Y aquí han de hacer Vds. penitencia con nosotros

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—Ya lo ve V., los traigo aquí en justo castigo de su crimen.
—Y aquí han de hacer Vds. penitencia con nosotros, que quieran queno,—contestó alegremente el anciano.
—Todavía volveremos a recorrer todos los sitios que hemos visitado á la ligera y todavía pasaremos mas de un rato agradable.
—Estando con Vds., sobrado agradablemente hemos de pasar el tiempo.
—Nada de cumplidos.
—Si no lo son.
Y de esta manera estuvieron hablando largo tiempo.
Dos dias llevaban nuestros amigos en Zaragoza, cuando una mañana entraron á
avisar á Castro de que un caballero preguntaba por él.
Sorprendido quedó el andaluz porque no podia caer en quien seria la persona que
á él le buscase particularmente.
Así fue que se apresuró á dar orden para que pasase quien fuera.
Al ver á su visitador, una exclamación de alegría se exhaló de sus labios, y abrazando al recien llegado, exclamó:
—¡Diablo! Sr. Pascual! ¿Quién hubiera de creerle por aquí?
—¡ Toma! tenia que venir á cobrar una partida de trigo que vendimos no hace muchos dias, y me dijo la parienta, pues mira, Pascual, llégate á ver si ves á nuestro
futuro yelno.
—Se lo agradezco mucho. ¿Y María Antonia?
—-¡ Toma! tan fresca y tan guapa que paece un botón de rosa; aunque me esté mal
ieklo á mí, que soy su padre, es el encanto de Guadalajara. ¿Y V., cuándo viene por
allá?
—Tentaciones me están dando de acompañarle. ¿Cuándo se va V.?
—Yo, según y cómo. Si cobro esos cuartos de aquí al sábado', fué muy bien que
me vaya en el tren correo para estar el domingo con la familia. ¿Y D. Cleto? ¿Qué tal
va con esos viajes?
—Mas tieso que un huso y mas fuerte que un roble.
—¡Diablo de hombre, y qué acartonado que está! Creo que no le he conocido enfermo una vez siquiera. Y mire V. que tiene años.
—A todos nos aventaja en buen humor y en firmeza para soportar las fatigas.
—¡Oh! eso sí que lo creo, porque allá en el pueblo siempre le tenia V. andando de
acá para allá, recorriendo montes y vericuetos y sin cansarse nunca.
—Así se ha conservado tan bueno, y tan sano y tan ágil.
—¿Y sus amigos de V.?
—Perfectamente bien, y por cierto que se van á alegrar muchísimo de verle.
Y Castro se dirigió, acompañando á Pascual, ala habitación en que se hallaban sus
compañeros.
Al verle estos le estrecharon la mano cordialmente, apresurándose Azara á decirle :
—Vaya, Pascual, ya no sale V. de casa.
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Eso sí que no, señor. Yo estoy ahí, en una casa de huéspedes, y aquí les serviría
de molestia».
—Por ningún estilo; tampoco les servimos á Vds. en su casa, y eso que éramos
unos pocos.
—Vds. ya es diferente.
—Nada, no admito excusa alguna. Ahora mismo irá el criado á buscar los efectos
que haya traído, y ya no se mueve de aquí; pocos deseos que tiene mi padre de conocer á Y.
—Pero, Sr. de Azara, mié V. que yo no sirvo para hacer cumplimientos, porque
haya en nuestra tierra sabe Y. que no se gastan.
—Pues, precisamente está Y. en otra en que no los queremos ni poco ni mucho.
—Ea, Sr. Pascual, descortesía fuera no aceptar lo que tan cordialmente se le ofrece. Si no lo acepta, mi amigo Azara se ofendería.
—Eso sí que no lo quiero.
— ¿Entonces acepta V.?
—Pero si ya le he dicho...
—Aquí estará como en su casa. Ni á mi padre ni á mí nos han agradado jamas los
cumplimientos, por lo tanto es Y. de los nuestros.
El buen Pascual no tuvo otro remedio que aceptar.
Los padres de Azara le recibieron cordialmente, pues ambos sabian tanto lo bien
que con su hijo se portaran durante su estancia en Guadalajara, cuanto el próximo parentesco que mas tarde habia de mediar entre Pascual y Castro.
