupo. Como pagado roncaba ahí a mi lado. Él era
el único que sabía mi sufrimiento por ti. Y cada
que yo le daba cólera o peleábamos, de vengativo
me decía, Cojudo, carajo, ¿crees que la Floria te va
querer? Ella aborrece a los paliacos, bienecho. Así
diciendo, dándome un puntapié se corría. Verdad,
todos en la escuela me decían Paliaco desde que
el profesor Alicho me pusiera ese sobrenombre,
dizque porque era yo flaquito y medio trompudo,
como esos zorritos que bajan de la puna y a veces
los pescamos con las orejitas paradas aguaitando
[115]
Cómo nomás será, pero el hecho es que juntando
de a sol, de a cincuenta centavos, como en dos
meses logré reunir los doscientos soles. Ahora
sí, dije, ¿a quién nomás lo encargo? Pensé en el
Marcial, que siempre iba de arriero a Huaylas. Él
era el único muchacho a quien podía confiarle
cualquier cosa sin recelo, a pesar que era bromista. Pero cuando fui a buscarlo a su casa de
Mishua, me di con la mala nueva que se había
escapado dizque con la Marcelina, su hija de
don Justo Obregón, la noche anterior nomás y
que los padres de la muchacha se habían ido
a denunciarlo al puesto de Jimbe. «A ese cholo
feo, bizco, mala traza, ¿qué pues lo habrá visto
la muchacha para que lo siga?, tan buenamoza
ella». Oyéndolos a la gente, hablan por hablar,
decía yo; pero seguía escuchando, «¿Acaso? El
Marcial ya, pues, anda con kuya kuya ollcao
en su cuello, ¿no saben?». ¿Kuya kuya?, presté
atención. «Lo ha de hacer», continuaban hablando. «Sólo para mañoso vale ese cholo, ocioso,
que ni trabaja». ¿Y ahora?, dije dejando de oírlos, ¿qué hago?, ¿a quién nomás lo suplico? Me
acordé de don Gerardo, quién sabe él tendrá en
su tienda, pensé. Pero yo bien sabía que aparte
de fósforos, velas, coca, sal, azúcar y trago, otra
cosa no vendía. En fin, por si acaso fui. Y como
qué. No hay, me dijo, esas cosas no tenemos.
Medio avergonzado salí. ¿A quién nomás, a
quién nomás?, pensando. Hasta que una noche,
decidido ya a ir yo mismo, le dije a mi mamita,
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[116]
su burro, Mamá, ¿has traído mi gancho? Y ella
te diría no seguramente (estaba detrás del animal
desatando la carga y no se oyó bien lo que habló),
porque ahí mismito te pusiste a renegar y a ponerte
malcriada, sin hacerle caso cuando te dijo, ¡Lleva
esto adentro!… Entonces agarró un chicote y te
sigueteó hasta cerca de la escuela. De allí se regresó
de recelo del profesor Alicho que salía ese ratito con
un balde a traer agua de la represa… Yo, que me
había quedado pensativo ahí, sobre la pirca, de un
de repente di un salto, ¡Ya está!, diciendo, ¡ya está!,
un gancho, claro, un gancho es lo que le compraré
a Floria; ¡achallau!, bonito para que relumbre en su
pelo… A partir de ese día me puse a averiguar como
cuánto costaría más o menos. Será, pues, unas
veinte libras, me dijeron. Otra preocupación ahora:
¿de dónde sacaría la plata? En mi casa mi mamita
nunca nos daba propina. Es que siempre andaba
fallo la pobre; ¿de dónde nos iba a dar? Más bien
nosotros, el Lupo y yo, de algunos mandaditos que
hacíamos le entregábamos casi siempre nuestras
propinas. Aunque el Lupo (sabidazo), a veces después de darle, le robaba, y tenía la cara de decirle
que yo seguro lo había sacado. Pero ya mi mamita
maliciaba y prefería quedarse callada sólo para que
no andáramos peleando.
[117]
se a mirarme, hasta tú. Sí, profesor, estoy con
sueño, le respondí. Hay que dormir bien pues,
hijo, no hay que trasnochar. Ese Paliaco, profesor, intervino el Gallito, no duerme seguro por
comer gallinas. Todos se rieron, hasta el profesor. Me dio rabia que tú, al reírte, lo hicieras
exageradamente como para darme cólera. Eso
me resintió. Ya no le regalo nada, dije entre mí,
conversa con el Basilio como si fuera su galán
y encima todavía se burla de mí; ta fregao
caray… Eso pensé, pero cuando al otro día el
profesor preguntó quién se animaba a acompañarlo a Huaylas a cobrar su pago, ganándoles
a los demás, me paré yo. Entonces el profesor
haciéndoles bajar la mano al resto, les agradeció y dijo, Esta vez le toca a Paliaco, hasta
ahora él todavía no me ha acompañado.
Varios días ya lo andaba en mi bolsillo el gancho que te compré en Huaylas, sin saber cómo
nomás entregártelo. Me daba vergüenza decirte,
Este gancho lo he comprado para ti, Floria, quisiera que te pusieras… Y no sólo vergüenza tenía,
miedo también que, tomándolo a mal, lo fueras
a decir a tu taita o al profesor Alicho. Por eso
nomás me aguantaba me aguantaba, algún modo
habrá diciendo… Mientras tanto, estando a solas,
me gustaba estarlo mire y mire. Bonito relumbraba, como plata todavía, de esos ganchitos medio
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[118]
Quiero ir a Huaylas a comprarme mi cuaderno,
ya se ha terminado. ¿Tienes plata?, me preguntó.
Sí, le dije. ¿De qué?, se quedó orejeando. De lo
que he estado ayudando a don Quintiliano, le
mentí, ayer me ha dado mi propina. ¿Sólo por
cuaderno vas a ir tan lejos?, me dijo, no tendrás
tu juicio. Hay que encargarlo a don Remigio
nomás, él va dejando un sábado llevando negocio. Bueno, entonces…, le respondí de mala gana,
ya lo voy a decir…, y cambié de conversación
como para que se olvidara. ¡Don Remigio!, tan
latero que era, ahí mismo vendría con el chisme,
Un gancho lo haste mandado encargarme, ¿verdad?, diciendo.
A la escuela me fui piense y piense, ¿cómo
cómo nomás hago…? A la hora de la formación,
paradito que estoy ahí, no sé cómo reparo y te
veo parlando con el Basilio, juntitos los dos.
Algo de tu cuaderno le enseñabas, y él con qué
atención miraba, poniendo su fea cara juntito
a la tuya. Harta rabia me entró. No supe qué
hacer. Menos mal que ese ratito el profesor
ordenó, ¡Columna a cubrir! Y tú y él, mal que
les pese, tuvieron que entrar a la fila antes que
les resondrara y recibieran su jalón de orejas.
Eso me dejó desganado toda la mañana. El
profesor se dio cuenta a la mitad de la clase,
¿Qué tienes Paliaco?, estás con sueño, me dijo
haciéndome zumba. Todos se rieron volviéndo-
[119]
cólera lo seguí, buscando piedras para tirarlo;
pero rápido, como una bala, detrás de una casa
se perdió. Renegando me volvía ya al salón pensando cómo nomás desquitarme, cuando siento
que algo me casca en la espalda y rebota al suelo.
Volviéndome a mirar lo veo a la Victoria, su hermana del Eusebio, que acababa de cascarme con
una coronta. Había estado jugando voli contigo.
Sólo porque ahí estabas me aguanté de correr a
darle su lapo o su patada. ¿Qué tienes, ah?, ¿qué
te pasa?, me acuerdo nomás que le grité. Y ella
toda fresca, ¿Para qué lo has querido pedrear a
mi hermanito? ¡toma bienecho!, diciendo bailaba, chancando con el puño la palma de su mano
abierta. Con la pelota en tus manos, mirándome
como aburrida, le decías que se apure. Ahí nomás
tocó el pito, y toditos se asomaron, sigueteándose, empujándose, huajayllándose…
Desde primer grado hasta quinto, en dos salones separados, un solo profesor nos enseñaba: el
profesor Alicho. Sexto grado no había. Los que
querían terminar su primaria tenían que irse a
Huaylas o a Jimbe o si no a la costa… El profesor
nos tenía a los de cuarto y quinto en un salón, y a
los de primer grado, segundo y tercero en otro.
A Amosho, tu hermanito, que estaba recién en
primer grado, mucho le gustaba venirse al salón
donde estudiábamos nosotros (tú en cuarto, yo
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[120]
finos era, no cualquiera. Me acuerdo que para
comprarlo, tuve que hacerlo alcanzar con lo que
el profesor me dio de propina, encima haciéndolo
rebajar al hombre. Me aficioné viéndolo en sus
cabellos de una muchacha huaylina. Así le va a
quedar a mi Floria, diciendo.
Un día en el salón, de tanto que lo andaba
ya, con recelo lo saqué de mi bolsillo para usarlo
como regla, aprovechando que se hallaban todos
en el recreo. En eso que estoy, siento que alguien
por la ventana bonito nomás está aguaitando, y
cuando intento reparar disimuladamente, ya lo
escucho que, ¡pum, pum, pum!, corría por detrás
de la escuela y ahora se acercaban sus pasos por
la puerta.
Cuando entró, lo vi que era el Eusebio.
¡Achallau, gancho, oy! Bonito relumbra, ¿di?,
hablando asina lo quiso agarrar. Rápido lo empuñé sin darle tiempo. A ver, préstame, oy, no seas
malo; se quedó parado ahí en mi delante, ¿Te lo
has hallao?, preguntó viéndome que lo metía a
mi bolsillo. ¿Hallao?, le respondí poniendo agria
mi cara, ¿estás zonzo o qué?; lo he comprado
con mi plata. Véndeme, oy, para mi hermanita,
¿para qué vas a necesitar vos? ¿Para qué? Para
mi china, pues, ¿para quién más? ¿China?, dijo
torciendo feo su boca, calla Paliaco alabancioso,
qué china te va a querer a vos. Así diciendo me
dio un lapo a lo descuidao y salió corriendo. De
[121]
seguía piense y piense, ¿a qué había venido?,
¿qué es lo que le habías dicho? Con la duda
hubieras seguido de no ser porque ese ratito
una bullarada levantaron los chiuches del otro
salón. Ahí aproveche para llamarlo al Amosho.
Este levantó su cabeza con aburrimiento al
oírme nombrarlo. Le hice señas que viniera. Sin
hacerme caso, se puso a seguir trabajando en su
cuaderno. Y no hubiera venido a no ser porque
tú lo animaste por lo bajo nomás, según pude
darme cuenta. ¿Qué cosa, ah?, ¿para qué me has
llamado?, dijo parándose a mi lado. Hace un rato
querías decirme algo, ¿no?, ¿para qué nomás
sería?, le dije. Ah, sí, respondió, dice mi hermana que le regales ese gancho que me enseñaste,
¿puedes? Claro, le dije ahí mismo, cómo no; aquí
está, y metí mi mano a mi bolsillo haciéndome
el rebuscar un ratito, mientras de reojo te miraba
que estabas atenta. Entregándole le dije, Toma, le
dices que es un regalo, un regalo para ella. Pero
el Amosho que ya estaba empezando a aburrirse
de nuevo, a las justas me recibió y, sin dar las
gracias ni nada, empezó a irse. Lo malo es que no
se fue rápido. Se detuvo a mirar el cuaderno de
uno de los que afanados se hallaban dibujando,
y de puro travieso o acaso porque el otro le dijo
que se retirara, lo había rayado su cuaderno con
el filo del gancho. El muchacho empezó a hacer
escándalo, justo cuando ese ratito el profesor
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[122]
en quinto) a estarse ahí con cualquier pretexto. Una vez entró, me acuerdo, a buscar creo
que borrador o navaja, y cuando pasaba por mi
lado, se me ocurrió sacar el gancho de mi bolsillo y enseñarlo. Mira, le dije, ¿no quieres que
te regale? Lo miró medio de costadito nomás,
todo desconfioso. ¡Bah!, dijo después, ¿para qué
quiero yo cosas de mujer? Y se pasó de largo.
Al ratito lo vi a tu lado, y que tú le preguntabas como interesada en algo, mirando mirando
adonde yo estaba. Entonces malicié que habías
visto lo que le enseñé, y algo me anunció que
vendría de nuevo. Esperé con ansiedad a que eso
ocurriera. Y de veras, casi ahí nomás, de mala
gana lo vi que avanzaba. Cuando llegó y algo
iba a decirme, a mala hora el profesor, que estaba
leyendo, levantó la cabeza y lo vio. ¿Qué quiere
por ahí andando a cada rato ese Amosho?, lo
molestó. ¿Ya terminaste tu tarea, hijo? Su punta
de mi lápiz se ha acabado, profesor, buscando
navaja estoy, le respondió el otro. ¿Navaja?, dijo
el profesor, ven, ven, toma. Quiera o no quiera el
Amosho tuvo que ir. Ahora sí, le advirtió alcanzándole, anda a tu hermana a que te lo taje, y
después te me vas a tu salón, ¿entendido? Sí,
profesor, diciendo se fue a tu carpeta.
Lamentando mi mala suerte, veía cómo el
Abercio dibujaba a mi lado con un gusto y
despreocupación que daba envidia, mientras yo
[123]
una risa se lo tapó al salón. Total, dijo el profesor,
ahora todos son dueños. Victoria, calladita, me
miraba molesta, de costao. De mi hermanita es,
profesor, volvió a decir el Eusebio, pero medio
acobardado. Temiendo que me fueran a quitar lo
que con tanto sacrificio lo compré para ti, tuve
que alegar, Ellos mienten, profesor, yo lo he comprado con mi plata, en Huaylas. ¿Ah, sí?, dijo él,
¿y se puede saber para qué? Para la Floria, profesor, le respondí sin importarme nada ya, para
regalárselo a ella…
Un mes pasaría sin que ni por gracia me hablaras
o alzaras tus ojos para mirarme. Esa vez también,
si no hubiese sido porque tu taita te mandó llamarme apurao, Dios sabe hasta cuándo hubieses
seguido molesta.
Me acuerdo que estaba yo echado en la paja,
atrasito de mi casa, al cuidado nomás que asentara un tuktupillín, que hacía rato ya lo venía
pasteando, listo con mi hondilla para tumbarlo;
cuando en eso, como entre sueños, oigo que tu
voz suena a mis espaldas, Dice mi taita que vayas,
esperándote está. Cuando me volví a mirarte,
como una flecha te ibas, por abajito ya…
Para entonces, como decía la gente, yo andaba para arriba y para abajo con el Marcial
después que volvió de la costa de lo que se la
robó a la Marcelina. Sus suegros también ya lo
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[124]
volvía del otro lado. Profesor, profesor, gritó,
el Amosho ha rayado mi cuaderno con un fierro. El Amosho, medio asustado, rapidito trató
de meterlo el gancho en su bolsillo. Pero ya el
profesor lo había visto. ¿Otra vez tú?, le dijo
colérico, ¿no te dije que te fueras a tu salón? A
ver, trae para acá eso, le dijo pidiéndole el gancho. El otro lo alcanzó. ¿Y esto?, dijo el profesor,
conociéndolo que era gancho, ¿de quién es? Todo
tonteado tu hermano, señalándome dijo, Del
Paliaco, profesor. ¿Del Paliaco?, se admiró el profesor, ¿y él para qué anda con esto?, ¿se puede
saber? Toditos los del salón se rieron haciendo
que hasta los chiquitos del otro lado se asomaran
a aguaitar. Feo sentí que mi cara se encendía y
que hasta mis orejas empezaban a arder. Paliaco,
¿verdad que esto es tuyo?, me preguntó el profesor. De vergüenza que los otros se fueran a
burlar más, No, profesor, dije nomás, con voz que
apenitas se oyó. ¿Entonces de quién es?, volvió
a preguntar. En eso el Eusebio, que se sentaba en
la fila de atrás, parándose dijo, De mi hermanita
es, profesor, ella ha perdido su gancho el otro día.
¿De veras?, le preguntó a la Victoria. Sí, profesor, respondió ella, mío es, conociéndolo estoy.
¡Pucha!, eso me dio rabia, no supe qué hacer.
¡Mentira, profesor!, dije parándome, ese gancho
es mío. ¿Tuyo?, dijo el profesor encogiendo sus
cejas ralas, ¿tuyo?, ¿acaso tú usas esto? Otra vez
[125]
Estaba en la punta, distraído, mirando las nubes
blanquitas de la cordillera. Ahí fue que lo tumbé
de un hondillazo. Como plomo cayó, me acuerdo, sin dar ni un aleteo el pobre. Apartando las
espinas, logré agarrarlo como sea, cuando ya las
aguas de la acequia lo estaban arrastrando.
Esperándome había estado tu taita, ratito ya,
sentado sobre el poyo a la entradita de tu casa,
vendrá o no vendrá diciendo. Apenas asomé, me
dijo, ¿Hoy sábado tienes pensado hacer algo,
hijo? Quisiera que me ayudes a trabajar en mi
chacra. Bueno, don Quinti, le respondí, le ayudaré pues hasta las cuatro; porque más tarde tenemos ensayo en la escuela para la actuación de
mañana por el Día de la Madre. A ver, pues, hijo,
ayúdame entonces, diciendo me hizo pasar alegre a tu casa, donde tu mamita me invitó papitas
con queso que lo había tenido guardado dizque
para mí. Como era bien avanzada la mañana,
ya no tuve tiempo de dejarlo el tuktupillín en
mi casa, donde pensaba destriparlo y ponerlo a
secar al sol su corazón, tal como me indicara el
Marcial.
Cargando las herramientas, nos fuimos a la
chacra.
Duro trabajamos ese día jalando yerbas y cambiando los terrones. Al mediodía llegaste trayendo
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[126]
habían recibido. Un día que fuimos por varillas a
Potrero, le conté que tenía mis sentimientos para
ti; pero que tú, lejos de corresponderme, parecías
aborrecerme más bien. ¿Qué me aconsejas?, le
dije, ¿qué nomás hiciera para ganarme su cariño?
Se huajaylló fuerte ahí en la quebrada, haciéndoles espantar a esos sirguillitos que, como en una
fiesta, chillaban sobre los montes. Poca confianza, hom, dijo después, calmándose, si esto me
hubieras contado antes, ya estarías con tu china
abrazao, y tu guagua también por venir; así
diciendo volvió a huajayllarse; y ya más serio,
me dijo, Trata de cazar como sea un tuktupillín
macho, con eso haremos kuya kuya, ya verás.
Por eso fue que esa mañana me encontraste
afanao en darlo caza a ese animalito de pecho y
moño colorados, que era bien malicioso, y varios
días ya se me escapaba se me escapaba nomás.
Ahora había asentado en su eucalipto de don
Gerónimo, abajito, al pie del maizal, y yo estaba
atento, espiándolo. Más lueguito voy a ir a verlo
a don Quintiliano, más lueguito, pensando.
La mañana estaba calurosa. Del fondo de la quebrada subía la voz de un becerro como si llamara a
su madre. Doña Viñe y doña Eleuteria lavaban ropa
en la acequia, y yo estaba miedoso de que el ruido
de los mazos lo hiciera asustar al pajarito.
Agachándome agachándome fue que logré
llegar hasta un cerco, justo detrás del eucalipto.
[127]
Como a las diez empezaría la actuación al otro
día. Después que entonamos el Himno Nacional,
comenzaron los números. Casi toditas las mamás
estuvieron presentes llenando el patio. Hombres
también habían, pero menos. Hubo un número, me acuerdo, donde un cholito que hacía de
cachaco, con qué sentimiento lloraba leyéndole
a una madre analfabeta la carta que le enviaba
su hijo. Esa carta era muy triste. Daba pena. Ya
no me acuerdo qué decía; pero de lo que no me
olvido es que a varias mujercitas les hizo derramar sus lágrimas.
Después de eso, unas niñas cantaron el yaraví
«Madre», también muy triste. Y hubo participación en danzas y poesías. Pero lo que dio risa
y alegría a la gente fue cuando salieron los
borrachos, agarradas sus botellas, cantando y
tomando. Uno de ellos era mi hermano Lupo,
que, itacado su poncho y llevateándose con su
cuerpo, se hacía el de invitar trago a los que
miraban adelante. Las personas, huajayllándose,
lo aplaudían más que a sus compañeros.
Cuando tú saliste a cantar, togada, con tu
vestido de ñusta, ¡Achallau! diciendo la gente
abrió su boca; y yo sentí celos que los demás te
admiraran.
Fue el Alfonso, su hijo de mi tía Llusha (que
ya no estudia, porque tiene más de veinte años),
quien te acompañó con la guitarra cuando diste
tu canción. Linda salía tu voz, media delgadita
y entonada, sabías como nadie accionar con
las manos y sonreír. No eras chuncha como la
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[128]
el almuerzo en una vianda. No fuimos a tu casa
por avanzar. Cuando asomaste por la lomita de
Castillo cargando la comida, ya hasta me parecía
que eras mi mujer y tu taita también mi suegro.
Buenamoza como siempre apareciste, y más todavía con ese sombrero de cinta colorada que una
vez alabé y tú me respondiste molestándote…
A la hora que te sentaste a esperar que acabáramos de comer, yo no sé de dónde te salió
esas ganas de sonreírme. Fue una solita vez, me
acuerdo; pero bastó para que mi pecho se iluminara. Y más todavía cuando todo comedida, me
preguntaste si deseaba más agua. Sólo por no
desairarte te dije que bueno, aunque mi barriga
estaba ya que reventaba. Mientras tomaba, empecé a sospechar del tuktupillín. ¿Estará empezando
a hacer sus milagros?, me dije pensativo. Y lo
toqué en mi bolsillo. Allí estaba, abrigadito, el
cuerpo muerto del pobre pajarito.
Después que te fuiste, con harta alegría continué trabajando. Teníamos que terminar como
sea. Pero más que avanzar para asistir al ensayo,
ya sabes por qué estaba yo muy animoso. Tu
taita al verme asina, contento trabajaba a mi
lado. Así, hijo, vivo vivo, alentándome…
[129]
qué feo daba vueltas y mi estómago que me
dolía. Shucaqui me daría seguro. Para colmo,
así que estoy dando mi papel, el Basilio, orondo
como estaba, al verme actuar mal seguro, riéndose dijo en medio del silencio de los demás, Ese
Paliaco fijo que está pensando comer gallina por
eso se olvida su recitación. Y como la gente se
huayjalló fuerte, olvidándome de mi papel, le
respondí con cólera, ¡Sí, tu gallina me la voy a
comer, so enano; ahora peor ya no vas a crecer!
Eso le cayó en gracia al público que agarrándose la barriga se reían algunos, Ese Paliaco es un
jodido, un pendejo, diciendo. Cuando a lo disimulado lo miré al Basilio, lo vi de todos colores
sonriendo como azonzao. Después, cuando alzó
sus ojos a mirarme, vi que me quería comer
todavía con su fea mirada. Después, dándose
vuelta, se metió entre la gente y se perdió. No sé
si tú verías algo, pero creo que ese ratito estabas dentro de la escuela quitándote el disfraz.
Mientras mi compañero contestaba el diálogo,
atrasito de la gente lo volví a ver al Basilio
amenazándome con su mano abierta, como
diciendo, Espérate nomás, ahora vas a ver. Sentí
un poco de miedo acordándome lo buen trompero que era, que hasta los más grandes, como
el Loncho, lo respetaban.
Después que terminé de dar mi papel, el profesor me esperó adentro, amargo. Me resondró
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[130]
Celinda o la Luisa, que cantaban sin moverse con
cara de palo. Tú hasta pedías palmas al público.
Y ni pensabas seguro que quien más aplaudía
era yo.
Cuando vino la fuga, bonito nomás acercándote al público, de un de repente al Basilio
lo sacaste a bailar. ¡Pucha!, ese rato creo que
el mundo me tapó. Todo esperaba menos eso.
Aún no me había olvidado de esa vez que les vi
conversando en la formación juntitos; y ahora
lo preferías sacándolo casi de mi lado. Como
escalofríos sentí en mi cuerpo ese rato. Mi pelo
también, de lo peinadito que estaba, se chorreó
sobre mi frente. Fue como una puñalada que
me diste en el corazón. ¡Pucha!, dije entre mí,
¿por qué ya le da tanta importancia a ese retaco
más feo que yo? La gente, como enseñada para
darme cólera, lo hubieran visto cómo aplaudía
animándole, ¡Así, Bashi!, ¡ofrécele!, ¡ofrécele!
Y el tanco del Basilio se portaba zapateando,
medio queriéndote abrazar todavía… Cuando
terminó, alguien de atrás, un hombre ya de respeto, creo que don Gillo, comentó, ¡Ta bueno,
ah! ¡Buena pareja!
Por eso, a la hora que me tocó salir en el
diálogo, yo estaba desganado totalmente. Sólo
porque el profesor ya había anunciado el número, no pude echarme atrás, y además porque mi
compañero estaba que me apuraba. Mi cabeza,
[131]
«Alguna vez te voy a encontrar solo en el cerro;
espérate nomás, cojudo, ahí no te vas a escapar»,
recuerdo que me dijo el día siguiente. Menos mal
que eso fue todo. Se acordaría seguro que el pro-
fesor lo tenía bien advertido de no meterse más
en peleas, porque la próxima lo expulsaría.
Conforme fueron pasando los días, pareció
irse olvidando. De todas maneras, cuando me
iba al cerro, al cuidao al cuidao nomás paraba;
pero no logré toparme con él. Lo que más bien
me acuerdo es que una vez cuando tú le dijiste
enano, riéndote; él, como para hacerme oír, le dijo
al Eusebio que no te decía nada sólo porque eras
su warmi, su chica, y que terminando los estudios
te iba a robar; así como había hecho el Marcial
con la Marcelina. ¡Pucha!, eso me dio rabia. Quién
sabe será cierto, pensé, mientras yo sigo sufriendo
como un zonzo, a lo mejor él ya la estará aprovechando y si no a ver por qué a él le hace caso y
a mí no; kuya kuya quién sabe le habrá dado ese
cholito mañoso diciendo más me atormenté. Ese
rato vino a mi mente el tuktupillín que yo estaba
disecando en mi techo. El día anterior nomás lo
había visto y seguía medio fresco todavía. Sería
porque esos días estaba haciendo airecito, aunque no llovía. Cada que nos encontrábamos con
el Marcial, hablábamos de eso. Paciencia, taita
Paliaco, me decía haciéndome zumba, ya va usted
a miskipar a su china; sólo tiene que esperar que
se vuelva chucro el corazón del animalito.
Pero ese día me quedé amargo, después de lo
que le oí hablar al Basilio. ¡Oh!, ¡qué tanto, por
último!, dije, lo que voy a hacer desde ahorita es
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[132]
después de jalarme la oreja bien fuerte, diciendo
que por qué dizque hacía yo caso a la gente
cuando estaba en plena actuación, que había
malogrado el número y no sé qué más. Yo por
último ni atención le prestaba siquiera; más me
preocupaba lo que me esperaba afuera.
En cuanto salió el profesor a dar su discurso
que ese rato le tocaba, yo salté por la ventana
de atrás, pensando engañarlo al Basilio. Pero el
sabidazo había estado al cuidado nomás. Y en
cuanto me vio caer al otro lado, corrió a chaparme saltando la acequia que pasaba por un canto
del huerto escolar. Rasmillándome al cruzar el
cerco de espinas, yo corrí esa subida hacia los
trigales de Huanca Rumi, dejándolo bien atrás al
enano, que por más esfuerzos que hacía maliciaba que no iba alcanzarme.
Al ver que ya ganaba los trigales, dejó de
correr. Algunos de los que estaban gustándose en
la actuación, viéndonos será pues, señalándonos
estaban que reían. De mala gana el Basilio se
volvía, mientras yo, avergonzado de lo que me
habían visto escaparme, por allí nomás me di la
vuelta y me fui a mi casa.
