Madres y padres, perennidad y cambio en África occidental

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ANÁLISIS
ODILE REVEYRAND-COULON
Madres y padres, perennidad y
cambio en África occidental
arece fundamental hablar de madres y padres en África occidental porque
la familia, el linaje, en una palabra, el parentesco, están omnipresentes en
las diferentes esferas sociales. El parentesco parece constituir el esqueleto
de las construcciones colectivas, no solamente en los espacios marcados por la tradición. La comprensión de las posiciones y las vivencias de los padres y las madres
refleja la forma en que es ejercido el parentesco, el nivel de responsabilidad y la
implicación de cada uno.
P
¿No se debería abandonar la reciente tendencia adoptada en los países septentrionales de concebir una función de parentesco como si fuera ejercida de manera
equivalente por el padre o la madre? ¿No se debería tomar conciencia de que ser
padre o madre, asumir estas posturas, está imbricado en la concepción cultural del
niño y la infancia, y también está relacionado con la representación consensual y
colectiva del concepto de persona?
Las siguientes opiniones deben situarse en la encrucijada de mi experiencia de
antropóloga africanista, por una parte, y de psicóloga del niño, por otra. Expondré
las vivencias, percepciones, representaciones e interpretaciones de los actores que
tienen funciones y papeles de parentesco.
De entrada, quiero hacer una advertencia: presentar conductas de parentesco en
África occidental es presuntuoso; por tanto, tan solo hablaré de algunas culturas,
con el fin de evitar el escollo del uniformismo-universalismo. Me referiré, de forma
implícita y explícita, a algunas etnias subsaharianas, como los peuls, los mandingas, los diolas, los serer, con los que trabajé. Intentaré alcanzar, a veces, tendencias
similares, una especie de denominador común entre culturas, sabiendo que cada
etnia los declina según matices más singulares y más complejos.
A pesar de que existe un discurso sobre la madre, sobre el padre, nada es uniforme, ni cultural ni subjetivamente. Los aspectos que conciernen a las maneras de
hacer, de pensar, de ser, son, en la base, la expresión de subjetividades, experienOdile Reveyrand-Coulon, Universidad de Burdeos II.
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análisis
cias singulares, emociones, alegrías, sufrimientos, en resumen, de experiencias únicas. El discurso antropológico sintético nivela las sutilezas reactivas de los temas
implicados: un hombre, una mujer, sólo serán presentados de forma aproximada.
■ ¿Qué se entiende por padre y madre?
Ser padre o madre supone el encuentro con lo biológico, lo psicológico y lo sociocultural. La promoción a padre o madre moviliza procesos diferenciadores: no se
convierte en padre o madre de la misma forma. Banalmente, la mujer se convierte
en madre por la experiencia subjetiva de un acto fisiológico; pero esto no basta, sólo es el desencadenante. El hombre se convierte en padre por un acto social de ser
nombrado. Un joven peul me dijo un día: «Se sabe siempre quién es la madre, pero
nunca con certeza quién es el padre». Esta afirmación coincide con la de los juristas: «mater semper certa est, pater quem nuptiæ demonstrant», y corrobora la de los
psicoanalistas, para quienes el padre es aquel que la madre desea que lo sea. La
madre designa al padre; mediante un acto de palabra el hombre es asociado a la
maternidad. No obstante, madre y padre sólo asumen su posición si adoptan al niño
recién nacido, si aceptan a ese niño como suyo, lo que puede extenderse al planteamiento de la adopción de un niño nacido de otra mujer. Todo esto pone de manifiesto, si es necesario, que el acto fisiológico sólo tiene sentido si es plasmado en
términos culturales.
Además, el análisis psicológico de la filiación muestra –y las observaciones antropológicas lo confirman– que el padre tiene por función cortar el vínculo simbiótico
madre-bebé, separar los dos términos de esta díada mediante la introducción de la
ley. Al darle nombre, presenta al niño a la cultura, al grupo familiar, de linaje, social. Esto no es más que una premisa que requerirá más tarde otras etapas, como el
destete, la entrada en la clase de edad, etc. Para crecer, el pequeño debe desligarse
física y psíquicamente de su madre; mantener este vínculo sería mortífero: lo veremos después con respecto al destete.