Aquella tarde estuvo á visitar á nuestros amigos, Federico, aquel escritor aragonés amigo de Azara, que en algunas ocasiones habíales referido varias leyendas que
hiciera, basadas sobre las tradiciones de Zaragoza.
—¡Hola! ¿íbamos á salir de paseo?—preguntóles al ver que se disponían á salir de
su casa.
—Con eso nos acompañarás, si quieres,—contestóle Azara.
—¿Que si quiero? pues ya lo creo; precisamente un paseo por nuestra ciudad, y
en compañía de amigos queridos, es cosa que me agrada extraordinariamente.
—Gracias, por nosotros.
—Vamos, vamos á la calle y dejémonos de gracias.
—Tienes razón, chico, esa ya es una forma muy anticuada y mucho mas para nosotros.
Y diciendo y haciendo, salieron á la calle tomando la dirección que primeramente
se les ofreció.
—¿Dónde vamos?—preguntó Pravia.
—Al azar; atravesemos algunas calles y veremos si en ellas encontramos algo que
nos preste materia para pasar agradablemente el tiempo.
—Y díme Federico ¿se imprimió ya el libro que nos ofreciste?
—Sí, y por cierto que tengo en casa los ejemplares que he destinado para tí y para
estos señores.
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—¿Por qué no los has traido?
—No sabia al salir de la mia que iba á ir á tu casa. Ya sabes que yo soy así; pocas
veces voy á un punto determinado de antemano; salgo á la calle y donde primero se
me presenta allí entro.
— ¡Caramba! que nombre tan lúgubre tiene esta calle,—dijo Castro mirando el
letrero de una en que á la sazón penetraban.
—Calle del Sepulcro; es verdad, —dijo Sacanell.
—Aquí en esta calle se encuentra un callejón sin salida, que también tiene su historia.
—Hé aquí precisamente lo que buscábamos,—repuso Castro alegremente. — Ya
tenemos para pasar la tarde agradablemente.
—¿Porqué? — dijo Pravia.
• — ¡Ah! maldito gallego, que torpe eres; no comprendes que existiendo por aquí
un callejón que tiene historia, y yendo con nosotros Federico que es el teyendista,y
perdóneseme la palabreja, de Zaragoza, por fuerza habrá hecho algo basado en ese
acontecimiento.
—Es verdad—repuso Azara.—Habla chico, habla que ya oyes lo que dicen de tí.
—El amigo Castro ha dicho bien, tengo una cortísima leyenda aneja-á ese sitio.
—¿Cuál es?—preguntó Azara.
—El callejón de Ezmir.
—Es verdad.
—Restos quedan todavía del famoso solar de esa poderosa familia.
—Pero la leyenda ¿viene ó no viene?
—No se impaciente V. que para oir malos cuentos, siempre habrá lugar.
—No tal, que recuerdo las bellísimas que ya nos ha contado, y no dudo que esta
no desmerecerá de sus hermanas.
Federico dio comienzo á su narración en estos términos :
Era el año de 1379.
D.a Brianda de Luna.habíase casado contra su voluntad con el rico-hombre D. Lope
Jiménez de Urrea.
La dama, era hermosísima y tan altiva como hermosa.
El esposo, era anciano, y gastado ya por los excesos y las campañas, que en aquella
época tan frecuentes y tan rudas eran.
Casamiento concertado por la poderosa familia de los Lunas, mas ganosa de añadir
á sus cuarteles los de la muy noble casa de Urrea, que de consultar las inclinaciones
de la joven, dio por resultado que la esposa comenzara á llorar al dia siguiente de sus
bodas, para concluir sublevándose contra el destino que la habian impuesto.
Hubo un tiempo en que los padres de D.a Brianda trataron su matrimonio con un
su primo, de la noble estirpe de los Cornel, llamado D. Luis.
Pero este marchóse á la guerra, en ella continuaba y mientras tantoD. Lope Jiménez
de Urrea de tal modo se hizo valer, que consiguió llamar su esposa ala bellísima dama.
123
T.
i.
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Eran las últimas horas de la tarde.
D.a Brianda hallábase sola en su cámara, cuyas ojivas ventanas daban al rio.
