El Trabajo en las Constituciones Españolas del siglo XIX

Anuncio
Alfredo Montoya Melgar*
El Trabajo en las Constituciones Españolas del siglo XIX**
A Eduardo García de Enterría, pignore amicitiae
RESUMEN: Cuando el constitucionalismo español del siglo XIX abordó la realidad
del trabajo lo hizo con parquedad, lógicamente desde la óptica que imponían los tiempos.
Nuestras primeras Constituciones proclaman la libertad de elección de profesión u oficio, y
reconocen, tras la revolución de 1868, los derechos de reunión y asociación genéricos, dentro
de los que podía interpretarse que se hallaban incluidos los específicos derechos de reunión y
asociación de patronos y obreros.
Al margen del reconocimiento de estos derechos, las Constituciones del XIX
consideraron el ejercicio de profesión u oficio útiles como título de ciudadanía de
determinados extranjeros, pero también como óbice para obtener esa ciudadanía. Más
preocupadas por el empleo público que por el privado, esas Constituciones acuñan el principio
de acceso a los empleos y cargos público de acuerdo con el mérito y la capacidad.
Aun siendo modesta la aportación del constitucionalismo decimonónico al
reconocimiento de los derechos de los trabajadores, sus principios supusieron la ruptura con
el Antiguo Régimen, también en cuanto a la consideración del trabajo, sustituyendo la
precedente concepción estamental y cuasi servil por la basada en la libertad contractual.
PALABRAS-CLAVE: Constitución, trabajo, siglo XIX, España
SUMARIO:
I. INTRODUCCIÓN
II. EL TRABAJO EN LA CONSTITUCIÓN DE 1812
III. EL TRABAJO EN LAS CONSTITUCIONES DE 1837, 1845, 1869 y 1876
IV. CONCLUSIÓN
_________________
*
Catedrático de Derecho del Trabajo de la Universidad Complutense. Presidente de Honor de la
Academia Iberoamericana de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social.
**
Comunicación presentada al Pleno de Académicos Numerarios de la Real Academia de Jurisprudencia
y Legislación el día 27 de febrero de 2012. Publicada en la “Revista Española de Derecho del Trabajo”,
núm. 154, abril-junio 2012, págs. 15 a 28.
1
I. INTRODUCCIÓN
El trascendental fenómeno del acceso del trabajo, y más concretamente, de los derechos
de los trabajadores asalariados, a los textos constitucionales no se produce hasta
avanzado el siglo XX, primero en el famoso artículo 123 de la Constitución mexicana
de Querétaro (1917) 1 y poco después en la Constitución socialdemócrata de la
República alemana de Weimar (1919)2.
Es explicable, por tanto, que las referencias al trabajo contenidas en las Constituciones
españolas anteriores a esos dos hitos sean escasas y en buena medida secundarias. Hay
que esperar a 1931 para poder hablar de un verdadero constitucionalismo social o
laboral en España, un auténtico Derecho constitucional del trabajo3.
Aun siendo así, nuestra exposición se va a circunscribir al trabajo en las Constituciones
españolas del siglo XIX, y en especial a la de 1812, como recuerdo y pequeño homenaje
en su segundo centenario.
*
*
*
Tanto la primera Constitución española (la de 1812) como las cuatro que la suceden
(Constituciones de 1837, 1845, 1869 y 1876) son obras del siglo XIX, la última de las
cuales –la Constitución canovista- adentrará su vigencia al primer cuarto del siglo XX.
1
Vid. sobre el mismo N. DE BUEN: “El art. 123 de la Constitución mexicana y sus reformas”, en A.
MONTOYA MELGAR (coord.): El trabajo y la Constitución. Estudios en Homenaje al profesor Alonso
Olea, Academia Iberoamericana de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social y Ministerio de Trabajo
y Asuntos Sociales, Madrid, 2003, págs. 255 y ss.
2
Un breve y preciso encuadramiento histórico de la Weimarer Verfassung, en F. GAMILLSCHEG:
Arbeitsrecht. I. Arbeitsvertrags und Arbeitsschutzrecht, 8ª ed., Verlag C.H. Beck, München, 2001, pág.
13.
3
Vid. G. CABANELLAS: El trabajo en las Constituciones, en G. CABANELLAS y E. PÉREZ
BOTIJA: Derecho constitucional laboral, Tecnos, Madrid, 1958, págs. 5 y ss.
2
El constitucionalismo español es, pues, hijo de un siglo cargado de sobresaltos y graves
episodios: es el siglo, iniciado con la invasión napoleónica y la Guerra de la
Independencia, en el que se hunde nuestro Imperio de ultramar, el siglo de la repetida
quiebra del régimen monárquico, el siglo de los pronunciamientos militares y las
guerras carlistas, el siglo de las confrontaciones entre orden y libertad, entre
absolutismo y revolución, entre Antiguo Régimen y modernidad, entre centralismo y
federalismo (e incluso cantonalismo)…; el siglo, en fin, en el que, en un panorama
económico de lenta y tardía industrialización y de endémicos problemas en la
agricultura, se plantea la cuestión social y se gesta el movimiento obrero. El siglo XIX
español, con todo, y como escribió Salvador de MADARIAGA, no fue sólo una
centuria de agitaciones y turbulencias; fue también una “era de reconstitución
nacional”4.
En la historia del constitucionalismo español del siglo XIX5 se encuentra, ante todo y
lógicamente, la aproximación al trabajo propia del ideario liberal; esto es, el
reconocimiento de la libertad de trabajo e industria y, como consecuencia suya, la
libertad de elección de profesión u oficio; y ello no sin limitaciones, como hemos de ver
más adelante.
