El anuncio del Reino de DIOS

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El anuncio del Reino de DIOS
“Y cuando oyó Jesús- dice San Mateo- que Juan había sido entregado, se retiró a la Galilea”.
San Mateo 4,12
La prisión del precursor fue, pues, para Cristo como una señal con que Dios le avisaba que había
llegado la hora de inaugurar su ministerio propiamente dicho. Hasta entonces Jesús había
permanecido, en segundo plano, en moderada actividad que había desplegado en Jerusalén, en
Judea y en Samaria no era más que labor de preparación y transición.
Podemos conjeturar que la predicación de Juan suscitó un clima de interés en el que Jesús pudo
moverse con su propia proclamación, los tres sinópticos concuerdan en que Jesús regresó a
Galilea, su propio país, para proclamar el reino. Jesús se traslada desde su aldea, Nazaret, a la
ciudad de Cafarnaúm. En la época del Nuevo Testamento, la orilla occidental del lago estaba
ocupada por numerosas ciudades pequeñas, activas y prósperas, podemos suponer que Jesús
deseaba llegar a un auditorio más amplio.
El contenido central del «Evangelio» es que el Reino de Dios está cerca. Se pone un hito en el
tiempo, sucede algo nuevo. Y se pide a los hombres una respuesta a este don: conversión y fe. El
centro de esta proclamación es el anuncio de la proximidad del Reino de Dios; anuncio que
constituye realmente el centro de las palabras y la actividad de Jesús. Un dato estadístico puede
confirmarlo: la expresión «Reino de Dios» aparece en el Nuevo Testamento 122 veces; de ellas, 99
se encuentran en los tres Evangelios sinópticos y 90 están en boca de Jesús. En el Evangelio de
Juan y en los demás escritos del Nuevo Testamento el término tiene sólo un papel marginal. Se
puede decir que, mientras el eje de la predicación de Jesús antes de la Pascua es el anuncio de
Dios, la cristología es el centro de la predicación apostólica después de la Pascua. ¿Significa esto
un alejamiento del verdadero anuncio de Jesús? ¿Es cierto lo que dice Rudolf Bultmann de que el
Jesús histórico no tiene cabida en la teología del Nuevo Testamento, sino que por el contrario
debe ser tenido aún como un maestro judío que, aunque deba ser considerado como uno de los
Presupuestos esenciales del Nuevo Testamento, no forma parte personalmente de él? Otra
variante de estas concepciones que abren una fosa entre Jesús y el anuncio de los apóstoles se
Encuentra en la afirmación, que se ha hecho famosa, del modernista católico Alfred Loisy: «Jesús
anunció el Reino de Dios y ha venido la Iglesia». Son palabras que dejan transparentar ciertamente
ironía, pero también tristeza: en lugar del tan esperado Reino de Dios, del mundo nuevo
transformado por Dios mismo, ha llegado algo que es completamente diferente — ¡y qué mi
seria!—: la Iglesia. Por lo tanto Jesús decide ir a Galilea, que había de ser el centro de su
predicación ya modo de cuna de su Iglesia. Ninguna otra provincia de Palestina se acomodaba
mejor a la realización de este designio. Tampoco le habría sido posible gozar en ninguna parte
independencia tan completa. En galilea, alejada de Jerusalén y de la Judea donde los fariseos
señoreaban sin contraste, Jesús estaría, por algún tiempo, a cubierto de la hostilidad que éstos
habían manifestado ya contra su persona y contra su obra. Sus habitantes de índole viva y franca,
eran como suelo géneros en que presto germinaría el buen grano de la doctrina mesiánica y daría
frutos excelentes.
De hecho los comienzos del Salvador fueron allí muy halagüeños y prometedores. Tuvieron como
alguien ha dicho “un carácter de primavera”. Fue aquel un periodo, soleado de divino ardor de
parte de Jesús y de jubilosa confianza por parte delas turbas, que acudía a El y del se dejaban
guiar. No bien llegó a Galilea, su reputación, que le había ya precedido desde hacia algunos meses,
se esparció por toda la provincia por obra, en parte, de los relatos que de sus milagros habían
hecho los galileos que los habían presenciado en Jerusalén durante la última Pascua. Su
predicación pronto comenzaba en las sinagogas, en los días de sábado y fiestas religiosas, no hizo
sino acrecentar su glorioso renombre. San marcos nos ha conservado al riquísima sustancia de
esta predicación en una bella frase,
“El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se acerca. Convertíos y creed en el Evangelio”
San Marcos 1,15
Todo el programa del Mesías está contenido en estas pocas palabras que, después de indicar la
idea fundamental del cristianismo –el establecimiento del reino de Dios en la tierra-, señala en
compendio las condiciones preliminares y esenciales de la salud traída por el Mesías: la fe y la
conversión o penitencia. El tiempo se ha cumplido, este tiempo eran los largos siglos, por espacio
de los cuales Dios había encaminado el curso del mundo a preparar el advenimiento de su Cristo.
Transcurrido ya estos silos, ha llegado la hora en que el Señor va a poner por obra los decretos que
su amor le ha sugerido desde la eternidad para levantar al caído linaje humano. Había terminado
la Era antigua, una nueva va a comenzar con la predicación de Aquel que es centro de gravedad de
toda la historia del mundo. En este mismo sentido hablara San Pablo de la “plenitud de los
tiempos”.
Antes que Jesús había anunciado también el Precursor el próximo establecimiento del reino de
Dios y la necesidad de la penitencia, pero entre ambas predicaciones había una diferencia
importante, pues Jesús como observa San Marcos, añadía a la suya un elemento nuevo. No sólo
decía a sus oyentes como Juan Bautista: “Convertíos, sino que agregaba esta recomendación
especial “creed al Evangelio” predicaba, dice también San Marcos, “el evangelio de Dios”.
Pero qué cosa era aquel “reino de los cielos”, aquel “reino de Dios” cuyo establecimiento Jesús, y
los apóstoles no cesaron de predicar y propagar con todas sus fuerzas? Por ser elemento principal
de la doctrina predicada por el Salvador, importa explicar su naturaleza.
Ninguna de las dos locuciones ofrece dificultad. El reino de los cielos es, como frecuentemente
han repetido los Padres, un reino instituido por el Cielo, que tiende y conduce al cielo, Celestial
por su origen, lo es también por su fin, por sus leyes, por su consumación, y finalmente por su rey,
que es el rey eterno de los siglos. El reino de Dios, bien distinto de los de la tierra, es un reino
fundado por este supremo Señor, un reino el que El solo ejerce legítimo señorío. Las dos
locuciones “reino de los cielos” y “reino de Dios” son equivalentes, dado que San Mateo no hace
ninguna distinción alguna entre ellas.
La expresión típica de Mateo, “reino de los cielos”, aparece en lugar de la usada por Marcos “reino
de Dios”, el circunloquio “cielos” en vez de “Dios” era una manera de hablar corriente entre los
judíos, que en esa época evitaban el uso del nombre divino o de los títulos que se consideraban
exclusivos de Dios. El término que habitualmente se traduce por “reino” lo sería más exactamente
por “reinado”, el término no alude a un territorio en que se ejerce el poder, sino el ejercicio de ese
poder. Lo que se “se acerca” es la manifestación del poder supremo de Dios, la afirmación de su
soberanía. La primera respuesta que exige es el arrepentimiento, ya que el pecado constituye una
negativa a aceptar el reino de Dios.