Estas consideraciones universales se declinan en formas específicas en África occidental. Elegiré hablar en primer lugar de las madres y, para contrastar, de los padres; luego, sobre las adaptaciones causadas por los cambios. En efecto, la cultura,
incluso cuando se la califica de tradicional, no es nunca inmóvil, está en perpetua
transformación, de una forma más o menos rápida, más en un medio urbano o a
causa de los efectos de las migraciones.
Aunque es necesario ser dos para hacer un niño, primaré la posición de la madre,
ya que está lo más cerca posible de su retoño a partir de los primeros momentos, y
todas las culturas, y las africanas en particular, organizan la vida cotidiana para fa-
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vorecer esta proximidad. La madre, en África occidental, está asociada a su progenitura, física, psicológicamente, en una interdependencia que se mantendrá hasta el
destete.
En este contexto, es notorio que los hombres tienen autoridad sobre la organización de la vida familiar, aunque las mujeres saben también hacerse oír. Los hombres, mediante las leyes sociales que rigen la vida cotidiana, se apropian del inconmensurable poder femenino de dar la vida, de multiplicar las vidas, que contiene su
contrario de privar de la vida, de tratar con la muerte. De esta forma, el poder de
engendrar de las mujeres es confiscado por los hombres, que dictan las normas estrictas del control del parto (alianzas). Además, en África subsahariana, mediante la
poligamia, los hombres asumen el derecho de multiplicar las vidas.
En consecuencia, y también por otras razones, la identidad masculina, como también la femenina, se encuentra sometida a la llegada del niño. Ciertamente, como
beneficio narcisista y social, este acontecimiento tiene un valor fundador de lo humano, tanto masculino como femenino. Si no hay progenitura, no hay una existencia digna. Entonces, todo ocurre para lo mejor: la llegada del niño...
■ Unirse antes de procrear
Este acontecimiento de vida, de poner al mundo a un niño y así transmitir su filiación, tiene, pues, una relación incierta con lo biológico: son la madre y, más aún,
el padre, quienes son reconocidos como tales por la sociedad. Por las normas de la
relación se asigna a cada uno un lugar, una función, un papel, un estatuto.
El sistema de relación organiza la filiación y, así, la alianza. La alianza prefigura
el futuro de ser padre y madre. Destacaré cuatro características culturales de África
occidental en este ámbito de la alianza: el matrimonio se arregla, es endogámico,
se paga una «contrapartida matrimonial» y, finalmente, la poligamia es activa.
Todo esto es conocido. Por ello, sólo tendré en cuenta los cambios producidos
estas últimas décadas, que son mayores en los espacios urbanos, a menudo debido
a las mezclas humanas (éxodo rural y migraciones internacionales).
El matrimonio arreglado (o alianza preferencial). Cada vez más hay más hombres y mujeres que eligen a su novios y se liberan así de las leyes tradicionales encaminadas a que se mantengan las alianzas entre familias, en las que los jóvenes
casados son los agentes de un contrato entre familias. Si uno desaparece, el contrato permanece (levirato, sororato). No obstante, destacamos algunas actitudes que
dan cuenta de este cambio.
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Cuando hay una elección individual, la aproximación entre novios no se realiza
como aquí: se ven a hurtadillas, se gustan a lo lejos, y esta atracción recíproca o incluso unilateral se somete rápidamente a la aprobación de los referentes familiares
en la cuestión de la alianza, que pueden eventualmente desalentar tal iniciativa.
Observemos que las muchachas se resisten cada vez más (hasta llegar a la fuga,
incluso al suicidio) a los matrimonios «forzados» con hombres mayores: quieren de
cónyuge a un joven como ellas.
