ARL Conmemoración de los fieles difuntos … en Cristo a una vida nueva. El domingo XXXI del tiempo Ordinario coincide este año con la Conmemoración de los fieles difuntos, que tiene fecha fija en el 2 de noviembre. La liturgia del día nos ofrece tres esquemas para la santa misa, con oraciones y lecturas bíblicas diferentes. La reflexión y estas consideraciones, serán sobre la Palabra de Dios de la primera misa. El Domingo, es el día del Señor, es la Pascua semanal. En este día recordamos la resurrección de Cristo, preludio y garantía de nuestra resurrección definitiva, como dice el Credo, cuando Dios vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos y su Reino no tendrá fin; cuando la resurrección de la carne no será ya más una verdad creída sino una realidad vivida por quienes ya forman parte de la eternidad con su propia alma. La fe en la resurrección de los cuerpos, desde siempre ha buscado y dirigido en la fe cristiana un auténtico culto a los muertos que al paso de los siglos se manifiesta y organiza de muy diferentes modos, en nuestros cementerios que en un tiempo se llamaban camposantos, o sea campos de las almas santas y elegidas de Dios; son los lugares donde conservamos los restos mortales de nuestros seres queridos en espera de la resurrección definitiva; pero también son el punto de referencia, un llamado constante a la realidad de nuestra vida que tiene en la muerte su penúltima cita porque es el paso obligado, del que ninguno está exento, hacia la eternidad. Para aquellos que son considerados santos ya en vida y mueren en olor de santidad, la muerte es precisamente llamada “tránsito”, o sea, paso; no extinción ni destrucción sino vida y esperanza en un futuro mejor. La antífona de entrada de la misa de hoy nos recuerda que Jesús ha muerto y ha resucitado; así también a los que han muerto en Jesús, Dios los reunirá junto a él. Y como todos mueren en Adán, así en Cristo todos tendrán la vida (1Ties 4, 14; 1Cor 15, 22). El recuerdo anual de nuestros seres queridos nos lleva a pensar mejor en perspectiva de eternidad y de resurrección, no solo de la que vendrá al final de los tiempos sino también de la resurrección espiritual continua a la que estamos llamados cada día por la Palabra de Dios que nos invita a vivir según las enseñanzas de Cristo y de la Iglesia. El apóstol san Pablo, en el pasaje de su carta a los Romanos que escuchamos hoy nos recuerda que en él nosotros hemos sido salvados, en el misterio de Cristo muerto y resucitado. Nuestra esperanza de una salvación que dura para siempre se funda en Cristo muerto, pero sobre todo resucitado, el que ha vencido a la muerte y que nos pone en la condición de vencer también nosotros una muerte más grande que la misma muerte corporal, la muerte del alma. Necesitamos partir de la fe en la muerte y resurrección de Cristo hacia nuestros cementerios y camposantos en estos días especiales de conmemoración de los muertos; se requiere ir con la esperanza en el corazón y, cuando sea el tiempo de partir para el último viaje, que dentro de nosotros haya esta esperanza y esta certeza. Hagamos nuestras las palabras del bueno, paciente y santo Job que se dirige así a Dios y de este modo le expresa su fe en él en los momentos más duros de su vida: “Yo sé que mi redentor vive y que al final, se levantará sobre el polvo! Después de que mi piel será arrancada, sin mi carne, veré a Dios. Yo lo veré, yo mismo, mis ojos lo contemplarán y no otro”. Veremos a Dios cara a cara, así como es en su Majestad, pero sobre todo en su Amor y en su Misericordia. No debemos tener miedo de Dios, él quiere que todos sus hijos se salven. Por eso nos ha mandado como salvador y redentor a su Unigénito Hijo Jesucristo, que es el vencedor del pecado y de la muerte. Nos lo recuerda claramente el pasaje del Evangelio de hoy, tomado de san Juan, apóstol y evangelista. Jesús ha venido a traernos la vida eterna, la alegría de una vida con él para siempre. Rechazar esta perspectiva de la fe significa hacer experiencia de una muerte más triste que la misma muerte corporal, porque es rechazar a un Dios que es amor, un Dios que te ama y se ha entregado a sí mismo por ti. Por eso, podemos rezar con el salmo 26 y proclamar desde lo profundo de nuestro corazón palabras de esperanza y de paz para nosotros y para los demás. Recordando devotamente en este día santo a nuestros seres queridos en el modo que más creamos conveniente, con la oración, la visita al cementerio, con las obras buenas, participando en la mesa de la Palabra y de la eucaristía; cada uno se puede examinar a sí mismo para leer en su intimidad qué actitud ha tenido ante el misterio de la muerte y sobre todo ante el misterio de la vida eterna. Recemos ahora con toda la Iglesia y elevemos al Señor nuestras humildes invocaciones: “Escucha, oh Dios, la oración que la comunidad de los creyentes eleva a ti en la fe del Señor resucitado, y confirma en nosotros la santa esperanza de que junto a nuestros hermanos difuntos resucitaremos en Cristo a una vida nueva”. Amén Fr. Arturo Ríos Lara, OFM. Roma, 2 de noviembre de 2014 PAGOLA Conmemoración de los difuntos Marcos 5, 33-39; 16,1-6 EN LAS MANOS DE DIOS JOSÉ ANTONIO PAGOLA Los hombres de hoy no sabemos qué hacer con la muerte. A veces, lo único que se nos ocurre es ignorarla y no hablar de ella. Olvidar cuanto antes ese triste suceso, cumplir los trámites religiosos o civiles necesarios y volver de nuevo a nuestra vida cotidiana. Pero tarde o temprano, la muerte va visitando nuestros hogares arrancándonos nuestros seres más queridos. ¿Cómo reaccionar entonces ante esa muerte que nos arrebata para siempre a nuestra madre? ¿Qué actitud adoptar ante el esposo querido que nos dice su último adiós? ¿Que hacer ante el vacío que van dejando en nuestra vida tantos amigos y amigas? La muerte es una puerta que traspasa cada persona en solitario. Una vez cerrada la puerta, el muerto se nos oculta para siempre. No sabemos qué ha sido de él. Ese ser tan querido y cercano se nos pierde ahora en el misterio insondable de Dios. ¿Cómo relacionarnos con él? Los seguidores de Jesús no nos limitamos a asistir pasivamente al hecho de la muerte. Confiando en Cristo resucitado, lo acompañamos con amor y con nuestra plegaria en ese misterioso encuentro con Dios. En la liturgia cristiana por los difuntos no hay desolación, rebelión o desesperanza. En su centro solo una oración de confianza: “En tus manos, Padre de bondad, confiamos la vida de nuestro ser querido” ¿Qué sentido pueden tener hoy entre nosotros esos funerales en los que nos reunimos personas de diferente sensibilidad ante el misterio de la muerte? ¿Qué podemos hacer juntos: creyentes, menos creyentes, poco creyentes y también increyentes? A lo largo de estos años, hemos cambiado mucho por dentro. Nos hemos hecho más críticos, pero también más frágiles y vulnerables; somos más incrédulos, pero también más inseguros. No nos resulta fácil creer, pero es difícil no creer. Vivimos llenos de dudas e incertidumbres, pero no sabemos encontrar una esperanza. A veces, suelo invitar a quienes asisten a un funeral a hacer algo que todos podemos hacer, cada uno desde su pequeña fe. Decirle desde dentro a nuestro ser querido unas palabras que expresen nuestro amor a él y nuestra invocación humilde a Dios: “Te seguimos queriendo, pero ya no sabemos cómo encontrarnos contigo ni qué hacer por ti. Nuestra fe es débil y no sabemos rezar bien. Pero te confiamos al amor de Dios, te dejamos en sus manos. Ese amor de Dios es hoy para ti un lugar más seguro que todo lo que nosotros te podemos ofrecer. Disfruta de la vida plena. Dios te quiere como nosotros no te hemos sabido querer. Un día nos volveremos a ver”. JAINKOAREN ESKUETAN José Antonio Pagola. Gaur egungo jendeak ez dakigu zer egin heriotzarekin. Batzuetan, otu ohi zaigun gauza bakarra, ezikusiarena egitea izan ohi da, eta hura aipatu ere ez egitea. Ahalik eta lasterren ahaztu gertaera triste hori, bete joan etorri erlijioso eta zibilak eta eguneroko bizitzara itzuli. Alabaina, goiz edo berandu, berriro etorri ohi da heriotza bisitan, gure etxekorik maiteenak hartzera. Nola erreakzionatu orduan geure ama bere egin duenean betiko? Zein jarrera izan bere azken agurra esan digun senar maitearen aurrean? Zer egin hainbat adiskidek geure bizitzan uzten diguten zuloaren aurrean? Pertsona bakoitza bakarka lekualdatzen duen atea da heriotza. Atea ixtean, betiko ezkutatu ohi zaigu hildakoa. Ez dakigu jada zertan den joan zaiguna. Pertsona maite eta hurbil hori Jainkoaren misterio atzeman ezinekoan ezkutatu da. Nola izan harremanik harekin? Jesusen