(2010a) en: “La pedagogía crítica revolucionaria, el

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Pedagogías
críticas,
producción
de
conocimiento
y
praxis
emancipatoria.
Adriana Migliavacca y Gabriela Vilariño
Resumen
El problema de la conexión entre la teoría y la práctica política revolucionaria ha sido
constitutivo de la reflexión epistemológica inaugurada por el marxismo a mediados del
siglo XIX y desarrollado por diversas corrientes teóricas contemporáneas que,
referenciadas en este paradigma, se han interrogado acerca del sentido que la
producción de teoría adquiere en un determinado campo disciplinar. Este problema, que
sin duda se deriva de un posicionamiento crítico frente a la realidad social dada, es lo
que ha llevado a asumir a la ideología como un aspecto inherente del propio quehacer
científico, diferenciándose de otras perspectivas epistemológicas para las que la
“neutralidad” es condición de objetividad (el positivismo es un claro ejemplo de ello).
En este trabajo, nos proponemos desarrollar algunas reflexiones acerca de los sentidos
políticos y culturales que atraviesan a la producción del conocimiento en el ámbito
educacional y que involucran a la tarea que, como pedagogos, desarrollamos en el
espacio académico. En este sentido, recuperamos algunas contribuciones teóricas
procedentes de la filosofía política y del campo pedagógico, con el propósito de abrir la
discusión en torno a ciertos desafíos con los que hoy se enfrenta la labor teórica en el
campo de las Pedagogías Críticas.
Abstract
The problem of the connection between the theory and practice of the revolutionary
politics has been constituent of the epistemological reflection inaugurated by the
Marxism in the middle of the XIX century and developed by different contemporary
theoretical trends that, taken into account by this paradigm, have reflected about the
meaning that the production of theory acquires in a specific disciplinary field. This
problem, which undoubtedly derives from a critical standing as regards the given social
reality, is what has led to assume ideology as an inherent aspect of the scientific work,
differentiating from other epistemological approaches of the social science for which
1
neutrality is a condition to objectivity (positivism is a clear example of this). In this
paper, we pursue the aim of developing some reflections about the political and cultural
meanings involved in the production of knowledge in the educational environment and
which are closely related to the task that we, as educators, carry out in the academic
context. In this sense, we retrieve some theoretical contributions from political
philosophy and from the pedagogical field with the aim of opening the discussion
around certain challenges with which the theoretical work has to face today within the
field of Critical Pedagogies.
Introducción
El problema de la conexión entre la teoría y la práctica política revolucionaria ha sido
constitutivo de la reflexión epistemológica inaugurada por el marxismo a mediados del
siglo XIX y desarrollado por diversas corrientes teóricas contemporáneas que,
referenciadas en este paradigma, se han interrogado acerca del sentido que la
producción de teoría adquiere en un determinado campo disciplinar. Este problema, que
sin duda se deriva de un posicionamiento crítico frente a la realidad social dada, es lo
que ha llevado a asumir a la ideología como un aspecto inherente del propio quehacer
científico, diferenciándose de otras perspectivas epistemológicas para las que la
“neutralidad” es condición de objetividad (el positivismo es un claro ejemplo de ello).
En este trabajo, nos proponemos desarrollar algunas reflexiones acerca de los sentidos
políticos y culturales que atraviesan a la producción del conocimiento en el ámbito
educacional y que involucran a la tarea que, como pedagogos, desarrollamos en el
espacio académico. En este sentido, recuperamos algunas contribuciones teóricas
procedentes de la filosofía política y del campo pedagógico, con el propósito de abrir la
discusión en torno a ciertos desafíos con los que hoy se enfrenta la labor teórica en el
campo de las Pedagogías Críticas.
El artículo comprende dos apartados. En el primero, nos centramos en las
consideraciones epistemológicas del marxismo que permiten dimensionar el carácter
intrínseco del papel que en la producción de la teoría ha desplegado el compromiso
ético/práctico del investigador (Dussel, 1999; 2000). Nos detenemos en las
contribuciones del marxismo clásico y de dos perspectivas del siglo XX que brindan
herramientas analíticas relevantes para pensar el problema de la praxis. Consideramos
especialmente algunos de los aportes de Antonio Gramsci y de la Escuela de Frankfurt.
2
En el segundo apartado, retomamos algunas de las problemáticas ya formuladas por
Paulo Freire y Peter McLaren, quienes a partir de la asunción de un compromiso
político en favor de los oprimidos, nos invitan a reflexionar en torno a los desafíos con
los que hoy se enfrenta la construcción de una praxis pedagógica emancipatoria. Por
último, y a modo de cierre, presentamos una recapitulación de las discusiones que
desarrollamos a lo largo del artículo.
1. La relación teoría/práctica como problema epistemológico. Definiciones en
el seno del marxismo
1. a El marxismo clásico
El pensamiento de Karl Marx (1818-1883), que se enriqueció de las reflexiones que
junto a él desarrolló su compañero Friedrich Engels (1820-1895), es reconocido por
haber demarcado un cambio sustancial en la interpretación del proceso histórico, a partir
de su crítica de la idea de dialéctica esbozada por Hegel y de su reformulación y
concomitante inscripción en un análisis materialista de la historia.
En “Del Socialismo utópico al Socialismo científico” Engels reconoce que el principal
mérito de Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) había sido la restitución de la
idea de dialéctica, ya instalada en la antigüedad por los filósofos griegos. El método
dialéctico de Hegel permitía concebir a la realidad como un proceso “en constante
movimiento, cambio, transformación y desarrollo”, a partir de la reconstrucción de “una
trama de concatenaciones y mutuas influencias”, enfocando a las cosas desde una
mirada relacional, atenta a su proceso de génesis y caducidad. En palabras de Engels:
“Cuando nos paramos a pensar sobre la naturaleza, o sobre la historia humana, o sobre nuestra propia
actividad espiritual, nos encontramos de primera intención con la imagen de una trama infinita de
concatenaciones y mutuas influencias, en la que nada permanece en lo que era, ni cómo y dónde era, sino
que todo se mueve y cambia, nace y perece” (Engels, 1974: 67-68).
“Asimismo, nos encontramos, observando las cosas detenidamente, con que los dos polos de una
antítesis, el positivo y el negativo, son tan inseparables como antitéticos el uno del otro y que, pese a todo
su antagonismo, se penetran recíprocamente; y vemos que la causa y el efecto son representaciones que
sólo rigen como tales en su aplicación al caso concreto, pero que, examinando el caso concreto en su
concatenación con la imagen total del universo, se juntan y se diluyen en la idea de una trama universal
de acciones y reacciones, en que las causas y los efectos cambian constantemente de sitio y en que lo que
ahora o aquí es efecto, adquiere luego o allí carácter de causa y viceversa.” (Engels, 1974: 71. Las
cursivas son del original)
3
Pero el planteo hegeliano era idealista, pues en lugar de tratar a las ideas filosóficas
como abstracciones derivadas de la aprehensión de los fenómenos de la realidad,
realizaba la ecuación inversa, esto es, los objetos de la realidad eran pensados como
proyecciones de la idea. De esta forma, el sistema de pensamiento de Hegel adolecía de
una profunda contradicción: si la dialéctica se orientaba a pensar al mundo desde una
perspectiva que ponderaba su naturaleza relacional y cambiante, su idealismo incurría
en presentar a la historia humana como un movimiento encaminado a encarnar una
“verdad absoluta” emanada del estadio del desarrollo espiritual al que habían arribado
los filósofos. Si, como se derivaba del pensamiento de Hegel, el Estado Moderno
constituía la expresión de esta “superación espiritual”, la dialéctica quedaba detenida.
La toma de conciencia sobre la inversión en la que incurría el idealismo alemán fue lo
que condujo al desarrollo del materialismo, cuando la interpretación de ciertos hechos
(por ejemplo: la primera insurrección obrera de Lyon en 1831, el apogeo del
movimiento cartista entre 1838 y 18421), revelaba la necesidad de dar un viraje al modo
de enfocar la historia. La lucha de clases entre el proletariado y la burguesía venía a
desmitificar la supuesta conciliación de intereses que las filosofías idealistas le atribuían
a las instituciones de la modernidad.
“Los nuevos hechos obligaron a revisar toda la historia anterior, entonces se vio que, con excepción del
estado primitivo, toda la historia anterior había sido la historia de las luchas de clases, y que estas clases
sociales pugnantes entre sí eran en todas las épocas fruto de las relaciones de producción y de cambio, es
decir, de las relaciones económicas de su época; que la estructura económica de la sociedad en cada época
de la historia constituye, por tanto, la base real cuyas propiedades explican, en última instancia, toda la
superestructura integrada por las instituciones jurídicas y políticas, así como por la ideología religiosa,
filosófica, etc. de cada período histórico (…) se abría el camino para explicar la conciencia del hombre
por su existencia, y no ésta por su conciencia, que hasta entonces era lo tradicional.” (Engels, 1974: 76.
Las cursivas son del original).
