vis - Profesor Dr. Javier Fernández Sebastián

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La modernidad constituyente
Entrevista con Javier Fernández Sebastián
José M. Portillo
JAVIER FERNÁNDEZ SEBASTIÁN es catedrático de Historia del Pensamiento
Político en la Universidad del País Vasco, España. Tras un primer interés
por la historia política de la prensa en la formación de las ideologías
contemporáneas en el País Vasco, inició una muy fructífera línea de
investigación centrada en la historia de los conceptos. Durante años ha
dirigido, y aún lo hace, uno de los grandes (y escasos) proyectos atlánticos
de la historiografía actual conocido como Iberconceptos. El Diccionario político y
social del mundo iberoamericano. La era de las revoluciones, 1750 ‐1850 (Madrid,
2009) fue el primer fruto de la coordinación de un equipo numeroso de
investigadores de casi todos los países iberoamericanos y está por ver la luz
el segundo volumen, ambos editados por el Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales de Madrid. Fernández Sebastián puede parecer de
personalidad tímida, pero esto obedece sólo a una extremada educación en
la conversación, pues no deja pasar por alto punto con el que no esté de
acuerdo, lo que hace el debate con él doblemente interesante. Conversamos
en su casa de Sopelana, Vizcaya, en un pulcro y ordenado despacho, como
corresponde a quien ha sido capaz de dirigir la enorme tarea del proyecto
Iberconceptos.
José María Portillo (JMP): Quisiera que, para empezar, diera a nuestros
lectores algunas claves sobre la concepción y surgimiento del proyecto
Iberconceptos que usted ha dirigido durante los últimos años.
Javier Fernández Sebastián (JFS): El proyecto surgió como resultado de un
proyecto anterior que dirigimos Juan Francisco Fuentes y yo mismo y que
terminamos durante los primeros años de este siglo. Aquel proyecto,
también en forma de diccionario en un par de volúmenes, recogió un
abanico de conceptos políticos y sociales de la España de los siglos XIX y
XX. Entonces al mismo tiempo que habíamos preparado esos dos
volúmenes, y gracias a contactos previamente establecidos con colegas de
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ambos lados del Atlántico surgió la idea de hacer algo que abarcara todo ese
espacio y que no fuera simplemente para el caso español. Tras una reunión
preliminar en 2006 en Madrid se fue armando una red de especialistas en
historia de los lenguajes y discursos y en no mucho tiempo vimos que
teníamos una estructura de nueve equipos nacionales que trabajaron sobre
diez conceptos que consideramos los más relevantes (“América”,
“Constitución”, “Historia”, etc.). Fueron organizados de manera nacional y
a la vez cruzada para dar coherencia al espíritu de un proyecto que quería ser
muy marcadamente iberoamericano, trascendiendo los ámbitos nacionales.
JMP: Efectivamente, las más de mil páginas del primer volumen de
Iberconceptos, así como otras publicaciones recientes con declarado espíritu
atlántico se acaban organizando en espacios nacionales para su exposición,
¿tan difícil es trascender el espacio nacional a la hora de hacer historia
Atlántica?
JFS: Sí, yo creo que es una inconsecuencia evidente, puesto que estamos
señalando que las revoluciones hispánicas fueron fenómenos globales y al
mismo tiempo, sin embargo, sorprendentemente yo diría, el cuarteamiento,
es decir, la disposición nacional de las comunidades académicas (y de los
archivos con que trabajan) son tan fuertes que, aun siendo conscientes de
que seguramente lo ideal sería tratar de componer una visión mucho más
transversal en la que los espacios nacionales jugasen un papel reducido,
hacemos lo contrario. Diría que son imperativos u obstáculos que
difícilmente podemos vencer. Es raro el historiador que pueda exhibir una
competencia general en toda la región y muy pocos los que realmente
pueden escribir con cierta solvencia de un espacio tan dilatado. Y esto
ocurre, lo hemos visto en el proyecto, en espacios no tan grandes, como
Centroamérica, donde hay también bastante incomunicación entre sus
repúblicas, y eso que durante años después de la independencia
conformaron un espacio común.
