Edmundo Valadés

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Publicación bimestral que se edita sin fines de lucro, como suplemento de
la revista Docencia e Innovación Tecnológicas
Edmundo Valadés
Primer Centenario de su Nacimiento
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dmundo Valadés Mendoza (22 de febrero de 1915, Guaymas, Sonora - 30
de noviembre de 1994, Ciudad de México). Cuentista, periodista, editor e
intelectual mexicano.
Defensor y propulsor del cuento como
género y más en particular del cuento hispanoamericano y mexicano, además de ser uno
de los primeros promotores de la microficción en América Latina a través de su revista
El Cuento, Edmundo Valadés se desempeñó
durante muchos años como periodista en las
revistas Hoy, y Así. Después ingresó al diario
mexicano Novedades del que fue reportero,
editorialista y director editorial. Al mismo
tiempo publicó columnas de crítica literaria
en los diarios El Día, Excélsior y Uno más uno.
En el gobierno federal desempeñó el cargo de
subjefe de la Oficina de Prensa de la Presidencia de México durante el gobierno de Adolfo Ruiz Cortines. También fue un importante
colaborador y profesor del Centro Mexicano
de Escritores. Fue también presidente de la
Asociación de Periodistas Cinematográficos
de México y de la Asociación de Escritores de
México.
Valadés Mendoza recibió las siguientes distinciones: la Medalla Nezahualcóyotl,
otorgada por la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), el Premio Nacional de Periodismo de México en 1981, por
su trabajo en la revista El Cuento; el Premio
Rosario Castellanos, que otorga el Club de
Periodistas de México.
En 1964 fundó la ya mencionada revista El Cuento, de la que fue director hasta su
muerte y que rebasó los 110 números. En ella,
Valadés se dedicó a difundir cuentos y cuentistas poco conocidos, a través de una búsqueda de nuevos talentos y de traducciones
de clásicos en otras lenguas que muchas veces
realizaba él mismo. La revista se convirtió en
una de las más difundidas y buscadas publicaciones periódicas literarias de la época.
Valadés Mendoza también escribió sus
propios cuentos y microficciones, los cuales
publicaba alternadamente en su revista y en
volúmenes como La muerte tiene permiso,
su primer volumen propio y uno de los más
vendidos en la historia editorial del Fondo de
Cultura Económica.
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La muerte tiene permiso
Sobre el estrado, los ingenieros conversan, ríen. Se golpean unos a
otros con bromas incisivas. Sueltan chistes gruesos cuyo clímax es
siempre áspero. Poco a poco su atención se concentra en el auditorio. Dejan de recordar la última juerga, las intimidades de la
muchacha que debutó en la casa de recreo a la que son asiduos.
El tema de su charla son ahora esos hombres, ejidatarios congregados en una asamblea y que están ahí abajo, frente a ellos.
Sí, debemos redimirlos. Hay que incorporarlos a nuestra civilización, limpiándolos por fuera y enseñándolos a ser sucios
por dentro…
Es usted un escéptico, ingeniero. Además, pone usted en
tela de juicio nuestros esfuerzos, los de la Revolución.
¡Bah! Todo es inútil. Estos jijos son irredimibles. Están podridos en el alcohol, en ignorancia. De nada ha servido
repartirles tierras.
Usted es un superficial, un derrotista, compañero. Nosotros tenemos la culpa. Les hemos dado las tierras,
¿y qué? Estamos ya muy satisfechos. Y el crédito, los
abonos, una técnica agrícola, maquinaria, ¿van a
inventar ellos todo eso?
El presidente, mientras se atusa los enhiestos bigotes, acariciaba asta por la que iza sus dedos
con fruición, observa tras sus gafas, inmune al
floreteo de los ingenieros. Cuando el olor animal, terrestre, picante, de quienes se acomodan en las bancas cosquillea su olfato, saca
un paliacate y se suena las narices ruidosamente. Él también fue hombre del campo. Pero ya hace mucho tiempo. Ahora,
de aquello, la ciudad y su posición sólo
le han dejado el pañuelo y la rugosidad de sus manos.
Los de abajo se sientan con solemnidad, con el regimiento del hombre campesino que penetra en un
recinto cerrado: la asamblea o
el templo. Hablan parcamente y las palabras que cambian
dicen de cosechas, de lluvias,
de animales, de créditos.
Muchos llevan sus itacates
al hombro, cartucheras
para combatir el hambre.
Algunos fuman, sosegadamente, sin prisa, con
los cigarrillos como si
les hubieran crecido en
la propia mano.
Otros, de pie, recargados en los
muros laterales, con los brazos cruzados
sobre el pecho, hacen una tranquila guardia.
El presidente agita la campanilla y su retitín diluye
los murmullos. Primero empiezan los ingenieros. Hablan
de los problemas agrarios, de la necesidad de incrementar la producción, de mejorar los cultivos. Prometen ayuda a los ejidatarios, los
estimulan a plantear sus necesidades.
Queremos ayudarlos, pueden confiar en nosotros.
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Ahora, el turno es para los de abajo. El presidente los invita a exponer sus asuntos. Una mano
se alza, tímida. Otras la siguen. Van hablando de
sus cosas: el agua, el cacique, el crédito, la escuela.
Unos son directos, precisos; otros se enredan, no
atinan a expresarse. Se rascan la cabeza y vuelven
el rostro a buscar lo que iban a decir, como si la
idea se les hubiera escondido en algún rincón, en
los ojos de un compañero o arriba, donde cuelga
un candil.
Allí, en un grupo, hay cuchicheos. Son todos
del mismo pueblo. Les preocupa algo grave. Se consultan unos a otros: consideran quién es el que debe
tomar la palabra.
-Yo crioque Jilipe: sabe mucho…
-Ora, tú, Juan, tú hablaste aquella vez…
-No hay unanimidad. Los aludidos esperan ser
empujados. Un viejo, quizá el patriarca, decide:
-Pos que le toque a Sacramento…
Sacramento espera.
-Ándale, levanta la mano…
La mano se alza, pero no la ve el presidente.
Otras son más visibles y ganan el turno. Sacramento
escudriña al viejo. Uno, muy joven, levanta la suya,
bien alta. Sobre el bosque de hirsutas cabezas pueden verse los cinco dedos morenos, terrosos. La
mano es descubierta por el presidente. La palabra
está concedida.
