el autor contesta a algunas objeciones1

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el autor contesta
a algunas objeciones1
Jean Dubuffet
Traducción Carlos Fernández Moro Imágenes cortesía de Archives Fondation Dubuffet, París
Texto © Editions Gallimard 1967
Jean Dubuffet en Vence, 1959. Fotografía de John Craven
En 1946, Dubuffet escribía para el catálogo de su exposición Mirobolus, Macadam
& Cie., Hautes Pâtes, que tuvo lugar en la Galería René Drouin de París, este apasionado
alegato a favor de sus procedimientos pictóricos y sus materiales, que tiene mucho
de apología de lo cotidiano y común frente a lo extraordinario o escaso.
Es cierto que el estilo del dibujo en las pinturas expuestas carece por completo del tipo
de habilidad que nos hemos habituado a
apreciar en los cuadros de los pintores profesionales, y que su ejecución no requiere
ni estudios especializados ni ninguna clase
de talento innato. A ello responderé que
considero ocioso ese tipo de destreza y de
talento, su mera influencia tiende a asfixiar
la espontaneidad y a contener los impulsos
volviendo la obra ineficaz. A fin de cuentas,
puede que la forma de hablar más graciosa
pase por el empleo de las palabras más sencillas y comunes, ¿y acaso para caminar con
elegancia –o bailar– es preciso haber nacido con las piernas más largas de lo común o
ser capaz de andar sobre las manos?
Es cierto que los trazos no están ejecutados con esmero y minuciosidad sino que,
más bien al contrario, dan la impresión de
una negligencia que en ocasiones puede
resultar desconcertante, pues los medios
empleados resultan más visibles de lo que
estamos acostumbrados. Se aprecia inmediatamente que aquí he trabajado con el
dedo, allí con una cuchara o con la punta de
un raspador. Es tan evidente que algunos
podrían entenderlo como una provocación.
Sin embargo, cuando me sentí inclinado a
expresarme por medio de estos procedi-
1 Texto publicado originalmente en el catálogo de la exposición Mirobolus, Macadam & Cie., Hautes Pâtes, que tuvo lugar en la Galería René Drouin de París entre el 3 de mayo y
el 1 de junio de 1946. Bajo el título de «Réhabilitation de la boue» (Rehabilitación del barro) aparecería también en Juin, el 7 mayo de 1946, y en Dialogue, en julio del mismo
año. Asimismo, se publicó en Prospectus aux amateurs de tout genre, de 1946, pp. 111-116 y en Lorenza Trucchi, Jean Dubuffet, pp. 315-318. Finalmente, el texto se reeditó con
su título original («L’auteur répond a quelques objections») en Jean Dubuffet, Prospectus et tous écrits suivants, tomo ii, París, Gallimard, 1967.
muros
CBA
mientos insólitos, no sólo me pareció que
eran tan legítimos como otros –pues son los
que el hombre que ni se vigila ni se refrena
emplea espontáneamente para expresarse– sino que incluso podían dar pie a un
lenguaje extremadamente rico con el que
el pintor puede jugar, hasta el punto de que
sueño con pinturas elaboradas únicamente
a base de barro monocromo, sin ninguna
variación de color ni de valor, sin brillo ni
textura, y en las que sólo se emplearían esas
formas de marcas, de huellas e improntas
vivas de una mano trabajando la arcilla.
Bajo mi punto de vista, esta es precisamente
la diferencia entre pintar y dibujar, esto es
lo más propio de la pintura y no la cuestión
de si se utilizan o no determinados colores,
que me parece accesoria.
Es cierto que estos cuadros no muestran
esa clase de colores vivos y contrastados que
están hoy de moda, sino que se mueven en
registros monocromos y gamas de tonos
compuestos y, por así decirlo, innombra-
bles. Pero del hecho de que estos colores
no sean los habituales –esos que vienen a la
mente cuando se pronuncia la palabra «color»–, no cabe concluir que no son también,
en su género, colores, o que no disfruto con
ellos o que los utilizo sin discernimiento.
Los colores que se observan en una piedra o
en un viejo muro me resultan más atractivos
que los de las cintas y las flores. Del mismo
modo, hay aficionados que prefieren los tapices de tonos apagados o deslucidos a esos
otros abigarrados y de vivos colores, hasta el
punto de que en algunos países, en absoluto
menos sensuales que otros, se han fabricado tapices como los de Tlemcen, totalmente elaborados a base de lanas naturales sin
teñir. Me parece, además, que los colores
ganan bastante cuando no se utilizan en
razón de su vistosidad o de la armonía que
genera su proximidad, sino a tenor de su
capacidad sugestiva y de las evocaciones inmediatas que suscitan. Prefiero encontrar
en un cuadro el tipo de colores que podrían
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denominarse arena, masilla, limo o cuerda que no el amarillo de cromo, el azul de
Prusia o el verde veronés. Finalmente, no
creo que se deba utilizar en un cuadro todas
las notas del teclado; al contrario, me gusta
economizarlas, al igual que en ocasiones un
pianista toca toda una partitura sin apenas
desplazar las manos. De la misma manera,
los sonidos que emitimos cuando hablamos
no van de los más graves a los más agudos,
sino que se mueven dentro de un registro
muy estrecho que, no obstante, a través de
sutiles variaciones, permite una cantidad
inagotable de entonaciones.