JMP: Digamos, entonces, como el caso que acaba de mencionar demuestra,
que es más cosa de la historiografía que de la Historia.
JFS: Curiosamente, algunos de los mejores “latinoamericanistas” –en el
sentido de expertos en todo ese gran espacio histórico y cultural– están
fuera de América latina. Esto sin duda responde a las constricciones que
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imponen la existencia de una academia y unas estructuras administrativas
vinculadas a la investigación que son nacionales (archivos, academias,
bibliotecas, etc.). Eso sí, puede constatarse que cada vez hay una mirada más
global y general, lo que indica que estamos en el buen camino y que
podremos superar definitivamente en unas décadas estos rígidos esquemas
nacionales, lo que vale también para España.
JMP: Háblenos por favor de la segunda etapa del proyecto Iberconceptos. ¿Qué
conceptos se incorporan en ella y qué espacios?
JFS: Después de la primera decena de conceptos que fue objeto del primer
volumen publicado en 2009, en esta segunda etapa nos vamos a ocupar de
una serie muy importante de conceptos empezando por “Independencia” y
“Libertad” que están estrechamente relacionados. Tienen en común ser
conceptos de un uso muy habitual en la historiografía que por lo general da
por supuesto su significado cuando, en realidad, no se trata de conceptos
que hace doscientos años se usaran de la misma manera que hoy lo hacen
los historiadores. Incluso en muchas ocasiones tenían el significado
contrario al que hoy les damos: que un cuerpo reclamara su independencia
no necesariamente ni en la mayor parte de los casos aludía a una segregación
sino, al contrario, aludía a una forma ciertamente particular de integración.
Esto es interesante de nuestra tarea como historiadores de los conceptos,
buscar significados enterrados que a veces chocan con lo que hoy nos
parece el sentido común. Tenemos también los conceptos de “Patria” y
“Estado”, este último una suerte de macro-concepto que enlaza con
soberanía, gobierno, administración, etc. “Revolución” es otro concepto al
que prestamos atención por el cambio que en él se opera precisamente en la
era de las revoluciones. Este es un caso en le que al adquirir una nueva
concepción la palabra pasa a significar casi lo contrario de lo que venía
significando (restablecimiento del orden y no alteración radical del mismo).
También empieza entonces a desarrollarse “Civilización” en todo el mundo
euroamericano y nos permite ver cómo siendo común la caja de
herramientas conceptuales empiezan adquirir desarrollos distintos a un lado
y otro del Atlántico. “Soberanía” es un concepto crucial en la medida en que
las hispánicas fueron revoluciones de la soberanía. Algunos trabajos
recientes, como los suyos especialmente, han puesto de relieve el carácter
profundamente territorializado de estos procesos. “Democracia” es un
concepto curioso porque lo incluimos pensando que era central y luego
hemos podido comprobar que tiene una centralidad muchos más matizada,
sobre todo al principio del período. Finalmente dos conceptos que tienen
quizá menos contenido sustantivo pero que son muy relevantes. Uno de
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ellos es “Orden” que se mantiene sin grandes cambios durante el periodo
estudiado, como un contenedor aparentemente “vacío” que permite un
juego moral de colocación de las cosas (personas, valores, instituciones) en
el lugar que les corresponde. Decidir cual es ese lugar adecuado, cuándo el
mundo está realmente bien “ordenado” es precisamente lo que está en
juego, sobre todo en un periodo revolucionario; de ahí que el contenido de
“orden” cambie sustancialmente dependiendo de quién esté haciendo uso
del término en el debate político. El otro es “Partido” que empieza
tímidamente a tener un papel instrumental junto a “facción”, siempre con
las connotaciones negativas que estos dos términos arrastraron durante
largo tiempo.
JMP: ¿Podría resumir para nuestros lectores en qué consiste la historia de
los conceptos y cómo diferenciar conceptos de palabras?