-Órale, párate.
La mano baja cuando Sacramento se pone de
pie. Trata de hallarle sitio al sombrero. El sombrero
se transforma en un ancho estorbo, crece, no cabe
en ningún lado. Sacramento se queda con él en las
manos. En la mesa hay señales de impaciencia. La
voz del presidente salta, autoritaria, conminativa:
-A ver ése que pidió la palabra, lo estamos
esperando.
Sacramento prende sus ojos en el ingeniero
que se halla a un extremo de la mesa. Parece que
sólo va a dirigirse a él; que los demás han desaparecido y han quedado únicamente ellos dos en la sala.
Quiero hablar por los de San Juan de las
Manzanas. Traimos una queja contra el Presidente
Municipal que nos hace mucha guerra y ya no lo
aguantamos. Primero le quitó sus tierritas a Felipe
Pérez y a Juan Hernández, porque colindaban con
las suyas. Telegrafiamos a México y ni nos contestaron. Hablamos los de la congregación y pensamos
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que era bueno ir con el Agrario pa la restitución. Pos de nada valieron las vueltas ni los
papeles, que las tierritas se le quedaron al
Presidente Municipal.
Sacramento habla sin que se alteren
sus facciones. Pudiera creerse que reza una
vieja oración, de la que se sabe muy bien el
principio y el fin.
Pos nada, que como nos vio con rencor, nos acusó quesque por revoltosos. Que
parecía que nosotros le habíamos quitado
sus tierras. Se nos vino entonces con eso de
las cuentas; lo de los préstamos, siñor, qie
disque andábamos retrasados. Y el agente
era de su mal parecer, que teníamos que pagar hartos intereses. Crescencio, el que vive
por la loma, por ahí donde está el aguaje
y que le intelige a esos de los números, pos
hizo las cuentas y no era verdá: nos querían
cobrar de más. Pero el Presidente Municipal
trajo unos seños de México, que con muchos poderes y que si no pagábamos nos
quitaban las tierras. Pos como quién dice,
nos cobró a la fuerza lo que debíamos…
Sacramento habla sin énfasis, sin pausas premeditadas. Es como si estuviera arando la tierra. Sus palabras caen como granos,
al sembrar.
Pos luego de m´ijo, siñor. Se encorajinó el muchacho. Si viera usté que a mí me
dio mala idea. Yo lo quise detener. Había tomado y se le enturbió la cabeza. De nada le
valió mi respeto. Se fue a buscar al Presidente Municipal, para reclamarle… Lo mataron
a la mala, que dizque se andaba robando
una vaca al Presidente Municipal. Me lo devolvieron difunto, con la cara destrozada…
La nuez de la garganta de Sacramento
ha temblado. Sólo eso. Él continúa de pie,
como un árbol que ha afianzado sus raíces.
Nada más. Todavía clava su mirada en el
ingeniero, el mismo que se halla al extremo
de la mesa.
Luego, lo del
agua. Como hay
poca, porque hubo
malas lluvias, el Presidente
Municipal
cerró el canal. Y
como
se iban a secar las milpas y la congregación
iba a pasar mal año, fuimos a buscarlo, que
nos diera tantita agua, siñor, pa nuestras
siembras. Y nos atendió con malas razones,
que por nada se amuina con nosotros. No
se bajó de su mula, pa perjudicarnos…
Una mano jala el brazo de Sacramento. Uno de sus compañeros le indica algo. La
voz de Sacramento es lo único que resuena
en el recinto.
Si todo esto fuera poco, que lo del
agua, gracias a la Virgencita, hubo más lluvias y medio salvamos las cosechas, está lo
del sábado. Salió el Presidente Municipal
con los suyos, que son gente mala y nos robaron dos muchachas: a Lupita, la que se iba
a casar con Herminio, y a la hija de Crescencio. Como nos tomaron desprevenidos, que
andábamos en la faena, no pudimos evitarlo. Se las llevaron a fuerza al monte y ahí se
las dejaron tiradas. Cuando regresaron las
muchachas, en muy malas condiciones, porque hasta de golpes les dieron, no siquiera
tuvimos que preguntar nada. Y se alborotó
la gente de a deveras, que ya nos cansamos
de estar a merced de tan mala autoridad.
Por primera vez, la voz de Sacramento
vibró. En ella latió una amenaza, un odio,
una decisión ominosa.
Y como nadie nos hace caso, que a
todas las autoridades hemos visto y pos no
sabemos dónde andará la justicia, queremos
aquí tomar providencias. A Ustedes – y Sacramento recorrió ahora a cada ingeniero
con la mirada y la detuvo ante quien presidía-, que nos prometen ayudarnos les pedimos su gracia para castigar al Presidente
Municipal de San Juan de las Manzanas. Solicitamos su venia para hacernos justicia por
nuestra propia mano…
Todos los ojos auscultan a los que están en el estrado. El presidente y los ingenieros, mudos, se miran entre sí. Discuten al fin.
Es absurdo, no podemos sancionar esta inconcebible petición.
No, compañero, no es absurda. Absurdo sería dejar este asunto en manos de
quienes no han hecho nada, de quienes han
desoído esas voces. Sería cobardía esperar a
que nuestra justicia hiciera justicia; ellos ya
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no creerán nunca más en nosotros. Prefiero solidarizarme con estos hombres, con su
justicia primitiva, pero justicia al fin; asumir
con ellos la responsabilidad que me toque.
Por mí, no nos queda sino concederles lo
que piden.
Pero somos civilizados, tenemos instituciones; no podemos hacerlas a un lado.
Sería justificar la barbarie, los actos fuera de la ley.
¿Y qué peores actos fuera de la ley que
los que ellos denuncian? Si a nosotros nos
hubieran ofendido como los han ofendido a
ellos; si a nosotros nos hubieran causado menos daños que los que les han hecho padecer, ya hubiéramos matado, ya hubiéramos
olvidado una justicia que no interviene. Yo
exijo que se someta a votación la propuesta.
Yo pienso como usted, compañero.
Pero estos tipos son muy ladinos, habría que averiguar la verdad. Además no
tenemos autoridad para conceder una petición como ésta.
Ahora interviene el presidente. Surge
en él el hombre de campo. Su voz es inapelable.