II. EL TRABAJO EN LA CONSTITUCIÓN DE 1812
El contexto político en el que aparece nuestra primera Constitución es bien conocido,
por lo que bastará aquí un somero recordatorio. España se encontraba invadida por el
ejército de Napoleón, del que eran prisioneros en Bayona Carlos IV y Fernando VII, y
el poder político era asumido por unas Juntas ciudadanas, provinciales y Central,
opuestas al invasor. La Junta Central, reunida sucesivamente en Aranjuez, Sevilla y
Cádiz, promovió, mientras esta última ciudad era asediada por las tropas francesas, la
convocatoria de Cortes, con el fin de alcanzar un instrumento jurídico capaz de
legitimar el poder nacional frente al invasor. Pierre VILAR ha sabido destacar la
grandeza de estas Cortes que, según sus palabras, “legislan para el porvenir en la última
4
S. DE MADARIAGA: España. Ensayo de historia contemporánea, Espasa, 11ª ed., Madrid, 1978, pág.
61.
5
Vid. J. M. VERA SANTOS: Las Constituciones de España. Constituciones y otras leyes y proyectos
políticos de España, Thomson/Civitas, Madrid, 2008.
3
milla cuadrada que queda libre del territorio”6. El fruto de las Cortes de Cádiz fue la
Constitución que en este año 2012 cumple dos siglos, en la que se proclamó
solemnemente la soberanía de la Nación española, a semejanza de lo que en 1789 había
hecho la Declaración francesa de Derechos del Hombre y el Ciudadano y en 1791 la
primera Constitución de Francia. Esa inspiración en las leyes del país vecino había de
despertar en el nuestro no pocos recelos. Consciente de ellos, el Discurso Preliminar
fechado en Cádiz, el 24 de diciembre de 1811, y cuya primera redacción fue obra
común de Agustín Argüelles y José Espiga y Gadea7, intentaba, para no suscitar alarmas
en cuanto a su posible orientación revolucionaria, presentar el texto constitucional
como una continuación de las leyes antiguas de España8.
El progreso político y jurídico que supuso la promulgación de la Constitución de Cádiz
(el 19 de marzo de 1812) está fuera de discusión. En efecto, de un lado, como ha escrito
el maestro Eduardo GARCÍA DE ENTERRÍA9, la Constitución del 12 inicia nuestra
“modernidad política”. Y desde el punto de vista estrictamente jurídico, ha podido
decirse que la de Cádiz “es la más destacada Constitución de nuestra historia
constitucional”10, que puede ser tenida “como una de las dos contribuciones de mayor
resonancia que España haya legado a la cultura jurídica universal” (la otra contribución
sería el código de la Siete Partidas) 11.
6
P. VILAR: Historia de España, Ed. Crítica, Barcelona, 1983, pág. 83.
G. MARTÍNEZ DÍEZ: “Viejo y nuevo orden político: el ‘Discurso Preliminar’ de nuestra primera
Constitución”, en J. A. ESCUDERO (Dir.): Cortes y Constitución de Cádiz 200 años, Espasa, Madrid,
2011, tomo II, págs. 590-591.
8
Así, en el “Discurso preliminar leído en las Córtes al presentar la Comisión de Constitución el proyecto
de ella”, se decía: “Cuando la Comisión dice que en su proyecto no hay nada nuevo, dice una verdad
incontrastable, porque realmente no lo hay en la substancia”. (Vid., el texto facsimilar del discurso en
Constitución política de la Monarquía española, promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812, Civitas,
1999; la cita en pág. 19). Sin embargo, el mismo discurso preveía que “la ignorancia, el error y la malicia
alzarán el grito contra este proyecto. Le calificarán de novador, de peligroso, de contrario a los intereses
de la nación y derechos del Rey” (pág. 119). Como observa R. CARR: España 1808-1975, Ariel, 1982,
pág. 105, en los debates de la Constitución gaditana “se dijo muy poca cosa acerca de los derechos del
hombre, pero mucho sobre los derechos de la Corona de Aragón, de los Concilios de Toledo y León, de
los godos como fundadores de la libertad”; ahora bien, “el respeto por los precedentes medievales fue un
artificio táctico (…) para hacer que la constitución fuera respetable a ojos de la España conservadora”.
9
E. GARCÍA DE ENTERRÍA: Prólogo a la Constitución política de la Monarquía española,
promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812, cit., pág. XII.
10
P. GONZÁLEZ-TREVIJANO: “El concepto de Nación en la Constitución de Cádiz”, en J. A.
ESCUDERO (Dir.): Cortes y Constitución de Cádiz 200 años, cit. , tomo II, pág. 607.
11
J. A. ESCUDERO: “Introducción. Las Cortes de Cádiz: génesis, constitución y reformas”, en J. A.
ESCUDERO (Dir.): Cortes y Constitución de Cádiz 200 años, cit. , tomo I, pág. XV.
7
4
La Constitución del 12 centra su gran labor, con la que corona el desmantelamiento del
Antiguo Régimen que se había iniciado dos años antes con la abolición de los señoríos
jurisdiccionales, la supresión de la Inquisición, el reconocimiento de la libertad de
imprenta y otras muchas reformas, en el reconocimiento de grandes principios políticos
como son la soberanía nacional, la separación de los poderes del Estado, la integridad
del territorio nacional y la proclamación, aun incompleta y poco sistemática, de
derechos fundamentales12. La Constitución se dirige a los individuos en su condición de
ciudadanos; se dirige al sujeto político, cuyas obligaciones para con la Nación establece,
reconociendo el sufragio universal, aunque reservado a los hombres y ello con ciertas
excepciones. Libertad política y libertad civil de esos ciudadanos quedan expresamente
afianzadas en la ley fundamental del Estado, eso sí, sujetas, como dice el Discurso
preliminar (pág. 57) al “suave yugo de la ley”. En consonancia con estas ideas, que
recuerdan en parte el reconocimiento de los “derechos naturales y civiles” en la
Constitución francesa de 1791, la Constitución de 1812 consagra esa libertad civil, ese
derecho de propiedad y los demás derechos legítimos de los ciudadanos (art. 4).