JFS: Tema complicado, sin duda. La historia conceptual, que se ha
popularizado entre la profesión en los últimos años, se ha distanciado
considerablemente de sus orígenes. Surgió en Alemania a finales de los
sesenta, cuando Reinhart Koselleck –quien junto a Werner Conze y Otto
Brunner empezaron a preparar lo que con el tiempo sería una obra
monumental en varios volúmenes sobre los conceptos históricos básicos en
lengua alemana- publicó un artículo en Archiv für Begriffgeschichte exponiendo
las bases del proyecto. Hoy en día, sin embargo, la historia conceptual no
remite necesariamente a la versión alemana sino que hace referencia también
a la escuela de Cambridge, liderada por Quentin Skinner, o a los importantes
trabajos de John G.A. Pocock. Hay otras metodologías que han ido
surgiendo, como líneas complementarias o alternativas a estas dos grandes
corrientes (como la historia conceptual de las ideologías, de Michael
Freeden, por ejemplo), lo que ha ampliado notablemente el abanico de la
historia de los conceptos. En cierto modo es una evolución crítica de la vieja
Historia de las Ideas, que ponía más énfasis en esas ideas que parecían ir
modificándose poco a poco a través del tiempo, de autor en autor. La
historia de los conceptos, por su parte, se ocupa del manejo concreto de
esas ideas, como artefactos lingüísticos, por actores sociales con intereses
concretos, casi siempre de modo polémico y contradictorio. No se trata de
la idea abstracta sino del instrumento de acción. Respecto de su
diferenciación de las meras palabras diría que los conceptos políticos que
verdaderamente importan son sólo algunas decenas o algunos centenares de
palabras que en un determinado momento concentran una gran cantidad de
significados polémicos –usados por distintos agentes de manera
contenciosa- y que se muestran esenciales para los discursos de una
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determinada época. “Libertad” sería un buen ejemplo de esto: si usted
prescinde ella se caería el discurso de toda una época.
JMP: ¿Considera que la Historia de los conceptos ha adquirido ya estatuto
disciplinar propio?
En algunos lugares más que en otros. Curiosamente donde hoy tiene más
fuerza probablemente no es en Alemania (aunque también allí tenga
excelentes cultivadores, como H.-E. Bödeker, W. Steinmetz, J. Leonhard y
algunos otros), sino más bien en los países nórdicos, especialmente en
Finlandia, y también en el Lejano Oriente (especialmente en Corea). Tal vez
el hecho de que en algunos de estos países esta rama de la historia se
muestre tan dinámica se deba a que buena parte de su bagaje conceptual
resulta de una relación compleja y contradictoria con Occidente. En la
mayoría de los países occidentales la disciplina está más o menos
consolidada. A mi juicio, sin embargo, no debería quedarse en una
especialidad cerrada sólo para expertos; lo deseable sería que la sensibilidad
histórico-conceptual se extendiese hasta que la historia conceptual llegara a
verse como una herramienta necesaria para otros historiadores. Entender
que los conceptos contienen historia y son el resultado de la historia tendría
que afectar a la historiografía en su conjunto; porque el historiador sólo ve
lo que ha sido previamente conceptualizado y por tanto sería necesario
“historizar” nuestras propias categorías de análisis. En este sentido, todos
los historiadores deberían ser un poco historiadores de conceptos.
JMP: Esto nos llevaría a la necesidad de replantear el objeto de estudio de
las distintas disciplinas historiográficas en el sentido de preguntarse primero
por la existencia, o por el modo de existencia, del objeto de estudio.
JFS: Por supuesto. No debemos olvidar que la Historia misma, tal y como
hoy la conocemos y practicamos, es una disciplina reciente, que no tiene
más de doscientos años. Antes existieron otras formas de referir el pasado
pero eran tan diferentes que seguramente saldríamos ganando si usáramos
otras denominaciones para formas tan distintas de relatar el pasado. Quiero
decir que es sólo parcialmente legítimo proyectar nuestros conceptos sobre
el pasado: el historiador debe mirar todo esto sub specie temporis, explicando
cómo las cosas han evolucionado y tratando de identificar sobre todo las
discontinuidades. De lo contrario estará haciendo filosofía, economía o
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teoría del Estado pero no propiamente historia.
JMP: ¿Podríamos establecer entonces una relación entre modernidad e
historia conceptual?