El concepto de plusvalía venía a descubrir lo que el modo de producción capitalista
tenía de oculto, revelando a la explotación del obrero como apropiación de trabajo no
retribuido (Engels, 1974). El proceso de expropiación de los medios de producción lo
había despojado de la posibilidad de satisfacer sus necesidades humanas; la Economía
Política lo convertía en un “animal de trabajo”, en una “bestia reducida a las más
1
El Cartismo es un movimiento popular que pugnó por una reforma social y electoral. Su denominación
se debe a que impulsó la Carta del Pueblo, el programa de Reforma de la Asociación de Trabajadores de
Londres, que demandaba -entre otras cosas- el sufragio universal masculino y la eliminación de requisitos
de propiedad para participar del parlamento.
4
estrictas necesidades vitales” (Marx, 1999: 61). Para reproducir su subsistencia, el
obrero consumía sus energías en un proceso de producción que no controlaba, quedando
separado de sus cualidades humanas potenciales.
Esta enajenación de la capacidad del hombre de hacer de su actividad vital el objeto de
su voluntad y su conciencia es un aspecto constitutivo del proceso de alienación. En la
condiciones del trabajo alienado, el ser conciente y la actividad vital del hombre se
vuelven un simple medio de existencia (Zeitlin, 2001)2.
“(…) el objeto que el trabajo produce, su producto, se enfrenta a él como un ser extraño, como un poder
independiente del productor. El producto del trabajo es el trabajo que se ha fijado en un objeto, que se ha
hecho cosa; el producto es la objetivación del trabajo. La realización del trabajo es su objetivación. Esta
realización del trabajo aparece en el estadio de la Economía Política como desrealización del trabajador,
la objetivación como pérdida del objeto y servidumbre a él, la apropiación como extrañamiento, como
enajenación.” (Marx, 1999: 107. Las cursivas son del original).
El desarrollo de la economía capitalista, la prosperidad de los negocios de la burguesía,
se anclaba sobre una profunda contradicción, la de la creciente riqueza de la nación (el
caso de Inglaterra es elocuente) y la también creciente miseria de los trabajadores, la de
su conversión en una mercancía que se abarataba a medida que se incrementaba su
producción. La emergencia de esta contradicción revelaba las inconsistencias de los
planteos de economistas clásicos como David Ricardo (1772-1823), quien reconocía al
trabajo como única fuente de valor, pero legitimaba a su vez su subsunción al capital
bajo la forma de “costo de producción”.
La explicación de esta contradicción, que políticamente se revela como antagonismo, es
lo que permite situar al programa científico de Marx en el plano de la crítica y de la
praxis. El descubrimiento de lo que para la teoría política clásica no era observable (la
plusvalía en su condición de extracción de trabajo impago), que es ejercicio del
pensamiento crítico, es también la toma de una posición ético-política que se define a
favor de los oprimidos (Dussel, 1999; 2000). La labor de la teoría crítica se configura a
partir de la necesidad de explicar pero también de actuar contra aquello que niega la
humanidad del proletariado.
2
La idea de alienación, que tiene un origen hegeliano, fue reformulada por el pensamiento marxista. Si
para la perspectiva hegeliana la alienación es un fenómeno exclusivamente mental, que remite a una
condición en la que las propias facultades del hombre aparecen como fuerzas o entidades independientes
que controlan sus acciones, en el planteo de Marx, la alienación no se restringe al plano psicológico, sino
que es analizada como en fenómeno social manifiesto, en el marco de un contexto de relaciones sociales
específicas y en un sistema sociohistórico también específico (Zeitlin, 2001).
5
En su “Tesis sobre Feuerbach”, escrita en 1845, Marx se distanciaba del materialismo
mecanicista, incluyendo al del propio Feuerbach, a quién le reconocía, sin embargo, el
mérito de haber invertido el idealismo hegeliano y buscado la explicación científica en
“la relación social ‘del hombre al hombre’” (Marx, 1999: 184. Las comillas son del
original). Marx criticaba el carácter contemplativo de este materialismo, que concebía a
la realidad bajo la forma de objeto escindido de la actividad sensorial humana, de la
práctica y, por lo tanto, del sujeto.
“De aquí que el lado activo fuese desarrollado por el idealismo, por oposición al materialismo, pero sólo
de un modo abstracto, ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial, como tal.
Feuerbach quiere objetos sensibles, realmente distintos de los objetos conceptuales; pero tampoco él
concibe la propia actividad humana como una actividad objetiva (…) Por lo tanto, no comprende la
importancia de la actuación ‘revolucionaria’, práctico-crítica” (Marx, 1970: 9. Las cursivas y las comillas
son del original).
La producción del conocimiento científico adquiere aquí un sentido práctico, pues el
desafío del filósofo es demostrar en la práctica la verdad –la terrenalidad- de su
pensamiento. Si su labor se define como una mera cuestión teórica, decía Marx, queda
confinada al ámbito de la especulación escolástica. Así, en la onceava tesis, afirmaba:
“Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de
lo que se trata es de transformarlo” (Marx, 1970: 12. Las cursivas son del original). Las
circunstancias objetivas que conducen a la clase obrera a la alienación, sólo podrán ser
transformadas por una actividad humana comprometida con la práctica revolucionaria.
Es precisamente en el punto de intersección entre la labor teórica y la lucha
revolucionaria donde emerge el carácter pedagógico de una práctica científica que se
propone desenmascarar las contradicciones de la moral burguesa:
“La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que,
por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación distinta,
olvida que las circunstancias se hacen cambiar precisamente por los hombres y que el propio educador
necesita ser educado” (Marx, 1970: 10).
La acción política de Marx entraña un compromiso de naturaleza pedagógica que se
sitúa en la disputa contra un Estado burgués que ha sabido desarrollar, a través de sus
instituciones, una calibrada capacidad de reproducción de la sociedad de clases a partir
de la formación de ideología. Pero la “educación del educador” es también la
participación en un movimiento político que se proponga transformar de raíz al orden
existente, que Marx inscribe en el proceso de lucha por la construcción del comunismo,
6
y cuyo motor es la organización de la clase trabajadora. El desenmascaramiento de la
ideología burguesa no es entonces la producción de conocimiento que se encierra en una
torre de marfil académica (Dussel, 1999) sino que es una apuesta por la construcción de
un vínculo entre una lectura científica de la realidad y una experiencia de organización
política que se encamine a transformarla. La participación que tanto Marx como Engels
han tenido en diferentes experiencias organizativas de la clase trabajadora es una
muestra clara de ello, pues -como recuerda Perry Anderson (1987)- aún en el exilio y en
la pobreza, mantuvieron el contacto con las principales luchas del proletariado de su
tiempo3.
1. b El pensamiento marxista del siglo XX. La perspectiva de Antonio Gramsci y
la Escuela de Frankfurt
1. b.1. Hegemonía y filosofía de la praxis en Gramsci
Como señala Perry Anderson (1987), la generación de teóricos que sucedió a Marx y
Engels asumió el desafío de completar la herencia dejada por estos autores, a partir de la
sistematización del materialismo histórico como teoría general del hombre y la
naturaleza, capaz de reemplazar a las disciplinas burguesas rivales y de brindar al
movimiento obrero una visión amplia y coherente del mundo que pudiera ser captada
fácilmente por sus militantes4. La generación posterior de intelectuales que tuvo
participación en la dirección de sus partidos obreros nacionales se encontró con la
necesidad de explicar las transformaciones del modo de producción capitalista en su
etapa monopólica e imperialista, así como de brindar respuestas relacionadas con los
aspectos estratégicos y tácticos de la organización política del proletariado, que ya se
constituía como un fenómeno de masas. Respecto de esta última tarea, Lenin (18701924) fue quien creó los conceptos y los métodos necesarios para llevar a cabo una
lucha proletaria por la conquista del poder en Rusia. De acuerdo con Anderson (1987),
todas sus innovaciones, vinculadas con cuestiones de índole “práctico” –la combinación
de la agitación y la propaganda, la dirección de huelgas y manifestaciones, la
organización del partido, las alianzas de clases, la interpretación de la coyuntura, la
3
Escribieron juntos el Manifiesto Comunista en vísperas de la insurrección continental de 1848 y
lucharon en las revueltas internacionales de ese año por la causa del socialismo revolucionario. Marx
participó en 1864 en la fundación de la I Asociación Internacional de trabajadores y Engels fue el espíritu
rector de la II Internacional (Anderson, 1987).
4
Dentro de esta generación, Anderson ubica a teóricos como Labriola, Mehring, Kautsky y Pléjanov.