Los bienes individuales que la Constitución de 12 quiere proteger son “la seguridad
personal de los ciudadanos, su honor y su propiedad” (Discurso, pág. 57), y, con gran
énfasis, la “igualdad de derechos” (Discurso, pág. 68); igualdad que se intentó también
se plasmara, aunque sin éxito, en la abolición de la esclavitud13. Pecado éste, por cierto,
no exclusivo de nuestra Constitución, pues la de Estados Unidos acogió el trabajo
forzoso en su texto de 1787, y hubo que esperar a 1865 para que la Enmienda 13
prohibiera la esclavitud y el trabajo forzoso.
El liberalismo social y económico del momento impide el intervencionismo estatal que
seis decenios más tarde dará lugar a la aparición de la legislación laboral. Ese
liberalismo resplandece cuando el Discurso preliminar (pág.100) enuncia el principio
de “dejar en libertad á los individuos de la Nación, para que el interés personal sea en
todos y cada uno de ellos el agente que dirija sus esfuerzos hácia su bien estar y
12
L. MARTÍN-RETORTILLO BAQUER: “Los derechos humanos en la Constitución de Cádiz”, en J. A.
ESCUDERO (Dir.): Cortes y Constitución de Cádiz 200 años, cit. , tomo II, pág. 407, señala cómo la
Constitución gaditana, a diferencia de las Declaraciones de derechos francesa (1789) y norteamericana
(1776), “no contiene una declaración de derechos expresa y separada”.
13
Vid., sobre los motivos que impidieron la prohibición de la esclavitud, que no se produciría hasta 1870,
P. P. MIRALLES SANGRO: “Españoles y estrangeros en la Constitución de Cádiz de 1812: El concepto
de Nación en la Constitución de Cádiz”, en J. A. ESCUDERO (Dir.): Cortes y Constitución de Cádiz 200
años, cit., tomo II, págs. 633 y 634.
5
adelantamiento”. La misma idea se expresa al afirmar que el Gobierno, aunque “ha de
vigilar escrupulosamente la observancia de las leyes”, “para mantener la paz y
tranquilidad de los pueblos no necesita introducirse á dirigir los intereses de los
particulares con providencias y actos de buen gobierno” (pág. 99, que añade: “El
funesto empeño de sujetar todas las operaciones de la vida civil á reglamentos y
mandatos de autoridades, ha acarreado los mismos y aun mayores males que los que se
intentaban evitar”).
En esa misma línea ideológica, la Constitución doceañista
facultad de “remover los obstáculos”
14
asigna a las Cortes la
que entorpezcan la libertad de industria (art.
131.21ª).
Esa clara inspiración liberal nutrirá también alguna importante norma posterior a la
Constitución, como el Decreto de 8 de junio de 1813, defendido por Toreno, Argüelles
y otros con argumentos de Adam Smith15, norma que se situaba en la línea de la Ley Le
Chapelier (1791), el Edicto Turgot (1776) y la Constitución de 1791 cuyo preámbulo
sentenciaba: “Ya no hay cofradías ni corporaciones de profesiones, artes y oficios”. De
este modo, anticipado también entre nosotros por algunos economistas del siglo XVIII,
como Campomanes y Jovellanos, se procedió a reconocer la libertad de ejercicio de
industrias y oficios, aboliendo la necesidad de autorizaciones y, por tanto, suprimiendo
la obligada incorporación a los gremios. Ciertamente, el Decreto español de 1813, al
igual que la propia Constitución del 12, había de tener una accidentada vida16, de modo
que la definitiva desaparición de los gremios sólo se produjo años más tarde, con la Ley
de 6 de diciembre de 1836, que derogó el Decreto de 20 de enero de 1834, que había
resucitado las corporaciones gremiales.
En suma, el progreso político y jurídico que supuso la Constitución gaditana no fue
acompañado de un paralelo avance en los contenidos sociales o laborales, cosa bien
explicable, pues aún no había llegado el tiempo de que se iniciara la modernidad sociallaboral. Pensemos que, cuando se promulga nuestra Constitución, Proudhon es un
14
Expresión retomada en el art. 9.2 de la vigente Constitución de 1978: “Corresponde a los poderes
públicos (…) remover los obstáculos que impidan o dificulten” la plenitud de la libertad y la igualdad de
los individuo y de los grupos en que se integran.
15
M. TUÑÓN DE LARA: La España del siglo XIX, Ed. Laia, Barcelona, 1974, págs. 29 y 30.
16
Su efecto inmediato fue además el de empeorar la situación de los pequeños artesanos (en este sentido,
R. CARR: España 1808-1975, cit., pág. 149).
6
infante de tres años y Bakunin una criatura de dos; que Carlos Marx no ha nacido aún;
que falta un cuarto de siglo para que funcionen en España las primeras máquinas de
vapor, y que hay que esperar medio siglo largo a que se funde la Primera Internacional.
En esas circunstancias hubiera sido milagroso que la Constitución de Cádiz prestara
atención a la que aún no se había bautizado como “cuestión social”. El ínfimo grado de
desarrollo de las ideas sociales en la época, y el hecho, lógico en el momento histórico,
de que la Constitución fuera elaborada por la burguesía y para la burguesía17 impidió
una proyección social relevante de la ley fundamental, que se dirigía a los individuos en
su condición de ciudadanos pero no de trabajadores. Nada cabe reprochar a los
constituyentes del 12 por no haber adivinado el futuro. Como con toda razón se ha
escrito, “la Constitución gaditana fue una obra de su tiempo, fruto del espíritu de la
época”, y por ello no resulta lícito “valorar con criterios actuales lo que ocurrió hace
doscientos años”18.