Será la asamblea la que decida. Yo asumo la responsabilidad.
Se dirige al auditorio. Su voz es una
voz campesina, la misma voz que debe haber hablado allá en el monte, confundida
con la tierra, con los suyos.
Se pone a votación la proposición de
los compañeros de San Juan de las Manzanas. Los que estén de acuerdo en que se les
dé permiso para matar al Presidente Municipal, que levanten la mano…
Todos los brazos se tienden a lo alto.
También las de los ingenieros. No hay una
sola mano que no esté arriba, categóricamente aprobando. Cada dedo señala la
muerte, directa.
La asamblea da permiso a los de San
Juan de las Manzanas para los que solicitan.
Sacramento, que ha permanecido en
pie, con calma, termina de hablar. No hay
alegría ni dolor en lo que dice. Su expresión
es sencilla, simple.
Pos muchas gracias por el
permiso, porque como nadie nos
hacía caso, desde ayer el Presidente Municipal de San Juan
de las Manzanas está difunto.
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La Incrédula
Sin mujer a mi costado y con la excitación de deseos
acuciosos y perentorios, arribé a un sueño obseso.
En él se me apareció una, dispuesta a la
complacencia.
Estaba tan pródigo, que me pasé en su compañía
de la hora nona a la hora sexta, cuando el canto del
gallo. Abrí luego los ojos y ella misma, a mi diestra,
con sonrisa benévola, me incitó a que la tomara. Le
expliqué, con sorpresa y agotada excusa, que ya lo
había hecho.
—Lo sé—respondió—, pero quiero estar cierta.
Yo no hice caso a su reclamo y volví a dormirme,
profundamente, para no caer en una tentación
irregular y quizá ya innecesaria.
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El Compa
—Usté me cay a todo dar, Bicha, lo que es
la mera verdá. Fíjese, cuando estoy en el trabajo
y pienso en sus ojos, pues como que hasta las viguetas se ponen calientitas. Nomás diviso por allá
su rumbo y ya se me hace que la estoy viendo así
de bonita. ¡Viera qué a gusto me pongo! Ándele, si
no le caigo mal, pues anímese. Me da que la voy a
querer un resto, palabra, deveritas que sí.
Ella se reía, con los ojos bailándole, retozando en ellos un me voy a ir contigo, a lo mejor, pero
quién sabe si a la hora de la hora no.
—Pues sí, usted me cay bien, pero va que corre muy deprisa. Si nos acabamos de conocer. A
lo mejor tiene su compromiso y nomás me quiere
para pasar el rato. Así no me gustaría, ¿no cree?
Lo vio a las buenas, dándole por su lado, aunque luego entre que sí y que no. Él le juzgó la boca,
como que ya le andaba por chupársela, por morderle los labios con un apretón con toda el alma
y llevársela a darle gusto al gusto por toditita la
vida. De disponer de ese calorcito allá en el cuarto
o donde fuera, todos los días, todas las noches.Y
nomás de pensar eso, nomás eso, ya iba sintiendo
correrle cachondas cosquillitas por allí entre las ingles.
Llegó su compa, medio corridito. Le había
arriado duro a la patada y al descontrol. Ahora era
muy salsa.
Se conocieron cuando él todavía trabajaba en
la fábrica.
Entonces el Compa parecía muy achicopalado.
A la hora de los alipuses, bien picados, cuando no paraban de pedir las otras, él mismo machacaba por hacer ver cómo se habían hecho cuates.
—No, mano, ya a mí no me ven cara de buey.
¿Te acuerdas? No me sentía macho y me baboseaban fácil. Me decía cualquiera:“Oye, tú eres puro
culero.
Se te frunce de a feo.”Yo nomás lo camelaba.“Sí,
mano, lo que tú digas. Yo soy maje hasta para me-
ter las manos.” Y el otro: “A ver, ¿verdad que eres
puro tarugo y me haces los mandados?” Y yo nomás, agachando la cabeza:“Pos sí, lo que tú digas.
”Y friega que friega. El tal Cipriano, ¿te acuerdas?,
aquel mismo al que le decían El Chilacas, me agarró
por su cuenta. Ese, dizque muy fiera. ¡Qué sobas
me puso!
Hasta que tú me dijiste, ¿te acuerdas?:“O te
das en la madre con ese Juan de la Chingada, o ya
no eres mi amigo.”Y no nos dimos, nomás le di yo,
hasta partirle la madre, ¿te acuerdas?
Le tenía ley al Compa. Pero ni hablar, había
quedado de verse con La Bicha, para ir de bailada.
Ellos siempre la giraban juntos y juntos se iban al
AguaAzul, a la movidoa.
De mucha onda, para dar y prestar.
—Vamos a echarnos unos farolazos. Andas
de un ala desde que te train encandilado. ¿Por qué
pasó, ya no te sabes fajar los pantalones?
Había sentimiento en la voz del Compa. Pero
a él lo estaba jalando La Bicha. Y como pudo se
desprendió de su valedor y se fue a su cita, chiflando La cama de piedra, sonando los tacones por la
banqueta, dándole cariñosas puñadas a las paredes,
como si él hubiera hecho el enladrillado. La tarde
estaba padre, tan padre como el alboroto de que lo
esperaban.
Ella se veía ya muy de su lado, puestísima. La
última noche, al despedirse, la cogió de la mano y
ella se dejó como quien no quiere la cosa. Se traía
un escote que dejaba a la vista algo de ese busto
bien alzado que le cosquilleaba los dedos, como
que no se estarían quietos hasta esculcarlo, debajo
del vestido.
Nomás pensaba en ello, con ganas de aventarse.
Ella era pura risa, balanceándose; se alejaba,
se acercaba.
Para darle un jalón, meterla allí entre sus brazos y no dejarla salir.
—Uy, Bicha, me sigue usté gustando cantidá.
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—Usté me habla muy bonito pero le tengo
desconfianza. A lo mejor se trai su enredo.
—Deveritas que no, por mi mamacita. Usté
me gusta por las buenas.
—No me diga mentiras, que a lo mejor se las
voy a creer.
Le dio el jalón, pasándole el brazo por la espalda.