Yo diría más. La modernidad tiene sin duda un conjunto de conceptos
característico, pero además implica un cambio en el modo de producción de
conceptos. La Ilustración produce un nuevo “régimen de conceptualidad”,
generó vías nuevas de diseño y creación de conceptos. Si antes los
conceptos solían ser una creación casi inercial y la mayoría de ellos estaban
muy orientados hacia el pasado, la modernidad orienta los conceptos hacia
el futuro, dotándoles así de una capacidad constructiva mucho mayor;
incluso surge la capacidad de generar nociones ad hoc, a partir de las cuales
crear determinadas realidades. Dicho de otro modo, el concepto se
convierte en vector y esto es un cambio sustancial que viene con la
modernidad ilustrada. Es muy distinto un concepto entendido como
sedimentador de experiencias a concebirlo como un diseñador de
experiencias futuras más o menos insólitas (para estimular, por ejemplo,
determinadas expectativas o proponer ciertos experimentos políticos).
JMP: ¿Sería un equivalente de lo que pasa en el ámbito de la política, que se
pasa del pensamiento a la acción constituyente?
Me parece una metáfora perfecta, pues los conceptos pasan de ser entidades
constituidas a constituyentes. Y de ello fueron muy conscientes algunos
actores del momento de las revoluciones atlánticas, quienes se dieron cuenta
del peso que ciertos conceptos tenían en sus propios debates. Lo mismo
puede decirse del mundo del derecho, donde se era perfectamente
consciente de que los nuevos conceptos conformaban un nuevo futuro.
JMP: También por parte de quienes se oponían a tales cambios…
Esto está particularmente claro en relación con la Francia revolucionaria. La
Revolución francesa se tomó casi siempre como antimodelo, como epítome
de lo que convenía evitar. Quienes se oponían a tales cambios, o trataban de
limitar la deriva radical de las revoluciones, temían el uso proyectivo de
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ciertas palabras que, a pesar de su larga tradición –es el caso, por ejemplo, de
ciudadano–, se habían teñido fuertemente de radicalismo durante la última
década del siglo XVIII.
JMP: Relacionando esta especialidad de la historia conceptual con el mundo
iberoamericano, ¿diría que existen diferencias sustanciales en la producción
de conceptos entre ese Atlántico y otros espacios como el angloamericano o
el francés?
JFS: No cabe duda de que el mundo ibérico presenta diferencias muy
importantes con esos otros ámbitos (también las hay entre el mundo lusobrasileño y el hispano), pero todo depende de la distancia desde la que se
mire. A escala mundial podemos hablar de ciertos rasgos comunes a
Occidente, pero a medida que vamos más al detalle vemos mejor esas
diferencias. Además a los científicos sociales nos gusta señalar sobre todo las
diferencias, por lo que parece lógico que centremos el foco en aquellos
aspectos que rompen la uniformidad. Cada una de las diferentes
modernidades tiene su sello, pero lo que me parece cuestionable es que sólo
exista un único modelo de modernidad y que todas las sociedades deban
seguir necesariamente los mismos pasos y medirse por el mismo rasero.
Cuando se estudia un mundo, una civilización, una sociedad, la mirada debe
centrarse sobre todo en ese mundo, y no estar mirando de reojo a algún otro
modelo tomado como canon y que generalmente se corresponde con otras
experiencias históricas. Por supuesto, siempre se puede lanzar una mirada
comparativa sobre diversas sociedades, pero conviene evitar tomar a una de
ellas como el canon, el modelo perfecto, y a los otros casos analizados como
versiones defectuosas, como si hubieran debido seguir las mismas pautas.
Además, esto sirve de poco, porque cuando estudiamos una realidad
histórica determinada lo que interesa es comprender cómo y por qué las
cosas han sucedido como lo han hecho en ese lugar o sociedad concreta. Un
buen consejo para el historiador es que no se aferre a un modelo canónico,
que huya del esquema de las influencias y se interese más bien por entender
qué problemas concretos se trataba de solucionar con ideas, autores,
conceptos tomados de acá y de allá. Creo que este enfoque es mucho más
productivo y más interesante que la lamentación estéril por lo mal que fue
nuestra modernidad en relación con nuestros vecinos del norte.