adiskideok ez gara mugatzen, heriotza-gertaeraren aurrean pasiboki gelditzera. Kristo berpiztuagan konfiantza dugula, maitasunez eta otoitz eginez jarraitzen dugu haren lagun Jainkoarekiko topo egite misteriotsu horretan. Hildakoen kristau-liturgian ez dago atsekabe itsurik, kontrajartze bortitzik, etsipenik. Soil-soilik, konfiantzazko otoitz hau erdi-erdian: «Zure eskuetan, Aita onbera, jartzen dugu gure lagun maite honen bizia». Zein zentzu izan dezakete gaur egun hileta horiek, zeinetan heriotzaren aurrean sentimen desberdinak ditugun jendea biltzen baikara? Zer egiten ahal dugu denok batean: fededun, ez hain fededun, fededun eskas, fedegabe? Azken urte hauetan, asko aldatu gara barnez. Kritikoago gabe, baita hauskorrago eta zaurigarriago ere: sinesgabeago gara, baita ziurtasun gabeago ere. Ez dugu gauza erraza sinestea, baina zail dugu ez sinestea ere. Dudaz eta ziurtasunik gabe bizi gara, baina ez gara gai esperantza aurkitzeko. Batzuetan, hileta batera joaten garenean, guztiok egin dezakegun zerbait egitera gonbidatu ohi dut jendea, nor bere fede koskorrez. Pertsona maiteari geure barnetik esatera hitz batzuk, harekiko maitasuna agertuz eta Jainkoari dei apal bat eginez: «Zeure lagun maite zaitugu orain ere, baina ez dakigu jada zurekin nola topo egin, ezta zer egin ere zugatik. Ahula dugu gure fedea, eta ez dakigu nola egin otoitz egoki. Baina Jainkoaren maitasunaren eskuetan jarri nahi zaitugu, haren eskuetan utzi nahi zaitugu. Leku seguruagoa duzu gaur Jainkoaren maitasun hori, guk eskaintzen ahal dizuguna baino. Goza dezazula bizi bete-beteaz. Guk zu maitatzen jakin ez dugun moduan maite zaitu Jainkoak. Egun batean berriro dugu ikusiko elkar». EN LAS MANOS DE DIOS José Antonio Pagola. Els homes d'avui no sabem què fer amb la mort. De vegades, l'únic que se'ns ocorre és ignorar-la i no parlar-ne. Oblidar com més aviat millor aquest trist succés, complir els tràmits religiosos o civils necessaris i tornar de nou a la nostra vida quotidiana. Però tard o d'hora, la mort va visitant les nostres llars emportant-se els nostres éssers més estimats. Com reaccionar llavors davant aquesta mort que ens arrabassa per sempre la nostra mare? Quina actitud adoptar davant l'espòs estimat que ens diu el seu últim adéu? Què fer davant del buit que van deixant en la nostra vida tants amics i amigues? La mort és una porta que traspassa cada persona en solitari. Un cop tancada la porta, el difunt se'ns oculta per sempre. No sabem què ha estat d'ell. Aquest ésser tan estimat i proper se'ns perd ara en el misteri insondable de Déu. Com relacionar-nos amb ell? Els seguidors de Jesús no ens limitem a assistir passivament al fet de la mort. Confiant en Crist ressuscitat, l'acompanyem amb amor i amb la nostra pregària en aquesta misteriosa trobada amb Déu. En la litúrgia cristiana pels difunts no hi ha desolació, rebel•lió o desesperança. En el seu centre només una oració de confiança: "A les teves mans, Pare de bondat, confiem la vida del nostre ésser estimat" ¿Quin sentit poden tenir avui entre nosaltres aquests funerals en què ens reunim persones de diferent sensibilitat davant el misteri de la mort? Què podem fer plegats: creients, menys creients, poc creients i també no creients? Al llarg d'aquests anys, hem canviat molt per dins. Ens hem fet més crítics, però també més fràgils i vulnerables; som més incrèduls, però també més insegurs. No ens resulta fàcil creure, però és difícil no creure. Vivim plens de dubtes i d'incerteses, però no sabem trobar una esperança. A vegades, acostumo convidar els assistents a un funeral a fer alguna cosa que tots podem fer, cadascú des de la seva petita fe. Dir-li des de dins al nostre ésser estimat unes paraules que expressin el nostre amor envers ell i la nostra invocació humil a Déu: "Et continuem estimant, però ja no sabem com trobar-nos amb tu ni què fer per tu. La nostra fe és dèbil i no sabem resar bé. Però et confiem a l'amor de Déu, et deixem a les seves mans. Aquest amor de Déu és avui per a tu un lloc més segur que tot el que nosaltres et podem oferir. Gaudeix de la vida plena. Déu t'estima com nosaltres no t'hem sabut estimar. Un dia ens tornarem a veure". Conmemoración de todos los fieles difuntos 2014 (Domingo 2 de noviembre de 2014 LECTURAS 2 de noviembre Conmemoración de todos los fieles difuntos No habrá más muerte Lectura del libro del Apocalipsis 21, 1-5a. 6b-7 Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe más. Vi la Ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo y venía de Dios, embellecida como una novia preparada para recibir a su esposo. Y oí una voz potente que decía desde el trono: «Esta es la morada de Dios entre los hombres: él habitará con ellos, ellos serán su pueblo, y el mismo Dios estará con ellos. El secará todas sus lágrimas, y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó.» Y el que estaba sentado en el trono dijo: «Yo hago nuevas todas las cosas. Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin. Al que tiene sed, yo le daré de beber gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El vencedor heredará estas cosas, y yo seré su Dios y él será mi hijo.» Palabra de Dios. SALMO 26, 1. 4. 7 y 8b y 9a. 13-14 (R.: 1a; o bien: 13) R. El Señor es mi luz y mi salvación. O bien: Yo creo que contemplaré la bondad del Señor en la tierra de los vivientes. El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es el baluarte de mi vida, ¿ante quién temblaré? R. Una sola cosa he pedido al Señor, y esto es lo que quiero: vivir en la Casa del Señor todos los días de mi vida, para gozar de la dulzura del Señor y contemplar su Templo. R. ¡Escucha, Señor, yo te invoco en alta voz, apiádate de mí y respóndeme! Yo busco tu rostro, Señor, no lo apartes de mí. R. Yo creo que contemplaré la bondad del Señor en la tierra de los vivientes. Espera en el Señor y sé fuerte; ten valor y espera en el Señor. R. Todos revivirán en Cristo Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto 15, 20-23 Hermanos: Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos. Porque la muerte vino al mundo por medio de un hombre, y también por medio de un hombre viene la resurrección. En efecto, así como todos mueren en Adán, así también todos revivirán en Cristo, cada uno según el orden que le corresponde: Cristo, el primero de todos, luego, aquellos que estén unidos a él en el momento de su Venida. Palabra de Dios. EVANGELIO Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 24, 1-8 El primer día de la semana, al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro con los perfumes que habían preparado. Ellas encontraron removida la piedra del sepulcro y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. Mientras estaban desconcertadas a causa de esto, se les aparecieron dos hombres con vestiduras deslumbrantes. Como las mujeres, llenas de temor, no se atrevían a levantar la vista del suelo, ellos les preguntaron: "¿Porqué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado. Recuerden lo que él les decía cuando aún estaba en Galilea: "Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado y que resucite al tercer día"". Y las mujeres recordaron sus palabras. Palabra del Señor Guión para la Santa Misa Conmemoración de todos los fieles difuntos 2014 Domingo 2 de Noviembre Entrada: La Iglesia no olvida a ninguno de sus hijos que han salido de este mundo, sino que los abraza a todos. Participemos de esta celebración Eucarística unidos al Sacrificio redentor, en sufragio por todos los fieles difuntos. Liturgia de la Palabra Primera Lectura: Ap. 21, 1-5a. 6b-7 Dios hará nuevas todas las cosas, secará las lágrimas de todos los rostros, ya no habrá pena ni dolor Salmo Responsorial: 26 Segunda Lectura: 1 Co 15, 51- 57 La muerte ha sido vencida gracias a nuestro Señor Jesucristo. Evangelio: Lc 24,1-8 La resurrección de Jesucristo nos da el verdadero sentido de la muerte cristiana Preces: Fieles difuntos 2014 Oremos a Dios nuestro Padre, que ha resucitado a su Hijo y que nos vivificará también a nosotros. A cada intención respondemos cantando: • Por todos los cristianos para que crezcan siempre más en la esperanza del cielo y de los bienes eternos prometidos a los que mueren fieles en el amor de Dios. Oremos. • Para que cada Eucaristía sea celebrada y recibida como el Sacramento que nos da a vida Eterna con entera fe y ferviente devoción. Oremos. • Para que toda la Iglesia militante se muestre siempre más compasiva y solícita por los que penan en el Purgatorio y con verdadero amor fraterno se muevan a ofrecer oraciones y sacrificios en su sufragio. Oremos. • Por todos los moribundos y