Julia Coria - El barco en alta mar

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Julia Coria
El barco en alta mar
De Uno a uno Cuentos 3 los mejores narradores de la nueva
generación escriben sobre los 90, selección a cargo de Diego Grillo
Truba, Editorial Sudamericana-Mondadori, Buenos Aires, 2008.
Un cartel precioso, Bienvenido, Ábue, hecho con una sábana
de cama matrimonial por las nenas de María de los Ángeles, yo
creo que con la ilusión, pobrecitas, de colgarlo en la calle, en el
palier, y la despistada de mi hija que deja que se ilusionen,
que no les dice que tendrían que hacer algo más chico, que en
la calle no se puede poner nada porque en la calle está esa
gente.
Lucrecia, la empleada, me ayudó a preparar el pato a la
naranja que siempre fue la pasión de él, porque íbamos a ser
tantos que yo sola no daría abasto. Como cerramos todas las
ventanas para que no entrara ruido, el departamento entero se
llenó del olor de la comida, y eso me trajo los recuerdos de la
primera época, cuando Ignacio y yo nos conocimos y mi madre
cocinaba el pato a la naranja especialmente para él, que cada
vez se deshacía en halagos hacia ella.
Mi padre también apreció a Ignacio desde el comienzo.
Siempre un paso adelante de todos, fue uno de los primeros en
espantarse de las barbaridades del peronismo, y su
aprobación al yerno militar era una manifestación pública
acerca de lo que pensaba. Ignacio era por entonces poco más
que un chico, pero papá lo llevaba a al frigorífico como para
mostrarlo, como si aquel chiquilín de uniforme reluciente fuera
en sí mismo una declaración de principios, una advertencia
sobre qué podía hacerse o decirse y qué no.
María de los Ángeles hizo el postre con la receta de mi difunta
suegra. Ese postre es la otra pasión de Ignacio: el flan diez
huevos con dulce de leche y crema. Miles de veces intenté
hacerlo yo misma, pero según él nunca logré nada parecido al
original. En cambio María de los Ángeles tiene una mano
especial para eso, mi marido dice que heredó lo mejor de la
madre de él, y mi hija siempre le contesta que el verdadero
secreto está en el amor que las dos le tenían. Lo dice a modo
de chiste, para pelearme, pero yo le digo que más pruebas de
amor que las que yo le di a Ignacio no se las dio nadie.
Aunque eso tampoco es verdad. María de los Ángeles, un
tesoro, soportó casi las mismas cosas que yo, sólo que ella
tuvo la ventaja de todo lo que no le dijimos. Por otra parte
siempre la mandamos a buenos colegios, y ella misma siempre
supo rodearse de la gente adecuada. De todas formas yo sólo
me había sentido tranquila cuando se fue a estudiar a New
York, donde conoció a Andrew, que ahora es su marido.
Los dos varones no son como ella: no hablan de amor, y ahora
que lo pienso me pregunto si alguna vez los escuché decir esa
palabra. Eso no significa que sean insensibles, pero
claramente heredaron de Ignacio y de mi padre otra forma de
enfrentar la vida, esa especie de solemnidad ante todo, y algo
que no sabría bien cómo llamar pero quizás podría ser
desconfianza.
Más allá de los intentos de su padre, ninguno de los dos siguió
la carrera militar. Nacho es ingeniero agrónomo y vive en la
antigua casa de mis padres en Ayacucho;
Julián es odontólogo y se quedó a vivir en Madrid, adonde fue
a hacer un posgrado.
Los varones no nos dieron nietos todavía, por lo que las
chiquitas de María de los Ángeles se llevan toda la atención. La
más grande era la única que había llegado a conocer al abuelo,
pero las otras dos ayudaron con el cartel con igual ternura.
Eso es mérito de mi hija, que siempre les habló de nosotros y
que tuvo el cuidado de no decirles nada acerca de esas cosas
horribles que se dicen de él.
Las veces en que ellas vinieron de New York, y las pocas en las
que yo las visité, les di regalos de parte del abuelito y les dije
que él habría querido verlas pero que estaba trabajando en un
barco en alta mar. A los míos también les decía eso, y yo creo
que al día de hoy todavía piensan que era así. A mí no me
gusta mentir, pero esa no era una mentira: por mucho que le
pregunté, Ignacio jamás me dio explicaciones cuando se iba
por las noches o no regresaba en varios días, y además fue lo
único que se me ocurrió para contestarles a los chicos. Lo del
barco fue, como se dice, una mentira piadosa.
