El caballo que bebía cerveza

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Joao
Guimaraes
Rosa
El caballo que bebía cerveza
34
BIBLIOTECA
DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES
ROSA
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S
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El caballo que bebía cerveza
Joao Guimaraes Rosa, Brasil
Edición Digital Gratuita
distribuida por Internet
Editor:
Aquiles Julián, República Dominicana.
Email: [email protected]
Coeditores asociados:
Fernando Ruiz Granados
México
José Acosta
New York, EE.UU.
Pedro Camilo
Santo Domingo
Aníbal Rosario
New York, EE.UU.
Milagros Hernández Chiliberti Venezuela
Eduardo Gautreau de Windt Santo Domingo, RD
Mario Alberto Manuel Vásquez Salta, Argentina
José Alejandro Peña Estados Unidos
César Sánchez Beras
Massachusetts, EE.Uu.
Félix Villalona
Santo Domingo, RD
Ángela Yanet Ferreira
Primera edición: Enero 2010
Santo Domingo, República Dominicana
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promocionar la obra narrativa de los grandes creadores, difundiéndola y fomentando nuevos lectores para ella. Los derechos de
autor de cada libro pertenecen a quienes han escrito los textos publicados o sus herederos, así como a los traductores y quienes
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Este e-libro es cortesía de:
Libros de
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EDITORA DIGITAL
Sol Poniente interior 144, Apto. 3-B, Altos de Arroyo Hondo III, Santo Domingo, D.N., República
Dominicana. Tel. 809-565-3164 Email: [email protected]
BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES
ROSA
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Índice
El médico de Itaguara / Aquiles Julián
4
Los cien años de Joao Guimaraes Rosa / Harold Alvarado Tenorio
6
Desenredo
11
Lunas de Miel
14
La tercera orilla del río
19
Los hermanos Dagobé
23
Un joven muy blanco
26
El caballo que bebía cerveza
30
Cinta verde en el cabello
35
Seu Zito recordando a Joao Guimaraes Rosa / versión R. Aldemar
37
Los cangaceiros: bandidos de honor en el sertao / A. Bécquer C.
41
Joao Guimaraes Rosa: gran señor y gran señora / Ricardo Bada
48
Joao Guimaraes Rosa / biografía
51
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BIBLIOTECA
BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34DIGITAL
– EL CABALLO QUE
DEBEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES
ROSA
AQUILES JULIÁN
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4
El médico de Itaguara
Por Aquiles
Julián
En septiembre del 2008 edité un libro digital en homenaje modesto al
centenario del nacimiento de Joao Guimaraes Rosa, el soberbio narrador
brasileño, autor de una obra personalísima, desbordante y cautivadora.
El paso del tiempo lo agiganta. Aquel modesto y tímido doctor que se
internaba a lomo de caballo en los áridos territorios del sertón brasileño, que escuchaba
a los moribundos confesarse asumiendo parcialmente la función del cura local; que
lidiaba con todo tipo de afección en los perdidos lugares olvidados de Dios en que
ejercía, se fue llenando de historias, dramas, tragedias, pasiones, inquinas, aventuras…
Fue apropiándose de la sangre, el llanto, las miserias, el heroísmo, la impudicia, los
terrores, el delirio de aquella gente, de aquella tierra sin ley y sin esperanzas.
Guimaraes Rosa en sí mismo es un hombre excepcional. Desarrolló una pasión por la
tierra, la naturaleza y la gente que adobó con una inteligencia inquisitiva y un ojo y un
oído curiosos. Igualmente tenía un don extraordinario para los idiomas y un hambre de
saber igualmente insaciable. Saúl Ibargoyen reseña cómo en la escritura de Guimaraes,
en particular en su monumental novela Gran Sertón: Veredas, conviven “plenitud y
vacío, externo e interno, Dios y el Diablo, erudición y cultura popular, universalidad y
regionalismo, mensura y aventura…”
Para Guimaraes “el sertón es el terreno de la eternidad, de la soledad”. Él andaba a
caballo en esa tierra reseca y hostil para llevar un poco de alivio al terrateniente que
ardía en fiebres o se retorcía del dolor, para calmar el fuego de los que se consumían en
enfermedades degenerativas o terminales, para asistir al postrer momento de los que
concluían su tiempo en esta tierra y se internaban en los intemporales espacios de la
eternidad. Allí, en aquella desmesura, aquel médico miope, lector intenso, que leía en
francés, holandés, alemán, español, italiano, esperanto, árabe, sánscrito, lituano, polaco,
tupí, hebreo, japonés, checo, finés, danés y algunas variantes de chino, vio cómo los
temas más metafísicos, trascendentales, universales e intemporales, aquellos que han
acompañado a la especie desde siempre y posiblemente mueran con nosotros, cobraban
vida, tomaban cuerpo y eran actuados y expresados por vidas primitivas, rudimentarias,
agobiadas por el hambre, atrapadas en la miseria y en la violencia de estas inmensidades
calcinadas en que los más desamparados se recluían.
Las violencias tribales de los yagunzos, campesinos depauperados que arañaban una
tierra inhóspita, los cangaceiros que asaltaban e imponían su código de sangre y respeto,
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los terratenientes que se enseñoreaban en aquella extensión desértica, el ejército
abusador, venal y arbitrario, los funcionarios y políticos manipuladores y corruptos, ese
mundo que somos, que es nuestro retrato, semianalfabeto o totalmente ágrafo, que
pierde el barniz civilizado y se devuelve a la fiera que, acosada, reacciona y busca
sobrevivir, es la realidad no sólo del sertón, es una realidad en nuestras calles, en
nuestras ciudades: es nuestra actualidad.
Guimaraes definió a Gran Sertón: Veredas como simultáneamente una novela y un
largo poema. Igual pueden decirse de sus historias. Su novela es un monólogo
alucinante en que un yagunzo, Riobaldo, se confiesa a un médico rural, monólogo
hilvanado por Guimaraes de todas las confesiones oídas y atesoradas, de todos las
anécdotas desmesuradas con que se entretiene el tiempo en un lugar en que nada hay
que hacer sino intentar sobrevivir un día más hasta encontrar la muerte; y entonces, a
partir de toda esa masa vital abrir los grandes temas metafísicos: Dios, el demonio, la
muerte… Riobaldo, el personaje principal de la novela, nos aclara el papel simbólico, de
parábola, de la misma, al declarar: “El sertón es el mundo”.
En la década del 40 del siglo pasado, en mi país, República Dominicana, frente al interés
localista, la exaltación del entorno que era exaltación simultánea e impuesta de los
fastos y logros de la dictadura trujillista, un grupo de escritores jóvenes se propuso hacer
una poesía con el hombre universal. Una sutil manera de disentir. Así surgió el más
importante movimiento literario del país en toda su historia: La Poesía
Sorprendida.
Y eso dio origen a un debate entre el localismo y el universalismo. ¿Habrá alguna
manera de entender que es un debate bizantino? El localismo ombliguista termina en la
viñeta pintoresca, en el costumbrismo. Pero el universalismo extremo termina en una
literatura inodora, incolora e insípida. A lo universal se llega a partir de lo local que
aporta sabor, color, textura, sudor, lágrimas, vivencias y referencias que enriquecen el
mundo del lector. ¿No es esa la enseñanza de Rulfo? ¿De Faulkner? ¿De Guimaraes? Por
igual, cualquier experiencia humana se vincula a temas mayores, a conflictos
extratemporales y extralocales, tienen una resonancia que encuentra eco en otros
momentos, en otras tierras, en otras lenguas, en otras obras, en otras culturas.
Disfrutemos a este poeta mayor del Brasil, autor de este caudaloso poema, de esta
confesión desbordada, de este recuento arduo que es la novela más importante de la
lengua portuguesa, la novela fundadora y paradigmática, una novela que es cumbre y
mayoría de edad para una literatura y es desde su aparición un clásico, un referente, un
hito, un reto y un tesoro a descubrir. Estos cuentos son un modesto homenaje a su
persona y una invitación a abrevar en su obra.
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ROSA
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Los cien años de
João Guimarães Rosa
Por Harold
Alvarado Tenorio
El pasado 27 de Junio se cumplieron cien años del
nacimiento del más grande escritor brasileño,
autor de Grande Sertão: Veredas, quizás, la más
grande obra de ficción que se produjo en las
Américas en el siglo pasado.
Modesto e inclinado a la introspección, João
Guimarães Rosa nada publicó en libro hasta la
aparición de Sagarana (1946), cuentos que habían
aparecido en la revistaO Cruzeiro, desde 1929, sin
causar repercusión alguna. Y aun cuando se inició
como poeta y ganó un premio, decidió abandonar
el metro y la rima, porque, según confesó a Günter
Lorenz en 1965: “Descubrí que la poesía
profesional puede ser la muerte de la poesía verdadera. Por eso volví hacia la saga, la
leyenda, el cuento sencillo, pues estos son asuntos que escriben la vida y no la ley de las
reglas llamadas poéticas.”
Saragana incluye “Hora e vez de Augusto Matraga”, anuncio del vasto asunto de su gran
novela: la conversación-redención de un jagunço arrepentido y vencido, que ilustra la
parábola de la vida como el intento de cruzar a
nado un río y, al llegar a la otra orilla, luego de
incontables esfuerzos, nos damos cuenta que la
corriente nos ha arrojado lejos del lugar a donde
queríamos llegar.
La oralidad que ya aparece en estas historias es
una fusión personalísima de artificios y
espontaneidad, sometiendo la lengua,
atomizándola mediante la invención de
onomatopeyas, libres permutaciones de prefijos
verbales, atribución de novedosos regímenes,
inversión de las categorías gramaticales y
multiplicación de desinencias afectivas, donde las palabras resucitan como Lázaros, y las
que viven son sometidas a permutaciones; otras son paridas para, in totum, sugerir la
existencia de nociones, sensaciones y fenómenos que hasta entonces no percibíamos.
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João Guimarães Rosa nació en Cordisburgo, un pueblecito perdido en el centro de
Minas Gerais, el 27 de Junio de 1908, el primero de los seis hijos de Francisca
(Chiquitinha) Guimarães Rosa y Florduardo Pinto Rosa, un comerciante de aves, juez de
paz, cazador de pumas, peluquero y contador de historias,
que llevaba al chico consigo hasta los mismos antros donde
los gauchos y los vaqueros recordaban sus vidas, mientras
comían recostados en las sillas de montar o descansaban
entre el pienso de las bestias.
Miope desde niño, pero voraz lector, con sus gruesos lentes
aprendió por sí mismo francés, holandés y alemán,
brillantez lingüística que nunca lo abandonó, llegando a
hablar, aparte de aquellas y la propia, español, italiano,
esperanto, algo de ruso, y también leía sueco, latín, griego,
húngaro, árabe, sánscrito, lituano, polaco, tupí, hebreo,
japonés, checo, finés, danés y algunas variantes del chino.
Luego, durante la pubertad, entró en fascinación con el
mundo de los insectos y la vida natural, haciéndose
coleccionista de mariposas, aves y serpientes vivas y
muertas, lo que quizás lo empujó a matricularse en la Facultad de Medicina de Minas
Gerais, donde se recibió, ejerciendo de inmediato la profesión en otro pueblecito,
Itaguara, donde, acompañado por su mujer y sus
dos hijitas, atendía una clientela variopinta de
marginados, gobernantes, moribundos y
terratenientes, cuyas historias conocería de sus
propias bocas y almas cuando recorría las
llanuras desérticas del sertón, hasta las fronteras
con Mato Grosso, Bahía y el Amazonas.
Guimaraes Rosa a los 12 años
A los veintinueve años fue nombrado cónsul en
Hamburgo, en el mismo momento en que
estallaba la segunda guerra mundial. En el
Museo del Holocausto de Jerusalén hay un
grueso volumen que recoge cientos de
declaraciones de los perseguidos del nazismo
que afirman deber su vida al escritor.
Al romperse las relaciones diplomáticas entre
Brasil y Alemania, fue puesto durante cuatro
Con su madre, doña Chiquitita, y su hermana Vilma.
meses en prisión, junto a otros funcionarios, en
Baden-Baden, de donde saldría con destino a
Bogotá y permanecería ahí hasta 1944. Más tarde regresaría durante los terribles días de
la IX Conferencia Interamericana de 1948, cuando luego del asesinato de Jorge Eliecer
Gaitán la ciudad fue destruida por las llamas y la insurrección. Durante la estadía en la
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fría capital colombiana, situada a 2 mil 640 metros sobre el nivel del mar, Guimarães
Rosa escribió Páramo, una historia de la muerte parcial del protagonista, causada por la
soledad, la saudade de los suyos, el frío, la humedad y la asfixia que produce el soroche
bogotano.
Aun cuando desde 1963 había sido elegido miembro de la Real Academia de Letras de
Brasil, sólo aceptó ingresar a ella en 1967, justo tres días antes de su muerte, acaecida en
su departamento de Copacabana el 19 de
Noviembre. Tenía cincuenta y nueve años.
1956 fue el año de la publicación de dos de
sus grandes libros: Cuerpo de baile, un
volumen de más de ochocientas páginas de
extensos poemas narrativos, y su insuperada
novela Grande Sertão: Veredas.
Para preparar esta inmensa suma
de estorias, Guimarães recorrió a caballo la
escuálida Minas Gerais, hablando
con vaqueiros y etnólogos, indagando
sobre antropología, consultando archivos,
haciendo anotaciones de tratados de
entomología, geología, mitos, lengua, colores y textura de la tierra, a la manera como Da
Cunha había obrado para redactar Os Sertões, arquetipo de su obra.
Original corregido por Guimaraes Rosa
Grande Sertão: Veredas es un monólogo-diálogo de Riobaldo, un ex bandido,
convertido en honorable estanciero, que recuerda con nostalgia episodios de su rica vida
aventurera y amorosa.
La historia de la lucha entre dos bandos
de jagunços termina por enaltecer un
mundo violento, recorrido por políticos
y un ejército implacable y venal, ahíto
de traiciones, terrores religiosos,
miseria y explotación. A través de esta
memoria a saltos trasmite la crueldad
del paisaje y sus violencias, que para la
imaginación de los viejos seguidores de
Antônio Conselheiro –cuya alquimia de
cultos cristianos, ritos africanos e
Álvaro Mutis, Joao Guimaraes Rosa y Gabriel García Márquez.
indígenas dio origen a las macumbas y
el candomble–, era apenas una
grotesca cruzada de dudosos caballeros andantes. La destreza narrativa de Guimarães
Rosa permite que la historia se deslice de la realidad a la fantasía, y de ésta al mito,
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como en muchos de sus cuentos, con un expresionismo e invención mitológica de
primer orden.
El asunto de la novela es la posesión diabólica. Riobaldo está convencido de haber hecho
un pacto que lo llevó a una vida de perversidad y crímenes con un daimon que aparece
en todas partes: es voz en el desierto, susurro en la conciencia, súbita mirada tentadora,
irresistible maldad. Para conjurar el efecto del Patas aparece Diadorim, muchacha
disfrazada de hombre, cuya identidad sólo es revelada después de su partida de este
mundo. Riobaldo cuenta sus esfuerzos por vengar la muerte y entender la relación con
su extraordinario amigo y constante compañero, joven de inusual hermosura y pureza
hacia quien siente una atracción sexual que lo atormenta. Siendo un cuento
contemporáneo de la lucha entre el bien y el mal, el ángel y el diablo son difíciles de
identificar para un hombre fatigado con las vacilaciones, las dudas y la angustia. Como
centro de la relación se encuentra la aventura de esa alma, que dividida entre el amor y
el odio, la amistad y la enemistad, la superstición y la fe, pero inspirada por el honor, el
amor ultramundano y la más transparente amistad, lucha –como un caballero
medieval– contra la traición, la tentación de la carne y los oscuros Riobaldo sabe que la
vida no es inteligible. Descifrando las cosas que le parece importa salvar del olvido, hace
su confesión para sí mismo –frente al rostro taciturno del lector–, movido por el anhelo
de reafirmar la unidad de su yo, tratando
que su papel en los misteriosos caminos de
la existencia tenga algo de positivo. Sabe que
cada hombre tiene un lugar en el mundo y
en el tiempo que le ha sido concedido; que
su tarea, una vez cumplida, debe servir a la
verdad de los hombres. Así, sus
averiguaciones sobre la existencia del diablo
y la naturaleza de sus poderes no sólo nos
van preparando, en las incesantes alusiones,
para recibir un espantoso misterio, sino que
desean, al vincularlo a una realidad
concreta, aislarlo –mediante el Amor–, para
que no vuelva a contaminar el mundo.