enfermos terminales para que María la Virgen les conceda preparar sus almas al encuentro definitivo con su Dios y Creador. Oremos. Señor Dios, que concedes el perdón de los pecados y quieres la salvación de los hombres, concede a nuestros hermanos difuntos alcanzar la eterna bienaventuranza. Por Cristo nuestro Señor. Liturgia Eucarística Ofertorio: En unión al sacrificio de Cristo traemos nuestras ofrendas y con ellas toda nuestra vida: Ofrecemos incienso, y con él nuestras oraciones y sacrificios en bien de la Iglesia purgante. Junto con los dones del pan y el vino, renovamos la ofrenda de nuestras vidas para gloria de Dios y redención de los hombres. Comunión: Jesús mío, Pan de vida eterna, acrecienta mi hambre y sed de Ti, para que en esta comunión aumente mi deseo de llegar a poseerte en el cielo. Salida: La Santísima Virgen María, Madre de todos los hombres, nos acompañe en el camino de la vida, y ruegue por nuestra perseverancia final. Comentario Teológico Catecismo de la Iglesia Católica MORIR EN CRISTO JESUS 1005 Para resucitar con Cristo, es necesario morir con Cristo, es necesario "dejar este cuerpo para ir a morar cerca del Señor" (2 Co 5,8). En esta "partida" (Flp 1,23) que es la muerte, el alma se separa del cuerpo. Se reunirá con su cuerpo el día de la resurrección de los muertos (cf. SPF 28). La muerte 1006 "Frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su cumbre" (GS 18). En un sentido, la muerte corporal es natural, pero por la fe sabemos que realmente es "salario del pecado" (Rm 6, 23;cf. Gn 2, 17). Y para los que mueren en la gracia de Cristo, es una participación en la muerte del Señor para poder participar también en su Resurrección (cf. Rm 6, 3-9; Flp 3, 10-11). 1007 La muerte es el final de la vida terrena. Nuestras vidas están medidas por el tiempo, en el curso del cual cambiamos, envejecemos y como en todos los seres vivos de la tierra, al final aparece la muerte como terminación normal de la vida. Este aspecto de la muerte da urgencia a nuestras vidas: el recuerdo de nuestra mortalidad sirve también par hacernos pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para llevar a término nuestra vida: Acuérdate de tu Creador en tus días mozos, ... mientras no vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios que es quien lo dio (Qo 12, 1. 7). 1008 La muerte es consecuencia del pecado. Intérprete auténtico de las afirmaciones de la Sagrada Escritura (cf. Gn 2, 17; 3, 3; 3, 19; Sb 1, 13; Rm 5, 12; 6, 23) y de la Tradición, el Magisterio de la Iglesia enseña que la muerte entró en el mundo a causa del pecado del hombre (cf. DS 1511). Aunque el hombre poseyera una naturaleza mortal, Dios lo destinaba a no morir. Por tanto, la muerte fue contraria a los designios de Dios Creador, y entró en el mundo como consecuencia del pecado (cf. Sb 2, 23-24). "La muerte temporal de la cual el hombre se habría liberado si no hubiera pecado" (GS 18), es así "el último enemigo" del hombre que debe ser vencido (cf. 1 Co 15, 26). 1009 La muerte fue transformada por Cristo. Jesús, el Hijo de Dios, sufrió también la muerte, propia de la condición h umana. Pero, a pesar de su angustia frente a ella (cf. Mc 14, 33-34; Hb 5, 7-8), la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del Padre.La obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición (cf. Rm 5, 19-21). El sentido de la muerte cristiana 1010 Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. "Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia" (Flp 1, 21). "Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos con él" (2 Tm 2, 11). La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente "muerto con Cristo", para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este "morir con Cristo" y perfecciona así nuestra incorporación a El en su acto redentor: Para mí es mejor morir en (eis) Cristo Jesús que reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a El, que ha muerto por nosotros; lo quiero a El, que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima ...Dejadme recibir la luz pura; cuando yo llegue allí, seré un hombre (San Ignacio de Antioquía, Rom. 6, 1-2). 1011 En la muerte Dios llama al hombre hacia Sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de San Pablo: "Deseo partir y estar con Cristo" (Flp 1, 23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo (cf. Lc 23, 46): Mi deseo terreno ha desaparecido; ... hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí "Ven al Padre" (San Ignacio de Antioquía, Rom. 7, 2). Yo quiero ver a Dios y para verlo es necesario morir (Santa Teresa de Jesús, vida 1). Yo no muero, entro en la vida (Santa Teresa del Niño Jesús, verba). 1012 La visión cristiana de la muerte (cf. 1 Ts 4, 13-14) se expresa de modo privilegiado en la liturgia de la Iglesia: La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo.(MR, Prefacio de difuntos). 1013 La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin "el único curso de nuestra vida terrena" (LG 48), ya no volveremos a otras vidas terrenas. "Está establecido que los hombres mueran una sola vez" (Hb 9, 27). No hay "reencarnación" después de la muerte. 1014 La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte ("De la muerte repentina e imprevista, líbranos Señor": antiguas Letanías de los santos), a pedir ala Madre de Dios que interceda por nosotros "en la hora de nuestra muerte" (Ave María), y a confiarnos a San José, Patrono de la buena muerte: Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia no temerías mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy no estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana? (Imitación de Cristo 1, 23, 1). Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor! Ningún viviente escapa de su persecución; ¡ay si en pecado grave sorprende al pecador! ¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios! (San Francisco de Asís, cant.) RESUMEN 1015 "Caro salutisest cardo" ("La carne es soporte de la salvación") (Tertuliano, res., 8, 2). Creemos en Dios que es el creador de la carne; creemos en el Verbo hecho carne para rescatar la carne; creemos en la resurrección de la carne, perfección de la creación y de la redención de la carne. 1016 Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado reuniéndolo con nuestra alma. Así como Cristo ha resucitado y vive para siempre, todos nosotros resucitaremos en el último día. 1017 "Creemos en la verdadera resurrección de esta carne que poseemos ahora" (DS 854). No obstante, se siembra en el sepulcro un cuerpo corruptible, resucita un cuerpo incorruptible (cf. 1 Co 15, 42), un "cuerpo espiritual" (1 Co 15, 44). 1018 Como consecuencia del pecado original, el hombre debe sufrir "la muerte corporal, de la que el hombre se habría liberado, si no hubiera pecado" (GS 18). 1019 Jesús, el Hijo de Dios, sufrió libremente la muerte por nosotros en una sumisión total y libre a la voluntad de Dios, su Padre. Por su muerte venció a la muerte, abriendo así a todos los hombres la posibilidad de la salvación. LA PURIFICACION FINAL O PURGATORIO 1030 Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. 1031 La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al Purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia (cf. DS 1304) y de Trento (cf. DS 1820: 1580). La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura (por ejemplo 1 Co 3, 15; 1 P 1, 7) habla de un fuego purificador: Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio, existe un fuego purificador, según lo que afirma Aquél que es la Verdad, al decir que si alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será perdonado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12, 31). En esta frase podemos entender que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el siglo futuro (San Gregorio Magno, dial. 4, 39). 1032 Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: "Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado" (2 M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos: Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su Padre (cf. Jb 1, 5), ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos (San Juan Crisóstomo, hom. in 1 Cor 41, 5). (CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, nº 1005 – 1019. 