[133]
Forzosamente tuviste que venir a recoger la
pelota tú misma, ya que nadie había alrededor.
Durante varios días notándote estuve que me
mirabas bocabajadita nomás. Recuerdo que algunas veces hiciste la prueba de querer hablarme.
Pero no te di ese gusto. Haciéndome el disimulado
buscaba yo cualquier pretexto para no darte cara.
Esa vez, ya tardecito, cuando volvía de
recoger mis animales del cerro, vi que junto a
la represa, hartos muchachos, entre hombres y
mujeres, jugaban sigueteándose. En eso que estoy
pasando, oigo que me llamas, ¿Quieres jugar chicotito caliente?, diciéndome. Me quedé dudando.
Quería seguir haciéndome el molesto. ¿Voy o no
voy?, pensé. Ahí estaba también la Isha. Decían
que a ella le gustaba jugar a las escondidas con
los hombres y que la expulsaron de la escuela
porque una vez la habían hallado con su hijo
de don Gumercindo Cerna, de la quebrada de
Castillo, metidos en una casita de ramas, jugando
a marido y mujer. Viéndola a ella casi me animo,
sólo para darte celos arrimándome a su lado.
Pero preferí mantener mi orgullo y mi respuesta
fue: No, no juego, tengo que hacer… Aunque mis
huachitos, ya de ahí donde estaban conocían y
se iban solos a su corral, me hice el apurado.
Entonces, oyendo cuando estoy, para darme
celos sin duda, dijiste, ¡Bashi!, hay que jugar a
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[134]
olvidarme mejor, está visto que ella no me quiere,
ni con brujería seguro; en cambio a otros sí cómo
les da buena cara, se ríe y hasta se juega. Lo que
voy hacer en adelante es ya no darle importancia, ya ni la voy a mirar siquiera; qué tal lisura,
toda la vida atrás atrás de ella, y ella como si
nada, como si cuánto ya valiera…
Esa determinación tomé. Por eso, desde esa vez
en el salón ponía atención sólo a mis clases, y ya
no a estarte mirando como otras veces. En el recreo
también, como vivía cerca felizmente, corriendo
me iba a mi casa hasta que tocara el pito. Cuando
una tarde el Amosho vino a decirme que tu taita
me necesitaba para ayudarlo a trabajar, le mandé
decir con él mismo que le dijera que ese ratito me
iba por leña y que no iba yo a poder. Pero mentira
nomás fue. Ni ocioso para ir a ayudarlo, diciendo,
agarré mi hondilla y me fui a buscarlo al Abercio
para irnos a cazar perdices por la quebrada.
Poco a poco empezaste a darte cuenta que ya no
te hacía caso como antes, y parece que eso medio
te inquietó. Un tarde cuando jugabas voli con tus
amigas, rebotando vino la pelota a caer a mi lado.
Hoy la va aventar hacia mí, seguramente pensaste,
sin moverte de tu sitio, no te moviste de tu sitio,
sabiendo que a ti te correspondía ir por ella. Pero
feo te chasqueaste, porque yo ni por gracia me acomedí. Lo que hice más bien fue sacar mi hondilla
del bolsillo y ponerme a jugar tirándola al aire.
[135]
entre las chacras, derechito a mi casa. Al ratito
nomás, lo vi a su mamá que venía apurada apurada acompañada de su perro, a esa hora en que
mi mamita, inocente de todo, atizaba su candela
preparando la comida.
Calladito, sin avisarle quién venía, agachándome agachándome para que no me viera la mujer,
salí detrás de mi casa y, ganando de un salto la
pirca del corral, corrí y corrí esa bajada sin parar
hasta llegar a la chacra de mi tío Sinfronio.
Al día siguiente, bien temprano, antes que amaneciera, hice viaje a Cunca, acompañándolo a mi
tío a la saca de papas. Con mi primito nomás que
estaba en la escuela, mandé recado avisándole a
mi mamita. Yo ya sabía que no se iba a enojar,
porque cuando se trataba de llevar algo para
el sustento, ella no se oponía, así faltáramos a
clases.
Esa madrugada, que subíamos con mi tío
la cuesta de Cunca, hacía frío. Un viento helado bajaba de la cordillera haciéndonos tiritar.
Abajo, al pie, envueltas en la neblina, quedaban
las casitas del pueblo arrimadas a la escuela.
Durmiéndote con gusto estarías a esa hora, mientras yo, por tu culpa, haciendo estaba un viaje
que ni en sueños pensé hacer. Ah, Pashtañahui
flor de amapola, dije suspirando, ¿qué pues
nunca me llegarás a querer? Y me acordé del
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[136]
las escondidas mejor, ¿ya? Y te volteaste como
para consultar al resto. Recién me di cuenta que
el Basilio también estaba ahí entre ustedes. Lo
hubieran visto al enano cómo se alegró al oír
lo que le dijiste. Bueno, dijo ahí mismo, con los
ojos que le brillaban, hay que echar la suerte para
ver quién busca. ¡Yo, yo busco!, dijo tu primita
de Pachahuaín que había venido a visitarles y
era bien alegre y sencilla. Quedé helado. ¿Y si
la Floria se esconde con el Basilio?, pensé. No,
caracho. ¡Yo también juego!, dije dejándolos a
mis huachitos que se fueran de su cuenta. Viendo
que me acercaba al grupo, el Basilio vino a mi
encuentro, ¡No, tú no has querido jugar!, diciendo. No he querido jugar chicotito caliente, le
repliqué alzando la voz; pero a las escondidas,
sí. Tú te hacías la disimulada nomás reparando
a su trigo de don Remigio, donde las palomas se
alistaban a volar a las quebradas, antes que la
oscuridad las cegara. El Basilio, acercándose a mi
ladito, ¿Sabes qué…?, me dijo en voz baja, Ahora
sí, mierda, si juegas te saco la última. ¡¡A ver,
saca!!, dije bien fuerte para que todos oyeran. Ya
estaba harto de soportarlo también a ese enano.
Como para asustarme, poniendo cara de malo,
hizo ademán de puñetearme. Pero lo que no esperó fue la trompada que le mandé sorpresivamente en la nariz, bañándolo en sangre. Apreté la
carrera antes que reaccionara, perdiéndome por
[137]
Así diciendo acomodé bien mi alforjita y seguí
subiendo la cuesta. Ya el sol estaba alto y en el
fondo de la quebrada, sigueteándose entre los
lúcumos, alborotaban los sirguillitos, esos pajaritos amarillos, bullangueros…
Allí en Cunca conocí a Shenita, más buenamoza
que flor de amancay entre los pastos de mayo.
Sobrina de don Alberto Cano, me dijeron. Desde
Quilcay había venido con su mamita a cambiar
granos por papas. Asomando por la primera
lomada nomás la vi. Con su trajecito floreado
y su mantita roja amarrada al cuello, distraída
miraba encima del papal, mientras el viento
hacía ondear las florecitas de las plantas.
Recelosa la Shenita, apenas uno le hablaba,
rápido se coloreaba o abría sus ojazos sin saber
para dónde reparar; como esa vez que me acerqué por primera vez a su lado, después que mi
tío fue a amarrar los burros. Buenos días, niña,
le hablé un poco arrecelado, ¿quisieras que te
ayude? Calladita se quedó evitando la mirara en
sus ojos. Al ratito todavía respondió, después que
le volví hablar insistiendo en mi ayuda, Capaz mi
mamá se va molestar. En eso que estamos llegó
su primo, hijo de don Alberto Cano, todo malicioso y medio celoso, ¿Ya acabas, Shena? Apura,
tu mamá te está esperando, dice que vayas a
ayudarla. Vamos, vamos, te acompaño, diciendo
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[138]
corazoncito del tuktupillín que sólo dos días atrás
le había dado al Marcial para que hiciera kuya
kuya, cuando ya estuve por botarlo, después que
lo hallé todo chucreao, como piedra, ahí donde
lo había dejado. Así está bien, hom, me dijo mi
amigo, sólo hay que molerlo y mezclarlo con flor
de azularia; ya verás. Ahora sí por fin te quedarás con tu gusto enano, cara de sapo, dije acordándome del Basilio, sintiendo que mi cuerpo se
abrigaba por el esfuerzo de la subida y también
seguro por el solcito que ya despuntaba entre las
puntas filosas de la Cordillera Negra. Ahora ya
no hay quién te haga la mala, seguí hablándole
en mi mente al Basilio; pero espérate nomás,
cuando sea grande te voy a sacar la última. Pero
luego me reí acordándome que hasta ese entonces también seguro el Basilio iba a crecer y que a
lo mejor todo sería igual nomás. Pero si se mete
con la Floria, me acuerdo que lo dije con rabia,
va a ver ese enano; yo me voy a meter con su
hermana, con la Celinda, sólo por fregarlo. Pero
luego me asaltó la duda: ¿y si la Celinda lo toma
en serio?, ¿y si de veras se enamora de mí?,
entonces a lo mejor me hace problemas. No, dije,
mejor no; así nomás estoy bien. Mi tío, que me
había estado observando desde arribita, detrás de
sus burros que meaban, ¡Apura hijo!, me gritó,
¿en qué estás pensando? No, tío, en nada, le dije
nomás medio avergonzado, ahorita te alcanzo.
[139]
[140]
En la noche, después del trabajo, toda la gente
que vino a ayudar se reunió a un ladito de la
chacra a sancochar y asar papas mientras conversaban y hacían chistes. Después de servirnos
las ricas y harinosas papas huayro, con su ajicito
sazonado con su huacatay, los muchachos nos
fuimos a jugar en la paja que más arribita estaba
amontonada. Cholitos y chinitas brincoteábamos
a nuestras anchas. También la Shenita que ahora
se huajayllaba, sin recelo, como si de cuándo ya
nos conociera. La luna también, como si estuviera alegre, ahí encimita nuestro nomás con fuerza
relumbraba.
Como la chacra era grande y había que ayudar
hasta el último para recibir nuestro peyllé, nos
quedamos varios días.
Los chicos, en las noches, nos acostumbramos
al juego. Ahí fue, me acuerdo, que jugando a las
escondidas, la Shenita y yo nos escondimos juntos. Paraditos, uno al lado del otro, detrás de un
caserón, yo sentía que mi corazón quería saltarse
de su sitio por la emoción. Un tanto debía ocurrir
con ella, porque hasta me parece haberle escuchado sus latidos. Como los otros demoraban en
hallarnos, yo ya no resistía la tentación de coger
su mano, que rozaba con la mía. Agarrando
valor, de un de repente la agarré y la apreté fuerte. Entonces ella, en vez de sacudirse, la abandonó de su cuenta y me besó más bien al lado de
la oreja. ¡Pucha!, la sangre se subió a mi cara y,
tontamente, sentí vergüenza; solté su mano y nos
quedamos mirando un rato en la penumbra. Sólo
entonces, por un instante, me pareció que no era
ella, sino tú que me sonreías con qué dulzura en
los ojos… Un tropel que se acercaba a nuestro
escondite nos hizo apartarnos y correr hacia la
parva, donde los demás nos esperaban entre una
bullería.
Pensativo me quedé esa noche: ¿Por qué la
Shenita me pareció en un momento que eras
tú en el caserón? Quién sabe esa niña será una
wayra warmi, me dije, una mujer de viento que
se le aparece a uno cuando piensa mucho en una
chica. La wayra warmi toma la forma de esta
y termina después «encantándolo» al hombre y
llevándoselo a vivir con ella para siempre, sea
en el interior de un lago o de un río. Quién sabe
espíritu nomás será la Shenita diciendo, empecé
a desconfiar un poco de ella y decidí no seguir
jugando a las escondidas.
Cuando dos días después volvíamos al pueblo con
mi tío, arreando los burros cargados de papas;
desde la última lomita de Cunca, ya para bajar la
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
se la llevó. Pucha, dije entre mí, resoplando de
cólera, donde quiera que uno esté tiene que haber
alguien fregando, hay vida, vida…
[141]
[142]
Pero no fue asina. Ni siquiera te asomaste cuando
llegué. Y los días que vinieron, igual nomás de
evasiva seguiste conmigo. El Basilio más bien un
poco había modificado su manera de ser. Menos
prepotente lo veía ahora y creo que hasta respeto
me había agarrado. Pensando en ti, un día dije,
No hay otro remedio, le daré kuya kuya, y toqué
la cajita de fósforos en mi bolsillo, donde estaba
el polvito que el Marcial había preparado. Al fin
y al cabo, seguí pensando, es ella misma quien
se lo busca: yo no tengo la culpa que no quiera
quererme.
Varios días estuve viendo la manera cómo
nomás hacer que te lo consumieras el polvito; en
eso, una noche en que la tía Llusha llegó a visitarnos, lo oigo que le cuenta a mi mamita que don
Quintiliano, tu taita, había determinado llevarles
a vivir a Huaylas en las chacras que su hermana
había conseguido en arriendo, y que dentro de dos
o tres días nomás ya se iban, porque era urgente…
Mi hermano Lupo, que orejeaba ahí pelando su
papa, taimado como era, alegrándose de la noticia
hacía muecas para darme cólera. Cuando la tía
se despidió y mi mamita salió acompañándola
hasta afuerita, abriendo su bocaza se reía el Lupo
haciéndome zumba, ¡Jo! ¡jo! ¡jo! ¡jo! ¡jo!, lo fregaron al enamorao, ahora pues… Y como seguía
burlándose incluso cuando mi mamita ya había
vuelto, sin que ella se diera cuenta nomás, una
patada le di por debajo de la mesa, estirándome.
Aguantó. Se quedó calladito. Él siempre quería
quedar bien ante mi mamita. Era un sabido. Con
señas nomás me amenazó. Yo estaba que reventaba, y como ya sabía cómo iba a reaccionar yo si
me seguía molestando, prefirió disimular.
Dormí mal esa noche. A cada rato me quitaba
el sueño. Amanecí dándome vueltas y vueltas en
la cama.
Al otro día tempranito me fui a rondar tu casa.
Ganas tenía de encontrarte, de hablar contigo.
Luego que tu taita se fue a la chacra y tu
mamita daba de comer a sus gallinas, vi que salías
empuñando un balde y te ibas en dirección a tu
corral. Seguro va a sacar leche de su vaca, pensé.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
pendiente, descubrí a la Shenita que desde la otra
loma, con su sombrero en alto, me hacía adiós
agitándolo repetidas veces. Cargadito su quipi
al igual que su mamita ambas se alejaban por el
camino contrario, arreando su burro. Sentí mucha
pena ese rato y añoré su cariño de aquella noche.
Pero me resigné pensando, que si no era niña de
viento, alguna vez me volvería a topar con ella, en
algún pueblo, en algún camino, en alguna fiesta;
mientras tanto, mi pensamiento volvía hacia ti:
quién sabe me estará extrañando y, arrepentida,
al verme vendrá a darme el encuentro…
[143]
Yo, por atrás de la vaca, con la rama chicoteaba
la nariz del becerrito, haciéndolo retroceder. Un
ratito en que se quedó tranquilo el animalito,
aproveché para preguntarte, ¿Verdad, Floria, te
vas a Huaylas? Calladita te quedaste, haciéndote
la que no me oías, molesta. Después todavía te dio
la gana de abrir tu boca, ¿Yo acaso te he dicho que
vengas a ayudarme?, dijiste mirándome medio de
costado. ¡Pucha!, no supe si largarme o echarme
ese ratito a llorar. Finalmente, pasando mis salivas con dificultad por mi garganta, te dije, Por la
Virgen, Floria, no te vayas; harto mi corazón va
a sufrir por ti, yo te quiero mucho… ¡A pucha!, te
pusiste coloradaza, como qué será, hasta tus orejas, ¡achic!, se transparentaron con la luz del sol.
Y si hubieras volteado a verme, me hubieras visto
más rojo todavía. Yo también feo me avergoncé
de lo que te dije.
Dejando de exprimir, te volteaste a mirar hacia
el cerro, como esperando que me fuera. Pero yo
no me moví. Quería que algo me contestaras, que
algo respondieras a lo que te acababa de decir.
Pero no ocurrió. Volviendo a ser la de siempre,
todo torcida, levantaste tu balde y a grandes trancos te alejaste de mí.
Cuando ese sábado tempranito tu taita alistaba
sus cargas para que se fueran ya a Huaylas, desde
lejitos veía yo el ajetreo en que se hallaban. Todo
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[144]
Y me fui por tu tras nomás, manteniéndome un
poco a la distancia. No me sentiste al principio.
Juegue y juegue con tu balde, golpeándolo en las
rodillas te ibas.
Cuando llegaste, yo me quedé paradito tras
la pirca. Bonito relumbraba la mañana, verdor
era nomás por todos lados. Hasta las piedras se
transparentaban; olía a yerba, a tierra mojada.
Pero yo estaba triste: mis manos en el bolsillo,
la cabeza un poco gacha… Tu vaca, la barrosa,
parecía mirarte con pereza y con sueño cuando
llegaste a su lado. El becerrito ahí cerca, con la
trompita alzada, miraba el cerro.
Con la soguilla que estaba fijada a una estaca,
lo maneaste a la vaca, y luego acercaste al becerrito a las ubres de su madre para que mamara.
Después de un ratito que estuvo chupando el
animalito, lo retiraste para que te dejara exprimir.
Pero el becerrito, que le había agarrado gusto
a la leche, insistía en mamar. No sabiendo qué
hacer, lo empujabas con una mano, mientras con
la otra exprimías. Mas el animalito te vencía te
vencía. Viéndote así, afanada, hallé pretexto para
acercarme.
Quebrando una rama, llegué a tu junto. Exprime
nomás, diciéndote, yo me encargo del becerrito.
Nada me respondiste. Medio jetona te pusiste al
verme. Echaste atrás tu rebozo, que te atajaba,
y con ambas tus manos empezaste a exprimir.
[145]
tantas veces que le había ayudado. Después de
hacerme el agradecido, pasé derecho a mi cama,
a llorar arropándome duro con las frazadas.
Varios años pasaron.
Una tarde, subiendo al cerro Nahuín Punta,
mientras arreaba la yunta que con mi hermano
Lupo habíamos comprado, vi que unos peregrinos venían de subida arreando varios burros con
carga. Macatinos seguramente son, diciendo no
les di mayor importancia. Me acuerdo que dos
mujeres avanzaban adelante montadas cada una
en su bestia, y los hombres, a piecito nomás,
venían atrás arreando los animales de carga.
Conversando en la noche con mi mamita,
me enteré que eran ustedes que habían llegado. Receloso, sabiendo que estabas señorita y
vestida medio lujosa, según me dijeron, al otro
día tempranito me fui a la jalca. Ahora que
ha vuelto togada, peor qué caso me va hacer,
diciendo no quise darte cara. Pero tamaña fue
mi sorpresa cuando al volver esa tarde matancando mis varillas para la techa de mi casa que
junto a la placita estaba levantando, me viniste
a dar el encuentro por la bajada de Escalón, después que en mi casa habías preguntado por mí.
Recién ahí me enteré que siempre siempre me
habías estado echando de menos y hasta recado
habías mandado una vez con mi hermano Lupo,
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[146]
era atolondramiento, nerviosidad; para acá y para
allá iban tus taitas, tus tías, tus primitos. Quién
sabe se olvidan esto, quién sabe lo otro, se oía
que hablaban. Algunos muchachos de la escuela
también, de puro chismosos, estaban por ahí que
daban vueltas. Yo no me acercaba, temiendo que
mis lágrimas me fueran a vencer ahí delante de
todos. Por eso miraba de lejitos nomás, sentado
sobre una pirca.
Un tuktupillín rojito, como si fuera su espíritu de
ese que maté en el eucalipto, cantó con voz cascada en la punta de un aliso bien ramoso que crecía
ahí al lado de tu casa. Ese mismo ratito, como si
te hubiera mandado llamar, asomaste corriendo a
donde yo estaba, puesto tu sombrero nuevo, con
tus trencitas largas al viento y una sonrisa en tus
labios que hacía tiempo ya no veía. Pablo, dijiste
con voz de cariño llegando a mi lado, dice mi taita
que vayas, esperándote está. Así diciendo te regresaste apurada, casi en el mismo momento en que
el tuktupillín volaba hacia la quebrada, detrás de
la hembra que había estado posada ahí cerca sobre
un ruchuco. Era tal vez el ejemplo que me daba el
animalito para yo seguirte igual. Pero en vez de eso,
yo preferí alejarme, remontarme al cerro como los
venados, sólo por no verte partir.
En la noche, cuando llegué a mi casa, mi
mamita me enseñó una lampa nueva que había
dejado de regalo tu taita, en pago seguro de las
[147]
Óscar Colchado Lucio
invitándome para tu santo. Él iba cada año a la
fiesta de Huaylas, acompañándose con los de
Rayán; pero nunca me contó que te había visto.
De envidioso seguro, a pesar que yo disimuladamente nomás le preguntaba.
Ahora, Floria, tenemos dos guaguas. Al
mayorcito lo has puesto su sobrenombre de
Paliaco, como me decían a mí en la escuela. Tú
y yo nos comprendemos, para qué… Tus taitas
también mucho me estiman. Como dice el verso,
ahora que estás fregada y ya nada puedes hacer,
te confiaré, mujer, un secreto: esa vez, faltando
poco para que se vayan a Huaylas, cuando te
encontré afanada sacando leche de tu vaca, sin
que te dieras cuenta nomás, lo eché a tu balde
el polvito del tuktupillín, y ahora sí lo creo al
Marcial que me dijo riendo, ¿A toda la leche lo
has echao? Ya los fregastes a todos, zonzo; era
sólo a su taza de ella. Bueno, qué se va hacer,
ahora hasta sus viejos te van a querer…
[148]
Camino de zorro
Intip nos llama
Cordillera Negra
«H
a muerto Topa Amaro, taita Katari, tirao
malamente por cuatro caballos de los
chapetones».
¿Cómo?… ¿qué?… ¿quién habló asina?, ¿lo
oí ahora o antes?… lo soñé tal vez… roto tendré
el juicio quién sabe… me privaron en el cepo,
¿no?… y ahora botadito en medio de esta plaza,
boca arriba, con el sol que se llena en mis ojos
como si estuviera lloviendo pétalos amarillos de
amancay, ¿qué nomás hago?… ¿qué hace por
último esa gente allá mirándome, cargaos sus
guaguas las mujeres y los runas también todo
asustados y tristes, con soldados realistas que los
contienen, mientras uno solito, oficial seguro, les
habla como advirtiéndoles algo?… ¡Malhaya no
poder mover mi cuerpo, caracho!, sólo mi cabeza
apenas puedo jugarlo para los costados… Para ese
otro lao hay gente togada, vestidos con casacones
rojos y adornos dorados, como diablos, sentados
[153]
después a los de su casta había ido a decirles
que yo Tupaj Katari era dizque un indio ridículo
mala traza a quien no pudo soportar como jefe
de la revolución y que por eso se unía a ellos…
Desde esa vez y más viendo el fracaso de Topa
Amaro en el Kosko por hacer entrar a cholos,
negros y blancos en el movimiento, yo decidí en
adelante que mi ejército sería sólo de naturales
netos y que era hora ya de renegar de todo lo
que fuese cosa del invasor: costumbres, lengua,
vestido y hasta alimentación; por eso nadie debía
comer ya el pan de los blancos ni beber del agua
de sus pilas… Con ese pensamiento adentro en
nuestra sangre fue que logramos arrinconarlos a
los pukakunkas sitiando por dos veces La Paz. La
primera de ciento nueve días y la otra por más
de dos lunas, dejando españoles muertos como
piedras en pedregal y embistiendo también a
sus dioses tal como ellos habían hecho con los
nuestros. Por eso cuando en Oruro viéndonos
llegar sacaron en procesión su santo, creyendo
seguro que lo íbamos a respetar, yo ordené que
lo atropellaran nomás con los caballos y les
metieron cuchillo a sus cargadores… Sí, sí, a sus
cargadores…, pero ¿qué?… ¿qué nomás dice la
voz de ese chapetón que está ahí pregonando?…
¿Muerte?, ¿escarmiento?, ¿Túpaj Katari?, ¿por
qué pues pronuncia mi nombre ese barrigón
hocicudo carajo? Ya te voy a dar escarmiento yo
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[154]
alrededor de una mesa y más allacito una banda
de músicos uniformados como para fiesta, y allá
en la esquinita de la plaza, cerca de la acequia,
algunos chapetones se afanan alrededor de unos
caballos altos que se encabritan y relinchan… Sí,
relinchan como mi bestia cuando por primera
vez la llevé a orillas del gran Lago y se asustaría
seguro con las agitadas aguas de la Mamacocha
recibiéndole a este su hijo del Kollasuyo que iba a
pedirle su abogación ante los dioses para acabar
de una vez del todo con los blancos abusadores…
Luego que recibí la señal con la alada figura
de la serpiente Amaru que el rayo estampó en
una peña en medio de una tempestad, yo volvía
alegre cabalgando por la altipampa haciéndolos espantar a los lej-lejs y a las pariwanas que
graznando escapaban del pajonal, volando casi
desde las patas del caballo… y volando volando
yo organicé también a mis hermanos para arremeter contra la ciudad de La Paz que la hubiéramos tomado de no ser porque nos faltó armas y
hubieron traidores, caracho, que los alertaron a
los blancos a última hora, permitiéndoles organizar su defensa. Entre esos traidores estuvieron
el Mariano Murillo, mi artillero, a quien hice después cortar los brazos y lo mandé al campo de los
realistas, y el cura Borda, que fuera mi capellán,
mas cuando descubrí su traición voló como ave
negra malagüera escapándose del escarmiento;
[155]
ri, con la idea de batallar hasta el último, así
ellos murieran como en de veras ocurrió, pero…
¿qué? ¿Qué están haciendo a mi lado estos mestizos?, parece que estuvieran amarrándome con
sogas de mis brazos y piernas… pero yo ni siento; adormecido estará mi cuerpo… ¿y esas mujeres?, ¿por qué lloran cantando?, ¿el aya taki?…
si soy yo el que va a morir, caracho, no deben
derramar sus lágrimas, ¿por qué pues?… vaya,
¿también los hombres lajpirean?… No, no, para
el Ejército de los runas entonces no los quiero…
Los hombres que estuvieron aquí se alejan y los
tambores de repente dejan de sonar. Un silencio
como si se les hubiera acabado la respiración a
la gente y como si el aire de la plaza se hubiera
vaciado se…
—¡Yaaaaa! ¡Arreeee!…
¿Qué?… ¿Quién dijo eso?… Trote de caballos
que se alejan… ¡Aggghhh! ¡Aggghhh! ¡Ay, carajuuu!… ¡Maulas! ¡Kanras!… ¡Aggghhh! Aggh…
¿Qué?… ¿Quién es ese hombre que se asoma riendo en medio de ese vocerío que llora? ¡Ah, jajayllas, el corregidor de Sicasica es! ¡Gua!, el mismo
que nos hacía comprar esas cosas sin valimento… Detrás de él, formaditos, tantos chapetones
vienen… ¿qué nomás querrán?… ¡Ah!, ¿cómo?…
¿Que les vendamos nuestros ponchitos que los
tenemos puesto en nuestro encima?… ¿Nuestros
chullos también?… ¿Nuestros llanquecitos?… No,
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[156]
a vos, so maldesao, para que no hables asina, a
ti y a todos los chapetones que en la mita nos
hacían trabajar más que a animales. También
a esos corregidores codiciosos que nos obligaban a comprar cosas que ningún servicio nos
daba a nosotros los naturales: medias de seda
dizque, hebillas, barajas, anteojos, navajas de
afeitar, como si shaprosos barbudos igual que
ellos fuéramos nosotros… Hasta candados nos
vendían, olvidándose los muermos esos que
en nosotros era ley: ama sua, no robar… Fueron ellos los que trajeron esas mañas… ¡Vaya!,
ahora están sonando los tambores, mientras de
cuatro caballos puestos en cada esquina de la
plaza están alargando lazos hacia donde yo me
hallo… ¿Qué nomás pues están pretendiendo
hacer estos?… ¿A mí?… ¿Cómo a Topa Amaro?…
¡Qué dizque!… Pobre Topa, con harto cariño me
acuerdo de esa vez que en su casa de Tungasuca
me recibió, luego que yo atravesando el altiplano, fuera a verlo desde mi pueblo de Sicasica.
