ménadesymeninas Luis Nishizawa: tradición y originalidad Mario Saavedra La ventana son mis ojos y el todo exterior está dentro de mí Carlos Pellicer La obra plástica de Luis Nishizawa (Hacienda de San Mateo Ixtacalco, Cuautitlán, 1918 - Toluca, Estado de México, 2014) constituye un buen ejemplo de los más generosos atributos del sincretismo cultural, en su específico caso potenciado además por ese siempre alentador cauce en la evolución estética que el polígrafo castellano Pedro Salinas identifica en su ensayo Jorge Manrique: Tradición y/o originalidad como la única vía posible en el desarrollo del arte. De padre japonés y madre mexicana, Nizhizawa ingresó a la Academia de San Carlos en 1942, donde su vocación artística acabó de afianzarse y encontrar el terreno propicio para consolidar una vena ex­presiva que se había manifestado desde su infancia. Desde su primera exposición individual en el Salón de Artes Plásticas en 1951, llamaron especialmente la atención su poético sentido de simplificación de las formas y su honda comprensión de la naturaleza que, tras el tamiz de sus sentidos y sus trazos, adquiere una dimensión metafísica que la tras­ciende, manifestando así un peculiar don como paisajista que lo emparienta —como su sucesor indirecto más notable— con artistas como José María Velasco y Gerardo Murillo. 26 | casa del tiempo La madre, temple sobre papel, 1959 ménades y meninas | 27 La pasión de Ixtapalapa, técnica mixta sobre fibracel, 1950 Con un estilo muy personal y definido de la figuración, el arte de Nishizawa se mueve con solvencia y maestría de un manifiesto realismo hacia un expresionismo con una nutrida carga de influen­cias orientales, de ida y regreso, exhibe sus profundas raíces tanto mexicanas como japonesas. Un artista prolífico sobre todo en el arte del caballete con el que trabajó en diferentes técnicas y formatos, qué duda cabe que son precisamente sus paisajes los que mejor definen su carta de identidad, donde se reconocen el oficio decantado, la sagacidad expresiva y la imaginación sin freno de un ilusionista dotado. 28 | casa del tiempo Como escribió Umberto Eco en su Obra abierta, con respecto a la implicación de un destinatario-activo que se busca complete el sentido de la creación artística y cierre así el ciclo, Nishizawa se refirió en varias ocasiones a su deseo de no pretender ofrecer una expresión de significados acabados, en cuanto su espectador-ideal es quien espera acabe o incluso mejore las posibilidades de su obra. En este sentido, la creación abierta de nuestro poeta-pintor constituye apenas una feliz provocación que suscita un diálogo abierto, un debate constructivo, a partir de un acto de seducción que desemboca a su vez en gozoso acto de complicidades. Tanto su obra de caballete como la de gran formato, incluidos sus murales, constituyen un mapa de este infatigable cazador de objetos que, potenciados por la luz, se transforman en universos poéticos con voz y vida propias, porque “la pintura es poesía que se ve”, como decía Leonardo da Vinci. El artista se desplaza por el mundo de los objetos, de las presencias vívidas, y sólo se detiene para capturarlas con su sensibilidad a flor de piel para redimensionarlas en ese microcosmos de la creación donde vislumbramos la magnificencia y la dignidad que en la cotidianidad parecieran desdibujarse y pasar inadvertidas a los sentidos y la preocupación de una humanidad homocéntrica e inconsciente. Entonces prácticamente todo se torna dócil y materia propicia para el arte, claro, si hay una mano diestra y una mirada inteligente que sepa recoger “la esencia de su ser”, parafraseando a Milan Kundera. En la obra de un artista como Nishizawa se reconocen, así, honestidad y verdad, como lo pretendía Velázquez; sólo de esa manera, cuando hay talento y oficio, no existen caminos erróneos o equivocados, porque en manos del artista auténtico se hacen provechosos y eficaces, reveladores. La verdad del arte no tiene que ver con su capacidad para reproducir la realidad exterior al pie de la letra —en este sentido, su mirada no tiene por qué ser objetiva—, sino más bien por la manera en que emociona y trastoca la vida de quienes la admiran, de quienes son capaces de percibir el alma que es puente de comunión entre el creador, la obra con todos sus contenidos y atributos, y el destinatario sensible a su llamado. Acto esteticista y a la vez lúdico, la obra de Luis Nishizawa revela a un creador que fue siempre inquieto y provocador, porque el arte no está hecho en el ahora inmediato e inamovible de su concepción, sino que es reiteración regenerativa de un discurso que se reconstruye y enriquece de frente a los distintos tiempos y sensibilidades que justifican el porqué de su existencia. Si bien un artista es también un individuo social y cultural que se explica en la coordenada del ser y sus circunstancias