7
utilización de la labor parlamentaria, entre otras- representaban también decisivos
avances intelectuales en ámbitos hasta entonces desconocidos.5
Dentro de la generación de autores que continúan esta tradición y que inscriben su labor
en Europa Occidental, pueden recuperarse los aportes de Antonio Gramsci (1891-1937),
que nos interesa tratar con detenimiento especial porque, entendemos, brindan
herramientas para profundizar la reflexión que propone desarrollar este artículo. Al
igual que los autores mencionados precedentemente, Gramsci fue un destacado
dirigente político, que desempeñó un papel sustantivo en las luchas de masas que se
desataron en el escenario posterior a la Primera Guerra Mundial. Se comprometió en la
organización de los consejos de fábrica de Turín durante el llamado Bienio Rojo (19191920), dirigió L´Ordine Nuovo, el órgano de prensa de los consejos, y fue uno de los
fundadores del Partido Comunista Italiano (PCI), llegando a desenvolverse como el
principal dirigente del partido en 1924, cuando éste libraba una difícil batalla defensiva
contra la consolidación del fascismo en Italia. Asimismo, fue arrestado en 1926 por
orden de Mussolini, y confinado a unas condiciones de prisión que le ocasionaron la
muerte. Sus experiencias políticas constituyeron las fuentes creadoras de su
pensamiento durante sus once años de cárcel (Anderson, 1987). Sus escritos carcelarios,
que comprenden 3000 páginas compiladas luego de su muerte bajo el título Cuadernos
de la Cárcel, fueron elaborados por Gramsci entre 1929 (año en que lo autorizaron a
escribir) y 1935 (cuando su estado de salud comenzó a deteriorarse significativamente).
Por su condición de prisionero del fascismo, Gramsci se enfrentó con dificultades para
la consulta bibliográfica y debió emplear un lenguaje elíptico que le permitiera eludir la
censura (Fridman, 2006).
El problema principal que se plantea en la reflexión de los Cuadernos, donde Gramsci
alude al marxismo como una filosofía de la praxis (Anderson, 1987), es el de cómo
intervenir políticamente para hacer posible la revolución socialista, a partir de la
construcción de una nueva hegemonía, sustentada en el accionar histórico del
proletariado (Kohan, 2006). La lucha por la hegemonía, que es una disputa por la
conquista de posiciones en el campo de co-relación de las fuerzas políticas, supone el
desarrollo de una relación pedagógica comprometida con la formación del proletariado
como clase autoconsciente. De este modo, los aportes de Gramsci permiten profundizar
5
Aparte de Lenin, ya mencionado en el cuerpo del texto, el autor ubica dentro de esta generación a
Luxemburgo; Hilferding y Trotski.
8
la reflexión en torno a la compleja relación entre política y educación, continuando con
una tradición ya instalada por Marx, que en su tercera tesis sobre Feuerbach ya había
planteado que “el propio educador necesitaba ser educado” (Kohan, 2006).
Como consigna Anderson (1987), el concepto de hegemonía, que ya había sido
empleado en el marco de las discusiones estratégicas del movimiento socialista ruso en
relación con el problema de la organización de la conquista del poder por parte del
proletariado, es retomado y profundizado por Gramsci para teorizar acerca del complejo
entramado de aspectos ideológicos y culturales que contribuyen a consolidar la
dominación de la burguesía en las zonas capitalistas avanzadas de Europa Occidental.
En contraste con las estructuras de poder de la Rusia zarista, este sistema hegemónico se
destacaba por el grado de consenso que obtenía de las masas populares a las que
dominaba y la consiguiente reducción de la cantidad de coerción necesaria para
reprimirlas. Este consenso se construía a través de unos sofisticados mecanismos de
control, que operaban en una red ramificada de instituciones culturales –escuelas,
iglesias, partidos, asociaciones, etc. -que inculcaban a las masas explotadas la
subordinación pasiva, a través de un conjunto de ideologías, elaboradas en el pasado
histórico, y transmitidas por grupos intelectuales auxiliares de la clase dominante. El
enfrentamiento de este orden político requería emprender una larga y difícil “guerra de
posiciones” (Anderson, 1987). En este escenario, y ante la complejidad de la lucha que
se habría de librar en el terreno de las significaciones culturales que atravesaban a las
experiencias de la vida cotidiana -que conllevaba una disputa por la desarticulación del
consenso dominante y el tejido de alianzas capaces de consolidar una concepción
alternativa del mundo- la tarea del “teórico crítico” se veía interpelada en dos aspectos
que le eran constitutivos: el carácter práctico de su labor (su compromiso militante) y la
naturaleza pedagógica de la acción política.
Podríamos afirmar, recuperando a Eagleton (2003), que el valor de la concepción
gramsciana de hegemonía reside precisamente en su potencial para extender y
enriquecer la noción de ideología, dimensionando el lugar preponderante que, como
“práctica social habitual y vivida”, despliega en la política6. La filosofía de la praxis se
define por su compromiso con la superación del modo de pensar concreto existente y
En esta concepción, la ideología es algo más que un “sistema de ideas”, pues incluye también a las
dimensiones inconscientes y no articuladas de la experiencia social. Por otra parte, se trata de una
concepción que mantiene una estrecha vinculación con la noción de hegemonía, que es relacional,
práctica y dinámica, e inseparable de las alusiones a la lucha (Eagleton, 2003).
6
9
por la naturaleza pedagógica de una acción intelectual/militante que –como señala
Gramsci- no puede prescindir del “contacto con los sencillos”.
“(…) Aquí volvía a presentarse la misma cuestión antes aludida: ¿un movimiento filosófico no lo es sino
en cuanto se dedica a desarrollar una cultura especializada para reducidos grupos de intelectuales, o, por
el contrario, lo es solo en la medida en que, en el trabajo mismo de elaborar un pensamiento superior al
sentido común y científicamente coherente, no se olvida nunca de quedar en contacto con los ‘sencillos’,
e incluso encuentra en ese contacto la fuente de los problemas que hay que estudiar y resolver? Sólo por
obra de ese contacto se hace ‘histórica’ una filosofía, se depura de los elementos intelectualistas de
naturaleza individual y se hace ‘vida’” (Gramsci: 2009: 370. Las comillas son del original).
Frente al prejuicio que restringe la filosofía a una determinada categoría de científicos
especializados o de “filósofos profesionales” y “sistemáticos” es posible demostrar que
todos los hombres son “filósofos”, aunque lo sean inconcientemente, puesto que en la
más mínima manifestación de cualquier actividad intelectual se halla contenida una
concepción del mundo. Para Gramsci, este reconocimiento constituye la plataforma
desde donde comenzar a transitar el momento de la crítica, para “superar” los
pensamientos impuestos mecánicamente por el ambiente externo y participar
activamente en la elaboración de la historia. La exigencia del contacto de los
intelectuales con los “sencillos” se afirma como una condición de posibilidad para la
construcción de un bloque-moral- intelectual en el que las masas tengan una
participación activa (Gramsci, 2009).
El objetivo de una práctica revolucionaria que se sitúa en esta relación es elaborar y
hacer explícitos los principios potencialmente creativos que están implícitos en la
comprensión práctica de los oprimidos para forjar una “filosofía coherente”, esto es,
combatir aquello que Gramsci llama “sentido común” y que es definido como un
“conglomerado caótico de concepciones dispares” (Eagleton, 2003: 222)7.
“¿Qué idea se hace el pueblo de la filosofía? Esa idea puede reconstruirse a través de las maneras de decir
del lenguaje común. Una de las más difusas maneras de decir al respecto es el giro ‘tomarse las cosas con
filosofía’, el cual, una vez analizado, no debe despreciarse totalmente. Es verdad que contiene una
invitación implícita a la resignación y a la paciencia, pero parece que su punto significativo más
Como consigna Marcela Fridman (2006), en la perspectiva gramsciana, la idea de “sentido común” es
mucho más compleja que aquella que se presenta como opuesta al carácter “crítico” de la filosofía o de la
ciencia. Por otra parte, se distancia sustancialmente del uso cotidiano del término, cargado generalmente
de un valor positivo en el uso vulgar. El sentido común tiene un carácter colectivo, porque no existe solo
uno, sino que es un producto histórico que se transforma y enriquece permanentemente con nuevos
conocimientos e ideas que se incorporan a las costumbres. Cada grupo social posee su sentido común, de
modo que esta concepción se presenta de múltiples y diversas formas: “Es una amalgama de variadas
ideologías tradicionales, de religiones, creencias, supersticiones” (Fridman, 2006: 35).
7
10
importante es la invitación a la reflexión, a darse cuenta y razón de que lo que ocurre es, en el fondo,
racional, y que como tal hay que enfrentarse con ello, concentrando las fuerzas racionales de uno en vez
de dejarse arrastrar por los impulsos instintivos y violentos. Estas maneras de decir populares podrían
juntarse con las expresiones análogas de los escritores de carácter popular –tomándolas de los grandes
diccionarios- que contienen los términos ‘filosofía’ y ‘filosóficamente’, y se podrá ver que en esos usos
estos términos tienen una significación, muy precisa, de superación de las pasiones bestiales y
elementales en una concepción de necesidad que da al propio hacer una dirección consciente. Este es el
núcleo sano del sentido común precisamente lo que se podría llamar buen sentido, el cual merece que se
le desarrolle para darle unidad y coherencia. Así se ve que también por esta razón es imposible distinguir
lo que se llama filosofía ‘científica’ de la filosofía ‘vulgar’ y popular, que no es más que un conjunto
disgregado de ideas y opiniones” (Gramsci, 2009: 668. Las comillas son del original).