Es una verdad que la idea del reino absoluto de Dios forma como la sustancia del Antiguo
Testamento en todas las frases de su historia. Se muestra ese dominio desde el principio de la
existencia del mundo. No era pues difícil entender al Salvador, cuando hizo resonar por toda la
Galilea “el evangelio del reino” como quiera que esta buena nueva había sido anunciada hacía ya
mucho tiempo, y que poco antes la había proclamado el Precursor con ardiente celo. Pero era
menester rectificar lo que había tomado mal camino el espíritu del pueblo, llevar a perfección lo
que era bueno, levantar a esferas superiores lo que no había sido revelado aún en toda se
extensión, y para esto, volver al magnífico ideal de los profetas y aun sobrepasarlo. Por eso Jesús,
rechazando las mezquinas y vulgares ideas de la mayor parte de sus compatriotas,
desembarazando la noción del reino de Dios de las quimeras de escatología judaica, protestando
singularmente contra la pretensión de los fariseos y escribas de dar a las esperanzas mesiánicas
una tendencia puramente exterior y política y de convertirlas en monopolio de su nación no cesó
de poner de manifiesto su naturaleza espiritual y su índole universal.
Es importante subrayar lo siguiente el Reino de Dios es Dios. Dios mismo desde un punto de vista
concreto, el de su actuación en este mundo y en esta historia nuestra. La cuestión planteada a los
contemporáneos de Jesús, es si Dios actúa en este mundo y en esta historia o no, y si actúa
cuando lo hace o lo va a hacer y bajo que condiciones.
Jesús predica que la llegada del Reino de Dios es inminente. Esto quiere decir que la esperada
actuación de Dios en este mundo comienza y, que ya se nota su presencia.
Jesús nunca describe el Reino de Dios, no dice qué es, ni qué significa esa actuación de Dios en el
mundo. Por una razón sencilla, todo esta descrito con suficiente claridad en el Antiguo
Testamento. Algo que con frecuencia se oye decir, hasta en la predicación (que el Dios del Antiguo
Testamento es un Dios del castigo, del temor y de la Ley, y que el Dios del Nuevo testamento es un
Dios del amor y del perdón) es en gran medida falso. El primero que lo sostuvo, Marción, es quizá
el primer hereje de importancia en la historia de la Iglesia. El Dios del Antiguo Testamento es el
mismo Dios del perdón y del amor que el Dios del Nuevo Testamento. Lo que Jesús predica no es
que, frente a un Dios del castigo, haya un Dios del perdón y del amor, sino que este Dios del
perdón y del amor del antiguo Testamento empieza a actuar desde ya. Que ese Dios está cerca.
Por otra parte, en la doctrina del Salvador, el reino de los cielos se presenta, en lo tocante a su
establecimiento, ora como presente ya fundado, ora como un acontecimiento futuro, pero es fácil
distinguir sus varias facetas que manifiestan otros tantos aspectos del reinado descrito por Jesús.
Su fundación real data del instante mismo en que Nuestro Señor comenzó a predicarlo. Por eso
decía Jesucristo “El reino de Dios no vendrá con muestras exteriores, ni se dirá: helo aquí o helo
allí. Porque el reino de Dios está dentro de vosotros” Lc 17,20-21. Así decía también “desde los
días de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos padece violencias” Mat 11,12. Como el
reino estaba destinado a alcanzar crecimiento cada vez mayor, Jesús lo describe también como
una realidad futura.
Antes de profundizar en las palabras de Jesús para comprender su anuncio —sus acciones y su
sufrimiento— puede ser útil considerar brevemente cómo se ha interpretado la palabra «reino»
en la historia de la Iglesia. En la interpretación que los Santos Padres hacen de esta palabra clave
podemos observar tres dimensiones.
En primer lugar la dimensión cristológica. Orígenes ha descrito a Jesús —a partir de la lectura de
sus palabras— como autobasileía, es decir, como el reino en persona. Jesús mismo es el «reino»;
el reino no es una cosa, no es un espacio de dominio como los reinos terrenales. Es persona, es Él.
La expresión «Reino de Dios», pues, sería en sí misma una cristología encubierta. Con el modo en
que habla del «Reino de Dios», Él conduce a los hombres al hecho grandioso de que, en Él, Dios
mismo está presente en medio de los hombres, que Él es la presencia de Dios.
Una segunda línea interpretativa del significado del «Reino de Dios», que podríamos definir como
«idealista» o también mística, considera que el Reino de Dios se encuentra esencialmente en el
interior del hombre. Esta corriente fue iniciada también por Orígenes, que en su tratado Sobre la
oración dice:
«Quien pide en la oración la llegada del Reino de Dios, ora sin duda por el Reino de Dios que lleva
en sí mismo, y ora para que ese reino dé fruto y llegue a su plenitud... Puesto que en las personas
santas reina Dios [es decir, está el reinado, el Reino de Dios]... Así, si queremos que Dios reine en
nosotros [que su reino esté en nosotros], en modo alguno debe reinar el pecado en nuestro
cuerpo mortal [Rm 6, 12]... Entonces Dios se paseará en nosotros como en un paraíso espiritual
[Gn 3,8] y, junto con su Cristo, será el único que reinará en nosotros.» (n. 25: PG 11,495s). La idea
de fondo es clara: el «Reino de Dios» no se encuentra en ningún mapa. No es un reino como los de
este mundo; su lugar está en el interior del hombre. Allí crece, y desde allí actúa.
La tercera dimensión en la interpretación del Reino de Dios podríamos denominarla eclesiástica:
en ella el Reino de Dios y la Iglesia se relacionan entre sí de diversas maneras y estableciendo
entre ellos una mayor o menor identificación. Esta última tendencia, por lo que puedo apreciar, se
ha ido imponiendo cada vez más sobre todo en la teología católica de la época moderna, aunque
nunca se ha perdido de vista totalmente la interpretación centrada en la interioridad del hombre y
en la conexión con Cristo. Pero en la teología del siglo XIX y comienzos del XX se hablaba
predominantemente de la Iglesia como el Reino de Dios en la tierra; era vista como la realización
del Reino de Dios en la historia. Pero, entretanto, la Ilustración había suscitado en la teología
protestante un cambio en la exégesis que comportaba, en particular, una nueva interpretación del
mensaje de Jesús sobre el Reino de Dios. Sin embargo, esta nueva interpretación se subdividió
enseguida en corrientes muy diferentes entre sí.
Es necesario dar el paso hacia el reinocentrismo, hacia la centralidad del reino. Éste sería, al fin y al
cabo, el corazón del mensaje de Jesús, y ésta sería la vía correcta para unir por fin las fuerzas
positivas de la humanidad en su camino hacia el futuro del mundo; «reino» significaría
simplemente un mundo en el que reinan la paz, la justicia y la salvaguardia de la creación. No se
trataría de otra cosa. Este «reino» debería ser considerado como el destino final de la historia. Y el
auténtico cometido de las religiones sería entonces el de colaborar todas juntas en la llegada del
«reino»... Por otra parte, todas ellas podrían conservar sus tradiciones, vivir su identidad, pero,
aun conservando sus diversas identidades, deberían trabajar por un mundo en el que lo primordial
sea la paz, la justicia y el respeto de la creación. Esto suena bien: por este camino parece posible
que el mensaje de Cristo sea aceptado finalmente por todos sin tener que evangelizar las otras
religiones. Su palabra parece haber adquirido, por fin, un contenido práctico y, de este modo, da la
impresión de que la construcción del «reino» se ha convertido en una tarea común y, según
parece, más cercana. Pero, examinando más atentamente la cuestión, uno queda perplejo: ¿Quién
nos dice lo que es propiamente la justicia? ¿Qué es lo que sirve concretamente a la justicia?