Cuando al fin llega la revelación, así haya sido presentida, nos trastorna. Riobaldo,
queriendo someter a Hermógenes, asesino del padre de Diadorim, pacta con el Maligno
y puede hacerse jefe de su bandería. La ayuda del demonio le hace pensar en cómo
tendrá que pagarla. Pero Diadorim muere en el mismo momento en que mata a
Hermógenes, el Mal.
Entendemos entonces las especulaciones metafísicas del viejo ex bandido: si rehace en
la soledad de su edad todas las suposiciones de los teólogos, todas las teorías de la
demonología –llegando hasta creer que Satán es parte del ánima–, es por un asunto
personal, íntimo, revivido de manera tan verosímil que quedamos convencidos de la
posibilidad de la experiencia. Riobaldo sabe, y nosotros le creemos, que los
acontecimientos inesperados y favorables que ha vivido forman parte del pacto: llega a
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sentirse omnipotente, señor del mundo, y entonces surge la duda, da pasos en falso, no
sabe qué hacer y siente una terrible insatisfacción. Su poder, como sucede a menudo,
llega en el momento en que ya de nada sirve, cuando los obstáculos para llevar a cabo su
pasión por Diadorim desaparecen. Riobaldo, poeta, al hacer el inventario de su vida, ha
hecho una travesía por todas las contingencias del ser: el amor, la alegría, la ambición, la
insatisfacción, la soledad, el dolor, el miedo y la muerte. Ha referido hechos y cosas
como si hubiesen acabado de suceder, sin mancharlas con la razón, descubriendo los
abisales sentimientos del alma, los ocultos mecanismos de la alienación. Al final, cuando
el protagonista ha logrado vomitar el fardo de la vida, cuando ha quedado vacío,
sentimos también el efecto de la catarsis.
Otra lectura que debe hacerse de Grande
Sertão: Veredas es la de su cuerpo de
poesía, su lenguaje. Por estar cargado de un
hondo sentido moral y místico, es principio
de todas las cosas: las palabras significan y
vuelven a ser, las sílabas tienen el color y la
resonancia subconsciente de su forma, la
magia rige sus significados. El eterno
poema escrupuloso penetra en los
modismos y peculiaridades expresivas de
las gentes del sertón, el mundo creado por
Guimarães Rosa a partir de su lengua:el
portugués de Brasil transformado por su
conocimiento de otros idiomas, libre de la
tiranía de las gramáticas y los diccionarios, inventados, según afirmó, por los enemigos
de la poesía. Guimarães Rosa recurre a células rítmicas, aliteraciones, rimas internas,
osadías morfológicas, elipsis, cortes y dislocaciones de la sintaxis, voces arcaicas y
neologías, metáforas, anáforas, metonimias, fusión de estilos y coro de voces para
levantar un habla densa y profundamente personal por enigmática. Cada frase es un
verso que hace de la totalizante estructura otro signo de la historia que cuenta. La
distribución de los acentos en las frases, el ritmo de cada párrafo, indican los diversos
estados de Riobaldo mejor que los sucesos mismos.
“Por la magnitud de su empresa, por el nivel de creación verbal y mítica en que se
sitúa Grande Sertão: Veredas, por la sabiduría de su enfoque humanístico y la ironía
sazonada de su visión narrativa, esta obra de Guimarães Rosa –dijo en 1965 Emir
Rodríguez Monegal– es una, si no la más grande, de las creaciones de la literatura
latinoamericana. Es, también, una síntesis magistral de las esencias de esa enorme,
desmesurada, escindida tierra de Dios y el Diablo que es su patria.”
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Desenredo
Del narrador a sus oyentes:
—Juan Joaquín, cliente de quien cuenta, era apacible, respetado, bueno como aroma de
cerveza. Señor de lo debido para no ser célebre. ¿Quién puede empero con ellas?
Dormido Adán, nació Eva. Llamábase Liviria, Rivilia o Irlivia, la que, en esta ocasión, a
Juan Joaquín se le apareció.
Tirando a bonita, ojos de carbón vivo, morena miel y pan. Casada, por lo demás.
Sonriéronse, viéronse. Era infinitamente mayo y Juan Joaquín se enamoró. Sumariando
el asunto, se entendieron; volando lo demás con ímpetu de nave tendida a vela y viento.
Pero muy teniendo todo, claro está, que ser secreto, a siete llaves.
Porque en el marido, cuando celoso, se hacía notar la valentía y ya se sabe que los
pueblos son la ajena vigilancia. De modo que al rigor los dos se sujetaron, conforme al
clandestino amor y según aconseja el mundo desde que es mundo. No hay, empero,
abismos infranqueables en barquitos de papel.
No se veía cuándo y cómo se veían. Juan Joaquín, por lo demás, era pura, calculada
retracción. Espe rar es reconocerse incompleto. Dependían ellos de enormes milagros.
El embriagado engaño, quiero decir.
Hasta que se produjo el derrumbe. Lo trágico no viene en cuentagotas. Sorprendió el
marido a la mujer: con otro, un tercero... Sin muchas vueltas, pistola en mano, la asustó
y lo mató. Se dice tam bién que levemente la hirió, cosa ligera.
Juan Joaquín, doliente sorprendido, en lo absurdo se negaba a creer, y barrido por
dolores fríos, calores, lágrimas quizá, cayó en decúbito dorsal devuelto al barro, a medio
estar entre lo inefable y lo nefando. Jamás la imaginara con el pie en tres estribos; llegó
a maldecir sus propios y gratos abusufructos. Se contuvo para no verla, prohibiéndose
ser pseudopersonaje, en circunstancias de tan sangrienta y negra magnitud.
Ella —lejos— siempre y más que nunca hermo sa, ya repuesta y sana. Él, ejercitándose
en resistir, siervo de penosas emociones.
Los porvenires, mientras tanto, maduraban. ¿Que no hay fin que sobrevenga?
Desafortunado fugitivo, y como a la Providencia place, el marido falleció, ahogado o de
tifus. El tiempo se las ingenia.
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De inmediato lo supo Juan Joaquín, sumido en su franciscanato, dolorido pero ya
medicado. Fue, pues, con la amada a encontrarse —ella sutil como alas leves, pantanal
de engaños, la firme fascinación. En ella creyó, en un abrir y no cerrar de oídos. Y así fue
como, de repente, se casaron. Alegres y mucho, para feliz escándalo popular.
Pero hubo peros.
¿Llega siempre imprevisible lo abominable? ¿O es que los tiempos se
siguen, parafraseándose?
Prodújose el arribo de los demonios.
Esta vez fue Juan Joaquín quien con ella se de paró y en mala hora: traicionado y
traicionera. De amor no la mató, que no era hombre de remontarse a tamaños
leonismos ni tigreces tales. La expulsó apenas, apostrofándose, como inédito poeta y
hombre. Y viajó huida la mujer a ignoto paradero.
Todo aplaudió y reprobó el pueblo, repartido. Por el hecho, Juan Joaquín se sintió
heroico, casi criminal, reincidente. Triste, al fin, y tan callado. Sus lágrimas corrían
detrás de ella, como blancas hormiguitas. Pero, en la frágil barca del consenso, de nuevo
pudo verse respetado. Se pierde la cami sa, cuando no lo que ella viste. Era el suyo un
amor meditado, a prueba de remordimientos. Se dedicó a resarcirse.
Pero hubo peros.
Pasaban los días y, pasándolos, Juan Joaquín iba aplicándose, en progresivo, empeñoso
afán. La bonanza nada tiene que ver con la tempestad. ¿Creíble? Sabio siempre fue
Ulises, que empezó por hacerse el loco. Deseaba él, Juan Joaquín, la felicidad —idea
innata. Se consagró a remediar, redimir la mujer, a pulmón pleno. ¿Increíble? Cabe
notar que el aire viene del aire. De sufrir y amar uno no se desacostumbra. Él quería
apenas los arquetipos, platonizaba. Ella era un aroma.
¿Amantes, ella? ¡Nunca los tuvo! Ni uno ni dos. Díjose y decía Juan Joaquín. A
embustes atribuía la leyenda, falsas patrañas escabrosas. Cabíale descalumniarla, y a
todo se obligaba. Trajo a flor de escena del mundo lo que, del caso bajo, fuera tan claro
como agua sucia. Demostrándolo, amate mático, contrario al público pensamiento y a la
lógica, desde que Aristóteles la fundó. Lo que no era tan fácil como refritar albóndigas.
Sin malicia, con paciencia, sin insistencia, principalmente.
El punto está en que lo supo del modo que sigue: por antipesquisas, acronología
menuda, charlitas secreteadas, entrecocidos testimonios. Juan Joaquín, genial, operaba
el pasado —plástico y contradictorio borrador. Creaba una nueva transformada rea
lidad, más alta. ¿Y más cierta?
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La celebraba, ufanático, dándola por justa y averiguada, con rotunda convicción. Haya el
absoluto amar y no habrá injuria que aguante.
De modo que surtió efecto. Desaparecieron los puntos suspensivos, el tiempo secó el
asunto. Diluíase la tiniebla, anteriores evidencias, sus siniestras brumas. Lo real y válido
en ascenso y hacia arriba. Y todos lo creían. Juan Joaquín antes que todos.
Por fin hasta la propia mujer. Le llegó la noticia adonde se encontraba, en ignota,
defendida, perfecta distancia. Se supo desnuda y pura. Volvió sin culpa, con dengues y
titubeos, desplegando su bandera al viento.
Tres veces se roza la felicidad. Juan Joaquín y Viliria se retornaron y compartieron,
transmuta dos, lo verdadero y mejor de su útil vida.
Y archívese el asunto.
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Lunas de Miel
A lo mejor, mismamente, de lo mismo, siempre llega la novedad.
..... En aquella víspera, yo andaba medio flojo, débil; ¿declinaba yo hacia los nones? En
los primeros de noviembre. Soy casi de paz, tanto como puedo. Descuento hacia atrás,
todo aquello en que me metí, en la juventud: desmanes, desórdenes, agravios. Entonces,
después, la vida en serio, que, entre nosotros, de brava se enfurecía. Soy acomodado
labrador, es decir -de pobre no me ensucio y de rico no me empuerco. Defensa y cautela
no fallecen, en esta hacienda Santa Cruz de la Onza, de hospitalidades; mía. Aquí es una
rinconada. De flojera por el calor, me ponía a observar. En ese día, nada por nada. De
fastidio y aburrimiento, comía demasiado. Del almuerzo, después, me remitía a la
hamaca, al cuarto. Cuestión de edad, digestiones y salud: hígado. Misía María Andreza,
mi santa y medio pasada mujer, me hervía un té, para el empacho. Bueno. Don Fifino,
mi hijo, de la banda de afuera de la puerta, notició: que había llegado cierto sujeto, un
recadero, con carta. Con calma. Prestezas y prisas no me agravian.
..... Don Fifino, mi hijo, sin ser necio ni sonso del todo, me estaba explicando: que el tipo
ése había arribado tan a socapa, que sólo se notó, ya detenido, a caballo, atrás del
ingenio, ni los perros habían ladrado, tampoco hizo rechinar la tranquera; y que, con
armas, bien provisto, rifle a bandolera. Y, entonces, mi capataz, José Satisfecho, por
debajo me informaba, de él, el nombre, el cual -Baldualdo. Soy mosquito en hocico de
ocelote: no moví las cejas, no mostré pasmo. sabía de la fama de ese Baldualdo -que
valía un batallón, con grande y muerta clientela. Por ahora, ¿a mí qué me importaba? De
eso digo: mi propio José Satisfecho, ya había sido también un "Ze Sipío", mano en el
rifle, para que se me entienda. En las eras de los tiroteos contra el Mayor Lidelfonso y
sus soldados. Conmigo. Yo con él, y otros. Sólo la vida tiene de esas rústicas variedades.
Yo pongo la mesa y pago el gasto. Me moví de la hamaca, vine a ver quién. Aquel
hombre que había llegado. Me miró presto, medido respeto, me repreguntó mi nombre
por entero. La carta que traía para mí, a mano, era de verídico y alto mensaje. Releí las
tres y tres veces el nombre que la firmaba: don Seotaciano.
..... Y -¡me gustó esto! Es lo que deletreo: "Estimado amigo mío y compadre..." Don
Seotaciano, de su distante sede los hechos importantes maniobrando, con estopín corto
y brazo largo. El muy jefe, hombre de gran esfera, tigroso león como la pantera, pero
justo el pan de bueno, en noblezas y formas. Mi compadre mayor, mandante, desde
mucho . Y, hace tanto tiempo de eso. Pero, ahora se acordaba de éste, aquí, en este sitio,
confiante de lealtad. Y con un asunto. Para cosa sintreguas: lo que, seguro había de
haber: -perro, gata y zaragata. Pero tengo que secundar, y quiero. Si él rayó, yo tajo.
Declara, en resumen: "Para un joven y una joven, le pido fuerte resguardo. Lo demás
se verá más tarde" ¡Esas sandeces de amor! -sonreí. Salí de los suspensos para los
preparativos.
..... Quedito, era lo que se necesitaba. Temperar el venir de las cosas, acomodar a los
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huéspedes, los esperados. Dando órdenes conformes. Prevenido para valer por cuatro.
Aquel día era sábado. Me entendí con José Satisfecho y con Don Fifino, mi hijo: que me
trajesen del retiro del Medio, ciertos hombres; y unos cuantos, de ésos del Muño, de las
rozas: siempre quedarían todavía otros en el hoy por hoy, para el trabajo. Pero aquéllos
aquí a la mano; porque: a horas competentes, hombres de posibilidades. Con hartos
frijoles y arroz y cargas de pólvora, plomo y bala. Sensato, me dicen. Sólo en paz, con
Dios, tranquilo. Sensato, sincero y honrado.
..... Misia María Andreza, mi mujer, me miraba.
..... Aquel Baldualdo, decente: -"Si le place, señor mío, por unos días, aquí, me quedo..."
-me dijo, bajito, sabiendo de memoria su deber. Él ya era mi compañero -por arte de los
ángeles de la guardia. En la terraza caminé unos pasos, ejercitados. Los que iban a venir,
¿un joven, una joven? Misia María Andreza, mi correcta mujer, uno o dos cuartos
arreglaría -toallas, bienestar, flores en floreros. Seguro que de noche llegarían, sagaces. "Ah, mi vieja, vamos a tocar rabeles..." -bromeé, limpiando el revólver. Misia María
Andreza, buena compañera, dijo apenas, moviendo el copete: "El lentisco de mata
virgen no se endereza..." La tomé de la mano medio afectuoso. Repensé en todas mis
armas. ¡Ay, ay, la lejana juventud!
..... Sin nadie, entre nosotros, desprevenido; de hecho a la media noche llegaron. Novios,
mucho amor. Ella era de las lindas, reteniendo las atenciones; yo ni supe hija de qué
padre. Sólo medio asustadita, sonrisas desahogadas. El joven -¡hombre!- de los buenos.
Vi rápido. Tenía rifle largo. Gallardo, guapo. No, todavía no eran matrimonio. Cenaron.
No hablaron. La joven se retiró a la recámara, a la inviolable de la casa; doncella con
recato. El joven, ése, valeroso, quiso ranchearse en la casa del ingenio. Joven, un
deporte de fuerte. Aprecio. Pude presumir de su padre. Ah, ellos habían viajado solitos,
como se debe de, en fugas particulares. Me gustó más. Sólo poco después llegó otro
sujeto que, a ellos dos, con buena distancia, garantizaba protección, sin que ellos
supiesen -también por orden de don Seotaciano.