El diálogo entre “filosofía científica” y “filosofía popular” no se define ni por una
desestimación del saber popular –en él deben ser cuidadosamente diferenciados sus
rasgos más progresistas y sus rasgos más reaccionarios- ni por una adscripción
paternalista a una conciencia popular ya existente, sino que lo hace a partir de la
construcción de una nueva concepción del mundo que se enraíza en la conciencia
popular, con la misma solidez y la misma cualidad imperativa que las creencias
tradicionales (Eagleton, 2003). La comprensión crítica de sí, que se inscribe en un
proceso concreto e histórico de lucha de hegemonías políticas (de direcciones
contradictorias), y que también implica concientizar el sentido de pertenencia a una de
las fuerzas políticas en disputa, es el primer estadio del desarrollo de una autoconciencia
capaz de conquistar la unidad entre teoría y práctica.
“(…) Por eso hay que subrayar que el desarrollo político del concepto de hegemonía representa un gran
progreso filosófico, además de político práctico, porque implica necesariamente y supone una unidad
intelectual y una ética concorde con una concepción de lo real que ha superado el sentido común y se ha
convertido –aunque dentro de límites todavía estrechos- en concepción crítica” (Gramsci, 2009: 373).
La conquista de la unidad entre la teoría y la práctica es intrínseca al problema de la
acción de los intelectuales8 que han tomado la decisión política de participar en la
8
Para Gramsci, la categoría de intelectual alude al ejercicio de una capacidad dirigente y técnica que se
desarrolla a partir del establecimiento de un vínculo orgánico con una clase social fundamental (Portelli,
1998). Dicha capacidad puede desplegarse en los ámbitos económico, político y social e implica una
actividad organizadora de las relaciones humanas; la función del intelectual es “(...) dar homogeneidad y
conciencia de sus propias funciones al grupo social que representa (...)” (Gramsci, 1972: 27), participar
en la construcción y en la organización del consenso, de una hegemonía que dé coherencia y cohesión al
conjunto social (Morgenstein, 1991). Los intelectuales no constituyen entonces una clase propiamente
dicha, sino que cada grupo social tiende a formar su propia capa de intelectuales. Sin embargo, la
constitución de una capa de intelectuales conlleva el ejercicio de una función para la cual debe haberse
desarrollado una capacidad reflexiva que implica algún grado de elaboración crítica de la propia
actividad. La categoría de intelectual es amplia y da lugar a una graduación de calificaciones. Es decir
que no se restringe, por ejemplo, a los escritores y artistas, sino que también se hace extensiva a los
11
organización y dirección de la construcción de una concepción del mundo
contrahegemónica. Este problema instala una pregunta sustancial para el campo
científico que se asume como crítico, y que involucra a quienes trabajamos en el ámbito
académico: ¿Cómo encarar, desde este espacio, una acción que permita avanzar en la
construcción de un vínculo orgánico con los sectores subalternos y con un proyecto de
transformación radical de la sociedad?
1. b.2. La Escuela de Frankfurt y la crítica de la racionalidad burguesa. Interrogantes y
desafíos para pensar a la praxis revolucionaria
La pregunta con la que cerramos el sub-apartado anterior nos invita a colocar nuestra
atención en algunas de las reflexiones aportadas por Perry Anderson (1987) en un
trabajo que ya hemos citado, “Consideraciones sobre el Marxismo Occidental”. En este
trabajo, Anderson marca la diferencia entre un grupo de teóricos, considerados como los
“creadores del marxismo occidental” –Gyorgy Lukács (1885-1971)9, Karl Korsch
(1886-1961)10 y Antonio Gramsci- cuya labor intelectual se inscribe en una práctica de
militancia y participación directa de los movimientos políticos de su época, y otras
generaciones de autores que circunscribieron su actividad en el ámbito académico,
alejándose de las experiencias de organización política del proletariado de sus países11.
En este sentido, subraya el autor, el divorcio estructural entre la teoría y la práctica
política ha sido uno de los problemas constitutivos del marxismo occidental, pues la
unidad orgánica entre teoría y práctica característica de la generación clásica de
maestros de escuela, los políticos profesionales, los administradores, los técnicos, los arquitectos, etc., ya
que se trata de distintos actores que participan en la producción, reproducción y difusión de valores,
modos de vida, modos de actividad, principios de organización del espacio, etc. (Fridman, 2006).
9
Lukács fue vicecomisario del pueblo para la educación en la República Soviética Húngara de 1919 y
luchó con su ejército revolucionario en el frente de Tisza contra el ataque de la Entente. Exiliado en
Austria durante los años veinte, fue dirigente del Partido Comunista Húngaro y, después de una década de
luchas de facciones dentro de su organización, fue por breve tiempo secretario general del partido en 1928
(Anderson, 1987).
10
Korsch fue ministro comunista de Justicia en el gobierno de Turingia en 1923, encargado de los
preparativos paramilitares a nivel regional para la insurrección del KPD (Partido Comunista Alemán) en
Alemania central en ese año, que terminó siendo abortada. Luego fue un destacado diputado del
Reichstag (parlamento) por el partido, director de su periódico y uno de los dirigentes de su facción de
izquierda en 1925 (Anderson, 1987).
11
Como señala Anderson, la soledad y la muerte de Gramsci en Italia, el aislamiento y el exilio de Korsch
y Lukács en los Estados Unidos y en la Unión Soviética respectivamente (la victoria del nazismo en
Alemania los confinó al exilio), marcaron el fin de un período en el que el marxismo occidental aún tenía
arraigo entre las masas. De allí en adelante adoptaría un lenguaje críptico que se distanciaría cada vez más
de la clase a cuyos destinos trataba formalmente de servir o articular (Anderson, 1987).
12
marxistas anterior a la primera guerra mundial12, se habría deteriorado lenta y
progresivamente como consecuencia de las presiones históricas que atravesaron a los
cincuenta años comprendidos entre 1918 y 1968.
De acuerdo con la hipótesis de Anderson, esta configuración adoptada por el marxismo
occidental debe leerse como el producto de las sucesivas derrotas del movimiento
obrero en las formas del capitalismo avanzado de Europa continental, tras la primera
ruptura llevada a cabo por la revolución bolchevique de 191713. El autor encuentra que,
en este período, el discurso marxista se fue desplazando gradualmente de los sindicatos
y partidos políticos a los institutos de investigación y los departamentos de universidad.
Este cambio se habría inaugurado con el desarrollo de la Escuela de Frankfurt, en el
marco del Instituto de Investigación Social creado en esa misma ciudad en 1923, con el
propósito de promover los estudios marxistas dentro de un ámbito académico. En 1930,
Max Horkheimer (1895-1973) tomó a su cargo la dirección de este centro y reunió un
grupo de jóvenes intelectuales, entre los que se destacaban autores como Herbert
Marcuse (1898-1979) y Theodor Adorno (1903-1969)14. Ante la victoria nazi de 1933,
sus integrantes debieron exiliarse y el Instituto se transfirió en 1934 a los Estados
Unidos, un país que carecía de un movimiento obrero formalmente adherido al
socialismo, así como de toda tradición marxista sustancial15. De acuerdo con Anderson,
12
La relación entre teoría y práctica que representaban los intelectuales que formaron parte de esta
generación –como ya mencionamos Anderson incluye, entre otros, a Luxemburgo, Hilferding y Lenin-,
era incompatible, desde su perspectiva, con cualquier posición académica. En cambio, era habitual que
enseñaran en escuelas de partido o voluntarias para obreros, como parte de su actividad de militancia. Al
final de la segunda guerra mundial la teoría marxista habría emigrado de manera prácticamente total a las
universidades, que pasaron a constituirse en lugares de refugio y exilio de las luchas políticas del mundo
exterior (Anderson, 1987).
13
Como consigna Anderson (1986), estas derrotas se produjeron en tres oleadas. En primer lugar, el
aplastamiento del levantamiento proletario de Europa central (Alemania, Austria, Hungría, Italia)
inmediatamente después de la primera guerra mundial. En segundo lugar, la caída de la república
española hacia fines de la década de 1930 y el derrumbamiento de la izquierda francesa. Finalmente, los
movimientos de resistencia encabezados por partidos socialistas y comunistas de masas que estallaron en
Europa occidental en 1945-46 fueron incapaces de conseguir una hegemonía política duradera. Como
puede verse el problema del “divorcio” entre teoría y práctica revolucionaria es sumamente complejo y
amerita ser abordado históricamente, con todos sus matices, en una profundidad que excede las
posibilidades de este artículo. En tal sentido, sugerimos recurrir al análisis que realiza Anderson en el
trabajo ya citado “Consideraciones sobre el marxismo occidental”.
14
De acuerdo con Anderson (1987), su concepción como centro académico para la investigación marxista
dentro de un Estado capitalista era algo nuevo en la historia del socialismo. En los años ‘20, el instituto se
había dedicado a problemas tradicionales del movimiento obrero, combinando una sólida labor empírica
con un análisis teórico serio. Por entonces, su equipo incluyó miembros activos de los partidos proletarios
de la República de Weimar, especialmente del KDP. En 1929, Grünberg, el historiador austromarxista
que lo había dirigido desde su fundación, se retiró.
15
El instituto retornó a Frankfurt a fines de la década de 1940.
13
este cambio habría favorecido una dislocación entre el marxismo y la práctica del
movimiento obrero.