Así, las apelaciones del Discurso preliminar a “la libertad, la felicidad y bien estar de
los españoles” 19 nada tienen que ver con lo que mucho tiempo después había de
llamarse “Estado de bienestar”, caracterizado por el compromiso público de satisfacción
de los derechos sociales básicos, mediante objetivos de igualdad y justicia sociales;
estado de bienestar cuyos fundamentos institucionales no quedarían establecidos en
nuestro mundo occidental hasta el período de entreguerras 1920-194020.
Pese a todo, no sería justo ignorar la existencia de algunos interesantes atisbos sociales
de carácter general, tanto en el Discurso preliminar como en la Constitución. En el
discurso (pág. 71), al tiempo que se reconoce la “igualdad legal de los españoles” (pág.
73) se censura la desigualdad en el acudimiento a la justicia, “desigualdad que resulta
entre las personas poderosas por sus riquezas y valimiento, y las que carecen de estas
ventajas, que por desgracia siempre son en mayor número”, así como las “escandalosas
dilaciones” en la administración de justicia (pág. 77). Asimismo se apunta la
conveniencia de implantar lo que luego habría de llamarse Administración “científica”:
17
M. ARTOLA: La burguesía revolucionaria (1808-1869), Alianza Editorial, Madrid, 1973, pág. 35.
T.R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ: La Constitución de 1812: utopía y realidad, Real Academia de
Jurisprudencia y Legislación, Madrid, 2011, págs. 11 y 22.
19
Constitución política de la Monarquía española, promulgada en Cádiz a 19 de marzo de 1812, cit., pág.
20.
20
D. E. ASHFORD: La aparición de los Estados de bienestar, trad. de B. Gimeno, Ministerio de Trabajo
y Seguridad Social, 1989, pág. 337.
18
7
“el Gobierno, por la naturaleza de sus facultades, puede reunir datos, noticias y
conocimientos suficientes para formar idea exacta del estado de la Nación en general, y
del particular de cada provincia en todo lo relativo á la agricultura, industria y
comercio…” (pág. 105).
También hay que reconocer que la Constitución de 1812 no deja de contener algunas
alusiones al trabajo, aunque no se refieran precisamente a su contenido “social” y a la
necesidad de su protección; antes bien, se trata de reglas que se ocupan del trabajo como
requisito de ciudadanía en ciertos supuestos.
Así ocurre con la disposición contenida en el art. 20, que reconoce el derecho a obtener
carta especial de ciudadanos a aquellos extranjeros que, habiendo “traído o fijado en las
Españas alguna invención ó industria apreciable” o “establecídose en el comercio con
un capital propio y considerable”21 contraigan matrimonio con española. El precepto
estaba refiriéndose claramente al reconocimiento de la ciudadanía española a fabricantes
y comerciantes extranjeros de importancia, pero no contemplaba a los trabajadores por
cuenta ajena o asalariados.
Otra referencia al trabajo, ésta sí comprensiva tanto de actividades por cuenta propia
como ajena, se encuentra en el art. 21 de la Constitución, cuando considera ciudadanos
a los hijos legítimos de extranjeros domiciliados en las Españas, nacidos en dominios
españoles, mayores de 21 años, y avecindados en esos dominios, “ejerciendo (…)
alguna profesión, oficio o industria útil”.
Igualmente se reputaban ciudadanos a aquéllos españoles “originarios del África” que,
entre otros requisitos, ejercieran “alguna profesión, oficio o industria útil con un capital
propio”, mención esta última que parecía excluir a los trabajadores por cuenta ajena (art.
22).
En otras ocasiones, la condición laboral no sólo no es fuente de derechos sino que es
causa de limitaciones y sanciones. Así, determinadas situaciones laborales provocaban
la pérdida o suspensión de la condición de ciudadano. En tal sentido, el art. 24.2º de la
21
Un tercer requisito posible, y alternativo, era el de haber “adquirido bienes raíces por los que pague una
contribución directa”.
8
Constitución sancionaba con tal pérdida el “admitir empleo de otro Gobierno” (art.
24.2º), y el art. 25 preveía la suspensión de los derechos de ciudadano a quienes
tuvieran el “estado de sirviente doméstico” o carecieran de “empleo, oficio o modo de
vivir conocido”22; normas estas que se hacían eco de la distinción entre la condición de
español y la de ciudadano, “de la que vino a resultar la negación a una parte de aquéllos
de los derechos políticos que sólo a éstos últimos se reconocían”23. El art. 23, por su
parte, circunscribía el derecho a “obtener empleos municipales y elegir para ellos” a los
ciudadanos españoles.
En fin, en un par de preceptos de la Constitución del 12 puede apreciarse una tímida
insinuación de lo que habían de ser mucho más tarde los grandes instrumentos del
Estado de bienestar -la Seguridad Social, el Sistema Nacional de Salud y los Servicios
Sociales-. Así, el art. 321.6º encomendaba a los Ayuntamientos la función de “cuidar de
los hospitales, hospicios, casas de expósitos y demás establecimientos de beneficencia”,
y el art. 335.8º atribuía a las Diputaciones la misión de “cuidar de que los
establecimientos piadosos y de beneficencia llenen su respectivo objeto, proponiendo al
Gobierno las reglas que estimen conducentes para la reforma de los abusos que
observaren”. También aquí se aprecia la influencia francesa, pues entre las
“disposiciones fundamentales” de la Constitución de 1791 se encontraba el compromiso
de mantener un “établissement général de secours publiques” a favor de inválidos y
pobres.