¿Cómo se construye la paz? A decir verdad, si se analiza con detenimiento el razonamiento en su
conjunto, se manifiesta como una serie de habladurías utópicas, carentes de contenido real, a
menos
Pero lo más importante es que por encima de todo destaca un punto: Dios ha desaparecido, quien
actúa ahora es solamente el hombre. El respeto por las «tradiciones» religiosas es sólo aparente.
En realidad, se las considera como una serie de costumbres que hay que dejar a la gente, aunque
en el fondo no cuenten para nada. La fe, las religiones, son utilizadas para fines políticos. Cuenta
sólo la organización del mundo. La religión interesa sólo en la medida en que puede ayudar a esto.
La semejanza entre esta visión post cristiana de la fe y de la religión con la tercera tentación
resulta inquietante. Volvamos, pues, al Evangelio, al auténtico Jesús. Nuestra crítica principal a
esta idea secular utópica del reino era: Dios ha desaparecido. Ya no se le necesita e incluso
estorba. Pero Jesús ha anunciado el Reino de Dios, no otro reino cualquiera. Es verdad que Mateo
habla del «reino de los cielos», pero la palabra «cielo» es otro modo de nombrar a «Dios», palabra
que en el judaísmo se trataba de evitar por respeto al misterio de Dios, en conformidad con el
segundo mandamiento. Por tanto, con la expresión «reino de los cielos» no se anuncia sólo algo
ultraterreno, sino que se habla de Dios, que está tanto aquí como allá, que trasciende
infinitamente nuestro mundo, pero que también es íntimo a él. Hay que tener en cuenta también
una importante observación lingüística: la raíz hebrea malkut «es un nomen actionis y significa —
como también la palabra griega basileía— el ejercicio de la soberanía, el ser soberano (del rey)»
(Stuhlmacher I, p. 67). No se habla de un «reino» futuro o todavía por instaurar, sino de la
soberanía de Dios sobre el mundo, que de un modo nuevo se hace realidad en la historia.
Podemos decirlo de un modo más explícito: hablando del Reino de Dios, Jesús anuncia
simplemente a Dios, es decir, al Dios vivo, que es capaz de actuar en el mundo y en la historia de
un modo concreto, y precisamente ahora lo está haciendo. Nos dice: Dios existe. Y además: Dios
es realmente Dios, es decir, tiene en sus manos los hilos del mundo. En este sentido, el mensaje de
Jesús resulta muy sencillo, enteramente teocéntrico. El aspecto nuevo y totalmente específico de
su mensaje consiste en que Él nos dice: Dios actúa ahora; ésta es la hora en que Dios, de una
manera que supera cualquier modalidad precedente, se manifiesta en la historia como su
verdadero Señor, como el Dios vivo. En este sentido, la traducción «Reino de Dios» es inadecuada,
sería mejor hablar del «ser soberano de Dios» o del reinado de Dios. Pero ahora debemos intentar
precisar algo más el contenido del mensaje de Jesús sobre el «reino» desde el punto de vista de su
contexto histórico. El anuncio de la soberanía de Dios se funda —como todo el mensaje de Jesús—
en el Antiguo Testamento, que Él lee en su movimiento progresivo que va desde los comienzos
con Abraham hasta su hora como una totalidad, y que —precisamente cuando se capta la
globalidad de este movimiento— lleva directamente a Jesús.
Tenemos en primer lugar los llamados Salmos de entronización, que proclaman la soberanía de
Dios (YHWH), una soberanía entendida en sentido cósmico-universal y que Israel acepta con
actitud de adoración (cf. Sal 47; 93; 96; 97; 98; 99). A partir del siglo VI, dadas las catástrofes de la
historia de Israel, la realeza de Dios se convierte en expresión de la esperanza en el futuro. En el
Libro de Daniel —estamos en el siglo II antes de Cristo— se habla del ser soberano de Dios en el
presente, pero sobre todo nos anuncia una esperanza para el futuro, para la cual resulta ahora
importante la figura del «hijo del hombre», que es quien debe establecer la soberanía. En el
judaísmo de la época de Jesús encontramos el concepto de soberanía de Dios en el culto del
templo de Jerusalén y en la liturgia de las sinagogas; lo encontramos en los escritos rabínicos y
también en los manuscritos de Qumrán. El judío devoto reza diariamente el Shemá Israel:
«Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor tu Dios con todo el
corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas.» (Dt 6, 4; 11, 13; cf. Nm 15, 37-41). El rezo de
esta oración se interpretaba como el cargar con el yugo de la soberanía de Dios: no se trata sólo
de palabras; quien la recita acepta el señorío de Dios que, de este modo, a través de la acción del
orante, entra en el mundo, llevado también por él y determinando a través de la oración su modo
de vivir, su vida diaria; es decir, se hace presente en ese lugar del mundo. Vemos así que la señoría
de Dios, su soberanía sobre el mundo y la historia, sobrepasan el momento, va más allá de la
historia entera y la trasciende; su dinámica intrínseca lleva a la historia más allá de sí misma. Pero
al mismo tiempo es algo absolutamente presente, presente en la liturgia, en el templo y en la
sinagoga como anticipación del mundo venidero; presente como fuerza que da forma a la vida
mediante la oración y la existencia del creyente, que carga con el yugo de Dios y así participa
anticipadamente en el mundo futuro. Precisamente en este punto se puede comprobar que Jesús
fue un «israelita de verdad» (cf. Jn 1,47) y, al mismo tiempo, que fue más allá del judaísmo, en el
sentido de la dinámica interna de sus promesas. Nada se ha perdido de los contenidos que
acabamos de ver. Sin embargo, hay algo nuevo que se expresa sobre todo en las palabras «está
cerca el Reino de Dios» (Mc 1, 15), «ha llegado a vosotros» (Mt 12, 28), está «dentro de vosotros»
(Lc 17, 21). Se hace referencia aquí a un proceso de «llegar» que se está actuando ahora y afecta a
toda la historia. Son estas palabras las que inspiraron la tesis de la venida inminente,
presentándola como lo específico de Jesús. Pero esta interpretación no es en modo alguno
concluyente; más aún, si se considera todo el conjunto de las palabras de Jesús, hay incluso que
descartarla de plano. Eso se ve ya en el hecho de que los defensores de la interpretación
apocalíptica del anuncio del reino por parte de Jesús (en el sentido de una expectativa inminente)
pasan por alto, siguiendo su propio criterio, una gran parte de sus palabras sobre este tema,
mientras que en otras tienen que forzar su sentido para adaptarlas. , . . .
El mensaje de Jesús acerca del reino recoge —ya lo hemos visto— afirmaciones que expresan la
escasa importancia de este reino en la historia: es como un grano de mostaza, la más pequeña de
todas las semillas. Es como la levadura, una parte muy pequeña en comparación con toda la masa,
pero determinante para el resultado final. Se compara repetidamente con la simiente que se echa
en la tierra y allí sufre distintas suertes: la picotean los pájaros, la ahogan las zarzas o madura y da
mucho fruto. Otra parábola habla de que la semilla del reino crece, pero un enemigo sembró en
medio de ella cizaña que creció junto al trigo y sólo al final se la aparta (cf. Mt 13, 24-30).