Como señalan Schuster y Pecheny (2002), la novedad que la escuela de Frankfurt trae
dentro de la tradición del marxismo occidental es la aparición de lo que podría llamarse
“marxismo académico”. En efecto, y en consonancia con el análisis de Anderson, los
autores identifican un conjunto de fenómenos políticos –entre ellos, el fracaso de la
revolución y la crisis del marxismo alemán- que permiten explicar por qué Horkheimer
y Adorno redefinieron el espacio del marxismo como un espacio de crítica intelectual e
investigación. La experiencia de la segunda guerra mundial acentuaba este panorama de
escepticismo.
La reconstrucción histórica realizada por Anderson (1986, 1987), quien describe con
gran exhaustividad los procesos que condujeron a esta suerte de dislocación entre el
marxismo –en su condición de tradición de pensamiento intelectual- y la práctica
política, nos plantea la insoslayable necesidad de reflexionar acerca de los interrogantes
y desafíos que atraviesan a la unidad entre la teoría y la práctica, cuando ésta es asumida
como un problema político en el propio contexto del trabajo académico que se
desarrolla en el ámbito de la universidad.
En este contexto, y aún sopesando las advertencias acerca de los correlatos regresivos
del repliegue academicista –repliegue que, tal como indica Anderson, puede explicarse
por las circunstancias históricas que atravesó esta generación de pensadores marxistas-,
nos detenemos a puntualizar algunos aportes que han ofrecido estos autores y que
permiten profundizar la reflexión en torno a los sentidos que adopta la producción de un
conocimiento que se asume como crítico.
Nos interesa considerar la crítica que los pensadores de Frankfurt realizan a la
racionalidad dominante en la sociedad burguesa, dimensionando –aún circunscriptos a
los límites de las fronteras del “mundo académico”- el divorcio entre teoría y práctica
que en ella subyace –que es donde la teoría se dota de un sentido instrumental-, en
vistas de que la producción de conocimiento pueda ponerse al servicio de una
prospectiva emancipatoria. En palabras de Marcuse:
“(…) el divorcio de pensamiento y acción, de teoría y práctica es en sí mismo parte de un mundo sin
libertad. Ningún pensamiento y ninguna teoría pueden deshacer esto, pero la teoría puede ayudar a
preparar el terreno para su posible reunión, y la habilidad de pensamiento para desarrollar una lógica y un
lenguaje de contradicción es un prerrequisito para esta tarea” (Marcuse en: Giroux, 2003: 21).
14
El llamado a unir al proceso de producción teórica con metas de emancipación política
y social, que supone el reconocimiento de la relación que se entreteje entre
conocimiento e interés político, conlleva la crítica de la idea de racionalidad acuñada
por el legado de la Ilustración y los desarrollos posteriores que se imbricaron en la
configuración del paradigma positivista. Como consigna José Pablo Feinmann (2008),
en Dialéctica del Iluminismo, Adorno y Horkheimer develan el carácter incumplido de
las promesas de liberación humana que habían sido tributarias de la razón iluminista, e
identifican en la propia matriz de ese pensamiento un carácter destructor que, al igual
que las formas históricas concretas y las instituciones sociales a las que se halla
estrechamente ligado, “implican ya el germen de la represión que hoy se verifica por
doquier” (Adorno y Horkheimer en: Feinmann, 2008: 401).
La crítica de la sociedad burguesa –y del marxismo dogmático encarnado en el régimen
stalinista- se centra en el problema de la relación entre el hombre y la naturaleza, y en la
superioridad que los grupos sociales que disponen del aparato técnico detentan sobre el
resto de la población. Es en esta crítica donde se delimita la idea de “razón
instrumental”, íntimamente asociada a los patrones de dominación del mundo moderno
(Feinmann, 2008)16.
“Entendemos por crítica el esfuerzo intelectual, y eventualmente práctico que no se satisface con aceptar
las ideas, las acciones y las condiciones sociales prevalecientes, irreflexivamente y por mero hábito; el
esfuerzo que trata de coordinar entre sí los aspectos individuales de la vida social y con las ideas y los
objetivos generales de la época, de deducirlos genéticamente, de distinguir la apariencia de la esencia, de
examinar los fundamentos de las cosas, en suma, de conocerlos realmente. (p. 270)” (Horkheimer: 1968.
en: Bernstein, 1983: 228).
El concepto de crítica viene aquí a revalorizar la capacidad develadora que posee el
conocimiento, que debe mantenerse intransigente frente a la inconsciencia en que la
sociedad se ha sumido como resultado de la reificación instrumental (Feinmann, 2008):
“Pero la praxis subversiva depende de la intransigencia de la teoría respecto de la
inconsciencia con que la sociedad deja que el pensamiento se endurezca” (Adorno y
Horkheimer en: Feinmann, 2008: 411).
En este contexto, el análisis de la constitución de la subjetividad se vuelve sugerente
para estudiar las esferas de la cultura y de la vida cotidiana como un terreno de
16
La experiencia de los campos de exterminio había constituido la mayor expresión racional de ese
patrón de dominación (Feinmann, 2008).
15
dominación. La razón debe recuperar sus poderes de crítica y negatividad17 (Giroux,
2003) y emprender un camino de autorreflexión emancipatoria, cuestionando
permanentemente aquello que, presentándose como natural, reifica las relaciones de
poder que sojuzgan a la mayoría de la población.
Llegados a este punto, queda pendiente profundizar la reflexión en torno al problema de
cómo concebir a la praxis emancipatoria, cuando ésta es asumida como principio
orientador del quehacer teórico que se desarrolla en el ámbito universitario. Si
reconocemos que la unidad entre la teoría y la práctica constituye un imperativo
epistemológico, ya planteado por el propio marxismo clásico, y asumimos que ciertas
experiencias históricas de repliegue en el entorno académico han operado como una
fuente de dislocación de esa unidad, cabe la pregunta acerca de si es posible apostar a la
reconstrucción del nexo entre teoría y práctica política revolucionaria, aún cuando esa
empresa es emprendida desde “dentro” de la universidad.
¿Cómo dotar de bases de sustento material a esta pretensión, esbozada por Horkheimer,
de que el “esfuerzo intelectual” sea también un “esfuerzo práctico”? ¿Cómo hacer de la
teoría una acción capaz de entretejer, como se proponía Gramsci, un vínculo orgánico
con las experiencias de organización política de los sectores subalternos? En el siguiente
apartado, recuperamos algunas experiencias y reflexiones que, desde el campo de la
pedagogía, se han comprometido con esa construcción.
2. La relación teoría/práctica en las pedagogías críticas
2. a La praxis pedagógica en la perspectiva de Paulo Freire
La pregunta recién planteada nos conduce a reflexionar en torno al entramado de
filiaciones epistemológicas que la pedagogía crítica entreteje con la perspectiva
marxista, y al análisis –casi obligado- de la contribución del pedagogo brasileño Paulo
Freire (1921-1997). Como ya es conocido, los aportes teóricos de este autor se
respaldan en experiencias educativas de toda una vida dedicada a la alfabetización de
los oprimidos en distintos países de Latinoamérica y en los procesos de liberación de las
colonias africanas en la década de 1970. La labor teórica que desarrolló en su paso por
la universidad y otros espacios académicos se vinculó permanentemente con una praxis
17
El concepto de dialéctica negativa de Adorno parte de la crítica de la idea hegeliana de dialéctica, pues
la dialéctica negativa permanece en la negación; en la crítica; en la no conciliación (Feinnman, 2008)
16
pedagógica comprometida con los sectores subalternos. En los años ´60, y en el marco
de su participación en el Servicio de Extensión Cultural de la Universidad de Recife –
del que fue su primer director- produjo sus primeros trabajos sobre su método de
alfabetización de adultos. Por los logros obtenidos en estas experiencias fue convocado
por el entonces presidente de Brasil João Goulart para coordinar una campaña de
alfabetización nacional, que quedó interrumpida en 1964, cuando un golpe de Estado
llevó a Freire al exilio (Aguirre, 2009)18.
Durante su exilio en Chile, Freire escribe Pedagogía del oprimido19, obra en la que el
autor asume explícitamente los aportes teóricos del marxismo e imprime un viraje
sustancial a su idea de transformación, que pasa a sustentarse en un proyecto de cambio
social revolucionario. Como señala Heinz-Peter Gerhardt (1999), la comparación entre
esta obra y La educación como práctica de la libertad20, posibilita constatar la
envergadura que este cambio adopta en sus concepciones vinculadas con el papel que se
le asigna a la ciencia y a la educación.
Si en La educación como práctica de la libertad, la ciencia y la educación adquieren un
sesgo de relativa neutralidad –desde el momento en que en ellas el ejercicio de la “razón
humana” es ponderado como “búsqueda de la verdad”-, en Pedagogía del oprimido,
estos conceptos se llenan de contenido político y se convierten en armas tácticas de la
lucha de clases. Es a partir de este giro donde el propósito de la liberación trasciende la
esfera cultural, para ponerse al servicio de una transformación radical de la estructura
social y de la lucha contra los mecanismos de opresión de las clases dominantes.