III. EL TRABAJO EN LAS CONSTITUCIONES DE 1837, 1845, 1869 y 1876
Con el regreso a España de Fernando VII “el Deseado” el 24 de marzo de 1814, se
produce la vuelta al absolutismo, iniciada formalmente con el Real Decreto contenido
en el Manifiesto de Valencia de 4 de mayo de 1814 –inspirado a su vez en el llamado
Manifiesto de los Persas (obra de cerca de un centenar de diputados partidarios de la
monarquía tradicional o “serviles”)- que procedió a anular la Constitución gaditana y
demás Decretos de las Cortes de Cádiz. La Constitución doceañista, no obstante, fue
22
El art. 25.6º de la Constitución de 1812 preveía que “Desde el año 1830 deberán saber leer y escribir
los que de nuevo entren en el ejercicio de los derechos del ciudadano”, con lo que la masa de analfabetos
quedaba al margen de esos derechos (salvo que el optimista constituyente pensara que en 1830 se habría
erradicado el analfabetismo).
23
T.R. FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ: La Constitución de 1812: utopía y realidad, cit., pág. 21.
9
recuperada, tras el pronunciamiento de Riego el 1 de enero de 1820, por el Manifiesto
Regio del 10 de marzo de 1820, en el que el mismo monarca, abriendo el “trienio
constitucional”, de corte liberal-moderado, de su reinado, declaró haberla jurado,
pronunciando la célebre frase “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda
constitucional”. Ello no impidió que otro Manifiesto Regio, éste de 1 de octubre de
1823, iniciara un nuevo y largo período absolutista, la “década ominosa” propiciada,
tras la destitución temporal del Rey, por una nueva invasión francesa (7 de abril de
1823), ahora de “los cien mil hijos de San Luis” comandados por el duque de Angulema.
Fernando VII volvió a calificar, como había hecho en 1814, de “tiránica”, injusta y nula
a la Constitución doceañista, declarando asimismo “nulos y de ningún valor” todos los
actos del Gobierno dictados desde el 7 de marzo de 1820 al 1 de octubre de 182324.
Tras la muerte del Rey en septiembre de 1833,
se mantiene la suspensión de la
Constitución gaditana, hasta que los sargentos amotinados en La Granja obligan a la
Reina regente, María Cristina de Nápoles, el 12 de agosto de 1836, a reponerla y a
aceptar un gobierno radical. Dicha reposición duró un año escaso, pues el 18 de junio
de 1837 se promulgó una nueva Constitución, cuyo proyecto elaboró una comisión
presidida por Argüelles. El nuevo texto, que se presentaba como revisión de la
constitución del 12, al ser producto de la aceptación por los progresistas de algunas tesis
doctrinarias 25 , era muy distinto de su antecedente –así, consagraba la soberanía
compartida entre Rey y Cortes-. La Constitución de 1837 es coetánea de la emergencia
del movimiento obrero, centrado en las décadas de los 30 y los 40 en acciones
revolucionarias entre las que destacó la destrucción de telares mecánicos o “selfactinas”
(en 1835 los obreros habían provocado el incendio de la fábrica catalana de El Vapor).
Una Real Orden de 28 de febrero de 1839 admitió y fomentó la creación de sociedades
obreras de socorros mutuos destinadas a subvenir las necesidades de obreros enfermos o
en paro; años después, dicha Real Orden fue declarada en suspenso por otra de 25 de
agosto de 1853, que alegó el incumplimiento de aquélla y dispuso la aplicación a las
24
El texto de estos manifiestos, en J. DE ESTEBAN: Constituciones españolas y extranjeras, I,
Taurus1977, págs 125 y ss. Cfr. R. M. PÉREZ MARCOS: “Las reformas de Cádiz: lo que se hizo y lo
que se pudo hacer”, y P. GONZÁLEZ-TREVIJANO: “El concepto de Nación en la Constitución de
Cádiz”, ambos en J. A. ESCUDERO (Dir.): Cortes y Constitución de Cádiz 200 años, cit., tomo II,
respectivamente pág. 186 y 192, y pág. 611. El propio Decreto de 1813 fue anulado por una Real Orden
de 15 de junio de 1815, y luego rehabilitado por otro de 6 de diciembre de 1836.
25
M. ARTOLA: La burguesía revolucionaria (1808-1869), cit., pág. 197.
10
sociedades de socorros mutuos de las normas, más rigurosas, sobre compañías
mercantiles por acciones (Ley de Sociedades Anónimas de 28 de enero de 1848 y su
reglamento); en fin, otra Real Orden, ésta de 26 de noviembre de 1859, vuelve a
establecer un régimen de autorización específico para las referidas sociedades obreras.
Muestra de la accidentada vida de estas sociedades fue la emblemática Sociedad de
mutua protección de tejedores de ambos sexos fundada en Barcelona en 1840, por cierto
sin ajustarse a la legalidad, siendo disuelta por R. O. de 9 de diciembre de 1841, vuelta
a autorizar por otra R.O. de 29 de marzo de 1842, y de nuevo disuelta por un Bando del
Jefe Superior Político de Barcelona, de 16 de enero de 1843; episodios que se
multiplican durante una larga etapa en la que se alternan las prohibiciones y las
autorizaciones de la acción asociativa de los trabajadores26.
La Constitución del 37 es aún más escueta que la de Cádiz en sus referencias al trabajo.
En primer lugar, reitera (art. 1.4º) la regla de la Constitución gaditana que hacía perder
la condición de español al que admitiera “empleo de otro Gobierno”, aunque ahora se
añade limitativamente “sin licencia del Rey”. Por otra parte, en segundo y último lugar,
declara, con fórmula que ciertamente había de alcanzar fortuna en nuestro Derecho
constitucional, que todos los españoles “son admisibles a los empleos y cargos públicos,
según su mérito y capacidad” (art. 5)27, fórmula ésta que recuerda a la del preámbulo de
la Constitución francesa de 1791 cuando declara que todos los ciudadanos son
admisibles a los cargos públicos atendiendo sólo a sus “vertus et talents”.