Ella medio se resistió, pero como sintió blandita la resistencia, la besó con toda su alma, absorbiendo el calor de ella, su respiración agitada. Le recorrió la cadera con la mano, aventándose a bajarla
mucho, jurgoneando cariñosamente allí donde una
curva dura y estremecida obligaba a un apretón
con descaro, primero como pidiendo permiso, luego aunque no lo hubieran dado.
El Compa insistía sorprendido de que de
pronto su cuate hubiera cambiado tanto. No había
ninguna vieja que valiera más que su amistad. Las
viejas, para el puro vacile. Y la tipa esa resultaba su
enemiga.
Ellos tenían sus detalles, pero cómo no, para
gastarse la lana en el Agua Azul.
Allí donde un salidor le quiso armar bronca
a su amigo. Y no había nada como su cuate. Era lo
primero.
Le salió al paso al fulano ese, lo pepenó de la
corbata: “Mire, usted está batallando a un amigo
mío y ora nos vamos a partir la madre allí en medio
de la calle.”
—Nos vamos al Agua Azul. Verás qué divertida nos ponemos. Ya regresó la morenita, esa muy
bien alineada por la izquierda.
Ni modo. Dejó de nuevo al Compa, tragándose el sentimiento. La Bicha lo esperaba, para irse
de bailada. Ella estaba respirando muy fuerte, diciéndole que sí a todo, a sus ganas desbocadas de
irla apretando más y más entre paso y paso de Nereidas.
Hasta sentir debilitar su vergüenza, poco a
poco.
Luego se la acomodó muy bien, toda apretadita, sin disimular la calentura.
—¿Nos vamos por ay?
Ella nomás se le repegó, muy calladita, y él
se sintió a todo dar, muy dueño de todo, capaz de
cualquier cosa. “Ya vas”, pensó. Y luego luego se la
llevó por ay. Caminaron en la noche, sin atender
más que a sus ganas, escabullendo borrachos, a los
vendedores, a las mujeres pintarrajeadas que pasaban casi entre ellos, sin que los inquietara este o
aquel policía que se les quedaba viendo.
Los letreros de gas neón daban demasiada luz,
pero la noche era un cuarto ardiente y a lo mejor todos andaban en lo mismo y uno podría abrir
el camino en cualquier sitio, en ese rincón, en esa
puerta, ultimadamente en el suelo o recargados en
la primera pared.
Ya sus manos la iban hurgando ávidamente,
como si ambos fueran los únicos en pasar por esas
calles y no existiera sino su deseo y como si todo
lo demás, la ciudad entera hubiera sido hecha para
que ellos se acostaran donde mejor les pareciera.
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Llegaron a la puerta del hotel, discreta, tentadora.
—¿Dónde me llevas?
—Aquí nomás linda, a estar solitos, tú y yo.
—¿No te digo que llevas mucha prisa? Hoy no.
—Ándale, vidita, si al cabo nos queremos
bien.
—Sí, retebien, pero no para eso. Y me tengo
que ir. Me dieron permiso hasta las doce y ya será
retarde.
—Y qué que sea tarde. ¿Qué no soy hombre
para responderte? Ándale, linda, ¿verdad que tú
me quieres?
—Pero un ratito nomás. Y sólo a platicar.
Empujó la puertecilla. Estaba medio tembloroso al pagarle al encargado. Pero su temblor era
de puritito gusto. Ella esperaba lanzando ojeadas
al corredor, donde estaban los cuartos, como una
mujer indefensa que a todo diría que sí.
No hallaba cómo desembuchárselo al Compa.
Se sentía chiviado y, al mismo tiempo, lo empujaba
el engolosinamiento de contarle todos los detalles
de sus acuestes con La Bicha, que ya no le cabían
dentro.
Se lo soltó de golpe.
—Bueno, ya me enredé con La Bicha. Le puse
su cuarto. Un día te vas a comer con nosotros.
El Compa no dijo nada, pero bien que se le
notaba la molestia. Lo invitó a tomar unos tragos,
aunque lo tiraban las ansias de irse con ella, a estrenar la cama.
—A ver cómo te sale la muchacha.Ya ves cómo
son las viejas de aprovechadas. No la vayas a regar
por todos lados.
Le habría explicado que con ella todo era
pura vida, mejor que con las del Agua Azul. ¡Qué
agarrones!
Como para estarse encima de ella a todas horas.
El Compa al fin aceptó. Se fueron con Santita,
a Las Veladoras, a darle a los chorriados y las tapatías, pura lumbre de la buena.
Allí en el cuartito que hacía de cantina, a media
luz, estaban apretujados, tan cerca unos de otros,
que no había hueco para las palabras. Las voces trepaban, como humo denso, formando arriba de sus
cabezas un murmullo extraño del que sólo podían
percibirse frases inconclusas, entre rezo y confesión
pública.
Bebieron hasta las manitas, como antes. Él ya
borracho, volando muy bajo, piensa que piensa en
ella, saboreando volver a probarla.
—Está a todo dar, palabra.
—Te ganó la cachondería. Siempre has sido así.
Ya te quemaste.
—No digan malas palabras. Ya lo saben.
—Otro chorriado, Santita. No queremos ofender a nadie.
—Tiene unos muslotes, mano...
En lugar de sentir lo tupido del
alcohol, repartiéndosele por el
cuerpo, el Compa le echaba al hígado una envidia ácida que le subía a la garganta.
—Está retebuena.Tienes unos muslotes…
—Estás apantallado. No te vayas a arrepentir.
—Me trai de un ala, la mera verdá. ¡Es que
está retesuave!
Se lo train cambiado. Él andaba por otro barrio, no era el mismo. Ni siquiera quería platicarle
todo.
Ya no era como antes, en que las viejas sólo
para el vacile, cuando se contaban qué tal les había
ido.
—Me la tiré dos veces, mano. Palabra que
aguanta. Se mueve rebonito.
—A mí no me fue mal. Me dejaron bien exprimido.
Ahora a pensar en la tipa esa. No era lo mismo.
Algo se había atravesado. Sentía entre pecho
y espalda una mohína amarilla, un rencor de estar
ninguneado.
Y un sentimiento porque su cuate del alma
hubiera dado el azotón. ¿Pues qué podría tener la
vieja esa? Pura birriondez.
Le iban cayendo mal los fulanos y fulanas. Los
murmullos…Tenía mucho coraje, porque se estaba sintiendo menos. Todos son unos purititos. “Ándale,
échate la otra.”A ese rotito le daría un descontón
a las primeras de cambio. No me serviría ni para el
arranque. “¡Ah, jijo, ora
me voy con ella!”.