Mientras que en La educación como práctica de la libertad, el concepto de
transformación aparece identificado con una idea de participación e integración
democráticas circunscriptas a un enfoque liberal, en Pedagogía del oprimido se define a
partir de la opción por una práctica política radical que incluye como posibilidad a la
subversión y a la revolución. El “proceso de concientización” se convierte aquí en
sinónimo de lucha de clases y la interacción cultural empieza a ser pensada desde el
horizonte de sentido de la revolución política (Gerhardt, 1999).21
18
João Goulart asumió la presidencia en 1961 e impulsó un programa de reformas de corte popular,
algunas de ellas inspiradas en el modelo que estaban llevando adelante los países socialistas.
19
Es editada en portugués en 1968 y en 1970 se traduce al español.
20
Freire también escribe esta obra en Chile, durante el exilio. En ella, el autor sistematiza un conjunto de
ideas ya expuestas en diversos artículos producidos en el transcurso de sus experiencias de alfabetización
en Brasil y en su tesis doctoral de 1959.
21
Estas posiciones mantienen una estrecha articulación con los vínculos orgánicos que Freire mantuvo
con la “Teología de la liberación”, que en el continente latinoamericano emerge sobre fines de la década
17
“(…) el Paulo Freire de hoy –y este hoy lo ubico desde fines de los años 60 y comienzos de los 70- ve
claramente la cuestión de las clases sociales. Por ello es que, para el Paulo Freire de hoy, la educación
popular, cualquiera que sea la sociedad en que se dé, refleja los niveles de la lucha de clases de esa
sociedad. Es posible, incluso, que el educador no esté consciente de esto, pero los contenidos de la
educación popular, la mayor o menor participación de los grupos populares en ella, todo esto tiene que
ver con los niveles del conflicto de clase. Entonces, el Paulo Freire de hoy no puede concebir proyectos
de educación popular que no sean comprendidos a la luz del conflicto de clase que se esté dando, clara u
ocultamente, en la sociedad” (Freire en: Torres, 1988: 58).
Este horizonte de revolución política, que cobra sentido a partir de la opción por los
oprimidos, permite pensar a la pedagogía freiriana como una praxis, donde pensamiento
y acción se unen para dar cauce a un proyecto político emancipador. El papel de la
educación popular es pugnar por la construcción de una conciencia crítica, asumiendo el
desafío de instalar una pedagogía de la pregunta, que incomoda porque desestructura y
porque nos interpela como sujetos activos y políticamente responsables de nuestro
presente y nuestro futuro, pero que permite problematizar “de raíz” a las causas de la
opresión, para imaginar y edificar, desde allí, la conquista de escenarios alternativos.
La praxis pedagógica asume aquí la necesidad de arribar a una comprensión sociohistórica de la realidad que, diferenciándose de la tradicional alfabetización técnica y
reconociéndose como alfabetización política (Aguirre, 2009), se constituye en la
plataforma desde donde impulsar la crítica y lucha por la superación de la opresión de la
clase trabajadora:
“La realidad, en tanto construcción social e histórica, está siendo en cada momento histórico el resultado
de conflictos. En su dinámica pueden reconocerse continuidades y rupturas, la reproducción de
determinadas condiciones junto a cambios significativos, resistencias más o menos prolongadas y
profundas. La realidad no es algo predeterminado ni ajeno al hacer/pensar de los sujetos. Claro que el
poder está presente en las relaciones sociales y son múltiples los mecanismos que operan
complejizándolas, pero nunca se trata de algo acabado” (Aguirre, 2009: 21).
Sin lugar a dudas, la pedagogía freiriana ha sido tributaria de la profunda crítica que,
desde diversas perspectivas, se le han planteado a las prácticas educativas tradicionales
que reproducen las diferencias de clases e inculcan el sentido común hegemónico que
contribuye a perpetuar el sojuzgamiento que padecen las masas explotadas. Sin
embargo, los aportes del autor permiten complejizar las visiones mecanicistas que
analíticamente reducen a las instituciones educativas a su condición de espacios de
del ’60, como un movimiento que plantea la necesidad de impulsar el compromiso de los cristianos con
una transformación social tributaria de la emancipación humana.
18
reproducción económica, social y cultural. Al igual que otras sistematizaciones teóricas,
las reflexiones de Freire nos invitan a pensar a las prácticas educativas
institucionalizadas a partir de su contradicción, esto es -recuperando a Gramsci-, como
espacios de construcción de hegemonías que adquieren direcciones contrastantes y que,
por eso, se disputan también los sentidos que producen las instituciones.
La opción por las clases subalternas que atraviesa a la idea freiriana de educación
popular permite delinear la diferencia sustantiva respecto de otras visiones que se
formulan como “educación para los pobres”, pues se trata de una “Pedagogía del
oprimido” (y no “para el oprimido”), que se define precisamente como “ponerse de
parte de” para proponer, desde allí, un diálogo y una búsqueda conjunta que habiliten la
problematización colectiva de las condiciones de vida (Hernández, 2007).
El concepto de problematización configura aquí la esencia del método freireano, que
interpela a los oprimidos en virtud de su condición de sujetos creadores, generando
condiciones para conquistar el protagonismo en el acto de conocer. Se apuntala en la
denuncia del miedo y el silencio al que se condena a los pobres, y en una práctica que
busca desentrañar los mitos que imponen las explicaciones hegemónicas, a partir de un
diálogo reflexivo, donde los oprimidos recuperen su palabra para constituirse en sujetos
activos y artífices de su forma de estar “en el mundo” y “con el mundo” (Freire, 1985).
“(…) el diálogo entre educador y educandos (es) la alternativa que va construyendo la relación entre
acción y reflexión, posibilitando el cambio de significados y la profundización en la comprensión de los
elementos constitutivos de la realidad” (Aguirre, 2009: 26).
Aquí es donde se alzan las críticas frente al carácter bancario de la educación
tradicional, que concibe a la relación pedagógica como una relación unidireccional, que
se reduce a la transmisión de conocimiento acumulable y se sustenta en el supuesto de
que los educadores “dan” conocimiento a los “educandos”, a través de prescripciones.
“Uno de los elementos básicos en la mediación opresores-oprimidos es la prescripción. Toda
prescripción es la imposición de la opción de una conciencia a otra. De ahí el sentido alienante de las
prescripciones que transforman a la conciencia receptora en lo que hemos denominado como conciencia
que ‘aloja’ la conciencia opresora” (Freire, 1985: 37. Las cursivas y comillas son del original).
En contrapartida con este modelo, Freire fue tributario de una tradición pedagógica que
se ancló en el respeto y la valoración del lenguaje popular, así como de las formas en
que los oprimidos expresan sus vivencias cotidianas, en tanto punto de partida para la
reflexión en torno a los problemas que constituyen su realidad. El educador popular no
19
le “revela” al oprimido su condición de tal, ya que en su propia cotidianeidad vive
múltiples situaciones donde la opresión es experimentada y, también, pensada. Ese acto
de conocer que se funda en la experiencia de la opresión es el punto de partida de la
praxis pedagógica emancipatoria. “Partir” es un verbo que tiene significación en la obra
de Freire, ya que el acto de partir interroga al educador acerca de su conocimiento sobre
la realidad de sus educandos; desde ahí comienza el movimiento, en la búsqueda de la
reflexión conjunta, pero:
“(…) siempre de los niveles de comprensión de los educandos, de la comprensión de su medio, de la
observación de su realidad, de la expresión que las propias masas tienen de su realidad. Es a partir del
lugar en que se encuentran las masas populares de los educadores revolucionarios, a mi juicio, tienen
que empezar la superación de una comprensión inexacta de la realidad y ganar una comprensión cada vez
más exacta, cada vez más objetiva de la misma” (Freire en: Torres, 1988: 62. Las cursivas del original).
En tanto sujeto comprometido con el acto de conocer, el educador no puede eludir la
pregunta sobre el “para qué”, “cómo”, “con quiénes”, “a favor de quiénes” y “contra
quiénes conocer”. La educación popular se configura como un espacio de resistencia
dentro del amplio campo de disputa por la hegemonía, comprometiéndose con la batalla
ideológica que apuesta a desarticular una visión del mundo que naturaliza en la
conciencia de los oprimidos su lugar de subordinación y que los confina a la
resignación, a desplegar un papel de espectadores pasivos de los pesares de su vida
cotidiana.
“La educación popular se plantea, entonces, como un esfuerzo en el sentido de la movilización y de la
organización de las clases populares con vistas a la creación de un poder popular. (…) Lo que no
podemos, sin embargo, es esperar -como hacen a veces los que piensan mecánicamente- que se opere la
transformación revolucionaria para empezar una labor de educación popular” (Freire en: Torres, 1988: 59.
Las cursivas del original).
La impronta del legado filosófico de Marx y Gramsci, para quienes el reconocimiento
de la naturaleza pedagógica de la acción política era coextensivo de la idea de la praxis
–esto es de la unidad entre la teoría y la práctica revolucionaria- se hace presente en el
campo de la pedagogía crítica, afirmando –como contrapartida- la naturaleza política de
la acción educativa. La pedagogía de la liberación se define como una contribución a la
formación de las clases subalternas en tanto sujetos activos de la revolución.