Algo parecido pasó con las nenas. Yo no hubiera tenido
corazón para decirles la verdad, en parte por ellas pero
también por Ignacio, porque quizás las nenas se hubieran
hecho una fea imagen de él; y por otra parte María de los
Ángeles me lo tenía prohibido. Incluso Andrew se enteró
cuando ya no quedó más remedio, cuando él y mi hija estaban
por venir por primera vez a la Argentina y el nombre de mi
marido —horrible casualidad, como si esa gente lo hiciera a
propósito— volvió a aparecer en los diarios.
Primero pensamos en instalarnos en la casa de Ayacucho
durante toda la estadía de él, pero Nacho nos advirtió que
incluso en nuestro pueblo había tenido algún que otro roce.
De modo que hubo que decírselo. Al principio, según cuenta
María de los Ángeles, no le cayó nada bien, y llegó a irse unos
días del departamento que compartían en New York. En esos
días hablamos mucho por teléfono y fue la primera vez que la
escuché contrariada con su padre. No sé si hubiese sido así,
pero yo creo que, de haberlo tenido cerca, tal vez le habría
hecho algún reproche. Me dijo que quería hablar con él, pero
yo logré persuadirla de que el pobre no estaba en condiciones
de soportar que ella también le diese la espalda. Hice bien en
calmarla, porque un impulso así hubiera podido arruinar la
relación hermosa que ellos tuvieron siempre. A mí me pareció
que no era que ella en verdad lo juzgara mal, sino que sólo
estaba triste por el gesto de Andrew.
Para cuando él volvió mi hija había aclarado sus ideas y,
según me contó, le dijo a él que ella no tenía nada de que
avergonzarse. De todas formas luego, cuando lo conocí, a mí
me quedó la sensación de que él conservaba algo de aquellos
resquemores, porque cuando yo le hablaba de Ignacio a las
nenas él se apartaba de nosotras.
Y esta vez yo supuse que no vendría, pero para mi sorpresa
acompañó a mi hija y mis nietas a Buenos Aires. Los fue a
buscar al aeropuerto el chofer que tengo desde que Ignacio no
está, porque yo no sé manejar y con esa gente siempre
dispuesta a molestar ya no me atrevo a entrar y salir de casa
caminando. Tuvieron la precaución de venir unos días antes
porque supusimos, y supusimos bien, que conforme se
acercara la fecha el bullicio aumentaría, y no queríamos
asustarlo. En los ocho días que llevan en casa nadie salió
jamás.
Las nenas no fueron difíciles de entretener. Lucrecia les
preparó la habitación que había sido de María de los Ángeles y
yo restauré la vieja casa de muñecas, las Barbies, los trajes de
bailarinas que ellas usan como disfraz. Aplacamos su
ansiedad con golosinas y dejándolas hacer cosas que
normalmente no hubiéramos permitido, como saltar sobre la
cama, comer en los sillones del living o pintar con témperas
sobre la mesa del comedor. En un momento en que las tres
estaban fastidiosas Andrew preguntó por el balcón o por la
terraza, pero mi hija lo disuadió con argumentos que no llegué
a entender —mi dominio del inglés es un poco pobre.
Hasta anoche yo dormí en la antigua habitación de los
varones, para dejarles a mi hija y mi yerno la habitación
principal, con la advertencia de que hoy deberíamos cambiar
para que Ignacio pudiese recuperar el de seguro añorado lugar
en su cama.
Los varones dormirían en casa de mi cuñada, que desde que
mis sobrinos se independizaron también tiene dormitorios
libres. Pero no vino ninguno de los dos. Nacho llamó hace dos
noches para decir que había tenido no sé qué problema en el
campo, y Julián nos dijo que no venía porque si tenía que
cruzarse con esa gente no sabía de lo que era capaz. Lo de
Nacho me dio pena, pero con respecto a Julián me parece que
es cierto que es mejor así.