1030 – 1032) Santos Padres San Ambrosio Muramos con Cristo, y viviremos con él Vemos que la muerte es una ganancia, y la vida un sufrimiento. Por esto, dice san Pablo: Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir. Cristo, a través de la muerte corporal, se nos convierte en espíritu de vida. Por tanto, muramos con él, y viviremos con él. En cierto modo, debemos irnos acostumbrando y disponiendo a morir, por este esfuerzo cotidiano, que consiste en ir separando el alma de las concupiscencias del cuerpo, que es como irla sacando fuera del mismo para colocarla en un lugar elevado, donde no puedan alcanzarla ni pegarse a ella los deseos terrenales, lo cual viene a ser como una imagen de la muerte, que nos evitará el castigo de la muerte. Porque la ley de la carne está en oposición a la ley del espíritu e induce a ésta a la ley del error. ¿Qué remedio hay para esto? ¿Quién me librará de este cuerpo presa de la muerte? Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, y le doy gracias. Tenemos un médico, sigamos sus remedios. Nuestro remedio es la gracia de Cristo, y el cuerpo presa de la muerte es nuestro propio cuerpo. Por lo tanto, emigremos del cuerpo, para no vivir lejos del Señor; aunque vivimos en el cuerpo, no sigamos las tendencias del cuerpo ni obremos en contra del orden natural, antes busquemos con preferencia los dones de la gracia. ¿Qué más diremos? Con la muerte de uno solo fue redimido el mundo. Cristo hubiese podido evitar la muerte, si así lo hubiese querido; mas no la rehuyó como algo inútil, sino que la consideró como el mejor modo de salvarnos. Y, así, su muerte es la vida de todos. Hemos recibido el signo sacramental de su muerte, anunciamos y proclamamos su muerte siempre que nos reunimos para ofrecer la eucaristía; su muerte es una victoria, su muerte es sacramento, su muerte es la máxima solemnidad anual que celebra el mundo. ¿Qué más podremos decir de su muerte, si el ejemplo de Cristo nos demuestra que ella sola consiguió la inmortalidad y se redimió a sí misma? Por esto, no debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación para todos; no debemos rehuirla, puesto que el Hijo de Dios no la rehuyó ni tuvo en menos el sufrirla. Además, la muerte no formaba parte de nuestra naturaleza, sino que se introdujo en ella; Dios no instituyó la muerte desde el principio, sino que nos la dio como remedio. En efecto, la vida del hombre, condenada, por culpa del pecado, a un duro trabajo y a un sufrimiento intolerable, comenzó a ser digna de lástima: era necesario dar fin a estos males, de modo que la muerte restituyera lo que la vida había perdido. La inmortalidad, en efecto, es más una carga que un bien, si no entra en juego la gracia. Nuestro espíritu aspira a abandonar las sinuosidades de esta vida y los enredos del cuerpo terrenal y llegar a aquella asamblea celestial, a la que sólo llegan los santos, para cantar a Dios aquella alabanza que, como nos dice la Escritura, le cantan al son de la cítara: Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente, justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de los siglos! ¿Quién no temerá, Señor, y glorificará tu nombre? Porque tú solo eres santo, porque vendrán todas las naciones y se postrarán en tu acatamiento; y también para contemplar, Jesús, tu boda mística, cuando la esposa en medio de la aclamación de todos, será transportada de la tierra al cielo –a ti acude todo mortal–, libre ya de las ataduras de este mundo y unida al espíritu. Este deseo expresaba, con especial vehemencia, el salmista, cuando decía: Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida y gozar de la dulzura del Señor. (Del libro de san Ambrosio, obispo, sobre la muerte de su hermano Sátiro; Libro 2,40. 41. 132. 133) Aplicación Benedicto XVI Venerados hermanos, queridos hermanos y hermanas: Al día siguiente de la conmemoración litúrgica de todos los fieles difuntos, nos reunimos en torno al altar del Señor para ofrecer su Sacrificio en sufragio de los cardenales y de los obispos que, en el curso del último año, han concluido su peregrinación terrena. Juntamente con ellos presentamos al trono del Altísimo las almas de los hermanos en el episcopado fallecidos. Por todos y por cada uno elevamos nuestra oración, animados por la fe en la vida eterna y en el misterio de la comunión de los santos. Una fe llena de esperanza, iluminada también por la Palabra de Dios que hemos escuchado. El texto, tomado del Libro del profeta Oseas, nos hace pensar inmediatamente en la resurrección de Jesús, en el misterio de su muerte y de su despertar a la vida inmortal. Este pasaje de Oseas —la primera mitad del capítulo VI— estaba profundamente grabado en el corazón y en la mente de Jesús. En efecto, —en los Evangelios— retoma más de una vez el versículo 6: «Quiero misericordia y no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos». En cambio, Jesús no cita el versículo 2, pero lo hace suyo y lo realiza en el misterio pascual: «En dos días nos volverá la vida y al tercero nos hará resurgir; viviremos en su presencia». El Señor Jesús, a la luz de esta palabra, afrontó la pasión, emprendió con decisión el camino de la cruz. Hablaba abiertamente a sus discípulos de lo que debía sucederle en Jerusalén, y el oráculo del profeta Oseas resonaba en sus mismas palabras: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará» (Mc 9, 31). El evangelista anota que los discípulos «no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle» (v. 32). También nosotros, ante la muerte, no podemos menos de experimentar los sentimientos y los pensamientos que brotan de nuestra condición humana. Y siempre nos sorprende y nos supera un Dios que se hace tan cercano a nosotros que no se detiene ni siquiera ante el abismo de la muerte, más aún, que lo atraviesa, permaneciendo durante dos días en el sepulcro. Pero precisamente aquí se realiza el misterio del «tercer día». Cristo asume hasta las últimas consecuencias nuestra carne mortal a fin de que sea revestida del poder glorioso de Dios, por el viento del Espíritu vivificante, que la transforma y la regenera. Es el bautismo de la pasión (cf. Lc 12, 50), que Jesús recibió por nosotros y del que san Pablo escribe en la Carta a los Romanos. La expresión que el Apóstol utiliza —«bautizados en su muerte» (Rm 6, 3)— nunca deja de asombrarnos, tal es la concisión con la que resume el vertiginoso misterio. La muerte de Cristo es fuente de vida, porque en ella Dios ha volcado todo su amor, como en una inmensa cascada, que hace pensar en la imagen contenida en el Salmo 41: «Una sima grita a otra sima, con voz de cascadas; tus torrentes y tus olas me han arrollado» (v. 8). El abismo de la muerte es colmado por otro abismo, aún más grande, el abismo del amor de Dios, de modo que la muerte ya no tiene ningún poder sobre Jesucristo (cf. Rm 8, 9), ni sobre aquellos que, por la fe y el Bautismo, son asociados a él: «Si hemos muerto con Cristo —dice san Pablo— creemos que también viviremos con él» (Rm 6, 8). Este «vivir con Jesús» es la realización de la esperanza profetizada por Oseas: «Viviremos en su presencia» (6, 2). En realidad, sólo en Cristo esa esperanza encuentra su fundamento real. Antes corría el peligro de reducirse a una ilusión, a un símbolo tomado del ritmo de las estaciones: «como la lluvia de otoño, como la lluvia de primavera» (cf. Os 6, 3). En tiempos del profeta Oseas, la fe de los israelitas amenazaba contaminarse con las religiones naturalistas de la tierra de Canaán, pero esta fe no era capaz de salvar a nadie de la muerte. En cambio, la intervención de Dios en el drama de la historia humana no obedece a ningún ciclo natural, obedece solamente a su gracia y a su fidelidad. La vida nueva y eterna es fruto del árbol de la cruz, un árbol que florece y fructifica por la luz y la fuerza que provienen del sol de Dios. Sin la cruz de Cristo toda la energía de la naturaleza permanece impotente ante la fuerza negativa del pecado. Era necesaria una fuerza benéfica más grande que la que impulsa los ciclos de la naturaleza, un Bien más grande que la creación misma: un Amor que procede del «corazón» mismo de Dios y que, mientras revela el sentido último de la creación, la renueva y la orienta a su meta originaria y última. Todo esto sucede en aquellos «tres días», cuando el «grano de trigo» cayó en la tierra, permaneció allí el tiempo necesario para colmar la medida de la justicia y de la misericordia de Dios, y finalmente produjo «mucho fruto», no quedando solo, sino como primicia de una multitud de hermanos (cf. Jn 12, 24; Rm 8, 29). Ahora sí, gracias a Cristo, gracias a la obra realizada en él por la Santísima Trinidad, las imágenes tomadas de la naturaleza ya no son sólo símbolos, mitos ilusorios, sino que nos hablan de una realidad. Como fundamento de la esperanza está la voluntad del Padre y del Hijo, que hemos escuchado en el evangelio de esta liturgia: «Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy» (Jn 