Por otra parte, con frecuencia los padres no se atreven a comprometer a sus niños
y su palabra en matrimonios «precoces», conscientes de la incertidumbre que suscita tal proyecto. Ocurre que si se produce un encuentro antes del matrimonio, puede
haber nacimientos, aunque eso sea reprobado (de la misma forma en las sociedades
cristianizadas que en las islamizadas). En este caso, o la familia paternal recupera al
niño, o la joven se encarga sola, ya que a menudo el seductor, casado, da marcha
atrás en su planteamiento de reconocimiento. Y, puesto que no se ha consultado de
antemano al grupo, no es posible ningún recurso.
Cuando dos personas toman la decisión de vivir juntas, la unión, cualquiera que
sea su duración, no es reconocida colectivamente hasta que se paga íntegramente
la «contrapartida matrimonial». Por este motivo, muchos matrimonios están pendientes de su reconocimiento.
Cuando la elección es claramente individual (a menudo, personas que pertenecen a una clase social favorecida y aculturizada), cualquier cosa accidental que le
ocurra a uno mismo o al niño será interpretada en términos de culpabilidad, como
causado por el hecho de haber ignorado las normas y la protección familiar.
En todos los casos, la iniciativa individual es bien recibida... a condición de que
posteriormente las familias reconozcan esta unión. En caso contrario, se sufre por
verse rechazado.
Para terminar con este punto es interesante tener en cuenta que a pesar de la elección individual, se realizará un esfuerzo para encontrar un parentesco, aunque sea
tenue, entre las dos personas que se han escogido, un vínculo que justifica a sus ojos
y a los de su entorno la elección realizada, una elección «naturalmente» acertada.
Los cambios en los métodos de las alianzas se realizan cada vez más, aunque tienen un coste psicológico.
Las migraciones influyen sobre estas nuevas maneras de formar una pareja. Pondré como ejemplo a una joven guineana mandinga que, antes de emigrar, conocía
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a un joven peul de su pueblo. Partieron los dos: ella a Francia, él a Holanda. Cuatro
años más tarde, con la ayuda del teléfono móvil, reanudaron los contactos y, a distancia, decidieron casarse. Ella fue a Holanda; estuvo allí cuatro días, y volvió de
nuevo a Francia. Después, anunciaron su decisión a las respectivas familias, que un
mes más tarde organizaron y celebraron el matrimonio... en ausencia de los dos jóvenes casados, que permanecían separados. Antes, pero, cada familia había comprobado con qué familia formaba una alianza. ¡Así va la modernidad! Parece, por
tanto, que las famosas alianzas entre familias no se alteran sino que se reorganizan.
Las fuerzas de cohesión familiares recuperan a quienes se escapan individualmente.
Otro ejemplo en que el cambio debido a la migración es relativo: se trata de la
muerte de un hombre cuyo hermano, emigrado a Italia, debe hacerse cargo de otras
dos esposas, las viudas, según la ley del levirato. Una cuestión de la que se entera
por teléfono, y a la cual no puede oponerse a pesar de sus protestas.
Estos cambios individuales tienen consecuencias sobre otras conductas descritas
anteriormente.
La endogamia. Se ha dado un duro golpe a esta práctica: una parte importante de
las parejas ya son biétnicas. Sin duda, se trata del carácter tradicional que se respeta
menos. No obstante, la interpretación de este concepto puede ser de geometría variable, al modificarse si es necesario la forma y la dimensión del grupo: ¿linaje, etnia, región, país, religión?
En cambio, aumenta la dote, a pesar de las leyes de Estado que tienen la finalidad de que sea simbólica. Al contrario de lo que se esperaba, la escolarización de
las muchachas no ha disminuido esta práctica, que ha evolucionado hacia una forma más mercantil. La familia de las jóvenes que deben casarse, y las propias jóvenes, exigen en muchos casos sumas tan elevadas, que llegan a poner en competencia a los pretendientes y obligar a estos a emigrar para acumular el capital exigido.