Hay que levantar el Kollasuyo, Julián Apaza, me
dijo haciendo alusión a mi verdadero nombre,
hay que hacer fuerza común con Tomás Katari…
Valientoso el rey inca, caracho, lo mismo que
el otro a quien se refería: el gran guerreador
de Chayanta. Orgulloso yo de ambos que me
estaban dando el ejemplo, para mi nombre de
guerra tomé del primero: Topa, y del otro: Kata-
[157]
como ladrido de allko flaco… Con el esfuerzo que
hago por fin a su caballo lo estoy deteniendo; los
otros también se han parado resoplando, botando
candela por sus narices…
—¡Truecen a machetazos la cabeza del indio!
¡Mutílenlo!
¿Mutilar?… ¡ah!, de veras mutilados están mis
brazos, yo nomás había sido que soy el Mariano Murillo… mi propio enemigo, ¡ah, pucha!…
pero ¿y los caballos?, ¿qué hago montado en
esta llama?… Ah, de veras detrás de esa litera
jalada por lindas vicuñas estoy yendo… Ahí van
dos… sí, son ellos: el rey inca y el guerreador de
Chayanta… Trataré de alcanzarles ahora que mis
brazos de nuevo están creciendo y parece que
vuelvo a ser yo mismo… ¡Apura, Tupaj Katari!
dice uno de ellos volviéndose, ¡Intip nos llama!…
Apuro al animalito y de pronto estoy saltando al
carro de oro, y ellos me ayudan, ¡aúpa!, riendo.
Las vicuñas mientras tanto acaban de elevarse
sobre el lago Titicaca y están subiendo, ¡ah,
pucha!, en dirección al Sol… Allá lejos sobre los
nevados taita Intip, apartando una nube como
quitándose una legaña, nos mira alegroso con su
ojo resplandeciente, y está que nos llama con sus
manos amarillas, en medio de cantos de acllas
que están llenándolo de música toda la tierra…
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[158]
no; no están en venta, viracochas; nosotros no
hacemos para vender…
—¡Vuelvan! ¡A tirar de nuevo! ¡Aún no ha
muerto!
¿Aún no ha muerto?… ¿quién?… ¿quién
nomás, taita?… ¿El Marino Murillo acaso?… No,
pues, él no ha muerto, sólo sus brazos amputados estaban… ¡Ve!, ahí está de nuevo el traidor
ese… ¿A qué viene?… Querrá que le corte las
piernas seguro… Todo prosista avanza sin sus
brazos, chorreando sangre de los muñones… Por
allacito viene el cura Borda también apurando
el paso para emparejarse seguro… ¡Yau!… Ellos
no habían sido, sino Topa Amaro con el Tomás
Katari más bien… ¡Taita, perdoncito, de otra laya
los había visto!… Pero… padre Topa, ¿tuyos son
esos muñones sangrantes?… ¿Quién te cortó los
brazos, taita?… yo no fui, ¿de veras?… ¡Te ríes!…,
¿no te duele?… ¡Aggghhh!, caracho, ¿quién estira
mis brazos y mis piernas?… ¡jajay, ahora están
cosquillándome!, no me hagan reír, hom… Tambores, clarines… ¿dónde dónde tocan?… ¡Ah, jijuna!, el Mariano Murillo está arrastrándome a la
cola del caballo que monta, mientras va arreando
manadas de bestias, agitando sus brazos que
ahora son tantos y en donde cada mano tiene un
látigo… ¡Agghh! ¡Kanra!, arrastrándome va sobre
espinas, montes, pedregales, y todavía volteando
volteando está que se ríe, sacudiendo su cuerpo
[159]
El Amaru
Cordillera Negra
S
e lo llevó un sacador de polainas, pantalón
de montar y casaca de cuero. Él con los
cholos de sus ayudantes, arreándolo con sus
chicotes, subieron, les vimos, la dura cuesta de
Ayán. Todavía volvió el Píwish, nuestro toro, a
mirarnos, a dejarnos su resentimiento seguro. De
sus ojos grandes y mansos brotaría —¡qué dizque no!— alguna lágrima fría, culpando nuestra
ingratitud.
Cuando bramó con su voz gruesa por la curva
de los Sánchez, al pie de los últimos eucaliptos
que crecían a la salida del pueblo, mi mamita y
yo que esperábamos llenos de lágrimas nuestros
ojos, sin poder contener el llanto, nos envolvimos
con nuestro rebozos.
Sólo a mi taita parecía no importarle. Parado
a nuestro lado, simulando que no podía desatar
con la muela el huatu de su llanque, se hacía el
muy hombre.
[161]
Pero nosotros nunca le hicimos caso, sabiendo lo envidioso que era su hermano, que estaría
preocupado seguro, pensando que con el tiempo
mi taita llegaría a tener como él su yunta, y que
entonces ya no sería el único proporcionado en
el pueblo.
Abrazado al cuello de mi toro, sintiendo su
cuerpo caliente, cuando echado junto a los chiclayos comía su pastito, yo le contaba todo lo que
de él hablaban, no sólo doña Eusebia, sino también otra gente. Y el Píwish, que asina le pusimos
su nombre por tener el color de esos pajaritos que
cantan en las chacras, ¡píwish! ¡píwish!, parecía
atenderme como cristiano que fuera.
Y ahora que lo estábamos viendo perderse tras
el último cerro, yéndose a morir en algún camal
de la costa, comprendimos que ya nunca más lo
volveríamos a ver. Que en adelante tendríamos
que poner duro nuestro corazón, para no hacerlo
desgraciado con nuestro llanto, para que su espíritu no vagara perdido por los cerros.
Pasarían tres años seguramente, porque tres
veces cosechamos papas, y mi taita decía que las
papas daban al año. Un día, cómo nomás será, se
le ocurrió decirnos a mi mamita y a mí, que nos
alistáramos, para ir dizque a la fiesta de Sihuas,
a la celebración de la mamita Virgen de las Nieves. Se nos hizo raro oírle hablar así, a él que
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[162]
—¿Y qué quieren que haga? —le oímos decir
después amargándose, con ese su feo carácter
que tenía—. ¿Qué quieren que haga, si no hay
más para vender, ahora que se acercan las siembras y necesitamos urgente comprar semillas?
Ni caso le hicimos. Con callarnos se acabaría.
Nuestro odio, nuestro rencor, no necesitaban de
palabras.
Y mientras mi mamita dejando de llorar se
limpiaba sus lágrimas, yo me volví a reparar hacia
abajo, hacia el caminito que subía por la quebrada, por donde siendo añojito todavía lo hizo
llegar mi taita al Píwish, jalado con una soguita,
diciendo que lo había encontrado haciendo daño
en nuestro maíz de Ampojro, y que no lo soltaría
hasta que su dueño pagara el perjuicio. Pero en
vez de su dueño, que nunca asomó, doña Eusebia Ponte su hermana de don Rushi que vivía
en Minas, dijo que nuestro Píwish era encanto,
que mejor lo soltáramos, y lo dejáramos ir antes
que fuese a ocurrir algo, porque desde arriba del
cerro donde ella vivía, lo había visto varias veces
en noches de luna brincotear atrás del corralito
de nuestra casa, convertido en un torito de oro
que brillaba desparramando luz, y que cruzando
chacras corría a zambullirse en ese feo punle que
había pasando La Tranca, y del que decían que
era mala parte, porque de allí salía de vez en
cuando el arco iris.
[163]
[164]
Y verdad, pues, una madrugada salimos del pueblo llevando nuestros sombreros en los burros.
Como al mediodía llegamos en medio de avellanas y bombardas. Las pachacas de todos los
caseríos hacían competencia bailando por las
calles. Trompeaderas también había por todos
lados.
A la entradita nomás del pueblo, pusimos
nuestro negocio. Las gentes que iban llegando
de las estancias, lo primerito que hacían antes
de poner sus pies en la plaza, era comprar sombreros nuevos. Así poco a poco fueron saliendo,
hasta que llegaron los músicos de la banda de
Saura y nos los compraron todos.
Alegre mi taita, ahora sí, dijo, nos quedaremos hasta la corrida de toros, y mi mamita y yo,
sintiendo que nuestro corazón bailaba de alegría
en nuestro dentro, nos pusimos a pensar en cómo
sería esa corrida, donde decían que había toreros
de la costa, con luces en sus trajes. Nosotros que
en nuestras fiestas sólo habíamos visto torear al
Jisho y al cojo Domingo, abriríamos bien los ojos
para ver cómo era un torero de a verdad.
Al otro día sacaron en andas a Mama Nieves, después que ella misma, según dijeron, bajó dizque
de su altar. Ahí fue que la conocimos. Igualita a
sus hermanas: Mama Ñati, del Purhuay; Santa
Clara y la Virgen del Marañón. Mi taita también,
que se hallaba mareadito, quiso cargar el anda;
pero no lo dejaron. «Eso es sólo para los sihuasinos —le dijeron estos, pretenciosos—, no para
los estancieros». Y él, tan coleroso que era, para
no quedar en ridículo ante nuestros paisanos que
estaban presentes, remangándose el sombrero, se
salió de la procesión, diciendo:
—¡No importa, nuestro San Pedro es más milagroso!
Y se fue a seguir tomando en la tiendita donde
estuvo temprano, mientras los shihuancos se
quedaban hablando amargos.
Llenecita estaba la plaza esa tarde de la corrida.
Todas las calles que ahí desembocaban habían
sido cerradas con barreras de eucaliptos, detrás
de las cuales nos hallábamos los de los caseríos y estancias, apiñaditos. Los del pueblo no
queriendo mezclarse con nosotros, se hallaban
amontonados alrededor del Consejo, mientras los
más decentes, los hacendados o sus familias, bien
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
no le gustaban las fiestas y que siempre andaba
diciendo que eso se había hecho sólo para los
haraganes y togados. Pero después nos enteramos que no sería a gustarnos ni a gozar a lo que
iríamos, sino a vender los sombreros que durante
meses estuvo confeccionando los días que no iba
a la chacra.
[165]
[166]
Salió primero un torito de la hacienda Maraybamba, que más fue lo que se pasó correteando por la plaza que los toreros se afanaran en
torearlo; sólo una o dos suertecitas le sacaron.
Después salió otro, un barroso más bravo de la
hacienda Urcón, que les dio harto trabajo y susto
a los toreadores. Hasta que después, cuando lo
volvían al borroso, hubo alboroto en la reja por
donde entraban los animales a la plaza: un toro
tamañazo, color de la candela, tumbando la reja
y, atropellándolos a los vaqueros, saltó a la plaza
y se plantó en medio, donde se puso a rascar la
tierra levantando polvo con sus pezuñas, mientras bramaba con qué rabia, babeando todavía,
mirando a los balcones donde estaban los togados. Ahí fue que lo reconocimos:
—¡El Píwish!
Ni bien oyó pronunciar su nombre, pegó la
carrera por un lugar donde la barrera estaba más
baja y, saltando entre la gente que acababa de
desparramarse gritando, como un viento lo vimos
irse de subida, sorteando casas, cruzando huertas,
saltando pircas, entre el alboroto de los perros.
—¡Píwish! ¡Píwish! —corría yo, por su tras,
gritando, llamándolo.
Hasta que se acabó mi aliento y me senté ahí
en la calle a llorar, viéndolos tirados, muertos, a
los perros que habían salido a ladrarlo.
Asustados llegaron mis taitas, tras por tras.
—¿Lo has visto bien, hija?, ¿el Píwish era?
Sí, decía nomás yo, moviendo mi cabeza, sin
apartar mis manos de mi cara; mientras me parecía estarlo oyendo apenitas sus bramidos, como
llamándome a la distancia.
Cuando mis taitas se fueron a preguntar a los
vaqueros de la Virgen; estos, todo intrigados,
decían que no lo habían visto venir entropado
entre los animales que bajaron de la puna, y
que por el número los chúcaros estaban completos; que más bien al amanecer, cuando lo
vieron entropado con el resto en el corralón
del Concejo, pensaron que algún hacendado lo
había hecho traer desde sus invernes para toro
de muerte, por lo tremendazo que era; pero no,
los mismos hacendados estaban preguntando
ahora por su dueño, sin que nadie dijera que
fuera suyo.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
sentados en sus sillas, miraban desde los balcones de sus casas altas, de dos pisos.
Empezó el desfile de las autoridades, acompañadas por la banda. Desde los balcones las
togadas les echaban flores. Ahí fue que salieron
a desfilar también los toreros, ¡achallau!, lindo
brillaban de veras sus ropas y andaban prosistas,
saludando con su gorra levantada al público que
con ganas los aplaudían.
[167]
[168]
Una noche asomó bramando, cuando las quebraditas que pasaban por ambos lados del pueblo
tronaban arrastrando piedras en medio de la
mangada. En la mañanita oí decir que un aluvión había arrasado el pueblo de Sihuas, y desde
entonces yo esperaba su llegada.
Aprovechando que mis taitas dormían roncando todavía en su cama de pellejos, bonito
nomás yo me levanté, mientras el Píwish, impaciente, me esperaba ahí afuerita orejeando.
Ahora el Píwish y yo vivimos en el fondo de una
laguna que está encima de un pueblo de la Cordillera Blanca. Sólo a veces salimos en el día a
reparar afuera, cuidando que no haya gente por
los alrededores. Entonces es cuando gustándonos estamos de los animales que vienen a tomar
agua a la laguna o viendo volar a los lics-lics,
las wachwas o las pariwanas, mientras el viento
silba en los pajonales.
—Píwish —le digo acordándome de esa vez que
se lo llevaron de mi pueblo—, ¿cómo fue que te
libraste del sacador y sus ayudantes cuando te
llevaban a los camales de la costa?
Abre su boca, como riendo, y me dice:
—Los desbarranqué a todos en el Cañón del
Ayahuarco.
Agarrándolo de su cadena de oro, de noche,
en plena luna, salimos a pasear por los campos,
y a veces no puedo sujetarlo cuando, haciéndose
soltar, se va corriendo hacia abajo, a los pastizales, donde las vacas lo esperan con la cola
levantada.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
Cuando nos volvimos de nuevo a nuestro pueblo,
yo no dejaba de pensar en el Píwish, lloraba y
lloraba sin que pudieran consolarme mis taitas.
En las noches empecé también a soñarlo seguido
seguido: dejando de remover con el asta y los
cascos la tierra de los alrededores de una laguna,
yo escuchaba clarito que el Píwish me hablaba
con voz de cristiano:
—Soy el Amaru, removiendo los cimientos de
esta laguna estoy. Para que se lo tape a Sihuas,
ese pueblo de pretenciosos donde tienen sus
casas los hacendados. Después que eso ocurra,
voy a bajar a tu pueblo para irnos a otro lugar.
[169]
En el cañón del Ayahuarco
Cuando alguien se duerme con
harta sed, su cabeza dizque a la
medianoche se desprende de su
cuerpo y vuela buscando agua,
gritando: ¡kekeq! ¡kekeq! ¡kekeq!
pucha esa sed que me atormentaba esa vez
que bajaba yo a Huaylillas arreando mis
burros cargados de mote, papas, habas, para
cambiar por coca en Ucramarca. Rendido como
estaba llegué hasta una cueva y rápido rápido
tendí mis costalitos para dormir.
Ahí fue, hijo, que cuando Rumaldo Matos
dormía, llegó haciendo sonar, ¡shin!, ¡shin!, las
espuelas de sus botas el terrible nakak, el pishtako del temple, a quien varios arrieros decían
haberlo visto pasearse agarrado su alfanje entre
los naranjos y chirimoyos. Se reiría viéndolo al
pobre hombre dormido ahí todo inocente, y de
un tajo le volaría la cabeza: ya tenía de donde
sacar untu o grasa para vender en las minas de la
Paccha y Parcoy.
Cordillera Negra
A
[171]
un susto, gritando como otras veces, ¡Kekeq!
¡kekeq! ¡kekeq!
¡Achachay, Filli! ¡Viene! ¡Viene! Agarra ese
palo mientras busco espinas, eso lo espanta.
Tírale con piedra, mejor, o si no con tu llanque
del pie izquierdo; eso dizque les hace caer.
¡Vaya! Es Fidencio Taulli con doña Cutilde,
su mujer. Ya se fregaron, caracho, sobre todo
el viejo que me tiene amenazado porque tengo
relaciones con su hija, la Agustina Taulli, con
marido y dos hijos: Lo voy avisar al Medardo,
mi yerno, qué te has creído sinvergüenza, me ha
dicho el otro día intentando garrotearme después
de haberla dejado a su hija verde verde con los
golpes; pero ahora se ha fregado, caracho, no
sabe el susto que le voy a dar metiéndome entre
sus piernas, aprovechando que la vieja buscando
está por gusto tankar quishka, esa mata de espinas en la que hacen enredarse dizque al kekeq…Y
ahí voy de frente a atacarlo al viejo, pero… ¡ay!,
¿qué?… me alcanzó el maldesao con su llanque,
y estoy cayendo.
El kekeq dizque cayó de nariz, hijo, al lado de
los dos viejos, todo tonteado, sin poder alzarse
de nuevo; entonces don Filli, levantando una
tremenda piedra que estaba botada ahí al lado del
camino, se acercó a darle con eso.
¡No me mates, Fidencio!, no me tires con esa
piedra, ¡volveré a mi cuerpo sin hacerles daño!
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[172]
Me acuerdo que mi cabeza, dando saltos,
empezó a rodar por una ladera llena de shishu y
cortaderas, ¡tac pum! ¡tac pum! ¡tac pum! sonando. La sed que me atormentaba era para morirse.
Me enredé en una chonta, pero logré zafarme
felizmente. ¡A pucha! haciendo un esfuerzo me
di cuenta de que podía elevarme y mantenerme
en el aire. ¡Achallau!, bonito era volar… Enderezando enderezando logré enfilar derecho hacia la
encañada, donde encontré, menos mal, un poco
de agua, que aunque formaba fango, qué importa, así barro y todo me la tomé hasta hartarme.
Luego de eso, hoy sí, dije, voy rápido nomás
por mi cuerpo. Así diciendo me elevé de nuevo
por los aires en la que me entró ganas de gritar,
¡Kekeq! ¡kekeq! ¡kekeq!, mientras me desviaba un
poco de la ladera por donde bajé, y tuve que subir
más allá por la vuelta a fin de no enredarme de
nuevo en las chontas. Arriba la luna alumbraba,
¡achic!, paseándose como una pasñacha vestida
de blanco, haciéndome ver más allá un camino
por donde avanzaban dos personas, a piecito
nomás, cargaditos sus quipes… Iba a pasarme
de largo hacia arriba, cuando en eso lo veo que
uno de ellos me señala y que después ambos se
persignan vueltas y vueltas, deteniéndose. Eso
me dio cólera. Qué pues, yo soy demonio o qué
para que así tanto ya se santigüen diciendo, me
fui derechito sin otra intención que darles sólo
[173]
La cabeza voladora se asustó, hijo, al llegar a
la cueva y encontrar su cuerpo al fondo, colgado de unos ganchos, derritiéndose gota a gota,
sobre una paila de cobre, por el calor de unas
ceras encendidas. Asustado malamente, gritando
¡kekeq! ¡kekeq! ¡kekeq! dicen que salió.
¿Qué cosa?, ¿qué es eso?, dije oyendo algo
como graznidos que salían de la cueva cuando
regresaba de lavar mi alfanje y las manchas de
sangre que habían chispeado a mi ropa. En eso
lo veo que se viene volando hacia mí el aya uma,
la cabeza del muerto, que yo pensaba tirada por
ahí y de la que me ocuparía más tarde todavía
enterrándola con los demás restos que no me servían. Pero al verla que se venía derechito hacia
mí, castigo del Orko, el dios cerro, seguramente
diciendo me lancé a la carrera por esa bajada
sin tener en cuenta que por ahí cerca estaba
el precipicio. El kekeq se hallaba ya casi en mi
encima y yo sin poder detenerme, ¡Ayyyy!, di un
grito cayendo al vacío…, pero no llegué al fondo,
porque a media pendiente nomás, en una peña
saliente, quedé colgado con mi pierna atracada
en un grieta y el resto de mi cuerpo flotando
en el aire, sin poder ni cómo soltarme… De todo
esto hace ya mucho tiempo, y aquí mismo sigo.
La gente que pasa por abajo, por el caminito del
fondo, cruzando la quebrada, ha puesto su nombre a este lugar: el Cañón del Ayahuarco, o del
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[174]
El kekeq o uma pawan (cabeza voladora),
como también les dicen, dizque suplicaba, hijo,
al verlo que el hombre se disponía a arrojarle
la piedra. En vano fue su súplica, el otro le
arrojó nomás. Por suerte no le cayó, haciendo
un esfuerzo se había ladeado un poquito y el
golpe sólo lo hizo estremecer el suelo. Corriendo fue don Filli a alzar de nuevo la piedra;
pero fue su mujer, doña Cutilde, quien lo atajó
entonces.
¡Déjalo, Filli!, ¡no lo mates! puede ser malagüero. Señálalo más bien su frente con esta piedra filuda para reconocerlo mañana; tiene que
ser alguien del pueblo, aunque su cara está de
tierra, su voz parece conocida.
Pero el viejo maldesao no pudo señalarme,
porque ahí nomás, ¡pharr! ¡pharr!, logré incorporarme y alzar el vuelo sobre sus cabezas.
¡No importa, Filli! Mañana en su cuello de
alguien veremos la marca roja que queda señalao
al unirse la cabeza con el cuerpo; ahí lo reconoceremos.
Todo adolorido, latiéndome los sentidos, volaba yo hacia la cueva donde quedó mi cuerpo,
pensando en la venganza cuando volviera a ser
Rumaldo Matos… Lejos, sobre el abismo, pasaron
unos chushacs, esas aves nocturnas que, según
dicen, a veces acompañan a los kekeqs; pero
menos mal a mí no se me acercaron.
[175]
Los dos santiagos
muerto colgado, y dicen también que peno. Eso
dirán seguro, oyendo el grito que lanzó algunas
noches cuando al abrir mis ojos lo veo pasar
de un de repente, cerca o lejos, al kekeq, que al
oírme, asustándose también, ¡tac pum! ¡tac pum!
¡tac pum! escapa sonando…
Estás triste, lloras,
y no sabes que a cambio
de tu pobre cuerpo
te darán la vida eterna
[176]
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
A
quí nomás pues estamos, cholo, sentaditos
en el poyo de tu casa, bien envueltos con
nuestros ponchos, rogando por tu descanso.
Una semana ya. De día las mujeres, de noche
los hombres, nos hallamos acompañando.
Ahora ellas duermen.
Nosotros también, rendidos del trabajo en la
chacra, por ratos cabeceamos.
Hace un rato nomás, despertándose, alguien
ha dicho:
—¡Miren! ¡Miren! ¡Ahí va el Shanti!
Todo tonteaos, abriendo nuestros ojos, te
hemos visto de veras montado en una bestia bien
jateada, cabalgando medio en el aire nomás, con
poncho blanco y sombrero, todo prosista, igualito como cuando alquilabas caballo de los proporcionaos para tomar parte en la corrida de cintas
[177]
[178]
—Mamita, ¿ya duermes?, masque chaparas
por está hendijita: dos caballeros montados
en sus bestias están yéndose por allacito.
—Sí, hijito, ya sé oyendo estoy a los
acompañantes que parlan en el corredor
cerca de tu taita. ¡Achachay!, no mires;
puede ser malo. Uno de ellos dizque es
pues tu taita y el otro el patrón Santiago.
Vaya, este se habrá acordado seguro que
el Shanti, tu padre, se trompeaba todavía
en las fiestas, sacando cara por él, cuando
borrachos los de otros pueblos alegaban
que sus santos o sus vírgenes eran más
milagrosos.
Ahora tus ojos están abiertos, Shanti, y estás conversando; pero no con nosotros, sino con alguien
a quien no vemos. Por lo que dices, nos damos
cuenta que a quien te diriges es a tu hermano
Miguel, el pobre finadito que hace tantos años
ya se acabó en Cóndor Cerro, esa vez que reventaron los calambucos cuando abrían carretera, y
en donde murieron tantos «enganchados», despedazados malamente. Allau, pobre Miguicho, a
hacerte compañía en tu viaje a la otra vida habrá
venido seguro, sin saber que tú estás bien protegido por el mismo Taita. Pero será bueno que no
le hagas esperar demasiado, aburriéndose podría
dejarte. Ya doña Filomena también te perdonó de
lo que le faltaste cuando te gritó esa vez que en
su ausencia te lo habías cortado su eucalipto de
detrás de su casa. Quién sabe por esa deuda que
tiene con ella no podrá morir diciendo fue que la
hicimos venir. Tu compadre Elaco también, que
andaba corrido corrido nomás de ti, desde esa
vez que hallándose bien mareado había aprovechado para darte una pateadura por meterte con
su querida, ya ayer en la tarde te pidió disculpas,
y tú, de buen grado, le disculpaste. ¿Ves?, ya todo
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
de las fiestas de taita Santiago. ¡Ah, caray, hom!,
hemos dicho, masque mírenlo pues su gracia a
este cholo: nosotros aquí cuidándolo, de frío,
todo encogidos, y él paseándose, tirando prosa;
habrase visto. Ah, pucha, recoger sus pasos en
buena bestia; eso sí que es un lujo. Diciendo
asina, medio hemos querido reírnos; cuando en
eso, clarito, a la luz de la luna, lo hemos visto a
taita Santiago, montando en su caballo blanco,
con aperos que relumbran todavía, salir de entre
los eucaliptos de la quebrada y emparejarse contigo, Shanti, para acompañarte seguro en tu viaje
a la otra vida. Qué suerte la de este cholo, hemos
dicho, hasta el taita se ofrece acompañarlo, y
él, véanlo pues, haciéndose aquí el de rogar; no
tendrá su juicio este taimado, hom…
Dejándonos de bromas, Shanti, ya es hora que
acabes de morirte; tienes que resignarte, cholo.
[179]
única callecita, sepa que aquí mismo es donde
hay un cristiano aguardándolo, esperando sus
servicios.
—Mamita, tengo miedo verlo asomarse
mañana al Despenador. Una vez ya lo he
visto en la plaza de Huancarrumi, cuando
los wambras tuvimos que echar flores a
esos tres moribundos que los trajeron en
kirma desde Aliso, antes que ese hombre,
que es la misma muerte, los despenara.
Su cara comida por la uta, su nariz por
desaparecerse ya, su cabeza también como
una choza, llena de liendres, y su cuerpo
medio corcovado apoyado en esa horqueta que lo ayuda a afirmarse en su cojera,
harto miedo me da, mamita.
—A todos nos da miedo, hijo. De veras,
es la misma muerte que se asoma. Hasta
los perros enmudecen viéndolo; pero él es
el único que puede darle su descanso a tu
taita.
Apenas el Despenador asome por la lomita de
Llamacunca, Shanti, por donde debe venir, todos
nos esconderemos para que el pueblo quede en
silencio y él partiendo piedras con sus rodillas, avance decidido a cumplir con su trabajo.
Llegando a la choza se sentará en este mismo
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[180]
está en paz ahora. Todos los del pueblo hemos
aportado también para el huañuy ayni, la ayudita de los comuneros para los que sufren atraso.