..... Las cosas bien hechas, medidas, como sólo un gran capitán concibe. Ese otro se
llamaba el Bibiano, era un valiente de espingarda: me tomó la bendición. Bueno. Todo
en todo, en orden, me adormecí, conforme, propietario de mi sueño. ¿Por qué no? Gente
mía ya galopaba en esa noche y madrugada. Un enviado a la Hacienda Congoña, de mi
compadre Verísimo, por tres rifles, tres hombres, prestados. Para seguridad. La gente de
allá es lumbre. Y uno a la Laguna de los Caballos, por otros tres -para que mi compadre
Serejerio no se sintiese despreciado. Bueno. Yo juzgo a los otros por mí. Con tino y
consideración el respeto es granjeado: con honor, sosiego y provecho. Por bien
encaminar, me adormecí bien. Sólo vivo en lo supradicho.
..... Amanecí antes del sol, todo en paz, posesiones y rocíos. Admiro esas exactitudes del
campo, en olores, adornado; mientras tanto nada. Misia María Andreza, mi mujer, me
cuidaba. A ella dije: -"Que no me conste quién es esta joven, no lo que haya revelado."
El no, por ahora. Yo no quería saber, solamente para prevenir: podía ser hija de
conocido, pariente mío o amigo. No tenía caso. En esas horas le era fiel a don
Seotaciano. Siquiera, por lo menos. ¡Aquél es tu amigo, que te quita de ruido!- buen
dicho. Ese día, de domingo. Se almorzó con hambre, a pesares de. La joven y el Joven,
justo ante mí, dichosos se contemplaban. Tanta cosa en este mundo, bien hecha. Misia
María Andreza, mi conservada mujer, en cocinar se esmeraba. Nomás me dije, ni pensé:
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los enamoramientos son mis otras mocedades.
..... La gente moviéndose, tranquila, el tiempo creciendo, parado. De ese modo, se pasó
el día, en oros y copas; mientras nada. La linda Joven, allá dentro, en el oratorio rezaba.
Misia María Andreza, mujer, sinceros cariños le daba. Nosotros acá afuera. Don Fifino,
mi hijo, de esta banda, el Bibiano en la parte del cerro, en el puente del arroyo el
Baldualdo; con otros y otros hombres; pero a escondidas, tan sutilmente, que no se
veían ni se notaban. Conmigo, juntos, José Satisfecho y el Joven novio, de pocas
palabras: caminábamos de la zanja al vallado. Misia María Andreza, mía ¿por mí
también rezaba? Yo -exagerado. Proveía, no meditaba. Día y tanto, Dios loado.
Entonces, vino el anochecer, las estrellas, a las esperas. Ahí, uno en pos de otro,
llegaban, a los surtos, los de la Hacienda Congoña y los de la Laguna de los Caballos.
Ésos no se reían, en armas. Ah, las buenas amistades.
..... Así, más gente, otra vez, se despertó antes de los gallos. Allí, para el incierto lunes medio redondo. Día de las fuertes llegadas. Primero, dos hombres más, que don
Seotaciano enviaba. Jefe bravo. Después, según aviso dado, todavía otros, un par de
jinetes: el sacristán atrás del cura. Ave. ¿El cura; joven, espingarda a la espalda? Armado
con esmero; rifle corto. Se apeó, bendijo todo, aprestado para el casorio que se iba a
tener: bodas en la casa. Tuve que moverme para prepararme, vestir mejor ropa -para
esos momentos. Misia María Andreza, mi mujer, con gusto dispuso el altar. El Joven y la
Joven se enaltecían. Amor es sólo amor. Airosos. Iban los dos, el brazo en el brazo.
¡Vean cómo son las pasiones! Todo bueno, bastante bueno, Misia María Andreza bien
vestida, me parece que hasta con colores. Soy hombre para bandas de música. El cura
dijo bellas palabras. A esa altura yo ya sabía: la novia de cuál familia. Hija del Mayor
Juan Dioclecio, duro y rico, de hecho, fuerte. Esas cosas y escalofríos... Bueno. Me
encogí de hombros. Yo cerco un campo, y en él soplo: destorcidas claridades. Terminado
el casorio se salió del altar a la mesa, se pasó de sala a sala.
..... Ahí, en sencillo banquete, que con todo y lechón y pavo, rellenos como de
costumbre; vinos. Comimos nosotros todos y el cura; yo sin hastío ni empacho. Los
dulces. Se cantó a coro. El novio de armas al cinto. La novia, una hermosura, como se
debe, con velo y azahares. La vejez de la lana es la suciedad... -yo pensé, consonante,
viéndome. ¡Esas delicias de amor! -Suspiré apenas pensando. Yo bajaba de los valles a
los cerros. Y, todavía en la ceremonia, mi hermano Juan Norberto llega, de lejos, de su
hacienda Las Arapongas. Sabida, allá, la noticia, llegaba para ayudarme. Traía mayor
novedad: -"Si el Mayor atacase con matones, don Seotaciano bajaría a la escena -al
frente de cien de sus hombres: ¡a proteger la retaguardia!" De glorias, silbé, sentado.
Aquel Joven novio, gentil, era pariente de don Seotaciano. Alguno de mis hombres
tocaban guitarras. ¿Se bailaba?
..... Miré a mi saludable Misia María Andreza -contemplada.
..... ¡Y era noche de las mayores! Vinieron mis compadres Serejerio y Verísimo, en
persona.
..... Buena gente para llevar a cabo empresas dificultosas. Hasta el cura dijo que se
quedaba: para confesar a quién o quién en la hora. Sólo que, sobre la mesa el brevario,
pero al lado, la pistola. Buen cura, muy virtuoso, amigo de don Seotaciano. Ahora, se
esperaba por el mayor Dioclecio y sus matones. -"¡Pero tan cierto!" - se decía- "¡Esas
cosas quiero verlas a la noche!" -otro. Otro: -"¿Y quién es el que apaga la vela?" Ahí,
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por toda parte, se me dice no más patrullas, trincheras, centinelas. Pasos callados,
suaves, retintín de carabinas. Ah, esta vieja hacienda Santa Cruz de la Onza, con picas
para cualquier hojalata. Punto era que, yo, el jefe. Yo estaba ya medio sanguinolento:
medio aturdido. Yo, sencillamente. Yo -en nombre mío y de don Seotaciano.
..... La gente debía quedarse en vela. En estos bancos y sillas. Aquellas lámparas y
lamparillas. Todos, los del mando. En la sala. Yo, mi hermano Juan Norberto,
compadres Verísimo y Serejerio, y el Novio, más don Fifino. También la novia en su
vestido blanco, y Misia María Andreza, mujer mía. Todos y todas. La rueda de hombres
buenos. Cerca de mí, mi Ze Sipío. Y la cena -las sobras del almuerzo- con alegría.
Hombres comiendo parados, el plato en la mano; alerta el oído. La gente, risueños de
guerra, para cualquier cosa. ¡Aquí, que viniera el enemigo! -esos Dioclecios, demonios.
La hora -de encerrar los huelgos. Y se esperaba -con luces para mil brujas. Y: mantantiru-liru-lá... se dice -¡pique será! ¿No venía nadie? A lo que es que es, estábamos.
..... La gente, a un paso de la muerte, valiente, juntos, tantos, bastantes. Nadie venía. La
Novia sonreía al Novio, levemente; esas nupcias. Y yo con la mente erradamente, de
quien se halla en estado armado. Lo que a otro mengua a mí me sobra. Mía, Misía María
Andreza, mujer, me sonreía. Lo que los viejos no pueden tener más: secretitos,
secreteados. Nadie venía. Madrugar y gallos cantaban. El cura rezó, guerrero, en
denodado placer de las armas. Primeramente, sentí el merecer más en ese venturoso
día. Recibí más naturaleza -fuente seca que brota de nuevo- el rebrotar, rebrotado. Misia
María mi Andreza me miró con un amor, estaba bella, rejuvenecida. En esa noche
¿nadie venía? ¡Mientras nada! Madrugada. El Novio se retiró con la Novia; y unos más,
que con más sueño ya están a cierra ojos. Resolvio turnar la vigilancia. Yo, feliz, miré
para mi Misia María Andreza; fuego de amor, verbigracia. Mano en la mano, diciéndole
yo -en la otra empuñando el rifle-: "Vamos a dormir abrazados..." Las cosas que están
para la aurora, son confiadas antes a la noche. Bueno. Nos adormecimos.
..... Amanecí a deshoras, naciendo de los acogimientos. Todos en sus puestos. Aquel día,
el martes. ¿Sería el día? Se esperaba, medio cuidadoso, medio alegres; serios, sin
algaraza. ¿Con qué entonces? En esas calmas dilatadas. Y, pues.
..... Y, justo, pues, surgio la novedad: un recado. El peón que lo traía era un empleado de
los Dioclecios: que hoy, en esta fecha, solito, un patrón vendría a visitarme, de paso.
Amistoso. ¡¿Había visto yo, ésta?! -¿con qué? me reuní con los jefes compañeros para
comparar ideas, consonante. Se llegó a la razón: que ellos, más el grueso de los hombres
y rifles, deberían salir, por un rato -esperar en el retiro del Medio, de aquí a media legua
y casi nada. Mi hermano Juan, mis dos compadres, más el sacristán atrás del cura.
Dejar, provisionalmente, sin gente en armas, mi casa de hacienda. Así, así, entonces.
Bueno. Para no hacer desafueros, de lo que mucho me cuido. ¿No venía solito,
embajador, apenas para decirme a mí pues y pues? ¿Amenazar, quejarse, declarar
guerras? Sea lo que fuere. Mi puerta da al oriente. No veo otra banda. Soy un hombre
leal. Soy lo que soy -yo- Joaquín Norberto. Soy el amigo de don Seotaciano.
..... Aquí, recibí al hombre en la puerta de lo que es mío. Y él era un hermano de la novia.
Mi conocido, cordial con buen apretón de manos. Entramos. Nos sentamos. Severo,
sereno, yo estaba: sensato, él, desenvuelto. No venía a provocar escándalos, ni a
producir confusiones; parecía portarse en términos. ¿Si de buena forma se condujese el
negocio? Mi deber y gusto era reconciliar, rescatar y componer, como hombre de bien y
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jefe en armas. Ahora era el desenrrollar de allá y de acá, de ambas partes. Me aclaré.
Invité al hombre a comer. Y, entonces me definí: con medios modos y trastejos no se
pone ni se quita. Llamé a los Novios, ¡a la mesa!
..... Gente tiesa -un par de todo valor. Vinieron. El hombre sonrió, mi visitante. Dio la
mano a ella, y a él dijo: -"¿Cómo le va? ¿cómo le va?" -en leal estima y franqueza.
Bueno. Se comió y se platicó de diversas materias. Bueno. Aquello, al escurrir del
caballo. Suavemente, con incompletos, él invitó a los dos, a que se fuesen con él: para la
bendición de los papás y una fiesta de tornabodas. ¿No estaba en lo justo y aprobado? Él
sabía lo del casamiento. A mí me invitó también, y más a Misia María, querida Andreza.
Bueno, consonante. Yo, convenientemente, no podía, por los hechos... Pero mandé a mi
hijo don Fifino, representante; él quiso, por amor a la fiesta, decidido.
..... Porque los novios aceptaron ir, satisfechos, agradeciéndome se despidieron. Y yo,
respondiendo por lo derecho: -"Sólo enmiendo: ¡abajo de Dios, sólo don Seotaciano!" dije. El hombre de pie para salir. Y, a él, directo, seguro, en la regla del bienvivir: -"Soy
el padrino de ellos dos, en el casorio, ¡y voy a ser padrino del primer hijo, si les
place!" -grueso dije, fingiendo franca risa. Siempre sería bueno. Y él, ¿no me iba a
entender? Poquita duda. Esta vida tiene que ser declarada y firmada. ¡Lo más en lo más,
si no las carabinas!
..... De la terraza, Misia María Andreza, y yo, nosotros, contemplábamos a la gente: los
caballeros, en el congraciamiento, en buena ida. Todo tan terminado, de repente, se me
dice, todo quitado. ¡Ni guerra, ni más lunas de miel, regalo no regalado!
..... Miré a Misia María Andreza, mía, que me miraba. Ay de. Encuanto nada.
..... Se fueron el Baldualdo y el Bibiano, también consonantes. Don Seotaciano, estaba
servido y mis deberes concordados. Mi capataz, el José Satisfecho, medio flojo, cerraba
la tranquera. Aquella lunas de miel, tan pocas, así en soplo de gaita. Las pasajeras
consolaciones: haz de cuenta de amor, lo que era mi cestito de cargar agua. Nosotros
ahora: salir de las desilusiones, el entrar en edad. Pero, don Fifino, mi hijo, un día
habría de robarse a una joven así -¡en armas! Sonreí, yo, Joaquín Norberto respetador.
Abracé a Misia María Andreza, mía, teníamos los ojos desanublados. ¿Qué me dicen?
Pues sí. Aquí en esta hacienda Santa Cruz de la Onsa; aquí es un recato. Ah, bueno; y
semejante hecho pasó.
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La tercera orilla del río
..... Nuestro padre era un hombre cumplidor, ordenado, positivo y fue así desde
jovencito y niño, por lo que testimoniaron las diversas personas sensatas, cuando
indagué la información. De lo que yo mismo recuerdo, él no parecía más extravagante ni
más triste que los otros, conocidos nuestros. Solamente quieto. Era nuestra madre la
que mandaba y quien a diario regañaba a mi hermana, a mi hermano y a mí. Pero
ocurrió que, cierto día, nuestro padre mandó que se le hiciera una canoa.
..... Era en serio. Encargó la canoa, una especial, de cedro rojo, pequeña, sólo con la
tablilla de popa, para que cupiera justo el remero. Tuvo que ser fabricada toda ella,
elegida fuerte y arqueada en rígido, apropiada para durar en el agua unos veinte o
trienta años. Nuestra madre mucho renegó contra la idea. ¿Sería posible que él, que no
se ocupaba de esas artes, se iba a proponer ahora pesquerías y cacerías? Nuestro padre
nada decía. Nuestra casa, en ese tiempo, estaba aún más cercana al río, cosa de menos
de cuarto de legua: el río por ahí se extendía grande, hondo, callado siempre. Ancho, de
no poder verse la otra orilla. Y no puedo olvidarme del día en que la canoa quedó lista.
..... Sin alegría, sin inquietud, nuestro padre se caló el sombrero y decidió un adios. No
dijo otras palabras, ni se llevó provisiones y ropas, ni nos hizo ninguna recomendación.
Nuestra madre, pensé que iba a gritar, pero persistió, solamente alba de tan pálida,
mordió el labio y bramó: -"¡Vete, puedes quedarte, no vuelvas más!" Nuestro padre
contuvo la respuesta. Me miró, manso, haciendo ademán de que lo acompañara, sólo
algunos pasos. Temí la ira de nuestra madre, pero, de golpe, mañoso, obedecí. El rumbo
de aquello me animaba, me asaltaba una idea y pregunté: -"Padre, ¿puedo ir con usted
en esa canoa?" Volvió a mirarme y me dio la bendición, con un gesto me mandó de
regreso. Hice como que vine, pero di la vuelta en la gruta del monte para saber. Nuestro
padre entró en la canoa, la desamarró para remar. Y la canoa salió alejándose, lo mismo
su sombra, como un yacaré, extendida larga.
..... Nuestro padre no regresó. No iba a ninguna parte. Sólo ejercitaba la invención de
permanecer en aquellos espacios del río, de medio a medio, siempre en la canoa, para no
salir de ella nunca más. Lo extraño de esa verdad espantó a la gente. Aquello que no
había, acontecía. Los parientes, vecinos y conocidos nuestros, se reunieron, y juntos se
aconsejaron. Nuestra madre, avergonzada, se portó con mucha cordura; por eso todos
atribuyeron a nuestro padre el motivo del que no querían hablar: locura. Unos
consideraban que podría tratarse del cumplimiento de alguna promesa o que, nuestro
padre, tal vez, por escrúpulo de alguna enfermedad, como ser lepra, despertaba para
otra suerte de vida, cerca y lejos de su familia.