Pensativa contemplaba deslizarse las bulliciosas aguas, mientras que entre sus
párpados temblaba una lágrima, gota de amargura y de dolor que el corazón enviaba
hasta sus ojos.
De pronto, sacóla de su muda contemplación la atiplada voz de un pajecillo que
aparecjendo en la puerta de la estancia, dijo:
—El alto y poderoso Sr. D. Luis Cornel demanda vuestra venia para hablaros.
— ¡Él!—murmuro la dama sintiendo que sus mejillas se enrojecían, y que su corazón latia con extraordinaria violencia.
Y no pudo contestar en los primeros momentos.
El paje tornó á decir:
—¿Oísteis señora?
—Sí, —repuso D.a Brianda haciendo un esfuerzo,—ya te oí. Díle que pase.
Momentos después un gallardo y apuesto caballero penetraba en la cámara.
Apenas el tapiz que cubria el hueco de la puerta hubo caido, el caballero que ceremoniosamente saludara á la dama al aparecer en el umbral, corrió hacia ella diciéndola con tembloroso acento :
—Habíame por piedad, Brianda mia, díme que esto es un sueño; que tú no estás
casada con D. Lope, que sigues siendo mi Brianda bien amada. ¡Oh! di que me han
mentido.
La dama solo pudo contestar con un gemido.
Gemido que expresaba con harta elocuencia la verdad que D. Luis no quería creer.
—¿Con que es cierto? —dijo este al cabo de algunos segundos.—¿Con que así has
burlado mi fe? ¡Oh! ¿qué merece la mujer que de tal manera engaña al hombre que
en ella fiara honra, placer y vida? ¿Qué merece la que perjura se olvida de juramentos de eterna fidelidad y constancia, de protestas de acendrado amor y cariño? ¡Oh!
mientras yo ganoso de gloria por tí, derramaba mi sangre en los combates para alcanzar nuevos laureles que ofrecerte, tú ingrata, riyéndote de mis afanes te arrojabas en
los brazos de otro hombre. ¿Qué merece tu indigno proceder?
—Calla por piedad.
—No puedo, que tenga partida el alma por tu falsía, y vine aquí para arrojarte al
rostro sus sangrientos restos.
—Escúchame y ten compasión de mí.
—¿La tuviste acaso de mi desventura?
—¿Soy yo tan feliz? Mírame Luis; mira este rostro donde el dolor estampó sus terribles huellas, y díme si es el mismo délos plácidos dias de nuestros amores.
—La que obra como tú ¿qué mucho que no sienta dentro de su pecho cual torcedor implacable la desastrosa voz del remordimiento?
—Una sola palabra puedo decirte y esa debe satisfacerte.
— ¿Cuál?
—Yo no di mi mano á ü. Lope. Casáronme con él y bien caro me ha costado.
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—¿Qué dices?
—¿Que mi voluntad no fue consultada para nada; que en vano me opuse cuando
a mis oidos llegó de lo que se trataba; que fui villanamente arrastrada al altar; que
mis labios apenas pudieron pronunciar el sí, que de ellos se exigia, y que nunca, nunca
he dejado de amarte.
— ¡ Oh, si te pudiera creer!
—No dudes Luis, no dudes y en prueba de ello que si antes no hube dado un paso
que me avergonzaba por mas que lo creyera indispensable, fue porque me hallaba sola,
porque no tenia junto a mí persona de quien fiarme.
—¿Qué quieres decir?
— Que yo no puedo continuar siendo la esposa de D. Lope.
—¡Brianda!
—No; entablaré la demanda de divorcio porque tengo poderosas y fuertes razones
en que apoyarla; porque me es absolutamente imposible vivir así.
—¿Acaso te maltrata? Habla, dímelo, porque si así fuera, yo te juro que mi
nombre....
—Nada Luis; nada jures porque nada debes hacer. De cuanto tú hicieras, responsabilidades exigieran á mi honor. Déjame, y si dispuesto á ayudarme te encuentras,
ayúdame a conseguir lo que deseo.
—¿Qué si estoy dispuesto á ayudarte? pues ¿acaso he tenido otro pensamiento,
otra idea, otra existencia que la que constantemente soñara junto á tí? ¡Ay, Brianda!
cuan injusta te me muestras diciendo tales palabras. Habla ¿qué quieres?