Por último, la poligamia está muy extendida. En Senegal, el código de familia exige que el novio se pronuncie por la monogamia o la poligamia en el momento de
su primer matrimonio, y la opción es para siempre. En consecuencia, la mayoría de
los hombres, por prudencia, se pronuncian por la poligamia, convencidos así de
mantener en el futuro una presión sobre su esposa. ¿Esta elección es compatible
con un matrimonio por amor, tal como creemos oírlo en estas nuevas formas de
unión? ¿O (y separándonos de nuestra tendencia a la proyección), es necesario entrever allí otra manera de formar una alianza?
Por otra parte, estoy convencida de que, de manera efectiva o potencial, a la familia polígama le influyen mucho las relaciones entre cónyuges y entre padres y ni-
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ños. La relación del niño con padres polígamos induce necesariamente a conductas
específicas, poco estudiadas. Por último, no son menos polígamas las clases sociales más favorecidas o más educadas, sino al revés.
Para terminar sobre estos cambios del contexto, en los que se efectúan nuevas relaciones conyugales y familiares, destacamos la función determinante de los emigrantes. A partir de ahora, la iniciativa y el éxito personales se exhiben. No obstante, sigue siendo fuerte el sentimiento de pertenencia al grupo y a la familia.
■ Ser madre, ser padre
Observemos ahora desde el lado de los progenitores. No basta con parir un niño
para ser madre. No es suficiente con que la madre te reconozca como genitor de
ese niño para ser padre.
Tanto la maternidad como la paternidad requieren de la persona una apropiación
de papeles reales y simbólicos, que corresponden también a una atribución social.
Sin el legatario, sin la norma explicitada a través del sistema de relación, no hay padre, no hay madre.
En África occidental, la alianza, que moviliza tantas energías colectivas, tiene un
objetivo: la procreación. Todo matrimonio quiere una cosa: tener niños. Feminidad
y maternidad, como masculinidad y paternidad, se confunden. Los vínculos de la
pareja no tienen valor si no se apoyan sobre un tercer sujeto, el niño. En el matrimonio es habitual que las costumbres y el entorno social se dediquen a frustrar la
aparición de relaciones preferenciales de dos personas. Sólo se acepta que reciban
favores especiales el amigo o la amiga del corazón.
Ser mujer es ser madre. ¿No se dice que la mujer más bonita es la que lleva a un
niño a la espalda? La preocupación más inmediata y obsesiva después del matrimonio, tanto ahora como antes, es que la esposa quede preñada. Durante su vida, una
mujer pone al mundo una media de siete niños vivos.
¿Qué pasa en el lado materno? En primer lugar, dar la vida es flirtear con la muerte. Por una parte, el recién nacido viene del mundo de los antepasados, del mundo
invisible, del mundo de los muertos, donde puede regresar si es mal recibido. Por
otra parte, la parturienta tutea la muerte, porque parir es peligroso, y en los pueblos
sigue siendo recluida durante una semana, aislada del mundo de los vivos.
Actualmente, muchas mujeres aspiran a que los nacimientos no sean seguidos
(las campañas nacionales y los centros de planificación familiar lo promueven) y
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utilizan los contraceptivos médicos o tradicionales. Una necesidad que se explica
porque son raras las sociedades que practican la abstinencia sexual después del nacimiento de un niño y hasta su destete. Por esto, los nacimientos seguidos constituyen un peligro para las madres y también una sobrecarga.
El padre queda apartado durante este período consustancial a los «asuntos de
mujeres». Aparece como representante de su linaje en el momento de poner el
nombre (bautismo). Anuncia el nombre del recién nacido, no sin haberse referido a
sus compadres, ascendentes y colaterales, y eventualmente a un hombre religioso.
Pero esta función puede ser asumida por otro, es decir, el hermano clasificador. Como ocurrió en ese espléndido bautismo, al cual fui invitada, en casa de unos peul.
Un bautismo fastuoso porque el padre emigrado a Italia, y ausente, había enviado
mucho dinero, que no le había alcanzado a la esposa, desbordada por los fastos habituales en estas ocasiones. La modernidad, marcada por las migraciones económicas, contribuye al aumento de la ostentación de una riqueza que se gasta públicamente y da prestigio a las mujeres que participan.