Otro aspecto de esta misteriosa realidad de la «soberanía de Dios» aparece cuando Jesús la
compara con un tesoro enterrado en el campo. Quien lo encuentra lo vuelve a enterrar y vende
todo lo que tiene para poder comprar el campo, y así quedarse con el tesoro que puede satisfacer
todos sus deseos. Una parábola paralela es la de la perla preciosa: quien la encuentra también
vende todo para hacerse con ese bien, que vale más que todos los demás (cf. Mt 13, 44ss). Otro
aspecto de la realidad de la «soberanía de Dios» (reino) se observa cuando Jesús, en unas
palabras difíciles de explicar, dice que el «reino de los cielos» sufre violencia y que «los violentos
pretenden apoderarse de él» (Mt 11,12).
Metodológicamente es inadmisible reconocer como «propio de Jesús» sólo un aspecto del todo y,
partiendo de una semejante afirmación arbitraria, doblegar a ella todo lo demás. Tenemos que
decir más bien: lo que Jesús llama «Reino de Dios, reinado de Dios», es sumamente complejo y
sólo aceptando todo el conjunto podemos acercarnos a su mensaje y dejarnos guiar por él.
Veamos con más detalle al menos un texto como ejemplo de la dificultad de entender el mensaje
de Jesús, siempre tan lleno de claves secretas. Lucas 17, 20s nos dice: «A unos fariseos que le
preguntaban cuándo iba a llegar el Reino de Dios, Jesús les contestó: "El Reino de Dios vendrá sin
dejarse ver (¡como espectador neutral!), ni anunciarán que está aquí o está allí; porque mirad, el
Reino de Dios está entre vosotros». En las interpretaciones de este texto encontramos
nuevamente las diversas corrientes según las cuales se ha interpretado generalmente el «Reino de
Dios», desde el punto de vista y la visión de fondo de la realidad propia de cada exegeta. Hay una
interpretación «idealista» que nos dice: el Reino de Dios no es una realidad exterior, sino algo que
se encuentra en el interior del hombre. Pensemos en lo que antes oímos decir a Orígenes. En ello
hay mucho de cierto, pero también desde el punto de vista lingüístico esta interpretación resulta
insuficiente. Existe, además, la interpretación en el sentido de la venida inminente, que afirma: el
Reino de Dios no llega lentamente, de forma que se le pueda observar, sino que irrumpe de
pronto. Pero esta interpretación no tiene fundamento alguno en la literalidad del texto. Por ello
ahora se tiende cada vez más a entender que con estas palabras Cristo se refiere a sí mismo: Él,
que está entre nosotros, es el «Reino de Dios», sólo que no lo conocemos (cf. Jn 1, 31.33). Otra
afirmación de Jesús apunta en esta misma dirección, si bien con un matiz algo distinto: «Si yo echo
a los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc
11, 20). Aquí (como en el texto anterior), el «reino» no consiste simplemente en la presencia física
de Jesús, sino en su obrar en el Espíritu Santo. En este sentido, el Reino de Dios se hace presente
aquí y ahora, «se acerca», en Él y a través de Él. De un modo todavía provisional, y que habrá que
desarrollar a lo largo de nuestro itinerario de escucha de la Escritura, se impone la respuesta: la
nueva proximidad del reino de la que habla Jesús, y cuya proclamación es lo distintivo de su
mensaje, esa proximidad del todo nueva reside en Él mismo. A través de su presencia y su
actividad, Dios entra en la historia aquí y ahora de un modo totalmente nuevo, como Aquel que
obra. Por eso ahora «se ha cumplido el plazo» (Mc 1,15); por eso ahora es, de modo singular, el
tiempo de la conversión y el arrepentimiento, pero también el tiempo del júbilo, pues en Jesús
Dios viene a nuestro encuentro. En Él ahora es Dios quien actúa y reina, reina al modo divino, es
decir, sin poder terrenal, a través del amor que llega «hasta el extremo» (Jn 13, 1), hasta la cruz. A
partir de este punto central se engarzan los diversos aspectos, aparentemente contradictorios. A
partir de aquí entendemos las afirmaciones sobre la humildad y sobre el reino que está oculto; de
ahí la imagen de fondo de la semilla, de la que nos volveremos a ocupar; de ahí también la
invitación al valor del seguimiento, que abandona todo lo demás. Él mismo es el tesoro, y la
comunión con Él, la perla preciosa.
El fariseo se jacta de sus muchas virtudes; le habla a Dios tan sólo de sí mismo y, al alabarse a sí
mismo, cree alabar a Dios. El publicano conoce sus pecados, sabe que no puede vanagloriarse ante
Dios y, consciente de su culpa, pide gracia. ¿Significa esto que uno representa el ethos y el otro la
gracia sin ethos o contra el ethos? En realidad no se trata de la cuestión ethos sí o ethos no, sino
de dos modos de situarse ante Dios y ante sí mismo. Uno, en el fondo, ni siquiera mira a Dios, sino
sólo a sí mismo; realmente no necesita a Dios, porque lo hace todo bien por sí mismo. No hay
ninguna relación real con Dios, que a fin de cuentas resulta superfluo; basta con las propias obras.
Aquel hombre se justifica por sí solo. El otro, en cambio, se ve en relación con Dios. Ha puesto su
mirada en Dios y, con ello, se le abre la mirada hacia sí mismo. Sabe que tiene necesidad de Dios y
que ha de vivir de su bondad, la cual no puede alcanzar por sí solo ni darla por descontada. Sabe
que necesita misericordia, y así aprenderá de la misericordia de Dios a ser él mismo misericordioso
y, por tanto, semejante a Dios. El vive gracias a la relación con Dios, de ser agraciado con el don de
Dios; siempre necesitará el don de la bondad, del perdón, pero también aprenderá con ello a
transmitirlo a los demás. La gracia que implora no le exime del ethos. Sólo ella le capacita para
hacer realmente el bien. Necesita a Dios, y como lo reconoce, gracias a la bondad de Dios
comienza él mismo a ser bueno. No se niega el ethos, sólo se le libera de la estrechez del
moralismo y se le sitúa en el contexto de una relación de amor, de la relación con Dios; así el ethos
llega a ser verdaderamente él mismo.
El tema del «Reino de Dios» impregna toda la predicación de Jesús. Por eso sólo podemos
entenderlo desde la totalidad de su mensaje. Al ocuparnos de uno de los pasajes centrales del
anuncio de Jesús —el Sermón de la Montaña— podremos encontrar más profundamente
desarrollados los temas que aquí sólo se han tratado de pasada. Veremos sobre todo que Jesús
habla siempre como el Hijo, que en el fondo de su mensaje está siempre la relación entre Padre e
Hijo. En este sentido, Dios ocupa siempre el centro de su predicación; pero precisamente porque
el mismo Jesús es Dios, el Hijo, toda su predicación es un anuncio de su misterio, es cristología; es
decir, es un discurso sobre la presencia de Dios en su obrar y en su ser. Veremos cómo éste es el
aspecto que exige una decisión y cómo, por ello, el que conduce a la cruz y a la resurrección.
Ahora bien, ese Reino de Dios tiene unas características concretas. Tres son las principales.
1. La primera es que el Reino de Dios está vinculado a la persona de Jesús. De aquí va a
surgir un punto de conflicto en la vida de Jesús, la pertenencia al Reino de Dios, es decir, el
dejar que Dios actúe sobre uno, se vincula a la aceptación de esta predicación que Jesús
hace. Fijémonos con que frecuencia aparece en el evangelio la siguiente pregunta de los
judíos a Jesús:”tú, ¿con qué autoridad haces eso?” Mt. 21,23-27. Tenemos aquí recogida
una realidad histórica sufrida por Jesús, ya que está atestiguada en todos los escritos: la
actitud de los judíos que piden a Jesús una prueba que legitime su mensaje como
procedente de Dios.