Dale con ella. Igualita que las demás.
Para la misma
cosa.
Como ésa,
muy puestita muy
relujada. Muy la
divina garza y,
total, para uno
rápido, cuando mucho.
“Ay, mano,
cómo está
buena.” Y ese
matacuás.
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Para armarle bronca. Pero su cuate lo dejaría todo. Andaba fuera de onda, bien enculado, azotó la res. La
Bicha.
La Bicha. Allí sentía la llaga, nomás con el puro
nombre. Le crecía en la boca un buche de odio.
Se puso enchilado al conocerla, porque los vellos que le tupían las piernas le dieron malas ideas.
Y porque no lo llegó a mirar de frente, como que
no le importaba. Y se encanijó más, porque ella lo
hacía pensar en las gozadas que se darían ambos. Y
porque su amigo estaba más para allá que para acá,
encandilado, sí, bien entrado, bien apantallado por
ese par de repisas, y porque la mujer tenía un con
qué, algo para estrujarla, para hacerle daño, para
golpearla, romperle el vestido y desnuda maltratarla hasta sacarle sangre, a la muy puta, porque debería serlo, se le veía en los vellos, en las piernas, en
toda ella y porque nomás querría tener un hombre
encima, moviéndose, dándose venida tras venida,
ah, para traérsela de encargo, castigarla, darle un
jondazo fuerte, hacerla sentir que no valía nada,
que era una cualquiera, una basura, la muy creída,
la muy salsa, la muy sabrosa, y ponerla en su sitio, sí,
que se creería, que estaba muy buena, ah si pudiera,
se la traería cortita, le tendría que pedir permiso
hasta para levantar los ojos, no le daría resuello, y
que le pidiera perdón y la haría hincarse, que viera
que nada valía, bien dada a la trampa, bien agorzomada, chiquita, pues qué te creíste, y soltarle un
no aguantas nada, mírate, conmigo las poderosas,
aquí de nada valen tus truquitos ni tus monerías,
me vienes muy guanga, y te mando a volar cuando quiera, vieja canija, te estrellaste, aquí tienes tu
dolor de estómago y pa prontito te me estás allí y
cuidadito con decir ni pío, ándele, ya verá cómo las
gasto yo, ya está bueno de suavena, a mí me hace
los purititos mandados, y sí, pegarle, darle duro, y
nada de hacerle al cuento, que conmigo va a andar
usted muy derechita, me oye, porque la estoy pastoriando y no se me va a salir del huacal, y luego
darle el cortón, a la muy chiva, a la muy desgraciada, y póngase buza, no me la vaya a descontar o la
mande a la calle con todas sus hilachas, te voy a aliviar las cosas, si quieres píntate, a ver si agarras una
cosa mejor, yo estoy amarradazo, y ya se lo creyó,
qué pasó mi mona, nada, aquí encerradita, de aquí
no me sale, lo oye, o que se lo tengo que repetir
y ora encuérese, todita y a ver, abra las piernas, y
entonces montarla, pero con coraje, darle su buena
zarandeada, que se le quiten las ganas de andar de
coscolina, de ofrecida, de nalga caliente.
Por eso, por el buche de odio, porque se lo estaba llevando la mamá de las muchachas, se le ocurrió
hacer el chisme. Todo fue inventarle el falso a ella.
Le dolía el despego de su cuate. Ella era quien
lo traía ardido, purgado, dado a la trampa. Apagada la luz, sin gasolina, bien jodido con los malos
pensamientos.
Todo viene de muy adentro. Pura agua mala
que va subiendo hasta la garganta, hasta los ojos,
hasta la mera cabeza. Ninguneado por ella, porque
le gustaba más allá de sus muslos.
Se puso misterioso con su amigo, hablándole
a las medias palabras, dejándole caer, poco a poco,
su buche de odio.
Lo engaña, le toma el pelo, se va con otros.
Hacerle eso a su cuate. Jija de la mañana. Yo se lo vi
a las claras. “Te lo digo, a lo macho, yo la vi.” Azotó la copa contra el mostrador, encabronado con
ganas de mandar a volar a todos, tirar las mesas,
quebrar las botellas, romper las sillas. “¿La viste?”
El puño cerrado, estrujando la otra copa como si
estrujara los brazos de ella. Para sacudirla y a sacudidas sacarle la verdad. “¿La viste, dímelo, la viste?
La bilis, enloquecida, corría aprisa por la sangre de
su cuate y estaba allí, agolpada en la mano, con los
dedos a punto de reventar. La mano, ya dispuesta
todo.
“Sí, mano, la vi y no hay derecho. Dale su escarmiento.”
Un ronquido animal se le quebró en la garganta y la copa se partió. Encogió el brazo y la
sangre brotó de la mano, roja, hirviente. “Te anda
maloriando. Ora ya te lo dije. Pero eres mi amigo.”
Su valedor había entrado también a las sombras, le
había pasado de esa agua mala. Ahora estaba otra
vez más para acá, volvían a ser cuates.
—Sírvanos las otras.
La pensó a la hora del acueste, gimiendo, el
de la primera vez en el hotel. Lo estremeció el recuerdo de la desnudez, y luego todo fue pura rabia,
puro odio, porque sus ojos no podían ver sino el
engaño y dolía no dejar a ese cuerpo quieto, inmóvil, darle su escarmiento.
Fue el Compa quien se lo despepitó a los
policías.“Sí, yo le dije que la dejara firme para siempre.
Ella no le garantizaba. Lo andaba poniendo en
mal, yéndose con otros. Yo me la claché y me dio
harta muina. Se trata de mi amigo y no me pareció.
Él se portó a lo macho y le dio su escarmentada. Yo le facilité el cuchillo.”
Su amigo moqueaba, con mucho sentimiento.Y
de verlo así, tan alicaído, le dio harta pena. “No se
me desavalorine, que aquí está su cuate.” Los muslos de La Bicha se habían ido ya de su cabeza y, ahora estaba puesto para ir al bote, al lado de su ñeris.
11
Rock
Y ellos ¡qué saben, qué van a saber! Me voy por ahí, por la vida,
por las calles, por cualquier parte,
ya todo a destiempo, ya tarde, ya
jodido, amargo bien cerrado, sin
dejar que nadie pueda llegar a mí.