—Separarme de D. Lope.
—Esta misma noche tendrás una barca prevenida al pié de esas ventanas.
— ¡Oh! no Luis; tu pasión te ciega, no es así como yo debo salir del palacio de
D. Lope.
Necio de mí que por un momento hube de creer que todavía me amabas.
—Y te amo Luis; te amo cual tú mismo no puedes comprender, y por lo mismo
quiero salir de aquí tan honrada como entré.
—No te comprendo.
—Saldré en virtud del repudio que hago de un esposo indigno, repudio que la ley
debe proteger y ayudar la justicia.
—Pero...
" —Mañana presentaré al arzobispo de Zaragoza, nuestro pariente, la demanda de
divorcio.
—Pero si ellos mismos hicieron tu unión ¿cómo han de querer deshacerla?
— ¡Oh! es verdad.
—Si como tú dices tu voluntad no se consultó para nada, si fue solamente la obra
de ellos ¿crees que quieran destruirla?
—No importa; mi deber es obrar así.
—Mas y si la deshechan, si no te atienden, si te condenan...
-Calla.
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—Si te condenan á permanecer al lado de ese hombre indigno de llamarse tu esposo
¿qué harás?
—Ño lo sé.
— Si me amaras, pronto hubieras contestado.
—Si no te amara no sufriera mi corazón.
—Perdóname Brianda mia, perdóname porque en el estado que me hallo, apenas
si tengo conciencia de lo que digo.
—La prueba de que te amo te la ofrezco en el paso que voy á dar.
—¿Pero si no resulta lo que esperas?
—Dios me ayudará.
—Y mi esfuerzo también. A corta distancia de Zaragoza, tengo mi roquero castillo
de Aljafarin, fuertes son sus murallas, y mas fuertes todavía los pechos de mis soldados. Una sola palabra tuya, y puéblanse los adarves de valientes que á mi voz se dejarán matar por tí. Una barca nos llevará allá. Habla y pronto estamos fuera de este palacio.
—No todavía.
—Mas...
—Déjame que intente ese medio que no me atreví á poner en práctica, porque me
veia sola y abandonada; porque presentía lo que tú mismo acabas de decir, que no
admitieran mi demanda y me viera obligada á seguir viviendo con un hombre á quien
destesto, que solo desprecio puede inspirar.
—Pues bien, á tus órdenes estoy. Mándame lo que quieras, pero te advierto que
desde hoy todas las noches tendré una barca al pié de esas ventanas y yo estaré en ella.
Una palabra tuya me pondrá inmediatamente á tu lado.
—Gracias.
No tardó mucho tiempo D. Luis después de pronunciadas estas palabras en abandonar la cámara de su prima.
Estale dio algunas instrucciones sóbrelo que debia hacer, y cuando el joven hubo
partido, dejóse caer de rodillas ante el rico reclinatorio murmurando:
—¡Dios mió! ayudadme, que bien sabéis la razón que me asiste.
Largo tiempo hacia que la noche liabia cerrado por completo.
Los pajes habian encendido las lámparas que iluminaban la estancia de la dama,
sin que esta se hubiera apercibido de ello.
Una voz que resonó á corta distancia de ella la hizo extremecerse y alzar la cabeza
sobresaltada.
D. Lope Jiménez de Urrea estaba á su lado.
El anciano esposo fijaba en ella una mirada indescribible.
—Señora,—la dijo, -he sabido que vuestro primo, D. Luis Cornel, está de vuelta
en Zaragoza.
D.a Brianda contestó:
—¿Y por qué me decís eso?
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—D. Luis fue en otro tiempo vuestro amante.
—¡Caballero!
,
—Sé que há poco vino á visitaros.
—Proseguid.
—Y como quiera que tales visitas pudieran empañar vuestra honra, que es la mia,
os prevengo que no deben repetirse.
—No puedo comprenderos bien porque no quiero saber lo que pensasteis de mí.
—Fácil es de comprenderlo.
—No tal, si es que tratáis de ofenderme.
—Oféndenme á mí esas visitas.
—Valiéraos mas no haberme inferido la ofensa de enlazaros conmigo, caballero, y
tened en cuenta que para guardar mi honra bastóme yo misma, sin necesidad de vuestras escitaciones.