del cual habla Ortega y Gasset, de igual modo es un ente atemporal que mediante su creación trasciende su época y dialoga con otros contextos y épocas. Artista de muy diversos matices y emociones, en él coinciden y se sobreponen el sentimiento trágico y la sensualidad, el grito desaforado y el silencio —tampoco le teme, por ejemplo, al vacío, al espacio en blanco—, la indagación metafísica y la audacia meramente esteti­ cista. Cada propuesta o hallazgo suyo está matizado por el tamiz de la emoción y de la forma, sobre la brújula de una inteligencia siempre vinculada a un oficio técnico que el artista domina y controla para el alcance de los fines de su inaplazable vocación. Sin ser presa ni de la tradición ni de la moda, en Nishizawa se logra expresar el artista que en la unidad personal de su creación dialoga con otras épocas y con su presente, con la propia proyección hacia futuro de un ser cuya atemporalidad responde a la trascendencia de lo que es capaz de crear y expresar. Mediante un vigoroso diálogo con sus antepa­sados, es posible reconocer en él ese clima de introspección nacional implícito en la obra de sus mayores, como se deja ver en sus manifiestos homenajes a Siqueiros, ménades y meninas | 29 Niños armando un judas, óleo sobre tela sobre masonite, 1953 Rivera y Orozco, o al mismo Tamayo, ya sea mediante ensoñaciones —angelicales y felices unas, monstruosas y aterradoras otras—, de reinterpretaciones de pasajes de la historia o de escenas festivas de nuestras tradiciones. Sus tributos a otros artistas implican todas las veces una asimilación de quienes han forjado nuestra identidad cultural: su acercamiento al dibujo expresionista de Orozco, por ejemplo, es el cauce indispensable para conectar su emoción trágica en litografías como “Caín”; o su no menos personal lectura del esperpento valle-inclanesco —otro vínculo entre España y México— lo liga a su vez al Goya negro, o incluso al más remoto Bosco de “El jardín de las delicias”. Educado en la llamada “escuela mexicana”, su obra primera muestra un apego a sus maestros de formación, entre otros, Julio Castellanos, Luis Sahagún, Alfredo Zalce, José Chávez Morado y sobre todo Benjamín Coria. Hijo de su tiempo, en la obra de Nishizawa coinciden los más consistentes hallazgos y virtudes tanto de la tra­dición como de la modernidad, en la expresión decantada de un artista cuya poética se sostiene sobre todo en una asimilación de toda clase de cauces estéticos que se entrecruzan. Más allá del folclorismo que suele demeritar los invaluables aciertos de esta corriente artística, Nishizawa recupera y revalora sus aportaciones de las cuales abreva con entusiasmo y convicción, por ejemplo su espíritu de búsqueda con respecto a lo que de verdad nos identifica y hace únicos, y por lo mismo, entidad cultural entrañable. Es el caso específico, por ejemplo, del mural “El aire es vida”, donde recrea niños y deidades prehispánicas, con escalas en estados como Chiapas, Oaxaca, Yucatán o Chihuahua, y tras esa honestidad llamó al entusiasmo de artistas de la talla de David Alfaro Siqueiros, o de los japoneses Foujita 30 | casa del tiempo y Toneyama, por un singular sincretismo de voces profundas que al unísono se expresan en una obra tan suya como universal. Maestro Emérito y doctor Honoris Causa de la unam y Premio Nacional de Artes en 1996, Premio “Tesoro Sagrado del Dragón” por el gobierno de Japón, Miembro Numerario de la Academia de Artes y Creador Emérito del Conaculta, Luis Nishizawa nos ha legado una extraordinaria obra presente en espacios de la ciudad de México —son parte ya de su fisonomía— como el Centro Cultural Martí, el Centro Cultural Universitario, la Procuraduría General de la República, la sep, el inba; o del interior de la República, como la Unidad del Seguro Social de Celaya, el Archivo General del Estado de México; o del extranjero, como la Esta­ción del metro Keisei de Narita, en Japón. Su creación puede ser admirada en museos como el de Arte Moderno, el Carrillo Gil o el de la Estampa, en la ciudad México; o el de Arte Moderno del Centro Mexiquense de Cultura y el de las Bellas Artes, en Toluca, donde además tuvo por mucho años su muy activo e irradiante Museo-Taller donde se exhiben óleos, acuarelas, grabados, mixografías, vitrales y un gran mural; o el de la Estampa Mexicana, en Bulgaria; o el de Arte Moderno de Kioto, el Shinanu de Nagano, el de la Cultura de la compañía Mikubisi de Yokohama, en Japón. Muchas colecciones privadas han sido enriquecidas con el talento de este mexicano universal. Un artista de la talla de Luis Nishizawa nos ha legado no sólo su magnífica obra multiforme y diversa, que ya sobra y basta para situarlo en el lugar que se merece, sino además un luminoso signo de identidad que lo trasciende, porque en él coinciden con fortuna tradición y originalidad. ménades y meninas | 31