17, 24). Y entre estos que el Padre ha dado a Jesús están también los venerados hermanos por los cuales ofrecemos esta Eucaristía: ellos «han conocido» a Dios mediante Jesús, han conocido su nombre, y el amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, ha vivido en ellos (cf.Jn 12, 25-26), abriendo su vida al cielo, a la eternidad. Demos gracias a Dios por este don inestimable. Y, por intercesión de María santísima, recemos para que este misterio de comunión, que ha colmado toda su existencia, se realice plenamente en cada uno de ellos. Homilía del Papa Benedicto XVI sobre el sufragio de los cardenales y de los obispos difuntos en el año 2011 en la Basílica Vaticana el jueves 3 de noviembre de 2011 P. Gustavo Pascual, I.V.E. CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS EL PURGATORIO ¿Qué es el purgatorio? Es un estado transitorio de purificación donde van las almas que han muerto en pecado venial o sin satisfacer completamente sus pecados. Es un estado transitorio hacia el cielo. Por eso en el purgatorio hay esperanza y las almas que están allí saben que llegarán algún día a contemplar a Dios cara a cara. Para ver a Dios hay que estar totalmente purificado y para ello está el purgatorio, es decir, todas las almas que han muerto en la unión con Dios pero sin purificar su alma de las pequeñas manchas de pecados o imperfecciones tienen necesariamente que pasar por el purgatorio antes de llegar al cielo. En el purgatorio las almas sufren pero su sufrimiento se alivia por la esperanza del cielo. La esperanza del descanso eterno da fortaleza a aquellas almas para sufrir los dolores de la purificación. El purgatorio es como un gran desierto después del cual hay un oasis eterno. En éste día rogamos por las almas de nuestros fieles difuntos que están en el purgatorio. AYUDEMOS A LAS ALMAS DEL PURGATORIO Después de la muerte se acaban todos los méritos. Ninguna de las almas que están en la eternidad puede merecer para ellas. Ni las del cielo para ser más santos, ni las del infierno para aliviar su dolor, ni las del purgatorio para acortar su espera. Nosotros que vivimos en peregrinación por éste mundo si podemos merecer y debemos hacer méritos para ir creciendo en la caridad y para ir purgando en ésta vida por nuestros pecados. Además debemos ofrecer oraciones, sacrificios, ofrendas por las almas del purgatorio, para que pronto lleguen al encuentro con Dios. Debemos pensar que muchos de nuestros familiares y amigos quizá estén allí esperando que los ayudemos con nuestras buenas obras para que puedan acortar su purgatorio y además si ellos llegan pronto al cielo serán nuestros intercesores ante Dios. No dejemos de ofrecer ninguna obra buena por estas almas que tanto lo necesitan y recordemos que algún día podremos estar en el purgatorio y necesitaremos nosotros de la Iglesia militante. TRATEMOS DE LLEGAR AL CIELO SIN PASAR POR EL PURGATORIO Decía santa Teresa que cien años de sufrimiento en la tierra no se comparan con un minuto en el purgatorio. Por eso, debemos mortificarnos, debemos ofrecer los dolores y sufrimientos, las enfermedades por nuestros pecados para ir purificando el alma. Deseemos eficazmente ir creciendo en la caridad y limpiando el alma de la mínima mancha y al ofrecer nuestra cruz por nosotros mismos ofrezcámoslas a la vez por las almas del purgatorio. En el amor a la cruz esta nuestra configuración con Cristo. En el amor a la cruz esta la purificación del alma, en el amor a la cruz esta la santidad. No temamos abrazarnos a la cruz. Nos debe motivar el amor a la cruz el ejemplo de Jesús y también el deseo de alcanzar después de la muerte sin dilación la felicidad eterna. Gran Enciclopedia Rialp Historia de la liturgia cristiana acerca de los difuntos La Iglesia católica ha rodeado siempre a los muertos de una atmósfera de respeto sagrado. Esto, y las honras fúnebres (v. FUNERAL) que siempre les ha tributado, permite hablar de un cierto culto a los d. La Historia de las Religiones habla también del culto a los muertos (v. I) como de algo en que todas ellas, desde las más embrionarias hasta las más evolucionadas, coinciden de algún modo. El cristianismo no rechazó este culto de los antiguos para con los d., sino que lo consolidó, previa purificación, dándole su verdadero sentido trascendente, a la luz del conocimiento de la inmortalidad del alma (v.) y del dogma de la resurrección (v.) tan claramente expuesto por S. Pablo: "Os revelo un misterio: no moriremos todos, mas todos seremos trasformados. En un instante, en un pestañear de ojos, al toque de la trompeta final, los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos trasformados. En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad" (1 Cor 15,51-53). 1. Signos externos de veneración a los difuntos. El cuerpo, que durante la vida es "templo del Espíritu Santo" y "miembro de Cristo" (1 Cor 6,15.19) y cuyo destino definitivo es la trasformación espiritual en la resurrección, siempre ha sido, a los ojos de los cristianos, tan digno de respeto y veneración como las cosas más santas. Este respeto se ha manifestado, en primer lugar, en el modo mismo de enterrar los cadáveres. Vemos, en efecto, que a imitación de lo que hicieron con el Señor José de Arimatea (v.) y las piadosas mujeres, los cadáveres eran con frecuencia lavados, ungidos, envueltos en vendas impregnadas en aromas, y así colocados cuidadosamente en el sepulcro. En las actas del martirio de S. Pancracio (v.) se dice que el santo mártir fue enterrado "después de ser ungido con perfumes y envuelto en riquísimos lienzos" (Acta Sanct. 12 de mayo). Y el cuerpo de S. Cecilia (s. iii; v.), apareció en 1599, al ser abierta el arca de ciprés que lo encerraba, vestido con riquísimas ropas: "Yo vi el arca que se encerró en el sarcófago de mármol, dice Baronio, y dentro el cuerpo venerable de Cecilia. A sus pies estaban los paños tintos en sangre, y aún podía distinguirse el color verde del vestido, tejido en seda y oro" (Baronio, Anales, 821,13-19). S. Jerónimo habla de la existencia en algunas iglesias de clérigos cuya misión era la de preparar los cuerpos de los difuntos para la sepultura (Epístola, 49: PL 22,330). En la Edad Media prevaleció la costumbre de envolver el cadáver en un sudario. En algunas partes, sin embargo, se prefirió amortajar al difunto con sus propias ropas de la vida civil, o bien, si tal había sido su deseo antes de morir, con el hábito de alguna institución religiosa. Tratándose de eclesiásticos lo común era revestirlos con los hábitos de su dignidad. Ésta es la costumbre que prevalece también en nuestros días. Según las normas del ritual, el cadáver debe ser convenientemente arreglado, colocando entre las manos del d. una pequeña cruz, o bien poniendo las mismas manos en forma de cruz. En lugar de los perfumes que antiguamente se derramaban sobre el cadáver a través de unos agujeritos hechos en la cubierta del sarcófago, la piedad moderna suele tributar su homenaje de respeto y honor al d. por medio de flores y coronas de laurel, símbolos del "buen olor de Cristo" y de la inmortalidad. Pero no sólo esta esmerada preparación del cadáver es un signo de la piedad y culto profesados por los cristianos a los d., también la sepultura material es una expresión elocuente de estos mismos sentimientos. En efecto, ya se trate de la simple sepultura de tierra, ya de los suntuosos mausoleos renacentistas, ya de los sencillos cenotafios de la antigüedad, para la Iglesia siempre han sido lugares sagrados y ha recabado para ellos todo el respeto que tal condición exige. Esto se ve claro especialmente en la veneración que ya desde el principio se profesó entre los cristianos a las tumbas. Prudencio (v.) recuerda las flores que se esparcían sobre los sepulcros, así como las libaciones de perfumes que se hacían sobre las tumbas de los seres queridos. Pero la veneración de los fieles se centró de modo particular en las tumbas de los mártires (v.). En realidad fue en torno a ellas donde nació el culto a los santos (v. CULTO III). Sin embargo, este culto especialísimo a los mártires no suprimió totalmente la veneración profesada a los muertos en general. Más bien podría decirse que, de alguna manera, quedó realzada. En efecto: en la mente de los cristianos, el mártir, víctima de su fidelidad inquebrantable a Cristo, formaba en las filas de los amigos de Dios, de cuya visión beatífica gozaba desde el momento mismo de su muerte (v. CIELO). En sus oídos resonaban las palabras de S. Juan: "estos que visten estolas blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido...?, éstos son los que vienen de la gran tribulación y han lavado sus estolas y las han blanqueado en la sangre del Cordero. Por esto están ante el trono de Dios, y le adoran día y noche en su Templo, y el que se sienta en el trono tendrá su tienda entre ellos. No tendrán hambre ni sed nunca más, ni caerá sobre ellos el sol, ni calor alguno, porque el Cordero que está en medio del trono los pastoreará y los conducirá a las fuentes de agua viva" (Apc 7,1317). ¿Qué mejores protectores que estos amigos de Dios? Los fieles así lo entendieron y tuvieron siempre como un altísimo honor el reposar después de su muerte cerca del cuerpo de algunos de estos mártires, hecho que recibió el nombre de sepultura ad sanctos. Por su parte, los vivos estaban también convencidos de que ningún homenaje hacia sus d. podía equipararse al de enterrarlos al abrigo de la protección de los mártires. Consideraban que con ello quedaba asegurada no sólo la inviolabilidad del sepulcro y la garantía del reposo del d., sino también una mayor y más eficaz intercesión y ayuda del santo. Un epitafio de Roma, entre otros muchos, dice así: "Pro vitae suaetestimonium Sancti MartyresapudDeumet .