—Vuestro deber es obedecerme.
—Otros debieran haber sido vuestros deberes y no los habéis cumplido.
—No evoquemos el pasado cuando hablándoos estoy del presente.
—Basta ya, D. Lope; há tiempo que os dije que todo habia terminado entre nosotros. Yos abusasteis indignamente y me condenasteis á perpetuo llanto. Salid de mi
cámara y no añadáis otro nuevo ultraje á los que ya me hicisteis.
—Duéleme en el alma, señora,—repuso D. Lope con irónico acento,—no poder acceder á vuestra demanda. Cánseme ya de ser vuestro juguete y debéis comprender que
soy vuestro esposo.
—Mi tirano diréis mejor, mi verdugo, pues solo mi muerte apetecéis.
—Pensad lo que mejor os plazca; soy vuestro esposo, y tengo derechos sobre vos, á
los cuales es inútil que tratéis de sustraeros.
—Lo veremos.
—Harto visto lo tengo, y os prevengo que si hasta aquí cedí á vuestros locos caprichos, resuelto estoy á que esto no suceda mas.
Y pronunciadas estas palabras, D. Lope salió de la estancia-de su esposa.
Al día siguiente esparcióse por Zaragoza una noticia que produjo una sensación extraordinaria.
D.a Brianda de Luna habia abandonado el palacio de su esposo.
Presentó su demanda de divorcio fundada en causas harto vergonzosas para su esposo, al prelado de Zaragoza y á los abades de Montearagon y Veruela, y fué á esperar su
decisión á casa de una tia de D. Luis Cornel.
D. Lope Jiménez, ofendido por aquel infamante y vergonzoso borrón arrojado sobre
él, reunió inmediatamente á todos sus parciales y amigos, aprestándose á luchar en todos
los terrenos contra los favorecedores de D.a Brianda.
Mala consejera fue la pasión para la dama, pues no tuvo presente que el inconveniente
paso que diera, no solamente concitaba contra ella las iras de los parientes de su esposo, si
no que tampoco podian favorecerla los mismos propios.
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La llegada de D. Luis acabó de trastornarla; la adormecida pasión alzóse mas potente, cególa, y la arrastró al mas horrendo de los precipicios.
Ni el arzobispo ni los abades accedieron á su demanda.
Era demasiado escandaloso el hecho para que le dieran su asentimiento, y el orgullo
y la altanería de la dama habíanse mostrado demasiado patentes para que pudiaran
aprobarlos.
Así fue, que si interés habja inspirado desde el principio aquella hermosa dama, enlazada á un anciano, sin dotes ni condiciones para interesar un corazón sediento de
amor, desde el momento en que sucedió lo que acabamos de referir, el interés y el afecto
trocáronse en indignación y en ira.
D.a Brianda soportó con firmeza aquella censura de la nobleza y mostróse mas altiva
que nunca.
El arzobispo pronunció su sentencia en aquel extraño é indecoroso litigio, y en virtud de ella, la dama se vio obligada á volver al palacio de su esposo.
Al abandonar la casa en que buscara un asilo, I). Luis con el semblante ceñudo y
sombrío, tembloroso de ira la preguntó con voz trémula:
—¿Qué piensas hacer Brianda?
—Esta noche te lo diré,- contestóle la dama que se hallaba no menos sombría y
preocupada.
—A buscar tu respuesta iré.
—No faltes.
Y tras estas palabras siguió á los que habían de conducirla al lado de su esposo.
Iba á mediar la noche.
Todo era reposo y quietud en la ciudad.
El palacio de los Ezmirez, donde moraba D. Lope Jiménez de Urrea, parecía hallarse disfrutando de la misma calma que el resto de la ciudad.
Sin embargo, no era así.
D.a Brianda se hallaba, como la vimos por primera vez, cerca de las ventanas contemplando las murmuradoras aguas del caudaloso Ebro.
Cada ligero rumor que percibía hacíala dirigir la vista en la dirección que se escuchara.
Y viendo que el tiempo se pasaba y que no iba el que ella esperaba, separábase impaciente de la ventana murmurando:
—Si no vendrá.
