ln_La expulsión de Paraíso

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LA EXPULSION DE PARAISO
Adán era uno de los más orgullosos habitantes de la colonia Paraíso. Era feliz
viviendo en ese glorioso estado de inocencia que sólo le es permitido a los elegidos del
señor. Vivía con su familia en consonancia con la naturaleza, apenas cubierto de los
elementos por las deterioradas láminas que le regalaron la elección anterior, mucho
mejores que los techos de palma y otros materiales vegetales que acostumbraban en
su tierra natal; y a orillas del hermoso riachuelo con sus fragantes esencias a
desechos urbanos e industriales; rodeado de brillantes ejemplos de la civilización
actual tales como cascos de Michelín en cuerdas o ultramodernos empaques plásticos
desechables, no reciclables pero reutilizables; y siempre en amable convivencia con la
fauna nativa de roedores, canes roñosos e insectos nocivos.
Desde el pórtico de su morada era posible admirar la figura de araña de la
antena de televisión, con la que conseguía gran nitidez para poder reír los chistes de
Brozo y asentir gravemente con las afirmaciones de López Dóriga o Alatorre,
disfrutar los albures de ese cómico orejón de moda y los afilados chismes de la
Chapoy, sufrir las peripecias de la última novela o, mejor aún, echarse sus buenas
cheves viendo ganar a las Águilas con las porras del ocurrente pelón al que llaman “El
Perro”, para luego seguir con las variedades de Coquito Muñiz.
Y qué decir de los deliciosos tacos que disfrutaba cuando acudía presuroso al
llamado de su señor por los altavoces de las camionetas de la Antorcha, en aquellas
nostálgicas concentraciones masivas donde abundaban las porras y el confeti,
empujando siempre para tener el honor de estrechar la mano sagrada; como aquella
vez que estuvo a punto, a tantito así, de no haber sido por la chillona gorda aquella
con sus escuincles a quien prefirieron los guaruras en vez de él. O su orgullo de
propietario cuando, en vísperas de aquellos conflictivos comicios, llegaron las
máquinas para abrir las zanjas del drenaje allá en la avenida, a sólo cuadra y media,
asegurándole el capataz que lo iban a extender por toda la colonia cuando con unos
tragos lo convenció que lo dejara posar para las tomas del reportaje en la tele, pero
que quién sabe porqué nunca apareció. Por cierto, desde que el candidato tomó
posesión no se volvió a saber nada del drenaje, pero la zanja y los pocos tubos que
dejaron abandonados bien que sirvieron para que los chiquillos se entretuvieran y
dejaran de fastidiar.
Todo iba bien hasta aquel nefasto día en que Eva, su desaliñada pero fiel esposa,
lo convenció de asistir a la reunión que aquella víbora despreciable del nuevo jefe de
manzana había invitado a quienes acudían al mercadito de los jueves, quesque pa’
enseñarles la forma de alargar su exiguo jornal y otros milagritos por el estilo. Y hay
que decir que el cuate ese les habló rete bonito, diciéndoles que el gobierno tenía
obligaciones con ellos que no había cumplido y que sólo los buscaba para hacer bola,
pero que cuando ellos necesitaban algo les cerraba las puertas y no quería oír sus
justas demandas.
Quienes conocieron a Adán en esos tiempos, aseguran que ese día debió
romperse algo dentro de su cabeza, porque nunca volvió a ser el mismo; hasta se
prestó entusiasta a participar en aquella marcha dominguera en la que exigirían que
les escrituraran sus terrenitos, con mitin y plantón en el merito Zócalo, y no se
desanimó con los catorrazos de los granaderos ni cuando su patrón lo botó de la
chamba al día siguiente dizque por agitador, ya que así le quedaba más tiempo para
ayudar a su nueva causa.
Así fue que, como muchos de sus vecinos, abrió los ojos y dejó de creer. A tal grado
que el señor Presidente, que todo lo ve y todo lo sabe, decidió que había que darles un
escarmiento que por supuesto iba a aprovechar para dar curso al Megaproyecto de
Inversión en esa zona de la ciudad, con centros comerciales, universidades y
rascacielos corporativos. Entonces los Angeles Negros de la ministerial descargaron
su ira en aquella apocalíptica tarde otoñal, expulsando violentamente a Adán y a Eva
de Paraíso sin nada más que lo puesto, quienes junto con sus vecinos lloraron
amargamente al ver quemarse su techo y sus escasas pertenencias en una inmensa
hoguera de odio y frustración.
Ahora Adán se ve obligado a ganar el pan con el sudor de su frente; largas y
sigilosas caminatas bajo el peso de sus pertrechos por las fangosas veredas de la
húmeda y a veces impenetrable sierra, con la improvisada máscara empapada y el rifle
alerta...
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