La década de los 40 conoció también graves alteraciones políticas: la renuncia de María
Cristina abre paso al Ministerio-Regencia del general Espartero (1840), emblema del
liberalismo radical, que inicia un período de tres años de poder absoluto de los
progresistas (prácticamente, una dictadura “que actúa en nombre de la democracia y de
la libertad”)28. En 1843 se desencadena un proceso de revueltas revolucionarias en toda
España que culmina con la victoria militar de otro general, Narváez, sobre Espartero.
26
Cfr. los textos de esas disposiciones en A. MARTÍN VALVERDE et al.: La legislación social en la
historia de España. De la revolución liberal a 1936, Congreso de los Diputados, Madrid, 1987, págs. 8 y
ss.
27
Fórmula que hoy acogen los arts. 23.2 y 103.3 de la vigente Constitución de 1978.
28
É. TÉMIME, A. BRODER y G. CHASTAGNARET: Historia de la España contemporánea, Ariel,
Barcelona, 1982, pág. 60.
11
El 23 de mayo de 1845 se promulga por Isabel II una nueva Constitución, de corte
liberal-moderado, siendo presidente del Consejo Narváez. La nueva ley fundamental se
limita a reproducir, en lo que a nosotros interesa, lo dispuesto en los citados arts. 1.4º y
5 de la Constitución de 1837, en los de igual numeración.
El derecho de los españoles a ser admitidos en los empleos y cargos públicos de acuerdo
con su mérito y capacidad se volvía a recoger en el art. 6 de la non nata Constitución
democrática de 1856, aprobada por las Cortes pero no promulgada, elaborada todavía
dentro del “bienio progresista” iniciado tras los sucesos revolucionarios de 1854
culminados el 30 de junio en la “Vicalvarada”. La proyectada Constitución añadía la
puntualización de que “para ninguna distinción ni empleo público se requiere la calidad
de nobleza” (art. 6). El citado proyecto repetía en su art. 1.4º la conocida regla de que la
cualidad de español se pierde por admitir empleo de otro Gobierno sin licencia del Rey.
El fracaso de dicho proyecto determinó el abrupto restablecimiento, por un simple
Decreto, de la Constitución de 1845, en la que se introdujeron ciertas modificaciones
liberalizadoras 29 . La misma suerte que el proyecto de Constitución la corrió el
importante proyecto de Ley de Alonso Martínez presentado a las Cortes Constituyentes
el 8 de octubre de 1855, que incluía, entre otras, reglas sobre la fundación de sociedades
de fabricantes u operarios, y en particular sobre las sociedades de socorros mutuos. El
Código Penal de 1848 (seguido en esto por el de 1850) tipificaba como delito contra la
seguridad interior la pertenencia a “sociedades secretas” (art. 202 y ss.) y demás
asociaciones ilícitas (arts. 205 y 206), y como delito contra la propiedad las
“maquinaciones para alterar el precio de las cosas” y específicamente las coligaciones
“con el fin de encarecer o abaratar abusivamente el precio del trabajo o regular sus
condiciones” (art. 450, que proscribía tanto el sindicato como su actividad típica, la
negociación de condiciones de trabajo).
La Constitución de la Monarquía Española aprobada el 1 de junio de 1869, expresión
del demoliberalismo anticipado en la revolución, fue proyectada por una Comisión de la
29
El Real Decreto de 15 de septiembre de 1856, refrendado por el Presidente del Consejo de Ministros,
Leopoldo O’Donnell, modificaba además la citada Constitución en los términos que constaban en un Acta
adicional de carácter liberalizador; acta derogada casi de inmediato por Real Decreto de 14 de octubre de
1856, siendo Presidente del Consejo Ramón María Narváez. Algo después, y siempre bajo el reinado de
Isabel II, la Ley de 17 de julio de 1857 introdujo ciertas reformas constitucionales relativas a los
miembros de los Cuerpos legisladores, y en especial del Senado; ley derogada por la de 20 de abril de
1864, siendo Presidente del Consejo Alejandro Mon.
12
que formaron parte, entre otros, Olózaga, Ríos Rosas, Montero Ríos, Moret, Posada
Herrera y Francisco Silvela30, e instauró una monarquía constitucional resultado de la
coalición de progresistas y unionistas liberales31. La Constitución del 69, promulgada
tras el destronamiento de Isabel II en el que desembocó la Revolución “gloriosa” de
1868, tuvo el gran mérito de incorporar, además del sufragio universal (art. 16), los
derechos individuales de libre emisión de ideas y opiniones y los colectivos de reunión
pacífica y asociación “para todos los fines de la vida humana que no sean contrarios a la
moral pública” (art. 17), derechos que ya había anunciado, junto con la libertad religiosa,
de enseñanza y de imprenta, el Manifiesto del Gobierno Provisional presidido por el
general Serrano, de 25 de octubre de 1868, y que se habían regulado de inmediato por
sendos Decretos-leyes: el de 1 de noviembre de 1868 reconoció “el derecho de reunión
pacífica para objetos no reprobados por las leyes” (art. 1), y el de 20 de noviembre de
1968 reconoció el derecho de asociación, que la E. de M. de la norma extendía a los
obreros al reconocer que “movimientos sociales surgen de día en día [y] no pueden ser
sometidos sin dolorosa violencia a la representación de las asociaciones primitivas e
históricas”, siendo así que “nuevos organismos creados por la acción espontánea de una
sociedad que progresa (…) acuden constantemente pidiendo plaza y derecho”.