Frente a esta actitud de los judíos está la vivencia de filiación respecto a Dios por parte de Jesús.
Jesús va adquiriendo a lo largo de su vida, cada vez de manera más clara una conciencia, más viva
de su relación con Dios, que es una relación de filiación peculiar e irrepetible. En el fondo ¿por qué
sabe Jesús que el Reino de Dios está cerca? Lo sabe porque lo experimenta en su oración, en su
relación con Dios. La fe es precisamente una relación con Dios, Jesús es el hombre que más fe ha
tenido, porque es el que ha tenido la relación más estrecha con Dios.
2. La segunda característica es que Jesús subraya especialmente un aspecto, que el Reino
de Dios llega para todos y llega gratuitamente. Eso en parte, está ya en el Antiguo
Testamento. La novedad de Jesús consiste en que hace una interpretación sesgada del
Antiguo Testamento mientras que otros lo interpretan también sesgadamente pero en
otra dirección. La idea de Jesús es que Dios nos quiere independientemente de cuál sea
nuestra actuación. Eso es lo que significa que Dios es nuestro Padre, que es amor
incondicionado. De lo cual no se puede deducir que dé lo mismo con cuál sea nuestro
comportamiento. Al revés precisamente porque Dios nos quiere sin condiciones, es por lo
que nosotros nos sentimos apremiados a corresponder con todas nuestras fuerzas al amor
incondicionado de Dios.
3. La tercera característica, consecuencia de la anterior, es que los primeros destinatarios
del Reino de Dios, según Jesús son los pobres. Por “pobres” hay que entender, primero,
aquellos a los que el mundo llama pobres, es decir, los que no tienen dinero, los que no
tienen para comer, los pobres. Por qué son los primeros? Por que en la concepción
veterotestamentaria, la riqueza es una bendición de Dios. Si la riqueza es bendición de
Dios, quien es pobre no posee esa bendición. Jesús, en contra de la concepción
dominante, afirma que la bendición de Dios, su Reino, esa actuación de Dios que ya está
llegando, viene preferencialmente para todos aquellos que parecen estar dejados de su
mano.
Pobres son también los enfermos, que en la concepción judía contemporánea no tienen la
bendición de Dios. Precisamente por eso están enfermos. Si Dios los quisiera, estarán
sanos. Pobres son los marginados de la sociedad, término correlativo al concepto de
cumplimiento de la ley. Téngase en cuenta que con mucha frecuencia el pobre está
realmente impedido de ser un buen cumplidor de la ley, aunque ´solo sea por la
imposibilidad. Por razones económicas, de procurarse todo lo necesario para ofrecer los
sacrificios prescritos en la Ley. El hombre que cumple la Ley es el hombre integrado en la
sociedad judía; por tanto el que no cumple la Ley es el desintegrado, el marginado. Pobre
es el huérfano menor de doce años, la viuda sin hijos, ambos carecen de personalidad
jurídica, no pueden ir a un tribunal a reclamar una tierra como suya. Pobres son las
prostitutas, éstas por definición, no cumplen la ley, son mujeres sin marido ni hijos que les
representan, son el ejemplo eximio de la marginación. Pobres son los publicanos.
Publicano es el que está en el “telonio” es un término que significa tienda, con el que los
textos lo mismo se pueden referir a la tienda de recaudación de impuesto para los
romanos como ala taquilla donde se cobra la entrada en una casa de prostitución. Así
pues, los publicanos a los mejor no son los recaudadores de impuestos, sino los lenones.
Fijémonos cuán frecuentemente aparecen citados en el evangelio los publicanos y las
prostitutas.
Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas.
Es momento de definir y describir claramente este método de enseñanza, particularmente
interesante, que desde el comienzo de la vida pública había empleado ya Nuestro Señor.
Ciertamente Jesús anunció su mensaje con parábolas. La mayor parte de las parábolas se reflejan
de tal manera el ambiente palestino contemporáneo de Jesús. Su originalidad no está en que Jesús
utilizara ese tipo de narraciones para impartir sus enseñanzas, pues era frecuente que los
maestros en Israel enseñaran en parábolas.
El vocablo “parábola” nos ha venido del griego, por el intermedio del latín. Etimológicamente
significa yuxtaposición de dos cosas, y de ahí la comparación de las mismas. Denota, pues, un
género literario en que al lado de la verdad se pone, digámoslo así, una imagen que la hace más
perceptible, más viva.
Las parábolas son expresiones sapienciales o breves relatos imaginarios usados por Jesús para
exponer su doctrina. Estas formas literarias tienen su raíces en el antiguo testamento,
especialmente en la literatura sapiencia y en la literatura rabínica.. la anécdota imaginaria lleva al
oyente a conceder un punto sin caer de momento en la cuenta de que se le aplica a él además el
relato despierta la curiosidad y a trae la atención. Las parábolas rabínicas, de las que hay unas dos
mil en la literatura d este género, se cuentan para dar respuesta a la pregunta de un discípulo y
muestran que el alcance de la respuesta es más amplio de lo que el discípulo advirtió.
Desde el punto de vista literario, podemos clasificar las parábolas pronunciadas por Jesús en tres
tipos. Algunas parten de realidades de la vida y de los hombres para ilustrar con ellas la actuación
de Dios. Por ejemplo, las parábolas de la levadura y del grano de mostaza (Lc 13,18-21), de la
dracma y de la oveja perdida (Lc 15,1-10). Dios, cuando actúa con los hombres, es como el pastor
que busca la oveja perdida o como la mujer que barre su casa para hallar la moneda extraviada,
con el Reino de Dios, cuando está a punto de manifestarse, ocurre como con la levadura o el grano
de mostaza que su vida es al principio silenciosa y oculta, hasta que se revela en todo su esplendor
al final.
Otro tipo de parábolas no parten de una realidad cotidiana, sino que son historias inventadas por
Jesús, verosímiles en su contexto histórico y sociocultural, con las que también nos enseña lo que
ocurre con el Reino que llega o, lo que es lo mismo, cuál es la actuación de Dios con los hombres.
Entre ellas, las parábolas de los trabajadores invitados al banquete (Lc 14,1524), la del trigo y la
cizaña (Mt 13,36-43), la del hijo pródigo, que deberíamos titulas, mejor la parábola del padre (Lc
15,11-32)
Por fin un, último tipo de parábolas son aquellas con las que Jesús trata de enseñarnos una
manera de actuar que nos toca ejercitar a nosotros, en respuesta al anuncio de la llegada del
Reino. Por ejemplo, la parábola de las diez vírgenes (Mt, 25,1-13), o del administrador astuto (Lc
16,1-13), o del fariseo y el publicano (Lc 18,9-14), o del buen samaritano (Lc 10,25-37). En éstas se
nos enseña, respectivamente, la vigilancia ante la llegada del Reino, una cierta astucia necesaria
para alcanzar lo realmente importante, lo inaceptable de la suficiencia ante Dios, o que la
actuación del hombre ha de ser fruto del amor incondicionado, como ocurre con Dios.
Se engañaría quien considerase a Nuestro Señor Jesucristo como inventor de esta manera de
enseñar. Mucho antes que él había compuesto parábolas sabios como Salomón profetas como
Nathan e Isaías. Los evangelios nos dan como muy conocido en su tiempo este género literario.