Según las etnias, la elección del nombre es compleja y variable. A veces, de
acuerdo con la tradición y según el rango del niño en la hermandad, y pienso aquí
en los mandinga, es el padre o la madre quien decide el nombre. Tanto la madre
como el padre tienden a elegir por epónimo a una persona de su propio linaje.
La designación es capital: nombrar es identificar. Un error puede provocar la
muerte del recién nacido. Esto ocurre cuando muere un recién nacido que ha sido
mal nombrado por su «gran padre», el hermano mayor del padre, en ausencia de este último. Este accidente muestra la importancia esencial de la identidad, y también
de las posiciones intercambiables de los «padres» (hermanos del padre genitor).
Además, destacamos que padres y madres aspiran a tener tantas niñas como niños.
La madre y el recién nacido, por su cercanía –amamantamiento y noches pasadas
uno al lado del otro–, mantienen una simbiosis, una especie de prolongación del
estado de gestación, entidad designada en diversas lenguas como «madre/bebé».
Sin embargo, no se trata de una relación entre dos: la díada está abierta a los
otros. Por una parte, el recién nacido tiene vinculaciones con los ancestros. Por otra
parte, el entorno se implica en este vínculo de fusión. Finalmente, la privatización
del niño no forma parte de las categorías mentales de la madre. El entorno en el día
a día está formado por otras mujeres, otras madres y hombres, incluido el padre, a
quienes se deja el niño para que juegue o sea acariciado.
Al recitarle su genealogía, la madre sugiere al bebé los vínculos con su linaje. Las
«dulces palabras» de la madre contienen, a menudo, una referencia de admiración
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a los antepasados, del estilo: «Bouba, hijo de la familia F., hijo del famoso abuelo
Alasane».
Cualquier mujer del entorno puede asumir una posición momentánea de madre
del niño; cualquier mujer es, en potencia, madre del niño, a fortiori cuando se trata
de una hermana de la madre designada «madre» según la relación clasificadora. Las
abuelas (precisemos: madre de la madre o del padre y sus hermanas) también pueden sustituir a la madre. Son ellas quienes, tradicionalmente, practican los masajes
al bebé, aunque las madres sean capaces de efectuarlos.
Esta proximidad física y emocional entre madre y niño se acaba con el destete,
para tomar otra forma. Este carácter simbiótico del vínculo madre-niño se interpreta
como mortífero si se prolonga más allá de una edad admitida (cerca de los 16 meses). Una madre que exprese físicamente su afecto a un niño de 5 años, por ejemplo,
será reprendida. La madre debe aceptar que su niño se aleja de ella para que se inscriba plenamente en su grupo de edad y, más allá, en el grupo familiar y de linaje.
Con el destete, tanto la madre como el niño son sometidos a una presión, justificada colectivamente, y su relación cambia de naturaleza. Este niño, alejado de ella
en el momento del destete, como a menudo ocurre, volverá de nuevo ocho días o
algunas semanas después, pero ya tendrá autonomía y estará investido de nuevos
vínculos con sus pares. Por lo tanto, la madre se encuentra disponible para pensar
en un nuevo niño, en una nueva maternidad.
Destaco una bonita metáfora que traduce este paso de lo maternal a lo paternal.
Entre los wolofs de Senegal, después del nacimiento, el primer pañuelo empleado
para el transporte a la espalda del lactante debe ser entregado por la línea paterna;
la idea que subyace es que durante todo el embarazo la madre y su linaje llevaron
al niño y que, en adelante, es la línea paternal quien debe llevarlo.
Para el destete, el padre reaparece en potencia. Mediante el ritual que acompaña
esta etapa, el padre, simbólicamente, separa a la madre del niño: anuncia públicamente la fecha del destete (estimada por la madre, según criterios de madurez del
niño), da dinero para que el niño sea llevado ante un representante religioso que
consagrará este cambio. Introduce la norma social. Vuelve a ser el deseo de la madre. El niño es alejado y su padre encuentra su lugar de marido. El padre no está solo, ni real ni simbólicamente; se rodea, en efecto, como del lado femenino, de otros
hombres de la familia que tienen función de padres.