Obviamente, el Gobierno Provisional estaba reconociendo la necesidad de que los
viejos gremios fueran sustituidos por los nuevos sindicatos. Lógicamente, la libertad de
asociación no impedía la proscripción de las asociaciones delictivas, que podían ser
suspendidas e incluso disueltas (art. 19). Esos derechos de reunión pacífica y asociación
dieron inicial cobertura y fomento al incipiente sindicalismo, que tardaría mucho tiempo
en ser reconocido expresamente por una Constitución (la de 1931) y regulado por una
Ley específica (la de asociaciones profesionales de 1932). El Código Penal de 1870
circunscribió la tacha de ilicitud a las asociaciones cuyo objeto fuera delictivo contrario
a la moral pública (art. 198), aunque mantuvo el delito de maquinación para alterar el
precio de las cosas.
También acogió la Constitución de 1869 la libertad de los extranjeros de establecerse en
territorio español, “ejercer en él su industria, o dedicarse a cualquier profesión para
cuyo desempeño no exijan las leyes títulos de aptitud expedidos por las autoridades
30
Vid. M. FERNÁNDEZ ALMAGRO: Historia política de la España contemporánea, 1868-1865,
Alianza Editorial, Madrid, 1968, pág. 45, y J. M. VERA SANTOS: Las Constituciones de España.
Constituciones y otras leyes y proyectos políticos de España, cit., pág. 380.
31
Cfr. R. CARR: España 1808-1975, cit., pág. 307.
13
españolas” (art. 25) y, una vez más, el derecho de todos los españoles a acceder a los
empleos y cargos públicos “según su mérito y capacidad” (art. 27), norma ésta a la que
se añadía la de que “la obtención y el desempeño de estos empleos y cargos, así como la
adquisición y el ejercicio de los derechos civiles y políticos, son independientes de la
religión que profesen los españoles”32. Rasgo significativo de la Constitución de 1869
era la concepción no taxativa de los derechos en ella reconocidos; como decía su art. 29,
“la enumeración de los derechos consignados en este título (el I) no implica la
prohibición de cualquier otro derecho no consignado expresamente”. Con todo, la
Constitución, como el régimen revolucionario del 68 en su integridad, tuvo en lo social
“un alcance muy limitado”33.
Un proyecto de Constitución Federal de la República Española fue presentado a las
Cortes Constituyentes de la I República el 17 de julio de 1873, proyecto que fue
discutido en sólo tres días, y que decayó a causa de la tremenda inestabilidad política
del momento, agravada por los episodios de secesionismo cantonal. Dicho proyecto,
“fruto aún más genuino de la revolución de septiembre que el de 1869, por instaurar la
32
Esta regla es congruente con la actitud de la Constitución de 1868 respecto de la cuestión religiosa. En
efecto, aunque el art. 21 de ésta proclamaba en su primer párrafo que “la Nación se obliga a mantener el
culto y los ministros de la religión católica”, en el segundo párrafo disponía que “el ejercicio público o
privado de cualquiera otro culto queda garantizado a todos los extranjeros residentes en España, sin más
limitaciones que las reglas universales de la moral y del derecho” (clara invocación ésta al Derecho
natural), concluyendo en el tercero que “si algunos españoles profesaren otra religión que la católica, es
aplicable a los mismos todo lo dispuesto en el párrafo anterior” (párrafo que evidencia el convencimiento
del constituyente acerca del escaso número de españoles apartados de la fe católica). Contrastan estos
preceptos con lo dispuesto en el art. 12 de la Constitución de Cádiz: “La religión de la Nación española es
y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes
sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”. La Constitución de 1837 se limitó a disponer que
“la Nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la Religión católica que profesan los
españoles” (art. 11), regla a la que el frustrado proyecto constitucional de 1856 quiso añadir: “Pero
ningún español ni extranjero podrá ser perseguido por sus opiniones o creencias religiosas, mientras no
las manifieste por actos públicos contrarios a la religión” (art. 14). En fin, adoptando en parte reglas
precedentes y añadiendo otras nuevas, la Constitución de 1876 proclamó en su art. 11: “La Religión
católica, apostólica, romana es la del Estado [no sólo la de la Nación]. La Nación se obliga a mantener el
culto y sus ministros. / Nadie será molestado en territorio español por sus opiniones religiosas, ni por el
ejercicio de su respectivo culto, salvo el respeto debido a la moral cristiana. / No se permitirán, sin
embargo, otras ceremonias ni manifestaciones públicas que las de la religión del Estado”. El Proyecto de
Constitución de 1873 intentó romper tajantemente con esta tradición proclamando que “queda separada la
Iglesia del Estado” (art. 35), volviendo la Constitución de 1876 a esa tradición: “La religión católica,
apostólica, romana es la del Estado. La nación se obliga a mantener el culto y sus ministros. / Nadie será
molestado en territorio español por sus opiniones religiosas, ni por el ejercicio de su respectivo culto,
salvo el respeto debido a la moral cristiana. / No se permitirán, sin embargo, otras ceremonias
manifestaciones públicas que las de la religión del Estado” (art. 11). La Constitución de 1931 declararía,
más de medio siglo después, que “el Estado español no tiene religión oficial” (art. 3), añadiendo varias
disposiciones en la materia (arts. 26 y 27).