Lo era, en efecto, pues los rabinos lo empleaban a menudo,
El admirable don de observación que hemos admirado en Jesús se manifiesta en ellas como en
ninguna otra parte. Pero por más admirable que sea su forma exterior, lo son más aún las
lecciones que enseñan, las verdades morales que de ellas se derivan. Así como expresan las
verdades más divinas, así también las imágenes de que se revisten estas verdades dogmáticas o
morales están tomadas de los más variados asuntos. Para derramar claridad sobre lo elevado y
divino, sobre la naturaleza, sobre el restablecimiento gradual y las leyes del reino de Dios, para
hacer accesibles a sus oyentes esclavizados por lo sensible las cosas celestiales, los transporta
bondadosamente Jesús de lo conocido a lo desconocido, de lo vulgar a lo eterno.
Jesús toma de todas partes lo elementos externos de sus parábolas: del reino de las plantas y del
de los animales, de todos lo órdenes de vida judía de entonces (vida agrícola, económica, social,
política, religiosa), y hasta del mundo divino. En ellas aparecen el mismo Dios con sus ángeles,
sacerdotes y levitas, judíos y samaritanos, un fariseo y un publicano, ricos y pobres, un juez inicuo
y una viuda vejada, niños caprichosos y un hijo pródigo, un propietario generoso y un intendente
infiel, viñadores, agricultores, pescadores, banqueros, humildes criados e hijos de reyes. Y estos
múltiples pormenores están agrupados con habilidad maravillosa, por lo que cada parábola
expresa fielmente las lecciones que Jesús quiso enseñar. En resumen, las parábolas del Evangelio,
por su gracia, por su variedad, por su originalidad y las lecciones que encierran, son honra de su
amor, en quien revela, si es lícito darle semejante título, un profundo pensador, un escritor
soberano, un genio. Son verdaderas obras maestras, que ocupan lugar aparte en la literatura
universal.
Llama la atención la importancia que adquiere la imagen de la semilla en el conjunto del mensaje
de Jesús. El tiempo de Jesús, el tiempo de los discípulos es el de la siembre y de la semilla. El
“Reino de Dios” está presente como una semilla. Vista desde fuera, la semilla es algo muy
pequeño. A veces, ni se la ve, la semilla es presencia del futuro, en ella está escondido lo que va a
venir. Es promesa ya presente en el hoy. Las parábolas hablan de manera escondida del misterio
de ala cruz, no sólo hablan de él, ellas mismas forman parte de él en las parábolas, Jesús no es solo
el sembrador que siembra la semilla de la palabra de Dios, sino que es semilla que cae en la tierra
para morir y así poder dar fruto.
El lenguaje hablado de Jesús
La gran revelación de Dios en Jesús consiste fundamentalmente en el acontecer de Dios en
él comunicándose personalmente a él y convirtiéndose, por lo tanto, en lenguaje humano y
en la experiencia no objetivable que Jesús tiene de Dios, esto es, experiencia trascendental
El anuncio hablado de Jesús, particularmente el de las parábolas, corresponde
precisamente a esa misma experiencia, pero ya objetivándola de alguna manera en las
categorías propias de Jesús.
Lo que Jesús pretendía con sus parábolas, aunque era un lenguaje sobre Dios, no era
ofrecer ni una idea, ni una doctrina conceptual sobre Dios, sino mover o disponer, de
alguna manera, a sus oyentes a tomar conciencia frente a esa realidad de Dios vivo que
también acontece en ellos y espera que sea acogida voluntariamente por ellos en una
decisión de la voluntad y que por lo tanto tenga consecuencias reales en su propia
conducta. Tomar una decisión frente al lenguaje hablado de Jesús en sus parábolas es
decidirse frente a la voluntad de Dios, que se deja sentir en el plano de la experiencia
todavía no objetivada.
Primer grupo de parábolas
Hemos dejado al divino Maestro en el momento en que acababa de obtener brillante
victoria de sus enemigos. Para descansar de aquella penosa lucha se fue a sentar a orillas
del lago. Le rodeaban sus más íntimos discípulos. Mas tampoco allí fue largo el descanso,
pues la turba que antes le había acompañado no tardó en volver a unírsele, aumentada con
nuevos grupos que acudían de las ciudades vecinas. Entendió lo que deseaban aquellas
turbas ávidas de verle y oírle, mas como no pudiese hablarles cómodamente, porque de
todas partes le estrechaban, le fue forzoso hacer lo que el día de la pesca milagrosa. Había
allí una barca, quizá la que solían tener prevista para estas ocasiones, refugióse en ella y
sentado en la popa comenzó a hablar a la muchedumbre, que estaba de pie en la playa. Así
tenía de cara a todo el auditorio. Delicioso cuadro, cuya descripción debemos a San Mateo y
a San Marcos.
Descrita la situación exterior, añaden estos mismos evangelistas “Les enseñaba muchas
cosas por parábolas” todo el sermón, pues de aquel día se compuso de parábolas. De hecho
aquí parece han de colocarse con mayor probabilidad, las ocho parábolas “del reino de los
cielos”, forman como una cadena cuyos anillos se eslabonan entre sí, pues se explican y
completan mutuamente. Esta indudable unidad nos mueve a creer que una tras otra
fluyeron de los labios de Jesús en la misma sazón. Fuera de que el mismo relato de San
Mateo muestra de cabo a cabo que en esta parte quiso seguir un orden estrictamente
cronológico, como se ve por el cuidado con que une todas sus secciones por medio de
fórmulas que le sirvan de lazo de unión.
Desde los albores de su vida pública había anunciado Jesús como antes el precursor, el
próximo advenimiento del reino de los cielos, es decir, del reino mesiánico. Desde entonces
no cesó de hablar de él, de predicarlo en todas formas, a fin de preparar los espíritus y los
corazones para hacerse dignos de entrar en él.
La primera es la del sembrador, que sirve de introducción a toda la serie, “Escuchad”,
exclamó Jesús.
“He aquí que el sembrador salió a sembrar. Y cuando sembraba, parte de la semilla cayó
junto al camino, y vinieron las aves del cielo, y la comieron. Otra parte cayó en lugares
pedregosos, donde no tenían mucha tierra, y nació luego, porque no tenía tierra
profunda. Mas en saliendo el sol, se quemó, y, como no tenía raíz, se secó. Otra parte
cayó entre espinas, y las espinas crecieron y la ahogaron. Otra parte cayó en tierra buena,
y rindió fruto, dando los granos cuál ciento, cuál sesenta y cuál treinta por uno. El que
tenga oídos para oír, que oiga.” San Mateo 13,3-9
La descripción, aunque sencilla, esta trazada de mano maestra. Siendo igual la semilla, ¿de
donde proviene la diferencia de los frutos parecidos? No es dificultosa la respuesta. La
diferencia proviene de las condiciones, buenas o malas, del terreno en que el grano haya
caído de la mano del sembrador. Ésta hace lo posible, pero, contra su voluntad, una parte
de la simiente cae en terreno poco propicio, es hollada por los pies de los pasajeros o
devorada por las aves, o no germina sino para ser muy pronto agostada por el ardiente sol
de Oriente, o para ser ahogada más adelante por los cardos, ortigas, zarzas y otras plantas
espinosas. En cambio, cómo será recompensado su trabajo al tiempo de la cosecha ¡Treinta,
sesenta y hasta ciento por uno. Estos números demuestran la gran fertilidad del suelo, pero
no son para extrañar en ciertos distritos de Palestina, particularmente en Galilea, en la
meseta de Haurán y sobre todo en las riberas del lago de Genesaret.