Algunos le hemos alcanzado a tu mujer comidita
en crudo; otros, cocinada, para que dé de comer
a los que vienen a verte en el día, y trago para
los huallquis que han de acompañarte de noche.
Velitas también hemos dado, tantas ya, hasta
nuestros últimos cabitos, para cumplir con nuestra costumbre de no dejar jamás en la oscuridad
o en la penumbra a un moribundo; porque si no,
Shanti, el shapirote, el maligno, puede llevárselo
tu espíritu.
La pobre Imicha también, tu mujer y tu cholito, resignados ya, viendo que no hay salvación
para ti, según les ha hecho ver el laika, el brujo
curandero, lo han suplicado a este para que vaya
a verlo de una vez al ayudante de la muerte, al
Despenador que vive arriba en la gruta de Huampucallán, en ese sitio solitario por donde sólo
los zorros andan, a fin de que venga mañana al
mediodía a ayudarte a morir, Shanti, hom, por si
siguieras resistiéndote. Llevando una botella de
aguardiente, una chuspita de coca, alimentos y
una llacolla negra, esa manta de bayeta que es
luto, se ha ido el laika a dejarlo ahí como pago
u ofrenda. Un retazo de esa misma tela mañana
tempranito vamos a colgar aquí en la puerta de
tu casa, para que asomándose el verdugo por la
[181]
[182]
—¿Oyes, mamita?, de nuevo se escucha el
tropel.
—Son ellos mismos, hijo, los estoy
conociendo por el trote del Frontino, ese
caballazo de don Telésforo Vergaray que a
tu taita mucho le gustaba montarlo y que
murió atrás en nuestro corral, ahorcándose
con su propia soga, una noche que nos
encargó su dueño.
—¿Qué andarán haciendo que no se
van?
—Recogiendo sus pasos estará tu taita,
hijo, despidiéndose también del pueblo
seguro. Pero… escucha… ahora sí parece
que de veras se alejan al galope, los oigo
como irse entre el viento que silba alborotando los eucaliptos.
¡Shanti, hom!, ahora sí el taita va apurado, y
estamos viendo que tú medio te retrasas, queriéndote volver capaz. No, pues, cholo, cómo; el
patrón puede enfadarse si se da cuenta de que no
quieres ir. Ya sabes cómo es él cuando se enfada:
en plena lluvia cabalga entre las nubes y con su
espada hace que revienten truenos y salten rayos,
produciendo desgracias a veces. Si lo desobedeces nos castigará de repente con aguaceros seguiditos que malograrán las sementeras, como ese
año que se enojó porque le hicimos una fiestecita
de mala muerte, ¿recuerdas?… No, pues, Shanti, hom, esa maldad no nos hagas. Date cuenta
que para ti puede ser peor todavía, si al Taita,
de cólera por lo retobao que eres, se le ocurre
abandonarte en un sitio feo: una encañada, un
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
poyo donde varios estamos descansando, tomará
algunos tragos de aguardiente, picchará su coca
hasta que se haga ya tardecito o hasta la noche
quién sabe, y de ahí sí entrará en tu cuarto, mientras nosotros rodeamos la casa, entre las agudas
voces de las mujeres tocadas de llacollas negras,
entonando el canto de la Muerte Piadosa.
El Despenador, adentro, te preguntará, Shanti,
si de veras no puedes morir y si estás todavía en
tu conocimiento. Le dirás, cholo, que es cierto,
que no puedes. Que te ayude. Y ahí verás, hom,
cómo después de rociar tu cuerpo con esencias
que sólo él sabe de qué son, se pondrá a beber en
la tapa del cráneo de un niño, quizá aguardiente,
quizá la esencia misma, brindando dizque por la
gloria de estar vivos. Seguidamente, cholo, arrojándote una venda negra sobre los ojos, brincará
sobre tu cuerpo, y metiéndote la punta de su
poncho en la boca, mientras que con su enorme
rodilla te aplasta haciéndolo saltar tu corazón,
quebrando tus costillas, te librará por fin de
tanto sufrimiento, Samacuy, cristiano, diciéndote, descansa en paz.
[183]
Óscar Colchado Lucio
—Otra vez el ruido de los cascos, mamita,
pero de uno solo nomás ya; algo se habrá
olvidado mi taita por eso vuelve.
—No, hijo, el tropel no viene, va; es
Miguel que se aleja.
[184]
¿Ves, Shanti?, tu mujer acaba de decirnos que
Miguel también ya partió; pero no hacia arriba
por donde van ustedes, sino de bajada por el
camino del río. Amargo se estará yendo el pobre,
renegando lo terco que eres.
Arriba, en el alto de Chullín, vemos que te
has plantado, y que estás ahí sin hacer caso a las
señas que con el sombrero en la mano te hace el
Taita.
Está visto que por nada quieres irte, y en
esto ni tu mujer siquiera te da la razón, Shanti.
Poquito falta para que el Taita se enoje y te dé tu
castigo. Vaya terco que eres, hom. Ahora esperar
a que amanezca y llegue recién al mediodía el
Despenador, sería arriesgarse a que taita Santiago nos castigue a todos, como que es el mismo
katekilla según dicen, el dios que con su divina
waraka causaba truenos y relámpagos. Esto no
lo habíamos pensado, hom; por eso acabamos de
acordar que mejor entre todos, dándonos valor,
vamos a agarrar la llacolla negra y tapando tu
nariz, tu boca, te vamos a quitar el aire, y cuando
mañana asome el ayudante de la muerte, le diremos que buenamente te quisiste ir y ya no tuviste
paciencia de esperarlo.
Cordillera Negra
desfiladero, donde el maligno vaya a cargarte.
No, hombre, ni hablar, ahí sí ni con cien misas
podríamos librarte.
[185]
Tuerto enamorao
Cordillera Negra
A
hí va el Miguel Ichpas, masque lo miraran.
Tuerto animal, véanlo pues su traza. Enamorao
dizque teniendo tantos hijos. Padrillo carajo. A las
pobres viudas las hace faltar todavía y hasta con
las mujeres casadas dicen que se mete.
Si pudieran ver desde esta lomita, ahora que
ya está oscureciendo, lo verían bien montado en
su macho, echado atrás su sombrero, envuelto el
cuello con su chalina.
Ya está entrando en la quebrada, con poca
agua estos días, que baja cantando, atorándose
con las piedras. Y mañana, mañana, luego de ver
a su querida, a arrear esa punta de reses desde la
puna, bajar después a Sihuas y enrumbar enseguida a la costa.
¿Un bulto de persona creo que avanza subiendo la cuesta de la otra banda?… ¿Quién nomás
pues a estas horas, en que ya nadie camina por
estos lugares sabiendo que es mala parte?
[187]
pierna llena de pelos como del chivo, y más peor:
remata en una pata de gallo… Ese ratito en que
él, asustado, no sabe qué hacer, Justina agranda
su risa que se hace carcajada y, como jugando,
de un jalón lo hace caer al Miguel al suelo, al pie
de su mula.
—¡Santo ángel de mi guarda! ¡Jesús! ¿Qué es
esto?
Ahora el maligno se le va acercando, dejando
de huajayllarse.
—¡A ver, pues, yo soy tu casera, so atrasador!,
¿por qué no te acuestas conmigo?
Sus dientes de purito oro relumbran mientras
mueve su boca hablando.
Viéndolo que ya está por empuñarlo, valientoso el tuerto, mentao como era en los duelos
con machete, apuradamente saca su cuchillo
para defenderse, y ahora estás que apuñalas por
todos lados, yéndote sobre la mula, atrás de la
cual está que se escuda el maligno, sin dejar de
hacerte zumba:
—¡Tuerto! ¡ji ji ji! ¡Tuerto! ¡ji ji ji!
Jugando está con el tuerto hasta cansarlo
seguro, y si él con sus dos ojos mirara, vería que
a su mula nomás está que la punza.
¡Ay, caracho!, casi al borde del precipicio
están ya, y el tuerto, asustado, sabe por demás
que al otro nada le hacen las cuchilladas, y está
más bien que lo cerca…
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[188]
Apura su bestia.
Mujer parece. Tuerto Miguel mañoso, tendrás
pues que respetarla, ¡qué dizque no!
Ya en su tras, como si no hubiera oído el trote,
recién ella se vuelve.
—¡Justina!, ¡¿qué haces andando a estas horas?!
La mujer del huishto Moshe andando a estas
horas y por estos lugares. ¡Vaya!, justo cuando
ibas a verla, ahora que sabes que su marido se
halla por Rágash.
—¡Gua!… ¿Miguel serás?
—Te pregunto de dónde vienes.
Lleva grama para cuy cargada en su lliclla,
¿no ves?
Bueno, pues, si así era… subiera a la mula, la
enancaría. ¿De veras no estaba el huishto? De
veras. Y al tuerto brillándole el ojo sano, subiéndole la calentura al cuerpo, ahora que ella se
abraza a su cintura, mientras la mula, caracho,
¿qué tiene?; se pone mañosa, corcovea.
Al fin un riendazo la hace enfilar derecho,
y ya están asomando a la lomita, y el tuerto
que ya no ve las horas de tumbarla a la china.
Levantándole la pollera, ha puesto su mano en
la nalga; pero en vez de hallarla tibiecita, suave,
como él quiere, la siente cubierta de vellosidad.
Ella, bien prendida atrás, está que ríe como si le
hiciera cosquillas. Qué, caracho, ¿esto era pelo o
qué? El tuerto voltea a mirar, y de veras es una
[189]
[190]
…No dizque asina como hemos contado fue, sino
de otra laya, así como en seguida vamos a referir;
masque escuchen oiganes:
Tuerto, carajo. Véanlo pues aquí de nuevo
cabalgando… Borracho está yendo a ver a su
querida, a su mujer del huishto Moshe. Acaba de
pasar la quebrada, y el tuerto destapa una botella
de huashco que enterita la traía en su alforja. Ya
está de nochito. En eso que está avanzando al
trote al trote, ve de pronto a su lado a un hombre
que no había visto antes que a piecito nomás,
junto junto con su bestia está yendo. ¿Qué cosa?
¿Y de dónde salió este? Parucho seguro era. Ahí
estaba ve, su poncho oque y su sombrero de lana,
tal como usan los de Parobamba Chico.
—Hola, amigo, ¿adónde bueno?
—Aquicito nomás, taita, a la vueltita del cerro.
—¿Conoces al Moshe? Por allí vive.
—Sí, taita, a su mujer justamente estoy yendo
a verla, a la Justina.
El tuerto que ya iba a echar un trago, se queda
con la botella en la mano.
—¿Tú? ¿Y a qué? ¿Se puede saber?
Y el paruchito: a dormir con ella, pues, ¡jajay!,
ahora que no estaba su marido.
Así diciendo le arrebata de sorpresa la botella
al tuerto y, ¡ploc ploc ploc!, se lo tira el huashco
casi hasta la mitad.
El tuerto revienta:
—¡Oye, so carajo, ahorita me vas a decir quién
mierda eres!…
Y el otro, remedándolo:
—¡Oye, so carajo, ahorita me vas a decir quién
mierda eres!
—¿Cómo?
—¿Cómo?
—Ah, conque remedoncito también eras —desmontando el tuerto, sacando su puñal de la alforja.
Y el paruchito:
—Ah, con que remedoncito también eras.
El puñal del tuerto relumbra bajo la luna que
acaba de salir tras los cerros, mientras el paruchito acaba de quitarse el poncho y el sombrero,
quedándose en camisita de tocuyo y pantalón de
bayeta: con que pelea querías, ¿no?… A ver, pues,
dizque le entraras, tuerto, haciendo sus puñetes,
bien cuadrado.
—¿Pelea? ¡Voy a matarte!
Vamos, le entraras, hom, sin hablar mucho
nomás. Un cuchillazo. ¡Jayayllas!, nada, mal cálculo, hom. Otro cuchillazo, tampoco…
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
De un de repente, se oye un grito tan fuerte
que los perros que cuidan una majada bien arriba, empiezan a ladrar sobresaltados, y ahora don
Miguel Rupishto y sus hijos están corriendo por
esa bajada, mientras el enemigo oyendo el tropel
empieza a retirarse a retirarse… pero…
[191]
Así diciendo se va acercando más y más al
tuerto que, espantado por demás, sigue retrocediendo. De pronto, se oye un grito que raja el
silencio, haciendo que se alboroten los perros
de don Miguel Rupishto que está arriba en su
majada con sus hijos con los que está bajando a
la carrera… Pero…
…Asina tampoco dizque había sido, sino como
recién vamos a contar.
Otra vuelta el tuerto enamorao, carajo, avanzando por el camino de la quebrada, pero no
montado, sino llevando a su macho por el bozal,
ahora que van a cruzar la quebrada, que está
medio cargada de lo que llovió en la mañana…
Acaban de atravesarla, y ya están subiendo
la cuestita del otro lado. En eso, un zorrillo,
saliendo de un de repente de entre el roquerío,
se viene de frente a embestirlo al tuerto, haciendo respingar a la mula. Amargo el tuerto, palo,
piedra, dónde hay carajo… Toma toma animal de
mierda, con shinguá por el hocico. Pero nada, el
animal sigue atacando, en tanto la mula está que
da vueltas asustada. Por ratitos retrocede el añás
cada que el tuerto le asesta un golpe… y mientras
busca una kurpa, con el que mueren dizque, un
chorro de orín le dispara a su pobre ojito sano, y
el tuerto con ganas de pegar un grito, se defiende
a patadas, enceguecido… y después, tanteando
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[192]
El tuerto está que bota chispas por su único
ojo. Nunca nadie se ha burlado de él, carajo.
El paruchito se escuda ahora tras la mula, sin
dejar de reírse, de hacerte zumba: una puñalada,
otra, hoy sí le diste; pero él como si nada, riéndose nomás, más bien la mula se desangra.
—Vamos, di ¿quién eres? —jadeando el tuerto,
su pelo chorreado sobre su frente, empapadito de
sudor.
—¿Yo?, ven más acá para decirte, ven.
Llamándolo llamándolo con la mano retrocede luego de apartarse de la mula. De un brinco
el tuerto se pone casi en su delante. Ahora sí se
fregó, carajo. No hay dónde se escude… Pero el
otro:
—¡Ven! ¡Ven! —sin dejar de retroceder—. ¿Quieres saber quién soy?
Y sin esperar respuesta:
—Mira mi pie como del huishto Moshe.
El tuerto abre bien su único ojo, y en vez
de una pierna huejra como la del Moshe, ve las
patas de gallo del enemigo, y que se hallan juntito ya al abismo.
—¡Santo ángel de mi guarda!
—Ah, so guapito, ¿no? —el shapingo da un
salto y es el tuerto quien está ahora al filito
mismo del precipicio—. Con que ahora sí llamas
al ángel de tu guarda, tú el atrasador de inocentes maridos…
[193]
esa bajada con sus hijos y sus perros… Pero…
asina tampoco de repente fue…
…La verdad la verdad es que no sabemos bien
cómo sería, lo único que podemos atestiguar,
oiganes, es que al otro día, los que iban a la puna
a dar sal a sus animales, se encontraron con don
Miguel Rupishto que les dijo que al tuerto Miguel,
su tocayo, lo habían hallado al fondo del barranco sin ojos y sin lengua, con un huequito en la
cabeza como si le hubieran sorbido los sesos, y si
querían ver a su mula, todavía correteaba como
alocada por la quebrada con el cuerpo tasajeado,
y que la alforjita que llevaba la recuperaron, lo
mismo que el puñal: limpio, sin sangre…
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[194]
tanteando encuentra por fin el terrón, y hoy sí te
fregaste animal de mierda, abre su ojo buscando
apuntarlo; pero en eso se da cuenta que no es el
añás el que está esperándolo para soltarle otro
chorro, sino un caballero elegante que más bien
parado está que lo mira burloso. Ah, so guapito,
¿no?, con los animalitos indefensos te metías
y con las mujeres mañosas, pues ahora te has
fregado, caracho, te la vas a ver con un hombre.
Al ver que el otro se le está viniendo de frente
a atacarlo, el tuerto lo único que hace es sacar
su puñal y enfrentarse. Su cabeza se llena de
preguntas: ¿de dónde salió?, ¿escondido estaría
detrás de las rocas?, ¿pishtaco sería?, ¿el huishto
lo habría mandado?, y ¿el añás?, ¿él mismo era
el añás?… El hombre hace quites a las puñaladas
del tuerto, aun cuando él clarito ve que lo punza,
pero no ha de ser, porque aquel está como con
mal de risa y no deja de hacerle zumba:
—¡Tuerto, ji ji ji! ¡Tuerto, ji ji ji!
Ya estaban al borde del precipicio, y el hombre, que retrocedía, da un raro salto y aparece
pronto detrás del tuerto, que está ya al filito
mismo; y es ahí cuando este al voltear se fija
en las patas de gallo del enemigo, coloreando a
la luz de la luna. Da un paso más para atrás, en
tanto pronuncia el nombre del santo ángel de su
guarda, y es un grito el que se oye remedado por
los cerros… Y es cuando Miguel Rupishto corre
[195]
Amor bajo el naranjo
—Ella era su casera del cura, hija;
por eso su castigo sería vagar
en las noches convertida en
nina mula, mula de candela…
Cordillera Negra
S
ólo su sotana viejita, desteñida, es la única
prenda que guardo de vos, don Ramón.
Ah, de veras también, esa plata brillante que
dejaste enterrada bajo el naranjo, libras esterlinas diciendo, y que ahí seguirá tapadita seguro
porque para nada la he tocado. Ramón, el que
fue cura en Nicrupampa, ahora está en la loma
de los eucaliptos bañado por la luna, pegadito
su oído a uno de los árboles, oyéndote galopar
nina mula. ¿Ella será? ¿Podrá la pobre cruzar las
callecitas empedradas del pueblo sin que la vean
y la marquen? Preocupado se aleja un ratito del
árbol, mientras el viento chicotea feo su ralo
pelo de tonsurado, haciéndolo alborotar como
a los tallitos de ichu recién cortado. ¿Viniendo
estará? Ojalá nomás no la detenga alguna tijera abierta sobre el camino. Ya estaban en luna
[197]
supe que habías muerto en ese sitio silencioso,
en esa fea hoyada sembrada de eucaliptos donde
hiciste tu capillita para dar rezo a los peregrinos.
Te digo pues de una vez, taita, que desde que
te fuiste de mi lado, yo iba siempre siempre al
huerto de la cofradía a llorar tu recuerdo bajo el
naranjo, sabiendo que al pie estaba el entierro
que para mí dejaste. Sí, Ramón, ya tu amada te
está oliscando en el viento que sube de la quebrada. Ya voy bajando, taita, relinchando por
estas laderas, sacándole chispas a las piedras
con mis cascos, convertida hoy sí para siempre
en nina mula. Antes, recordarás seguro, después
que la cabalgabas, despertabas al otro día en tu
cama maltratado totalmente, y más ella: con su
boca señalada como marca de bozal y sus pechos
heridos como con espuelas.
Con su sotana que no deja de flamear al
viento, Ramón está de pie en la loma de los
eucaliptos, allí donde quedan todavía rastros
de lo que fue su capìlla y donde está también
su sepultura: un nicho fabricado con adobones de los gentiles que los arrieros y algunos
viajeros permanentes que pasaban y volvían por
ese sitio, habían levantado en agradecimiento por
las misas de salud que alguna vez les mandó decir.
Antes, los pastores también que vivían atrás de
las lomadas, se venían los domingos a escuchar
los santos evangelios; pero eso duró sólo hasta
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[198]
nueva, ya debía venir. Pero ahora sí, piensa
él, mirando calmoso la soledad de los campos,
ahora sí debe venirse para siempre a estar a mi
lado. ¿Relinchando y botando candela por las
narices estaría avanzando? Y mientras observa
que una fila de ánimas en pena blanquea en
la cuesta del frente subiendo la montaña, se
pone hacer recordación: Ah, de veras, pues, él
no podía dormir entonces en la casa cural del
templo de Nicrupampa. Para acá, para allá, se
volteaba, sin poder agarrar nadita el sueño. A
ratos se sentaba al borde de la cama, o se paseaba por el cuarto, oyéndola galopar alrededor de
la casa. Su huallqui, el niño que lo acompañaba,
también se despertaba a cada rato o dormía a
sobresaltos. ¿Oyes?, le decía, y el wambracha
se quedaba orejeando, creyendo seguro que era
caballo u otro animal, menos el espíritu de ella
convertida en mula, viniendo a sacarlo al taita
para que la cabalgara, aunque a veces no podía
llevarse sobre sus ancas su espíritu, como esa
vez en que daba vueltas nomás como alocada, y
eso seguro porque el almita inocente del huallqui se lo impedía…
Sácanos de dudas, don Ramón: ¿no estaba bendecida tu sotana?, ¿cómo nomás es pues que puedo
traerla sobre mi lomo de candela? Ah, taita cura,
no sabes cuánto te he llorado, papay, desde que
te alejaste de Nicrupampa y más todavía cuando
[199]
grupa, aparece ella ante mis ojos. Saliéndoseles
el corazón de alegría, ahora ya están, estamos, el
uno frente al otro. La mula se detiene resoplando,
botando fuego y humo por las inflamadas narices, los ojos brillosos. Él abraza su cuello sudoroso, palpitante, en momentos en que, ¡hay taitito!,
vaciándose parece estar el aire de toda la tierra y
un silencio espectral se escucha en los oídos. La
luna, avergonzada, esconde su ojo tras una punta
rocosa de la cordillera, quedándose medio tuerta
la pobre. Y ahora ella ya no es la mula enorme,
lustrosa, que hace un momentito llegara, sino
la buenamoza china Herminia Ccorahua de las
afueras de Nicrupampa, que una tarde lo dejara
medio bizco al cura Ramón, con sus senos paraditos como dos palomas con el pico levantado
y su larga cabellera desparramada como paccha
esa vez que la sorprendiera bañándose detrasito de las retamas en ese punle del río, cuando
regresaba de hacer misa en el pago de Lircay.
Desmontando de su bestia, turbado totalmente,
le declaró su amor, dejando olvidada su Biblia
sobre el pasto.
Muchándome, besándome con ganas me recibe, al igual que yo abrazándolo estremecida. Así
fuertemente apretados, echándonos estamos en
su lecho. Y mientras ella jipa en su debajo y él
se agita en su encima con sofocación, el lecho se
hunde como si una fuerza los jalara desde abajo.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[200]
que alguien trajera la desconfianza, diciendo que
su misa sería del diablo, ya que en Nicrupampa
estaba la novedad que el hombre había escapado cuando Herminia Ccorahua la cogieron en su
forma de nina mula, y que ella declaró que a veces
él o a veces el mismo supay la cabalgaban. Eso
había ocurrido cuando una noche varias personas
armándose de valor, habían decidido atrapar a la
mula de candela en momentos que galopaba por
las callecitas del pueblo. Aventándole una tijera
abierta, hicieron que el espíritu que la montaba
desapareciera y quedara sólo ella ahí, calapacha,
tiritando. Cubriéndola con un poncho la habían
llevado a su casa para hacerla hablar después a
golpes. Ahí fue que dejaste esas libras esterlinas
debajo del naranjo y huiste, Ramón, cuando ya
los prójimos enfurecidos, armados de garrotes y
piedras, aproximándose estaban a la casa cural.
Y te estableciste pues en esta capilla que con tus
propias manos construiste, para morirte al poco
tiempo nomás de tristeza y soledad seguro, porque
ya nadie acudía a escucharte y se alejaban más
bien, haciéndose la señal de la cruz.
El cielo está ahora lleno de estrellas. ¡Chipak!,
alumbra la luna con fuerza las faldas de la cordillera, y él acaba de oír clarito el relincho de ella,
atrasito nomás del último recodo. Corre y corre,
hasta que por fin, ¡vaya!, casi resbalándose en
la greda, con la luna que hace blanquear su alta
[201]
[202]
Camino de zorro
V
iento nomás soy ahora, Zenaida, haciendo
intento de levantarte del suelo donde tú también eres sólo mullpo, mujer, polvo desparramao
en esta loma que baja al río. Caracho, hom, cómo
ha pasado el tiempo, ¿di? Me recuerdo muchacho, yéndome a las fiestas después de las cosechas, afanao tras las chinas, borracho a veces,
metiéndome en las trompeaderas en plena pagapa del Orko o si no arriba en el ayla de Pirucha.
¡Caray, eso sí que era vida, mujer! Lástima nomás
que después don Alonso, el patrón, me fregara
nombrándome su mayordomo de la hacienda,
sólo porque era dizque yo cholo fornido y medio
de mal genio. ¡Malhaya, caracho!, con ese cargo
el hombre acabó desgraciándome. ¡So, cholo
animal!, me decía con sus ojos que llameaban, si
me falta un carnero o alguien no me cumple la
tarea, lo vas a pagar tú, ¡lo vas a hacer tú!… Así
diciendo me alcanzaba un fuete y su carabina,
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
Asustados los gárgachs y las lechuzas que se
hallaba cerca están huyendo a las partes altas. El
apareamiento que hacen es fiero, animal, terremotoso, más que la primera vez en el río quién
sabe…
Un alarido acaba de remecer el naranjo de la
cofradía de Nicrupampa despertándolos a los que
viven en los alrededores del huerto maldito que,
asomándose a sus puertas, están viendo una candela azulita que arde como flotando nomás en
el aire. Hay entierro ahí seguro, dicen, y cierran
sus puertas, pensando en que también ese sería
el respiradero de los amantes que se queman en
el infierno…
[203]
desesperación, le pegué un rodillazo haciéndolo aflojar un poco y, en seguida, sacando mi
puñal le metí una y otra vez por la espalda,
qué tal lisura diciendo, hasta hacerlo doblarse
y caer después como un tronco, para retorcerse
luego tal una culebra ahí en el suelo, antes de
quedar frío.
Rasguñándome entre las zarzas y uñegatos,
como sea llegué al río y lo crucé entre corriendo
y chapoteando, sintiendo que pasaban silbando sobre mi cabeza las piedras arrojadas con
warakas, sin alcanzarme felizmente.
Desde entonces, Zenaida, mi vida fue como la
del zorro: sin esperanzas de poder vivir ya entre
mis hermanos, ni poder asomarme a las poblaciones, donde estaba denunciado ante los cachacos.
Rempujado por el hambre, no encontré otra laya
de vivir si no era arrancándoles su plata y sus
equipajes a los viajantes en los caminos, igualito
pues como el atoj que baja de los cerros sólo a
hacer daño y después se aleja dejando a su tras
sólo sangre y desolación.
Así, de esa manera en que estuve pasando
mi vida fue que una vez, a mí, salteador mentao
que era, otro más experimentado que yo, intentó
volarme el pescuezo con un alfanje.
Bajaba yo de nochito desde la puna a ver a
una viuda que me daba campo en las afueras de
Hornillos, cuando en eso un presentimiento hizo
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[204]
y en su propio caballo me mandaba a vigilar a
mis hermanos. Y yo tenía que ponerme fuerte
ante ellos para que el patrón a mí también no
me fregara. Pero ya mis hermanos haciendarunas
empezaban a ponerme mala cara y a mirarme
con malos ojos, y más peor todo se fregó cuando
a uno de ellos, al Shatu, le metí un puntapié en
el estómago, matándolo sin querer, sólo porque
me salió con el cuento de que el zorro se lo había
comido un chivo de la hacienda, cuando resultó
que él mismo nomás había sido el atoj; ¿acaso no
llegué a encontrarlo el cuero bien metido entre la
paja del techo de su choza? Y como los haciendarunas se alborotaron feo, llevándome su caballo
del patrón escapé al temple.
Huido, con los ronderos de la hacienda que
me buscaban por todos lados, yo andaba como
animal montaraz, para acá y para allá escondido
en el monte.