JMP: Sin embargo, la idea historiográfica de las revoluciones atlánticas en
los años sesenta y setenta del pasado siglo arranca con la idea que usted
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critica, que dichas revoluciones eran las del Atlántico norte, de Estados
Unidos y Francia y las demás ni aparecían en la nómina. Es una tendencia
que vemos reproducida hasta hoy en ámbitos no iberoamericanos: las
revoluciones hispanas siguen estando poco en la nómina de las revoluciones
atlánticas.
Esto obedece a varios factores. Primero que siempre se consideró que
existía, en expresión de Marcello Carmagnani, ese “otro” Occidente como
una versión deformada, meramente imitativa y anómala, del “verdadero”
Occidente. Para Huntington ni siquiera sería otro occidente sino una
civilización netamente distinta. Además el mundo iberoamericano a su vez
presenta una enorme diversidad, lo que complica las cosas a aquellos que
quisieran encontrar una única clave explicativa que del contraste entre las
experiencias hispanas y las dos grandes experiencias revolucionarias de
Estados Unidos y de Francia. Quizá la mayor presencia de las revoluciones
iberoamericanas todavía se note poco en la historia constitucional –donde el
lugar preeminente que ocupan los primeros textos constitucionales de
finales del XVIII, tanto la Constitución de Filadelfia como las primeras
francesas, parece indiscutible– pero sí en la historia política, donde se
empieza a advertir cómo las revoluciones del mundo iberoamericano
ocupan un lugar cada vez más importante. Y probablemente esta tendencia
se acentúe con el tiempo.
JMP: ¿Se trataría de corregir una perspectiva que viene de la propia
Ilustración que percibió todo lo relacionado con España y su imperio como
una anomalía?
JFS: Las secuencias en historia intelectual muchas veces las establece el
propio historiador cuando trata de buscar la “genealogía” de sus propias
preocupaciones y sitúa determinados hechos o determinadas ideas en
perspectiva. En la medida en que nuestra relación con la Ilustración es de
filiación, es decir, no es un fenómeno que se estudia con la frialdad de un
entomólogo al estudiar los insectos, sino que es algo que claramente nos
concierne. Estamos en parte saliendo de ese momento, pues la modernidad
tiene ya capacidad para tomar distancia de sí misma y mirar del otro lado del
espejo, lo que no es posible cuando se está inmerso plenamente en la “fase
conquistadora” de la modernidad. La Ilustración es el momento en que, al
difundirse la filosofía del progreso, los propios hispanos se dan cuenta de su
notable distancia respecto a la Europa más avanzada, toman conciencia de
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su atraso. Además, la visión de España que predomina entre los ilustrados
europeos, de manera especialmente incisiva y caricaturesca en Montesquieu,
contribuyó sin duda a agrandar el foso. Esa visión, no exenta de prejuicios,
ha sido asumida por buena parte de los historiadores y científicos sociales –
herederos como somos en gran medida de las Luces– y sin duda ha marcado
profundamente la interpretación predominante del mundo hispano tanto
desde fuera como desde dentro.
JMP: En cierto modo resulta paradójica la siguiente constatación y quisiera
saber su opinión al respecto. Si en alguno de los espacios euroamericanos se
produjo una revolución realmente atlántica fue en el hispano, que fue
también el que más constituciones produjo con mucha diferencia. Sin
embargo, como decíamos antes, ha sido tradicionalmente orillado del
concepto historiográfico de revoluciones atlánticas.
JFS: Ciertamente es así. El proyecto que dirijo tiene obviamente un cierto
contenido reivindicativo; es como si los iberoamericanos levantásemos el
brazo para decir: “Nosotros también existimos: ¡estamos aquí!”. Pero más
allá del comprensible afán por ganar cierta “visibilidad”, creo que
objetivamente existen muy justos títulos para vindicar una posición central
en el proceso de la modernidad. Coincido plenamente en su apreciación
respecto de las revoluciones hispánicas como las más genuinamente
atlánticas. Es la biografía de tantos de aquellos protagonistas que se
movieron intensamente no sólo en el vasto espacio hispano sino también en
París, Londres o Filadelfia. Eso genera un tipo genuino de personajes
atlánticos, más incluso que Franklin o Paine. Añadamos a ello que las
sociedades hispanas eran mucho más numerosas, extensas y pobladas (si en
la América inglesa había 3 millones de personas en la hispana había 15); es
decir, que aquellas revoluciones, en términos estrictamente históricos,
afectaron a mucha más gente que la norteamericana.