Puros cabrones, pura gente remota a quien importa un carajo lo
que me traigo dentro. Con un dolor muy mío, muy sobre mí; con
todas mis cosas, buenas y malas,
quizás más malas. ¿Quién tiene la
culpa? ¡Ah!, ¿quién jijos la tiene?
Me rompieron la madre. Bien me
lo sé yo, cuando no hay manera
de arreglar nada, ni aunque me
ponga a llorar, con los labios cerrados y el grito que me hierve
en la garganta, atorado allí, sin
poder disolverlo. Ando lleno de
esta caliente furia que me revienta la cabeza: pura rabia, puro rencor para golpearme y para tratar
de golpear a los demás, así los
necesite, así me hagan falta. No
puedo hacerme el tonto: dizque
buscando algo para olvidar, pendejo, haciéndome ilusiones. Me
da lástima, no puedo quererla,
no me sale, no hay modo. Buena gente, creyéndose de mis palabras sin saber que estoy hecho
trizas, que tendría que recogerme
de aquí y de allá, juntarme, unir
trozo a trozo y aplastar la memoria. Veo a los demás muy contentos, muy satisfechos, muy con
lo suyo, viviendo sus vidas como
si nada pasara. Y me caen mal,
me irritan, me molestan. Van por
la calle, caminan como si fueran
dueños de algo, como si tuvieran
la paz de que carezco.
Y ellas… Enseñando hasta
lo que no tienen, hasta lo que
Dios les dio para que ocultaran.
Poniéndolos en brama, con las
chichis casi de fuera y moviendo las nalgas. Sí, provocando a
esos jijos, para que paguen justas
por pecadoras. Ni hacia dónde ir,
así la ciudad parezca tan grande.
¿Dónde me meto, si todo esto es
puro vacío, si no hay más que mi
desgraciado coraje y el darle vuelta y vuelta a las cosas, sin poder
alejarme de ellas? Estas pinches
ganas de llorar aquí, a la vista de
todos, pues ellos qué saben, qué
van a saber que me rompieron la
madre.
Me la rompieron. Entré por
la callecita. La busqué solitaria y
con menos luz, tras un sitio discreto donde poder darle el beso
ansiado. Me detuve junto a un
solar vacío, con unas cuantas casas enfrente, rodeadas de silencio. Acomodé el carro, librándolo de que le cayera la tenue luz
del farol cercano, puse el freno,
dejé encendido el radio, tocaban
el tema de La dulce vida, y me
volví hacia ella, con una emoción infinita, bienhechora. Supe
diáfanamente cómo me gustaba
con esa su sedante ternura, con
esa su suave y tranquila actitud y
cómo en sus ojos y en sus labios,
en la expresión de su rostro tomaba forma lo más deseado para
mí en el mundo. Ella estaba compartiendo lo que empezaba a suceder, lo que ya presentíamos a
través de intensas miradas, lo que
nos habían expresado implorantes estrechamientos de manos,
con temblor de palabras alucinadas y nerviosas, en un despertar
indolente, imprevisto y ya fiebre
ardorosa, urgente llamado mutuo que se nos salía por los poros. La atraje hacia mí, la enlacé,
ávido de su boca, de sus labios,
y nos besamos en irresistible entrega, en cesión total al beso que
derrumba la vergüenza y germina el deseo original y avasallador, embargando de felices calosfríos. Ella era en mi abrazo un
rumor palpitante de carne, rendida, dócil, cálida, que yo extenuaba en amoroso y tenaz apretón
de todo mi ser y capaz de anticiparme el prodigio de una posesión que abarcaba, con su sexo, a
toda ella, a su invariable enigma
de mujer, a sus más recónditos
12
misterios y entrañas, a ese mundo sorprendente y
tibio que era ya mi universo, a sus voces íntimas, a
su vida entera, a su alma, a su pasado, a su niñez, a
sus sueños de virgen, a su carne en flor, a sus pensamientos, en delicioso afán de apropiármela íntegra
y fundirla a mi cuerpo y a mi vida para siempre.
Y entonces surgieron ellos, caídos de quién
sabe dónde y el ruido de las portezuelas que eran
abiertas me desprendió del beso, indagando qué
pasaba y empecé a ver sus súbitas cabezas multiplicadas y los rostros ansiosos, crueles, ambiguos,
duros, estúpidos, impiadosos, increíblemente extraños, ganándome anhelante alarma, temor,
desesperación por defenderme, por defenderla,
pidiéndoles que se fueran, que nos dejaran, por
favor, ¿qué es esto?, ¡qué pasa!, no sean infames,
¡canallas!, ¡malditos!...
Ya me jalaban y la jalaban a ella, sin misericordia,
con prisa, con rudeza, irrefrenables, aviesos, los primeros golpes, me arrastraban, ella gritaba revolviéndose,
los muslos al descubierto, las ropas siendo arrancadas,
manos innobles, más golpes, forcejeos impotentes, un
ojo cerrado, luces intensas, voces sordas (¡qué buenas
tetas tiene!), jadeos, las estrellas en mis ojos (¡espérate! yo primero, luego tú sigues), gemidos de pudor,
patadas, sangre en mi boca, estaba en el suelo, ellos
parecían gigantes inicuos, brazos, zumbidos (¡agárrala bien! ¡deténle esa pierna!), la oreja agrandada, un
grito atrozmente angustioso, yo sin fuerzas, yéndome
de ellos, volando, cayendo, imprecisos dolores, una
música lejana, encima chamarras negras y zapatos, zapatos, como seres informes, malignos, con vida, tan
monstruosos como implacables, uno tras otro, una y
otra vez sobre mí, sobre mí…
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Noticia restricta del cuento de la
Revolución*
La Revolución Mexicana, después de su ciclo de peripecias armadas, suscita, en un lapso suputado entre
los años 28 y 40 de este siglo [XX] porque durante
él hay más insistencia en el tema y aparecen, entre
decenas de autores menores, —contados prosistas
mayores—, un género narrativo que, reseñándola a
ella a través de sus personajes famosos o de variados
incidentes o sucesos, que reflejan las bifurcaciones
de heroísmo y ferocidad que la configuran, es, en
la novela y el cuento, un desprenderse del estilo del
modernismo y un avance respecto del criollismo,
una apertura hacia la que será la moderna literatura
mexicana, por la cual desembocará más tarde, con
sorprendente originalidad y maestría, Juan Rulfo,
en una culminación denominada realismo mágico.