Pero la cosa se agravó más cuando don Teodocio, el mando de los ronderos, cierto día, cómo
nomás será, saliendo de entre unas chilcas, cuando me hallaba recogiendo moras en este lado del
río que da a los terrenos de la hacienda, lo veo
que de un brinco llega hasta a mí y me abraza
por delante con todas sus fuerzas, queriéndolo
quebrar mis huesos todavía, mientras daba voces
como loco, llamando a los demás que estaban
por ahí cerca desparramaos buscándome. Con la
[205]
so nomás era, mi antiguo patrón; ahí estaba catay
con su saco viejo y sus barbas también más de
la cuenta, como para no reconocerlo fácilmente.
Vaya, hom, volvió a hablar sacudiéndose la ropa,
tanto tiempo preguntando por ti y ve pues donde
vengo a encontrarte. ¿A mí?… ¿y para qué nomás
pues?, le dije arrugando las cejas de fea manera,
desconfioso, ¿para entregarme a los cachacos
quién sabe? Se huajaylló con ganas. No, no, me
dijo, para que trabajes conmigo solamente, hom.
¿En la hacienda?, le puse más peor fea cara. No,
no, respondió, en la hacienda no, en este trabajo,
en que acabas de encontrarme. ¿Pishtando gente?,
abrí mis ojos más de la cuenta. ¡Ajá!, sí, pishtando; es un buen negocio, te explicaré…
De esa manera fue, Zenaida, como entré yo a
trabajar para mi antiguo patrón, don Alonso, en
esa ocupación de degollar cristianos. Recién ahí
me enteré que él era el que siempre los desaparecía a los pobres conchucanos que desde la cordillera se venían a trabajar en las haciendas de la
costa. Ahí supe también que los nakak, pishtakos
o kari siris, sólo debíamos matar a los de lejos, a
los forasteros, a los desconocidos, nunca a los de
ahí mismo o de los alrededores.
Ahí me enteré también, Zenaida, que don
Alonso no trabajaba solo, sino en combinación
con Félix, el administrador de su hacienda, y
Abel y Pedro, sus otros empleados. Fue andando
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[206]
que en la quebrada de Huantallón me bajara y
por precaución mojara yo mi poncho de lana en
el agua corriente y me lo envolviera después en
el pescuezo como bufanda, por si acaso diciendo,
pues ya sabía yo que por ahí pishtaban… Y como
qué, avanzando cuando estoy en momentos que
la luna se elevaba sobre la quebrada, lo veo que
de un de repente un brazo se alza de entre unas
yerbasantas empuñando algo que la luna lo hace
brillar, y antes que yo pudiera hacer nada, un
golpe me da en el cuello tumbándome de la bestia, pero sin herirme felizmente porque el filo del
arma rebotó nomás en el poncho húmedo.
Levantándome ahí mismo como un gato, de
un brinco le agarré el brazo armado al hombre
cuando está por darme otro golpe saliendo de
su escondite. Forcejeamos un poco, hasta que
lo hice soltar esa como espada medio curva que
tenía y después sí nos abrazamos y tumbamos al
suelo, dándonos puñetes, puntapiés o lo que sea,
revolcándonos.
Cuando resollando feo resultamos parados con
ganas de darnos de nuevo, el nakacho degollador,
cómo nomás será, me reconoció y pronunciando
alegroso mi nombre vino a abrazarme, ¡Dónde
has estado, hom!, diciéndome, ¡Caracho, disculpa,
quién iba a saber que eras tú! De espaldas a la luz
de la luna como había estado no pude reconocerlo,
pero por su voz ahora sí lo identificaba: don Alon-
[207]
ciábamos, no importa, a las cargas de las mulas…
Pero nada; como si le habláramos a la peña, y no
encontrando otro modo de convencerlos, nos los
tuvimos que enfriar simplemente.
Así pues, Zenaida, de esta laya las cosas, hasta
que terminaste resignándote y poco a poco acostumbrándote con nosotros: eras ya por fin una
kukulí mojada por la lluvia.
De esos primeros días te acordarás que nuestras salidas eran sólo una o dos veces por semana, calculando los días que pasaría gente por
la altura. Y te acordarás también que a nuestro
regreso, generalmente a eso de la medianoche,
hacíamos llegar sobre el burro el cuerpo de algún
cristiano, sin cabeza, brazos ni piernas, bien
metido en un costal, que esa misma noche o al
día siguiente le estaríamos sacando el aceite que
después el patrón se llevaría para sus molinos o
sus minas, o si no lo guardaríamos para venta en
las haciendas cañeras de la costa o en los trapiches de la selva.
Ese era nuestro trabajo, y como dicen algunos
también: ya estábamos metidos hasta el cuello.
Yo, sobre todo, porque el patrón con los otros,
a pesar que la gente tenía sospecha de ellos, no
estaban buscados como yo. Qué iba ya ni a soñar,
Zenaida, con volver a la chacrita que antes de
nombrarme mayordomo don Alonso cultivaba yo
con mis viejos. Ellos también habían muerto ya:
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[208]
con ellos que te conocí, ¿recuerdas?, aquella vez
que matamos a tus taitas en Piedra Suerte y a ti
te perdonamos la vida, pensando que para cuidar
el caserón que teníamos tras la loma, estarías
aparente, como que de paso nos preparabas la
comida y nos regalabas en las noches tu carne
trigueña, apretada, que ya estábamos deseando.
De ese caserón, Zenaida, donde la vida sólo en
lágrimas se te iba al comienzo, ahora no quedan
sino cimientos donde pelean las lagartijas y se
orinan los zorros que hambrientos bajan hacia
el río. Te acordarás de esos primeros días seguro:
qué manera de llorar, mujer, no había modo de
consolarte. Tuvimos todavía que darte con las
riendas de nuestras bestias en tu cuerpo calapacho para que dejaras de lajpirear y nos tomarás
más en cuenta. Te amenazamos también con cortarte las piernas si intentabas escaparte, tal como
hacían otros nakachos con sus amantes.
Al paso del tiempo, alguna vez viendo llover
sonreíste, y poco a poco el rencor de tus ojos se
fue apagando. Esas líneas duras en tu rostro que
amenazaban señalarte, comenzaron felizmente
a suavizarse, Zenaida. Al fin comprenderías
seguro que la culpa para que ocurriera lo que
ocurrió allá en Piedra Suerte, la tuvieron ellos
mismos: tus taitas, sobre todo el viejo, que se
puso terco por más que le hicimos entender que
sólo queríamos quedarnos contigo y que renun-
[209]
ofrendas usábamos. Haciendo rezo con todo eso,
recién podíamos irnos tranquilos.
Después ya en la casa, Zenaida, no te quejarás, venía lo mejor: un rico caldo del corazón,
riñones o hígado de la víctima, con su ajicito y
unos buenos vasos de algún licor fino que no nos
faltaba. Nos caía para la mala noche como garúa
en pasto seco, y de paso nos servía también para
que, una vez consumidas esas partes, el alma del
cristiano no nos molestara.
Amanecíamos con la guitarra entonando nuestros huaynitos, cantando mulizas o yaravíes, y
como era ya mi costumbre, después de haber
estado muy alegre, acababa entristeciéndome,
maldiciendo mi suerte desgraciada de no tener a
nadie quien por mí se doliera. Los otros también,
aparte de don Alonso que sólo a veces se asomaba al caserón, terminaban contagiándose con mi
tristeza, a pesar de tener hijos repartidos por acá y
por allá en las wallperas de la hacienda.
Sólo tú y nuestros perros eran amonser nuestra familia. Esos fieles allkos, guardeando día y
noche, nos mantenían con sus ladridos al tanto
de los extraños que asomaban. Cariñosos eran los
pobres animalitos. Como si fueran nuestros hijos,
meneando su rabo, nos recibían cuando volvíamos de nuestras andanzas. En recompensa, nosotros no nos olvidábamos de alcanzarles siempre,
ya que eso les gustaba: su pishco del cristiano,
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[210]
mi mamita de pena por mí, su único hijo, y mi
taita, extrañándola a ella seguro.
Desde alguna loma distante, miraba nomás
entristecido los sembríos de ocas, mashuas,
kañiwa, los habales en flor, las huertas de los
runas detrás de sus chozas donde los pájaros
rocoteros alborotaban peleando. Pesaroso, lo
único que me quedaba era afilar rabioso mi
alfanje en el cuero fijado a uno de los callapos
del patio y quedarme después gustando de su filo
plateado que relumbraba con la luna, mientras
cosquillaba seguro el cuello de algún viajero
retrasado por la lluvia o de algún arriero que
por Piedra Suerte o la Cueva de los Loros estaría
avanzando, encomendándose a todos los santos.
Escondidos entre las retamas junto al camino
o tras las peñas, lanzábamos el alfanje con un
filo peor que navaja, que seccionaba la cabeza
ahí mismo, haciéndola caer, brincoteando a un
costado; en tanto el cuerpo, estremecido, chisgueteaba sangre por todos lados, hasta quedar
por fin botadito en el suelo, entre el silencio y
asombro de los cielos y jalkas.
Antes de cargar con el cuerpo, hacíamos el
pago a los cerros, no fuera ser que el espíritu
del Orko nos castigara. Para eso enterrábamos
las partes que no nos servían: cabeza, brazos,
piernas, echándole coquita y ron, además de
polvito de mullu, esa conchita de mar que en las
[211]
Apurando su bestia, don Alonso había hecho
un rodeo para esperarlo en un atajo, junto a un
precipicio. Allí bien metido en una arruga del
cerro, tiró el alfanjazo al cuello de quien él pensaba que era conchucano, pero había sido uno de
acá cerca nomás: un quichesino. El golpe había
caído mayormente al costalillo, sin alcanzarlo
del todo para decapitarlo. Herido el hombre,
con la sangre que arqueaba todavía, lo miraba
espantado, retrocediendo, en vista de que venía
a rematarlo. Pero tan cerca del abismo estaba
que cayó de un de repente dando un alarido que
estremeció los cerros.
Creyéndolo muerto al fondo, y viendo difícil
también bajar hasta allí, don Alonso siguió su
camino, sin maliciar que el quichesino sería después encontrado, vivo todavía, por un arriero, a
quien le dio todas las señas y hasta su nombre de
don Alonso antes de morir.
Enterados sus paisanos, dicidieron una noche
dar muerte al asesino. Justo en esos días el patrón
se hallaba con Félix esperando forasteros en la
quebrada de Huantallón. Allí los otros, que los
venían espiando ya de varios días, los cercaron.
Tú también te estarás acordando, Zenaida,
de lo que nos contó Félix acerca de su muerte:
estaban dizque escondidos, espere y espere, bien
envueltos con sus ponchos, aguantando el frío,
con el alfanje plantado en el suelo, cuando de
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[212]
mejor dicho su pajarito de los hombres. Toda la
noche se afanaban, ¡reguch! ¡reguch!, mascando,
sin que pudieran fácilmente trozarlo, porque puro
nervio era… Del cuerpo lo que nosotros aprovechábamos era el untu, ya sea como grasa o para
elaborar aceite negro o blanco. El aceite negro,
como bien debes acordarte, lo obteníamos friendo la carne en pailas, después de hacerlo trozo
trozo como para chicharrón. Te acordarás que de
la casa salía un humito que apenas se veía, pero
que no dejaba de preocuparnos pensando que
alguien pudiera advertirlo.
El aceite blanco lo obteníamos de otra manera: colgando en ganchos el cuerpo mutilado y
exponiéndolo después al solazo para que gota a
gota se escurra la grasa. Y si no había sol, sobre
una brasa de rescoldo o ceras encendidas lo dejábamos derretirse toda la noche…
Después a venderlos, ya sabes dónde. Estábamos juntando hartito ya. Un poco más y nos largaríamos cada uno por nuestro lado, no fuera que
nos ocurriera lo que al patrón, don Alonso, que
murió de fea manera, según te estarás acordando.
Esa vez, el patrón viajó a arreglar un asunto de la
compra de una nueva mina allá por la cordillerra
de Mishito. En eso que está yendo por un sitio
silencioso, le entraría la tentación seguro de pishtarlo a ese hombrecito que cargado un costalillo
abultoso avanzaba lejitos, inocente el pobre.
[213]
mula y lo mandaron a su hacienda todavía vivo.
Por el camino había muerto.
Cuando Félix nos contó tiritando como si le
hubiera dado la terciana… Pucha, dije, me salvé,
carajo, porque estuvo en un pelito, Zenaida, te
acordarás, que fuera yo esa noche acompañando al
patrón. Me quedé pretextando que estaba con cólico sólo porque momentos antes nomás, habiendo
echado la suerte con mi cigarro, feo chisporroteó
el pucho cubriéndose de luto. Era malagüero. Ah,
no, me acuerdo que dije, mal nos va a ir, mejor no
voy. Y como qué pues… ¿Te acuerdas?
Desde aquella vez pensamos seriamente en
el retiro. Sólo tu presencia, Zenaida, nos hacía
soportar un poco esas ganas que teníamos de largarnos. Y es que tú, mujer, compartiéndote una
noche para mí, otra para Abel o Pedro o Félix,
alimentabas un cariño de no poder así nomás
olvidar, al menos para mí. Por eso es que, conforme pasaban los días, se me hacía más difícil
aceptar que tuvieras también que acostarte con
ellos. Y por eso estuve decidido ya a ponerles
aviso a los muchachos de que hallándonos sin
patrón y haciendo falta uno, yo estaba dispuesto
a reemplazarlo, les gustara o no, caracho, y si
querían irse podían hacerlo, pero que a ti nadie
te tocaba en adelante, sólo yo.
Con esos pensamientos estaba, cuando por
esos días nomás murió Félix de un de repente,
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[214]
pronto, eso como reloj que tenía el arma en la
empuñadura había empezado a sonar, ¡chirr!
¡chirr! ¡chirr!, avisando que se acercaba gente.
Don Alonso se alegró, ahí viene nuestra carne,
diciendo, y sacó rápido de su picsha (su bolsa de
cuero), un puñado de polvo de hueso de muerto con el que los adormecía a la distancia a los
cristianos, y ya iba a soplarlo al aire, cuando en
eso se dio cuenta que el sonido no alertaba en
una sola dirección, sino en todo el rededor, como
si vinieran no una ni dos personas sino harta
gente. Félix, maliciando que algo malo iba a
pasar, montando el burro achiké que estaba a la
mano, escapó de bajada. Reaccionando tarde, el
patrón había corrido hacia su mula y la de Félix,
pero no hizo más que entregarse a un grupo de
quichesinos que justo ahí lo estaban esperando.
Y sin darle tiempo a nada lo agarraron, llamando a voces a los demás que empezaban a salir
de todos lados con garrotes, piedras, hachas,
machetes. Eran como treinta. Ahora sí, le habían
dicho, te vamos hacer igualito como tú has hecho
con otros prójimos. Hablando de ese modo, le
hicieron sacar la lengua a golpes y se la cortaron.
Félix dice que escuchaba sus gritos escondido
detrás de un chorro, estremecido. Después le
habían cortado los brazos y las piernas al hombre
y, metiéndole shucshu por el trasero, luego de
hacerle tragar sus testes, lo amarraron sobre su
[215]
que se ahuyentaron espantados por el aire muerto de aquellos años… Y mientras eres polvo o a
veces agua turbia corriendo en el deshielo de los
nevados, yo sonrío persiguiéndote, china, envolviéndote en alegres remolinos, recordando, ¡cómo
no!, nuestra vida, y murmurando en tus oídos:
¡Qué años, Zenaida, qué años!
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[216]
atragantao con chuño, y, lo que fue peor, nos
cayeron los cachacos. Me acuerdo que nos cercaron en el río, al pie de la Cueva de los Loros
y tuvimos que batirnos no sólo contra los uniformados, que eso hubiera sido lo de menos,
sino con todo un ejército de runas, de haciendas
y pueblos cercanos, que armados de garrotes,
hondas, escopetas, nos rodearon. ¡Ah, pucha!, te
acordarás, Zenaida, cómo nos hondeaban lluvias
de piedras, mientras las balas rebotaban en los
peñascos y el eco también agrandaba feo los
estampidos. Cayeron Abel y Pedro con una rosa
de sangre en la frente, blanqueando los ojos.
Tú también, agarrada tu carabina, caíste herida
en el pecho. Abandonando el peñasco que me
protegía, bajé a brincos a jalarte, pero ya no era
del caso según pude darme cuenta: abriendo tus
ojos negros de palomita, me miraste por última
vez pronunciando mi nombre con harto esfuerzo.
Enternecido, abajé mi rostro para darte un beso
en los labios sangrantes, mas en ese instante
sentí que los plomazos me dejaban su quemazón
en las entrañas…
Desde entonces viento nomás soy, Zenaida,
que alegre zumba por estos valles, enredándose
a veces en los olorosos naranjos y chirimoyos de
los huertos junto al río, y el que desparrama el
canto de las cuculas y zorzales que harto abundan
por estas tierras, más que los loros, que parece
[217]
Hacia el Janaq Pacha
Apu Yanahuara
Cordillera Negra
¡V
aya!, por fin mi padre Intip Wiracocha
me habla. Gracias, taita, gracias por dejar
entrar tu rayo sagrado en esta oscura prisión
donde me hallo.
Cargado de cadenas, tumbado sobre lajas
frías, tosiendo feo y escupiendo sangre, al fin
puedo leer tu mensaje en esta telaraña que ha
descompuesto tu luz en hilos de colores.
¿Es mi propia historia la que estoy viendo en
este hilo verde?… ¿Son esos mis captores?… ¡Oh,
sí!, ahí me veo llegando por primera vez a este
lugar de torturas, engrilletado, jalado del cuello
como animal con una soga… Ahí estoy haciendo
mi ingreso a la plaza, luego de varias jornadas
a pie desde mis montañas. Los faroles alumbran
con luz amarillenta, las casas altas con balcones
parecen contemplar el paso de las bestias que
montan los soldados, y hasta oigo el ruido de los
cascos golpeando el empedrado de las calles…
[221]
diariamente y arriba en el janaq pacha correteas
alegre, a tus anchas, lleno de vida, mascando el
mullu que te ofrecemos, bebiendo el agüita que
en vaso de oro te ofrendamos. El padre Rayo
también, paseando entre las nubes, tronando, nos
está dando pruebas de su poder. En cambio, un
dios muerto, ¿qué poder pues va a tener? Y más
peor todavía si como dicen sus sacerdotes, en
ese rito que le llaman misa, se comen su carne y
se beben su sangre. Y si resucita después, como
hablan, será pues valiéndose de hechicerías, con
ayuda del Supay, el maligno, seguro…
¿A ver?, ¿a ver?, ¿qué hay acá en el hilo
oque?… ¡Oh!, se ve nomás unas rayas que corren,
como si el tiempo estuviera retrocediendo… ¡Ah!,
¡vaya!, ahí estoy yo de nuevo, pero antes de que
me tomen prisionero. ¿Estoy caminando?… Sí,
predicando por los ayllus cercanos a mi tierra de
Yanahuara. Ahí aparezco reuniéndoles a mis hermanos, hablándoles en lugares escondidos, lejos
de los oídos de los blancos chapetones. Ahí les
hago ver todos los males que esa raza maldesada
ha traído para nosotros los naturales. A más de
explotación y abuso, les digo, quieren destruir
nuestras creencias, nuestras costumbres; les hago
ver que en el tiempo de los incas no les faltaba
qué comer, vestirse, a nuestros padres y abuelos.
Les agrego que lo más triste era que estaban
quemando nuestras huacas, nuestros templos;
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[222]
Alta la madrugada, las campanas de las iglesias
sueñan su silencio, mientras mis captores acaban
de detenerse frente a una casa tamañaza, con un
gran portón y columnas llenas de adornos, que
ellos acaban de nombrar Palacio de la Inquisición, diciendo…
Ahora en el hilo colorado, unos hombres
blancos, togados, de rostros duros y ojos que
miran de mala fe, aparecen sentados alrededor
de una larga mesa de madera, alumbrados por
tres candelabros que brillan como la plata y el
oro. Al centro hay una imagen del dios cristiano
agonizante y uno de esos libros que los curas llaman Biblia… ¿Qué dicen?… ¿Qué hablan?… ¿De
mí se ocupan?… ¿Cómo?, ¿que yo he hecho faltamiento?, ¿a quién nomás?… ¿a su dios?… ¿a su
rey?… ¿que no necesito juzgamiento?… ¿que soy
salvaje idólatra?… ¿qué es eso?… no entiendo…
¿Cómo?, ¿qué dicen ahora?… ¿que me condenarán a muerte?… ¿que me llevaran al quemadero
para morir a vista del público?… ¿y quiénes son
ellos para hacerme eso? ¿Por qué se empeñan en
que yo y mis hermanos adoremos a su dios si no
tenemos creencia?… ¿Y por qué ellos también a
ver no te hacen ofrendas a ti, padre?… ¿Por qué
no le hacen pago a los wamanis, a la Pachamama,
al taita Illapa?… ¿Cómo quieren que adoremos a
su dios si ya está muerto o en todo caso agonizante? En cambio tú, vives, padre, los alumbras
[223]
Y desde entonces Apu Yanahuara me llamaron
y más respetación me tuvieron cuando en Mara
hice brotar agua de un cerro y en Jaquira, con
sólo dar un golpe a la peña, hice temblar la tierra, haciéndola calmar apurado con otro golpe
porque la gente, espantada, lloraba arrodillada…
Después, con un rebaño de creyentes que me
seguía, quemamos en la montaña más alta que
dominaba la comarca, la enorme cruz de madera
de los cristianos. Les hice ver que no teníamos
por qué adorarla, puesto que ella no representa
a la Katachilla, la constelación del sur que en las
noches veíamos en alto cielo del Tahuantinsuyo
y que era tu imagen, Padre, tu forma de cóndor
alumbrando con las alas abiertas. Que el símbolo
de la katachilla era la cruz cuadrada inscrita en
nuestros templos y adoratorios, que no tenía nada
que ver con la cruz de los cristianos: dos maderos
cruzados soportando a un hombre muerto… Y
cuando ya éramos bastantes e íbamos a iniciar
el alzamiento para expulsar de nuestras tierras
a los invasores, me tomaron preso los blancos
pukakunkas, ayudados por un traidor, cuando me
hallaba vencido por el sueño en mi refugio…
Con tu permisión paso al hilo color aromo y,
¡oh!, parece que el tiempo avanzara y ahora se
detiene… ¿Qué es?, ¿qué hay en lo que se aclara?,
¡Oh!, es el tiempo que aún no llega, el que está
por venir… ¡Vaya!… Ahí me llevan arrastrando
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[224]
algunos buscando riquezas, otros tratando de
desaparecerlo nuestra religión. Pero que para
sus males nomás, porque en estos días nuestros
dioses, resurgiendo de sus cenizas, acababan
de tener una reunión en el lago Titicaca, donde
habían acordado mandar terribles castigos a los
pueblos que estaban haciendo caso de la religión
de los invasores, y era por eso que los ayllus de
Mara y Piti estaban padeciendo pestes de viruela
y sarampión, y que vendrían otros castigos más
terribles todavía: hambruna, terremotos, lluvias
de candela… Al comienzo, con desconfianza me
escuchaban, illa porque era yo seguro: deforme,
medio lisiadito, como que me tocaría el rayo al
nacer o el resplandor de la mama killa, quién
sabe… Recelosos me miraban hasta los de mi
propia tierra, negando haberme visto antes y
haciéndome dudar de mi origen a mí mismo.
Yo también recuerdo haber aparecido de un de
repente, apoyándome apoyándome en mi bastón de lloque… Cuando llegué a un ayllu donde
padecían sequía por varias lunas ya, levantando
mi bordón hice que las nubes se juntaran y lloviera después a chorros sobre esa tierra sedienta.
Todo transfiguraos sus rostros, hombres, mujeres
y niños se arrodillaron en mi delante y besaron
mis ropas harapientas, diciendo: ¡Apu Yanahuara! ¡Tú eres Apu Yanahuara!, montaña-dios que
se ha hecho hombre y ha venido a salvarnos!…
[225]
ministros ejecutores de sentencias. Aquí hemos
traído a los sacrílegos, a los herejes, a todos los
que han cometido errores escándalosos, habiendo faltado a la bendita, apostólica y romana fe
cristiana y están también los que empujados por
Satanás han hecho faltamiento al rey, señor de
todas las Españas, intentando levantar contra su
autoridad a los bárbaros de estos reinos… Luego
que termina de hablar, me acercan a la hoguera
unos encapuchados y con unas enormes tenazas
caldeadas al rojo vivo, ¡chasss!, me aprisionan,
haciéndolo reventar mi pecho, mientras el resto
de mi cuerpo se bijuquea como culebra herida.
Después me levantan hasta la horca y me dejan
ahí colgado, tieso, sin vida.
¿Así?, ¿así he de morir, taita?, ¿así es tu permisión que muera?… ¿Qué dices?… No te escucho…
¿Que pase al hilo color habano?… Está bien.
Ahora sí te oigo clarito, Padre, hasta siento
como que estuvieras mascando mullu, haciéndolo tronar con tus dientes allá arriba… ¿Cómo?…
¿que no moriré así como acabo de ver en tu
sagrado kipu?… ¿que viviré siempre?… no te
entiendo… ¿que ya cumplí con lo que me corresponde?… ¿que sólo soy un eslabón de la qori
huasca, la cadena de oro que eslabona a tus
emisarios por un ciclo solar completo?… ¿Quieres
decir que así como hubo doce incas que gobernaron el Tahuantinsuyo, cumplirán su misión
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[226]
por el pescuezo, con una cuerda amarrada por un
extremo a la baticola de una bestia de albarda,
mientras yo con mis manos procuro a toda costa
que el lazo no se cierre en mi garganta. Oigo tambores: marcan el paso de la escolta que acompaña
el carruaje de los togados. Y no sólo a mí están
llevando: ahí van más, hasta blancos mismos, a
quienes les han puesto unos como gorros largos
terminados en punta que les dan comicidad y
unos capotillos pintados con figuras de culebras
y demonios. Mujeres también avanzan en esa
procesión de reos, las llevan latigueando en su
cuerpo calapacho de la cintura para arriba. Los
curiosos se amontonan a los cantos de la calle,
empujándose unos a otros… Pasando un puente,
llegamos a un lugar donde hay un entablado, con
sillas bien dispuestas al frente de un quemadero,
donde las llamas se levantan altas, alimentadas
por la leña que echan unos hombres sudorosos,
sin camisa. A pocos metros nomás, hay un palo
grande con una cuerda que pende de lo alto,
para ahorcamiento seguro… Veamos en este
otro hilo qué sucede… Oh, sigue nomás: ahí en
el entablado están ahora los hombres togados,
bien sentados, echándose aire con las manos…
Un pregonero, agarrado uno como pergamino
habla a gritos para que todos oigan… Esta es la
justicia, dice, que manda hacer el rey católico, la
justicia de nuestro Dios, por intermedio de sus
[227]
[228]
Nuestro Gápaj
D
esde Chuyas, un cerro en forma de ushnita,
se ve clarito, hija, en la cima de una montaña de nieve, la figura de un puma con las fauces
abiertas, paradas las orejas puntiagudas de gato,
desplegadas sus enormes alas de cóndor y amenazantes unas zarpas como cabezas de culebras…
Esa dizque es, pues, la verdadera figura del gran
Gápaj, nuestro dios. Sus ojos son el relámpago,
su voz el trueno, sus orines la lluvia.
Cuando pecamos y le causamos ofensa, feo nos
resondra, tronando entre las nubes, soltando rayos
o mandándonos lluvias torrenciales y granizadas.