..... Las voces de las noticias eran dadas por ciertas personas -pasantes, moradores de las
riberas, incluso en la lejanía del otro lado- diciendo que nuestro padre nunca surgía a
buscar tierra, en ningún punto o rincón, ni de día, ni de noche, del modo como cursaba
el río, libre, solitario. Entonces, nuestra madre y los parientes nuestros concluyeron: que
las provisiones que estuvieran escondidas en la canoa se gastarían; y, él, o
desembarcaba y se alejaba yéndose para siempre, lo que por lo menos se correspondía
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con lo correcto, o se arrepentía, de una vez, y volvía a casa.
..... Eso era un engaño. Yo mismo cumplía con llevarle, cada día, un tanto de comida
hurtada: idea que tuve, ya en la primera noche, cuando nuestra gente probó con prender
fogatas a la orilla del río, mientras que a su claridad, se rezaba y se llamaba. Después,
seguido, aparecí con pilocillo, pan de maíz, penca de plátanos. Avisté a nuestro padre, al
fin de una hora, muy tardada de transcurrir: así solo, él allá a lo lejos, sentado en el
fondo de la canoa, detenida en el liso del río. Me vio, no remó hacia acá, no hizo señas.
Le enseñé la comida, la deposité en una cueva de piedras en la barranca, a salvo de
alimañas, de lluvia y rocío. Eso, hice y rehice siempre, mucho tiempo. Sorpresa que más
tarde tuve: nuestra madre sabía de esa agencia, disimulaba no saberla; ella misma
dejaba, facilitadas, sobras de cosas, para que yo las consiguiese. Nuestra madre no se
manifestaba mucho.
..... Hizo venir a nuestro tío, su hermano, para ayudar en la hacienda y en los negocios.
Hizo venir al maestro para nosotros, los niños. Encomendó al cura que un día se
paramentase, en la orilla, para conjurar y rogar a nuestro padre que desistiera de la
entristecedora porfía. Otra vez, por disposición de ella, para amedrentar, vinieron los
dos soldados. Todo lo cual no valió de nada. Nuestro padre pasaba a lo largo, entrevisto
o desleído, cruzando en la canoa, sin dejar que se acercase nadie a la mano o a la voz.
Incluso cuando estuvieron, no hace mucho, dos hombres del periódico, que trajeron
lancha y pretendían retratarlo, no vencieron: nuestro padre desaparecía por el otro lado,
aproaba la canoa en el brezal, de leguas, que hay, por entre juncos y matorrales, y él solo
conocía, a palmos, su oscuridad.
..... Tuvimos que acostumbrarnos a aquello. A las penas, que aquello trajo, uno nunca se
acostumbró, es verdad. Lo sé por mí, que lo quería, y lo que no quería, sólo con nuestro
padre lo hallaba; esto tironeaba mis pensamientos para atrás. Lo duro era no entender,
de ninguna manera, cómo él aguantaba. De día y de noche, con sol o aguaceros, calor,
escarcha, y en los terribles fríos de la mitad del año, sin protección, sólo con el sombrero
viejo en la cabeza, por todas las semanas, y meses, y los años -sin tener en cuenta su irse
del vivir. No bajaba en ninguna de las orillas, ni en las islas y los bajíos del río, nunca
más pisó suelo o pasto. Claro, que al menos, para dormir, su poco, él debería amarrar la
canoa en alguna punta de la isla, en lo escondido. Pero ni prendía fueguito en la playa, ni
disponía de luz fabricada, nunca más raspó un cerillo. Lo que comía era casi; aun de lo
que uno depositaba entre las raíces de la ceiba o en la gruta de la barranca, él recogía
poco, ni lo suficiente. ¿No se enfermaba? Y la constante fuerza de los brazos, para
mantener derecha a la canoa, resistente, aún en la demasía de las arroyadas, en el subir
de las aguas, ahí cuando, en la embestida de la enorme corriente del río, todo arrolla el
peligroso, aquellos cuerpos de animales muertos y troncos de árboles bajando -en
espanto, en encuentro. Y jamás habló palabra con persona alguna. Nosotros, tampoco,
hablamos más de él. Sólo pensábamos. No, nuestro padre no podía borrársenos, y si, por
un rato, uno hacía como que olvidaba, era apenas para despertarse de nuevo, de
repente, con la memoria, al provocarse otros sobresaltos.
..... Se casó mi hermana; nuestra madre no quiso fiesta. Pensábamos en él, cuando se
comía una comida más sabrosa; también, abrigados de noche, en el desamparo de esas
noches de mucha lluvia, fría, fuerte, y nuestro padre, sólo con la mano y un guaje para ir
vaciando la canoa del agua del temporal. A veces, algún conocido nuestro encontraba
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que me iba pareciendo más a nuestro padre. Pero yo sabía que él ahora se había vuelto
greñudo, barbón, con uñas grandes, enfermo y flaco, negro por el sol y por los pelos, con
aspecto de bicho, casi desnudo, aunque disponía de piezas de ropa que de cuando en
cuando se le proporcionaban.
..... Y no quería saber de nosotros: ¿no nos tenía afecto? Justamente por afecto, por
respeto, las veces que me alababan a causa de alguna buena acción mía, yo siempre
decía: -"Fue papá el que un día me enseñó a hacerlo así...", lo que no era cierto, exacto,
era mentira, por verdad. ¿Si él no se acordaba, ni quería saber más de nosotros, por qué,
entonces, no subía o bajaba el río, hacia otros parajes, lejos, en lo no encontrable? Sólo
él sabía. Pero mi hermana tuvo un niño, ella porfió en que quería mostrarle el nieto.
Fuimos todos al barranco, fue un lindo día, mi hermana con vestido blanco, el del
casamiento; levantaba en los brazos a la criaturita, el marido sostuvo, para protegerlos,
la sombrilla. Nosotros llamamos , esperamos. Nuestro padre no apareció. Mi hermana
lloró, todos lloramos, allí, abrazados. Mi hermana se mudó, con el marido, lejos. Mi
hermana se decidió y se fue, para una ciudad. Los tiempos cambiaban en la lenta prisa
del tiempo. Nuestra madre acabó yéndose también, para siempre a residir con mi
hermana. Había envejecido. Yo me quedé aquí, el único. Nunca podría casarme. Yo
permanecí, con los bagajes de la vida. Nuestro padre me necesitaba, lo sé -en su vagar
por el río por el yermo- sin dar razón de su actitud. Cuando yo quise saber, y, resuelto,
indagué, me dijeron lo que se decía: nuestro padre, alguna vez, había revelado la
explicación al hombre que le preparó la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había
muerto, nadie que supiese, que hiciese memoria de nada. Sólo las falsas habladurías, sin
sentido, como ocurrió, en el comienzo, con las primeras crecientes del río, con lluvias
que no escampaban, todos temieron el fin del mundo, decían: que nuestro padre había
sido elegido como Noé, y que, por lo tanto, con la canoa se había anticipado; pues ahora
medio lo recuerdo, mi padre, no podía condenarlo. Y apuntaban ya en mí las primeras
canas.
..... Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué tenía yo tanta, tanta culpa? Si mi padre
siempre ponía ausencia: y el río -río- río, el río -ponía perpetuidad. Yo sufría ya el
comienzo de la vejez -esta vida era sólo demorarse. Yo mismo tenía achaques, ansias,
cansancios, torpezas del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. Por
más avejentado, no iba día más, día menos, a flaquear en su vigor, a dejar que la canoa
se volcase o que flotase sin pulso, en el andar del río, para despeñarse, horas abajo en el
estruendo y en la caída de la cascada brava con hervor y muerte. Apretaba el corazón. Él
estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy el culpable de lo que no sé, el dolor abierto, en mi
fuero. Sabría, si las cosas fuesen distintas. Y fui madurando una idea.
..... Sin vísperas. ¿Soy loco? No. En nuestra casa la palabra loco no se usaba, nunca más
se usó, todos esos años, nunca a nadie se acusó de loco. Nadie es loco. O, entonces,
todos. Lo fui, porque fui allá. Con un pañuelo, para hacer más visible la señal. Estaba en
mis cabales. Esperé. Por fin él apareció, ahí y allá, el bulto. Estaba ahí, sentado en la
popa, estaba allí, al grito. Llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, jurando y
declarando, tuve que reforzar la voz: -"Padre, usted está viejo, ya cumplió lo suyo...
Ahora, regrese, no debería... regrese y yo, ahora mismo, cuando quiera, los dos de
acuerdo, ¡yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa...!" Y, así diciendo, mi corazón latió
en firme compás.
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..... Él me escuchó. Se levantó. Manejó el remo, en el agua, con la proa hacia acá,
conforme. Y yo temblé, hondo, de repente: porque antes, él había erguido el brazo y
hecho un saludo -el primero, después de tantos años transcurridos. Yo no podía... Con
pavor, erizados los cabellos, corrí, huí, me arranqué de ahí en un proceder desatinado.
Porque me pareció que él venía: de la parte del más allá. Y estoy pidiendo, pidiendo,
pidiendo un perdón.
..... Sufrí el severo frío de los miedos, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy
hombre, después de este perjurio? Soy el que no fue, el que va a callar. Sé que ahora es
tarde, y temo concluir mi vida en la mezquindad del mundo. Pero entonces, al menos,
que, en el capítulo de la muerte, me agarren y me depositen también en una simple
canoa, en el agua, que no cesa, de extendidas orillas: y, yo, río abajo, río afuera, río
adentro -el río.
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Los hermanos Dagobé
Enorme desgracia. Estábase en el velatorio de Damastor Dagobé, el más viejo de los
cuatro hermanos, absolutamente facinerosos. La casa no era pequeña, pero mal cabían
en ella los que iban a hacer guardia. Todos preferían permanecer cerca del difunto,
todos temían, más o menos, a los tres vivos.
Demonios, los Dagobés, gente que no gustaba. Vivían en estrecha desunión, sin mujer
en el lar, sin más pariente, bajo la jefatura despótica del recién finado. Éste había sido el
gran peor, el cabeza, fierabrás y maestro, que metió en la obligación de la mala fama a
los jóvenes –“los nenes”, según su rudo decir.
Ahora, sin embargo, durante que muerto, en no-tales condiciones, dejaba de ofrecer
peligro, poseyendo –en lo encendido de las velas, en su estar entre algunas flores– sólo
aquella mueca sin querer, la mandíbula de piraña y la nariz muy torcida y su inventario
de maldades. Debajo de las vistas de los tres de luto, se le debía, a pesar de todo, mostrar
todavía acatamiento; convenía.
Se servían, de vez en cuando, café, aguardiente quemado, palomitas de maíz, así a-lacostumbre. Sonaba un voceo sencillo, bajo, de los grupos de personas, por los oscuros o
en el foco de las lamparitas y lamparones. Allá afuera, la noche cerrada; había llovido un
poco. Raramente, uno hablaba más fuerte y súbito se moderaba, y compungíase,
despertando de su descuido. En fin, igual a lo igual la ceremonia, al estilo de allá. Pero
todo tenía un aire espantoso.
He aquí que un mequetrefe pacífico y honesto, llamado Liojorge, estimado por todos,
fue quien había enviado a Damastor Dagobé al destierro de los muertos. El Dagobé, sin
sabida razón, le había amenazado con cortarle las orejas. Entonces, cuando le vio,
avanzó hacía él, con puñal y punta; pero el tranquilo del muchacho, que administraba
un pistolón, le pegó un tiro entre los dos pechos, por encima del corazón. Hasta
entonces vivió Téllez.
Después de lo que mucho sucedió, sin embargo, se espantaban de que los hermanos no
hubiesen realizado la venganza. En lugar, se apresuraron a organizar velatorio y
entierro. Y era bien extraño.
Tanto más que aquel pobre Liojorge permanecía aún en la aldea, solitario en casa,
resignado ya a lo pésimo, sin ánimo de ningún movimiento.
¿Podía entenderse aquello? Ellos, los Dagobés sobrevivos, hacían los debidos honores,
serenos y hasta sin jaleo, pero con alguna alegría. Derval, el benjamín, principalmente,
se movía social, tan diligente, con los que llegaban o estaban: “Perdone la molestias...”
Doricón, el más viejo ahora, se mostraba ya solemne sucesor de Damastor, corpulento
como él, entre leonino y mular, el mismo maxilar avanzado y los ojitos venenosos;
miraba hacia lo alto, con especial compostura, pronunciaba: “¡Dios lo tenga en su
gloria!” Y el de en medio, Dismundo, hermoso hombre, ponía una devoción sentimental,
sostenida, en mirar al cuerpo en la mesa: “Mi buen hermano...”
En efecto, el finado, tan sórdidamente avaro, o más, cuanto mandón y cruel, se sabía
que había dejado buena cuantía de dinero, en billetes, en el banco.
Si así, qué tales: a nadie engañaban. Sabían el hasta-qué-punto, lo que todavía no
estaban haciendo. Aquello iba a ser cuando los tigres. Más después. Sólo querían ir por
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partes, nada de apresurados, tal su no rapidez. Sangre por sangre; pero por una noche,
unas horas, mientras honraban al fallecido, podían suspenderse las armas, en el falso
fiar. Después del cementerio, sí, agarraban al Liojorge, con él terminaban.
Siendo lo que se comentaba, en los rincones, sin ocio de lengua y labios, en un
susurruido, de las tantas perturbaciones. Por lo que, aquellos Dagobés, brutos sólo de
indicios, pero matreros también, de los que guardan la lumbre en el puchero, y los jefes
de todo, no iban a dejar una paga en paz: se veía que ya tenían sus intenciones. Por eso
mismo era por lo que no conseguían disimular el cierto experto contento, casi riéndose.
Saboreaban ya el sangrar. Siempre, a cada podido momento, sutilmente tornaban a
juntarse, en un vano de ventana, en el menudo confabuleo. Bebían. Nunca uno de los
tres se distanciaba de los otros; ¿lo que era que se acautelaban? Y a ellos se llegaba, vez
tras vez, algún compareciente, más compadre, más confioso, traía noticias, secreteaba.
Lo asombrable! Íbanse y veníanse, en el escapar de la noche, y: lo que trataban en el
proponer, era sólo respecto al rapaz Liojorge, criminal de legítima defensa, por mano de
quien el Dagobé Damastor hizo desde aquí el viaje. Se sabía ya de que, entre los
velantes, siempre alguien, poco y a poco, pasaba palabras. El Liojorge, solo en su
morada, sin compañeros, ¿se enlocaba? Por cierto, no tenía la expedición de
aprovecharse para escapar, lo que de nada serviría: fuese adonde fuese, pronto lo
agarraban los tres. Inútil resistir, inútil huir, inútil todo. Debía de estar en el agacharse,
verse en las moradas: por allá, meado de miedo, sin medio, sin valor, sin armas. ¡Ya era
alma para sufragios! Y, no es que, no sin embargo...
Sólo una primera idea. Con que, alguien que de allá viniendo volviendo, a los dueños del
muerto iba a proporcionar información, la sustancia de este recado. Que el rapaz
Liojorge, osado labrador, afianzaba que no había querido matar a hermano de
ciudadano cristiano ninguno, sólo apretó el gatillo en el postrer instante, por deber de
librarse, por destinos de desastre. Que había matado con respeto. Y que, por valor de
prueba, estaba dispuesto a presentarse, desarmado, allí delante de, a dar fe de venir,
personalmente, para declarar su fuerte falta de culpa, caso de que mostrasen lealtad.
El pálido pasmo. ¿Si caso que ya se vio? De miedo, aquel Liojorge se había enlocado, ya
estaba sentenciado. ¿Tendría el valor? Que viniese: saltar de la sartén a las brasas. Y en
suceso de hasta escalofríos –lo tanto cuanto se sabía– que, presente el matador, torna a
brotar sangre del matado. Tiempos, estos. Y era que, en el lugar, allí no había autoridad.
La gente espiaba a los Dagobés, aquellos tres pestañeares, sólo: “¡Güeno’stá!”, decía el
Dismundo. El Derval: “¡Haiga paz!”, hospedoso, la casa honraba. Severo, en sí, enorme
el Doricón. Sólo hizo no decir. Subió en seriedad. De recelo, los circunstantes tomaban
más aguardiente quemado. Había caído otra lluvia. El plazo de un velatorio, a veces, es
muy dilatado.