JMP: Textos como el de Cádiz o como la primera constitución de
Cundinamarca de 1811, de Quito, Santiago de Chile u otros dan a entender
que para los contemporáneos era perfectamente viable algún tipo de
recomposición del cuerpo hispano en clave constitucional. ¿No será más
apreciación historiográfica la inevitabilidad de su fin?
JFS: Cuando estalla la crisis de la monarquía y algunos empiezan a plantearse
en América algún tipo de autonomía, y más tarde la independencia, el salto
era demasiado grande como para que resultase aceptable de buenas a
primeras. A muchos les produce vértigo y, en ese sentido, buscan soluciones
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para recomponer la monarquía sin llegar a la ruptura. Años después, como
usted sugiere, cuando se narran los hechos ex post –con la carga de teleología
que los relatos historiográficos casi siempre conllevan– aparece como
inevitable lo que a la altura de 1808 o 1809 apenas era el designio de una
minoría. Lo que en tiempos de crisis e incertidumbre se veía como una
posibilidad remota aparece en esos relatos como un destino inexorable. En
las interpretaciones clásicas de esos procesos encaja todo demasiado bien:
criollos contra europeos, deseos de independencia y creación de nuevas
naciones y repúblicas, pero en la época todo eso no estaba tan claro porque
implicaba aceptar el fin de la monarquía y la instauración de una república
en un momento además en que el rey se veía como un “cautivo” inocente
en manos de Napoleón. De ahí que se trataran de arbitrar otras soluciones
sin llegar a la ruptura, tratando de mantener de algún modo los vínculos con
la monarquía y las propias estructuras monárquicas.
JMP: Una pregunta final. En estos volúmenes hemos incluido una sección a
la que llamamos “Límites de la moernidad”. Queremos dar a entender que la
modernidad tuvo muy distintas experiencias dependiendo del lugar que se
ocupara en aquellas sociedades y que este lugar estuvo muy determinado por
el sexo, la raza, la etnia y el trabajo. Quisiera saber si desde la historia de los
conceptos es abordable el análisis de estas distintas experiencias de la
modernidad.
JFS: Las revoluciones afectaron a muchos pero fueron conducidas por
pocos. Esas “mayorías silenciosas” muy a menudo quedan fuera de foco
porque las fuentes que nos han llegado proceden casi exclusivamente de
aquellas élites que lideraron los procesos revolucionarios (o que se
opusieron a ellos). Incluso cuando hemos intentado mirar algunos textos en
otras lenguas distintas del español y el portugués (en aymará, quechua,
guaraní, náhuatl, etc.) se reproduce el fenómeno porque generalmente son
textos de élite traducidos con intención persuasiva, esto es, con vistas a
penetrar en el mundo indígena por vía de indoctrinación. No son por tanto
textos producidos de manera autónoma por los indígenas mismos, que en
este caso más bien parecen ser simples receptores de los discursos. Pese a
que en aquellas revoluciones participaron numerosos contingentes de
indígenas y de mestizos –no siempre en papeles subalternos–, parece claro
que la voz cantante la tuvieron los criollos y los europeos. Dicho esto me
gustaría añadir que muchos de los conceptos de la primera modernidad,
como “igualdad”, “libertad” o “emancipación”, poseen una enorme
capacidad expansiva e irán siendo esgrimidos por un número creciente de
grupos sociales, incluyendo sectores más o menos marginales, para reclamar
lo que progresivamente van entendiendo como sus derechos. Filosofías de
la historia aparte, desde esta perspectiva la modernidad puede verse como
un proceso dotado de una fuerte vis expansiva e incluyente.
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