Su fiesta se celebra todos los años en el mes
del hatun aimoray killa en la cumbre de ese
cerrito de donde se le ve. Mucha gente va en
peregrinación, porque dicen que hay que cumplir
la tarea de ir cuando menos una vez mientras
estemos vivos. Yo fui siendo muchacha todavía,
la fiesta se llama el Yachacuy. De todas partes
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
doce profetas antes de la venida de Inkarrí?… que
yo, Apu Yanahuara, soy uno de ellos?… Gracias,
taita, gracias por haberme escogido… Pero, espera, espera, oigo voces, parece que se acercan mis
carceleros, ahora que siento que un nuevo rayo
tuyo acaba de tocarme… Pero… ¿qué…? ¿Qué
has hecho conmigo, Padre?… ¡Oh!, una arañita
nomás soy ahora que tranquilamente sube por
el muro, mientras abajo los curas, los guardias,
alborotados, ¡Escapó el prisionero! gritan y revisan sin comprenderlo los grilletes intactos, los
candados sin abrir, los barrotes sin forzamiento…
Desesperado el inquisidor mayor que acaba de
llegar con otros hombres de caperuza, gritonea
finalmente, que ahí estaba la prueba de que yo
era el demonio, que por qué no me sacaron antes
si ya los demás reos esperaban afuera… Yo me
río, ahora que salgo por entre las tejas del techo,
y estoy viendo, Padre, que en un hermoso halcón
de alas doradas me estoy transformando, y recién
me doy cuenta también que yo mismo nomás soy
de veras Apu Yanahuara, el dios montaña, que
por tu permisión se hizo hombre.
[229]
no pueden cargarla, ya saben que están llenas de
faltas, y tendrán que hacer ayunos, sacrificios,
penitencias.
Ya te dije que la fiesta se llama el Yachacuy,
que quiere decir ‘aprender’, porque en la cumbre, a donde después de cargar las piedras se
llega bailando, es permitido que los maqtas y
las pasñas aprendan a amarse, a estrechar sus
cuerpos jóvenes sobre la madre tierra, ayudando
de ese modo a que la Pachamama recupere sus
fuerzas, aumente sus energías, para que después
crezca alta la grama, los árboles sean grandes y
cosechemos buenas papas, hinchadas mazorcas.
Vieras cómo los maqtas, hija, después de
haber aprendido a gozar del amor, abrazados a
sus chinas, rompen eufóricos sus poronguitos de
chicha o sus botellas de huashco, lanzando ¡ajes!,
vivas al gran Gápaj y a la Pacha Tierra.
Y como respondiendo a esa alegría, ese ratito
de lo que está calmado el cielo, empieza a tronar
de un de repente, y ahí nomás se desata la lluvia,
que es recibida con júbilo, con vivas por todos,
porque esa es la señal del Gápaj de que está contento y que todos debemos seguir alegrándonos.
Algunos dicen que los relámpagos clarito se ve
que salen de los ojos de la figura de nieve y que
la lluvia también sale de su entrepierna, medio
arqueándose como un chorro, al alzar una de sus
patas de sierpe.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[230]
iban, de Quiches, de Ullulluco, de Umbe y de los
ayllus lejanos de la otra banda del Marañón.
Los que íbamos de este lado teníamos que
caminar por unas feas laderas, agarrándonos
agarrándonos de las aransachas, esas plantitas
enanas, puro palo, sin ramas y sin hojas, que
crecen en los roquedales de los barrancos. Al
fondo pasaba el río llamado Ajtuy, que, saliendo
del interior de una montaña, corre por esa bajada
formando pacchas y chorreras.
Cruzando ese río empezaba la cuesta y también la penitencia, porque ahí todos, desde el más
chico hasta el más grande, tenían que cargar un
buen trecho, solo o ayudándose, el Aya Rumi,
una piedra de regular tamaño que tiene forma de
mujer, y quien es la que espera dizque a nuestro
espíritu en la otra vida, en el cruce de un camino,
preguntándonos, ¿Has venido alguna vez a la
fiesta del Gápaj?, ¿le has hecho ofrendas? Si le
decimos que no, nos señala un camino cualquiera
para seguir pero no el gápaj ñan, el camino de
Dios. Por eso algunas almas se quedan perdidas,
vagando sin descanso, llorando en las quebradas,
por las punas, por los sitios feos, con su ropa
todo shilpienta, rotosa, de tanto andar. O si no
van a dar derechito al supayhuasi, la casa del
demonio en el ukhu pacha.
El Aya Rumi pesa según los pecados, hija,
para unas más, para otros menos; por eso los que
[231]
abundan ferias, hay negocios y los curas han
puesto sus santos… Siendo así, no vale la pena
que vayas. Después de todo, así no alces el Aya
Rumi, ya tienes la bendición de nuestro Gápaj,
porque eres hija de su festividad.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[232]
Cantando, bailando, nos revolcamos en ese
barro hombres y mujeres, sin dejar de hacer reverencias y alabanzas al Padre.
Allí, en la fiesta del Yachacuy, fue que te
concebí, hija. Tu padre era un joven de Pachavilca, a quien luego de esa vez nunca más volví a
ver. Arpista dicen que era, por eso será que a ti
mucho te gusta cantar versos. Cancionista como
él habrás salido.
Apenas nos vimos en medio de la fiesta,
ambos nos aficionamos, y en el momento en que
era hora ya que los jóvenes hagamos la ofrenda
del Yachacuy, él y yo bailábamos enganchados
por los brazos junto a todos los demás, haciendo
venias al Gápaj. De un de repente alguien dio la
voz que los maqtas eran halcones y las pasñas,
palomas, y que desparramándonos las palomas
escapáramos. Entonces las mujeres corrimos
ladera abajo, a escondernos entre los arbustos
o peñas, tratando de no dejarnos agarrar, pero
no muy lejos el pachavilqueño me alcanzó, y
cumpliendo con el mandato divino, ya entradita
la noche, cuando la mama killa recién salía, hicimos siembra con su bendición.
Y ese año fue buen año, hija, hubo abundancia de lluvias, buenas cosechas y aumento de
ganado, no como en estos tiempos en que faltan
las comiditas, hay hambruna. Y eso es porque ya
no es como antes. Dicen que ahora en Chuyas
[233]
Pachamama
Si la Pachamama no quiere que mueras
en una caída, en un accidente, ella misma con
sus manos te levanta y te deja de nuevo sano,
andando, como si no hubiera pasado nada.
ramos diez los comisionados que nos adelantamos esa vez a Kollota en busca del toro de
San Pedro, después que el repuntero don Bernita
López bajara llorando desde las punas de Mishito
a dar cuenta al pueblo que uno de los animales
del Taita, el más tamañazo y hermoso toro, había
desaparecido y que el rastro iba derecho nomás a
ese pueblo de ladrones al que ahora nos estábamos acercando.
Teníamos conocimiento de que ahí vivía un
tal Robustiano Cerna con sus hijos ya mayores
que se dedicaban solo al robo.
Armados de machetes, hachas, cuchillos, cocobolos, torollos y hasta de una retrocarga, asomamos a una loma de donde se veía el pueblito, al
fondo de una quebrada salpicada de eucaliptos.
Cordillera Negra
É
[235]
ha visto y apurao apurao está que arrea esa
punta de reses. Hay que alcanzarlo antes que
las esconda…
Convinimos que el que tenía retrocarga y
otros cinco debían ir. El resto nos quedábamos
cuidándolo al viejo y el cuero encontrado, pues
este pertenecía seguro a alguna res robada de
algún pueblo cercano.
Inmediatamente los designados partieron al
galope.
Los que nos quedamos empezamos a revisar
la casa de canto a canto, esperanzaos en encontrarlo el cuero del animal que buscábamos.
En esa ocupación estábamos, cuando de un
de repente nos hemos dado cuenta que la casa
se hallaba rodeadita de gente: mujeres millcadas
piedras en sus polleras, hombres con rajas de
leña, cholitos empuñaos sus hondas… ¡Pucha!,
nos asustamos. El Florencio y el Pancho no
sé cómo dieron un salto puerta afuera y como
flechas se escaparon, el uno para arriba y el
otro para abajo, antes de que los otros reaccionaran. Sólo yo y el Juañi nos quedamos adentro. Cuando quisimos hacer lo que aquellos, el
viejo Robustiano, de un tranquillazo a uno y un
empujón con el cuerpo a otro, así enmarrocado
como estaba, nos tumbó al piso, y de in brinco
ganó la calle, y empezó a llover piedras e insultos sobre nosotros que, a las justas, lo único
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[236]
Picando nuestras bestias, bajamos cortando
camino, cuando la luz blanca del mediodía
reverberaba en las piedras calizas desparramadas por esa bajada. Algunas gotas de lluvia
caían a pleno sol, poniendo alegrosos a los
zorzales y a los pájaros rocoteros de las huertas que se alzaban a la entradita nomás del
pueblo.
Después de doblar por una calle medio torcida, orillada de chirimoyos y porotos, desmontamos por fin junto a la casa del hombre que, justo
ese ratito, salía silbando, con la boca grasosa del
caldo de res que habría estado tomando.
Ahí nomás lo sujetamos del poncho, Ahora
sí, carajo, te fregaste, ¿dónde está el toro de San
Pedro? ¡Habla, so cojudo!
Y él, haciéndose el sorprendido, todo taimado,
no sabía dizque de qué toro le hablábamos, pero
si queríamos caldo nos invitaba.
Haciéndolo a un lado de un empellón, nos
metimos a la casa, mientras dos se quedaban
vigilándolo. A la entradita nomás encontramos
un cuero. Pero no, no era de su toro del taita.
Ingresamos al patio, donde había tanta carne
colgada en ganchos y un perol humeando. En eso,
uno de los nuestros llamó de afuera, a gritos.
En dos trancos salimos a la calle.
—¡Miren! ¡Miren! —señaló el cerro todo agitado—, ese que sube la cuesta parece que nos
[237]
De eso aprovechamos para abrir de un jalón la
puerta y echarnos a la escapada, yo por un lado,
el Juañi por otro.
Las piedras empezaron a llover y sentí a mi
tras el tropel.
—¡El cuero! ¡El cuero! ¡Se lleva el cuero!
Cierto, yo me llevaba el cuero, pero más que
por otra cosa, para cubrirme de las pedradas o
palazos, pues el Juañi se llevó el machete.
Como loco corría por esa bajada tratando de
llegar a una pendiente para aventarme a lo perdido antes que fueran a matarme a machetazos.
Pero una pedrada en la espalda me hizo encogerme y soltar el cuero.
—¡Jar! ¡Jar! ¡Jar!… —oí que se huajayllaban a
mi tras—. ¡Ya soltó el cuero!
Levantándome como sea, continué corriendo;
salté sobre zarzas y carhuacashas y rodé por la
pendiente, sin que las puylloshas ni cortaderas
pudieran detenerme.
Me hubiera desmayado seguro si no hubiera
sido por el agüita helada del río que al fondo
logró reanimarme.
Todo rasmillado y golpeado, me levanté co-jeando y avancé ocultándome tras las
chilcas.
Con sesenta hombres de refuerzo volvimos a
Kollota.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[238]
que hicimos fue trancar la puerta como sea y
quedarnos encerrados ahí adentro.
Carajeando y maldiciendo, sentimos que,
¡pun! ¡pun! ¡pun!, subían por la escalera del
corredor varias personas hacia el terrado.
Nosotros nos quedamos calladitos orejeando.
¡A pucha!, nuestro corazón casi se apagó cuando sentimos que escarbaban allá arriba, intentando bajar al cuarto donde estábamos.
Lo único que hice yo y seguramente también el
Juañi, desarmados como estábamos —sólo con hondas y sin piedras—, fue encomendarnos en nuestra
mente al Patrón San Pedro, haciéndole ver que por
él estábamos padeciendo todos esos apuros.
Después de sacar la tierra, vimos con harto
espanto que estaban trozando los carrizos con
machete, en tanto afuera, frente a la puerta,
seguía el vocerío gramputeándonos.
Pero taita San Pedro hizo el milagro: en ese
momento de lo apurao apurao en que se hallaban
macheteando, cómo nomás será a uno de ellos se
le escurrió la herramienta por entre las cañas y
vino a caer en nuestro poder.
¡Por fin!, nos alegramos un poco, ya teníamos
con qué hacernos respetar.
Los otros arriba se quedaron preocupados.
Eso nos dio valor, porque afuera también
—alguien del terrado les enteraría— el vocerío se
apagó.
[239]
todavía la casa. Carne estaban cocinando. El olor
subía clarito hasta donde estábamos.
Ellos ya nos habían visto, pero como si nada.
El toro de San Pedro también se hallaba ahí atracito en el corral junto a otras reses.
Mientras nos enseñaban sus tronchas haciéndonos munapar, gritaban:
—¡¡¡¿Quieren el toro?!!! ¡¡¡Aquí está!!! ¡¡¡Vengan!!! ¡¡¡Llévenselo, si pueden!!!
Un buen rato estuvimos observándolos, sin saber
si atacar o esperar que llegaran los esfuerzos.
Decidimos esperarlos.
Hasta que por fin, ya oscureciendo llegaron,
cuando un viento fuerte lo hacía alborotar las
semillas de los eucaliptos entre las ramas olorosas que se agitaban. En seguida, nos lanzamos
decididos a la pelea, luego de escanciar gro para
nuestro valor.
Abajo nos esperaban con hachas, machetes,
tizones, cuchillos, escopetas…
Oímos como que hicieran reventar bala, pero
Leopoldo Domínguez dijo que sólo eran cuetones, que no nos acobardáramos, que sus armas
de tan viejas ni dispararían.
Una vez enfrentados, repartimos machetazos,
puñaladas, golpes con torollo, rejonazos…, pero
también recibimos garrotazos, pedradas, tizonazos que nos tumbaron de nuestros caballos
entre carajos e insultos. Los perros ladraban
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[240]
Me los encontré en el camino guiados por el
Juañi y los demás comisionados.
Como me hallaron arrastrando mi pierna,
luego de frotarme con alcohol y vendarme, me
dieron una bestia para regresarme a Jocosbamba. Pero yo estaba ardido por lo que me habían
hecho y pedí marchar con ellos.
Ya en el viaje me enteré que los seis que se
fueron tras el repuntero, lo habían agarrado a este
cuando estaba haciendo entrar en una cueva a los
animales para esconderlos. Entre ellos se hallaba
el toro que buscábamos. A golpes declaró que las
otras reses también eran robadas.
Miguel Rupishto iba a la cabeza de los sesenta hombres que vinieron de refuerzo. Leopoldo
Domínguez se había quedado en Jocosbamba reclutando unos treinta hombres más para
enfrentar a los cerca de cien que debía tener ese
pueblo, según cálculos que hicieron. Pero yo les
informé que los pelianderos no serían más de
cuarenta.
Sin embargo, cuando llegamos, yo mismo
quedé sorprendido: habían aumentado y ahora sí
sobradamente pasarían los cien.
Detuvimos nuestras cabalgaduras en el altito
que dominaba el pueblo y desde ese lugar los
tanteamos.
Abajo estaban como en una pachamanca en el
patio de la vivienda del tal Robustiano. Humeaba
[241]
un chorro. Así es que cuando bajamos, rodeando
rodeando el lugar, no tuvieron más remedio que
entregarse.
Ya de vuelta a Jocosbamba, un grupo nos íbamos
llevando a los prisioneros, en tanto otros se quedaron a recoger a nuestros muertos y traerse el
toro de San Pedro y las otras reses robadas, que
serían entregadas después a las comunidades de
donde las rapiñaron.
A la salida de Kollota, una mujer ya de edad,
alta, robusta, de trenzas, golpeada, llena de sangre, nos dio alcance e intentó quitarnos a los
prisioneros sin conseguirlo. Ella misma asomó de
nuevo cuando nos refrescábamos la garganta en
una tiendita de otro pueblo.
Entró apurada y antes que pudiera decir nada
empezó a arrojar sangre por la boca humedeciéndolo su pollera. Nosotros, como estábamos con
harta cólera, no nos compadecimos. ¡Déjenla, que
se muera!, dijo alguien.
—¡No te mueras, Pachamama! ¡Huye! —le gritó
el viejo Robustiano nuestro prisionero—. ¡Te voy
a necesitar, mamay!
Así hablándole quiso salir por su tras, enmarrocado y todo como estaba, pero nosotros a
puntapiés lo volvimos. El viejo se puso liso.
Más golpes: más terco. Aguantaba sin quejarse,
amenazando, ¡Espérate! ¡Espérate nomás! ¡Ya
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[242]
desesperadamente. Los caballos relinchaban
asustados… Llenos de barro nos levantábamos
los que peleábamos cerca de la acequia, para
trenzarnos después con los contrarios en lucha
cuerpo a cuerpo. Las oxidadas escopetas tronaban y humeaban. La sangre empezó a correr
como agua, a hacerse sango con el mullpo y a
teñir las piedras… Las balas silbaban sobre las
cabezas o herían pechos u hombros. Ya íbamos
a emprender la retirada peleando con las últimas luces del atardecer, cuando vimos que los
kollotinos empezaban a retroceder, a escaparse
algunos. Entonces atacamos con más fuerza,
poniéndolos ahora sí en fuga como carneros.
Varios muertos de ambos bandos quedaron
regados por el suelo, mientras un grupo perseguíamos al tal Robustiano que huía cuesta abajo
con otros cinco, con los ponchos flameando por
la carrera como shingos.
Al llegar al borde de una profunda encañada,
no tuvieron más remedio que lanzarse.
—¡Pachamamaaaaa! ¡Carajooo!
Nosotros desde arriba hicimos rodar galgas y
comenzamos a disparar. A uno lo alcanzó Leopoldo Domínguez con su escopeta cuando en
el fondo, herido, trataba de buscar refugio. Dos
murieron sepultados por las piedras. A los restantes, entre ellos Robustiano Cerna, los vimos
arrastrarse por entre las rocas y esconderse tras
[243]
como está criando a los gusanos dentro de la tierra, igual a nosotros también nos cría? Su sangre
esta en las plantas, su leche también. Ella nos
amamanta. Ella pare las papas, las ocas, las mashuas. Todas las semillas que le entregamos pare.
Hasta las casas que construimos de ella nacen.
Sepan, so mal agradecidos, que ella nos cuida
como nuestra madre, a los mismos incas los ha
criado; por eso hay que ofrecerle coquita, sangrecita de nuestros animales, porque ella también
sabe comer, sabe tomar, tiene que alimentarse, y
cuando la desobedecemos u olvidamos, ella sufre,
padece igual que nosotros.
Medio pensativos nos dejó el viejo ese momento;
sin embargo, cuando continuamos la travesía,
con los tragos y la conversación, nos olvidamos
de lo que habló, y sólo nos pareció una mentira
para ablandarnos, para merecer nuestra misericordia. Por eso, ya para asomar al pueblo, y para
que taita San Pedro también nos viera llegar
como queríamos, a Robustiano Cerna y a los
otros dos les hicimos cargar enormes trozos de
carne a la espalda, bien enmarrocados, mientras
mandábamos un propio a avisar que hicieran
repicar las campanas.
Ya ante el pueblo reunido en asamblea, acordamos meterles a la cárcel, para hacerles declarar
de dónde eran las otras reses robadas.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[244]
te vas a acordar de mí!… Rebuscándole encontramos entre sus ropas un bultito de trapo bien
cocido.
—¿Y esto?
—Es para despachos a la Pachamama, ofrendas
a la madre Tierra.
Abriéndolo, encontramos llampu, lana de
vicuña, huiracoya, cañihua, hojitas de coca…
—La Pachamama, los jirkas, el dios Intip —le
dijo Leopoldo Domínguez—, ya no hacen milagros sobre la tierra, ahora son los santos como el
taita San Pedro y la Virgen del Marañón…
—Eso dicen los traidores a nuestra fe —dijo
Robustiano Cerna—, por culpa de sus malos
hijos, la madre Tierra anda herida, sin pagos, sin
ofrendas, ¿acaso ustedes mismos no acaban de
ofenderla? Herida está la pobre, no por los golpes
que creen haberle dado, ella está sangrando asina
por su falta de creencia de ustedes, de gran parte
de los runas; pero ya verán, ella es más poderosa
que los dioses y santos cristianos…
—¡Ya basta, so ladrón! —le dio un puntapié
Juañi—, ¿tú acaso eres buen hombre?, ¿no eres un
abigeo? ¿La Pachamama protege a los ladrones?
—Ladrón es ese santo que adoras —dijo escupiendo el viejo a un lado—, ¿acaso sus animales
no comen pasto que es su pelo de la madre Tierra
y la misma lana de los animales?… ¿No saben
ustedes, so faltos de fe, que la Pachamama, así
[245]
[246]
Cuando en medio de la chirapa que estaba cayendo les hicimos llegar al Pachapa Shimín, recién se
enteraron que los arrojaríamos. Los compañeros
del tal Robustiano se arrodillaron, suplicaron, lloraron dobladas sus manos, menos él que nos miraba más bien desafiante y con ganas de acometernos, haciendo fuerza para no dejarse empujar.
Había calmado la fina lluviecita, y ahora el
cielo se aclaraba. En la loma del frente pastaba el
toro de San Pedro recién rescatado junto al resto
de la manada.
A sus dos compañeros, les hicimos llegar
arrastrando junto al hueco y los arrojamos sin
lástima. Un alarido espantoso llenó toda la puna,
haciéndolos volar a los lic-lics y otros pájaros
que dormitaban entre el ichu… Un zorro corrió
cuesta abajo, asustado, igualito como cuando
una manada de alkos los persigue.
Cuando entre varios empezamos a arrastrarlo al Robustiano Cerna, garroteándolo con un
palo para que aflojara, él se agarraba de nuestras manos, de nuestras piernas, con tal fuerza
que por nada podíamos hacernos soltar. Uno se
ha de ir conmigo, decía con su boca salivosa,
y por más que chancábamos con piedra sus
manos y lo garroteábamos, nada. Al Juañi lo
tenía empuñado ahora cuando se asomaba ya
al hueco, y para que lo soltara tuvimos que
cortarle los brazos con machete todavía. Recién
ahí pudimos arrojarlo, oyendo su invocación
cuando caía:
—¡Pachamamaaaaaaaa!
Jipando, sudorosos, todo salpicados de sangre,
nos incorporamos, en medio del silencio de los
demás, oyendo tan sólo el silbido del viento en
los pajonales.
Ya nos regresábamos, cuidando que nuestros
sombreros no se volaran, echando unos tragos
para la nerviosidad, cuando en eso, como avisados por alguien, nos volvimos de un de repente
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
A golpes confesaron que pertenecían a diferentes cofradías de la provincia: de la Virgen
de las Nieves, de la Mamita Santa Clara, de San
Isidro Labrador y hasta de taita Shanti.
—¡Sacrílegos! —dijimos—, ahora verán…
Y para que escarmentaran sus paisanos, decidimos darles en nombre de taita San Pedro y los
demás santos milagrosos, duro castigo, arrojándolos a las profundidades del Pachapa Shimín,
ese hueco sin fin que había en las alturas de
nuestro pueblo, por cuyos bordes crecía alto el
pajonal, y animal o persona que cayera, nunca
más volvía a salir, porque decían que esa boca
daba a las profundidades del supay huasi, el
infierno. Una piedra que se arrojaba, no se oía
que asentara en ningún fondo. Parecía desaparecer en el silencio.
[247]
[248]
Hijo de Illapa
F
ueron tres los jijunas que me atacaron esa
noche saliendo de detrás de unas pencas cuando recién había escampado. Parecían medio zampaos los maldadosos. De un puntapié lo hice hociquear a uno que me estaba huayqueando, luego
que le hice soltar su chaveta, y a puros codazos
me desprendí de los otros que me sujetaban. Te
conozco, le dije nomás por decir a uno de ellos
escapando, ya vas a ver… ¡Y qué!, me gritó él, que
era un jorobadito, ¡peor entonces para tu mal!
Reventando de cólera, me fui a verlo a los
Chuqui dueños del layme de papas que yo cuidaba en la lomada con Julia, mi mujer, con quien
recién acababa de comprometerme.
—Tres me han querido matar —les dije llegando—.
Uno de ellos es medio kullko, deben conocerlo.
—¿Kullko? —se quedaron pensando—. Será
pues el Bernaku, el que andaba atrás atrás nomás
de Julia, antes de que te comprometieras.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
estando ya por abajito, y vimos al tal Robustiano que, con sus brazos enteritos, al parecer, se
apoyaba en los bordes y salía como de un pozo
cualquiera por la boca del Pachapa Shimín, con
el poncho terciado y el sombrero arremangado.
—¿Quéeee?… ¿Él es?
—¡Achachay, su alma será!
Nos miró fijamente por unos instantes, sin
una mueca, sin un gesto. El ala de su sombrero
oscurecía sus ojos. Después, volviendo la vista
hacia arriba, echó a andar por donde pastaba la
manada… Asustados, corrimos por esa ladera,
enredándonos en el ichu, tropezando con las
piedras. Hasta que ya lejos, cuando de nuevo
volteamos a mirar, lo vimos subiendo un cerro
con dirección a su pueblo. Garboso iba el viejo,
caminando como en sus mejores tiempos seguro,
llevándose por delante, arreado, el toro de San
Pedro que tanto trabajo nos costó rescatarlo.
[249]
[250]
No habían ido lejos. En su tienda de don Ciriaco
Policarpo se habían quedado tomando.
La luna aún no salía y sólo la luz de las estrellas alumbraba.
Nos quedamos afuera a ver qué hacíamos. En
eso, para su mal, uno de ellos salió a mear tras la
casa. El Kullko con el otro conversaban apoyados en
el mostrador, apurando de rato en rato un trago.
Yo me adelanté un poco y medio ocultándome
tras un burro, le hice señas con la mano al que
había salido invitándolo a que viniera.
Al verme pensaría seguro que era algún conocido suyo, y silbando se acercó abotonándose la
bragueta.
—¡Qué pasa! ¿Quién eres? —me dijo acercando
su cara para reconocerme luego que yo me aparté
del burro.
¿Quién eres? ¡Ven pa acá so gramputa!, diciendo lo agarré del pescuezo sin darle tiempo a nada,
arrecostándolo contra un eucalipto. Allí en lo más
oscuro, con los Chuqui vigilantes tras la pirca, le
puse el tremendo cuchillo en la garganta. El jijuna
blanqueó los ojos como carnero. No pudo ni gritar. Se lo hubiese hundido si no hubiese sido porque este no me interesaba tanto, sino el Kullko,
que era según parecía el que me odiaba.
—Mira, cojudo —le dije después de retirar el
cuchillo de su garganta, agarrándole con la mano
libre de la faja, y empujándolo para que camine—.
Te vas a asomar a la puerta y vas a llamarlo al
Kullko; cuidadito nomás con gritar o pedir favor
porque te zampo esto hasta el mango.
Temblando, el desgraciado hizo señas, llamó.
—¡Qué pasa! ¡Qué pasa! —maliciaron algo los
otros y salieron.
¿Qué pasa?, los jalamos a los jijunagrandísimas ni bien caminaron unos cuantos pasos.
—¡Vengan acá, so mierdas!
A puntapiés los revolcamos después que yo
lo aventara como bola al centro al que lo tenía
empuñao. Y mientras los Chuqui los hacían arar
a los otros, yo me abalancé contra el Kullko,
tumbándolo. Le metí cuchillo por el pecho, por la
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
—Creo que sí —les dije, recordando borrosamente a un jorobadito que una vez descubrí
espiándome tras una pirca cuando llegué de mi
pueblo a comprometerme con Julia.
—Tienen que ayudarme a vengarme, esto no se
puede quedar así —les dije.
—Calma, cholo, calma —me dijeron—; a ver,
cuenta cómo ha sido.
Mientras les contaba, ellos se fajaban bien y
ahora estaban que buscaban sus chavetas.
Después, mientras las afilaban, yo me fui a verlo
a don Octavio para que me prestara su cuchillo,
ese grande, filudo, con el que pishtaba chanchos,
engañándole que iba a matar mi cochinito.