“Cuando inicié mi práctica educativa no estaba seguro de las consecuencias políticas potenciales. Pensaba
muy poco en las implicaciones políticas y menos aún en la naturaleza política de mi pensamiento y mi
práctica. Sin embargo, la naturaleza política de estas reflexiones fue y es una realidad. El elemento
20
político de la educación existe más allá de que el educador sea conciente de dicho factor, que jamás es
neutral. Una vez que comprende esto, el educador ya no podrá escapar a las ramificaciones políticas.
Debe interrogarse acerca de opciones que son inherentemente políticas, si bien a menudo lucen un disfraz
pedagógico para que resulten aceptables dentro de la estructura existente. Por lo cual resulta muy
importante decidir opciones. Los educadores deben preguntarse para quién y en nombre de quién trabajan
(…) No existen los educadores neutrales. Lo que necesitamos saber es el tipo de filosofía política que
suscribimos y conocer los intereses para los cuales trabajamos” (Freire, 1990: 175-176 y 177).
Pero el reconocimiento de las “consecuencias políticas potenciales” de la tarea
pedagógica debe mantener la alerta frente a la tentación de caer en una mirada que, por
ingenua, se vuelva voluntarista y, de alguna forma, también posibilista. En este sentido,
y retornando a la pregunta que estamos intentando responder en este artículo, debemos
admitir que la asunción del carácter político que subyace en el quehacer que, como
pedagogos, desplegamos en el ámbito universitario, no es condición suficiente para que
nuestra tarea adquiera la cualidad de praxis emancipatoria. El conocimiento crítico y
riguroso de la realidad representa, sin lugar a dudas, un punto de partida necesario, pero
la praxis sólo se hace emancipatoria si se imbrica en una acción que apuesta a la
construcción de lazos con las disputas sociales que comprometen a la vida cotidiana de
los oprimidos, transcendiendo la frontera de los muros universitarios, pero también
superando un “criticismo políticamente correcto” discursivo que, cómodamente
replegado en el academicismo, puede hacer de la crítica una práctica autocomplaciente.
A continuación recuperamos algunos señalamientos que, emparentados con este
problema, vienen siendo enunciados por el pedagogo Peter McLaren.
2. b Peter McLaren y la Pedagogía revolucionaria. Aportes para pensar los
desafíos de la praxis emancipatoria
Dentro del universo de pedagogos contemporáneos que se inscriben en el campo de las
“Pedagogías críticas”, Peter McLaren se ha destacado por haber señalado la necesidad
de explicitar los supuestos, consideraciones e interrogantes, que hoy permitirían
sostener una praxis consistente con la lucha revolucionaria por el socialismo. Nacido en
1948 y de nacionalidad canadiense, en 1985 dejó su país natal para trasladarse a Estados
Unidos, donde actualmente ejerce la docencia universitaria22. En sus reflexiones más
recientes, el autor se ocupa de restituir el protagonismo de aquellas experiencias y
22
Actualmente es profesor de educación en la Universidad de California, Los Ángeles (UCLA).
21
aquellos sistemas de pensamiento que permiten esclarecer y desanudar la trama de
filiaciones teóricas y epistemológicas que le dan coherencia a su perspectiva
emancipatoria. En este contexto, tanto los aportes del marxismo, así como la reflexión
en torno a la trayectoria de personajes contemporáneos como Paulo Freire o el Che
Guevara -ambos comprometidos con una transformación radical de la sociedad- se
constituyen en insumos sustanciales para resituar a la pedagogía crítica en la lucha por
la construcción de una universalidad alternativa a la que ha instalado el capital
(McLaren en: Moraes, 2004)23.
Las preocupaciones epistemológicas planteadas por el autor se muestran sugerentes para
profundizar la reflexión en torno a la praxis pedagógica y delinear, a partir de allí, los
interrogantes y desafíos con los que hoy se tropieza la producción de conocimiento con
sentido político/práctico en el ámbito académico.
“La pedagogía revolucionaria alude a tomar parte activa en una revolución social total, una en la que la
acción y el conocimiento están fundidas indeleblemente (…) La pedagogía revolucionaria intenta
producir un exceso de conciencia por encima de nuestra conciencia condicional o naturalizada, para crear,
como si fuera, un desborde que exceda las condiciones históricas que la enmarcan y que buscan
amarrarla, así que podríamos liberar nuestro pensamiento y por extensión nuestras prácticas cotidianas de
su enraizamiento de las mismas condiciones materiales que permiten que ocurra el pensamiento y la
actividad social en primer lugar.” (McLaren en: Sardoc, 2001: 12).
Esta apuesta por liberar el pensamiento y las propias prácticas cotidianas de su
enraizamiento a las condiciones materiales de opresión conduce a considerar
críticamente un fenómeno que parece haberse generalizado en el campo del
pensamiento educacional en la actualidad y que se relaciona con una banalización o –en
términos del propio Mc Laren- “domesticación” de la idea de “pedagogía crítica”, que
soslaya el compromiso de clase con las luchas políticas del proletariado, que constituyó
la marca distintiva de su momento fundacional.
“(…) la pedagogía crítica se ha derrumbado aparentemente en un libertinaje ético y en un relativismo
complaciente que ha desplazado la lucha contra la explotación capitalista con su énfasis en la
multiplicidad de fórmulas interpersonales de opresión dentro de unos intereses globales con políticas de
identidad” (McLaren en: Moraes, 2004: 12).
23
Desde una posición crítica de los análisis postmodernos, que se muestran reticentes a emplear
categorías que apelan a lo universal, el autor sostiene la necesidad de reemplazar a la universalidad
capitalista por una universalidad socialista, puesto que la importancia de las luchas locales reside
precisamente en la posibilidad de extender la idea de que podemos localizarlas en una matriz de luchas,
derechos e ideas universales (Mc Laren en: Moraes, 2004).
22
“Pienso que es incoherente conceptualizar la pedagogía crítica, como muchos de sus exponentes
comúnmente lo hacen, sin una referencia a la lucha política y anticapitalista. El término “pedagogía
crítica” usado en el escenario educativo actual, debe ser visto como un concepto ampliamente
domesticado a tal punto que muchos de sus primeros exponentes, como Paulo Freire, son fuertemente
temidos” (McLaren en: Álvarez, s/d: 2. Las comillas son del original).
El “temor” a Freire que McLaren denuncia en la cita precedente, es sin duda tributario
de ciertas lecturas tamizadas de la obra del pedagogo brasileño, portadoras de un
tratamiento posibilista de la pregunta por el cambio, que reducen el problema de la
praxis emancipatoria a la elucidación de los procesos técnicos e intersubjetivos que han
de desarrollarse dentro de los límites de las cuatro paredes de un aula, relativizando la
complejidad de la trama política y social que atraviesan la cotidianeidad de las prácticas
educativas. La banalización recae, de este modo, en la despolitización de la pedagogía
crítica y en la tergiversación de la trama de filiaciones epistemológicas que
históricamente le han dado sustento24.
En este sentido, McLaren señala la necesidad de recuperar la tradición del análisis
dialéctico, aquella que se inscribe en el marxismo humanista y que proporciona ciertas
claves teóricas que permiten trascender el dualismo que atraviesa a la relación
teoría/práctica, sujeto/objeto. Es desde la superación de este dualismo que el autor
propone comprender a la sociedad en su conflictividad, cuestionando aquellos sentidos
hegemónicos que hoy contribuyen a ocultar la dominación y la imposición del
capitalismo como “sistema único y universal”, y comprometer a esta mirada teórica con
una praxis revolucionaria. El desafío es aportar a la construcción de una visión del
mundo capaz de sortear las limitaciones de las explicaciones post-estructuralistas, que la
moda académica supo instalar tanto en el campo de las ideas de derecha como en el de
las de izquierda. Estas explicaciones han contribuido, entre otras cosas, a disociar los
derechos económicos de los derechos humanos, al pretender que la lucha contra el
sexismo y el racismo puede prescindir de su articulación con la lucha contra el
capitalismo.
El autor enfatiza la pertinencia del marxismo para dar cuenta de las especificidades que
el problema de la dominación asume en el capitalismo bajo su forma actual, así como el
24
A modo de ejemplo, hoy es moneda corriente que documentos gubernamentales aludan
insistentemente, y de manera ligera, a conceptos como “conciencia crítica” o “educación popular”, sin
detenerse a especificar las connotaciones teóricas y políticas de las que históricamente se ha dotado el uso
de estos términos. Es evidente que el “criticismo discursivo” se ha constituido en una moda con efectos
desmovilizadores que no son inocuos.
23
papel ejercido por el imperialismo de Estados Unidos y su condición de gendarme del
mundo. En este contexto, el marxismo constituye un marco de referencia ineludible en
la problematización de la emergencia de la “diferencia” en el espacio educacional y en
la pugna por hacer de él un espacio crítico y revolucionario.