Mal había acabado de oír. Se suspendió el indagar. Otros embajadores llegaban.
¿Querrían conciliar las paces, o poner urgencia en la maldad? ¡La extravagante
proposición! La cual era: que el Liojorge se ofrecía a ayudar a cargar el ataúd. ¿Habían
oído bien? Un loco –y las tres fieras locas, lo que ya había, ¿no bastaba?
Lo que nadie creía: tomó la orden de palabra el Doricón, con un gesto destemplado.
Habló indiferentemente, se le dilataban los fríos ojos. Entonces, que sí, que viniese –
dijo– después de cerrado el ataúd. La tramada situación. Uno ve lo inesperado.
¿Sí y sí? La gente iba a ver, a la espera. Con los soturnos pesos en los corazones; cierto
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esparcido susto por lo menos. Eran horas precarias. Y despertó despacio, despacio el
día. Ya mañana. El difunto hedía un poco. Arre.
Sin escena, se cerró el ataúd, sin jaculatorias. El ataúd, de ancha tapa. Miraban con odio
los Dagobés –sería odio al Liojorge–. Supuesto esto se cuchicheaba. Rumor general, el
lugurmullo “Ya que ya, viene él...” y otras concisas palabras.
En efecto, llegaba. Había que abrir de par en par los ojos. Alto, el mozo Liojorge,
despojado de todo atinar. No era animosamente, ni siendo para afrentar. Sería así con el
alma entregada, una humildad mortal. Se dirigió a los tres: “Ave María purísima!” él,
con firmeza. ¿Y entonces? Derval, Dismundo y Doricón –el cual, el demonio de modo
humano– sólo habló el casi: “¡Hum... Ah!” Qué cosa.
Hubo de agarrar para cargar: tres hombres a cada lado. El Liojorge agarró el asa, al
frente, por el lado izquierdo –le indicaron–. Y lo encuadraban los Dagobés, de odio en
torno. Entonces fue saliendo el cortejo, terminado lo interminable. Surtió así, ramo de
gente, una pequeña multitud. Toda la calle embarrada. Los entrometidos más adelante,
los prudentes en la retaguardia. Se cataba el suelo con la mirada. Al frente de todo, el
ataúd, con las vacilaciones naturales. Y los perversos Dagobés. Y el Liojorge, ladeado. El
importante entierro. Se caminaba.
En el tentempié, muy de paso. En aquel intercalamiento, todos, en cuchicheo o silencio,
se entendían, con hambre de preguntar. El Liojorge aquél, sin escapatoria. Tenía que
hacer bien su parte: tener las orejas gachas. El valiente, sin retorno. Como un criado. El
ataúd parecía tan pesado. Los tres Dagobés, armados. Capaces de cualquier sopetón, ya
estaban con la mirada apuntada. Sin verse, se adivinaba. Y, en aquello, caía una
lluviecita. Caras y ropas se empapaban. El Liojorge –¡tan aterrorizado!– su prudencia en
el ir, su tranquilidad de esclavo. ¿Rezaba? No sabría parte de sí, sólo la presencia fatal.
Y, ahora, ya se sabía: bajado el cajón a la fosa, a quemarropa lo mataban; en el expirar
de un credo. La lluviecita ya se ablandaba. ¿No se iba a pasar por la iglesia? No, en el
lugar no había cura.
Se proseguía.
Y entraban en el cementerio. “Aquí, todos vienen a dormir” –era, en el portón, el
letrero–. Se hizo el airado ayuntamiento, en el barro, al lado del hoyo; muchos, pero,
más atrás, preparando el huye-huye. La fuerte circunspectancia. La ninguna despedida:
al una-vez Dagobé, Damastor. Depositado hondo, en forma, por medio de tensas
cuerdas. Tierra encima: pala y pala; asustaba a la gente, aquel son. ¿Y ahora?
El rapaz Liojorge esperaba, se escurrió dentro de sí. ¿Veía sólo siete palmos de tierra, de
él delante de la nariz? Tuvo un mirar arduo. Se torcía el silencio. Los dos, Dismundo y
Derval, exploraban al Doricón. Súbito, sí: el hombre se estiró de hombros, ¿sólo ahora
veía al otro, en medio de aquello?
Le miró cortamente. ¿Se llevó la mano al cinturón? No. La gente era la que así preveía,
la falsa noción del gesto. Sólo dijo, súbitamente, oyóse:
–Mozo, váyase usted, recójase. Sucede que mi añorado hermano era un condenado
diablo...
Dijo aquello, bajo y mal-son. Pero se volvió hacia los presentes. Sus otros dos hermanos,
también. A todos agradecían. Si no es que sonreían, apresurados. Se sacudían de los pies
el barro, se limpiaban las caras del que les había saltado. Doricón, ya fugaz, dijo,
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completó: “...Nosotros nos vamos a vivir a un pueblo grande...” El entierro había
terminado... Y otra lluvia empezaba
Un joven muy blanco
En la noche del 11 de noviembre de 1872, en la comarca del Cerro Frío, en Minas
Gerais, pasaron hechos de pavoroso suceder, referidos en periódicos de la época y
registrados en las Efemérides. Dicho que un fenómeno luminoso se proyectó en el
espacio, seguido de estruendos, y la tierra se abaló, en un terremoto que sacudió los
altos, rompió y allanó casas, revolvió valles, mató gente sin cuenta; cayó otro sí
aterrador temporal, con asombrosa y jamás vista inundación, subiendo las aguas de río
y riachos sesenta palmos del plan. Después de los cataclismos se confirmó que el
terreno, en radio de una legua, había cambiado de aspecto: sólo escombros de cerros,
grutas muy abiertas, riachos lejos transportados, matorrales volteados por las raíces,
solevantados nuevos cerros y rocas, haciendas revueltas sin resto — rodar de piedra y
lodo, tapaban el estado del suelo. Aun lejano el astroso derredor, pereció la mucha
criatura y crías, soterradas o ahogadas. Otros vagaban al abandono, siquiera conociendo
más, tan al revés, los caminos de otrora.
Por lo que, en el término de una semana, día de San Félix, confesor, el hecho de
venir al patio de la Hacienda del Casco, de Hilario Cordeiro, con sede casi dentro de la
calle del Arraial del Oratorio, un cuitado de esos fugitivos, ciertamente llevado por el
hambre: el joven, pasmo. Sucedió súbitamente, y era joven de distinguida presencia,
pero en lastimeras condiciones, sin el total de harapos con qué componerse, por eso
envuelto en paño, especie de manta de cubrir caballos, hallada no se sabe dónde; y así
en bochorno, fue visto, muy temprano, apareciendo y escondiéndose por detrás del
cercado para las vacas. Tan blanco; pero no blancuzco, sino de un blanco leve,
semidorado de luz: pareciendo tener debajo del cutis una segunda claridad. Mucho se
asemejaba a esos extranjeros que uno no encuentra ni jamás vio; constituía en sí otra
raza. Así es el modo como todavía hoy se cuenta, pero cambiado incierto, por el pasar
del tiempo, pues narrado por hijos o nietos de los que eran muchachos, puede que
niños, cuando en buena hora lo conocieron.
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Hilario Cordeiro, siendo hombre cordial para los pobres, temeroso y bueno, y
todavía más en ese postiempo de calamidad, en el cual sus mismos parientes habían
sufrido muertes y allanamientos totales, no dudó en dispensarle alojamiento, cuidando
adecuarle ropa y botinas, y darle de comer. Lo que era menester de benemerencia, pues
el joven, con los sustos y golpes, había pasado por desgracia extraordinaria: perdida la
completa memoria de sí, su persona, además del uso del habla. Ese joven, pues, para él,
¿sería el futuro igual materia que el pasado? Nada oyendo, no respondía ni que no, ni
que sí; lo que era cosa de compadecer y lamentar. Tampoco podía entender, es decir,
entendía a veces, al revés, los gestos. Puesto que una gracia debía tener, no se le podía
dar otro nombre, no adivinado; tampoco se sabía de qué generación fuese —el hijo de
ningún hombre.
Desde que allá llegó, y diariamente, comparecían los varios moradores, por su causa,
a ver qué les parecía. Tonto, no lo era. Sólo aquella intención de sueños, el aire de cierto
cansancio. Sorprendente, sin embargo, lo que asaz observaba, resguardado, hasta,
menudamente, acechaba las costumbres de las cosas y personas; lo que mejor se vio,
aún, en el después. Le quisieron. Más, quizá, el negro José Kakende, esclavo medio
liberto de un músico desquiciado, y él mismo, de idea perturbada; por lo últimamente,
entonces, delirante disparatado, a causa de haber sufrido los grandes pavores, en el
lugar del Condado: giraba ahora por aquí y allí, pronunciando advertencias y
desorbitadas sandeces —queriendo dar por cierto y verdad la portentosa aparición que
había visto en las márgenes del río de Peixe, en la víspera de las catástrofes.
Sólo a uno no agradó el joven, o mejor, ya lo malquiso de ab initio — tachándolo de
vago y malhechor furtivo, digno, en otros tiempos, de degradación en África y de los
hierros de El rey: el llamado Duarte Días, padre de la más bella joven, de nombre
Viviana; y de quien se sabía era hombre de carácter fuerte, además de maligno injusto,
sobre prepotencias: en aquel corazón no caía nunca una lluviecita. No se le dio atención.
Llevaron al joven a misa, y se comportó, no mostró creer ni descreer. Cánticos y
música del coro escuchaba serio, sentimental. Triste, que se diga, no; pero, como si
consiguiera en sí más nostalgias que las demás personas, nostalgia enterada, a salvo del
entendimiento, y que por lo tanto se purificaba en mayor alegría —corazón de perro con
dueño. Su sonrisa a veces se detenía, referida a otro lugar, otro tiempo. Sonriendo más
con la cara, o con los ojos; puesto que nunca se le vieron los dientes. El padre Bayao,
antes de conferir con él bondadosamente, de improviso se le enfrentó con la señal de la
cruz: y él no mostró desagrado por la materia. Estaba en las altas atmósferas,
aumentaba su presencia. "Comparados con él, nosotros todos, comunes, tenemos los
semblantes duros y el aspecto de mala y constante fatiga." Trazos estos consignados por
el propio sacerdote, en carta de puño y firma para testimonio del hecho raro, al canónigo
Lessa Cadaval, de la Catedral de Mariana. En la cual igualmente hace mención al negro
José Kakende, que en la misma ocasión se le acercó, con alto y disparatado hablar, para
imponer su visión de la orilla del río: "...el arrastre del viento y grandeza de nube, en
resplandor, y en ella, entre fuego, se movía una artimaña amarilla oscura, aparato
volante, chato y redondo, con redoma de vidrio sobrepuesta, azulada, y que, posado, de
adentro descendieron los Arcángeles, mediante ruedas, llamaradas y rumores." Y, con el
mismo risueño José Kakende, vino Hilario Cordeiro llevando al joven a la casa, en un
exceso de desvelo, como si fuese su verdadero padre.
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Pero, a la puerta de la iglesia se encontraba un ciego, Nicolau, limosnero, el cual, en
viéndolo el joven, lo miró sin medida y entregadamente —¡cuentan que sus ojos tenían
color de rosa!— y fue en dirección a él, dándole rápida partícula, sacada de la faltriquera.
Pues, estando el ciego bajo sol, y escurrido de sudor, a almas cristianas debería causar
meditación el contraste de tanto padecer el calor del astro rey aquel que ni de las
bellezas de la luz podía gozar. El ciego, palpando la dádiva en la mano, a guisa de
averiguar en qué rara casta de moneda consistía, y convenciéndose pronto que ninguna,
la llevó presto a la boca; lo que le advirtió su lazarillo: que no era cosa de comerse, sino
especie de carozo de fruto de árbol. Entonces el ciego la guardó con airados celos y por
varios meses, aquella semilla, que sólo fue plantada después del remate de los hechos,
todavía por narrar aquí: y dio una azulada planta de flores, entremezcladas de modo
imposible, en un primor confuso, y, los colores, nadie llegó a un acuerdo con respecto a
ellos, por desconocidos en el siglo; con poco, desmerada y resequida, sin producir otras
semillas o brotes; ni los insectos sabían buscarla.
Pero, terminada de pasar aquella escena, surgía, en el atrio, Duarte Días con unos
compañeros y servidores, para imponer la sorpresa de una exigencia y crear problema:
quería llevar consigo al joven, basándose en que: por la blancura del cutis y demás
delicadezas, debería ser uno de los Rezendes, parientes suyos, desaparecidos en el
Condado, en el terremoto; y que, pues, hasta el reconocimiento de alguna noticia, le
competía tenerlo en custodia, según la costumbre. Siendo que Hilario Cordeiro pronto
contestó al postulado, y el argumento por casi nada terminaría en seria desavenencia,
Duarte Días, porfiando y excediéndose, de eso sólo volvió en sí ante el parecer de
Quincas Mendaña, del Cerro, notable en la política y proveedor de la Hermandad.
Y, más adelante, todavía, mejor razón iba a tener Hilario Cordeiro de su celo, pues
que todo pasó a serle dicha, sea en salud y paz, en la casa, sea en el asaz prosperar de los
negocios, capital y bienes. Y no que el joven le proporcionase auxilio en la sujeción a
servicios o, en el realizar, con vagar, algún oficio; en eso ni siquiera podía hacerse cargo
de sí —con las manos no callosas, albas y finas, de hombre de palacio. Él andaba muy en
la luna, paseaba por todo el lugar y más allá, practicando aquella libertad vaporosa y el
espíritu de soledad; parecía quebrantado por un hechizo, según el decir de la gente. No
obstante que tenía grandes dotes, para lo que fuese funcionar ingenios, herramientas y
máquinas, a que se prestaba haciendo muchos inventos y desbaratando casos, vivo,
cuidadoso y despierto. Sólo de extraña memoria pues, el mirar para arriba, siempre, lo
mismo de día como de noche —acechador de estrellas. Muchas veces, sin embargo, le
gustaba la diversión de prender fuegos, siendo de admirarse cuánto se entusiasmó, el
día de San Juan, con las muchas fogatas de la fiesta.
En eso sobrevino, justo, el caso de la joven Viviana, siempre mal contado. Eso fue
cuando él allá compareció, acompañado del negro José Kakende y vio a la joven muy
bonita, pero que no se divertía como las otras: y él se le acercó mucho, gentil y
espantoso, le puso la palma en la mano, delicadamente. Pues, siendo así, la joven
Viviana la más hermosa, era de admirarse que la belleza de la figura no le sirviera para
transformar, en su interior, la propia y vagarosa tristeza. Pero Duarte Días, el padre, que
a eso había asistido, prorrumpió en pleiteantes gritos: "¡Tienen que casarse! ¡Ahora
tienen que casarse!" —con instancia. Afirmaba que el joven era hombre, y uno, y aún
soltero, y le había infamado a la hija, debiendo tomarla por esposa y arrostrar el estado
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de casado. El joven oía, de buena concordia, sin hacerle caso. Mas la gritería de Duarte
Días sólo tuvo término cuando el padre Bayao y otro de los mayores le recusaron tan
despropositadas furias e insensatez. También la joven Viviana, con radiantes sonrisas, lo
serenaba. Ella, que, a partir de esa hora, despertó en sí un al fin de alegría, para todo el
resto de su vida, de ahí un don. Sólo que, Duarte Días —lo que no se entiende— iba a
producir, aún, otros lances de estupefacción, helos aquí.
De tal modo que, para alboroto de todos, en el día de la misa de Dedicación a la
Virgen de las Nieves, y Vigilia de la Transformación, 5 de agosto, él fue a la Hacienda del
Casco, requiriendo hablar con Hilario Cordeiro. También el joven allá estaba. Se veía
otro y nada desairoso —uno lo miraba y pensaba en un repentino claro de luna.