[251]
Óscar Colchado Lucio
Por boca de don Octavio me enteré al día siguiente que el Kullko había hablado en la tienda de don
Ciriaco Policarpo, que había venido a matarme y
llevarse a Julia a las minas donde se hallaba trabajando, que dos hombres contratados exclusivamente para eso lo acompañaban. Que me cuidara
que cualquier rato me desaparecería.
Me reí cuando me dijo eso, acordándome que
por una nadita no salió muerto él, que se salvó
gracias a su cuchillo que se doblaba como lata,
don Octavio, le dije burlándome.
Ahora la Julia me estaría esperando arriba,
en el layme, en la chocita solitaria donde vivíamos; más bien debía irme rápido, no fuera que el
kullko se asomara por ahí y me la raptara…
[252]
—¿El Kullko? —arrugó las cejas Julia cuando la
interrogué colérico qué había tenido que ver ella
con ese jorobado antes que yo la conociera.
—Nada —me dijo alzando los hombros—. ¿Qué
iba a tener yo con ese enano animal?
—Dicen que te asediaba —le dije—. ¿Es cierto?
Recien ahí se animó a contarme. Sí, el Kullko
animal la seguía por todas partes, pero en silencio,
sin decirle nada. A veces, cuando estaba yendo por
pasto o con su balde a traer agua de la acequia,
de repente sintiéndose observada ella volteaba y
descubría tras los puyós, un cerco o una piedra,
una cabecita que se escondía o una sombra que
se arrastraba. Era él. Pero ella jamás tuvo oídos
para escucharlo ni boca para hablarle. El Kullko
contaba a otros nomás su enamoramiento, y ella,
¡ja!, ni zonza que fuera para quererlo a ese feo, a
ese enano. Así, hasta que enterándose tal vez de
su compromiso, se desapareció del pueblo. Recién
ahora ella volvía a saber de él.
—Ha querido matarme —le dije.
—¡Ay taitito, qué dizque!
Sólo entonces me decidí a contarle lo ocurrido.
Pasarían dos semanas a lo más; yo, por precaución, lo llevé a la Julia con sus padres, y me
quedé solito en esa choza de la jalca, cuidando
las papas que estaban en día de florear.
Una tarde, ya a la oración, en la que el cielo
se hallaba cargado de nubes negras anunciando
tempestad, y el trueno y el relámpago empezaron a
alborotar, a cuartear el firmamento a la distancia;
yo, calapachándome, me puse a hondear en esa
dirección con terrones empapados de querosene,
a fin de alejarlo a la rancha, a la helada, para que
Cordillera Negra
joroba, por donde le cayera; pero el cuchillo desgraciado se doblaba nomás como si fuera de lata.
Hicimos lo que quisimos, y como el dueño
de la tienda, que recién salía, empezó a gritar, a
hacer alboroto, y de las casas salían los perros
ladrando y avanzaban sombras con garrotes,
dejándolos botaos nos largamos.
[253]
[254]
Pero ni en Uchugaga, mi pueblo, encontré tranquilidad.
Una tarde volvía yo de la puna después de
haber dado sal a mis chúcaros que por allí pastaban, cuando me agarró la mangada faltando
poco para llegar a la laguna de Punacocha. El
cielo estaba negro negro y los truenos lo hacían
estremecer los cerros. No había cuevas por allí
cerca y mis llanques se resbalaban a cada rato en
el ichu mojado haciéndome caer.
Desesperado, no sabiendo qué hacer, no sé
cómo vi abajo en una quebradita, al pie de la
laguna, una choza de paja que nunca antes había
visto. Será de algún pastor, dije, y bajé lo más
rápido que pude a pedir posada.
Una viejita bien viejita, canosita, de ojos medio
llorosos, salió a su puerta oyendo mis llamados.
—Dame posadita, mamay —le supliqué—, hasta
que pase la mangada solamente.
—Capaz mis hijos se van molestar —me dijo—,
medio de mal genio son.
—No hay de ser, mamacha; mira cómo estoy
bañadito.
—Pasa, pues —me dijo por fin—; pero es mejor
que te escondas en ese rincón, donde te voy a
tapar con costales.
—Gracias, mamacha.
No pasaría mucho rato seguro desde que el sueño
me estuviera venciendo, cuando de un de repente desperté sobresaltado al oír que los truenos,
como si hubieran bajado a reventar a la puerta de
la choza, hacían estremecer los callapos, ¡raqhaq!
¡pun run! sonando.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
no se llevara el espíritu de las papas y arruinara la
cosecha. En eso, afanado que estoy, no sé cómo volteo y descubro al Kullko y a los dos desconocidos,
prendiendo fuego a mi chocita. ¡Pucha!, lleno de
rabia cogí una piedra para mi honda y, apuntando
medio al cálculo nomás, tiré con toda fuerza. ¡Pojjj!
sonó la cabeza de uno de ellos, que no distinguí
bien quién fue. Y mientras buscaba otra piedra, vi
que arrastrándolo como sea sus compañeros se los
llevaban al Kullko por esa bajada. ¡Ya lo fregó! ¡Ya
lo fregó!, diciendo. ¡Parece que está muerto!
Cuando llegué a mi choza lo hallé en cenizas
todo, y como se desató la mangada con fuerza,
me fui a refugiar a una cueva cercana, metiéndome a las justas, porque casito me agarra un rayo
que chamuscó el pajonal ahí afuera.
Al otro día, unos pastores me socorrieron dándome un poncho para cubrirme, luego que dormí
desnudo totalmente tapado sólo con paja.
Llegando hasta los Chuqui, les dije que se
buscaran otro arariwa, que yo me volvía a mi
tierra llevándomela a Julia, antes que alguien me
acusara de haberlo matado a un hombre.
[255]
[256]
—¿No ha pasado por aquí cerca un hombre? —le
preguntaron. Mi corazón se quiso salir por mi
boca ese rato.
—No, hijos, nadie ha pasado —mintió la viejita
para mi alivio. Gracias mamacha, dije entre mí,
gracias mamallay.
—Caracho, ¿dónde se ha metido entonces?
—diciendo volvieron a salirse. La viejita los siguió.
—¿Y quién es ese hombre, hijos?
Hoy sí me fregué, dije entre mí.
Es uno que nos andaba hondeando con terrones empapados de querosene cuando era arariwa
en una chacra de papas.
¿Cómo? Pensé, ¿serán ellos los hermanos del
rayo: el trueno y el granizo?, ¿la rancha que le
decimos?
—Pero no es por eso que lo buscamos —yapó—;
es por otra cosa.
—Ah, vaya; por acá no ha pasado, hijos; tal
vez más arriba, por el camino.
—Bueno, mamay; ya volvemos.
Así diciendo se desaparecieron, mientras la
viejita se quedaba paradita a la puerta.
Asustado, para que la mamacha no dijera que
yo había estado mirando y escuchando. Me tapé
bien, haciéndome el dormido.
Pero de a de veras me había vencido el sueño,
porque, al despertar, era el nuevo día. Había buen
sol y los costales con que yo creía haberme tapado sólo eran pura paja brava, y no había choza,
ni mamacha, ni nada, sólo el cielo azulito arriba,
el nevado más allá, con sus aguas que bullando
iban a depositarse a la mamacocha. Las wachwas
alborotaban por ahí cerca, disputándose algunas
truchas. A la distancia, ¡lej! ¡lej! ¡lej! ¡lej!, volaban los pájaros de puna… No corría viento. Todo
estaba calmado.
¿Habré soñado? ¿Me resbalaría en el barro
y me habría golpeado hasta privarme? Piense y
piense bajaba yo por una ladera, mirando abajo
en la hoyada las casitas alegres de mi pueblo, con
las huertas orilladas de eucaliptos, donde alegres
alborotaban los sirguillitos.
—La mama Rit`i, la Nieve, fue la que te salvó
—me dijo el hanpeq de mi pueblo cuando fui a
consultarte de las pesadillas que tenía, en las
que siempre siempre se me aparecían el Kullko
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
En eso, un tropel se oyó que se aproximaba a
la choza:
—¡Mamá! ¡Mamá! —llamaron.
Asustado, sus hijos seguro diciendo, bonito
nomás me cubrí lo más que pude, pero dejando
siempre una aberturita para chapar.
Mi cuerpo se heló cuando los reconocí a los dos
que entraron: ambos eran sus amigos del Kullko.
[257]
Eso dijo el hanpeq; sin embargo, ellos determinarían otra cosa, porque cuando volvimos de la
puna, luego de hacer las ofrendas y los rezos,
ya no la encontré a Julia, mi mujer. Los que la
vieron irse, cargadito un atado, dijeron que de la
mano se la llevaba un kullkito, por arriba, por la
subida de Ayán, y que cuando los están viendo
se desaparecieron, como yéndose en dirección a
las montañas sagradas el Yarupajá.
Sin saber qué hacer, llorando me fui por esa
cuesta. La mangada se desató en esos momentos.
Corrí buscando un refugio, pero no bien avancé
un trecho, sentí que un rayo lo hacía estremecer
mi cuerpo y que mi rostro iba dar de golpe sobre
el pasto recién lavado, hasta quedar aquí donde
mis ojos se están cerrando…
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[258]
y sus dos acompañantes, agresivos, amenazantes, queriendo matarme cada vez—. Eso lo hizo
para que sus hijos no siguieran metiéndose en
problemas. Pero en de veras, esos dos hombres
son el trueno y el granizo, hermanos del rayo,
a quienes les gusta llevarse el espíritu de las
comidas para guardarlos en su troje al fondo de
la mamacocha, la laguna. Cargadas en mulas lo
hacen llegar allí las comiditas que se lo levantan
de los cristianos. A los arariwas o cuidakojs los
aborrecen, porque el querosene que les tiran les
hace arder los ojos como ají cuando se acercan.
Pero a ti —dijo viéndolo mi suerte en una vela
que llameaba—, te odian más porque lo mataste al Kullko; es que ese hombre era un illa, su
hijo de taita Illapa, el rayo, y este también ha
de estar colérico, esperando darte tu castigo.
Por eso no es bueno que andes solo por lugares
descampados.
—Ellos fueron los provocadores, yo no, taita
—le alegué.
—Quizá por eso mismo —me respondió— hasta
ahora el padre Illapa no te ha dado su castigo.
—Pero ¿y los otros? ¿Cómo haré, papay, para
que dejen de perseguirme?
—Calma ya no te perseguirán —dijo apagando
la vela—; para eso vamos a hacerles despachos,
vamos a rezarles al pie de la mamacocha cerca
de Mama Rit´i…
[259]
De dioses y demonios
Cordillera Negra
H
as de saber, hija, que al dios arco iris
Tulumanya mucho le gusta perseguirnos a
las mujeres, sobre todo a las muchachas como tú.
Cuando nos envuelve, clarito se siente que pica
por todo el cuerpo, medio cosquillando todavía.
Para sanarse de ese mal es bueno hervir hilos de
colores entreverados con polvito de cuerno de
carnero negro, ajos y hojas de pachacrá. Una vez
que los hilos se destiñen, recién se toma.
Por eso hay que tener cuidado de no acercarse
así nomás a los lugares donde nace el arco, que
es un gato negro con ojos por donde salen los
colores como lanzados por reflectores… Una vez
yo sin darme cuenta me lavé en un puquial donde
nacía el arco. Al advertirlo, me alejé corriendo,
pensando que mi cuerpo empezaría a picarme;
pero no sentí nada, ni ese día ni durante otros.
Fue después de algunas semanas todavía que me
di cuenta que mi barriga estaba hinchada, y que
[261]
dara. Pero en eso en que la señora estaba con sus
dolores, ¡ploc!, reventó algo así como una bolsa
llena de aire cuando se le aplasta; y dicen que
una criatura rubia, con su pelito como la candela
todavía, veloz salió corriendo, perdiéndose en la
oscuridad.
Esa experiencia la volvió más precavida a
la curandera. Por eso cuando otra mujer salió
embarazada del ichic ollco, ella le dijo, Para
que no se nos escape, prepara una olla de barro
nueva, sin uso, ahí lo vamos a hacer caer el día
del parto; es bueno agarrar al duende porque trae
suerte… Y de veras, con todas las precauciones
esta vez, en cuanto cayó nomás taparon la olla. A
los dos días, cuando fueron a verlo, el duende ya
no estaba, se había escapado dejando su caquita
de puro oro como pago de su libertad. Más allá,
saliendo de la casa, encontraron en el suelo su
rastro como de babosa.
El taita Orko, el espíritu de los cerros, también mucho se aficiona de las jóvenes, hija.
Dejando de ser halcón o cóndor que anda revolando entre las nubes, tomando la forma de
un gringo buen mozo, de barba rubia, vestido
con chamarra, pantalón de vicuña y ojotas, se
presenta. A su hija de tu tía Agucha, la mayor,
una muchacha bonita, delgadita nomás, así se
le había presentado un día cuando se hallaba
pastoreando. Vamos, entra, le había dicho el Orko
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[262]
cada vez se iba inflando más. Como ya estaba
comprometida con tu taita, pensé que estaría
encinta. Mas cuando me fui a verla a la curiosa,
doña Laga Tomasa, que vivía por abajito por la
Kolpa, me dijo que el arco iris, el dios Tulumanya, me habría empreñado. Entonces empezó a
darme bebidas, a curarme, a fin de botarlo. Mi
ropa se quedó impregnada de uno como líquido
blanco, baboso, que después cuando lo vimos
con la curandera, casi me muero de susto: era un
gusano larguito, como del tamaño de un dedo,
parecido al lacato, con dos cuernitos…
Del ichic ollco o duende hay que tener cuidado
también; así como al arco, le gusta de igual modo
empreñar a las mujeres… A una señora de abajo,
de Aitumanga, la cubrió en la quebrada, sin que
ella recuerde ni cómo ni en qué momento. Ella
estaba lavando ropa, todo distraída, cuando de
un de repente se asomó dizque uno como un
niñito nomás, calatito, tocando su tambor. Ella
se levantó asustada, iba a correr, pero menos mal
que el otro desapareció… Conforme pasaron los
días se dio cuenta que estaba preñada. Igual que
cualquier mujer enfermó y a los nueve meses
debía dar a luz. Le dijeron que el parto era más
doloroso que para cualquier criatura normal. Por
eso una curandera tuvo que venir a atenderla…
Junto a la cama de la parturienta puso sal la
mujer, para que el ichic ollco ahí nomás se que-
[263]
al aire, él las posesiona con sus rayos tibios,
agradables, que producen una somnolencia dulce
mientras las va preñando. Después dan a luz un
niño blanco, rubio, como el padre.
Pero a diferencia de los dioses bondadosos,
que sólo se aficionan de las muchachas para
dejar su semilla; al Supay, el diablo, lo que más
le importa es hacernos caer en el pecado o buscar
nuestra desdicha. A veces, tomando apariencia de
cristiano se nos presenta, como se le presentó a
mi prima de segundo grado doña Fidela Cotrina.
Ella era joven entonces y la asediaba don Llupico
Yucra, un hombre casado, natural de Maraybamba… La Fidela, de tanto que el hombre la fastidiaba, se había enamorado también, sin importarle
ya su mujer ni sus tres hijos. Cuando se hallaba
sola, pastoreando sus borreguitas por el alto de
Machajuay, piense piense en él nomás paraba.
Hasta que una vez, en eso que está pensando,
lo vio asomarse a lo lejos, sonriendo, itacado su
ponchito. Ella, feliz, corrió como nunca antes a
los brazos abiertos que él le ofrecía. Vueltas y
vueltas se besaron ahí sobre la huaylla, se amaron… Pero ese hombre no había sido don Llupico,
sino el espíritu malo; porque cuando ella llegó
a su casa estaba transtornada, feo los volteaba
sus ojos riéndose, hablando sólo de don Llupico,
diciendo que se iba a casar con él, que así se lo
había prometido después de hacerla su mujer… Su
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[264]
llevándola con engaños, hasta un cerro que se
abrió dejando una entrada como puerta; entra,
conocerás mi casa. Cuando ingresó, la muchacha
dizque vio adentro, toda asustada, que las cosas
que habían eran de puro oro y plata, y que más
adentro se extendían campos llenos de ganado,
donde las llamas y las alpacas cubrían como
nubes los cerros. El pasto era verdecito y discurría
entre árboles altos y corpulentos, agüita cristalina. Cantarinas sirguillitos alborotaban el lugar…
Allí el dios la había hecho su amante. Un día la
muchacha, ya lo ha olvidado, cuando su mamá,
su taita, sus hermanos, se habían cansado de buscarla, de un de repente apareció acompañada de
un wambracha rubio, bonito, gringuito. Pero no
llegó a la casa de tu tía Agucha, sino a la choza de
su hermana Antonia que vivía al pie del camino
a Parobamba. Ahí a ella le había confiado que no
quería que sus padres la vieran porque no iban a
dejarla volver. Por nada ha querido dejarme venir
el Orko, tanto le he suplicado, y ha aceptado sólo
para darles aviso que estoy bien, que de mí no
tengan pena; este es mi hijo, conócelo. Así diciendo se había vuelto. Al wambracha yo también
llegué a verlo. Pasaron por mi lado cuando regresaba del molino. Bonita criatura, para no creer…
De taita Intip, el padre Sol, también hay que
tener cuidado. A veces cuando las muchachas
amanecen destapadas, con su cuerpo calapacho
[265]
muchacha dijo que era de un forastero apellidado
Ochante, que había venido dizque de Tauca para
la fiesta. Y cuando nacieron los otros, ya no dijo
nada, aunque siguieron apellidándose Ochante
y no Huamaní como ellos. El forastero nunca se
dejó ver.
Cuando Timoteo Ochante, el hijo mayor, ya
hombre, se separó de Eusebia, su primera mujer,
para casarse con otra; aquella, colerosa como estaba, ante tanta gente reunida en el velorio de don
Brígido Domínguez, dijo, ¿Ah, sí?, está bien pues
que se case con la Adelaida, que ahora sea ella
ya también quien se afane trasquilando su rabo.
Como no le entendimos bien, contó que el Timoteo
tenía un rabo pequeño, pero gruesito, con cerdas,
que cuando estas no eran recortadas le ofendían.
Masque han de poner atención, decía, cuando se
sienta nunca se sienta de frente, sino de costadito
nomás porque su rabo le ofende…
Las mismas personas se pueden volver demonios, hija, por el delito de vivir entre familias
carnales. Antes de morir, esas personas ya penan
convertidas en animales espantosos como las jarjachas, que son unas llamas con dos cabezas, de
lanas sucias como estropajos que cuelgan de sus
cuerpos sarnosos, pestilentes. Las almas pecadoras se desprenden de su cuerpo durante el sueño
para salir a vagar por cerros, encañadas, por
sitios donde hay tierra pesada, tierra de muertos
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[266]
mamá, asustada, no sabiendo qué hacer, se fue a
verlo a don Llupico. Él se negó que se hubieran
visto con la Fidela, alegando que ese día para
nada se había movido de su casa porque estuvo
ocupado pishtando chancho con su señora, sus
hijos y más sus parientes que habían venido de
visita de Maraybamba. Que ellos eran testigos…
Desesperada tía Petrona, luego de varios días que
su hija seguía en el mismo estado y más aún se
estaba empeorando, le suplicó a don Llupico que
viviera un tiempito con su hija a ver si asina se
sanaba. Él consultó con su mujer, y ella, compadecida como era, estuvo de acuerdo. De ese
modo, no sólo un tiempito vivieron, sino varios
años, hasta su muerte de la pobre Fidela, que no
mejoró, llegando a tener dos hijos más bien, que
nacieron normales felizmente.
A veces el enemigo, hija, sin dejarse ver nomás,
se halla en nuestro junto mal aconsejándonos,
tentándonos para que pequemos entre parientes
cercanos o entre comadre y compadre. Por eso
no hay que tener mala cabeza, porque puedes ser
causante para que tus hijos nazcan deformes o
con cola de cerdo. Yo me acuerdo de dos hermanos, varón y mujer, que vivían en Pargay, junto
a Huinllurca, dedicados al pastoreo y a la siembra. Sus padres habían muerto y la soledad los
iría juntando poco a poco seguro, hasta terminar
haciéndose de hijos… Cuando nació el primero, la
[267]
si no se humillaban así, en seguida los mandaba
flagelar con su mayordomo o sino él mismo los
hacía encogerse a zurriagazos. Dicen que hablaba: el día que me muera los diablos van a querer
cargárselo mi cuerpo, pero yo me voy a ocupar
de que no lo hagan. Y para eso hizo construir
un ataúd con tres cajones: el primero de madera,
el segundo de bronce y el tercero de acero; este
último para que los diablos no pudieran acercarse.
Su tumba está en un lugar rocoso, algo alejado
de su hacienda, con otros nichos de su familia al
lado; hay escalinatas de piedra para subir hasta
allí mismo. El día que yo muera, había dicho,
temblará la tierra. Y de veras, su boca se acertó: el
día que lo llevaban a enterrar ocurrió el terremoto, ese año en el que quedaron sepultados varios
pueblos y murió tanta gente. Dejándola tirada su
caja los acompañantes habían corrido, y como
a los quince días todavía lo enterraron. Actualmente, con tantos temblores que hay por estas
tierras, la entrada de su nicho se ha resquebrajado
y ha quedado un hueco por donde se puede meter
la mano y tocar el ataúd de acero.
En las relaciones de las mujeres con los curas,
también tiene que ver el demonio. Me acuerdo
de la Claudia Churata, mi lechigada que era,
con quien aprendimos a firmar juntas nuestro
nombre bajo las enseñanzas del Manco Shishi,
el único leído en el pueblo. Ella, siendo mujer
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[268]
sobre todo. Gritando como pavos, ¡kar! ¡kar!
¡kar! corretean haciendo tronar sus dientes en
las noches oscuras o bajo la luz de la luna… Mi
abuelito Domingo, que era bien valiente y hasta
una vez había peleado con un puma, una noche
cuando volvía solo de la toma de agua, se había
dado cuenta que una sombra lo venía persiguiendo. Entonces él, sacando su correa, la esperó
bien plantado en el camino. Era una jarjacha que
botando candela por la nariz y la boca, se fue de
frente a atacarlo. Él a puro correazos por la cabeza, por el lomo, por donde le caiga, la hizo humillarse hasta hacerle decir, ¡Ya no me pegues!, ¡ya
no me castigues!, yo soy tal persona, vivo con mi
hija, por eso estoy castigado a vagar convertido
asina. Y mientras hablaba, se fue transformando
en un hombre togado, un hacendado, que se
quedó quejando en el camino mientras mi abuelo
se alejaba. Ese hacendado había sido un tal Carlos
Bocanegra, dueño de Huataullo, quien convivía
no con una, sino con sus tres hijas. Ese demonio
había dicho una vez refiriéndose a su madre, si el
lugar por donde salí está allí, por qué no puedo
entrar por ahí mismo. Y había tenido relaciones
carnales también con ella. Decían que ese hombre
era malo, muy malo. Cuando alguien llegaba a su
hacienda tenía que tocar tres veces una campana
que había junto a la tranca de entrada y saludarlo
bajando la cabeza con el sombrero en la mano;
[269]
como las que dejan las espuelas en el costado de
las bestias.
Cuando en un pueblo abundan los pecados
y es mucha ya la corrupción, hija, los espíritus
bondadosos de lo alto: Intip, Illapa, y los de
acá de la tierra: los wamanis, la Pachamama y
a veces hasta el mismo Amaru, se enojan malamente y mandan feos castigos, como huaycos,
aluviones, granizadas, terremotos, pestes, hambrunas… Al Supay también lo ponen en apuros
tratando de desaparecerlo, taita Illapa sobre todo,
que lo persigue por todas partes, disparándole sus
rayos; pero el demonio maldesao se para escondiendo tras las personas; por eso es malo andar
por los sitios descampados cuando hay tormenta;
por acertarlo al Supay, taita Illapa nos puede cascar a nosotros nomás y matarnos. El diablo más
para, dicen, por los lugares donde hay entierros
de abortos, y es por eso que por esos lugares es
donde más cae el rayo.
Cuando uno anda por esos sitios malapartes
es bueno llevar un anillo o una cruz de acero,
coquita pa valor, sal y ruda. A las criaturas hay
que prepararles una bolsita chiquita de trapo,
para que la ollquen en su cuello o la lleven
amarrada a su faja. Además de ruda, hay que
ponerles ajos y alcanfor. Si no las llevamos así,
los cerros chúcaros, los jirkas malignos, pueden
comérselo su corazón, tal como se lo cachcaron
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[270]
madura ya, solterona, vivía dizque con el cura
de Sihuas, que siempre siempre llegaba con cualquier pretexto: un bautizo, un matrimonio o una
misa de difuntos. La gente hablaba diciendo que
por las noches, convertida en nina mula, la Claudia era cabalgada por el demonio en forma de
cura sin cabeza. Varias personas decían haberla
visto bajar por la quebrada, respingando, con el
demonio en su encima llevándola bien cogida
de los cabellos como si fueran bridas… Bueno,
yo no llegué a verla asina, pero en cambio lo
que sí tengo recuerdo es que cuando ella estaba
grave, ya próxima a morir, los que la cuidábamos en su lecho, oímos a medianoche, afuera, el
relincho de un caballo primero, ¡hiiiiii! ¡hiiiiii!,
y después el galope detrás de la casa, ¡pututún!
¡pututún! ¡pututún!, acercándose o alejándose…
De un de repente cuando nos descuidamos, clarito sentimos que entraba a la habitación algo
así como un viento y que la sacaba a la Claudia de su lecho. Asustadas las acompañantes
miramos la cama y la vimos vacía… Corriendo
salimos afuera y la agarramos cuando ya se iba
lejitos… Pero otra vez ocurrió igualito, y otra;
el menor descuido y ya la veíamos de nuevo
saliendo de la casa… Así, de tanto cuidarla, nos
venció el sueño. Al siguiente día, alrededor de su
boca, amaneció señalao señalao la marca de las
riendas y sus pechos también llenos de heridas,
[271]
Por eso, es malo dormir en el campo sin ninguna protección o sin hacerle ofrendas a los jirkas
chúcaros o sin escupir en dirección adonde se
hallan, en señal de saludo. A veces, tomando la
forma de algún animal pueden acercarse también
a hacerle daño a uno, como al Eulogio, su hermano
de la Nicolaza Ponte, quien se había dormido en
una huaylla junto a un ojonal, al pie de un cerro
chúcaro. Al despertarse, un gatito estaba sentado a
su lado, y cuando quiso agarrarlo desapareció de
su delante. De ahí nomás su boca del pobre hombre
se torció y empezó a formar pus. Su mamá, que
era curandera, logró mejorarlo de lo que se estaba
pudriendo; sin embargo, ya no quedó normal.
Pero antes que a los jirkas chúcaros son a los
apus buenos a quienes no debemos olvidarnos
de reverenciarlos, hija. No hay que permitir por
nada que su cólera se desate. Haciendo ayuno,
comportándonos como ellos desean y haciéndoles despachos con coquita, ron, sangre de los
animalitos, lograremos su bendición, haremos que
den su milagro para que haya lluvias, abundancia
de cosechas y aumento de nuestro ganado. Que
no vuelva a ocurrir, dios taytito, por nuestro mal
comportamiento, ese castigo que padecieron nuestros bisabuelos con esa hambruna que hasta hoy
nos espanta, donde las lluvias se ausentaron por
años, desaparecieron los manantiales y las chacras se volvieron polvorientas. La gente lloraba,
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[272]
de tu hermanito el mayor cuando con tu taita
volvíamos de Quiches. La mangada nos agarró
a medio camino en un feo paraje y tuvimos que
buscar refugio entre las peñas. Bajo una tremenda roca que con el terremoto se había desprendido, quedándose medio inclinada, nos guarecimos y nos resignamos a pasar allí la noche.