33
M. ARTOLA: La burguesía revolucionaria (1808-1869), cit., pág. 374.
14
República”34, volvía a incluir, en la tabla de derechos fijada ya en su preámbulo, los
genéricos derechos de reunión y asociación pacíficas y, por primera vez en la historia de
nuestro constitucionalismo, reconocía la “libertad del trabajo”; derechos a los que (junto
con los derechos a la vida, seguridad, dignidad, libertad de pensamiento y expresión,
difusión de las ideas, propiedad, igualdad ante la ley y ciertos derechos procesales) se
reconocía expresamente, en la línea de la Declaración francesa de Derechos del hombre
y del ciudadano de 1798, carácter de “naturales”, y como tales “anteriores y superiores a
toda legislación positiva”; proclamación que, sin embargo, muchos consideraban como
un lastre para gobernar un país sumido en una gravísima crisis. El articulado del
proyecto desarrollaba algunos de esos derechos naturales, aunque sin manifestar “la
menor aspiración revisonista del orden social vigente” 35 . El proyecto disponía que
ningún español en el pleno goce de sus derechos civiles podía ser privado “del derecho
de reunirse y asociarse pacíficamente para todos los fines de la vida humana que no
sean contrarios a la moral pública” (art. 19, segundo párrafo), y que “nadie impedirá,
suspenderá ni disolverá ninguna asociación cuyos estatutos sean conocidos oficialmente
y cuyos individuos no contraigan obligaciones clandestinas” (art. 25, aplicable, como el
19, a las asociaciones de patronos y de obreros, y que proscribía las sociedades secretas
revolucionarias del tipo de la famosa “Mano Negra”). Asimismo, el proyecto insistía en
el derecho de los extranjeros a establecer su industria o dedicarse a cualquier profesión
en territorio español (art. 27).36 Liquidado nuestro primer experimento republicano, el
general Serrano disolvió, por Decreto de 10 de enero de 1874, todas las sociedades que
conspiraran contra la seguridad pública, y expresamente “la llamada Internacional”
(esto es, la federación regional española de la Asociación Internacional de Trabajadores)
a la que se acusaba de atentar “contra la propiedad, contra la familia y demás bases
sociales”.
Nuestra última ley fundamental del siglo XIX fue la Constitución de la Monarquía
Española promulgada durante el reinado de Alfonso XII, el 30 de junio de 1876, cuya
vigencia se prolongó hasta 1923, fecha en que quedó “suspendida pero no cancelada”
por el general Primo de Rivera. La Constitución del 76 se inspiraba en las ideas liberalconservadoras de paz y orden, propias de la monarquía doctrinaria, y debió su texto
34
M. FERNÁNDEZ ALMAGRO: Historia política de la España contemporánea, cit., pág. 173.
M. ARTOLA: La burguesía revolucionaria (1808-1869), cit., pág. 394.
36
Profesiones “para cuyo desempeño no exijan las leyes títulos de aptitud expedidos por las autoridades
españolas”, como añadía el citado art. 27, haciendo suya la fórmula de la Constitución de 1869.
35
15
articulado al esfuerzo personal de Cánovas, que trabajó sobre las bases de un
anteproyecto elaborado por la llamada “Comisión los Notables” 37 . La Constitución
proclama que “cada cual es libre de elegir su profesión y de aprenderla como mejor le
parezca” (art. 12), lo que supone el primer reconocimiento constitucional de la libertad
de trabajo en España, más allá de la específica libertad de acceder a empleos públicos,
proclamada también en Constituciones precedentes. Por otra parte, la Constitución
canovista vuelve a reconocer los derechos a “reunirse pacíficamente” y a “asociarse
para los fines de la vida humana” (art. 13, en cuyo desarrollo habían de promulgarse las
Leyes de 8 de enero de 1877 y 30 de junio de 1887) y a acceder a empleos y cargos
públicos “según mérito y capacidad” (art. 15).
IV. CONCLUSIÓN
En síntesis, el constitucionalismo español del siglo XIX cuando abordó la realidad del
trabajo lo hizo con extrema parquedad y en general de modo accesorio, como
correspondía a la óptica liberal –fuera liberal-progresista o liberal-conservadora- de la
época; así, no llegó más allá de proclamar la libertad de profesión u oficio, y de
reconocer, tras la revolución de 1868, los derechos de reunión y asociación genéricos,
dentro de los que podía interpretarse que se hallaban incluidos las específicas reuniones
y asociaciones de patronos y obreros.
Al margen del reconocimiento de estos derechos, las Constituciones del XIX se
limitaban a considerar el ejercicio de profesión u oficio útiles como título de ciudadanía
de los hijos de extranjeros nacidos en España (Const. De Cádiz, art. 21). Otras veces, la
actividad laboral era óbice para la ciudadanía; así, el servicio a otro Gobierno (Const. de
Cádiz, art. 24.2º; con matices, Const. de 1837 y 1845, en ambas, art. 1.4º) y la condición
de empleado doméstico (Const. de Cádiz, art. 25), como también lo era la falta de
empleo. Más preocupadas por el empleo público que por el privado, las Constituciones
del siglo XIX acuñan el principio de acceso a los empleos y cargos público de acuerdo
con el mérito y la capacidad (Const. de 1837 y 1845, en ambas, art. 5; Const. de 1869,
art. 27; Const. de 1876, art. 15). Las leyes fundamentales decimonónicas se ocupan
asimismo de reconocer la libertad de los extranjeros para desempeñar oficios en España,
con ciertos límites (Const. de 1869, art. 25), y, por fin, la libertad de elección de
37
M. FERNÁNDEZ ALMAGRO: Historia política de la España contemporánea, cit., pág. 295.
16
profesión (Const. de 1876, art. 129, inspirado, aunque menos afortunado que él, en el
preámbulo del Proyecto non nato de 1873, que proclamaba la “libertad del trabajo”).
Para concluir, hay que insistir en que, aun siendo muy modesta la aportación del
constitucionalismo decimonónico al reconocimiento de los derechos de los trabajadores,
no cabe ignorar que sus principios supusieron la ruptura con el Antiguo Régimen,
basado en una concepción estamental y cuasi servil del trabajo. La Constitución de 1812
y las que la sucedieron a lo largo del siglo XIX fueron, pues, los primeros, tímidos pero
necesarios pasos que, bien entrado el siglo XX, había de continuar y potenciar nuestro
moderno Derecho constitucional.
17
Descargar