Entonces, Duarte Días declaró: suplicaba que lo dejasen llevar al joven para su casa. Que
así lo quería, y necesitaba, mucho, no por ambicioso o impostor, tampoco por intereses
menores, sino por haberle cobrado, con contriciones de escrúpulo, ¡fuerte estima de
afecto! Decía y desgobernaba las palabras, alterado, mientras de sus ojos corrían gruesas
lágrimas. Ahora no se comprendía el desbarajuste de actitud tan contraria: la de un
hombre que, para manifestar el amor, no disponía más que de los arrebatados medios y
modales de la violencia. Pero, el joven, claro como el ojo del sol, lo tomó de la mano, y,
con el negro José Kakende, lo fue conduciendo por el campo —después se supo que por
tierras del propio Duarte, donde las ruinas de un ladrillar. Y ahí indicó que mandarse
cavar: con eso se encontró, allí, una vena de diamantes o una gran olla de monedas,
según tradiciones distintas. Por arte de tal prodigio, Duarte Días pensó que iría a
volverse riquísimo, y cambiado estuvo de verdad, de la fecha en adelante, en hombre
sucinto, virtuoso y bondadoso, admirablemente, consonante al aseverar
sobremaravillado de los coevos.
Pero, en contra, en el día de la veneranda Santa Brígida, de voz común otra vez de él
se supo: el joven, plácido. Se dice que había salido en la víspera, acampando por los
altos, en uno de sus desapareceres; era un tiempo de truenos secos. José Kakende
contaba, solamente, que le había ayudado a prender, en secreto, con formación, nueve
fogatas; y más, el Kakende sólo sabía repetir aquellas viejas y divagadas visiones —de
nube, llamas, ruidos, redondos, ruedas, armatoste y entes. Con la primera luz del sol, se
había ido el joven, tenidas alas.
Todos singularmente deploraron, para nunca, inciertos. Dudaban de los aires y
montes; de la solidez de la tierra. Duarte Días vino a morir de pena; pero la hija, la joven
Viviana, conservó su alegría. José Kakende conversó mucho con el ciego. Hilario
Cordeiro, y otros, decían experimentar saudade y media muerte, sólo al pensar en él. Él
cintilaba ausente, aconteció. Pues. Y nada más.
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El caballo que bebía cerveza
Aquella alquería del hombre quedaba medio oculta, oscurecida por los árboles, que
nunca se vio plantar tantos tamaños alrededor de una casa. De mi madre oí, cómo en el
año de la gripe española, llegó él, precavido y espantado, para adquirir aquel lugar
totalmente defendido, y la morada, donde desde cualquier ventana alcanzase a vigilar a
distancia, las manos en la espingarda; en aquel tiempo, en que no era aún tan gordo
como para dar asco. Decían que comía cualquier inmundicia: caramujos, hasta ranas,
con las brazadas de lechuga embebidas en un balde de agua. Era de ver, cómo comía y
cenaba en la parte de afuera, sentado en el umbral de la puerta, el balde entre las
gruesas piernas, en el suelo, y las lechugas; salvo que la carne, aquella, era legitima de
vaca, guisada. Lo demás que gastaba era en cerveza, que no bebía a la vista de la gente.
Yo pasaba por allí y él me decía:
“—Irivalini, bisoña 1 (1. Transcripción fonética de la palabra italiana bisogna, que debe
Interpretarse aquí “por hace falta”) otra botella, es para el caballo….”. No me gusta
preguntar, no me hacía gracia. A veces no la llevaba, a veces la llevaba, y él me devolvía
el dinero gratificándome. Todo en él me daba rabia. No aprendía a decir mi nombre a
derechas. Afrenta u ofensa, no soy de los que perdonan: a nadie, de ninguna.
Mi madre y yo éramos de las pocas personas que pasaban por delante de la tranquera,
para alcanzar la pasarela del riachuelo. “—Déjale probecillo, padeció en la guerra…”, iba
explicando mi madre. El se rodeaba de diferentes perros grandes para vigilar la
arquería. A uno, que no me gustaba, le veía yo, el bicho asustador, antipático –el peor
tratado; y hacía así por no acobardarme al lado de él, que estaba a todas horas, con
desdén, llamando al endiablado perro de nombre—Mussolino. Yo me recomía de rabia
de que un hombre de aquéllos, cogotudo, panzudo, ronco de catarro, extraño a las
náuseas, a ver si era justo que poseyese dinero y estado, viniendo a comprar tierra
cristiana, sin honrar la pobreza de los demás, y encargando cantidades de cerveza para
pronunciar la fea palabra. ¿Cerveza? Para que tuviese sus caballos, los cuatro o tres,
siempre descansados, pues no montaba en ellos ni era capaz de montar. Ni de caminar
casi, que no lo conseguía. ¡Cabrón! Se paraba chupando unos puros pequeños,
malolientes, muy mascados y baboseados. Merecía un buen correctivo. Sujeto metódico,
con su casa cerrada, pensando que todo el mundo era ladrón.
Esto es, a mi madre la estimaba, la trataba con benevolencia. Conmigo no adelantaba
nada –no disponía de mis iras--. Ni cuando mi madre se puso grave y él ofreció dinero
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para los remedios. Lo acepté: ¿quién vive del no? Pero no lo agradecí. Seguro que tenía
remordimiento de ser extranjero y rico. Y sin embargo no consiguió nada: la santa de mi
madre se fue para las tinieblas, ofreciéndose el condenado del hombre a pagar el
entierro. Después pregunto si yo quería ir a trabajar con él. Me defendí, vaya. Sabía que
no tengo temor, en mi soberbia, y me enfrento a unos y a otros. Pocos me hacían cara en
el lugar. Sólo si era para contar con mi protección de día y de noche, contra aquéllos y
los advenedizos. Tanto que no me encargó ni medio servicio que cumplir, sino que yo
estaba para Zangolotinear por allí a condición de que fuese con armas. Pero las compras
las hacia yo para él. “Cerveça Irivalini. Es para el caballo…”. Lo que decía, en serio, en
aquella lengua de batir huevos. Pero ¡que no me insultase! Aquel hombre todavía me iba
a conocer.
Lo que más me extrañó fueron aquellos descubrimientos. En la casa, grande, antigua,
atrancada de noche y de día, no se entraba; ni para comer ni para guisar. Todo ocurría
del lado acá de la puerta. El mismo me figuro que raras veces se metía por allí, a no
ser para dormir o para guardar la cerveza –-ah, ah, ah--. La que era para el caballo.
Y yo, para mí: “--¡espérate tú, cerdo, para ver si, antes o después, no me meto yo ahí, no
haya lo que hay!”. O sea, que por entonces, yo debía haber buscado a las personas
educadas, contarles los absurdos, pidiendo providencias, aventar mis dudas, lo que no
hice fácilmente. Soy de ni palabra. Pero por allí también aparecieron los otros: los de
afuera.
Astutos los dos hombres llegados de la capital. Quien me llamó hacia ellos fue el señor
Priscilo, subcomisario. Me dijo: “—reivalino Belarmino, aquí éstos tienen autoridad,
sírvate de confianza”. Y los de fuera, llevándome aparte, me acosaron a preguntas. Todo,
para sacarme noticias del hombre; querían saberlo con pelos y señales. Admití que sí,
pero no aportando nada. ¿Quién soy yo, osexno, para que me ladre el perro? Sólo
barrunté escrúpulos, por las malas caras de aquéllos, sujetos disimulados, ordinarios
también. Pero me cogieron a modo. El Principal de los dos, el de la mano en la
mandíbula, me inquirió que si mi patrón, siendo hombre muy peligroso, vivía, de
verdad, solo. Y que me fijase, en la primera ocasión, si no tenía en una pierna, abajo,
señal vieja de carlanca, argolla de hierro, de criminal huido de la prisión. Pues sí, lo
prometí.
¿Peligroso para mí? –Ah, ah--. Porque, vaya, en su mocedad haya podido ser un
hombre; pero ahora, con la panza, regalón, pachorrazo, solamente quería la cerveza –
para el caballo--. Desgraciado de él. No es que yo me quejase por mi, que nunca me
gustó la cerveza; si me gustase la compraría, la bebería o la pediría, que él mismo me la
hubiera dado. También él decía que no le gustaba, no. De verdad. Consumía sólo la
cantidad de lechugas con carne, boquilleno, nauseabundo, con ayuda de mucho aceite,
devorando que hacía espuma. Últimamente andaba medio desatinado; ¿es que supo de
la llegada de los de fuera? Marca de esclavo en su pierna no la observé ni lo procuré
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tampoco. ¿Soy yo servidor de alguacil mayor, de esos curiosos que tanto remiran? Pero
buscaba la manera de entender, aunque fuese por una rendija, aquella casa, bajo llave,
espiada. Ya estaban mansos, amigables, los perros. Pero parece que el señor giovanio
desconfió. Pues, en mi hora de sorpresa, me llamó, abrió la puerta. Allí dentro hasta
hedía a cosa siempre tapada, no daba un aire bueno. La sala grande, vacía de cualquier
mobiliario, sólo para espacios. El, ni que aposta, me dejó mirar a mis anchas, anduvo
conmigo, dándome facilidades, me satisfizo. Ah, pero después, para conmigo, caí en la
cuenta, en la idea al fin: ¿y los cuartos? Había muchos de aquéllos, yo no había entrado
en todos, resguardados. Por detrás de alguna de aquellas puertas presentí vaho de
presencia –sólo más tarde--. Ah, el carcamal quería pillear de listo; ¿y no lo era yo más?
Además de que unos días después, se supo de oídas , ya tardía la noche, diferentes
veces, de galopes en el descampado de la vega, de caballero salido a la puerta de la
chácara. ¿podría ser? Entonces el hombre me engañaba tanto como para armar una
fantasmagoría de lobizón. Sólo aquella divagación que yo no acababa de entender, para
dar razón de algo: ¿Y si tuviese incluso, un extraño caballo, siempre escondido allí
dentro, en la oscuridad de la casa?
El señor priscilo me llamó, justo, otra vez, aquella semana. Los de fuera estaban allí,
sólo entré a medias en la conversación; uno de ellos dos oí que trabajaba para el
”Consulado”. Pero lo conté todo, o tanto, por venganza, con muchos detalles. Los de
fuera, entonces, insistieron al señor Priscilo. Querían permanecer en lo oculto, el señor
Priscilo debía ir sólo. Me pagaron más.
Yo estaba por allí, fingiendo no ser ni saber, despistado. El señor Priscilo apareció, habló
con el señor giovanio: que ¿qué historias eran aquellas de un caballo beber cerveza?
Indagaba con él, apretaba. El señor giovanio permanecía muy cansado, sacudía despacio
la cabeza, sorbiendo la escurridura de la nariz, hasta el cepón del puro; pero no le puso
mala cara al otro. Se pasó mucho la mano por la cabeza: “—Lei, (usted, en Italiano)
¿quiere verlo?” salió, para surgir con un cesto con las botellas llenas y un dornajo, en él
lo vertió todo, hasta la espuma. Me mandó buscar el caballo: el alazán canela claro, carabonita. El cual --¿se podía dar fe de ello?—avanzó ya avispado, con las orejas inclinadas,
redondeando las narices, relamiéndose: ¡y bebió a modo aquello rumoroso, gustoso,
hasta el fondo , viéndose que ya era diestro, cebado en aquello! ¿Cuándo había sido
enseñado, es posible? Pues el caballo todavía quería más cerveza. El señor Priscilo se
avergonzaba; con que dio las gracias y se fue. Mi patrón escupió por el colmillo , me
miró: “—Irivalini, que el tiempo se va poniendo malo. ¡No laxa (en italiano dejes) las
armas!” Asentí. Sonreí de que tuviese para todo mañas y patrañas. Incluso así medio me
disgustaba.
Sobre todo, cuando los de fuera volvieron a venir, yo hablé, lo que especulaban: que
alguna otra razón había de haber en los cuartos de la casa. El señor Priscilo, aquella vez
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llegó con un soldado. ¡Sólo dijo que quería revisar los compartimientos en nombre de la
justicia! El señor Giovanio, en pie de paz, encendió otro puro, él siempre estaba cuerdo,
abrió la casa para que entrase el señor Priscilo, el soldado; yo también. ¿Los cuartos? Se
fue derecho a uno que estaba duro de atrancado. El de lo pasmoso; que allí dentro
enorme, sólo tenía lo singular --¡esto es, algo como para no existir!--: un caballanco
grande disecado. Tan perfecto, la cara cuadrada, que ni uno de juguete de niño; reclaro,
blanquito, limpio, crinado y ancón, alto como uno de iglesia –caballo de San Jorge--.
¿Cómo podía haber traído aquello, o mandado venir, y entrado y acondicionado allí? El
señor Priscilo se aleló sobre toda admiración.
Palpó todavía el caballo, mucho, no hallando en él hueco ni contentamiento, El señor
Giovanio en quedando sólo conmigo, mascó el puro: “—Irivalini, pecado (Lástima en
italiano) que a ninguno de los dos nos guste la cerveza, ¿hem?”. Yo asentí. Me
dieron ganas de contarle lo que por detrás estaba pasando.
El señor Priscilo y los de fuera estarían ahora purgados de curiosidad. Pero yo no le
encontraba sentido a esto: ¿Y los otros cuartos de la casa, el de detrás
de las puertas? Debían haberse entregado a buscar por entero en ella, de una vez.
Claro que yo no iba a recordarles ese rumbo. No soy maestro de enmiendas.
El señor Giovanio conversaba más conmigo, contrariado: “—Irivalini, eco (en
italiano se escribe ecco y significa “he aquí”) la vida es bruta, (en italiano significa “fea”,
Brutta), los hombre son cativos…” (cativo en italiano malo) Yo no quería preguntar a
propósito del caballo blanco, frioleras, debía haber sido el suyo, en la guerra, de suma
estimación. “—Pero, Irivalini, nos gusta demasiado la vida…” Quería que yo comiese
con él, pero le sudaba la nariz, el humor de aquel moco, sorbiendo, mal sonado, y olía a
puro por todas partes. Cosa terrible servir a aquel hombre, en el no contar sus lástimas.
Salí entonces, fui al señor Priscilo, hablé, que yo no quería saber nada, de nada, de
aquellos, los de fuera; de murmuraciones, de jugar con el cuchillo de dos filos. Si
volvían a venir, yo no iba a ellos, disparataba, escaramuzaba --¡alto ahí!--, esto es el
Brasil. Ellos también eran extranjeros. Soy de los que sacan cuchillo y arma. El señor
Priscilo lo sabía. Que no le cogiese de sorpresa.
Siendo que fue de repente. El señor Giovanio abrió de par en par la casa. Me llamó; en la
sala, en medio del suelo, yacía un cuerpo de hombre, bajo sábana. “—Josepe, mi
hermano…”, (corrupción de Giusseppe, “José” en italiano) me dijo embarazado. Quiso
cura, quiso campana de iglesia para badajear los tres redobles, para él, tristemente.
Nadie había sabido nunca de tal hermano, el que se hallaba escondido, fugado de la
comunicación con las personas. Aquel entierro fue muy valorado. El señor Giovanio
podía haberse alabado ante todos. Sólo que, antes, el señor Priscilo llegó, me figuro que
los de fuera le habían prometido dinero, exigió que se levantase la sábana para
examinar. Pero, ay, se vio sólo el horror, por todos nosotros, con caridad en los ojos: el
muerto no tenía cara, a decir verdad –sólo un agujerazo enorme, cicatrizado, antiguo,
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espantoso, sin nariz, sin rostro--, la gente veía albos huesos, el comienzo del gaznate,
salivillas, cuello. “—Que esto es la guerra…”, explicó el señor Giovanio, boca de bobo ,
que se olvidó de cerrar, toda dulzuras.
Ahora yo quería emprender camino, ir tirando, que allí no prestaba más, en la chácara
extravagante y desdichada, con lo oscuro de los árboles tan alrededor. El señor
Giovanio estaba en la parte de afuera, conforme a su costumbre de tantos años.
Más achacoso, envejecido súbitamente al ser traspasado por el dolor. Pero comía su
carne, sus lechugas en el balde, sorbía. “—Irivalini… que esta vida bisoña… ¿Caspité?”
(en italiano “capisti” “entendiste”), preguntaba en tono como de cantar.