Durmiendo cuando estábamos, sentí en medio
de la oscuridad que tu hermanito se deslizaba
de mis brazos hacia abajo por entre el poncho
con el que estábamos tapados. Recuperándolo,
asustada, me quedé pensando, sin despertarlo a
tu taita. ¿Qué?, dije entre mí, ¿me habrá parecido que lo arrastraban? A partir de esa hora ya
no pude dormir. La lluvia había calmado, pero la
noche estaba muy negra. En eso, clarito cuando
estoy sintiendo, alguien se lo jala de nuevo por
entre la cobija. A las justas lo empuñé cuando
ya se estaba escurriendo por mis pies, llamándolo asustada a tu taita, ¡Agapito!, ¡Agapito!,
que roncaba al lado. Él salió, ¡Qué pasa!, ¡qué
pasa!, diciendo. Pero afuera no había nada, sólo
el silencio… A los pocos días nomás, la criatura
empezó a aguadijarse, a tener fiebre, a ponerse
muy mal. La llevamos a una curandera, y ella
pasándole un cuy nos dijo que estaba comido un
pedacito de su corazón y que era muy difícil ya
sanarlo; aun así hizo la prueba de curarlo, pero
al mes falleció.
[273]
Viejo puñalero
Faltando poco para que alguien muera,
su alma vaga recogiendo sus pasos, vestido
igualito como en vida, con poncho,
con sombrero, con llanques…
«L
a Tomasa tiene su casero, don Pedro», le
habían dado cuento.
Entonces el viejo se emborrachó, montó en su
mula, se arremangó el sombrero y se aseguró que
su cuchillo no faltara en su alforja.
Esa noche la luna salió blanquita, y él vio que
la Virgen hilaba. Pero ni eso le conmovió. «Ni
el ángel de su guarda la va a salvar, carajo». El
viejo estaba herido en lo más profundo. La rabia
le quemaba.
Fea, pedregosa, era esa cuesta. Pero ya había
pasado la quebrada. A esa hora en que todo era
silencio.
Allá lejitos sobre el cerro estaba la choza, a un
costado del camino.
Altos los eucaliptos parecían contemplarle
recelosos toda esa travesía.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[274]
los animales se comían entre ellos y las aves en
pleno vuelo se caían. El único lugar donde había
unos ojitos de agua era en el cruce del camino
entre Aitumanga y Warakuy y también, de veras,
en Ambrashkolpa. Todas las noches mi bisabuelo,
o tu tatarabuelo, dicen que regaba sus papitas, su
cebadita, su triguito, trayendo agua en porongos,
plantita por plantita. Los apus harían su milagro
seguro para que sus papitas se ullullmaran, frutearan de nuevo, después de la primera saca. A
él solito la gente de todas partes acudía a verlo
trayendo de regalo sobrecargas, monturas, sogas.
Y él les obsequiaba triguito, cebada o papas,
poquito poquito a cada uno para hacerlo alcanzar… Cuando algún granito de trigo o cebada
se caía, perdiéndose en alguna rajadura de las
piedras o en la tierra misma, a golpes dizque se
agarraban quitándose, y lo sacaban ayudándose
con agujas, palitos o espinitas; pero no lo hacían
perder por nada…
Todo esto que te acabo de referir, hija, es para
tu bien, para que tengas cuidado y no caigas así
nomás en la tentación; para que mañana más
tarde no digas: mi mamita no me dijo, no me
advirtió, y vayas a maldecirme. Guárdalo bien en
tu memoria. Háblales también asina a tus hijos
cuando tengas, para que sean buenos comunrunas y no anden después llorando, lamentando su
mala suerte, su fatal destino…
[275]
Hacia el Janaq Pacha
P
or los caminos del zorro habría venido.
Y tú mirabas, mirabas desde la plaza los blancos caminitos de nube estirados en los cerros.
¿Desde arriba? ¿Desde el Janaq Pacha?
Quién sabe.
¿Pero ella sería de veras?: la Emicha Huayhua,
¿tu madre?
Dudabas.
¿No estaba pues muerta? ¿Acaso los militares no bombardearon a la columna entera
desde un helicóptero? ¿No viste tú mismo sus
huesos calcinados en esos carrizales a orillas
del Apurímac?
Seguías dudando, ahora que la habías visto,
llamándote desde una esquina de la plaza, botadito así como te encuentras, sangrando por nariz
y oídos, sin sentir la helada que como lana cae
sobre tus dientes.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[276]
A poca distancia de la choza, el viejo decidió
esconder la bestia y avanzar sigiloso a pie.
El reflejo de un cuchillo avanzó como una
luciérnaga entre el monte.
Los perros aullaron con voz filuda en el momento en que el viejo vio salir de la casa la silueta de
un hombre.
Gramputa, ahora vería. Dos candelitas sus ojos.
Como si nada, el jijuna bajaba por el camino itacado su poncho. No tardaría en pasar por su lado.
Al fin lo vio de cuerpo entero. No pudo distinguir su rostro. El ala del sombrero oscurecía
su cara.
Los eucaliptos se agitaron con una súbita ráfaga.
Ni para pedir perdón le daría tiempo.
Como un puma saltó cogiéndole del cuello
con un brazo y con el otro le metió por la espalda
dos, tres, varias puñaladas… De un empellón lo
arrojó de bruces sobre el camino.
Soberbio, en jarras, el viejo lo contemplaba
ahora, tratando de reconocerlo a la luz de la luna.
Esperaba que el otro, en el estertor de la agonía, levantara el rostro para saber por quién y
por qué moría.
Y ahí nomás, cuando ya estaba por lanzar una
grosería, se quedó mudo, tembloroso, al reconocer
en el otro su propia sombra agonizante, mientras
sentía en la espalda un dolor de cuchilladas y que
la muerte se atracaba en su garganta…
[277]
Estás viendo cómo tapan tu cuerpo con tierra,
cómo algunas mujeres lajpirean diciendo, Guagua todavía era pues, por su madre se metería
en esto.
¿Tu madre?
Vuelves a reparar por donde la viste hace un
rato nomás, y nada; por arriba, por la cuesta
Escalón, tampoco. En eso, tu tío Sabino aparece
más bien. Acaba de detener sus burros para mirar
tu entierro. Te acercas. «¿Tu madre?», está viva,
te dice, «te espera más arriba, acabo de verla».
«Mentira, le respondes, «mentira, tú también estás
muerto». Entonces, sin responderte, empieza a
empujar sus burros para que avancen, para que
sigan su camino.
Y mientras una cruz están plantando sobre
tu sepultura, triste acabas de ponerte viendo el
caminito tras la loma del cementerio, por donde
anoche nomás llegaste con los guerrilleros a dar
dizque escarmiento a los traidores, a «hacer sentir
la autoridad de la revolución», según fueron sus
palabras del mando: el camarada «Wence». Y ahí
te estás viendo ahora, envuelto en piel de carnero
como los otros, entrando por la quebradita entre
los alisos que por allí forman un bosque. Y en tus
oídos suenan todavía, entreverado con el cull cull
del agua, la voz del vigía de los ronderos, gritando,
¡Nos atacan los terrucos!, ¡nos atacan!, mientras
corre saltando piedras y soltando tiros al aire,
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[278]
Ya amanecería. Ya asomaría en el cielo alto de
la madrugada el cuchi pishtag, el lucero que hace
sangrar el amanecer.
También los ronderos vendrían, agarradas sus
hachas, sus picas y carabinas viejas a ver si el niño
senderista, «el wambra terruco», seguía vivo.
Y como si tu pensamiento los hubiera traído,
oyes sus pasos entrando en tropel a la plaza, sus
voces aguardentosas que reniegan y carajean;
pero tú ya estás en las últimas y apenas los sientes llegar junto a ti, cuando el último hilito de
aire se te escapa…
Ya ahora con el cuerpo liviano, como pedazo de neblina nomás que fueras, paradito estás
viendo desde un costado de la plaza, cómo a tu
cuerpo lo están pateando.
Taita Intip, que acaba de salir, derramando
está su oro tibio, medio sangroso, por las lomadas y cerros altos.
Y mientras las mujeres parlan alborotando
la mañana al igual que las torcazas ahí en los
eucaliptos, los hombres, que han traído sus picos
y palas en vez de armas, arrastrándote están a
una esquina de la plaza.
—Aquí, aquí —dice el teniente gobernador,
bufanda al cuello, sombrero shillpiento—, aquí
de pie con los brazos abiertos como una cruz,
mirando el camino de Antacocha; para que
nunca más entren por este lado los terrucos.
[279]
Tú mismo abres bien tus ojos, pero no la ves
a ella por ningún lado.
—¡Ya se desapareció, se fue tras su casa de
doña Tomasa!
—¡Qué dizque! Ella está muerta, ¿no lo sabían?
—Pero… ¿y las flores?
—¿Y las flores?
Ahora están corriendo. Tú mismo estás
corriendo.
Ahí están las flores, frescas, silvestres. Las levantan, las huelen… ¿De dónde las traería? Del otro
lado del río Pampas seguro, sólo por allí había, y
en un solo sitio: en Atoghuarco. ¿De Atoghuarco?,
¡manam!, ¿quién podría subir a esa fea pendiente
de purita roca viva y puntas como cuchillo? Pero
ella iría, su hijo era, ¿no lo sabían? ¡Achachay!,
alma condenada sería ahora. O wayra warmi, quién
sabe, mujer de viento. ¿Acaso?, mujer del arco iris
tal vez, del dios culebra Tulumanya…
Dejas de oírlos porque ahora estás yendo al
encuentro de Sabino, que nuevamente viene
arreando sus burros, sin nada, como cuando volvía de Ocros cada que bajaba llevando carga de
don Zaragoso.
Medio molesto te mira. Qué esperabas, tu
madre aguarda en el camino que va a Changa.
¿A Changa? ¿Por ahí por donde decían que
se iban los muertos?, ¿por ahí desde donde se
despedían para siempre del pueblo?
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[280]
después de haber sospechado seguro que esa manada no era manada… y ahí fue que aparecieron de
todas partes patrullas de ronderos y más comuneros
con sus mujeres y perros, y ahí mismo fue también
que ustedes reventaron dinamitazos y soltaron el
fuego, entre vivas a la lucha armada y mueras a
los traidores. Dos, tres, cuatro ronderos cayeron
ahímismito bañados en sangre, luego un comunero, después una mujer… Eso les alocó a los perdidosos que ahora sí disparando, lanzando piedras
con honda y enfrentándose a garrotazos y cuerpo
a cuerpo empezaron a hacerlos retroceder a «los
compañeros» y después hacerlos escapar a lo «qué
cuenta tengo», dejando regaos sus muertos, entre
hombres y mujeres. Tú mismo caíste herido por una
pedrada en la cabeza lanzada con honda cuando
detrás de unos puyós arrojabas tarros con dinamita.
El teniente gobernador, saltando sobre hortigones,
piedras, charcos, gritaba alocadamente persiguiendo a los últimos, ¡Ganamos! ¡ganamos!…
Ahora están enterrando a tus otros compañeros, luego de haberlos sacado arrastrando del
local del municipio. «Uno en cada esquina» dicen,
«para que cuiden la entrada al pueblo»… En eso,
alcanzándose huashco los hombres cuando están,
alguien grita señalando tu sepultura al otro lado
de la plaza, ¡Miraran!, ¡miraran! ¡La Emicha acaba
de dejar flores sobre la sepultura del wambra!
—¡Dónde! ¡dónde! —se vuelven a mirar todos.
[281]
pueblo a vengar la muerte de tu madre, de tu tío
y de los demás combatientes caídos, y te pidieron
incorporarte al Ejército Popular, compañero…
Y ahora que tu tío acababa de perderse por
el camino de la Kolpa, te vuelves hacia la cuesta de Changa… ¡Vaya!, por fin puedes verla de
nuevo. Allí está ella, tu madre, avanzando, como
flotando entre las cortaderas que ondulan con el
viento, con su vestido que flamea.
En sus ojos pardo-oscuros se estará llevando
quién sabe el amargor de la tierra.
Ahora se ha vuelto a mirarte, paradita entre
los penachos blancos de las cortaderas, y está que
te llama agitando la mano.
Pobre tu mamita. Esta vez no se iría sola.
Te apuraras. El sol ya caía. Y los caminos se
estaban cerrando.
Itacado tu poncho subes la cuesta.
Sentada en una loma donde verdea el pasto,
ella te espera.
Un caminito de nube se asienta sobre la cima.
¿Hacia el Janaq Pacha, el mundo de arriba?,
piensas, ¿por allí?
Desde el río sube silbando un vientecito helado. Tristes y solas parecen quedarse las casitas
del pueblo, ahora que los comunrunas, bajo el
bosque de aliso, llevan cargados sus muertos
camino al cementerio…
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
[282]
Ajá, por ahí mismo.
Y él, él ¿adónde iba?
«Yo me voy aparte, por otro camino».
Hay tristeza y cansancio en su rostro. Te fijas
en sus manos. Sangran allí donde antes hubo
dedos. Pobre, estará vagando por la tierra buscando «años», esa hierba que hace crecer los dedos a
las almas que los han perdido intentando subir el
Coropuna, la montaña más alta donde viven los
auquis y los espíritus de los runas muertos, afanados en sus ocupaciones que tuvieron en vida.
Y mientras se alejaba, medio lloroso, te entra
a ti también un sentimiento, más que esa vez en
que se lo llevaron los senderos, Vamos a la guerra grande, compañero, diciendo, cuando araba
con sus bueyes su chacrita. Él no quiso ir. Pero
igual nomás se lo llevaron, dándole un revólver
viejo para que se defendiera… Y como el abuelo
estaba por morirse de pena, una tarde la Emicha,
tu madre, advirtiéndote que cuidaras al chachilla,
se fue a darles alcance a los compañeros cuando
pasaban por la altura, a suplicarles que lo dejaran
volver a su hermano.
Pero a ella también se la llevaron, y el abuelo,
más que por Sabino, murió por ella, por la hija…
de ahí no supiste nada de ellos. Hasta que alguien
trajo la noticia de sus muertes… Y cuando volvías
de ver ese carrizal bombardeado, te topaste con
el pelotón guerrillero que dizque estaba yendo al
[283]
[Glosario]
Cordillera Negra
achachay: ¡qué susto!
achallau: ¡qué bonito!
achic: brillantez, resplandor, gran luminosidad.
allauchi: pobrecito.
allko: perro.
allau: pobre, desdichado.
anaychi: interjección que denota pereza
(equivale a ‘no tengo ganas de hacerlo’).
asina: así.
anchado: cogido, sujeto.
bijuquiar o bejuquear: equivale a comparar
con un bejuco en movimiento.
calapacho: calato, desnudo.
cachaco: policía, militar.
caja: bombo chico.
callapo: horcón.
cancha: maíz tostado.
challhua: pez de río.
Cordillera Negra
cachucha: kepis.
[285]
charquear: salar y poner a secar al sol la carne.
chasnar: sonido del agua al hacer contacto
con un cuerpo candente.
chilca: arbusto de tallo delgado y hojas menudas.
china: mujer joven.
chirapear: llover con sol, dando lugar al arco iris.
chiuche: niño, chiquillo.
cho: amigo.
cholito: niño mestizo.
chúcaro: cerril, salvaje.
chucro: seco y duro.
chuncha: recelosa, apocada.
devisar: perderse en la lejanía.
gro: trago (mezcla de alcohol, té y limón).
guagua: niño de pecho.
hom: hombre.
huacho: oveja, huérfano.
huallqui: compañero.
huanquilla: danza, grupo danzante.
huajayllar: reír, carcajear.
huashco: trago (mezcla de alcohol con té u otra
yerba aromática).
huaylla: pasto, grama, grass.
huayunca: lugar donde se guardan las mazorcas
de maíz.
huicapear: arrojar.
huishtuquear: forma de caminar de quien
tiene los pies torcidos.
itacar: terciar el poncho al hombro.
jalca: puna.
jipar: hipar, respirar con dificultad.
jushga: curioso.
kuya kuya: filtro, bebida o amuleto para hacerse
amar.
ketu siki: rabona, mujer que suele acompañar
a los soldados en las marchas y en campaña.
lajla: alabancioso.
laya: modo, manera.
lic-lic: ave de la puna.
llanque: ojota, sandalia de jebe.
lloque: arbusto de madera dura.
lliclla: manta que usan las mujeres.
lloclla: torrentera, violenta corriente de aguas.
macollar: llenarse de follaje.
machca: harina de trigo cocida.
machucar: aplastar.
magana: mazo pequeño para tocar la caja
o bombo.
Cordillera Negra
chapar: coger / mirar.
[287]
mana válej: flojo, débil,
que no sirve.
mangada: lluvia intensa, tormenta.
mashua: tubérculo parecido a la oca.
masque o masqui: sin significación,
sirve para enlazar palabras.
matancar: llevar al hombro.
millcar: llevar algo en la falda recogida
como bolsa.
minga: minka, persona que participa
en un trabajo colectivo.
mishti: misti, señor, hombre poderoso.
miskipar: gustar, saborear.
muchar: besar.
mullpo: polvo.
muñá o muña: yerba aromática y medicinal.
nuna o runa: hombre.
ñusta: princesa inca.
Óscar Colchado Lucio
ñutu: hecho trizas.
[288]
oiganes: equivale a ‘ustedes que me escuchan‘.
pachaca: grupo danzante.
palla: mujer danzante.
panatahua: danza de la etnia del mismo nombre.
parva: lugar donde se cosecha el trigo.
pashtañahui o gashpañahui: ojos con pestañas
rizadas.
peyllé o paylla: retribución al peón o jornalero
por el trabajo realizado.
picsha: pequeña bolsa de cuero en el que
se deposita la coca.
pirca: muro ancho de piedra.
pishtar: degollar.
poyo: asiento de adobe y barro arrimado
a la pared.
puquial: manantial.
quipi o quipe: atado que llevan las mujeres
a la espalda.
quirma: camilla rústica para transportar heridos
o enfermos.
queresa: moscardón azuláceo, aparece cuando
hay carne en estado de descomposición.
reparar: mirar.
rompe: víspera.
roncadora: caja, bombo pequeño.
ruchuco: arbusto espinoso de frutitos rojos.
shingo: gallinazo.
shojmar: frotar.
shucaqui: jaqueca.
sirguillito: especie de canario.
intip: sol.
Cordillera Negra
mallmar: bullir.
[289]
taita mayo: se refiere al Cristo de Huaraz cuya
celebración es en mayo.
Camino de zorro
tatau o atatau: ¡qué asco!
tanco: bajo, empatado.
taruka o tarugo: venado.
temple: valle cálido de la sierra.
terciana: paludismo.
togao o togado: señorial, distinguido.
tuktupillín, putilla o piturrín: avecilla del tamaño
de un gorrión, de pecho y moño rojo, y alas negras.
vara de campo: autoridad india.
wachwa: pato silvestre.
wayra: viento.
warmi: mujer.
wiku: enfermedad en el que se pudre el hueso.
Óscar Colchado Lucio
wirakocha: antiguo dios incaico; nombre que
se da a los señores de la clase alta cualquiera
que sea su raza.
[290]
aclla: joven escogida para el culto al dios sol.
achachay: interjección que denota miedo.
achallau: ¡qué bonito!
allko: perro.
amancay: planta silvestre de flores amarillas.
amaru: serpiente mítica, culebra de gran tamaño.
amonser: se traduce por “hacer de cuenta”.
añojo: toro joven.
asina: así.
ayataki: canción de los muertos.
ayla: rito de iniciación sexual de los jóvenes.
burro achické: burro que come gente.
cachaco: policía, militar.
calapacho: calato, desnudo.
yanasa: amiga.
callapo: horcón.
yana puma: puma negro de gran ferocidad.
casera: amante.
yunca: danzante varón.
catay: interjección que indica que algo
‘es así, de este modo, de esta manera‘.
zampao: borracho.
zanco: mezcla de harina con agua.
chapetón: español (en tono despectivo).
chiclayo: calabaza.
Cordillera Negra
tancoseando: caminar del tanco.
[291]
china: mujer joven.
kirma: camilla rústica para transportar heridos
o enfermos.
chipak: con brillantez, con gran luminosidad.
kollasuyo: región de los aymaras.
chonta: planta de madera dura y fuerte, especial
para hacer bastones.
kukulí: paloma, tórtola.
chullo: prenda para cubrirse la cabeza.
lajpirear: lloriquear.
chuño: fécula de la papa.
laya: modo, manera.
chuspita: bolsa pequeña de lana que se usa para
llevar hojas de coca.
llanque: ojota, sandalia de jebe.
Óscar Colchado Lucio
gárgach: ave nocturna malagüera.
[292]
kurpa: terrón.
lliclla: rebozo, manta que usan las mujeres.
haciendaruna: peón de hacienda.
majada: lugar donde el ganado deja su estiércol
para abonar la chacra.
huajayllarse: reírse, carcajearse.
mamacocha: el mar.
huallqui: compañero.
mashua: tubérculo parecido a la oca.
huashco: trago (mezcla de alcohol con té
u otra yerba aromática).
masque o masqui: sin significación, sirve para
enlazar palabras.
huishtu: pies torcidos.
maula: cobarde.
huatu: nudo.
mita: trabajo obligatorio en las minas.
ichu: icho, pasto muy duro propio de la puna.
nakacho o nákaq: degollador.
jalca: puna.
oiganes: se traduce por ‘ustedes que escuchan‘.
jipar: hipar, respirar con dificultad.
orko: cerro.
kanra: sucio (terrible insulto en quechua).
pachaca: grupo danzante.
Kañihua o kañahua: fruto pequeño de color negro
que comúnmente se come tostado y molido.
pasñacha: doncella, jovencita.
katekilla: dios rayo.
picchar: escoger las hojas de coca
que se van a consumir.
kekeq o uma pawan: cabeza voladora.
pishtako: nakaq, degollador.
Cordillera Negra
chilca: arbusto de tallo delgado y hojas menudas.
[293]
prosista: orondo, ufano, orgulloso.
uta: enfermedad de la piel.
pucha: exclamación que denota sorpresa
o zozobra.
viracocha: señor.
pukakunka: cuello colorado.
wambracha: niñito.
punle o bunle: poza.
quipe o quipi: atado que llevan las mujeres
a la espalda.
wambra: niño.
waraka: honda.
runa o nuna: hombre.
rebozo: manto, lliclla.
retobado: terco.
rondero: el que cumple servicio de ronda
o vigilancia.
sacador: negociante de ganado.
samacuy: descansar, reposar.
shaproso: barbudo.
shishu: planta espinosa.
shapingo: diablo, demonio.
shinguá: ortiga.
shucshu: vara de chonta.
[294]
taita: padre.
temple: valle cálido de la sierra.
togado: señorial, distinguido, decente, elegante.
untu: grasa.
Cordillera Negra
Óscar Colchado Lucio
supay: diablo, demonio.
[295]
Hacia el Janaq Pacha
caracho: eufemismo de carajo.
carhuacasha: espina.
casero, casera: amante.
achachay: interjección que denota miedo.
comunrunas: comuneros.
ajes: gritos guerreros.
chapar: mirar. Significa también ‘atrapar‘.
ajtuy: escupir.
chapetones: despectivo de españoles.
allko: perro.
chirapa: lluviecita fina que cae a pleno sol.
apu: deidad andina que mora en los cerros
y montañas.
chúcaro: cerril, salvaje.
arariwa: cuidador de los sembríos.
gapaj ñan: camino de dios.
aromo: variedad del color rojo.
gro: trago (mezcla de alcohol, té y limón).
asina: así.
guagua: niño de pecho.
auqui: espíritu de la montaña de menor jerarquía
que los apus.
hanpeq: curandero.
ayllu: conjunto de individuos que habitan un mismo
territorio y tienen vínculos de sangre, religión, etc.
bijuquear: de bejuco. Doblarse como el bejuco.
Óscar Colchado Lucio
cachcaron (de cachcar): arrancar con los dientes
los últimos vestigios de carne de un hueso.
[296]
calapacho: calato.
calapachar: calatear.
huacas: seres dignos de adoración.
huajayllarse: reírse a carcajadas.
huashco: trago (mezcla de alcohol con té
o alguna otra yerba aromática).
huaylla: grama menuda, grass.
huayquear: golpear la barriga.
huiracoya: sebo.
ichu: paja brava.
callapo: horcón.
illa: hijo del rayo, amuleto, figurilla de piedra.
cañihua o kañigua: fruto pequeño de color negro
que comúnmente se come tostado y molido.
Inkarrí: el inca reencarnado.
illapa: dios rayo.
Cordillera Negra
chachila: abuelo, persona de mucha edad.
gapaj: dios, creador.
[297]
Intip: sol.
mullpo: polvo.
intip wirakocha: nombre del dios creador.
mullu: polvo de concha de mar.
itacar: terciar al hombro.
munapar: querer, desear, anhelar.
janaq pacha: región grande, cielo.
ojonal: manantial.
jijuna: maldito, desgraciado.
ollcar: colgar.
jipando: hipando. Respirando con dificultad.
oque: color pardo.
jirka: cerro.
paccha: catarata.
katachilla: cruz del sur.
pachaca: grupo danzante.
killa: luna.
pachacrá: planta medicinal.
kipu: hilos para contabilizar.
pachamama: madre tierra.
kullko: jorobado.
pachapa shimín: boca de la tierra.
layme: parcela cultivada en forma rotativa
cada cierto tiempo.
palla: mujer danzante.
llampu: polvo sagrado.
pishtar: degollar.
mamacocha: el mar o madre de los lagos.
mangada: lluvia torrencial.
Óscar Colchado Lucio
manam: no.
[298]
maqta: adolescente, púber.
mashua: tubérculo que crece en lugares altos,
frígidos.
porongo: recipiente de calabaza.
pucha: eufemismo de ¡puta!
pukakunka: colorado.
puyllosha: planta silvestre de frutos gomosos.
qori huasca: soga de oro.
sango: mezcla de agua con harina.
shingo: gallinazo.
masque o masqui: sin significación. Sirve para
enlazar palabras.
sirguillito: canario.
millcar: llevar algo en la falda recogida como bolsa.
taita: padre.
supay: demonio.
Cordillera Negra
llanque: ojota, sandalia de llanta
de neumático.
pasña: jovencita, doncella.
[299]
[Índice]
torollo: látigo de cuero de res.
tulumanya: el arco iris. Dios culebra.
ullullmar: volver a brotar.
ushno: cerrito en forma de altar.
wamani: dios montaña.
warmacha: niñito.
yachacuy: aprender.
yunca: danzante varón que capitanea
a un grupo de pallas.
Cordillera Negra
Cordillera Negra..................................................................... 9
ukhu pacha: el mundo de abajo.
El águila de Pachagoj.......................................................... 41
zampar: emborrachar. También significa ‘meterse
a la fuerza o furtivamente a un lugar‘.
Dios montaña......................................................................... 63
Ese anciano fue Dios............................................................ 79
Esa vez de la mangada....................................................... 85
De aquí no saldrás hasta tu muerte..............................101
Kuya kuya.................................................................................111
Camino de zorro
Intip nos llama.......................................................................153
El Amaru...................................................................................161
Óscar Colchado Lucio
En el cañón del Ayahuarco................................................171
[300]
Los dos santiagos..................................................................177
Tuerto enamorao...................................................................187
Amor bajo el naranjo...........................................................197
Camino de zorro....................................................................203
Hacia el Janaq Pacha
Apu Yanahuara.......................................................................221
Nuestro Gápaj........................................................................229
Pachamama.............................................................................235
Hijo de Illapa...........................................................................249
De dioses y demonios..........................................................261
Viejo puñalero........................................................................275
Hacia el Janaq Pacha...........................................................277
Glosario............................................................................................285
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