El cuento inspirado en la Revolución, sin embargo, resulta gratuito en la mayoría de los casos,
porque se limita a recoger, sin imaginación, poderío, ingenio o malicia descriptivos, las anécdotas
de que aquella propone nutrido filón, más en un
traslado fácil de lances curiosos o terribles que una
elaborada recomposición creativa. Pero aporta una
restitución trascendente, al desatarse de la manera
con que los modernistas hilaban sus lecturas francesas —así las engarzara esa gracia ligera en la que esplende un Gutiérrez Nájera— y de la superposición
peninsular, de idioma prestado, en la cual incurrían
quienes endosaban influencias coloquiales españolas en un hibridaje que estreñía la posibilidad de
una narrativa con sustento propio, así Micrós y Facundo empezaran a acercarse al propio rumor de
su pueblo, porque su intento era aislado.
Es la Revolución Mexicana, andando en campaña militar, la que propicia un vocabulario propio que da salida también a la represión pulmonar
que constreñía al pueblo, dando aire a la libertad
de expresión idiomática para que se desplace un
modo de hablar malicioso, intencionado, bronco,
despectivo que empieza a circular por el país entremezclando giros, con detonantes interjecciones, a
veces previas a los balazos y expresivo de los sentimientos y actitudes, permeadas de fatalismo ante
una vida imprevista, violenta y aventurera de quienes se lanzaron a ella. En la Revolución el pueblo,
con su avispada y creadora intuición, le va dando
peculiar temperatura a vocablos que tenían otras
significaciones, desde antiquísimos nahuatlecos o a
palabras comunes, revistiéndolos con nuevas acepciones, con modismos que establecerán carta de
ciudadanía lingüística, y muchos de los cuales perdurarán largamente.
Este vocabulario impregna la novela y la cuentística de la Revolución, vocabulario que recogió,
en un trabajo acucioso, Arturo Langle, Vocabulario,
apodos, seudónimos, sobrenombres y hemerografía de la Revolución (1966), en el cual está achicopalarse, al que todavía se recurre para señalar un
estado de ánimo depresivo, similar a agorzomado
o agüitado, en contraste con aguzado, transformado luego en abusado o ponte buzo. Encontramos
alebrestado —así se definían los revolucionarios—
o sean aquellos considerados bragados, lebrones,
cuerudos, bravatos, o, para terminar pronto, calzonudos pues eran muy hombres, muy machos, muy
entrones y que sin temer a la muerte se arriesgaban
a los carambazos o cocolazos (de donde vendrá
eso de que “le fue del cocol”), en disparidad con
los coyones o rajones.
La participación del campesino indígena, ya
en las filas de las guerrillas norteñas o surianas —
* Presentación a 23 cuentos de la Revolución Mexicana, Aeroméxico, 1985
14
dorados o sombrerudos, villistas o zapatistas— impuso término genérico a quienes,
desde la metrópoli, se denominó con desdén de indiada, mechudos o mecos (por
mal hablados), como se referían a su vez
ellos de catrines o perfumados porfiristas,
en un juego idiomático de mutuos desprecios, hasta refrescársela. Es tiempo en que
se reinstala el achichincle, que se extenderá
hacia el incondicional de políticos, el que
formará la posterior carga electoral; el que
en el momento de las definiciones de partido chaqueteará (el cambio de chaqueta militar) para defender el chivo, que por otra
parte significó entre los zapatistas la emisión
de un rumor. Era el tiempo de los melitares, que usaban términos muy sintéticos al
ordenar una acción: fuímonos, píquenle, túpanle, aviéntense, atórenle, éntrenle, lo que
provocaba entusiasmo “¡Ay, Chihuahua!”
entre la tropa de aventados, como lo eran
mis generales Villa y Rodolfo Fierro.
Muy memorable fue el naiden y no
menos québrenlo, seca orden para el fusilamiento, previo a la averiguación posterior
con que se cumplían requisitos legales (“primero truénenlo y después viriguan”), si no
se remitían a otra expresión muy precisa: ultímenlo dentro de esa esdrujulería macabra
o irónica. Ahora los chavos han impuesto
el nel, como negación, que entonces era
niguas y la afirmación simón o simondor.
Proliferaba el guélvanos y el ansina y el teléfono era “l’hebra”. En eso de mujeres de
media noche, las actuales damas del tacón
dorado, se las aludía como piscapochas o
güilas. Y si eran de mal ver, se las denominaba garraletas, y si uno se aficionaba a una
mujer, se empelotaba, se la llevaba de guateque, para terminar en una guarapeta, si
la pítima había sido muy copiosa de aguardiente. Término intemporal es el que todavía nombra la yerba a la mariguana. Porque
aquellos valedores de la Revolución, los juanes, eran como muchos de la nueva onda:
se las tronaban o se ponían gises, si de beber
se trataba. Ya para nombrar al compañero o
camarada, existía el ñero, el cuais, el cuate,
el cuatacho, el cuatezón.
Levantar un falso testimonio era criminar, que se utilizó además por matar o
asesinar, extraído de crimen. El gacho, que
tanto popularizó Cantinflas en sus primeros
tiempos y que debe haberse reproducido
en Tepito, almácigo del idioma popular, era
moneda oral cuando la Revolución y llegó
a decirse “es muy gacho el presidente Eulalio”. El muy trucha, que persiste, en alguien
muy listo. Se decía “soplaría”, como equivalente de “tardaría” —“por lo menos me
soplaría un mes”— y también como matar:
“Me ordenaron que me lo soplara”. Curiosa
acepción que derivó en hacer uso de mujer:
me la soplé. Hace no mucho, era frecuente escuchar la palabra vaciado, como igual
equivalente al emitido en la Revolución:
vulgarismo para aludir a quien todo lo puede o todo le sale bien, hasta la gracia.