* eruntadvocati" (G. B. De Rossi, "Boletino di archeologia cristiana", 1864, 34). Y S. Ambrosio, que mandó enterrar a su hermano Sátiro junto al sepulcro del mártir S. Víctor, hizo grabar en su sepulcro estas palabras: "A Uranio Sátiro, su hermano Ambrosio rinde el último honor sepultándolo a la izquierda del mártir. Sea ésta la recompensa de su mérito: que penetrando la sangre sagrada (de Víctor) por entre las paredes contiguas, lave los despojos del que a su lado descansa". Esta práctica de enterrar junto a los sepulcros de los mártires, atestiguada ya desde finales del s. it, fue paulatinamente convirtiéndose en costumbre. Y así, en el s. iv, la sepultura ad sanctos era ya común, aunque, al parecer, reservada a d. de categoría. Así fue como las basílicas e iglesias, en general, ll9garon a constituirse en verdaderos cementerios (v. CEMENTERIO II), lo que pronto obligó a las autoridades eclesiásticas a poner un límite a las sepulturas en las mismas. Pero esto en nada afectó al sentimiento de profundo respeto y veneración que la Iglesia profesaba y siguió profesando a sus hijos d. De ahí que a pesar de las prohibiciones a que se vio obligada para evitar abusos, permaneció firme su voluntad de honrarlos. Y así se estableció que antes de ser enterrado el cadáver fuese llevado a la Iglesia y, colocado delante del altar, fuese celebrada la Eucaristía en sufragio suyo. Esta práctica, ya casi común hacia finales del s. Iv y de la que S. Agustín nos da un testimonio claro al relatar los funerales de su madre (Confesiones, IX,12), se ha mantenido hasta nuestros días. La Iglesia siempre ha manifestado en su doctrina oficial y en los ritos litúrgicos el deseo de que las exequias de sus hijos sean celebradas como verdaderos misterios de la religión, signos de la piedad cristiana y sufragios salubérrimos en favor de los fieles difuntos. Este respeto sagrado hacia los difuntos fue lo que indujo a la Iglesia a prohibir, incluso con graves penas canónicas, la cremación de los cadáveres, cuando esta práctica era entendida como una expresión de la falta de fe en la vida eterna o de menosprecio al cuerpo humano. No obstante, y dadas las actuales circunstancias demográficas, no niega el rito de las exequias cristianas a quienes hayan elegido la cremación del propio cadáver, a no ser que conste que lo hicieron por razones contrarias a la vida cristiana, según la Instrucción de la Sagrada Congregación del Santo Oficio del 8 mayo 1963 (cfr. AAS 56, 1964, 822-823). El nuevo Ordo de las exequias hace notar que en los casos de cremación del cadáver los ritos han de ser tales que no parezca que la Iglesia antepone la cremación a la costumbre de sepultar los cadáveres, como quiso el Señor ser sepultado, y exige que se evite todo peligro de escándalo, extrañeza por parte de los fieles y el indiferentismo religioso (cfr. Ordo Exsequiarum, Vaticano 1969, 10, n° 15). 2. La oración por los difuntos. De lo dicho hasta aquí puede deducirse con facilidad el verdadero significado de la expresión culto aplicada al que la Iglesia tributa a los d. No se trata, evidentemente, de un culto en el sentido teológico estricto (v. CULTO II), sino en el más amplio de honor y respeto sagrados. Y este honor y este respeto sagrados, encuentran una expresión todavía más elocuente y profunda en la oración de la Iglesia por los d., sobre todo en la oración litúrgica de las exequias y en el santo Sacrificio de la Misa aplicado por su eterno descanso (V. COMUNIÓN DE LOS SANTOS; PURGATORIO). S. Agustín, en su Tratado De cura pro mortuisgerenda, explicaba a los cristianos de sus días cómo los honores externos no reportarían ningún beneficio ni honra a los muertos si no iban acompañados de los honores espirituales de la oración: "El cuidado del entierro, las condiciones honorables de la sepultura y la pompa de los funerales, más bien que auxilios para los difuntos son consuelo para los vivos". En cambio, cuando "el cariño de los fieles hacia sus muertos se manifiesta en recuerdos y oraciones, es indudable que de ello se aprovechan las almas de los que durante la vida temporal merecieron beneficiarse de tales sufragios... Sin estas oraciones, inspiradas en la fe y la piedad hacia los d., creo que de nada serviría a sus almas el que sus cuerpos privados de vida fuesen depositados en cualquier lugar santo. Siendo así, convenzámonos de que sólo podemos favorecer a los difuntos, si ofrecemos por ellos el sacrificio del altar, de la plegaria o de la limosna". (De cura pro mortuisgerenda, 3 y 4). Comprendiéndolo así, la Iglesia, que siempre tuvo la preocupación de dar digna sepultura a los cadáveres de sus hijos, brindó para honrarlos lo mejor de sus tesoros espirituales. Depositaria de los méritos redentores de Cristo, quiso aplicárselos a sus d., tomando por práctica ofrecer en determinados días sobre sus tumbas lo que tan hermosamente llamó S. Agustín sacrificiumpretiinostri, el sacrificio de nuestro rescate (Confesiones, IX,12). Ya en tiempos de S. Ignacio de Antioquía (v.) y de S. Policarpo (v.) se habla de esto como de algo fundado en la tradición. Pero también aquí el uso degeneró en abuso, y la autoridad eclesiástica hubo de intervenir para atajarlo y reducirlo. Así se determinó que la Misa sólo se celebrase sobre los sepulcros de los mártires. Se prohibió, igualmente, celebrar el sacrificium pro dormitione en favor de aquellos que se hubieran hecho indignos de él; y, en fin, se vedó el depositar la Eucaristía sobre el pecho del cadáver, como a veces se hacía al sepultarlos en señal de comunión con la Iglesia y como prenda de resurrección (S. Gregorio Magno Diálogos, lib. 11, cap. 24). Por otra parte, ya desde el s. ni es cosa común a todas las liturgias la memoria de los d. Es decir, que además de algunas Misas especiales que se ofrecían por ellos junto a las tumbas, en todas las demás sinaxis eucarísticas se hacía, como se sigue haciendo todavía, memoria (memento) de los d. Y es interesante observar cómo la Iglesia en estas oraciones de intercesión por los muertos se muestra especialmente afectuosa y tierna: "Señor, se reza en el canon romano, a todos los que nos han precedido con el sello de la fe y ahora duermen el sueño de la paz, dales el lugar del refrigerio, de la luz y de la paz". Este mismo espíritu de afecto y ternura alienta en todas las oraciones y ceremonias del maravilloso rito de las exequias. 