Me parece que la pintura debería recordar esas inflexiones del lenguaje hablado.
Sin duda pertenecen, como cualquier sonido, al campo de la música y, por lo tanto, se
corresponden con alguna nota de nuestras
escalas. Así ocurre con todos los ruidos o,
al menos, con un gran número de ruidos
naturales que el mundo nos ofrece. ¿Quién
anotará en nuestros pentagramas el rui-
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do de una silla arrastrada por el suelo, de
un ascensor que se pone en movimiento o
un grifo que se abre? Sé que nuestros músicos no quieren saber nada de todo esto
y afirman que no se trata de sonidos sino
de ruidos a los que el músico no tiene por
qué dedicar la menor atención. Sin embargo, yo soy de otra opinión. Me resulta
ilógico que el músico no se preocupe de
los ruidos que escuchamos continuamente y por doquier a lo largo de toda nuestra
vida. Me parecería plausible que la música
verdaderamente cercana al hombre fuera la
que empleara todos esos ruidos, todas esas
tonalidades y timbres en lugar de los doce
miserables y arbitrarios sonidos de la octava. Y me doy cuenta de que con la pintura
ocurre algo equivalente: la sensación que
ofrece a nuestra mirada un objeto natural
es mucho más compleja que cualquiera de
los colores de nuestra paleta, que cualquier
mezcla que podamos elaborar, y existe un
orden a la espera de ser descubierto que no
es el de los colores tal y como los pintores
los han utilizado hasta hoy. Aquí entran en
juego una miríada de aspectos sutiles, mutuamente vinculados y ciertamente difíciles
de aislar, como la intensidad del lustrado y
las variaciones de textura, que permiten al
ojo percibir la dureza y la blandura, la porosidad y la impermeabilidad, lo cálido y lo
frío al tacto. Me parece que este nuevo tipo
de teclado, aún enteramente por descubrir,
ofrece al pintor unos recursos inmensos
que urge utilizar. Mi trabajo se orienta precisamente en esa dirección.
Es cierto que, en la mayoría de los casos,
mis trituraciones de materias y sus distintas
aplicaciones no apuntan a materiales considerados nobles, como el mármol o las maderas preciosas, sino más bien a sustancias
muy vulgares y sin valor, como el carbón, el
asfalto o incluso el barro, a los accidentes
resultantes del efecto de la lluvia sobre diferentes tipos de suelo común o del paso del
tiempo sobre objetos igualmente vulgares,
como chatarra, muros desconchados y toda
suerte de basura, desechos y residuos. Tal
vez algunos saquen la conclusión de que uno
se complace en las cosas sucias a causa de
una desagradable arbitrariedad. Les rogaría
en ese caso que pensasen en lo siguiente: ¿a
santo de qué –salvo quizás el coeficiente de
rareza– el hombre se adorna con collares de
conchas en vez de con telarañas, con la piel
del zorro en vez de con sus tripas? Me gustaría saberlo. ¿No debería apreciar como se
merecen el barro, los residuos y la mugre,
que le acompañan durante toda su vida?
¿No se le presta un gran servicio al recordarle su belleza? Observen cómo los niños
pequeños hurgan en los arroyos y entre los
desechos para encontrar mil maravillas.
Finalmente, es cierto que la primera
impresión que experimentarán muchas
muros
personas al contemplar estos cuadros será
de espanto y aversión. Creo poder afirmar
que esa sensación inicial se debe únicamente a la utilización de materiales insólitos por medio de técnicas poco frecuentes.
Es propio del hombre alarmarse cuando se
enfrenta a cosas que le parecen inusuales y
despiertan su temor, en la medida en que
no ha tenido ocasión de probarlas y podrían resultar peligrosas o perjudiciales
para él. Pero tan pronto como se familiariza
con esas novedades y las considera seguras,
desaparece toda sensación de malestar. Me
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considero con derecho a afirmar que cuando uno se acostumbra a este terreno, la repulsión inicial se disipa y reaparecen, traducidos a otro lenguaje, todos los registros
de gracia, paz, gozo y suavidad que en un
principio parecían excluidos. Debo agregar
que, a mi juicio, la función del artista consiste en ampliar las conquistas y anexiones
del hombre sobre los mundos que le eran o
le parecían hostiles y, en ese sentido, constituye una victoria indiscutible el descubrimiento de belleza y emoción en los objetos
que antes causaban horror.
Jean Dubuffet: obras, escritos, entrevistas, Barcelona, Polígrafa, 2007 [Valerie Da Costa y Fabrice Hergott eds.]
Biografía a paso de carga, Madrid, Síntesis, 2004
El hombre de la calle ante la obra de arte, Barcelona, Debate, 1992
Escritos sobre arte, Barcelona, Barral, 1975
Correspondencia Witold Gombrowicz / Jean Dubuffet, Barcelona, Anagrama, 1972
Cultura asfixiante, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1970
Jean Dubuffet trabajando en sus Materiologías en su estudio en Vence, en 1960.
Fotografía de Jean Weber
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