Con el fin de destacar cómo las funciones de madre y padre están «abiertas», debemos hablar de una conducta extendida en África occidental (y en otras partes): la
«donación de niño». Según las etnias, entre el 15 y el 25% de los niños «circulan»
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(según los términos de los antropólogos) entre familias. Se trata para la madre que
puso al mundo a un niño, y para el padre, de privarse de éste y de su función en favor de otra persona, que es elegida. La decisión es común o individual, pero el otro
no puede negarse a dar el niño (en 2/3 de los casos, una muchacha), a menudo a
un miembro más o menos distante de la familia, e incluso a un amigo. El destinatario, un hombre o una mujer, no es avisado. Sin embargo, no se puede negar ni esquivar esta verdadera atribución de paternidad o maternidad, puesto que se trata de
la expresión de una inmensa confianza y de un gran reconocimiento a su persona.
Los vínculos entre el primer madre/padre y el segundo madre/padre pueden ser
de diferente forma:
– el padre y la madre de una niña la donan a su hija mayor cuando ésta se casa y
se une a su esposo,
– el padre da uno de sus niños a una coesposa,
– el esposo o la esposa asigna a un niño a su madre,
– una hermana de la madre o del padre, sin hijos, recibe a un niño,
– o, también, cuando la madre o el padre fue donado de niño, es frecuente que
cuando llegue a madre o padre ofrezca a su segunda madre uno de sus hijos,
– finalmente, se gratifica con un niño a un amigo o una amiga.
En todos los casos, estos segundos padres se convierten en padres de pleno derecho. Sin embargo, el niño sabe que conserva el nombre de sus padres genitores.
Cualquiera que sea el destino, feliz o infeliz, de cada uno de los protagonistas, el
niño no podrá ser recuperado por sus padres biológicos: una palabra dada no puede retirarse.
Esta práctica, muy presente (no es raro entrevistar, por ejemplo, a una mujer que
fue donada de niña, que más tarde dona a uno de sus niños y que recibe a un niño),
muestra cómo el papel y la función de madre o padre pueden ser atribuidos a otro
adulto elegido. La donación se hará, según los casos, después del destete hasta los
10 años.
A menudo en la donación hay homonimia entre el niño y el donatario: el nombre
dado al niño es el de un adulto a quien en algunos casos se dará al niño, confirmando así el vínculo anunciado por la homonimia.
Los antropólogos, observadores de esta situación, formulan la hipótesis de que
esta «circulación de niños» refuerza los parentescos existentes. No obstante, esta
explicación levanta dudas cuando se constata que la donación, una decisión individual, es una delegación radical de la función maternal o paternal. Una madre, un
padre, se priva de este atributo, muy valorado, de la maternidad o la paternidad, en
favor de otro. No obstante, la medida da beneficios latentes: narcisistas, sociales y
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espirituales. En efecto, privarse de su niño se interpreta como un sacrificio que a
cambio favorecerá la llegada de muchos niños.
La madre y el padre segundo debe educar al niño hasta el matrimonio. Recibir a
un niño no es una banalidad, pone a prueba las capacidades para ser buena madre,
buen padre. Pero la mujer es más evaluada, sobre todo cuando es estéril. La maldición de tal estado no podrá ser superada sino por las pruebas de calidad maternal.
Si después de este niño donado, nacen otros niños, la madre, muy a menudo, considera este primer niño como el más querido.
Demasiado a menudo, cuando ya es madre, esta mujer tiene dificultades para tratar afectivamente al niño donado, que se convierte en su chivo expiatorio, y lo somete a duras tareas que, en cambio, no deben efectuar sus hijos biológicos.