3. La festividad de todos los fieles difuntos. Pero donde la Iglesia ha volcado, podemos decir, todo su corazón de madre y su riqueza como Cuerpo Místico de Jesucristo en favor de los d., ha sido en la institución de una fiesta litúrgica, especialmente dedicada a su recuerdo y al sufragio por sus almas. Como dice el Martirologio Romano (2 de noviembre): "en este día la piadosa madre Iglesia, después de haber celebrado con dignas alabanzas a sus hijos que ya gozan en el cielo, dirige sus eficaces oraciones a su Esposo y Señor, Cristo, para que todos aquellos que todavía gimen en el purgatorio, lleguen cuanto antes a la convivencia con los bienaventurados". La celebración de un oficio especial al año en sufragio por los d. es común en Oriente y en Occidente. La liturgia bizantina lo hace el sábado anterior a la domínica de Sexagésima. En Occidente, este uso comenzó por los monasterios. En el s. x ya existía en los monasterios benedictinos, y en algunos de ellos, como Fulda, esta celebración por los d. era mensual. Parece ser que fue S. Odilón (v.) abad de Cluny (v.), quien dio fuerza de ley y carácter universal a esta costumbre monástica, aun cuando su célebre edicto de 998 sólo afectaba a las abadías que dependían de su jurisdicción, que, por cierto, sumaban varios centenares, repartidas por Francia, España e Italia. Luego esta costumbre fue introduciéndose en algunas iglesias particulares, como las de Lieja (1008) y Besan~on, y, finalmente, fue adoptada por la Iglesia universal. La fecha señalada fue la que había establecido S. Odilón, el 2 de noviembre. Por decreto de Benedicto XV (10 ag. 1915), todos los sacerdotes pueden celebrar tres misas ese día, al igual que en Navidad. Con esto hacía extensivo a toda la Iglesia un privilegio que Benedicto XIV (1748) había concebido a los sacerdotes de los Estados sometidos a la corona de España. Una prueba más de ese amor maternal que la Iglesia siente por sus hijos que duermen ya el sueño de la paz. RAÚL ARRIETA. - Gran Enciclopedia Rialp,Ediciones Rialp, Madrid 1991 Semana del 2 al 8 de Noviembre de 2014 – Ciclo A 31º domingo de tiempo ordinario Domingo 2 de noviembre de 201 Conmemoración todos los Difuntos Domingo 31 de tiempo ordinario Job 19,1.23-27ª: Yo sé que está vivo mi Redentor Salmo responsorial 24: A ti, Señor, levanto mi alma Flp 3,20-21: Transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso Mc 15,33-39;16,1-6: Jesús, dando un fuerte grito, expiró El tema de la «vida eterna» no es un tema tan claro e intocable como en el ámbito de la fe tradicional nos ha parecido. Buena parte de la reflexión teológica renovadora actual está pidiendo replantear nuestra tradicional visión al respecto, la que habíamos aceptado con ingenuidad cuando niños, y que mantenemos ahí como guardada en el frigorífico del subconsciente, y que no nos atrevemos a mirar de frente. A la luz de lo que hoy sabemos, no es fácil, en efecto, volver a profesar en plenitud de conciencia lo que tradicionalmente hemos creído: que somos un «compuesto de cuerpo y alma», que el alma la ha creado Dios directamente en el momento de nuestra concepción, y que como tal es inmortal; que la muerte consiste en la «separación de cuerpo y alma», y que en el momento de la muerte Dios nos hace un «juicio particular» en el que nos juzga y nos premia con el cielo o nos castiga con el infierno, con lo que ya sabemos tradicionalmente de estas dos imágenes. No resulta fácil hablar de estos temas, ni siquiera con nosotros mismos, en la soledad de nuestra conciencia frente a la esperada hermana muerte. Pero es conveniente hacerlo. La teología está asumiendo este desafío. Citamos sólo tres obras: - Roger LENAERS, Otro cristianismo es posible, colección «Tiempo axial», Abya Yala (www.abyayala.org), Quito, Ecuador, 2007, con un capítulo expreso sobre el más allá, la vida eterna. El libro está puesto en internet y es muy recomendable como manual de texto para un grupo de formación que quiera actualizar su fe con valentía. Puede tomarse libremente, por capítulos (http://2006.atrio.org/?page_id=1616). - También, John Shelby SPONG, Ethernal Life. A new vision, HarperCollins, 2010, 288 pp, publicado en español por la editorial Abya Yala de Quito, en su colección «Tiempo axial» (tiempoaxial.org). - Hace ya unos 30 años Leonardo BOFF publicó su libro sobre escatología: «Hablemos de la otra vida» (Sal Terrae, que sigue reeditándolo actualmente; y está en la red, por cierto). Es una visión de los temas escatológicos desde una filosofía actualizada y desde una espiritualidad liberadora. Los tres son muy recomendables, tanto para la lectura/estudio/oración personal, como para tomarlos como un manual de base para un cursillo de formación/actualización de nuestra fe en este ámbito de temas. • La fiesta de los fieles difuntos es continuación y complemento de la de ayer. Junto a todos los santos ya gloriosos, queremos celebrar la memoria de nuestros difuntos. Muchos de ellos formarán parte, sin duda, de ese «inmenso gentío» que celebrábamos ayer. Pero hoy no queremos rememorar su memoria en cuanto «santos» sino en cuanto difuntos. Es un día para hacer presente ante el Señor y ante nuestro corazón la memoria de todos nuestros familiares y amigos o conocidos difuntos, que quizá durante la vida diaria no podemos estar recordando. El verso del poeta «¡Qué solos se quedan los muertos!», expresa también una simple limitación humana: no podemos vivir centrados exhaustivamente en un recuerdo, por más que seamos fieles a la memoria de nuestros seres queridos. Acabamos olvidando de alguna manera a nuestros difuntos, al menos en el curso de la vida ordinaria, para poder sobrevivir. Por eso, este día es una ocasión propicia para cumplir con el deber de nuestro recuerdo agradecido. Es una obra de solidaridad el orar por los difuntos, es decir, de sentirnos en comunión con ellos, más allá de los límites del espacio, del tiempo y de la carne. • En algunos lugares, la celebración de este día puede ser buena ocasión para hacer una catequesis sobre el sentido de la «oración de petición respecto a los difuntos», para la que sugerimos esquemáticamente unos puntos: -el juicio de Dios sobre cada uno de nosotros es sobre la base de nuestra responsabilidad personal, no en base a otras influencias (como si la eficacia de la oración de intercesión por los difuntos pudiera actuar ante Dios como "argolla, enchufe, recomendación, padrino, coima..."); -Dios no necesita de nuestra oración para ser misericordioso con nuestros hermanos difuntos...; nuestra oración no añade nada al amor infinito de Dios, en cierto es innecesaria; -no rezamos para cambiar a Dios, sino para cambiarnos a nosotros mismos; -la «vida eterna» no es una prolongación de nuestra vida en este mundo; la «vida eterna», como todo el resto del lenguaje religioso, es una metáfora, que tiene contenido real, pero no un contenido “literal-descriptivo”. Para la revisión de vida La muerte es la realidad más seria de la vida. Vivir es caminar hacia la muerte, inevitablemente. ¿Es la muerte, la certeza de mi muerte futura -próxima o lejana, incierta en todo caso-, una realidad con la que cuento? ¿O soy de los que nunca pienso en ello y no integran esa dimensión real de su existencia a su vida diaria? Para la reunión de grupo - Leer y comentar estos dos pensamientos: - No cometí fraude contra los humanos, no atormenté a la viuda, no mentí ante el tribunal, no conozco la mala fe, no hice nada prohibido, no mandé diariamente a un capataz de trabajadores más trabajo del que debía hacer, no fui negligente, no estuve ocioso, no quebré, no desmayé, no hice lo que era abominable a los dioses, no perjudiqué al esclavo ante su amo, no hice padecer hambre, no hice llorar, no maté, no ordené la traición, no defraudé a nadie... ¡Soy puro, soy puro, soy puro! (Fórmula para defenderse el alma en el juicio, en el Libro de los Muertos, Escritura Sagrada de la religión egipcia). - El pensamiento de que me tengo que morir y el enigma de lo que habrá después, es el latir mismo de mi conciencia. Como Pascal, no comprendo al que asegura no dársele un ardite de este asunto, y ese abandono en cosa en que se trata de ellos mismos, de su eternidad, de su todo, me irrita más que me enternece, me asombra y me espanta, y el que así siente es para mí, como para Pascal, cuyas son las palabras señaladas, un monstruo. (UNAMUNO, Del sentimiento trágico de la vida, Austral, 11ª edición, pág. 38). - Tomar cualquiera de los tres libros recomendados más arriba, y organizar una reunión de estudio. Para la oración de los fieles - Para que la Iglesia busque siempre la santidad por el camino de las bienaventuranzas. Roguemos al Señor. - Para que los creyentes recorramos el Camino que es Jesús, con autenticidad, como transformación gozosa de nuestras vidas. Roguemos... - Para que todas las personas que viven en la práctica las bienaventuranzas, sean del credo que sean, alcancen la dicha de la vida eterna. Roguemos... - Para que nuestra condición de hijos de Dios nos ayude a vivir siempre con ilusión, gozo y esperanza. Roguemos... - Para que todos nosotros nos reunamos un día con toda la Humanidad en el Reino de Dios y gocemos para siempre de su misma vida. Roguemos... Oración comunitaria - Dios Eterno, Misterio inabarcable, Fuerza creadora, sin principio ni fin, Sabiduría escondida: Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato, y ayúdanos a sentir, en la fe, la presencia espiritual de nuestros hermanos y hermanas que nos han precedido en la existencia y en el amor. Tú que vives y haces vivir, por los siglos de los siglos. Amén. Lunes 3 de noviembre de 2014 San Martín de Porres, Religioso (1639) Flp 