Enrojecidamente me miraba “—aquí yo pisco…” (corrupción de
“capisco”, “entiendo”) respondí. No por asco, no le dí un abrazo por vergüenza, para no
tener también los ojos lagrimados. Y, entonces, él hizo la más extravagada cosa. Abrió
cerveza, la dejó espumear. “--¿Andamos, Irivalini, contadino, bambino?”, (vamos,
campesino, hijo) propuso. Yo quise. A vasazos, a veinte y treinta, me fui a aquella
cerveza, toda. Sereno, me pidió que me llevase conmigo, en yéndome, el caballo –alazán
bebedor--, y aquel triste perro magro, Mussolino.
No volví a ver mi patrón. Supe que había muerto cuando en testamento dejó la chácara
para mí. Mandé erguir sepulturas , decir las misas, por él, por el hermano, por mi
madre. Mandé vender el lugar, pero primero que echasen abajo los árboles, y enterrar
en el campo el mobiliario que se hallaba en aquel referido cuarto. Nunca volví allí. No,
que no me olvido de aquel dado día –el que fue una lástima--, Nosotros dos, y las
muchas, muchas botellas, entonces pensé que otro vendría a sobrevivir, por detrás de
uno, también por su parte: el alazán de hocico blanco; o el blanco enorme de San Jorge;
o el hermano, infeliz espantosamente. Ilusión que fue, que ninguno allí estaba. Yo
Reivalino Belarmino, descubrí el ardid. Me fui bebiendo todas las botellas que quedaban
para mí, que fui yo quien me tome consumida toda la cerveza de aquella casa, para
remate de engaño
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Cinta verde en el cabello
Había una vez una aldea en algún lugar, ni mayor ni menor, con viejos y viejas que
viejaban, hombres y mujeres que esperaban, y chicos y chicas que nacían y crecían.
Todos con juicio suficiente, menos -por el momento- una nenita.
Un día, ella salió de la aldea con una cinta verde imaginada en el cabello.
Su madre la mandaba con una cesta y un frasco, a ver a la abuela -que la amaba- a otra
aldea vecina casi igualita.
Cinta-Verde partió, enseguida, ella la linda, todo érase una vez. El frasco contenía un
dulce en almíbar y la cesta estaba vacía, para llenarla con frambuesas.
De ahí que, yendo, al atravesar el bosque, vio sólo los leñadores, que por allá leñaban;
pero ningún lobo, desconocido ni peludo. Pues los leñadores habían exterminado al
lobo.
Entonces, ella misma se decía:
-Voy a ver a abuelita, con cesta y frasco, y cinta verde en el cabello, como mandó
mamita.
La aldea y la casa esperándola allá, después de aquel molino, que la gente piensa que ve,
y de las horas, que la gente no ve que no son.
Y ella misma resolvió escoger tomar ese camino de acá, loco y largo, y no el otro, corto.
Salió, detrás de sus alas ligeras, su sombra también la venía corriendo detrás.
Se divertía con ver que las avellanas del piso no volaran, con no alcanzar esas mariposas
nunca, ni en buquet ni en pimpollo y con ignorar si las flores -plebeyitas y princesitas a
la vez- estaban cada una en su lugar al pasar a su lado.
Venía soberanamente.
Tardó, para dar con la abuela en casa, que así le respondió, cuando ella, toc, toc, golpeó:
-Quién es?
-Soy yo…-y Cinta Verde descansó la voz. -Soy su linda nietita, con cesta y frasco, con la
cinta verde en el cabello, que la mamita me mandó.
Ahí, con dificultad, la abuela dijo: -Empuja el cerrojo de madera de la puerta, entra y
abre. Dios te bendiga.
Cinta Verde así lo hizo y entró y miró.
La abuela estaba en la cama, triste y sola. Por su modo de hablar tartamudo y débil y
ronco, debía haber agarrado una mala enfermedad. Diciendo: -Deja el frasco y la cesta
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en el arcón y ven cerca de mí, mientras hay tiempo.
Pero ahora Cinta Verde se espantaba, más allá de entristecerse al ver que había perdido
en el camino su gran cinta verde atada en el cabello; y estaba sudada, con mucho
hambre de almuerzo. Ella preguntó:
-Abuelita, qué brazos tan flacos los suyos, y qué manos temblorosas!
-Es porque no voy a poder nunca más abrazarte mi nieta….-la abuela murmuró.
-Abuelita, pero qué labios tan violáceos.
-Es porque nunca más voy a poderte besar, mi nieta….-La abuela suspiró.
-Abuelita, y que ojos tan profundos y quietos en este rostro ahuecado y pálido.
-Es porque ya no te estoy viendo, nunca más, mi nietita…-la abuela aún gimió.
Cinta Verde más se asustó, como si fuese a tener juicio por primera vez. Gritó:
-Abuelita, tengo miedo del Lobo!
Pero la abuela no estaba más allá, estaba demasiado ausente, a no ser por su frío, triste y
tan repentino cuerpo.
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Seu Zito recordando a João
Guimarães Rosa
(Versión castellana de Ricardo Aldemar Peña)
Me acuerdo, fue el 16 de mayo de 1952. Hubo una gran confusión. Mucha gente fue a
ver. El pueblo creía que Rosa era Cristo. Él llegó allá una tarde y al día siguiente llegó
también el padre. La hacienda era de un primo suyo, Francisco Moreira. Yo salí de Sirga,
fui a Araçaí y busqué la bestia que él está montando en la foto que salió en el periódico,
que se llamaba Balalaica.
Allá (en la Sirga) había un sabiá cantando, y Rosa quedó encantado. “Que qué isso São
Pedro? Cadê a chuva? Que que há São Pedro?” (imita el canto del pajarito). El sabiá
estaba pidiendo lluvia, lo decía clarito. El sabiá es aquel cafecito. Rosa quedó
entusiasmado con aquello.
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Ahí seguimos y nos encontramos con una mujer. Era muy bonita, era una comadre mía;
estaba más joven, vistiendo una faldita cortita. Rosa se quedó mirando para el lado en
que ella estaba y yo le dije: “Rosa: eso no le incumbe”. Ahí bromeó él, se rió, y eso fue
todo.
A la tardecita nos fuimos por fin. Salimos y fuimos a los campos. Dicen que allá hubo
garrafa y bizcocho. No hubo ningunos garrafa y bizcocho, lo sé yo que estaba con él. Al
otro día el padre llegó y tuvo su misa, y él fue a misa.
Fue el día 19 que salimos de viaje. Junté ganado y aparté. Hay un pasaje de la historia
que dice “en la apartada de ganado había un viejo Santana”. Él recibió una coz; había un
toro muy bravo, él le arrimó el hierro y el toro le dio una coz, y él cayó. Entonces yo dije:
“Traigan un poco de vinagre con rapadura”. Eso está escrito en el periódico y en las
libretas de Rosa. El tomó infusión y mejoró. No había remedio, todo era improvisado
aquí. Papaconha, cidreira... esos eran los remedios aquí. Hoy todavía la gente los toma
contra la gripa.
Después de la Tolda, yendo para Andrequicé, había una vereda. Ahí Rosa vio unos
pajaritos y por jugar me pidió un disparo de revólver. Eso está en el libro Tutaméia.
Después pasamos a la hacienda de Juvenal, la Hacienda Ventania, Riacho da Areia, que
era de un paulista. Rosa comió bien. Allá tienen hasta hoy el plato en que Rosa comió.
Usted le pregunta a doña Antonieta, mujer de Juvenal, y ella tiene el plato, el tenedor, la
cuchara; tiene la cama, todo guardado. Y Rosa quedó muy satisfecho. Comió, comió.
Juvenal tenía un hijo llamado Geraldo, que vive ahora en Mascarenhas; estaba enfermo,
de cama inclusive. Entonces Rosa dijo: “Déjame verlo”; y después: “Tiene fiebre, tiene
sarampión. Usted coge unas hojas de naranja y hace una bebida”. Miró en el bolsillo de
la camisa y tenía un Mejoral, y se lo dio. La bebida cortó la fiebre en dos días y el chico
amaneció bueno. El sarampión se fue. Té de hoja de naranja. Eso todo está escrito.
Al día siguiente me adelanté a la hacienda de un primo suyo, el doctor José Saturnino,
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ya llegando a Cordisburgo (donde nació el escritor). Cuando usted pasa la iglesita del
Rosario voltea a la izquierda, antes del desvío que va a Gruta de Maquiné. Llegué a la
hacienda, llamé, salió la señora. Dije: “Estoy aquí para arreglar posada, porque Rosa ya
viene allí”. “¡Ah! Pero no quiero, no estamos interesados; estamos con mucho buey”,
dijo la señora. Era mentira. Ellos tenían miedo de la aftosa. Y oiga esto: de allí él podía
haber ido a casa de su abuelo, ahí cerquita, pero no quiso. Se bañaba, todo facilito...
dormía. Pero él no quiso hacer eso, se fue, acompañó a la gente todo el día.
Llegué a una hacienda y pedí un pollo. “Pollo no hay, sólo tengo una gallina vieja”, dijo
la dueña. La cogió y la limpió, arregló todo, la puso a cocinar. Nos sentamos a comerla,
pero estaba muy dura. Rosa tomó sólo el caldo.
Llegando a ese lugar (Toca de Urubú) nos encontramos con el personal de O Cruzeiro.
Hicieron una foto mía con todo y revólver.
Yo, durante el tiempo que viajé con ganado, en muchas boyadas fui el cocinero. Yo hacía
aquel entalagato. Fue Rosa quien le puso ese nombre. Decía que era comida malísima.
Yo hablaba de cualquier bobada. Armaba bien las cosas para conversar con él. A veces
no tenía tema. Hablaba de la mujer, de la muchacha bonita. Hablé mucha bobada para
Rosa, y él escribía todo. Yo leía mucho libro, sabía todo de memoria, pero nada más.
Sólo sabía bestialidades.
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Era una persona excelente, bromista. Era tan simple que vino de Río y no trajo ni
máquina de afeitar ni estuche. En aquel tiempo no había Prestobarba, era con estuche.
Durante todos esos días se quedó sin hacerse la barba. Yo tenía, pero él no dijo nada y yo
no llevé. Hasta hoy mi barba es poca. Pero quien se afeitaba cada mañana se quedaba
diez días sin hacerlo, ¿eh? La cara le quedó rojiza. Pero él era muy sencillo. Y en el viaje
no se le podía llamar Dr. João. Era Rosa, el vaquero Rosa.
Aquel libro (Grande sertão: veredas) no fue escrito con el tema de ese viaje. Aquel libro
fue un viaje que él hizo para Fortaleza, en la salida de una boyada. Fue en la salida. Y
aquel Riobaldo fue alguien que le contó cosas, y él inventó el resto. Le voy a contar una
cosa, usted pone una cosa que parece cierta en la historia, y entonces inventa el resto.
Así hizo Rosa. Lo que Rosa escribió fue dicho por nosotros. Él no sabía de aquello. Rosa
salió de Cordisburgo jovencito, fue a hacer medicina, participó de la revolución del 32 y
dejó la medicina para ir al exterior. Ya, cuando él murió, vinieron otras personas a
confirmar por dónde había pasado. Pero él inventó el resto.
Él conversaba con el mismo buey. Conversaba toda la tarde. Cuando llegaba al
campamento, y yo ya había colado el café y había quitado los arreos de su bestia, de mi
burro, todo quedaba ya arreglado. Entonces él venía y decía: “Mi bueycito está cansado,
tiene el estómago vacío...” Todo el día conversaba, el buey era mansito. Le tomaron una
foto pasando la mano sobre el buey, allá en el corral de la hacienda. Aunque yo nunca vi
cuál. Sería Tarzán o Cabocla. Cabocla era una vaca negra a la que yo le agujereé la nariz.
Ah... si el buey hablara, la gente moriría. Él sólo entiende el nombre. El buey entendía y
lo miraba a él.
Siento mucho orgullo, es una cosa muy bonita. Siento alegría de hablar de las cosas de
Rosa. En mayo voy para Sete Lagoas y voy a mandar hacer unas gafas para mí, y voy a
volver a leer los libros de él, de Guimarães Rosa.
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Los Cangaçeiros: Bandidos de honor
en el sertão
Por A.
Becquer Casaballe
Cerca de cien fotografías referidas a los protagonistas del Cangaço, las
bandas al margen de la ley que actuaban en el Nordeste brasilero —entre
ellas la del célebre Lampião—, con curaduría de Élise Jasmin, se expusieron
en la Galerie Photo de Montpellier que dirige Roland Laboye. A la
inauguración asistió la nieta de Lampião, Vera Ferreira.
En la madrugada del 28 de julio de 1938, en la Grota de Angico, Porto da Folha, en
pleno Sertão, Virgolino Ferreira da Silva, conocido en todo el Nordeste brasileño
como Lampião, su mujer, María Gomes Bonita, junto a nueve de sus compañeros,
fueron emboscados y muertos por una partida de la policía pernambucana de Nazaré.
Les cortan la cabeza y las colocan en unos estantes junto a sus objetos personales:
sombreros de cuero y de fieltro con adornos de plata, fusiles Mauser, cananas, alforjas,
monturas, ropas, cuchillos, fustas y hasta las máquinas de coser de sus mujeres con las
que se hacían las ropas, para escarmiento de quienes se atrevieron a desoír las leyes y la
autoridad.
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Algunos están desfigurados por los culatazos y las balas. Todos tienen los ojos cerrados
para hacer menos penoso el horror de la muerte, aunque ese detalle no disminuye la
humillación del decapitado. El rostro de María Bonita luce como si todo no fuese nada
más que una pesadilla. Conserva los rasgos, la firmeza de su rostro macizo con sus 27
años de edad. De los cuatro hijos que tuvo con Lampião unicamente sobrevive Expedita,
de seis años de edad.
País inmenso, de contradicciones, pesares e injusticias. Los libros de historia refieren
que recién en 1880 en Brasil se abolió la esclavitud. De todas su geografía, el Nordeste,
en las zonas conocidas como sertão, es acaso el que más padece, con su vegetación
achaparrada, llena de espinas y piedras en las partes más altas, así como un calor
abrazador en la planicie. Es una tierra de pobreza.
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Ahí fue donde surgió el cangaço, pequeños grupos de hombres armados que toman su
denominación por la caatinga, significado de “mata branca”, esto es, de los matorrales
espinosos que cubren amplias zonas de Alagoas, Bahía, Ceará, Paraíba, Pernambuco,
Río Grande do Norte y Sergipe. Esos grupos, a su vez se subdividían o establecían
alianzas entre sí para cometer fechorías.
Existe coincidencia en que “robaban y asesinaban por venganza o por encargo en una
época en la que eran frecuentes las disputas entre familias tradicionales debido a la
posesión de las tierras y a las luchas por el control político de la región”. Su origen se
remonta al siglo XVIII.
En ese medio nació en 1895, en Passagem das Pedras, Pernambuco, Virgolino Ferreira
da Silva, hijo de José y de María Lopes, siendo el tercero de una familia que llegó a tener
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nueve hijos. Tras aprender los rudimentos de la escritura y la lectura, pasó a ganarse la
vida junto a su familia transportando mercaderías a lomo de burro.
Había comenzado sus correrías en 1917 en venganza por el asesinato de su padre
ordenado por la familia Nogueira y por un tal Zé Saturnino, sumándose a la banda de
Sinhô Pereira.
En un reportaje, Lampião dice: “no confiando en la acción de la justicia pública, porque
los asesinos contaban con la escandalosa protección de los grandes, resolví hacer
justicia por mi propia mano, esto es, vengar la muerte de mi progenitor. No perdí
tiempo y resueltamente me preparé para enfrentar la lucha”.
En 1922, cuando tenía 27 años de edad, formó su propio grupo que pasó a la historia
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como el último y el más famoso de todos los cangaçeiros. En aquel año atacó la
hacienda de Baronesa de Agua Branca, continuó sus combates en Serra Grande, Sergipe,
Queimadas, etc. Fue en 1929 que conoció a María Bonita, de 19 años de edad, que se
había separado de su esposo. Un año después María decide compartir una vida de
aventuras con Lampião.