El reino es ciertamente el tema central de la parábola. El reino llegará a pesar de los
obstáculos, es tan infalible como el crecimiento dela cosecha, que llega a madurar, e
incluso con gran rendimiento, a pesar de dificultades que podrán parecer casi insuperables.
Se advierte el optimismo que debe inspirar a los predicadores del evangelio.
La siguiente parábola que, sólo se lee en el segundo evangelio, está tomada también, de la
vida agrícola. Se refiere asimismo, según lo indican sus primeras palabras, al reino de Dios y
del Mesías.
“tal es el reino de Dios, como si un hombre echa la semilla en la tierra. Duerma él o se
levante, de noche y de día, la semilla brota, y crece sin que él lo advierta. Porque la tierra
de suyo da fruto, primeramente hierba, de3spúes espiga y, por último, grano lleno en la
espiga. Y cuando el fruto está sazonado al punto se echa la hoz, porque es llegado el
tiempo de la siega” San Marcos 4, 26-29
Al igual que la del sembrador, esta parábola es esencialmente un contraste entre la
inactividad del labrador, esta parábola de sementera y la cosecha (la plenitud del reino de
Dios). El reino llegará con toda seguridad, porque ya ha irrumpido en el mundo a través del
ministerio de Jesús, y lo mismo que la semilla, también él dará su cosecha inevitablemente.
Esto es exactamente lo que se expresa cuando el grano está maduro, entonces se mete la
hoz, porque la cosecha está a punto. Por consiguiente afirma que el reino de Dios no viene
repentinamente, sino que va creciendo de manera inexorable a partir de unos comienzos
ocultos. Esta afirmación adicional significa que Jesús, originalmente, aseguró con esta
parábola que la venida del reino Dios es inevitable y, al mismo tiempo, hizo una apología de
sus métodos al no tratar de establecer este reino mediante una intervención violenta. Tal
cosa sólo hubiera servido para marchitar prematuramente el fruto de la semilla.
El crecimiento de las plantas es operación tan misteriosa como admirable, que no depende
de la voluntad del hombre. Y así, cuando el sembrador, después de preparado
cuidadosamente su campo, entierra el él la semilla, se vuelve a su casa y se entrega a sus
ocupaciones habituales, dejando lo demás a las fuerzas de la naturaleza, a la actividad
espontánea del suelo y al gobierno de la Providencia. Él ha hecho cuanto podía, espera,
pues, pacientemente a que la germinación, primero, después el crecimiento, y por fin, la
madurez, sigan su curso hasta el feliz momento en que la siega demande nuevamente su
intervención. Está lejos de permanecer indiferente al éxito de su siembra, antes en ella
piensa frecuentemente con grande afán, pero fuera de cierta previsión general, que no
alcanza muy lejos, todo lo que pasa en su campo está fuera de su alcance. La idea principal
consiste, pues, aquí en la espontaneidad con que fructifican los granos en el seno de la
tierra. “produce por si misma”.
También la siguiente, conservada a la vez por los tres sinópticos, se trata de la siembra,
pero desde un punto de vista agrícola muy diferente. Como la de la cizaña, no está más que
esbozada, se contenta Jesús con trazar los contornos principales, pero éstos con entera
claridad. En la redacción de San Marcos, para despertar más la atención de los oyentes, se
encabeza con dos preguntas:
“A que asemejaremos el reino de Dios? ¿O con qué parábola lo compararemos? Es
semejante el reino de los cielos a un grano de mostaza, que el hombre toma y siembre en
su campo. Es la menor de todas las simientes, mas cuando ha crecido es mayor que todas
las legumbres, y hácese un árbol de modo que las aves del cielo vienen a morar en sus
ramas”
La semilla de la mostaza debía de ser proverbialmente pequeña, pero no es la más pequeña
de las semillas, es la que sirve para preparar la mostaza, sus granos tienen la forma de
globulillos negros, cada vaina tiene de cuatro a seis ni su árbol (más propiamente un
arbusto, que crece hasta alcanzar una altura de unos tres metros) resulta notablemente
grande. Lo importante en la parábola es el contraste, la parábola significa la llegada del
reino a partir de unos comienzos tan exiguos que difícilmente pueden advertirse. El
comienzo humilde del reino en Jesús era un escándalo par los judíos y hasta para los
mismos discípulos.
Se ha preparado desde antiguo en que, en el grupo de las ocho parábolas del reino de los
cielos, hay seis que se relacionan dos a dos, tanto por su asunto como por su significación.
La parábola de la levadura, citada por San Mateo y San Lucas, pertenece a una de estas
agrupaciones.
“A qué compararé el reino de Dios? Semejante es a la levadura, que tomó una mujer y la
mezcló con tres medidas de harina, hasta que toda la masa fermentó”
Responde al mismo esquema que las del sembrador y el grano de mostaza, ilustrando
también el crecimiento irresistible del reino a partir de unos comienzos exiguos, tres
medidas de harina, se exagera la cantidad de masa para lograr el efecto. El Salvador
describe el poderoso y rápido crecimiento que puede producir una causa mínima en
apariencia. San Mateo y San Maros intercalan aquí una observación, según San Mateo,
“Todas estas cosas habló Jesús al pueblo por parábolas y no le hablaba sin parábolas”. El
último punto, literalmente repetido por San Marcos, no se ha de tomar del todo a la letra ni
aplicarse a todo el resto de la vida pública de Jesús, quien más de una vez empleará todavía
delante de las turbas la forma ordinaria y directa de enseñanza. Pero demuestra por modo
cierto que, en esta época al menos, Nuestro Señor modificó realmente su manera de
predicación, presentándola de ordinario en forma de parábolas.
Cuando Jesús, despedida las turbas, pudo volver a la casa donde entonces se albergaba, los
apóstoles y otros discípulos que le habían seguido, le hicieron familiarmente esta pregunta
¿Por qué le hablas en parábolas? Su extrañeza supone que algo de insólito había habido
aquel día en la predicación del Maestro. Contra su costumbre, había acumulado las
parábola, y este continuo lenguaje figurado fue en detrimento de la claridad de su doctrina.
De hecho, si una parábola, seguida de su comentario auténtico, facilita la comprensión de
una idea, una serie de parábolas que se suceden sin explicación alguna fuerza, es que
produzca oscuridad.
El Salvador halló legítima la demanda y respondió con su acostumbrada condescendencia:
“Es porque a vosotros os ha sido dado conocer los misterios del reino de los cielos, mas a
ellos no les es dad. Por que al que tiene se le dará, y tendrá más, pero que no tiene, aun lo
que tiene se le quitará. Por eso les hablo por parábolas: por que viendo no ven y oyendo
no oyen ni entiende. Y se cumple con ellos la profecía de Isaías que dice: Con vuestros
oídos oiréis, y no entenderéis, con vuestros ojos miraréis, y no mirareis. Por que el
corazón de este pueblo se ha engrosado, sus oídos oyeron pesadamente, y cerraron su
ojos para no vean con sus ojos, y no oigan con sus oídos, y no entiendas con su corazón, y
no se conviertan, y yo no los sane. Mas bienaventurados vuestros ojos, por que ven, y
vuestros oídos por que oye. Por que en verdad os digo que muchos profetas y justos
desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron.”
San Mateo 13, 11-17.