Así, la Revolución, en su larga etapa
bélica, hace oír no nada más el estallido de
la 30 30, sino el giro de locuciones rurales,
con las cuales la masa sublevada formula,
entre taimerías y enconos, su desoída clarividencia metafórica, su poético grafismo,
su revolución verbal, deshago de la palabra
hablada contra las prohibiciones del sistema
porfirista. Quizás allí, en el hallazgo y fluir
de ese lenguaje hasta entonces silenciado o
inadvertido, con la descripción tremendista
de hechos que se sucedían con su horror sú-
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bito, por esa fascinación extraña que procura
la crueldad que rebasa todos los límites, y
por el estremecimiento de saber que en muchas ocasiones era real, está la popularidad y
la porfía de tal género por largo tiempo.
El estilo, de frases breves, nervioso, entrecortado, con un ritmo que quiere reflejar
el de la Revolución misma —como apunta
Luis Leal—, transfiere al cuento la pólvora revolucionaria, el fragor de las acciones
militares como marco para describir lo que
es su temática asidua: la relación de insólitos casos de valor o fiereza, de heroísmo o
de crueldad. Se trata, con frecuencia, de un
realismo directo, inmediato, trasplantado
con su verdadera circunstancia, y solamente
por excepción retocado o enriquecido por
la imaginación o el oficio del escritor, como
en el caso de Martín Luis Guzmán, que sirviéndose de la anécdota ocurrida, la recrea,
la reinventa, solazando un estilo en el cual
la descripción adquiere exactitudes maestras, como en La fiesta de las balas, síntesis
de la insensibilidad a la que puede llegar un
hombre en una convulsión humana durante
la cual la vida carece de importancia y aún
de sentido, por esa distorsión de valores que
engendra una alteración brusca y violenta de
un sistema político y social. O como en “La
muerte de David Berlanga”, donde refiriendo un suceso que conmovió profundamente
en su momento, el escritor se adentra en motivaciones psicológicas del principal actor —
el mismo Fierro—, para dar un retrato suyo
que lo revive intensamente, que lo reencarna con admirable fidelidad; o como en “Un
préstamo forzoso”, quizás el más deliberado
como cuento.
Mariano Azuela, en el relato breve, no
alcanza en absoluto la tesitura de su obra de-
cisiva, Los de abajo, pero en sus cuentos, de
los primeros en escribirse y publicarse en la
línea del tema de la Revolución, tiende a esa
ironía que lo hace concretar episodios repulsivos o sombríos, y muestras del desencanto
que le deja su participación en las filas del villismo. Rafael F. Muñoz es autor de un cuento imprescindible, “Oro, caballo y hombre”,
en el cual a trazos sobrios, escuetos, describe
admirablemente, con una carga de impresionante ironía, la espeluznante muerte de Rodolfo Fierro. Sus muchos otros cuentos sobre
el tema, a pesar de que algunos contienen
historias interesantes, padecen de falta de rigor literario. Hay en ellos más oficio de periodista que paciencia de escritor, en un caso
parecido al de Gregorio López y Fuentes, recopilador de anécdotas campiranas. Olvidado como cuentista el Doctor Atl (el pintor
Gerardo Murillo), acierta, quizás el primero,
en transmitir fonéticamente el habla popular.
Sus Cuentos de colores hacen sentir su solidaridad hacia los humildes.
Francisco L. Urquizo, con habilidad espontánea de buen narrador da casi la única
visión desde la facción carrancista, el modo
como los sucesos deben haberse contado alrededor de los vivaques o en las charlas en los
campamentos. Nellie Campobello, en Cartucho y Las manos de mamá, “relatos tiernos y
despiadados”, suministra, en una serie de viñetas, el único testimonio femenino del ámbito villista. Celestino Herrera Frimont, en La
línea de fuego, alude a la vida del soldado
y la soldadera, con cierta inquietud por la
problemática social. Cipriano Campos Alatorre, muerto trágica y prematuramente, en
un claroscuro que anticipa magníficas dotes
narrativas capta, con implícita adhesión a su
causa, el fin de una partida zapatista. Hay un
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reproche y una denuncia cáustica en “Los fusilados”: quienes se han levantado en armas para
obtener un pedazo de tierra, no encuentran más
que la que les servirá de sepultura.
Hernán Robleto, con La mascota de Pancho Villa, es el caso del escritor de otro país avecindado en el nuestro, que se inspira en el tema.
Una frescura, una intención maliciosa permean
la obra de José Rubén Romero, en graciosos dibujos de cómo la Revolución llega a la provincia
ingenua. Entre otros que arman episodios revolucionarios están Alejandro Gómez Maganda,
con ¡Ahí viene la bola!, Bernardino Mena Brito, a quien atraen las figuras de Villa y Ángeles, y otros más, cuyos textos diluye el tiempo.
Ejemplo de escritor que aisladamente escribe un
cuento alusivo es José Vasconcelos, con “El fusilado”.
Si la Revolución nutre tan copiosa narrativa
ambientada en su proceso militar, devendrá luego en otra que tocará sus repercusiones, sus desviaciones, sus efectos posteriores en la etapa de
paz social, particularmente los problemas agrarios o el incumplimiento del reparto de la tierra.
Mauricio Magdaleno, Francisco Rojas González,
José Mancisidor, Jorge Ferretis, José Martínez
Sotomayor, Ramón Rubín, Mario Pavón Flores,
Carmen Báez, Antonio Castro Leal, Ramón Beteta, dejarán relatos de méritos distintos, a veces
aislados y por excepción, o en libros genéricos y
ya situado en épocas posteriores, José Revueltas
primero, después Juan Rulfo, producirán algunos cuentos admirables y certeros.
Algo emparenta a casi todos estos cuentistas, ya del primer lapso o el siguiente: una coincidencia significativa en la reiteración irónica.
Casi todas las historias fluyen para evidenciar las
contradicciones humanas o los contrastes entre
los ideales postulados por el movimiento y los
resultados frustrados o incumplidos. Si por un
lado esta cuentística es en mucho un testimonio
anecdótico de la Revolución, en definitiva, explícita o indirectamente, desagua en una crítica,
en una inconformidad, en una acusación. Son
en mucho testificación de condena o decepción.
Como señala José Luis Martínez, al citar a las
novelas del ciclo, no es “extraño encontrar… el
desencanto, la requisitoria y, tácitamente, el desapego ideológico frente a la Revolución”, aunque han sido “el principio de un movimiento
más vasto, de literatura nacionalista y liberal”.
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Secretaria Académica
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