2,1-4: Denme esta gran alegría: manténgase unánimes Salmo responsorial 130: Guarda mi alma en la paz junto a ti, Señor Lc 14,12-14: No invites a tus amigos, sino a pobres y lisiados La invitación de un fariseo a Jesús para que comiera en su casa se convierte en marco perfecto donde acontecen varias cosas: primera, Jesús sana a un hidrópico; segunda, Jesús demuestra con hechos cómo en el Reino no hay excluidos, y tercera, Jesús se pronuncia sobre algunas de las características más importantes del Reino. Para Jesús está claro que en la construcción del Reino de Dios tienen que intervenir dinámicas y actitudes muy distintas a las que comúnmente se emplean en la sociedad. Digamos que lo más común y frecuente es que en un evento cualquiera, uno quiere estar entre los primeros puestos; siempre andamos carentes de reconocimiento, de alguien que se fije en nosotros; cuando se trata de relacionarse con otros, entablar lazos de amistad, de roce social, uno piensa en personas de “bien”, nunca en los ignorados de siempre, ¡y tanto que hablamos de los ignorados y excluidos! Según la mentalidad de Jesús, en la realidad del Reino, las cosas funcionan de manera diferente. Deberíamos tener siempre a la mano estos criterios que nos da hoy Jesús para ir midiendo el grado de acercamiento o de distancia al ideal del Reino que todos queremos. Martes 4 de noviembre de 2014 Carlos Borromeo, Obispo (1584) Flp 2,5-11: Se rebajó, por eso Dios lo levantó Salmo responsorial 21: El Señor es mi alabanza en la gran asamblea Lc 14,15-24: ¡Dichoso el que se siente al banquete del reino de Dios! Dichoso el que se siente en el banquete del Reino de Dios”, expresión que lanza uno de los invitados a la comida donde fue invitado también Jesús, recordemos que estamos en ese contexto. Seguramente aquel invitado era también un fariseo como su anfitrión. Y bien, al verse en casa de un fariseo, rodeado de fariseos y conocedor a profundidad de la mentalidad farisaica de su época, Jesús aprovecha para corregir ese modo de pensar. Delante de ellos demostró que es perfectamente posible “violar” el sábado cuando de hacer el bien se trata; ya les enseñó cuál es la dinámica esencial para la construcción del Reino, y ahora a propósito de la expresión de uno de los comensales, Jesús intenta corregir, mediante una bellísima parábola, la falsa seguridad que produce el legalismo. Efectivamente, Jesús sabía que según la mentalidad legalista de los fariseos, ellos tenían ganado ya un puesto de honor en el banquete escatológico del Reino; sin embargo, desde la perspectiva que muestra la parábola, quienes se sienten tan seguros son precisamente los que quedan por fuera del banquete. Examinemos cuáles son las trabas que ponemos hoy a la invitación constante de Jesús a participar en ese banquete que él nos ofrece. Miércoles 5 de noviembre de 2014 Isabel y Zacarías (s. I) Flp 2,12-18: Sigan actuando su salvación, porque es Dios quien activa en ustedes el querer y la actividad Salmo responsorial 26: El Señor es mi luz y mi salvación Lc 14,25-33: El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío En el seguimiento de Jesús no cuenta tanto la cantidad cuanto la calidad. Un maestro, un líder, un pastor, un político de cualquier época se sentirían dichosos si tuvieran detrás una multitud que los siga y los halague; no así Jesús. Precisamente al ver la multitud que lo sigue, inmediatamente entiende que en lo que tiene que ver con el seguimiento y la construcción del Reino, el asunto no es de números; el asunto es de conciencia transformada y transformadora. Precisamente, una conciencia transformada es la que logra establecer mediante un profundo discernimiento cuáles son las prioridades a la hora de optar por el evangelio del Reino, cuáles son los obstáculos y ataduras personales que impiden un seguimiento radical: ¿la familia? ¡Cómo, si es la célula de la sociedad, y en nuestros días es célula de la Iglesia!!! Pues precisamente porque Jesús ha visto y es consciente de que en su tiempo la familia era en muchos casos obstáculo para el crecimiento personal, para la opción autónoma y libre de un estado de vida de los individuos, por eso Jesús menciona a la familia como primera ligazón que es necesario revisar para poder seguirle. ¿Qué rasgos de opresión subsisten todavía en la familia y cómo superarlos? Jueves 6 de noviembre de 2014 Severo, obispo (303) Flp 3,3-8ª: Lo que para mí era ganancia lo consideré pérdida comparado con Cristo Salmo responsorial 104: Que se alegren los que buscan al Señor Lc 15,1-10: Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta Como bien sabemos, las palabras y gestos de Jesús no son recibidas de la misma forma por todos; para unos son motivo de alegría, de liberación, de Buena Noticia; para otros, son cosas absurdas, incomprensibles, nada parecido a buen anuncio. Especialmente estos últimos son los que lo critican, los que andan buscando siempre un motivo para tener de qué acusarlo; estos, tienen nombre propio: fariseos y doctores de la ley. ¡Qué contradicción! Justamente, los que mejor conocen la ley y la Escritura, son los que más se cierran para ver la realización de esa Ley y Escritura en las palabras y signos de Jesús; por eso, ellos no pueden ver en el comportamiento de Jesús el acercamiento total y definitivo de Dios a los que la ley considera impuros o excluidos, y en lugar de sentirse tocados por el amor con que Jesús los acoge y come con ellos, los legalistas murmuran y critican. Para darles aún más motivo de murmuración, Jesús se deja venir con tres parábolas (la tercera es la del hijo pródigo) donde queda bien ilustrada la misericordia, el amor y la predilección del Padre por los pecadores, no tanto por lo que se sienten ya justos porque “cumplen” la ley. Viernes 7 de noviembre de 2014 Wilibrordo, monje (739) Flp 3,17−4,1: Aguardamos un Salvador; él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso Salmo responsorial 121: Vamos alegres a la casa del Señor Lc 16,1-8: Los hijos de este mundo son más astutos que los hijos de la luz Una buena clave para comprender mejor cada una de las parábolas narradas por Jesús es tratar de descubrir el doble objetivo que buscaba Jesús a través de ellas: denunciar y anunciar. Miremos qué es lo que denuncia Jesús aquí: salta a la vista que lo que Jesús quiere poner en evidencia es la tremenda corrupción administrativa de su tiempo, corrupción que toca todas las esferas del sistema; esto es, la política, la economía, la religión. ¿No nos hemos sentido admirados también nosotros por la diversidad de formas de corrupción que campea hoy en nuestros países o ciudades, pero sobre todo por la sagacidad y la astucia con que actúan los corruptos? Cierto que esta no es una conducta que debamos imitar; aunque el administrador es felicitado por su patrón, es claro que la parábola está denunciando toda forma de corrupción; sin embargo, a partir de algo tan negativo Jesús invita a utilizar también la sagacidad y la astucia en las tareas de implantación del Reino. Y esa debería ser una súplica constante al Señor: que nos ayude a ser más sagaces, más astutos, más audaces en las tareas de denuncia y de anuncio del reinado de Dios entre nosotros. Sábado 8 de noviembre de 2014 Beata Isabel de la Trinidad, religiosa (1906) Flp 4,10-19: Todo lo puedo en aquel que me conforta Salmo responsorial 111: Dichoso quien teme al Señor Lc 16,9-15: El que es fiel en lo poco, es fiel en lo mucho A propósito de la parábola que nos narraba el evangelio de ayer, Jesús continúa su enseñanza, de puro corte sapiencial. Hoy se refiere concretamente a las actitudes tan diversas que suscitan el dinero y la riqueza en el corazón humano. No se trata de una condena al dinero porque es dinero o a la riqueza porque es riqueza; se trata de un llamado al seguidor de Jesús para que en todo momento sepa discernir cuál es exactamente su posición y su relación con los bienes materiales; la evocación del empleado que no puede servir a Dios y al dinero al mismo tiempo, es perfectamente aclaradora. El seguidor de Jesús tiene en el centro de su proyecto el evangelio de la justicia, la fraternidad y la solidaridad; pero somos seguidores de carne y hueso, no somos “espíritus puros”, necesitamos subsistir, cubrir diariamente necesidades personales y familiares, en fin, tenemos que dedicar gran parte de nuestro tiempo a la búsqueda de medios económicos para poder vivir de manera medianamente digna. Con todo, no quiere decir esto que estemos en contravía del Evangelio, lo importante es tener claro que el dinero es un simple medio para la sobrevivencia, no un fin en sí mismo.