Este fenómeno de maltrato es acentuado por la convulsión social que implica el
éxodo rural, por tanto, el alejamiento. La dispersión de los miembros de la familia
hace más laxas las normas que fijan esta práctica. Y ocurre que niños, que sufren y
no tienen ayuda, se fugan y se incorporan a la categoría urbana de los niños de la
calle. Es cierto que esta triste salida es excepcional.
Como en toda cultura, la cadena generacional implica una permuta simbólica de
los puestos: las muchachas se convierten en madres y las madres, en abuelas. Lo
mismo pasa a los hombres. No obstante, no es raro que una madre africana dé a luz
en un momento en que su hija pare a su primer hijo. Todo indica pues, que es más
bien el final de la vida genésica lo que imprime un cambio definitivo a las relaciones de la mujer con su esposo. Una tendencia que puede paliar la poligamia. Una
mujer que no pare más hijos ya no es madre sino esposa.
Destaquemos que, en las familias polígamas, cuando la primera esposa se ha
convertido en «vieja», es decir, cuando ya no procrea, y a condición de que se
ponga de acuerdo con su esposo, es promovida a un rango similar al de madre del
esposo. Atención, esto no es oficial, pero en las relaciones maritales (convertidas
casi en incestuosas), esta primera esposa se transforma en consejera, organizadora
de la casa y supervisora de las coesposas más jóvenes.
El hecho de haber accedido al estado de madre, incluso si los niños murieron tras
el nacimiento, confiere un reconocimiento y un estatuto social. Subrayamos que en
las sociedades de África occidental las identidades (de madre, de esposa, de protagonista social, etcétera) no se yuxtaponen sino que se combinan. Ser madre confiere derechos de acceso a espacios y poderes. Por ejemplo, entre los diolas solamente
las madres pueden entrar en el bosque sagrado y participar en las asociaciones femeninas.
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La maternidad es una iniciación implícitamente femenina: una muchacha se convierte en mujer trayendo al mundo un niño. En la mayoría de las sociedades del
África occidental eso basta y no requiere ritual particular, a diferencia de los muchachos.
El conjunto de las sociedades asignan a la madre una inmensa responsabilidad:
de ella depende la buena educación, transmite las buenas conductas y la tradición.
Si la salud o los comportamientos del niño plantean problema, se la considera como responsable. Ciertamente, no está sola, ya que está acompañada de las otras
«madres», pero cualquier contratiempo que sufra será interpretado como un incumplimiento maternal, o incluso más, en algunas circunstancias (como la enfermedad
repetida de los niños), como un acto de brujería, del que será acusada. Por otra parte, la brujería se transmite por la línea maternal. Un acto de brujería procedente de
la línea paterna es considerado menos grave y menos peligroso.
Las abuelas y abuelos tendrán una relación de connivencia con los nietos, marcada por las licencias. Según el principio denominado por los antropólogos de «relación amistosa entre generaciones alternas», en el trato entre los abuelos y los nietos
habrá a menudo un registro sexual y siempre lúdico (los nietos pueden llamar a su
abuela mi pequeña esposa).
Para terminar, destaquemos que las abuelas se enfrentan también a la modernidad: cuando la tradición exige la escisión de las muchachas (como en los mandingas), su responsabilidad se pone a prueba. Se espera de ellas la aplicación de esta
tradición, pero un nuevo discurso llevado por el Estado prohíbe esta práctica. Por
este motivo, se enfrentan al dilema: transmitir una conducta heredada u obedecer a
la nueva prohibición. En las situaciones migratorias, es a menudo con motivo del
regreso estival de la nieta cuando las abuelas se arrogan el derecho de someterlas a
la tradición. Pero la influencia de la aculturación y las fuerzas internacionales (de
los derechos del niño) moderan o erradican prácticas ancestrales. Las conductas
maternales y paternales se vuelven un poco más normales debido a una transformación progresiva de la mentalidad colectiva, de otra relación con la persona, con el
niño, en un contexto de cambio social y económico.
Así van las madres y los padres, a los cuales se somete ahora al paciente aprendizaje de una función que se enfrenta a cambios profundos.
BIBLIOGRAFÍA
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Traducción del francés: Leonor García.
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