Pero otra vez y, como á su pesar, atraíala aquella funesta ventana, y sus miradas
se perdían en la oscuridad del espacio.
Por fin le pareció percibir un ligero rumor.
Latió su corazón con violencia.
Dilatáronse sus ojos cual si quisieran aumentar la intensidad de su mirada para penetrar en aquel mar de tinieblas.
Y el rumor fue escuchándose cada vez mas distinto.
- 983 Parecia que una barca se deslizaba silenciosamente por la corriente del rio.
Y era tan débil el ruido que hacia, con tal cuidado la guiaban sin duda, que únicamente el oido de un amante pudiera percibirlo.
La lámpara que babia en la estancia de Brianda debia servir de guia sin duda a los
de la barca porque esta se detuvo al pié de la ventana.
—Brianda,-exclamó una voz desde abajo.
—Aquí estoy,—contestó la dama.
—He cumplido tu deseo.
—Gracias, Luis; ¿traes una escala?
—Prevíneme con ella, mas temo no acertar á clavar los garfios en la ventana.
—Espera.
Y la dama penetró en su cámara, cogió un cordón de seda que prevenido tenia, y
dijo lanzándole á la barca:
—Ata la escala á este cordón.
Momentos después decia á su vez D. Luis :
—Ya está.
Entonces la dama comenzó á recoger el cordón, y bien pronto la escala quedó asegurada en la ventana.
D.a Brianda se dirigió á la lámpara y la apagó.
De nuevo asomóse á la ventana y dijo:
—Sube.
D. Luis llegó hasta asomarse al antepecho de la ojiva y D.a Brianda le detuvo.
—¿No me dijiste que en tu roquero castillo de Aljafarin podríamos encontrar un
asilo seguro?
-Sí.
—¿Te atreves á luchar contra los que osen ofenderme?
—Mi vida diera por tí, Brianda mia;—repuso el enamorado mancebo.
—Pues bien, tuya soy, porque tuyo es mi amor. Huyamos de aquí.
Y la infiel esposa subió al alféizar de la ventana, y ayudada por ü. Luis descendió
hasta la barca.
Una vez en ella, esta se alejó siguiendo el curso del rio.
D.a Brianda acababa de descender al abismo á que su insensata pasión y su orgullo la condujeran.
La que no habia vacilado en hacer objeto de ludibrio el nombre de su esposo, habia
arrojado sobre sí una de esas manchas que difícilmente pueden borrarse.
Al dia siguiente todo era animación y movimiento en el palacio de los Ezmirez.
D. Lope Jiménez apenas supo la desaparición de la esposa reunió á todos sus deudos y amigos.
Los Lunas y los ürreas hallábanse en la espaciosa cámara de honor del vasto edificio.
D. Lope les dijo lo que habia pasado.
— 984 —
Hiriéronse pesquisas inmediatamente y no tardó en saberse que D.a Brianda se hallaba en el castillo de Aljafarin.
Semejante noticia llenó de ira á los Lunas y Urreas.
Inmediatamente el ofendido esposo y los ofendidos parientes de D.a Brianda, enviaron un heraldo á D. Luis Cornel, apercibiéndole que de no entregar la dama que
en su castilllo se encontraba, entrarían por sus tierras llevándolo todo á sangre y fuego
hasta tomar cumplida venganza de tamaño desafuero. La respuesta de D. Luis, fue reunir á sus parciales y comenzar las hostilidades contra los que consideraba como sus enemigos.
Causas formadas por tan culpables hechos, deben producir efectos muy deplorables.
Así sucedió en este caso;
Poderosos los dos bandos, dieron comienzo á una guerra de exterminio, en la cual
poco á poco fueron mezclándose de una y otra parte ricos magnates que llevaron la
consternación por todo el reino.
En vano trataron algunos prudentes caballeros y religiosos varones de poner término á tan sangrientas contiendas.
D.a Brianda cada vez mas orgullosa rechazaba todas las proposiciones de paz, prefiriendo el deshonroso estado en que se hallaba, á obtener el perdón de su esposo.
Y la guerra asolaba los pueblos, talaba los campos, causaba innumerables víctimas
llevando la desolación y el espanto por todo el reino.