Los cangaçeiros eran grupos armados al margen de la Ley, con sus tradiciones, rituales,
fervorosamente católicos como una manera de buscar protección divina, que se ponían
al servicio de caudillos políticos, otras veces luchaban contra ellos. El grupo de Lampião,
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que se había puesto del lado del gobierno al recibir la promesa de una anmistía, formó
parte del Batalhão Patriótico de Juazeiro, que combatió a la Columna Prestes,
provocándole varias muertes (*).
“No puedo decir con certeza el número de combates en que estuve —comentó—. Calculo
que debo haber participado en más de doscientos. Tampoco puedo informar con
seguridad el número de víctimas que se tumbaron bajo la puntería adiestrada y
certera de mi rifle. Pero igualmente me acuerdo perfectamente que, además de los
civiles, ya maté a tres oficiales de policía, siendo uno en Pernambuco y dos en Paraíba.
Sargentos, cabos y soldados es imposible guardar en la memoria el número de los que
fueran enviados para el otro mundo”.
El grupo de Lampião oscilaba entre los 15 y los 50 hombres, “todos bien armados”, tenía
un sistema de inteligencia que le permitía tener conocimiento de las fuerzas policiales
que le perseguían. Era feroz peleando y fue herido en cuatro oportunidades, algunas de
ellas de gravedad.
Algunos han querido ver en los cangaçeiros una suerte de rebeldía rústica, casi
primitiva, de lucha contra las injusticias y el poder, pero en realidad no fueron otra cosa
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que grupos armados con ciertos principios de honor (por ejemplo, el respeto a las
mujeres, el no atacar lugares religiosos, etc.), que les otorgaron aquel áura de modernos
Robin Hood. Se ha escrito que “el reparto con los pobres de bienes y dinero saqueados
por los cangaceiros nunca ultrapasó los límites de la concepción tradicional de
limosna”, pero sus “lealtades más grandes eran antes debidas a los coroneles, sus
aliados y protectores”, tal como lo explica el sociólogo Lisias Nogueira Negrão de la
Universidad de São Paulo.
Aquellos parajes de Raso da Catarina donde buscaba refugio Lampião es hoy una
Reserva Ecológica y sitio de atracción turística gracias a le épica de los cangaçeiros.
Pero es a través de las fotografías que han atesorado las familias Ferreira Nunes y
Abrahão, Ruy Souza e Silva y Federico Pernambucano de Mello, que se exhibieron en la
Galerie Photo de Montpellier, que de alguna manera se trae al presente aquel imaginario
de legendarios bandoleros que sembraron de sangre y leyenda el sertão.
(*) Luís Carlos Prestes fue un capitán del Ejército que sublevó a los campesinos contra
los terratenientes y más tarde fue uno de los principales dirigentes del Partido
Comunista Brasileño.
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João Guimarães Rosa: gran señor y
gran señora
Por Ricardo Bada
Hace poco, al enterarse de que el patriarca de la literatura chicana, Rolando Hinojosa,
pasaba unos días en mi casa, la novelista argentina Susana Sisman (No te enamores de
Oscar Wilde) me escribió: “Rolando Hinojosa, vaya nombrecito. ¿Viste que algunas
personas tienen ‘cara' y otras tienen
‘nombre'? Pues tu amigo chicano
tieneNOMBRE: Rolando Hinojosa.”
Y lo mismo repetiría yo de ciertos otros: João
Guimarães Rosa, por ejemplo. O si quieren
un ejemplo mexicano, Juan Rulfo. Tienen
nombre , así, todo con mayúsculas. [Por
cierto que hay un cuento de Juan Rulfo, de
carácter autobiográfico, inspirado por sus
vivencias en Bogotá; un cuento que apareció
en su libro póstumo Estas historias, y que se
titula “Páramo” . Dios los cría y...]
La literatura brasileña del siglo XIX la domina un gigante, Joaquim Maria Machado de
Assis, un gigante que, al mismo tiempo, es una isla. En el siglo XX, esa isla deviene
archipiélago, se le unen seis gigantes más: Euclides da Cunha, Graciliano Ramos, Nelson
Rodrígues, Carlos Drummond de Andrade, Jorge Amado y João Guimarães Rosa. Y
aparece también un islote exuberante, producto de una erupción volcanicreativa, y
avizorado por el intrépido explorador de territorios vírgenes Mário de Andrade, que lo
llamó Macunaíma.
Todos y cada uno merecen una atención que con frecuencia le ninguneamos a Brasil, sin
que jamás haya logrado querer (porque poder sí puedo) entender el porqué. Si aquí me
concentro en Guimarães Rosa se debe al centenario de su nacimiento (27/ VI/ 1908) .
Pero no olvidemos a los otros: con sus tallas ciclópeas configuran en el mapa literario
latinoamericano una especie de Isla de Pascua.
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Ahora bien: hablar de la obra de Guimarães Rosa
suele ser casi siempre una tediosa repetición de
lugares comunes, vinculada al hecho de que el
cuentista magistral (Primeras historias, Cuerpo de
baile, Sagarana), como Maupassant, sólo escribió
una novela. Aunque, desde luego, ante esa novela
hay que sacarse el sombrero: deGrande Sertão:
Veredas se puede afirmar, sin temor a marrarla,
que es una auténtica obra maestra de la literatura
universal.
Ocurre, sin embargo, que al aproximarme a
Guimarães Rosa, en este marco centenarial, me
acuerdo fatalmente de los versos de Pessoa: “Si yo
fuese otra persona, les daría gusto a todos./ Así,
como soy, tengan paciencia.” Y ello porque además
vivo en Alemania y hay un aspecto de la vida de
Guimarães Rosa y Aracy
nuestro autor que me interesa por sobre todos : su
en Hamburgo, 1938
estadía en Hamburgo, como vicecónsul del Brasil,
entre mayo de 1938 y la declaración de guerra de su país al Eje, en 1942, con el resultado
de que lo internan durante cuatro meses en Baden-Baden, en compañía de otros
diplomáticos latinoamericanos, siendo finalmente canjeado por homólogos alemanes.
Cuando Guimarães Rosa llega a Hamburgo es un hombre de treinta años, casado y con
dos hijas, pero recién separado de su esposa en Río de Janeiro. Y sucede que en el
consulado brasileño trabajaba como secretaria Aracy Moebius de Carvalho, una
paranãense de su misma edad, divorciada, con un hijo. Guimarães Rosa y ella se
enamoran, y su amor queda reflejado en 107 cartas y cuarenta y cuatro postales, billetes
y telegramas, y en el diario donde el futuro autor de Grande Sertão: Veredasanotaba
sus impresiones del mundo en derredor: un mundo en el que, no lo olvidemos,
gobiernan los nazis. Guimarães Rosa llega a Alemania justo a tiempo para asistir al gran
pogromo que pasó a la historia con el ominoso nombre de die Kristallnacht.
La parte que me parece más memorable de esta historia fue protagonizada por Aracy,
con Guimarães como cómplice. Aracy logró que un funcionario de una comisaría
hamburguesa emitiera pasaportes a judíos sin la J roja que los identificaba como tales, y
gracias a ello le consiguió visados para salir de Alemania a varios cientos de esos parias
del régimen nazi. Y lo hizo –y ahí radica el coraje civil de Aracy– a despecho de que el
superior de ambos, de ella y Guimarães, el cónsul titular Joaquim António de Sousa
Ribeiro, no otorgaba visados a judíos, tanto por su propio antisemitismo como por
instrucciones secretas recibidas de Itamaraty, el ministerio brasileño de Asuntos
Exteriores. Simpatizante con el régimen de Hitler, Sousa Ribeiro nunca hubiese firmado
aquellos visados de haber sabido para quiénes eran.
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Paralelo discurría el romance de Joãozinho y Aracy, uno bien ardiente, también a
despecho de “los témpanos en el Alster [el río que atraviesa Hamburgo] , donde se
posan las gaviotas”, como dejó él escrito en su diario. Así, todavía en el verano, el
24/ VIII /1938, le confesó en una carta: “ Deja que te diga que estabas linda, linda, a la
hora de partir. Dormí abrazado a tu camisoncito rosa, todo impregnado del aroma del
cuerpo maravilloso de la dueña de mi amor. Te seré absolutamente fiel, no miraré a las
alemanitas, las cuales, por cierto, ¡todas se han vuelto sapos!”
Y en otra carta que los fetichistas entendemos a la perfección: “Ahora me voy a la cama,
para dormir con tu camisoncito rosa, después de conversar un poco con las chinelitas
chinas, que me hablarán de los lindos piececitos de su
dueña.”
De regreso a Brasil, Joãozinho y Aracy se casaron, y hay
dos detalles de sus vidas que siento la tentación de
remarcar, y a lo único que no sé resistirme es a la
tentación.
En Itamaraty, una parte importante del trabajo de
Guimarães Rosa tuvo que ver con problemas de
delimitación de fronteras, en Sete Quedas con el Paraguay,
y también en el Pico da Neblina, en la selva amazónica, con
Venezuela. En homenaje a su desempeño, crucial en ambos
casos, se bautizó con su nombre una montaña de la
cordillera Curupira. Hasta donde sé, el Guimarães Rosa
debe ser el único pico del mundo que se llama como un
gran escritor.
Y en Yad Vashem, en Tel Aviv, el 8 de julio de 1982, Aracy
fue reconocida entre los Justos de las Naciones, la más alta Aracy Moebius de Carvalho,
dignidad que concede Israel. Lo que me hace gracia es
esposa de Guimarães Rosa
pensar que Aracy cumple años el 20 de abril, el mismo día
que Hitler. Y dicho sea de paso: este año Aracy cumplió
cien, rodeada del cariño de los suyos, en São Paulo.
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João Guimarães Rosa / biografía
(Cordisburgo, Minas Gerais, 27 de junio de 1908 - Río de
Janeiro, 19 de noviembre de 1967) fue un médico, escritor y
diplomático brasileño, autor de novelas y relatos breves en que
el sertón (sertão) es el marco de la acción. Fue miembro de
la Academia Brasileña de Letras, y su obra más influyente
es Gran Sertón: Veredas (Grande Sertão: Veredas, 1956).
Nació en Cordisburgo, en el estado brasileño de Minas Gerais,
el 27 de junio de 1908, primero de los seis hijos de Florduardo
Pinto Rosa (llamado por él Fulô) y de Francisca Guimarães
Rosa (apodadaChiquitinha).
Autodidacto, de niño estudió varios idiomas, empezando por el francés, cuando todavía
no había cumplido los siete años. Llegó a ser un políglota casi inverosímil, como puede
comprobarse en estas declaraciones suyas en una entrevista:
"Hablo portugués, alemán, francés, inglés, español, italiano, esperanto, un poco de ruso;
leo sueco, holandés, latín y griego (pero con el diccionario a mano); entiendo algunos
dialectos alemanes; estudié la gramática del húngaro, del árabe, del sánscrito,
del lituano, del polaco, del tupi, del hebreo, del japonés, del checo, del finlandés,
del danés; chapurreo algunas otras. Pero todas mal. Y pienso que estudiar el espíritu y el
mecanismo de otras lenguas ayuda mucho a una comprensión más profunda del propio
idioma. Principalmente cuando se estudia por diversión, gusto y satisfacción."
Todavía niño se trasladó a casa de sus abuelos en Belo Horizonte, donde finalizó la
enseñanza primaria. Inició los estudios secundarios en el Colégio Santo Antônio, en São
João del Rei, pero luego regresó a Belo Horizonte donde completó su educación.
En 1925 se matriculó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Minas Gerais, con
apenas dieciséis años.
El 27 de junio de 1930 contrajo matrimonio con Lígia Cabral Penna, muchacha de
apenas dieciséis años con la que tuvo dos hijas: Vilma y Agnes. Poco antes de su boda
había completado sus estudios y comenzado a ejercer la profesión en Itaguara, entonces
en el municipio de Itaúna (Minas Gerais), donde permaneció cerca de dos años. Es en
esta localidad donce tiene contacto por primera vez con el mundo del sertón, que sirve
de referencia e inspiración a su obra.
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Al volver de Itaguara, Guimarães Rosa sirvió como médico voluntario de la Fuerza
Pública, en la Revolución Constitucionalista de 1932, y fue destinado al sector del Túnel
en Passa-Quatro (Minas Gerais) donde conoció al futuro presidente de Brasil Juscelino
Kubitschek, por entonces médico jefe del Hospital de Sangre. En 1933 se trasladó
a Barbacena en calidad de oficial médico del noveno batallón de infantería. Tras aprobar
la oposición para Itamaraty, el ministerio de relaciones exteriores brasileño, pasó
algunos años de su vida como diplomático en Europa y América Latina.
Fue elegido por unanimidad miembro de la Academia Brasileña de Letras en 1963, en su
segunda candidatura. No tomó posesión hasta 1967, y falleció tres días más tarde, el 19
de noviembre, en la ciudad de Río de Janeiro. Si bien el certificado de defunción
atribuyó su fallecimiento a un infarto, su muerte continúa siendo un misterio
inexplicable, sobre todo por estar previamente anunciada en Gran Sertón: Veredas,
novela calificada por el autor de "autobiografía irracional".
Obra

Menudencia (Tutaméia). Traducción de Santiago Kovadloff. Buenos Aires,
Calicanto, 1979.

Gran Sertón: Veredas. Traducción de Ángel Crespo. Barcelona, Seix Barral, 1975
(Alianza Editorial, 1999).

Urubuquaquá (Cuerpo de baile). Traducción de Estela dos Santos. Barcelona,
Seix Barral, 1982.

Noches del Sertón (Cuerpo de baile). Traducción de Estela dos Santos. Barcelona,
Seix Barral, 1982.

Primeras historias. Traducción de Virginia Fagnani Wey. Barcelona, Seix Barral,
1982.

Campo General y otros Relatos. Traducción de Valquiria Wey Fagnani. México,
Fondo de Cultura Económica, 2001.

Sagarana. Traducción de Adriana Toledo de Almeida. Buenos Aires, Adriana
Hidalgo Editora, 2006.
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BIBLIOTECA
DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
1. La infancia de Zhennia Liubers y otros relatos / Boris Pasternak
2. Corazón de perro / Mijaíl Bulgákov
3. Antología del cuento chino / varios autores
4. El hombre que amaba al prójimo y otros cuentos / Virginia Woolf
5. Crónica de la ciudad de piedra / Ismail Kadaré
6. La casa de las bellas durmientes / Yasunari Kawabata
7. Voluntad de vivir y otros relatos / Thomas Mann
8. Dublineses / James Joyce
9. La agonía del Rasu-Ñiti y otros cuentos / José María Arguedas
10. Caballería Roja / Isaak Babel
11. Los siete mensajeros y otros relatos / Dino Buzzati
12. Un horrible bloqueo de la memoria y otros relatos / Alberto Moravia
13. El tacto y la sierpe y otros textos / Reynaldo Disla
14. Una cuestión de suerte y otros cuentos / Vladimir Nabokov
15. Las últimas miradas y otros cuentos / Enrique Anderson Imbert
16. Yo, el supremio / Augusto Roa Bastos
17. El siglo de las luces / Alejo Carpentier
18. El principito / Antoine de Saint-Exupéry
19. La noche de Ramón Yendía y otros cuentos / Lino Novás Calvo
20. Over / Ramón Marrero Aristy
21. Una visión del mundo y otros cuentos / John Cheever
22. Todo es engaño y otros cuentos / Sherwood Anderson
23. Las aventuras del Barón Münchhausen / Rudolf Erich Raspe
24. Huasipungo / Jorge Icaza
25. Vasco Moscoso de Aragón, capitán de altura / Jorge Amado
26. El espejo de Lida Sal / Miguel Ángel Asturias
27. Seis cuentos para leer en yola / Aquiles Julián
28. Los chinos y otros cuentos / Alfonso Hernández Catá
29. La mancha indeleble y otros cuentos / Juan Bosch
30. El libro de la imaginación / Edmundo Valadés
BIBLIOTECA31.
DIGITAL
DErelatos
AQUILES
JULIÁN Roth
34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES
Cuatro
/ Joseph
32. El libro de cristal de los CohénROSA
/ Aquiles Julián
33. Cuentistas dominicanos 1 / Aquiles Julián
34. El caballo que bebía cerveza / Joao Guimaraes Rosa
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