Mi cuñada llamó cerca de la hora a la que la esperábamos
para decir que, según lo que había visto en televisión, por
mucho que intentara ingresar al edificio le iba a ser imposible
y que ni siquiera se atrevería a pasar de la esquina aunque
fuera en el auto. Terminó con una de esas cosas que a ella le
gusta decir: ahora entiendo a los vecinos, y lo dijo como si ella
no tuviera nada que ver con nada, como si su propio hermano
tuviera menos que ver con ella que con nosotros.
Los amigos se limitaron a llamar o a mandar tarjetas, y de no
haber sido por el doctor Ramírez, siempre leal, la familia de
María de los Ángeles y yo hubiésemos sido los únicos en la
bienvenida.
Supimos que estaba llegando por el ruido en la calle, como un
tumulto, y aunque con las ventanas cerradas no se escuchaba
bien, me pareció que esa gente empezaba con una de esas
horribles canciones de cancha a las que les adaptan la letra
para agraviar. Incluso se escuchó alguna sirena, y tres o
cuatro estallidos. Con cada uno a mí se me paró el corazón, y
por un instante me pregunté qué pasaría si no fuera pirotecnia
sino algo peor, algo que hiciera que Ignacio ya nunca volviese a
esta casa. Miré a los demás y me pregunté qué sería de
nosotros sin mi marido. Me vi entrar y salir de casa
caminando, recorrer la ciudad con mi hija y mis nietas y ya no
temer nada, ya no temerle a esa gente.
María de los Ángeles actuó con naturalidad y les dijo a las
nenas: "Prepárense que ahí viene". Las dos más grandes se
pararon frente a la puerta tomadas de la mano, pero la
chiquita —asustada por los estruendos- corrió hacia su mamá,
que la alzó en brazos y sonrió al decirle que no era nada, que
la gente quería celebrar la llegada del abuelo.
El tiempo que pasó entre que empeoró el alboroto y
escuchamos la puerta del ascensor se me hizo una eternidad.
Las nenas más grandes ya se habían sentado en el suelo,
mientras María de los Ángeles, todavía con la chiquita en
brazos, me acariciaba la espalda y me decía: "Tranquila,
mamá". Si no lloré fue por mis nietas. Pasé unos nervios que
sólo había sentido antes al principio, cuando el doctor Ramírez
nos confirmó que esa gente se había salido con la suya y que
ya no había nada que hacer. Lucrecia parecía tan angustiada
como yo, y de Andrew no sabría qué decir. Me pareció que de
pronto el departamento lo ahogaba, de una forma mucho más
profunda que esa molesta sensación de encierro que, según
había comentado María de los Ángeles, lo acompañaba desde
su llegada al país. Las dos veces en que mi hija le dirigió la
palabra durante la espera le dijo "Andrew, please, no", de
manera que él no pudo encender el cigarrillo ni asomarse a la
ventana, y los dos movimientos los reprimió con evidente
contrariedad.
Las nenas más grandes volvieron a incorporarse cuando el
ascensor llegó a nuestro palier, y por el modo en que se reían y
cuchicheaban entre ellas creí que iban a correr a abrazar al
abuelo. Pero no. Se mantuvieron quietas, y la única que se
acercó a Ignacio fue María de los Ángeles —Andrew se apuró a
quitarle la nena de los brazos. Yo no pude mover los pies, y
por un momento pensé que ni siquiera iba a poder respirar.
Me fijé en los detalles de esa escena, en Ignacio que consolaba
a mi hija con palmaditas como si el motivo de su llanto no
tuviera nada que ver con él, como si llorase porque se hubiera
martillado un dedo.
Todas las veces en que lo visité me sorprendió su entereza. La
primera vez pensé que lo encontraría abatido, pero entonces
me dijo que lo trataban muy bien y que estaba rodeado de
gente de confianza. Esta mañana volví creer que tal vez llegaría
afectado, que sin dudas lo que pasaba en la entrada de casa lo
fastidiaría. Si fue así, no lo sé: no sabría decir si su mirada era
oscura por eso o porque preguntó por los varones.
María de los Ángeles le explicó. Las nenas ya no sonreían ni
cuchicheaban ni nada, y mi marido giró hacia el doctor
Ramírez, que había quedado encerrado por la escena del
palier, para invitarlo a pasar. Las nenas permanecieron
quietas cuando Ignacio avanzó hacia mí, y me besó .como si
volviera de una jornada de trabajo. Yo hice un movimiento
como para tomarle las manos, pero él ya había girado hacia su
yerno. "You must be Andrew", le dijo, y Andrew pareció torpe
al cambiar de brazo a mi nieta para extenderle la mano.