Terribles son las páginas que en la historia aragonesa forman la guerra de estos
bandos, que haciendo brotar por doquiera espantosos clamores, hubieron de obligar
por fin al rey D. Pedro IV el Ceremonioso, que ocupaba el trono de Aragón, á tomar
cartas en el asunto.
Pero su autoridad fue desconocida por los altivos Cómeles.
Sus mensajeros apenas fueron escuchados, y sus amonestaciones y sus mandatos
desobedecidos.
Entonces ya no tuvo otro remedio el Monarca que obrar con energía y severidad.
Conocido el carácter de D. Pedro, fácil es de comprender que no abandonaría su
empresa sin haberla dejado terminada por completo.
Un dia vieron aparecer los defensores del castillo de Aljafarin, lucida hueste que
situándose ante sus muros preparó los ingenios y máquinas necesarias para batir las
robustas murallas.
El pendón real ondeaba al viento en el campo de los sitiadores.
D. Luis apercibióse para una defensa tanto mas obstinada, cuanto que comprendía
que no obtendría piedad ni gracia.
D.a Brianda, la culpable esposa no se separaba de su lado; cuanto mas próxima se
hallaba á sucumbir, mas indomable, mas altiva, mas enérgica se mostraba.
Era la personificación del ángel malo con su audacia y su orgullo, con su fatal
hermosura y sus ardientes pasiones.
Los soldados de D. Pedro dieron el asalto.
— 985
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El roquero castillo de Aljafarin fue tomado, sus defensores pasados á cuchillo y la
soberbia mole asolada.
D.a Brianda fué á terminar sus dias en la soledad del claustro entre el acerbo remordimiento de sus pasados extravíos y el dolor por la suerte á que arrastrara á D. Luis.
El rey de Aragón templó su iracunda saña, merced á los empeños de poderosos
magnates, y el desdichado amante de D.a Brianda fue encerrado en perpetua prisión.
Tal es la tradición que corrobora la historia y que va aneja al antiguo solar de los
Ezmirez, en el callejón, que como hemos dicho, lleva su nombre.
Con sumo placer estuvieron escuchando los jóvenes el relato de Federico, con el
cual pasaron toda la tarde en agradable compañía.
Cuando regresaron á su casa, encontráronse á Pascual que se disponía á regresar
á Guadalajara.
—Pues ¿cómo es eso? — preguntóle Castro.
— ¡Toma! me han pagado esta tarde, y como que la familia siempre le llama á
uno, como aquel que dice, he pensado marcharme esta noche en el tren correo y mañana trempanito estaré en casa.
—Pero hombre, espérese V. un par de dias mas siquiera, — le dijo Azara.
—Ca, no señor, yo me estaría de guenagma.; pero en casa hago falta y aquí aunque Vds. digan otra cosa, yo les sirvo de estorbo y...
—¿Quiere V. callar, hombre de Dios? Por el contrario nos favorece mucho el tenerle en nuestra compañía.
—Ustedes se privan de comer á la hora que tienen de costumbre porque yo coma
á la en que comemos en Guadalajara; Vds. se mortifican porque yo vaya en su compañía y... vamos, que yo estoy ya haciendo falta en casa.
—Vuelvo á repetirle que nosotros estamos muy satisfechos con tenerle aquí, y que
si en algo nos violentásemos no lo haríamos.
—Ya he puesto un parte en el telégrafo avisando á la Robustiana mi llegada, así
que ya no tiene vuelta de hoja la cosa. Esta noche he de marchar.
—Pues siendo tan pronto, yo no puedo acompañarle como deseaba—dijo Castro,—
pero mañana ó pasado iré para allá. •
•
—Cuando V. quiera.
Inútiles fueron las tentativas de los jóvenes para detenerle.
Pascual tenia el buen sentido suficiente para comprender que su lugar no estaba al
lado de aquellos elegantes jóvenes que tenian amigos de su misma clase, y que estos
mas intolerantes y menos dispuestos á mirar el fondo, juzgaban solo por las apariencias,
y se reian, mortificando con esto á sus amigos.
Aquella noche, partió como habia dicho, en el tren correo, llevando el encargo de
anunciar la próxima llegada de D. Cielo y de Castro.
FIN DEL TOMO PRIMERO.
124
T. 1.
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