“(…) Marx nos proporcionó un conocimiento fundamental de la sociedad de clase, que sigue siendo
cierto hasta el día de hoy. La relevancia duradera de Marx se halla en su denuncia del capitalismo que
continúa haciendo estragos en la vida de casi todos. Mientras que los defensores del capitalismo han
intentado esconder su trasfondo sórdido, la descripción de Marx del capitalismo como poder oscurantista
del brujo es aún más apta a la luz de las condiciones históricas y económicas actuales. Más que
desacreditar a Marx, descentrar el rol del capitalismo y descartar el análisis clasista, los docentes
progresistas deben seguir estudiando la obra de Marx y extrapolar de ella lo que les sirve teóricamente,
pedagógicamente y, fundamentalmente, en política, a la luz de los desafíos que nos enfrentan” (McLaren
y Scatamburlo-D'Annibale, 2002: 10).
“(…) he sido un defensor incondicional de la educación como medio para promover el socialismo, o sea,
para lograr un mundo que esté fuera del proceso de valorización del capital o, en otras palabras, fuera de
la forma del valor del trabajo” (McLaren en: Leban, 2010a: 2).
A pesar de la proliferación de discursos que se pronuncian a favor de la igualdad, es
evidente que la sociedad actual es cada vez más desigual y que la fuente de esa
desigualdad tiene su origen estructural en los crecientes niveles de explotación del
sistema capitalista, aún cuando esta explotación coexiste y se intersecta con otras
diferencias, asociadas –por ejemplo- a la discriminación por raza y sexo. Para McLaren,
el avance en las luchas anti-patriarcal y anti-racista no podrá consolidarse, mientras no
se reconozcan los condicionamientos de clase y se combinen sus esfuerzos con la lucha
de clases.
“Al no conjugar la lucha contra el racismo y el sexismo con la lucha de clases, los esfuerzos por acabar
con la discriminación podrían contribuir a fomentar la desigualdad. Consecuentemente, la pedagogía
crítica necesita eliminar de sí a una política liberal de izquierda en la que su aversión a desafiar el
capitalismo neoliberal sólo fortalece la impía garra del capital sobre los pobres y los débiles. Éste es
esencialmente el mensaje de lo que he venido llamando pedagogía crítica revolucionaria” (McLaren en:
Leban, 2010b: 5).
La pedagogía crítica revolucionaria se enfrenta con la tarea de arribar a la construcción
de un marco referencial capaz de desafiar al capitalismo y, al mismo tiempo, a los
antagonismos múltiples que le son co-constitutivos (como el caso de los antagonismos
culturales y de género). El autor señala la necesidad de “imaginar un nuevo comienzo”,
a partir de una renovada comprensión de lo que para la dialéctica es “la negación de la
24
negación”, que toma cuerpo en el concepto de negatividad absoluta y que permite
trascender el objeto de la crítica, para hacer posible la emergencia de una sociedad
nueva, mediando el convencimiento de la humanidad de que es posible resolver la
contradicción entre alienación y libertad (McLaren en: Leban, 2010b)25.
La imaginación de este nuevo comienzo tiene que partir de la identificación de los
núcleos problemáticos que atraviesan a la praxis pedagógica –que se expresan en el
plano de la política educacional nacional, en la política curricular y en la misma
cotidianeidad de las prácticas- pero que inextricablemente se hallan conectados con las
luchas políticas de la sociedad contemporánea. Es en la conexión con estas luchas donde
el pedagogo se ve doblemente interpelado, por la necesidad de construir una conciencia
crítica y por actuar en consecuencia.
“Los educadores antiimperialistas deben desarrollar la capacidad para una negatividad radical en contra
de una arquitectura de la violencia que busca exigir la posibilidad de la concienciación pero que elimina
toda movilidad (ideológica, pedagógica, cultural) en las aulas” (McLaren en: Moraes, 2004: 10).
La propuesta pedagógica de denuncia y construcción -denuncia del capitalismo y
construcción del socialismo- es formulada como una “pedagogía anticapitalista
descolonizante”, consustanciada –entre otras cosas- con la defensa de la educación
pública, en la medida en que representa una conquista histórica de las luchas populares,
así como un terreno fértil desde donde dar la batalla ideológica por la construcción de
una nueva hegemonía. En tal sentido, la acción pedagógica radical compromete: a)
aspectos estructurales, vinculados con la cuestión presupuestaria, edilicia, etc.; b) la
concreción de políticas y prácticas antidiscriminatorias e igualitarias; c) la orientación
hacia la cooperación socialista y la justicia ecológica; d) y, fundamentalmente, la
elaboración de un lenguaje crítico que denuncie y desafíe a los poderes concentrados en
el Estado y las corporaciones locales o transnacionales, así como también se enfrenten
con los medios masivos de comunicación y cultura que fortalecen la subordinación de la
mayoría de la población a la explotación del capital (McLaren en: Leban, 2010a).
Los señalamientos y las posiciones precedentes sin duda se muestran sugerentes para
profundizar la reflexión en torno al problema de la construcción de una prospectiva
contrahegemónica, que sitúe a la praxis pedagógica en la complejidad del contexto
político contemporáneo, atravesado por la profundización del carácter omnímodo de la
25
El autor se referencia en la obra de Raya Dunayesvskaya y Peter Hudis, ambos identificados con el
marxismo humanista.
25
dominación del capital y por la emergencia y consolidación de un discurso crítico
“domesticado” que contribuye a opacar a la tradición clasista de la que históricamente
ha sido tributario el campo de las pedagogías críticas.
Recapitulando
La discusión sobre los interrogantes y desafíos que hoy atraviesan a la producción del
conocimiento en el ámbito educacional, amerita una reflexión en torno a la trama de
filiaciones epistemológicas que se entretejen entre la filosofía política marxista y la
pedagogía crítica. Señalábamos que el poder explicativo del programa científico de
Marx reside precisamente en haber develado las contradicciones y antagonismos sobre
los que se edifica la sociedad capitalista, y que la crítica que emerge de esta explicación
conlleva la toma de posición política en favor de los oprimidos. Veíamos, en tal sentido,
que la producción de conocimiento no puede pensarse escindida de su sentido
práctico/político. Asimismo, la naturaleza pedagógica de esta práctica científica, que se
propone desenmascarar las contradicciones de la moral burguesa, emerge justo allí
donde la labor teórica y la lucha revolucionaria se intersectan.
Dentro de las generaciones de autores que le dan continuidad a la tradición del
pensamiento marxista en el siglo XX, recuperamos los aportes de Antonio Gramsci y de
los pensadores que han pertenecido a la Escuela de Frankfurt. Respecto de las
contribuciones de Gramsci, remarcábamos el potencial de su concepción de hegemonía
que –pensada como un campo de disputa que se complejiza a la luz de las batallas
ideológicas que se suscitan en el terreno de la construcción de significados
político/culturales- se muestra sugerente para profundizar la reflexión en torno a la
relación entre política y educación. La filosofía de la praxis se define a partir de una
acción intelectual/militante que, en el contacto con los oprimidos, se compromete con la
superación del modo de pensar concreto existente que reifica la dominación. La
pregunta que se instala con esta tradición y que, entendemos es absolutamente
pertinente para problematizar la acción que, como pedagogos, desempeñamos en el
ámbito académico, es entonces la de ¿cómo encarar una acción que permita avanzar en
la construcción de un vínculo orgánico con los sectores subalternos y con un proyecto
de transformación radical de la sociedad? Sin lugar a dudas, el análisis histórico de
Anderson, que identifica los procesos que intervinieron en la dislocación de la unidad
26
entre teoría y práctica en el seno del “marxismo occidental”, constituye una señal de
alerta más que sustantiva para mirar reflexivamente a nuestra propia práctica
universitaria y sopesar los correlatos regresivos del repliegue de la labor teórica en el
ámbito académico, que el autor atribuye a los pensadores de Frankfurt, en un momento
signado por las derrotas que por entonces azotaban a las luchas del proletariado.
No obstante, y aún dimensionando las críticas al “academicismo” que se derivan del
análisis de Anderson, recuperamos de los autores de Frankfurt su crítica a la
racionalidad dominante en la sociedad burguesa y la denuncia del carácter instrumental
que la teoría adopta en este marco referencial, pues es allí donde cobra cuerpo la
necesidad de transformar a la producción del conocimiento en una praxis
emancipatoria.
A partir de la pregunta por la praxis emancipatoria, que es la pregunta por cómo hacer
que el “esfuerzo intelectual” sea también un “esfuerzo práctico”, hemos considerado las
contribuciones de Paulo Freire, que se respaldan en una experiencia pedagógica
comprometida con los sectores subalternos, que buscó problematizar “de raíz” a las
causas de la opresión, para imaginar y edificar, desde allí, la conquista de escenarios
alternativos. En consonancia con la tradición gramsciana, la pedagogía de Freire se
ancló en la construcción de un vínculo con los oprimidos, entendiendo que el acto de
conocer –que se nutre del diálogo con sus prácticas culturales habituales- constituye un
punto de partida insoslayable en la restitución de su lugar de sujetos activos de la
historia. En este contexto, problematizamos al criticismo “políticamente correcto” que,
como sugiere Mc Laren, hoy es tributario de una pedagogía crítica “domesticada” y
presa de un conformismo que ha desplazado de su eje al problema de la lucha de clases.
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