Sólo entonces Ignacio miró a la chiquita que, en brazos de su
padre, todavía no se recuperaba del susto. Le dije: "Es Lily", y
no supe si la nena se apartó para evitar la mano de mi marido
por sí misma o si lo hizo su padre.
María de los Ángeles se apuró a presentarle a las otras dos,
que por algún motivo habían perdido el entusiasmo inicial.
Ignacio, fiel a su estilo, las miró primero de lejos, como si las
midiera, y cuando estaba por acercarse —quizás para besarlas
en la frente— Andrew lo tomó del brazo y le dijo: "Look! They
made it for you!".
Se refería al cartel, y creo que Ignacio fue el único que no vio
en ese gesto lo que vimos todos. De algún modo la actitud de
Andrew le vino bien —mi marido nunca se caracterizó por ser
demostrativo— y al momento de observar aquel regalo pudo
aplicar esa perspectiva con que mira todas las cosas, y que
con sus propias nietas hubiera sido inútil o ridícula.
Quizás impulsada por la complicidad con su forma de ser,
decidí continuar con aquella especie de rescate y le dije que
fuera a bañarse, que tenía todo preparado y que lo
esperaríamos en la mesa. No lo dudó, era algo que se imponía
por el solo hecho de volver, de haber salido de aquel lugar
horrible; lo hubiera hecho sin que yo se lo dijese, en un gesto
como lavarse las manos después de visitar un enfermo en el
hospital.
En su ausencia, el doctor Ramírez respondió todas nuestras
preguntas. En especial nos tranquilizó a María de los Ángeles y
a mí: nos dijo que no había chances de que esa gente volviera
a salirse con la suya. Los tres aún estábamos de pie, pero
Andrew, en el sofá, abrazaba a las nenas como si se acercase
el fin del mundo —y lejos de encontrar la calma, la chiquita se
ponía cada vez peor. Vi que él evitaba la mirada de mi hija,
una mirada insistente y llena de rencor.
Ignacio tardó poco, y al regresar me preguntó por qué había
redecorado la habitación. Le expliqué que en su ausencia pude
dedicarme a esos detalles para los que antes no tenía tiempo, y
aunque mi hija y el doctor Ramírez hicieron comentarios
acerca de lo linda que estaba la casa, mi marido no agregó
nada más.
Antes de almorzar el doctor propuso un brindis por el regreso
de Ignacio, porque al fin se hacía justicia y por el buen tino del
presidente, y quizás María de los Ángeles haya pateado a
Andrew por debajo de la mesa cuando agregó que también
debíamos brindar por la presentación entre las nietas y el
abuelo.
Yo creo que sólo Ignacio y su abogado comieron bien. Los
demás no hicimos más que revolver la comida con el tenedor.
Era claro que a las nenas no les gustaba el menú, y me
pregunto cómo fui tan distraída como para no preparar algo
especial para ellas. Andrew tendría el estómago cerrado, y
evitaba mirar a mi marido como se evita mirar a un fantasma.
Tampoco miraba a su mujer.
Hace un rato nos levantamos de la mesa y convencí a Ignacio
de que se recostara un poco. Nuestra habitación da al pulmón
de manzana y los ruidos de la calle no llegan. Si mi hija y
Andrew ahora discuten, lo hacen en voz baja, porque tampoco
se los escucha a ellos. Las nenas encendieron la televisión, y
su madre les pidió que guardaran silencio para que el abuelo
pudiese descansar.
Ignacio me preguntó si en su ausencia había visitado la tumba
de su madre el doce de cada mes, como era mi costumbre
desde su muerte, y también cuál era la excusa que había dado
su hermana. Después de eso se quitó la ropa y, en paños
menores, se metió a la cama. Yo me acosté junto a él, pero
creo que no lo notó, y sólo no volví al living porque no supe
con qué escena me encontraría —todas las que imaginé era
preferible evitarlas.
Todavía no hablé con mi hija, pero creo que ella piensa igual
que yo: cerrar las ventanas no es suficiente.
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