Esta respuesta es muy grave y requiere algunas explicaciones. Primeramente Jesús
establece una distinción entro los que creen en Él apóstoles, discípulos que le seguían con
mayor y menos asiduidad, discípulos en el sentido amplio de la palabra y los de fuera, como
debió de decir, según San Marcos, para significar a todos los que obstinadamente se
quedaban fuera del grupo amigo de que se formaba la Iglesia naciente. A los primeros les
concebía Dios el singularísimo privilegio de revelarles abiertamente los misterios del reino
de los cielos, pues misterio profundo es ya por sí este reino, que tiene, además, sus secretos
de Estado, que nadie puede conocer ni comprender sin particular revelación. Muchas
verdades relativas a la naturaleza y condiciones del establecimiento del reino mesiánico
habían sido anunciadas por los profetas en los escritos del Antiguo Testamento, pero en
términos con frecuencia oscuros y difícilmente comprensibles. Jesús descubre a sus
discípulos poco a poco todas estas cosas, a los otros, al menos por el momento, pes
propones estas verdades encubiertas en parábolas. De un lado, pues era esta forma de
enseñar de índoles pedagógica, de otro de índole disciplinaria.
Es que las parábolas tienen, digámoslo así, dos caras diferentes, una luminosa y la otra
oscura. Se asemejan en esto a aquella columna de fuego que iluminaba a los hebreos y los
ocultaba a la vista de los egipcios. Lite4ratos y filósofos concuerdan en reconocer este doble
efecto. Si es innegable, según nota Quintiliano, que la parábola ilumina el pensamiento y
facilita su inteligencia, no es menos exacto afirmar con Macrobio que también la envuelve
en oscuridad, por que las imágenes protegen su secreto. Por eso Tertuliano, después de
haber dicho que las parábolas “derraman sombras sobre la luz del Evangelio”, dice en otra
parte que “Dios viene en auxilio de la fe, ayudándola por medio de figuras y parábolas” en
efecto, la parábola, por su naturaleza, tan atractiva y animada, por sus variados colores y
por los seres que pone en escena, excita la atención, pica la curiosidad y despierta la
inteligencia, para que al punto s mueva a buscar su significado. Si fija profundamente en la
memoria, provocando investigaciones y preguntas. Hacia este oficio singularmente entre
los judíos, que al modo de todos los pueblos orientales, prefieren el lenguaje concreto al
abstracto, la expresión popular y dramatizada de la idea a su expresión filosófica y
sistemática. Pero también es verdadero el otro aspecto de la parábola. “Si la materia es
muy elevada, la parábola, que sólo indirectamente toca el asunto, no es propósito para
esclarecerlo plenamente”, y es cosa averiguada que aun las parábolas de Jesús no tienen
bastante claridad si se las compara con su objeto, que es en alto grado misterioso.
La oscuridad relativa de este género literario consta por los escritos del Antiguo
Testamento, así como también por la literatura talmúdica. Los poetas y los profetas de
Israel agregan de cuando en cuando a la palabra mashal otro sustantivo, que te también
denota una composición literaria que para ser bien entendida requiere explicación. Y en el
Talmud se lee “Dios habló cara a cara con Moisés, a Balaam, solamente en parábolas (es
decir en términos oscuros). Las mismas circunstancias que las dan gracia y claridad, sirven a
un tiempo para velar, para complicar la incomprensión de los discípulos. En todas las
literaturas el lenguaje más conciso, más rebuscado de la poesía es, por lo común, menos
claro que el de la simple prosa.
Nuestro Seños claramente expresa por que su predicación, cuando en adelante se dirija a
las tubas, revestirá con frecuencia, al menos por cierto tiempo, la forma de parábolas. Así
obrará por divina disposición, fundada en la diferencia moral que dividía a sus oyentes en
dos categorías tan diversas. Para las almas bien si puestas la parábolas sean luz, si no
siempre al punto, cuando menos después que hubieran reflexionado y, si fuere menester,
consultado, para llegar a una interpretación exacta. Por el contrario, pondrán una venda
sobre los ojos de los indiferentes y enemigos y así vendrá a serles castigos y pena. De esta
manera tendrá nuevo cumplimiento el terrible vaticinio que Isaías pronunciara en toro
tiempo, en que nombre del Señor, contra sus obstinados compatriotas. La pertinaz
incredulidad de los unos, la indiferencia voluntaria de los otros y la profunda ingratitud de
todos serían castigadas con la privación de las gracias y luces de que habían abusado.
Tras esta pregunta a la que el Maestro acaba de responder le hicieron otra los discípulos,
para que les declarase la significación de la parábola de la siembre, que ingenuamente
confesaron no haber entendido. Se mostró Jesús admirado de ello “No entendeis les dijoesta parábola? ¿Pues como entenderéis todas las parábolas?” en efecto aquella primera
contenía en cierta forma la clave de las siguientes. Estas palabras del Salvador nos dan a
conocer la disposición de ánimo de sus mejores discípulos por aquella época de su
ministerio. Eran espíritus imperfectos, tardos en comprender sus enseñanzas. Pero tenían
siquiera excelente voluntad de instruirse y ponían los medios aptos para llegar a cabal
conocimiento. El lenguaje figurado delas parábolas producía en ellos el feliz efecto que
pretendía el Salvador, excitaba su atención, su deseo de saber y de tal Maestro fácil les era
alcanzar las explicaciones de lo que no hubiesen comprendido. Y así fue que al punto les
satisfizo dándoles la explicación que pedían.
“Vosotros, pues oíd la parábola del que siembra. El que siembra, siembra la palabra de Dios.
Al que oye la palabra del reino y no la entiende, viene Satanás y arrebata lo que se sembró
en su corazón, éste es el camino donde fue sembrada la semilla. El terreno pedregoso en
que la semilla cayó es el que oye la palabra y luego la recibe con gozo, pero no teniendo raíz
en sí, antes es inconstante y venida la tribulación y la persecución por causa de la palabra,
luego s e escandaliza. Las espinas entre las que fue sembrada la semilla son el que oye la
palabra, el afán de este siglo y el engaño de las riquezas ahogan la palabra y se hace
infructuosa. El buen terreno sembrado es el que oye la palabra y ala entiende, y lleva fruto
y uno lleva a ciento, y otros a a sesenta y otro a treinta.”
En esta clarísima interpretación, si bien no dice Jesús que El es el Sembrador por excelencia,
déjalo entender bien a las claras. Como había distinguido cuatro clases de tierras, en cada
una de las cuales el buen grano llega a término diferente, así también distingue cuatro
clases de almas, de las que tres no saben aprovecharse de la predicación evangélica. Si esta
es hartas veces infructuosa, culpa es de las imperfetas y aun de las malas disposiciones de
muchos de los oyentes. ¡Que psicólogo más profundo quien con tan pocas palabras hizo
retrato tan admirable de los corazones endurecidos, de los superficiales, de los disipados
que son sacan provecho de la divina palabra y de los corazones bien dispuestos que la
hacen producir frutos excelentes!
Al interpretar Jesús mismo algunas de sus parábolas, trazó a la exégesis reglas utilísimas
para explicar todas las otras. Es de mucho momento, en primer lugar, inquirir con la
diligencia de un estudio serio cual es la idea principal que se nos quiere inculcar en cada
parábola. A determinarla con mayor acierto ayudará conocer la situación histórica que dio
ocasión al poema, así como también el atender a las palabras con que lo introduce Jesús o
los evangelistas.
Fuentes bibliográficas
Jesús de Nazaret, Joseph Ratzinger, Benedicto XVI
Cristología para empezar, José Ramón Busto Saiz, SJ
Vida de nuestro Señor Jesucristo, II Vida Pública, Louis Claude Fillion
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